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Una impunidad decible

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LOLA SANTOS FERNÁNDEZ

Una impunidad decible

En estos días hemos pasado por distintos momentos, hemos sentido miedo, incredulidad, emoción por la novedad, mucho dolor, la necesidad y el gusto de parar, pero también de desempolvar nuestras ancestrales y sólidas competencias de gobierno de la casa y de hacerla compatible con el trabajo, con el colegio y con los juegos infantiles. Hasta que hemos ido estableciendo una especie de normalidad en esta situación tan anómala. Hemos entendido, como se viene diciendo en estos días, cuáles son las cosas esenciales de la vida, ésas que damos por descontadas, las que tenemos delante y las que echamos de menos, como salir a pasear con la luz del sol. Damos prioridad a los encargos de trabajo y a los deberes del colegio de nuestras hijas que consideramos esenciales, por compatibles con el primum vivere y sus imprevistos, reenviando, ignorando los que no lo son, o dedicándoles el tiempo justo. Lo decidimos con desenvoltura y autoridad y crece en nosotras un sentido de impunidad, reforzado por la materialidad de las paredes de nuestras casas (liberadas de desordenes monumentales), donde somos las señoras del juego. Decidimos lo que sí y lo que no, lo que entra y lo que se queda fuera. Nos sentimos seguras, protegidas, sabedoras de que nadie puede venir a pedirnos explicaciones de nuestras decisiones comunicadas al exterior, a veces de manera cortante, pero casi siempre dentro de lo que permite la cortesía, como diría Jane Austen, y también mi madre.

Una especie de impunidad está aligerando mucho mis decisiones que, en un momento de emergencia, han de ser más acertadas que nunca. Pero al mismo tiempo, la emergencia hace superfluas las consecuencias de un posible error, salvo que no se trate de un error grave que tenga que ver con la integridad física nuestra y de nuestros seres queridos. Podemos experimentar, inventar, atrevernos. Seguimos nuestro sentir más puro, sin las interferencias habituales que lo enturbian. Nos oxigenamos como el cielo, la tierra y los mares. Nos centramos. Siento un fuerte sentido de impunidad, reforzado por las condiciones inesperadas y extraordinarias de estas jornadas muradas*, que me gustaría normalizar, atesorar y hacer decible. Pienso qué libres serían las mujeres en la vida, y en particular en la vida pública si, siguiendo su sentido de justicia, fueran impunes respecto a la ley y al juicio masculino. Porque es verdad que ya no concedemos crédito al derecho y que quien nos legitima a actuar es otra mujer, aceptando someternos a una medida juzgadora femenina (lo que nos da algo precioso, la inmunidad, como me dijo Francesca Grimalt Llodrà en una carta), pero no por eso el derecho deja de juzgarnos, debilitando parte de nuestras energías. Hay un juego relacional interesante ahí entre la autonomía del derecho y en el derecho que iremos desvelando…

¿Cuánto conseguirían resolver las mujeres si no tuvieran que echar tantas cuentas ni temer una sanción, por otro lado, no pensada por ellas? una posible respuesta que me llega en estos días tiene que ver con una profundización en la aplicación asimétrica de la dimensión sancionadora del derecho, que tenga en cuenta la diferente participación de los dos sexos en su formulación y significación. Diferencia, y consecuente sexuación del derecho, bien documentada desde el No creas tener derechos, el Sottosopra de oro, un filo di felicità y la Política del deseo, de Lia Cigarini. Allí ya nos dieron pistas sobre los vacíos en el derecho y, quizás también, sobre cómo vaciar de contenido la aplicación de sus sanciones.

Recuerdo que hace unos años, Luisa Muraro vino a Siena a presentar uno de sus libros, Al mercado de la felicidad, creo. Le pregunté cómo se podía cambiar el derecho. Empezaba yo entonces a encarnar las prácticas políticas que algunas mujeres desde tiempo estaban llevando a los lugares del derecho. Me contó Luisa el caso de un tribunal norteamericano que no aplicó la pena prevista para el homicidio a una mujer que mató al marido que la pegaba, violaba, maltratándola durante años. Además de la motivación atenuante de la legítima defensa, muchas mujeres y hombres sentimos en lo más profundo de nuestros corazones que la diferente aplicación de la sanción no es más que la justa reparación que las mujeres se merecen (la abogada penalista Ilaria Boiano creo que está transitando este camino). Y es el mismo sentimiento que nos sobrecogió cuando, sin embargo, a Juana Rivas le aplicaron la neutra sanción y le quitaron sus hijos.

Digamos que, si la palabra impunidad significa ausencia de castigo, aun estando contemplado por la ley, muchas veces las mujeres deberían disfrutar de una reducción o ausencia de la pena, no pensada por ellas (incluso, a veces, en contra de ellas). Nuestros castigos, dicho sea de paso, serían otros, quizás más rigurosos, por estar más pegados a la realidad de la vida y del amor. Me acuerdo de la sentencia de la jueza Paola di Nicola que, en un caso de prostitución infantil, obligó al prostituidor a comprar lecturas femeninas y feministas a la menor prostituida.

Hasta que el derecho no se acerque algo más al orden simbólico de la madre, al Mater iuris, en el caso en que nuestra libertad femenina nos conduzca por caminos opuestos a los de las leyes del padre deberíamos gozar, me sigo atreviendo a insistir, de una especie de presunción de impunidad. Yo misma siento que cuando las mujeres no siguen las reglas previstas en materia, por ejemplo, de tiempos de trabajo se me desvanece la crítica, el juicio se me ablanda y me acuerdo de por qué. Sé que las mujeres tenemos otra experiencia, otra medida, que no penetran en las reglas del derecho del trabajo y esto me basta. Así que, cuando llegamos tarde al trabajo porque los tiempos de la vida, de los cuerpos, del cuidado, de las relaciones, los tiempos del primum vivere, no son compatibles con los de aquél, no deberíamos dar saltos mortales para obtener su indulgencia. Percibo con alegría, cómo algunas abogadas y juezas están practicando esta especie de desvanecimiento punitivo sexuado, poniendo el acento en la parte sancionadora de ese proceso de sexuación del derecho, que lo acerca un poco más a lo que Laura Mora llamó un derecho del deseo. Una reciente sentencia del tribunal de Florencia, del 22 de octubre del 2019, parece tener en cuenta esta perspectiva, declarando ilegítimas las reglas que sancionan a quien llega tarde al trabajo en ciertas circunstancias. Estas normas, explica la jueza, colocan en una situación de particular desventaja a las madres (y a algunos padres, pero sobre todo a las madres) respecto a los trabajadores y trabajadoras sin hijos o con hijos ya grandes, que no tienen que afrontar los imprevistos de los ritmos y tiempos biológicos de las criaturas pequeñas, que van incorporándose poco a poco a la vida en comunidad. El caso lo planteó una trabajadora, en concreto, una inspectora de trabajo de Florencia, a la que le abrieron un expediente disciplinario por retrasos en el trabajo, debidos a una pequeña pero recurrente enfermedad de su hija de tres años. Esta situación obligó a la madre, separada del padre, a buscar e improvisar soluciones que no le permitían cumplir con los requisitos que las normas contenidas en un reglamento de la Inspección de Trabajo - su empleador - imponían en caso de retrasos y sancionando su incumplimiento. La jueza florentina entiende que estos vínculos son contrarios a los tiempos graduales y blandos que la integración de las criaturas más pequeñas en la escuela requiere y ordena a la Inspección de Trabajo de Florencia remover la eficacia jurídica de las normas en cuestión, que niegan la evidente necesidad de tiempos diversos. Conceder ese tiempo de una primera relación con el mundo exterior pasa por ablandar urgentemente, hasta el vacío, la barrera simbólica (Clara Jourdan) que representa la norma jurídica que lo sanciona.

En este momento en que tantos derechos se exceptúan - estamos encerradas sin haber cometido delito alguno (en otra carta) - la impunidad inesperada cobra cuerpo y nos soltamos para colocarla donde más falta hace.

Ojalá la pausa de estos días nos ayude a coger impulso. Pausa per la rincorsa (citando el título de un libro de Anna Santoro), osamos a decir mucho mi marido y yo en este periodo en el que estamos hablando con mayor precisión. Las palabras también se oxigenan.

Con la muerte del patriarcado nos hemos quitado muchos miedos y temores, pero las cuentas hay que seguir echándolas. Y las echamos. Como las echaban nuestras abuelas. Pienso en la mía, mi abuela Paca, que tuvo que construirse un marco social y formal para poder actuar su libertad en los años del patriarcado vigoroso. Ella se quedó viuda siendo joven con dos niñas de ocho años y decidió irse a vivir con ellas a la casa de su madre y de su padre. Adoraba los paseos solitarios por su pueblo. Para poder dárselos impunemente se inventaba visitas brevísimas, de apenas unos minutos, a sus tías, primas, amigas, que le daban la tranquilidad de espíritu necesario para disfrutar plenamente de la luz y del perfume de su pueblo querido sin que nadie la juzgase. Su enseñanza, que he traído al presente gracias a Luciana Tavernini y Marina Santini, mis maestras de la asignatura del máster de Duoda, la Historia Viviente, me acompaña estos días en que grabo mis clases para las estudiantes de derecho de la universidad de Siena. Les leo con placer y felicidad las palabras de Lia Cigarini, María-Milagros Rivera Garretas, Silvia Niccolai, Simone Weil, del Sottosopra Imagínate que el trabajo, y otras muchas, en el marco de mi asignatura Derecho, trabajo y diferencia sexual. Siento la ligereza de espíritu de un paseo perfumado al acercar a las futuras juristas la genealogía femenina en el derecho. Semillas que germinarán con fuerza en un terreno ya más oxigenado y fértil, donde nuestro origen - hoy, que tan evidente es la caída - nos aparece bien arraigado en la realidad.


*
¡Murada en el Cielo!
¡Qué celda!
¡Qué cada cautiverio sea,
Tú dulcísima del Universo,
Como el que te raptó a ti!

(poema 1628 de Emily Dickinson, recogido en el libro de María-Milagros Rivera, Emily Dickinson, edición bilingüe, Sabina editorial, Madrid, 2016, p. 57, con este poema Emily recuerda a las muradas).

Universitat de Barcelona
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