Estatuto Real para la convocación de las Cortes
Generales del Reino
(4 de abril de 1834)
Introducción
Exposición del Consejo de Ministros a S. M. la Reina Gobernadora
SEÑORA:
Los infrascriptos Secretarios
de Estado y del Despacho tenemos la honra de llamar en este día la atención de
V. M. hacia el punto más importante para la firmeza y esplendor del Trono, y para
la suerte futura de la Nación. A V. M. está reservada la gloria de restaurar nuestras
antiguas leyes fundamentales, cuyo desuso ha causado tantos males por el espacio
de tres siglos, y cuyo restablecimiento por la augusta mano de V. M. será el más
próspero presagio para el reinado de su excelsa Hija.
No sin razón establecieron nuestros mayores, con arreglo a los códigos más antiguos,
y siguiendo una costumbre inveterada que se pierde en la cuna de la Monarquía,
que al advenimiento al Trono de un Monarca, jurase éste ante las Cortes del Reino
las leyes fundamentales del Estado, al propio tiempo que recibía de sus súbditos
el debido homenaje de fidelidad y obediencia: acto augusto, solemne, que sellaba,
por decirlo así, la alianza del Trono con los pueblos; invocando como testigo
y juez y vengador al que tiene en su mano el destino de los Reyes y de las Naciones.
Con no menos previsión y sabiduría se
tuvo como fuero y costumbre de España que, cuando el nuevo Príncipe fuese menor,
se celebrase igualmente aquel solemne acto; para que los guardadores del Rey niño
jurasen, no sólo velar con lealtad y celo en custodia de tan sagrado depósito,
sino observar fielmente las leyes, no enajenando ni departiendo el Señorío, y
antes bien mirando en todas cosas por el pro comunal de los Reinos.
Aún prescindiendo de la justicia y conveniencia de cumplir al principio de un
nuevo reinado con obligación tan expresa, es una máxima fundamental de la legislación
española, sancionada por una serie de gloriosos Príncipes, y atestiguada inviolablemente
por el trascurso de los siglos, que "Sobre los tales fechos grandes y arduos se
hayan de ayuntar Cortes, y se faga con consejo de los tres Estados de nuestros
Reinos, según que lo ficieron los Reyes nuestros progenitores", como decía en
una ley famosa el Señor Don Juan II: siendo cosa asentada, de que se hallan en
nuestras crónicas y anales muchos y muy señalados testimonios, que este concurso
legal de voluntades y de esfuerzos, lejos de enflaquecer a la Potestad Soberana,
le sirvieron de firmísimo apoyo en circunstancias graves.
Fue también principio inconcuso del derecho público de España que no pudiesen
imponerse contribuciones, pechos ni tributos, sin previo consentimiento de las
Cortes del Reino: institución admirable, que preserva a los pueblos de abusos
y demasías; al paso que facilita a la Corona más recursos y medios para manifestar
a las demás naciones su fuerza y poderío, y para atender sin estrechez ni angustia
a las necesidades del Estado.
Verdad
es que ambas leyes (cuya observancia hubiera preservado al Trono de azares que
lloramos, y a la Nación de tantas pérdidas y desventuras) se vieron suprimidas
subrepticiamente en la última Recopilación de nuestras leyes; pero tan poderoso
es el influjo de la costumbre, y tan arraigada estaba en el ánimo de los españoles
la antigua creencia de que se requería en varios casos el concurso de las Cortes
del Reino, que quedó como fórmula para dar fuerza y vigor a las leyes, cuando
se promulgaban sin aquel requisito, al expresar que fuesen válidas, como si hubiesen
sido publicadas en Cortes.
De cuyo origen
procede igualmente el haberse conservado, como un mero recuerdo de la institución
abolida, la Diputación de los Reinos, compuesta de un corto número de Regidores
enviados por las ciudades y villas de voto en Cortes, para vigilar el cumplimiento
de las condiciones y pactos estipulados con la Corona al tiempo de la concesión
de millones.
Si en todas épocas y circunstancias
se reputaron las Cortes del Reino como una institución esencial para el buen régimen
de la Monarquía, más vivamente se echó de ver la necesidad de convocarlas durante
la minoría de los Príncipes, en que la potestad Real, aun cuando no se vea desconocida
ni disputada, adquiere más robustez y fuerzas rodeándose de los Procuradores de
la Nación.
Y si así lo ha acreditado
la experiencia aun en aquellos tiempos bonancibles en que no amagaban ni el más
leve peligro al bajel del Estado, ¿qué diremos, Señora, en la ocasión presente,
en que un Príncipe de la estirpe Real (dolor causa decirlo) intenta arrebatar
el cetro a la Hija de su propio Hermano, y promueve la guerra civil, como preludio
de la usurpación? Mas por lo mismo que las Cortes del Reino, convocadas de intento
por el augusto Esposo de V. M., reconocieron y juraron como heredera de su Trono,
a falta de hijo varón, a su augusta Primogénita; por lo mismo que, apenas ocurrido
el fallecimiento del Señor Don Fernando VII (Q.E.E.G.) aclamó la nación como Reina
legítima de España a la que deriva su derecho de las antiguas leyes, de las costumbres
patrias, del previo juramento de los pueblos, y de la explícita voluntad del Monarca;
por lo mismo que en medio de la aciaga lucha que han promovido la ingratitud y
la perfidia, y que alimentan la miseria y la ignorancia, se ostentan casi todas
las provincias del Reino cada día más fieles y sumisas al cetro suave de la Reina
nuestra Señora; es no menos justo que político y conveniente quitar hasta el último
asomo de esperanza a la facción aleve, que proclama la usurpación para satisfacer
sus siniestras pasiones.
Ante las Cortes
generales del Reino, con el libro de la ley en la mano, de la manera más solemne
de que se halle ejemplo en los fastos de la Monarquía, se expondrá a la faz de
la Nación y del mundo la conducta del mal aconsejado Príncipe, que promoviendo
la discordia civil y aspirando a usurpar el Trono, provoca más y más cada día
las medidas severas que puede emplear legítimamente la Nación para su resguardo
y defensa.
La reunión de las Cortes
del Reino es el único medio legal, reconocido, sancionado por la costumbre inmemorial
en semejantes casos, para acallar pretensiones injustas, quitar armas a los partidos,
y pronunciar un fallo irrevocable que sirva de prenda y de fianza a la paz futura
del Estado.
Tantas y tan poderosas razones,
que fuera inútil desenvolver ante la penetración y sabiduría de V. M., han grabado
en nuestro ánimo el íntimo convencimiento de que el medio más eficaz para afirmar
en cimientos indestructibles el Trono de la Reina nuestra Señora, a cuya sombra
crecen tantas y tan halagüeñas esperanzas, es que se digne V. M. restituir su
fuerza y vigor a las leyes fundamentales de la Monarquía, empezando por convocar
las Cortes generales del Reino.
Mas
¿de qué manera deberán convocarse? Compuesto este vasto imperio de la agregación
sucesiva de tantos y tan distintos Estados, ¿cuál es la forma que habrá de preferirse
para que sirva de modelo? ¿Se convocarán las Cortes como en el antiguo Reino de
Aragón, como en la provincia de Valencia o como en el Principado de Cataluña?
¿Se elegirán por tipo las de Navarra o se antepondrán las de Castilla? Y aun circunscribiéndonos
a este último Reino, ¿qué modo de congregar las Cortes se ha de restablecer ahora,
en medio de la indecible variedad que se echa de ver en este punto, según los
tiempos, la ocasión y las circunstancias? Inútil empeño sería obstinarse en buscar
una pauta constante y segura del modo con que se reunían las Cortes de Castilla,
cuando esta materia ha prestado vastísimo campo a las interminables disputas de
sabios y eruditos. Ni produciría gran ventaja, aun cuando asequible fuera, el
determinar a punto fijo la manera y forma con que se congregaban las antiguas
Cortes; porque no debe ser el blanco principal de un Gobierno desenterrar las
antiguas instituciones, tales como pudieron convenir a nuestros mayores allá en
siglos remotos y en circunstancias diferentes; sino aplicar con discernimiento
y cordura los principios fundamentales de la antigua legislación al estado actual
de la sociedad, cuyo bienestar es el fin y objeto de todas las instituciones humanas.
Así pues, hemos estimado más oportuno
y conveniente, en vez de perdernos sin fruto en un laberinto de conjeturas y probabilidades,
caminar en terreno tan espinoso por una senda llana y segura.
Dos puntos capitales nos han servido de guía para dirigir nuestros pasos: que
era menester buscar, por entre las varias formas que han tenido nuestras antiguas
Cortes, cuál era, por decirlo así, el alma de aquella institución, prescindiendo
de accidentes y circunstancias particulares; y de este examen deducimos como consecuencia
evidente: que el principio fundamental de nuestras antiguas Cortes había sido
el dar influjo en los asuntos graves del Estado a las clases y personas que tenían
depositados grandes intereses en el patrimonio común de la sociedad.
Prueba de ello es que, durante los primeros siglos de la Monarquía, no vemos asistir
a las Juntas generales del Reino (cualquiera que fuese su denominación y naturaleza),
sino a los Prelados y a los Nobles; porque en aquellos tiempos era tal la organización
del Estado, que sólo estas dos clases tenían grandes propiedades, derechos, poderío,
todo lo que da influjo y necesita protección; y por motivos semejantes se observó
lo mismo, con cortísima diferencia, en los demás Estados de Europa.
Mas así que por un concurso afortunado de diferentes causas, empezó a desarrollarse
la civilización y cultura, mejorándose insensiblemente la condición del pueblo,
fueron creciendo en importancia las clases medias de la sociedad; y después de
adquirir libertades y franquicias municipales, aspiraron a su vez a tener también
voto en las asambleas generales de la Nación.
Lográronlo en efecto; y antes tal vez en España que en otras monarquías de Europa;
y favoreciendo la Potestad Real esta tendencia de los pueblos, que le facilitaba
recursos y contrabalanceaba la prepotencia de las clases privilegiadas, se formó
en el seno de la Nación un nuevo elemento político, que tuvo, como era natural,
sus legítimos Representantes en las Cortes de la Monarquía.
De esta manera, concurriendo al fin común todos los intereses de la sociedad,
reunidos bajo el escudo tutelar del Trono, ostentó su vigor y lustre aquella institución
saludable: institución que dio al Estado tantos días de prosperidad y de gloria,
mientras se mantuvo integra en su plena fuerza y robustez; pero que apenas se
vio reducida y mutilada, no fue ya suficiente para producir los antiguos bienes,
ni para atajar la avenida de males.
Esta gravísima consideración nos ha encaminado naturalmente, a un punto de descanso,
en el cual nos ha parecido que debíamos fijarnos, para proceder con acierto. En
tiempo del Señor Rey Don Carlos I, se vieron excluidos de las Cortes dos brazos
del Estado, el Clero y la Nobleza; pero esta innovación peligrosa, que parecía
propia para acrecer el influjo del estamento popular, dejándole apoderado exclusivamente
del derecho de votar en las Cortes, produjo un efecto contrario; y desde aquella
época en que cesó el justo equilibrio y nivel, necesarios para el buen régimen
de la Monarquía, fue bastardeando hasta tal punto la antigua institución de las
Cortes, que apenas eran ya en nuestros días una sombra de lo que fueron.
Mas ni el estado progresivo de la Nación,
ni el espíritu del siglo en que vivimos, ni las circunstancias en que nos hallamos,
consienten que se fie la suerte del Estado a un mero simulacro de Cortes, que
habiendo conservado el nombre primitivo, pero distantes de representar los intereses
actuales de la sociedad, ni pudieran ofrecer al Trono eficaz cooperación y recursos,
ni satisfacer el anhelo de los pueblos con beneficios o esperanzas.
Privados de asistir a las Cortes, no menos que por espacio de tres siglos, dos
brazos principales del Estado, reducido el derecho de concurrir a ellas a un corto
número de ciudades y villas y vinculado exclusivamente en los cuerpos municipales,
cuya índole y naturaleza ha cambiado con el trascurso de los tiempos, no hay ficción
legal que sea suficiente a que se reputen unas Cortes tan diminutas y mezquinas
como la representación fiel y cumplida de los grandes intereses de la sociedad.
A V. M. es a quien toca (¿ni que empresa
más digna del ánimo generoso con que la dotó el cielo?) restablecer en su plenitud
y grandeza una institución tan venerable; tomando en lo posible como base y cimiento,
para levantar el nuevo edificio, las antiguas Cortes de la Monarquía.
Lejos de aventurar de esta suerte innovaciones arriesgadas, se vuelve a entrar
en el camino de la ley, de que nunca se debió salir; se restituyen derechos que
no pudieron abolirse, ni enajenarse, ni perderse por la prescripción o el olvido;
y asegurando un conducto legitimo a todos los intereses sociales, se acalla con
la voz de la Nación el murmullo de los partidos.
Divididas las Cortes en dos brazos o estamentos (sin faltar por eso a su antigua
índole, y antes bien amoldándolas a la forma que la experiencia ha recomendado
como más conveniente), puede lograrse sin azares ni riesgos el fin importantísimo
de aquella institución admirable.
El
estamento de Próceres del Reino (como guarda permanente de las leyes fundamentales,
interpuesto entre el Trono y los pueblos), comprenderá en su seno a los que se
aventajen y descuellen por su elevada dignidad o por su ilustre cuna, por sus
servicios y merecimientos, por su saber o sus virtudes: los venerables Pastores
de la Iglesia, los Grandes de España, cuyos nombres despiertan el recuerdo de
las antiguas glorias de la Nación, los caudillos que en nuestros días han acrecentado
el lustre de las armas españolas, los que en el noble desempeño de la magistratura,
en la enseñanza de las ciencias, o en otras carreras no menos honrosas, hayan
prestado a su patria eminentes servicios, granjeando para sí merecida estima y
renombre, hallarán abiertas las puertas de ese ilustre estamento; el cual debe
ser esencialmente conservador por la naturaleza de los elementos que le constituyen.
A cuyo fin contribuirá también el que
todos los Grandes de España, que reúnan las cualidades requeridas, sean miembros
natos del estamento de Próceres del Reino; trasmitiéndose esta dignidad de una
en otra generación, como un derecho hereditario. Esta preeminencia, tan conforme
al espíritu de la Monarquía, tan tutelar y conservadora, es al mismo tiempo favorable
a la verdadera libertad; pues asegurando a una clase, no menos poderosa por sus
timbres que por su riqueza, la noble independencia que ha menester en el ejercicio
de su elevado ministerio, la acostumbrará a mirar el depósito de las leyes fundamentales
como se mira un patrimonio, vinculado en la propia familia.
Todos los Próceres del Reino, excepto los Grandes de España, deberán ser, en nuestro
dictamen, de nombramiento Real; pero con ciertos requisitos, que afiancen en lo
posible el acierto en los nombramientos, para que no se adultere una institución
tan importante, y declarando vitalicia aquella dignidad, a fin de ponerla más
a cubierto del temor y de la esperanza.
El número total de Próceres debe quedar también al arbitrio de la autoridad Real,
porque no siendo amovibles, ni su mandato revocable, la salud del Estado reclama
que la Potestad Regia, como árbitra y moderadora, pueda, por medio de nuevos nombramientos,
ejercer un saludable influjo en una corporación tan independiente y poderosa,
bien sea para prevenir o templar por aquel medio una colisión demasiado violenta,
bien para restablecer el equilibrio entre los varios poderes del Estado.
El estamento de Próceres es tan conveniente
y necesario que bajo una u otra forma se halla establecida una institución semejante
en todos los Estados representativos; y no sólo en las monarquías templadas, sino
en las repúblicas más libres, así antiguas como modernas. Prueba irrecusable,
evidente, de que es preciso poner una barrera al empuje y violencia de los elementos
populares, para guarecer a la libertad contra el despotismo y la anarquía.
La mera indicación de las bases para la formación
del estamento de Próceres del Reino, manifiesta suficientemente así el objeto
que nos hemos propuesto como las razones en que nos hemos apoyado; sin que sea
conveniente ni oportuno fatigar la augusta atención de V. M. con el prolijo examen
de materias controvertibles, que han embargado durante muchos días la solícita
atención de vuestros Secretarios del Despacho. Baste decir, Señora, que tenemos
el rofundo convencimiento de que si V. M. se digna aprobar la planta que le presentamos
para el estamento de Próceres del Reino, no sólo habrá conseguido subsanar una
especie de despojo con una reparación solemne, sino que dará nuevo apoyo al Trono
de su excelsa Hija y a los legítimos derechos de la Nación.
Diferente en su origen y distinto en su organización y en su objeto, el estamento
de Procuradores del Reino está destinado principalmente a representar los intereses
materiales de la sociedad y a vigilar en su custodia: de donde se derivan, como
de un principio fecundo, muchas consecuencias importantes.
Este estamento es por su misma esencia electivo.
Los individuos que le compongan deben ser elegidos por la Nación, para que de
esta suerte sean sus legítimos Procuradores.
Su mandato debe durar el plazo que prefije la ley.
Este plazo no debe ser ni tan sumamente prolongado, que sea fácil olvidar el origen
de donde provino el mandato, ni tan breve que agite las pasiones políticas con
muy frecuentes elecciones.
No se debe
poner limitación ni coto a la facultad de reelegir a los mismos Procuradores;
ya porque no es justo restringir sin motivo la libre voluntad de los pueblos;
ya porque la experiencia ha acreditado, en diversos tiempos y naciones, que es
poco prudente privarse de sujetos de acreditada suficiencia, exponiendo, además,
el Estado a una crisis grave y peligrosa, cada vez que se renueve el estamento
popular.
¿Mas cómo se verificarán las
elecciones? ¿Quiénes deberán tener derecho de ser electores? ¿Y quiénes aptitud
legal para ser elegidos? Cuestiones son éstas, Señora, de tanta gravedad y trascendencia,
como que de su resolución dependen los efectos provechosos o nocivos de esta institución.
Así no es maravilla que vuestros Secretarios del Despacho hayan meditado la materia
con mucho pulso y detenimiento, para asentar con probabilidad del acierto las
bases convenientes.
Acordaron ante todas
cosas proceder de un principio justo en su origen, general en su aplicación, conforme
en su desarrollo con la índole de la institución misma: y no siendo compatible
con las máximas de la razón ni de la política limitar (como hasta ahora se hizo)
a un corto número de pueblos el privilegio de enviar Procuradores a Cortes, estimaron
que la base más equitativa era distribuir el número total de Procuradores del
Reino entre las varias provincias, con arreglo a su población.
Juzgaron también que siendo tan importante el encargo que se va a fiar a los Procuradores
del Reino, sin estar atenidos a ninguna responsabilidad legal ni poder ser reconvenidos
en ningún caso por sus opiniones y votos, era conveniente, o por mejor decir,
necesario, que la sociedad tomara de antemano cuantas precauciones dictase la
prudencia, a fin de no aventurar su propia suerte.
Mas estas prendas y fianzas deben empezar a exigirse de los mismos electores;
porque de esta manera se da ya un paso muy adelantado para poder confiar en las
buenas calidades de los elegidos.
Aun
en las repúblicas antiguas, cuyas sabias instituciones nos ha transmitido la historia,
los que ningunos bienes poseían no ejercían derechos políticos; ni puede nación
ninguna confiarlos, so pena de pagar tarde o temprano su temeridad e imprudencia,
a quien no tenga vínculos que le enlacen con la misma nación.
De ahí es que en todos los países se ha considerado a la propiedad, bajo una u
otra forma, como la mejor prenda de buen orden y de sosiego; así como, por el
extremo opuesto, cuantos han intentado promover revueltas y partidos, soltando
el freno a las pasiones populares, han empleado como instrumento a las turbas
de proletarios.
En conformidad con estos
principios, hubiéramos deseado que cuantos poseyesen la renta anual correspondiente,
ejercieran el derecho de ser electores; pero después de largas controversias,
y de tantear en vano diferentes medios que se han practicado en varios tiempos
y naciones, nos convencimos plenamente de que rayaba en lo imposible realizar
lo que nos habíamos propuesto.
La falta
de datos estadísticos y el sistema de contribuciones tan complicado, tan confuso,
tan desigual en las diversas provincias, han opuesto un obstáculo insuperable
a nuestros deseos, y nos hemos visto precisados a renunciar, a lo menos por esta
vez, a la aplicación general y completa del principio que habíamos adoptado.
Por fortuna, el sistema de elecciones es
de suyo variable y sujeto a enmiendas y mejoras; y así nos ha parecido preferible
comprenderlo en una ley aparte: ya para no darle cierto carácter de perpetuidad,
entrelazándolo con disposiciones fundamentales, ya para anunciar, desde luego
que irá perfeccionándose insensiblemente con el arreglo de la administración pública
y con los consejos de la experiencia.
Lo que parecía necesario, urgente, pues. que el bien del Estado reclamaba la pronta
reunión de las Cortes, era establecer un plan de elecciones, igual, justo, sencillo,
de fácil aplicación, y que admitiendo como base el ofrecer a la sociedad las convenientes
garantías, dejase sancionado para siempre este importantísimo principio.
Estas miras nos han guiado al determinar
la ley de elecciones, que someteremos en breve a la augusta aprobación de V. M.:
por ella se establece que en cada pueblo cabeza de partido se forme una Junta
electoral, compuesta de todos los individuos del Ayuntamiento, inclusos los Síndicos
y Diputados, y agregándoseles un número igual de los mayores contribuyentes: método
que recientemente se ha ensayado con buen éxito para la renovación de concejales.
Cada una de estas Juntas nombrará dos
electores, para que concurran a la capital de la respectiva provincia, pudiendo
nombrarlos, no sólo entre los mismos individuos del Ayuntamiento y entre los mayores
contribuyentes que hayan concurrido a la elección; sino entre todos los que tengan
las condiciones que requiera la ley.
Reunidos en la Capital de Provincia los electores enviados por los diferentes
partidos, procederán a nombrar los Procuradores a Cortes, verificándolo por el
método y forma que se prefije con el fin de asegurar el buen orden y la libertad
de los sufragios.
Este plan de elecciones,
si bien no tan perfecto como pudiera desearse en teoría, tiene, a nuestro entender,
la inestimable ventaja de ser muy sencillo en la práctica: establece desde luego
dos grados de elección, cuyo sistema nos ha parecido preferible a la elección
directa, casi impracticable en España, o a multiplicar hasta tal punto los grados
de elección, que se desvirtuase la esencia de la institución misma. Se concilia,
además, por el medio que hemos preferido, el dejar notable influjo a los Ayuntamientos
en la elección de Procuradores a Cortes; al paso que se extiende este derecho
a un gran número de ciudades y villas (como lo reclamaban a la par la justicia
y la conveniencia), hermanándolo, naturalmente, con el elemento conservador de
la propiedad.
Mas como no es posible
que subsista ningún Estado, si se saca de su propio lugar cada una de las ruedas
que componen la máquina política; de ahí es que proponemos como base esencial
que las Juntas electorales, ora sean de partido, ora de provincia, se atengan
meramente al objeto de su convocación; declarándose nulo de derecho cuanto hicieren
y determinaren fuera de su propio instituto.
Ejerzan libremente los pueblos el derecho importantísimo de nombrar sus apoderados;
pero en el momento que lo verifiquen, no recuerden sino que son súbditos; sin
lo cual ni sus mismos Procuradores pudieran desempeñar su mandato, ni ejercer
su imperio las leyes, ni subsistir ninguna forma de Gobierno, cuanto menos una
Monarquía.
Si tanto en la calidad de
los electores como en la forma de la elección, se han tomado las oportunas precauciones,
a fin de que ofrezcan a la sociedad fundada confianza, ya se deja entender que
se habrá procedido aún con más detenimiento y mesura al fijar las calidades necesarias
para ser Procurador del Reino. Que tal vez de este, punto, más que de ningún otro,
pende que vuelva a echar raíces en nuestro suelo la antigua institución de las
Cortes; o que por el contrario se marchite tan pronto, que ni aun sea menester
emplear la fuerza para arrancarla.
Las
mismas condiciones que se han exigido para ser elector se requieren para ser elegidos;
pero en una escala más extensa; como que es tan diferente la importancia de uno
y otro encargo. Ni ha debido perderse de vista que la condición y calidades de
los Procuradores del Reino, que concurrieren a las Cortes, reflejarán su crédito
sobre la misma institución; yéndose formando de esta suerte las costumbres públicas,
sin las cuales poco o nada aprovechan las leyes.
Con la misma intención proponemos, como principio fundamental, que ninguno pueda
ser Procurador a Cortes sin justificar que disfruta la renta prefijada: no estando
tampoco en nuestro arbitrio prescindir de que para desatender durante cierto tiempo
los negocios domésticos, y ocuparse en los asuntos del Estado, sin recibir por
ello ni sueldo ni retribución, es requisito indispensable poseer algunos bienes,
y vivir cuando menos en una decente medianía.
Constituido uno y otro estamento, sólo falta coordinarlos de tal manera que concurran
al mismo fin, bajo el amparo de la Potestad Real; la cual se presenta como suprema
moderadora, para impedir contrastes violentos entre los brazos del Cuerpo Legislativo
y mantener en su fiel la balanza.
Al
Rey toca exclusivamente juzgar de la época en que hayan de reunirse las Cortes,
según las circunstancias en que se encuentre la Nación, sus legítimos deseos y
necesidades.
Le corresponde igualmente
suspender las Cortes, aplazando su nueva reunión para cuando lo estimare oportuno.
Podrá por último, como remedio necesario
para impedir mayores males, disolver las Cortes del Reino; sin cuyo derecho y
prerrogativa habría de acontecer, en un término más o menos lejano, o que la Potestad
Real corriese gravísimo riesgo, por no ser parte a contener el ímpetu del estamento
popular, o que no teniendo en su mano ningún medio legítimo de defensa, no se
creyese segura sino recurriendo a la fuerza y quedando vencedora en el campo.
La facultad de disolver el estamento
electivo ofrece el único medio de prevenir violentas crisis, no menos nocivas
al buen orden que a la libertad pública; con la notable circunstancia de que,
habiéndose de verificar nuevas elecciones en el término que para tales casos hayan
prefijado las leyes, lejos de menoscabarse por aquel medio los derechos de la
nación, no se hace en realidad sino apelar a ella; encomendándole que (bien sea
conformando el mandato a los mismos Procuradores, bien nombrando otros nuevos)
manifieste por medio de sus votos cuál es su voluntad.
Mas aun cuando la Corona no estime necesario hacer uso de tal esencial prerrogativa,
conviene que haya un plazo, cumplido el cual, expiren por sí mismos los poderes
de los mandatarios de la Nación; lográndose de esta suerte someter su conducta
a la prueba de las urnas electorales, y proporcionar al Gobierno un medio expedito
y legal para consultar de tiempo en tiempo el barómetro de la opinión.
Estando prevenido por nuestras antiguas leyes que no se impongan contribuciones
ni tributos sino con acuerdo de las Cortes, bastará que se establezca por base
fundamental que no, se puedan imponer dichas cargas por más tiempo que por espacio
de dos años; para alejar de esta suerte el recelo de que vuelva a yacer largo
tiempo en desuso una institución tan saludable.
La Potestad Real, como que conoce más cumplidamente, por su elevada posición,
las necesidades generales del Estado y los medios de satisfacerlas, propondrá
las materias que hayan de ventilarse en las Cortes; pero éstas recobrarán el derecho,
que por tantos siglos ejercieron, de elevar al Trono respetuosas peticiones, encaminadas
al bien de los pueblos.
Para proceder
con orden y concierto, sin lo cual se malogran las reformas que parecen más útiles,
los Secretarios del Despacho pondrán de manifiesto a las Cortes, así que se hallen
éstas congregadas, el estado en que se encuentren los varios ramos de administración
pública; sometiendo a su examen y aprobación los presupuestos de gastos y de entradas,
antes de decretarse la imposición de contribuciones.
Esta medida asegurará a un tiempo el arreglo en la Hacienda, la confianza en el
Gobierno, la fuerza en el Estado: ella sola equivale a un sin número de reformas;
porque encierra en su seno el germen benéfico de todas.
La esencia misma del Gobierno, aun prescindiendo de su dignidad, exige que no
se vea nunca en el caso de ejecutar de mal grado lo que juzgue oportuno al bien
público; por lo tanto ninguna resolución de las Cortes podrá tener efecto, sin
que además de haber sido aprobada por ambos estamentos lleve después por sello
la augusta sanción del Monarca.
Este
concierto de voluntades, tras un debate público y solemne, es el que da a las
leyes aquel carácter de imparcialidad y de justicia, que cautiva los ánimos y
allana el camino de la obediencia, sin que sea fácil conseguirlo, cuando aparecen
hijas de la instable voluntad de un hombre o del impulso muchas veces arrebatado
de una asamblea popular.
Buscar prendas
y garantías para afianzar juntamente las prerrogativas del Trono y los fueros
de la Nación; contrapesar con acierto los varios poderes del Estado, para mantener
entre ellos el debido equilibrio; no considerar en fin los derechos políticos
como derivados de principios abstractos y sujetos a vanas teorías, sino como medios
prácticos de asegurar la posesión tranquila de los derechos civiles; tal es el
grande objeto que nos hemos propuesto, al asentar las bases que tenemos la honra
de someter a la augusta aprobación de V. M.
Quiera el cielo, Señora, que el éxito corresponda a nuestra intención y deseos:
y que así como un tiempo, cuando para dicha de España ascendió al Trono Isabel
de Castilla, puso fin a parcialidades y bandos, planteando saludables reformas
y restituyendo su vigor a las leyes, así deba la Nación a V. M. iguales beneficios,
que hagan inmortal el reinado de vuestra excelsa Hija.
Aranjuez,
4 de abril de 1834.Señora. A L. R. P. de V. M. Francisco Martínez de la Rosa.
Nicolás María Garelly. Antonio Remón Zarco del Valle. José Vázquez Figueroa. José
de Imaz. Javier de Burgos.
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Título I: De la convocación
de las cortes generales del reino.
Art. 1. Con arreglo a lo que previenen la ley 5.ª, título 15, Partida 2.ª,
y las leyes 1ª y 2.ª, título 7.º, libro 6.º, de la Nueva Recopilación, S. M. la
Reina Gobernadora, en nombre de su excelsa Hija Doña Isabel II, ha resuelto convocar
las Cortes generales del Reino.
Art. 2. Las Cortes generales se compondrán
de dos estamentos: el de Próceres del Reino, y el de Procuradores del Reino.
![vuelve al principio](upbtn.gif)
Título II: Del Estamento
de Prueres del Reino.
Art. 3.
El estamento de Próceres del Reino se compondrá:
1.º De muy Reverendos Arzobispos
y Reverendos Obispos.
2.º De Grandes de España.
3.º De Títulos de Castilla.
4.º De un número indeterminado de españoles, elevados en dignidad e ilustres
por sus servicios en las varias carreras, y que sean o hayan sido Secretarios
del Despacho, Procuradores del Reino, Consejeros de Estado, Embajadores o Ministros
Plenipotenciarios, Generales de mar o de tierra o Ministros de los Tribunales
supremos.
5.º De los propietarios territoriales o dueños de fábricas manufacturas
o establecimientos mercantiles, que reúnan a su mérito personal y a sus circunstancias
el poseer una renta anual de sesenta mil reales, y el haber sido anteriormente
Procuradores del Reino.
6.º De los que en la enseñanza pública, o cultivando
las ciencias o las letras, hayan adquirido gran renombre y celebridad, con tal
que disfruten una renta anual de sesenta mil reales, ya provenga de bienes propios,
ya de sueldo cobrado del Erario.
Art. 4, Bastará ser Arzobispo u Obispo
electo o auxiliar para poder ser elegido, en clase de tal, y tomar asiento en
el estamento de Próceres del Reino.
Art. 5. Todos los Grandes de España
son miembros natos del estamento de Próceres del Reino, y tomarán asiento en él,
con tal que reúnan las condiciones siguientes:
1.ª Tener veinte y cinco años
cumplidos.
2.ª Estar en posesión de la Grandeza y tenerla por derecho propio.
3.ª Acreditar que disfrutan una renta anual de doscientos mil reales.
4.ª No tener sujetos los bienes a ningún género de intervención.
5.ª No hallarse
procesados criminalmente.
6.ª No ser súbditos de otra Potencia.
Art. 6. La dignidad de Prócer del Reino es hereditaria en los Grandes de España.
Art. 7. El Rey elige y nombra los demás Próceres del Reino cuya dignidad
es vitalicia.
Art. 8. Los Títulos de Castilla que fueren nombrados Próceres
del Reino deberán justificar que reúnen las condiciones siguientes:
1.ª Ser
mayores de veinte y cinco años.
2.ª Estar en posesión del título de Castilla
y tenerlo por derecho propio.
3.ª Disfrutar una renta anual de ochenta mil
reales.
4.ª No tener sujetos los bienes a ningún género de intervención.
5.ª No hallarse procesados criminalmente.
6.ª No ser súbdito de otra
Potencia.
Art. 9. El número de Próceres del Reino es ilimitado.
Art. 10. La dignidad de Prócer del Reino se pierde únicamente por incapacidad
legal, en virtud de sentencia por la que se haya impuesto pena infamatoria.
Art. 11. El Reglamento determinará todo lo concerniente al régimen interior,
y al modo de deliberar del estamento de Próceres del Reino.
Art. 12.
El Rey elegirá de entre los Próceres del Reino, cada vez que se congreguen las
Cortes, a los que hayan de ejercer durante aquella reunión los cargos de Presidente
y Vicepresidente de dicho estamento.
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Título III: Del Estamento de Procuradores
del Reino.
Art. 13. El estamento
de Procuradores del Reino se compondrá de las personas que se nombren con arreglo
a la ley de elecciones.
Art. 14. Para ser Procurador del Reino se requiere:
1.º Ser natural de estos Reinos e hijo de padres españoles.
2.º Tener
treinta años cumplidos.
3.º Estar en posesión de una renta propia anual de
doce mil reales.
4.º Haber nacido en la provincia que le nombre, o haber
residido en ella durante los dos últimos años, o poseer en ella algún predio rústico
o urbano, o capital de censo que reditúen la mitad de la renta necesaria para
ser Procurador del Reino.
En el caso de que un mismo individuo haya sido
elegido Procurador a Cortes por más de una provincia, tendrá el derecho de optar
entre las que le hubieren nombrado.
Art. 15. No podrán ser Procuradores
del Reino:
1.º Los que se hallen procesados criminalmente.
2.º Los que
hayan sido condenados por un tribunal a pena infamatoria.
3.º Los que tengan
alguna incapacidad física, notoria y de naturaleza perpetua.
4.º Los negociantes
que estén declarados en quiebra, o que hayan suspendido sus pagos.
5.º Los
propietarios que tengan intervenidos sus bienes.
6.º Los deudores a los fondos
públicos, en calidad de segundos contribuyentes.
Art. 16. Los Procuradores
del Reino obrarán con sujeción a los poderes que se les hayan expedido al tiempo
de su nombramiento, en los términos que prefije la Real Convocatoria.
Art. 17. La duración de los poderes de los Procuradores del Reino será de tres
años, a menos que antes de este plazo haya el Rey disuelto las Cortes.
Art. 18. Cuando se proceda a nuevas elecciones, bien sea por haber caducado los
poderes, bien porque el Rey haya disuelto las Cortes, los que hayan sido últimamente
Procuradores del Reino podrán ser reelegidos, con tal que continúen teniendo las
condiciones que para ello requieran las leyes.
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Título IV: De la Reunión del Estamento
de Procuradores del Reino
Art.
19. Los Procuradores del Reino se reunirán en el pueblo designado por la Real
Convocatoria para celebrarse las Cortes.
Art. 20. El Reglamento de las
Cortes determinará la forma y reglas que hayan de observarse para la presentación
y examen de los poderes.
Art. 21. Luego que estén aprobados los poderes
de los Procuradores del Reino, procederán a elegir cinco, de entre ellos mismos,
para que el Rey designe los dos. que han de ejercer los cargos de Presidente y
Vicepresidente.
Art. 22. El Presidente y Vicepresidente del estamento
de Procuradores del Reino cesarán en sus funciones cuando el Rey suspenda o disuelva
las Cortes.
Art. 23. El Reglamento prefijará todo lo concerniente al
régimen interior y al modo de deliberar del estamento de Procuradores del Reino.
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Título v: Disposiciones Generales
Art. 24. Al Rey toca exclusivamente convocar, suspender y disolver las Cortes.
Art. 25. Las Cortes se reunirán, en virtud de Real Convocatoria, en
el pueblo y en el día que aquella señalare.
Art. 26. El Rey abrirá y
cerrará las Cortes, bien en persona o bien autorizando para ello a los Secretarios
del Despacho, por un decreto especial refrendado por el Presidente del Consejo
de Ministros.
Art. 27. Con arreglo a la ley 5.ª, título 15, Partida
2.ª, se convocarán Cortes generales después de la muerte del Rey, para que jure
su sucesor la observancia de las leyes, y reciba de las Cortes el debido juramento
de fidelidad y obediencia.
Art. 28. Igualmente se convocarán las Cortes
generales del Reino, en virtud de la citada ley, cuando el Príncipe o Princesa
que haya heredado la Corona sea menor de edad.
Art. 29. En el caso expresado
en el artículo precedente, los guardadores del Rey niño jurarán en las Cortes
velar lealmente en custodia del Príncipe, y no violar las leyes del Estado; recibiendo
de los Próceres y de los Procuradores del Reino el debido juramento de fidelidad
y obediencia.
Art. 30. Con arreglo a la ley 2.ª, título 7.ª, libro 6.º
de la Nueva Recopilación, se convocarán las Cortes del Reino cuando ocurra algún
negocio arduo, cuya gravedad, a juicio del Rey, exija consultarlas.
Art. 31. Las Cortes no podrán deliberar sobre ningún asunto, que no se haya sometido
expresamente a su examen en virtud de un decreto Real.
Art. 32. Queda
sin embargo expedito el derecho que siempre han ejercido las Cortes de elevar
peticiones al Rey, haciéndolo del modo y forma que se prefijará en el Reglamento.
Art. 33. Para la formación de las leyes se requiere la aprobación de
uno y otro estamento y la sanción del Rey.
Art. 34. Con arreglo a la
ley 1.ª, título 7.º, libro 6.º, de la Nueva Recopilación, no se exigirán tributos
ni contribuciones, de ninguna clase, sin que a propuesta del Rey los hayan votado
las Cortes.
Art. 35. Las contribuciones no podrán imponerse, cuando
más, sino por término de dos años; antes de cuyo plazo deberán votarse de nuevo
por las Cortes.
Art. 36. Antes de votar las Cortes las contribuciones
que hayan de imponerse, se les presentará por los respectivos Secretarios del
Despacho una exposición, en que se manifieste el estado que tengan los varios
ramos de la administración pública; debiendo después el Ministro de Hacienda presentar
a las Cortes el Presupuesto de gastos y de los medios de satisfacerlos.
Art. 37. El Rey suspenderá las Cortes en virtud de un decreto refrendado por el
Presidente del Consejo de Ministros; y en cuanto se lea aquel, se separarán uno
y otro estamento, sin poder volver a reunirse ni tomar ninguna deliberación ni
acuerdo.
Art. 38. En el caso que el Rey suspendiere las Cortes, no volverán
éstas a reunirse sino en virtud de una nueva Convocatoria.
Art. 39.
El día que ésta señalare para volver a reunirse las Cortes, concurrirán a ellas
los mismos Procuradores del Reino; a menos que ya se haya cumplido el término
de los tres años, que deben durar sus poderes.
Art. 40. Cuando el Rey
disuelva las Cortes, habrá de hacerlo en persona o por medio de un decreto refrendado
por el Presidente del Consejo de Ministros.
Art. 41. En uno y otro caso
se separarán inmediatamente ambos estamentos.
Art. 42. Anunciada de
orden del Rey la disolución de las Cortes, el estamento de Próceres del Reino
no podrá volver a reunirse ni tomar resolución ni acuerdo, hasta que en virtud
de nueva Convocatoria vuelvan a juntarse las Cortes.
Art. 43. Cuando
de orden del Rey se disuelvan las Cortes, quedan anulados en el mismo acto los
poderes de los Procuradores del Reino.
Todo lo que hicieron o determinaren
después, es nulo de derecho.
Art. 44. Si hubiesen sido disueltas las
Cortes, habrán de reunirse otras antes del término de un año.
Art. 45.
Siempre que se convoquen Cortes, se convocará a un mismo tiempo a uno y otro estamento.
Art. 46. No podrá estar reunido un estamento, sin que lo esté igualmente
el otro.
Art. 47. Cada estamento celebrará sus sesiones en recinto separado.
Art. 48. Las sesiones de uno y otro estamento serán públicas, excepto
en los casos que señalare el Reglamento.
Art. 49. Así los Próceres como
los Procuradores del Reino serán inviolables por las opiniones y votos que dieren
en desempeño de su cargo.
Art. 50. El Reglamento de las Cortes determinará
las relaciones de uno y otro estamento, ya recíprocamente entre sí, ya respecto
del Gobierno.
Francisco
Martínez de la Rosa. Nicolás María Garelly. Antonio Remón Zarco del Valle. José
Vázquez Fígueroa. José de Imaz. Javier de Burgos.
Real Decreto.
Deseando restablecer en su fuerza y vigor las leyes
fundamentales de la Monarquía; con el fin de que se lleve a cumplido efecto lo
que sabiamente previenen para el caso en que ascienda al Trono un Monarca menor
de edad; y ansiosa de labrar sobre un cimiento sólido y permanente la prosperidad
y gloria de esta Nación magnánima; he venido en mandar, en nombre de mi excelsa
Hija Doña Isabel II, y después de haber oído el dictamen del Consejo de Gobierno
y del de Ministros, que se guarde, cumpla y observe, promulgándose con la solemnidad
debida, el precedente Estatuto Real para la convocación de las Cortes generales
del Reino. Tendréislo entendido, y dispondréis lo necesario a su cumplimiento.
Está rubricado de la Real mano.
En Aranjuez, a 10 de abril de 1834. A don Francisco Martínez de la Rosa, Presidente
del Consejo de Ministros.
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