Origen de la democracia contemporánea.

"no es tanto el entendimiento lo que distingue específicamente al hombre entre los animales como su condición de agente libre."
J. J. ROUSSEAU, Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres

El siglo XIX se caracterizó por la paulatina extensión de la democracia, tanto geográfica como socialmente. Los sistemas democráticos, con variaciones o matices locales y regionales dignas de consideración, se fueron extendiendo por toda Europa y América, obligados en ocasiones a una evolución constitucional que readaptaba instituciones y prácticas a la propia dinámica de participación política de la ciudadanía. Pues ésta se fue incrementando paulatinamente, superando los primeros niveles de los sistemas censitarios hasta alcanzar el sufragio universal, para, a finales de siglo, otorgar el derecho de voto a la población femenina, de esta forma, se superaba la antigua antítesis entre monarquía y democracia, las dinastías legitimistas acabaron aceptando los valores democráticos.

El imperio napoleónico cumplió un doble objetivo, en sí mismo contrarios; si por una parte corrompió el inicial espíritu democrático de la Revolución Francesa, por otra expandió estos ideales por toda Europa, sembrando de dificultades los esfuerzos de restauración que, tras la caída de Napoleón, la grandes potencias monárquicas pretendieron imponer en el Viejo Mundo. Durante la intervención napoleónica buena parte de las naciones europeas llevaron a cabo procesos constitucionales, bien dirigidos por el emperador o, en reacción a la intervención extranjera, generando un proceso constituyente que reforzó la identidad nacional basándola en la soberanía popular; fenómeno que encuentra en España, la reunión de las Cortes de Cádiz y la promulgación de la Constitución de 1812 un ejemplo paradigmático.

Había comenzado un nuevo periodo en la historia contemporánea occidental que estuvo caracterizado por el afianzamiento de la democracia, si bien bajo el prisma del liberalismo burgués. La organización política tenía su base en la constitución, declaración de los principios fundamentales sobre los que se asienta el ordenamiento político del Estado. La articulación del Estado descansa sobre la separación de poderes entre el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial, -esta separación de poderes es precisamente la garantía del sistema democrático- siendo la relación establecida entre estos poderes lo que confiere el carácter político al régimen: monarquía o república, parlamentarismo o presidencialismo. El tercer eje sustantivo de la democracia liberal es el sistema electoral, que garantiza la realización de llamadas periódicas a la ciudadanía para que elijan sus representantes y respalden o penalicen con sus votos la gestión realizada o que debe llevarse a cabo. La evolución del sistema electoral, en especial las variaciones en el derecho a ejercer el sufragio fueron unos de los caballos de batalla en la política decimonónica; las restricciones sobre este derecho estuvieron en función del sexo, la raza, la edad y el nivel económico; paulatinamente a lo largo de los dos últimos tercios del siglo estas restricciones se fueron reduciendo hasta llegar al sufragio universal, si bien persistieron -y persisten- algunas limitaciones, en especial las señaladas por la edad y la extranjería. Por último, todo el funcionamiento del sistema democrático descansa sobre el reconocimiento y la garantía de las libertades y derechos individuales; la determinación de este conjunto de libertades y derechos fue el segundo gran campo de enfrentamiento político y social de todo el siglo XIX; las restricciones de la democracia liberal debieron ser ampliadas paulatinamente ante la presión de las nuevas clases sociales.

Uno de los grandes peligros de la democracia ya se evidenció durante las tensiones para la ampliación de la participación popular; radicaba en el seguimiento formal de las normas democráticas, pero en realidad amplios ámbitos las libertades no tenían ninguna repercusión práctica y las elecciones habían degenerado en una pura farsa cuyos resultados eran conocidos de antemano. Para que los principios democráticos tuvieran un contenido y una plasmación real se fueron generando paulatinamente una serie de exigencias y controles. Los más importantes atendían a la pluralidad política (libertad para la fundación de partidos políticos, respeto por la oposición, desaparición de la política, prohibición de cualquier tipo de persecución o discriminación por motivos políticos), la libertad de expresión (libertad de prensa, desaparición de la censura), la libertad de asociación sindical (reconocimiento de la representatividad sindical en conflictos laborales, libertad de reunión y otras medidas organizadoras y de presión, incluido el derecho de huelga), el reconocimiento de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley (condena y persecución de cualquier tipo de discriminación -raza, religión, sexo, edad-), respeto por el pluralismo social (igualdad de oportunidades sin distinción de sexo o condición social, defensa de las diferencias de tradición cultural) y la protección de los sectores menos favorecidos (defensa de las minorías etnoculturales y religiosas, protección de la infancia y la maternidad extramatrimonial, atención a los ancianos, protección contra el desempleo y la enfermedad). La imposibilidad de que el Estado liberal, por definición lo menos intervencionista y más reducido posible, acometiera tan amplio programa de exigencias produjo la evolución de los ideales democráticos hacia sectores más comprometidos con la plasmación real del "gobierno del pueblo".

Por tanto, las transformaciones sociales que se produjeron en la primera y segunda revolución industrial, sumadas al crecimiento demográfico, el creciente fenómeno urbano y el desarrollo de los medios de comunicación de masas tuvieron una repercusión directa en las filosofías y los sistemas políticos. El crecimiento y la organización del movimiento obrero dio origen a una auténtica alternativa a la hegemonía política del liberalismo burgués; el énfasis de éste en la libertad individual dejó al margen la plasmación real de las ventajas de la democracia, pues para los amplios sectores sociales que sólo disponían de lo necesario para sobrevivir la libertad, por muy valiosa, era apenas una prerrogativa estéril cuya dimensión y disfrute casi no podía ser valorado. Esto permitió que el movimiento obrero recogiera un número creciente de seguidores, hasta convertirse en el más serio contrincante del liberalismo en la disputa del control del poder. Esta alternativa se generó en una lenta evolución, desde las críticas de Marx a la democracia formal -forma refinada de dominio de una clase, la burguesía, sobre otra, el proletariado-, pasando por la creación de grandes organizaciones internaciones (AIT, II Internacional), la fundación de modernos partidos de masas con identidad socialista o socialdemócrata y de las grandes centrales sindicales, hasta llegar a la Revolución de Octubre en Rusia, plasmación pionera de las teorías proletarias tendentes a la materialización de una democracia social (aunque con posterioridad los resultados de la bolchevización no estuvieran en consonancia con los ideales perseguidos, como evidenció la ruptura del movimiento obrero y la minoría de seguidores comunistas).

La democracia social se caracteriza por la intervención de los poderes públicos en todas aquellas parcelas de las relaciones sociales que materialicen un real desarrollo del programa democrático; en especial todo lo concerniente a contrarrestar el fenómeno de incapacidad de las libertades formales cuando las condiciones materiales no alcanzan el nivel mínimo que permita la utilización y disfrute de esos derechos individuales. Es por esta razón que la democracia social incide con mayor intención sobre el concepto de igualdad que sobre el de libertad. Se contrapone a la democracia política -que atiende exclusivamente a la gestión del aparato del estado- en su consideración positiva de la intervención del estado en los ámbitos que el liberalismo había mantenido excluido de toda participación de las esfera pública; de ese modo, frente a la desprotección del individuo ante las grandes fuerzas económicas, el poder público, respaldado por la legitimidad de su elección democrática, debía intervenir en la esfera económica.

La contradicción entre libertades formales y derechos reales se evidenció con motivo de la crisis económicas de los años treinta, cuyas repercusiones trataron de ser combatidas desarrollando distintas facetas de democracia social (EE.UU, Francia, España), o oponiéndose a tales profundizaciones hasta llegar a derribar la misma democracia política (Alemania, Austria, radicalización fascista en Italia). La Segunda Guerra Mundial enfrentó ambas concepciones, totalitarismo y democracia, de la que salió victorioso el frente aliado; sin embargo, dentro de este frente democrático pronto se evidenciaron diferencias radicales, que lejos de disminuir crecieron en dimensión con el desarrollo en Europa Oriental (y posteriormente en Asia y África) de democracias populares. Esto produjo que durante la guerra fría la democracia fuera un concepto esgrimido por ambos bloques en una instrumentalización legitimadora y agresiva. La idea de democracia popular trataba de ir más allá de la democracia social, eliminando todos los obstáculos que se habían identificado para la realización absoluta de la liberación de las capas sociales más desprotegidas, en especial del proletariado; el Estado se identificaba como defensor no ya de la sociedad en su conjunto, si no de determinadas "clases" sociales. La diferencia sustancial, sin embargo, resultó ser la absoluta ausencia de voluntad política para avanzar los resultados de la democracia popular sin atacar los firmes principios democráticos; el resultado fue la persecución de todo pluralismo político, sin encontrar ningún inconveniente en hacer desaparecer todo vestigio de oposición, disidencia, libertad de expresión y otros derechos fundamentales reconocidos en la democracia clásica. La inicial revocabilidad de los delegados en los soviets fue pronto suplantada por una rigurosa meritocracia, tendente a la perpetuación en los órganos dirigentes, lo que definitivamente transformó las teóricas democracias populares en sistemas burocráticos regidos por una aristocracia de partido (cuyas estructuras suelen identificarse con las del estado). El funcionamiento de las democracias populares tuvo una gran variedad, tanto en el sistema de elección de candidatos, las modalidades de votación, la periodicidad de las consultas y la relación entre dirigentes y ciudadanos.

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