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Llenando el mundo de otras palabras

EL SENTIDO DEL TRABAJO, MÁS QUE LAS CONDICIONES

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MARÍA-MILAGROS RIVERA GARRETAS

EL SENTIDO DEL TRABAJO, MÁS QUE LAS CONDICIONES

Conferencia realizada en el contexto del día Internacional de la mujer trabajadora; la doctora Rivera fue invitada por el Club de Relacions Laborals i RRHH de Alumni UB.

EL SENTIDO DEL TRABAJO, MÁS QUE LAS CONDICIONES
MARÍA-MILAGROS RIVERA GARRETAS

La investigación femenina y feminista de los últimos cuarenta o cincuenta años ha estudiado mucho el trabajo de las mujeres en la historia; sobre todo en la nuestra, la occidental, que es de la que somos más responsables. Desde los años setenta del siglo XX, se han celebrado innumerables encuentros y publicado bastantes libros con el título “Mujer y trabajo” u otro parecido. También, ha sido sometida a crítica, sobre todo por el feminismo, la manera habitual de juntar con la conjunción “y” las mujeres y el trabajo, como si se tratara de dos cosas incongruentes o que da un poco de miedo asociar y, cuando se asocian, se hace con cautela, por si algo importante pudiera correr peligro en el encuentro, resultando más prudente limitarse a yuxtaponer.
De modo que, hoy, seguimos sintiendo la necesidad de hablar del trabajo de las mujeres en los mismos o casi en los mismos términos que hace medio siglo, como si nada significativo hubiera pasado desde entonces.
¿Por qué? Pienso que es así porque la mayor parte de la historiografía ha estudiado las condiciones de trabajo de las mujeres: su sueldo, sus horarios, el tipo de empleos que desempeñaban, su productividad, su participación o no en las asociaciones profesionales, cofradías y gremios, las innumerables leyes de exclusión, etc.; pero muy poca ha tomado en consideración lo que viene antes de las condiciones de trabajo, antes de las condiciones en las que una mujer o un hombre trabaja. Como si antes de las condiciones no hubiera nada.
Y, sin embargo, es ahí, en los condicionantes de las condiciones, donde está lo fundamental, la raíz y el origen del tema, ya un poco obsesivo, “mujer y trabajo”, y donde está, también, el desconcierto de las feministas ante la ausencia de preguntas sobre “hombre y trabajo”. Porque las condiciones de trabajo están, a su vez, condicionadas. Y no solo por la economía política, sino también y sobre todo por la política sexual, es decir, por las relaciones de los sexos y entre los sexos, que son, por lo demás, el fundamento de la política.
Durante mucho tiempo, las condiciones de trabajo de una mujer y de un hombre han estado condicionadas por el patriarcado; siendo el patriarcado una expresión histórica de la política sexual. Hoy, al final del patriarcado (o terminado ya el patriarcado), entrevemos que la relación histórica entre una mujer y el trabajo es decisiva para entender la crisis del trabajo que vivimos y, entendiéndola, inventar soluciones que no se queden por detrás del presente.
En el patriarcado o, mejor, en las zonas, tiempos, y relaciones patriarcales de nuestra historia occidental (ya que el patriarcado no ha ocupado nunca la realidad entera ni tampoco la vida entera de una mujer o de un hombre), el trabajo estaba hecho a la medida del cuerpo masculino, no a la medida del cuerpo de mujer. Sin embargo, el patriarcado como condicionante de las condiciones de trabajo no se explicitaba nunca. Quedaba en silencio, como algo dado, como una premisa muda. Algo que, precisamente por estar silenciado, reaparecía una y otra vez como un fantasma recurrente en los innumerables encuentros feministas y, también, de hombres no patriarcales sobre la mujer y el trabajo.
Históricamente, las mujeres hemos trabajado siempre. Pero solo al trabajo hecho a la medida del cuerpo de hombre le hemos llamado trabajo. No a todas las demás cosas productivas que las mujeres hacemos, que son muchas y muy importantes. Por eso, porque solo al trabajo hecho a la medida del cuerpo de hombre le llamamos trabajo, no protestamos, o no apenas, cuando de una madre o de un ama de casa se dice que “no trabaja”. Ni protestamos de un modo convincente cuando ganamos menos por hacer el mismo trabajo que un hombre. No porque nos guste cobrar menos ni porque nos deje de parecer la injusticia social flagrante que es, sino porque reservamos la energía para algo más importante: algo que es la interpretación libre del sentido del trabajo, del sentido que lo que se suele llamar trabajo tiene o puede tener para las mujeres y, también, para los hombres. Las mujeres sabemos que si tapáramos con dinero o con derechos todas las contradicciones que plantean los condicionantes patriarcales del trabajo, entonces nos taparíamos nuestra propia boca y nuestros propios ojos, quedándonos sin autoridad para interpretar libremente el sentido que el trabajo tiene o no tiene para las mujeres y para la humanidad.

A lo largo de la historia, las mujeres hemos interpretado el trabajo siempre, aunque no siempre con la misma intensidad. Lo hemos interpretado precisamente porque lo que se suele llamar trabajo está hecho a la medida del cuerpo de hombre; y ocurre que el cuerpo de mujer tiene otras necesidades simbólicas, otras necesidades de sentido, que buscan ser satisfechas también ellas. Desde la incorporación masiva de las mujeres al mercado del trabajo en la década de los años noventa del siglo XX, por ejemplo, las mujeres hemos tendido a considerar favorablemente la jornada a tiempo parcial, porque nos permite, además de ganar dinero y ejercer una profesión o actividad que nos gusta, tener tiempo para estar con nosotras mismas y con las personas que amamos, seamos o no seamos madres. También, y este es otro ejemplo de interpretación femenina libre del sentido del trabajo, tendemos a dar más importancia a la calidad de las relaciones en el lugar de trabajo que al sueldo, no porque no nos guste el dinero sino porque damos más importancia al estar bien que al ganar más o al tener más poder. Decía hace unos años un estudio publicado en la revista norteamericana “Newsweek” que, en la empresa, los hombres harían cualquier cosa por dinero; las mujeres, en cambio, no. Es decir, las mujeres anteponemos, siempre tendencialmente pero es una tendencia significativa, el sentido del trabajo al sueldo. Estas tendencias de las mujeres a veces no son entendidas bien por las organizaciones sindicales, aunque las trabajadoras no estemos nunca o casi nunca en contra de los sindicatos: ello es una prueba más de que, en el patriarcado, el trabajo se organizó a la medida del cuerpo de hombre. Lo que ocurre es que las mujeres no queremos monetarizarlo todo: las mujeres somos politeístas: nos interesa el dinero y nos interesan mucho el amor, la relación y el sentido. Sabemos que el trabajar con sentido aumenta en la productividad, y viceversa; y sabemos también que la productividad nacida del sentido enriquece a quien trabaja, no solo al capital.

Recientemente, entre 2006 y 2010, en el feminismo se ha dado un salto grande en la interpretación del trabajo. Lo ha dado el Gruppo Lavoro (Grupo Trabajo) de la Librería de mujeres de Milán. Consiste en lo que han llamado il doppio sì, “el doble sí”: el doble sí de las mujeres al trabajo pagado y a la maternidad: las dos cosas a lo grande, como dos todos, es decir, como dos cosas a las que una mujer se quiere dedicar simultáneamente completa y con felicidad, no a trozos ni como si ella tuviera dos vidas en vez de una. Se trata de una invención simbólica o invención de sentido muy distinta de la idea de conciliación familia/trabajo propia de los años noventa del siglo XX. “Las políticas de conciliación” –y esta frase no es mía sino de Susanna Camusso, que forma parte de la secretaría general de la CGIL o Confederación general del trabajo, uno de los sindicatos más importantes de Italia– “[...] tal y como las pensamos no nos ayudan; estas políticas presuponen la suma de dos obligaciones que se intenta conciliar. Sería necesario proponer que se plantee como punto de partida la libertad de las mujeres, no la conciliación de dos obligaciones.” Es decir, las políticas de conciliación dejan intacta la masculinidad de la interpretación y de la organización del trabajo vigentes, esperando que las mujeres las autoricemos una vez más asumiendo que tenemos dos obligaciones y no, como es la cosa en realidad, dos deseos.
El “doble sí”, en cambio, quiere desencadenar lo imposible: imposible que es ahora que el mercado del trabajo no le tenga miedo a la maternidad ni al amor; o, en otras palabras, que el mercado del trabajo no dé por supuestas las prácticas de creación y recreación de la vida y la convivencia humana, prácticas que a bastantes mujeres nos gusta libremente hacer y que sostienen la civilización. Lo dicen con las siguientes palabras, en un documento de 2010 titulado Imagínate que el trabajo, las que forman el Gruppo Lavoro de la Librería de mujeres de Milán que he citado antes. Escriben:

“Queremos poder decir sí al trabajo y sí a la maternidad sin sentirnos obligadas a elegir.
Cuando decimos sí al trabajo, decimos sí a un aspecto del vivir que es el dinero necesario para la comida, la ropa, la casa. Pero es también realización, crecimiento, invención, proyecto social.
De esto no queremos ser excluidas si elegimos ser madres.
La paternidad se inscribe de modo distinto en el cuerpo y en la mente de los hombres, y de esto sabemos poco. Los padres no hablan, no narran.
Y sin embargo, también para ellos están cambiando muchas cosas. La paternidad ya no está garantizada por el destino femenino: hoy los hombres, si quieren ser padres, tienen que hacer cuentas con lo que escojan las mujeres.
Hoy más que nunca, la reproducción no es una cuestión femenina: es problema de todos, hombres y mujeres, madres y padres.
En el doble sí que nosotras queremos, están incluidos el deseo y la ambición de volver a unir la producción y la reproducción: algo que la historia y la cultura de predominio masculino han separado.”

Y añaden, más adelante, el siguiente testimonio personal de una chica joven:

“En tiempos de mi madre la maternidad no era una elección, pero el trabajo sí.
Hoy, en cambio, la maternidad es una elección, y el trabajo una necesidad.
El trabajo no era precario como hoy y nuestros padres
eran más ricos que nuestros maridos.
Mi madre eligió trabajar porque para ella era una conquista.
Yo hoy no podría quedarme en casa, y he elegido tener niños.
Existe esta paradoja.
Es un punto de fuerza y de debilidad juntas.”

Por tanto, “doble sí”, si al dinero y sí al amor, juntos; no a la doble jornada ni a la doble explotación que con tanta insistencia denunció el feminismo del último tercio del siglo XX, ni tampoco a la conciliación, que (y repito las palabras de una alta funcionaria de Barcelona que la está intentando) “es una patraña”. Es el sentido y la organización del trabajo lo que tienen que cambiar, no las mujeres, que nos hemos transformado muchísimo ya y, si nos transformamos más, vamos a dejar de serlo.

Si indagamos más atrás en la historia, nos encontramos con otras interpretaciones femeninas libres del trabajo. Una de las más estudiadas y llamativas fue, hasta el siglo XX, la vida beguina o beata. Fue una forma de vida inventada por mujeres para mujeres, aunque hubo beguimos, como hay en la actualidad hombres que son favorables al doble sí de las mujeres a la maternidad y al empleo. Fue inventada a finales del siglo XI y perduraba todavía, distinta pero no en lo esencial, en el siglo XX. Las beguinas eran mujeres que decidieron evitar el patriarcado como condicionante de sus vidas evitando tanto el matrimonio como la vida monástica. Para mantenerse sin depender económicamente de un hombre, trabajaban en una multitud muy variada de actividades productivas, desde la industria hasta la sanidad, la enseñanza y ciertos servicios fundamentales para la vida. A su vez, el trabajo lo interpretaron poniéndole como medida la pobreza voluntaria, la pobreza elegida. Lo que hacían era trabajar lo necesario para vivir sin nada superfluo, de modo que les quedara tiempo, tiempo suficiente, para lo que ellas más querían, que era la amistad, las relaciones y, sobre todo, era la vida del espíritu, del suyo propio y de quienes acudieran a ellas en busca de consejo y consuelo.

La vida beguina era distinta del doble sí de las mujeres de hoy porque prescindió de la maternidad. Pero en la Europa en la que se inventó la vida beguina, hubo otras mujeres que interpretaron el trabajo para poder ser madres según su deseo. Fueron la siervas. Las siervas formaban entonces, con los siervos, la clase explotada del modo de producción que se estaba imponiendo, que era el modo de producción feudal, por lo que para ellas el trabajo era obligatorio, sin más. Pero ellas consideraron libertad el asumir también la maternidad, algo que no habían podido hacer en el modo de producción anterior, el esclavista, porque la maternidad de una mujer esclava no estaba considerada ni en las prácticas sociales ni en el derecho. Las siervas interpretaron así el patriarcado, interviniendo en los condicionantes de su propia condición social.
Y en esta genealogía, femenina y materna, seguimos interpretando hoy las mujeres el sentido del trabajo y los condicionantes de las condiciones en las que se trabaja.


9) Un resumen de la historia de la vida beguina en mi La diferencia sexual en la historia, Valencia, Publicacions de la Universitat de València, 2006, 111-128.
10) Sobre esto puede verse mi Interpretar el trabajo para poder contemplar: beguinas y mendicantas, en Ead., Signos de libertad femenina. (En diálogo con la historia y la política masculinas), en la Biblioteca Virtual de investigación Duoda (BViD), www.ub.edu/duoda/bvid

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