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PRESENTACIÓN DEL LIBRO: EL AMOR ES EL SIGNO de M. MILAGROS RIVERA GARRETAS

MARÍA-MILAGROS RIVERA GARRETAS

PRESENTACIÓN DEL LIBRO: EL AMOR ES EL SIGNO de M. MILAGROS RIVERA GARRETAS

ACERCAR A LA FELICIDAD LA EXPERIENCIA DE EDUCAR

EL AMOR ES EL SIGNO. EDUCAR COMO EDUCAN LAS MADRES. SABINA EDITORIAL
LLIBRERIA PRÒLEG, BARCELONA 28 DE JUNY DE 2012

Yo pienso que mucha de mi felicidad viene o puede venir de la independencia simbólica. La independencia simbólica no es autonomía, no es promulgar y darme yo mi propia ley, aunque algo tenga que ver con esto; es sentir deseo de hacer lo que estás haciendo, y reconocerlo como tal: sentir, cuando haces algo, que responde a un deseo íntimo, deseo que, mientras lo cumples, se desvela más, hasta desvelarse del todo. Esta sensación, a mí me ha costado mucho tenerla y reconocerla en mi trabajo docente y, cuando la he sentido, me ha dado felicidad.
Yo siempre he querido dar bien la clase, enseñar bien. Pero me ha costado mucho que la experiencia de educar fuera una experiencia de felicidad: no por condicionantes externos, del tipo falta de medios, masificación de las aulas, horarios que no van con tus biorritmos, y todas esas cosas que ya se saben y que sin duda existen y molestan, sino por un obstáculo interior, que creo que es más frecuente en la experiencia humana femenina, un obstáculo consistente en no poder distinguir entre la obligación y el deseo. Me ha costado mucho más discernir esto en la enseñanza que en la escritura, en parte porque he escrito mucho por deseo de otra u otras.
Este libro, El Amor es el Signo, trata de eso, de dar testimonio e interpretar un camino personal complicado entre la sensación de tener un obstáculo que ni sabía cuál era, y el descubrimiento de que si los Signos de Amor entraban en juego, entonces todo el juego cambiaba; y había realmente juego, no solo esfuerzo, satisfacciones y claroscuros. Cambiaba el juego porque la sensación de entrar en el aula con una serie de obligaciones que cumplir o de obstáculos que salvar, cedía, y se abría paso entonces la expresión del deseo que estaba en mí y que era, en realidad, lo que me había llevado allí. Esto es, para mí, la independencia simbólica: sentir deseo, saberlo interpretar y poderlo cumplir.
¿Qué son los Signos de Amor? En mi experiencia, los Signos de Amor son las expresiones del deseo, del mío propio, expresiones de las que me llego a enterar, pues habrá más, habrá otras que mi negativo no me deja percibir; teniendo en cuenta que es el deseo lo que mantiene viva a la criatura humana, lo que la mantiene viva o, más que viva, viviente ahora, en el presente. Cuando el deseo falla o no alcanza a expresarse o a recibir escucha, el ser humano, sobre todo el femenino, decae, cae en depresión y, después, no se sabe: a veces sale y sale mejor, a veces no, cronifica. Es verdad que para una mujer es pensable la superación absoluta del deseo; lo hizo Margarita Porete, por ejemplo, en el siglo XIII-XIV y lo dejó escrito en su libro describiendo su superación de lo que (si no recuerdo mal) ella llama deseo de Dios, o sea, deseo de lo más. Yo, sin embargo, reconozco que le tengo mucha simpatía a la trascendencia de la materia, a la trascendencia de lo caduco y creado. Quiero decir que creo que el desenlace del martirio está en la vida. Margarita Porete, como sabéis, murió por sus ideas, y no tanto porque en su tiempo existiera el tribunal de la Inquisición, pues tribunales que condenan la independencia simbólica femenina sigue habiendo y muchos, sino porque la idea de un camino hacia la superación del deseo hasta la aniquilación del alma sobrecoge al ser humano corriente, sin por ello dejar de ser una expectativa maravillosa: divina, me atrevería a decir, demasiado positiva y pura, porque lleva a algo con lo que la vida no puede, aunque sí pueda la mente. Concretamente, a mí, me puede: me impediría seguir viviendo en este mundo, y yo en este mundo es donde querría vivir, en luz, en sombra, en penumbra.
Mi experiencia docente la puedo comparar, sin avergonzarme mucho pero un poco sí, con lo que se suele llamar martirio, tanto en su sentido de testimonio como en su sentido de sufrimiento. Ha sido largo, y espinoso, y muy quebrado (o sea, nada progresivo) el proceso, porque yo no sabía de qué era de lo que pretendía dar testimonio. Sabía de dónde derivaba el sufrimiento, esto sí. Derivaba de la expectativa que pesaba sobre mí de que enseñara un conocimiento masculino fálico, que yo, feminista, naturalmente no quería explicar. Yo sabía que podía ir a la contra, es decir, arremeter contra él. Lo intenté un poco, pero enseguida vi que era política y humanamente equivocado. Recuerdo, y así sale explicado en el libro, cómo los alumnos salían discretamente sonrientes de esas clases reivindicativas, y, las alumnas, hundidas, como asqueadas de la fealdad del mundo. Y yo lo que quería era la alegría de las alumnas, contribuir a su felicidad y a la mía.
¿De qué es de lo que he querido dar testimonio? Precisamente de los Signos de Amor, de que existen y se presentan en cada vida. Yo enseño historia por vocación, una vocación que me costó descubrir en la adolescencia porque parecía estar encaminada hacia otra materia (como sabéis, las mujeres raras veces somos una sola cosa), y al empezar a dar clase me di cuenta de que se me exigía explicar una historia que enseñaba a admirar lo que es resultado de la fuerza, y que a la fuerza se exigía que las alumnas y alumnos aprendieran. Se trataba de la historia marxista y la historia social; la historia marxista se ha olvidado casi ya, la social no: es la que se sigue explicando prevalentemente. Pero la historia que a mí me había enamorado y llamado, era la que explicaba en el bachillerato una profesora, María Comas, que es con la primera con la que preparé y presenté, quizás incluso en clase (no lo recuerdo) un trabajo de historia de las mujeres; y que, además, explicaba con alegría, sentada sonriente en su sillón sin dejar tampoco que se escapara nuestra atención de niñas.
Enseñar lo que es resultado de la fuerza y exigir que a la fuerza se aprenda, me repugnaba entonces y me sigue repugnando. Por eso, mi vida docente, que es lo que explico en el libro El Amor es el Signo, ha consistido en encontrar los caminos útiles (útiles en mi contexto relacional) para ir dejando de explicar una historia que admira la fuerza y que a la fuerza se enseña, e ir, en cambio, explicando una historia cuyo valor y sentido derivan de la libertad femenina y, en lo posible, también masculina, posibles en el tiempo. La tierra y las piedrecillas (a veces, piedras) del camino han sido mi testimonio y, también, mi sufrimiento. Los testimonios estaban orientados por la memoria no consciente de que existía en mi vida y en las vidas de mis amigas una primera escuela en la que no se enseñaba a admirar la fuerza sino a admirar, y no se enseñaba por la fuerza sino por gracia; una escuela que es esa que en el libro se llama la escuela del amor, la escuela de cada madre concreta y personal al enseñarte a hablar, un enseñar que no se hace ni a gritos ni a golpes, por más gritos que pueda dar una madre, que los da, pero nunca se le ocurriría enseñarte el plural o el cielo, así.
La madre enseña a hablar por deseo de que su niño o su niña viva, y viva también ella misma. Yo deseo enseñar para que viva el deseo de aprender que ha llevado a mis alumnas y alumnos al aula, y con su deseo vivan también ellos y ellas, y yo misma.
¿Cuál es mi deseo en el aula? En cierta manera, obedecer, pero no a este o a aquella, no a este o aquel programa, reforma u objetivos institucionales o estatales, sino a lo que soy: una mujer. En otras palabras, decir lo que tiene que ser dicho por mí, una mujer.
Decir en clase lo que tenía o tiene que ser dicho por mí, una mujer, es el hilo de este libro. Es, por lo demás, lo que hacen las madres: enseñan a ser lo que ellas son, un ser humano y una madre, pues también los hombres aprenden en esa escuela a ser madres, lo cual en ellos se manifestará siendo padres maternales, creativos. Ellas enseñan a hablar y, así, humanizan enseñando el mundo en una relación educativa que es la primera y la principal que conoce el ser humano. A ellas, su enseñar les cuesta mucho trabajo pero no contradicción: no hay obstáculo, precisamente porque las madres están más allá de la ley, más allá del nomos de la autonomía, y en este sentido son autónomas, tanto, tan autónomas que esta palabra es innecesaria en su caso. Ellas tienen independencia simbólica, porque, aunque se intente todo el rato, no hay manera de intervenir con eficacia en lo que hacen cuando están en la intimidad con su hija o con su hijo, esa intimidad que hace de ellas lo que son: una madre. Se intenta, sí, intervenir en ellas, pero sabiendo con más o menos lucidez y sin decirlo nunca o casi nunca, que en esa escuela libre que es la propia madre, escuela en la que cada una de ellas hace lo que mejor le parece, la cultura se juega su propia supervivencia, y esto contiene la furia legisladora.
Enseñar lo que mejor te parezca, lo que te salga, lo que nazca en ti, es posible hoy en una clase. Y de esto trata, principalmente, el libro que presentamos, y es su principal testimonio.
Pongo un ejemplo. Este año, un día, una alumna de Historia medieval de primer curso que estaba siempre en clase muy atenta pero callada, vino a verme y me dijo: hace poco oí a un alumno mayor de la clase [era un alumno que parecía conocer muy bien la historia masculina, la que enseña a admirar lo que es resultado de la fuerza] decir que lo que usted explicaba no era historia; y, entonces (añadió la alumna), lo entendí todo.

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