8 de març del 2013. Facultat de Belles Arts
“¿Es el cine un arte?”. Y yo contesto: “Qué más da”. Uno puede hacer películas o dedicarse a la jardinería. Las dos cosas son arte, con el mismo derecho que un poema de Verlaine, o un cuadro de Delacroix. Si las películas son buenas, o el jardín está bien cuidado, se está practicando el arte de la jardinería o el arte del cine: los autores de ambas actividades son artistas. El pastelero que hace una tarta de crema es un artista. El campesino que todavía no está mecanizado hace una obra de arte cuando cava un surco. El arte no es el oficio, sino la manera de ejercerlo. También es la manera de ejercer cualquier actividad humana. Les propongo una definición de arte: el arte es el “hacer”. El arte poético es el arte de hacer poesías. El arte de amar es el arte de hacer el amor.
Mi padre nunca me habló de arte. No soportaba esta palabra. Si los niños querían hacer pintura, teatro o música, eran libres, pero de ninguna manera había que empujarles a ello. Es necesario que el deseo de pintar un cuadro sea tan intenso que no se pueda frenar. Mi padre decía de Mozart, a quien adoraba: “Ha escrito música porque no podía resistir la necesidad de componer”. Y añadía: “Le venían las ganas como cuando uno tiene ganas de orinar”. Pensaba que la elección del medio de expresión es secundaria. Si Mozart no hubiera hecho música, habría escrito poemas, o se habría dedicado a la jardinería.
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Asistimos en Madrás a la actuación de un célebre cantante-compositor. En un teatro repleto, tipo cine de barrio, se levantó el telón y el artista fue saludado con un torrente de aplausos. Estaba en cuclillas, en medio del escenario, delante de un decorado que representaba un parque como el de Versailles. Tenía afeitado un lado de la cabeza, y el otro con el pelo largo. A pesar de aquel peinado extraño para el gusto occidental, nos impresionó su belleza y su nobleza. Sus seis músicos, en torno a él, estaban igualmente en cuclillas. De vez en cuando, uno de ellos emitía un sonido a partir del cual los otros afinaban sus instrumentos.
Cuando los aplausos y los gritos de bienvenida se calmaron, el cantante hizo sonar unas notas. Luego se detuvo y, dirigiéndose a la multitud, dijo simplemente, como Charles Laughton: “No estoy inspirado”. Tras algunos murmullos de contrariedad, la multitud siguió consumiendo los dulces que unos vendedores distribuían. El artista intentó tres o cuatro veces empezar a cantar, pero no parecía que le hubiera llegado la inspiración. Se paraba, pedía disculpas, bebía un poco de té, y comía algunos dulces con su orquesta. Me dijeron que la búsqueda de la inspiración duraba a veces varios días y varias noches. Los clientes ricos que contrataban músicos para celebrar una fiesta, no eran mejor tratados. Si el cantante no se sentía inspirado, nada le podía obligar a llevar a cabo su misión. Afortunadamente, nuestro cantante no tardó una semana en considerarse inspirado y se puso a cantar. Y aquello fue espléndido. Ni Dido ni yo comprendemos una palabra de tamil, pero no por eso nos sentimos menos emocionados.
Jean Renoir. Ma vie et mes films. Flammarion, 1974. Versión española Mi vida y mi cine. Akal, 1993