La consolidación del intervencionismo laboral (1900-1930).



Durante el primer cuarto de siglo, el intervencionismo del Estado en materia laboral se consolidó y la obrera verá regulada, y en muchos casos limitada, su participación en las actividades productivas. Dicha regulación continuará desarrollando los principios establecidos en la legislación precedente, esto es, el diferente tratamiento del trabajador según sea este hombre o mujer.

Una de las principales reivindicaciones laborales del movimiento obrero durante estos años fue la jornada de trabajo, por lo que los legisladores centraron buena parte de sus esfuerzos reguladores en este terreno. El Real Decreto de 26 de junio de 1902 sobre jornada de trabajo de las mujeres y los niños fijó la característica fundamental de las leyes posteriores, situando la edad como la variable que establecía diferencias, mientras el sexo sólo será determinante para los trabajadores menores de edad. Según establecía su art. 1, la trabajadora adulta deberá cumplir el mismo horario que el obrero adulto, es decir, una jornada máxima de once horas; la ley también recoge la posibilidad que patrono y obrera decidan de mutuo acuerdo establecer una jornada semanal de 66 horas, en vez de la diaria de 11 (art. 2).

Si la jornada diurna queda establecida igual para todos los trabajadores, para la nocturna se implantará una regulación diferenciada sexualmente. La ley de 11 de julio de 1912 prohibe en su art. 2 el trabajo industrial nocturno de las mujeres en talleres y fábricas. Dicha ley, inspirada en el concepto de las funciones femeninas -cuidado de los hijos, atención de la casa, etc.-, verá retrasada su entrada en vigor hasta el año 1914 como consecuencia de la presión ejercida por los empresarios. Éstos veían amenazados sus intereses y ganancias dado el menor salario que recibía la mujer trabajadora por realizar el mismo trabajo. Aunque la ley finalmente se puso en práctica, el empresariado textil consiguió una demora para su cumplimiento de seis años.

La presión y movilización obrera dirigida a la reducción de la jornada laboral, sobretodo durante los años de la I Guerra Mundial, durante los cuales se asistió a un empeoramiento de las condiciones de trabajo, conseguirá que parte de sus reivindicaciones sean finalmente reguladas. El Real Decreto de 24 de agosto de 1913 sobre jornada máxima de trabajo y remuneración a destajo en la industria textil, establecerá la jornada máxima de trabajo en diez horas diarias o sesenta semanales para los trabajadores del sector textil de ambos sexos (art. 1). El Real Decreto de 3 de abril de 1919 establece la jornada máxima legal de ocho horas, si bien las normas que deben regir su aplicación tardarán casi un año en publicarse, Real Orden de 25 de enero de 1920, ante las reacciones que suscita por parte de los empresarios. No obstante, dicha ley volvía a dejar en los márgenes de la regulación a sectores laborales sumamente feminizados como el servicio doméstico, las faenas agrarias temporeras, etc.

Por lo que se refiere a la legislación encaminada a fijar el tipo de trabajo permitido, el Real Decreto de 25 de enero de 1908 clasificó las industrias en que queda prohibido el trabajo de los niños de ambos sexos menores de dieciséis años y de las mujeres menores de edad (23 años). En sus artículos 1º y 2º se listaban de forma precisa las industrias que consideradas insalubres o peligrosas para este segmento de la población obrera. Dado que este tipo de industrias significaban un peligro para la salud de todos los trabajadores, "surge la duda acerca de los verdaderos objetivos de una legislación "protectora" que no establecía medidas para mejorar las condiciones de higiene y seguridad en los centros de trabajo, sino que excluía a una parte de la mano de obra [mujeres y niños] de ciertas actividades" (Nielfa: 2003). Aquellos trabajos "con riesgo de intoxicación o lesión orgánica, de explosión o incendio en sus etapas productivas y aquellas que exponen al obrero a contraer enfermedades o estados patológicos especiales", no podían en ningún caso contratar a los obreros sujetos de protección por esta ley. De igual forma, se prohibía la contratación en algunas fases de la producción a aquellas industrias en que "de forma continuada se desprendan vapores, polvo nocivo o emanaciones tóxicas, aquellas en las que exista peligro de incendio o aquellas que utilicen sustancias patológicas o exijan condiciones especiales de trabajo".

Aunque en el fondo de todas las leyes protectoras de la mujer trabajadora está presente la preocupación por la compatibilidad entre el trabajo extradoméstico y las funciones reproductoras y maternales, su trascendencia social se considera tan importante que la mujer en tanto madre trabajadora será objeto de una protección legislativa específica. La primera medida del nuevo siglo en este sentido es la Ley de 8 de enero de 1907, mediante la cual se reformó el artículo 9º de la Ley de 13 de Marzo de 1900. La nueva redacción del artículo establecía la prohibición de trabajar en un plazo de cuatro a seis semanas posteriores al parto, y nunca en un período inferior a las cuatro semanas; se garantizaba la reserva del puesto de trabajo durante este periodo de descanso; la mujer podía exigir el cese de su trabajo a partir del octavo mes de embarazo, garantizando la reserva del puesto.

Posteriormente, la ley de 27 de febrero de 1912 o "Ley de la Silla" establecerá la obligación de proveer de un asiento a cada una de las empleadas en tiendas y almacenes.

La ratificación del convenio sobre protección a la maternidad elaborado por la "Conferencia Internacional del Trabajo" (C.I.T.), reunida en Washington en 1919, marcó el siguiente paso importante respecto a la regulación del trabajo de la obrera madre. Los principios del convenio internacional fueron recogidos por el Real Decreto-Ley de 21 de agosto de 1923, mediante el cual se amplió el descanso obligatorio a seis semanas antes y después del parto (art. 1). También se instauró la asistencia médica gratuita a la obrera durante el embarazo y el percibo de un subsidio de 50 pesetas después del parto.

Durante la Dictadura de Primo de Rivera se extendió dicha protección con la aprobación del Seguro Obligatorio de Maternidad, mediante el Real Decreto Ley de 15 de agosto de 1927. El Seguro de Maternidad se estableció con carácter obligatorio (art. 1) para todas las obreras y empleadas asalariadas inscritas o sujetas al régimen obligatorio de retiro obrero (art. 2). Los servicios que cubría el seguro iban desde los estrictamente sanitarios -matrona, médico durante el embarazo y en partos difíciles, medicamentos-, pasando por la utilización gratuita de los centros de maternidad e infancia, así como una ayuda económica (90 pesetas por alumbramiento, 2,5 pesetas diarias durante las seis semanas de descanso anteriores y posteriores al parto y 5 pesetas por semana e hijo lactante) durante un período no superior a los setenta días.

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