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Textos de la Era de la Perla

Presentación de la Revista DUODA

Revista DUODA 60. Gobernar sin legislar: la obligación del Bien

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ALBA RAMOS MARTÍN

Revista DUODA 60. Gobernar sin legislar: la obligación del Bien

El 22 de octubre de 2021 tuvo lugar, en la Sala Vallespir de La Bonne, en Barcelona, la presentación del número 60 de la revista “DUODA. Estudios de la Diferencia Sexual” que tiene como tema monográfico “Gobernar sin legislar: La obligación del Bien”. Fue también una gran fiesta de celebración de los 60 número publicados durante los 30 años de vida de la revista que posibilitó, una vez más, la circulación de saberes, autoridad y amor entre mujeres. Intervinieron Laura Mercader Amigó, Isabel Ribera Domene, Alba Ramos Martín, Vilma Eugenia Penagos Concha, Susanna Pruna Francesch y María-Milagros Rivera Garretas

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Ofrecemos aquí el texto de Alba Ramos Martín


He dado el salto de mí al alba, dice un verso de Alejandra Pizarnik. Antes de dar un salto a un horizonte más amplio, que contenga la vida más allá de mí que deba serme piel y carne y entraña, aquel que está siempre disponible, abierto, desnuda, se siente el pánico, pues hay algo de una misma que se está ofreciendo, sin garantías, a lo desconocido. Es aterrador, sí, pero el salto se puede dar después de haber hecho un paso atrás, y, desde un antes, es posible enlazarse a un hilo hecho de sustancia simbólica y de entraña que te sujeta, y toma tanta anchura como sea necesario.
Así, para escribir esta presentación tuve que dar un paso atrás y hacer Tabula rasa del buen alumno que ha ocupado mi deseo de escribir y que lo ha convertido en miedo a escribir. Tuve que desnudar mi deseo de escribir del neutro universal que me habían enseñado en la escuela de pequeña y, desde un deseo verdadero, resonar con las tiernas y poderosas voces de las autoras de los artículos, encontrar el hilo de oro, de entre los infinitos que ellas tienden, para este momento. No ha sido fácil porque aquel otro es muy insistente y quiere apresarlo todo y saberlo todo y decirlo todo, hasta lo indecible. Tenía miedo de escribir porque aún intentaba ordenar el Caos de notas, palabras y conversaciones que se aplegaban a los márgenes de la revista: buscaba el orden sin saber que ahí mismo estaba la Armonía. Yo quería encontrar unas palabras que gustaran a vuestros oídos, pero así me estaba saliendo de mi lugar de necesidad. Hasta que vi que ya todo estaba allí. La lectura de las reseñas de María-Milagros Rivera y Barbara Verzini alumbraron el inicio de mi camino a la escritura de esta presentación: ¿qué palabras resonaban en mí durante la lectura y se quedaban, un rato después, removiéndose en mi pecho? Las escribí, encontrando su lugar en el papel, y las dejé entrelazarse en un tejido. El que leeré hoy aquí.
Las primeras dos palabras que se enlazaron entre sí, fueron antes y placer. Y con ellas abrí el camino de esta escritura.
Ir a un antes, que es la madre, mi madre, para vincularme hacia delante. Ir a un antes, que es el don que me hace mi madre al darme la vida, para ir hacia delante, que es vivir, que es tomar mi vida entre mis manos, sentirla en todo mi cuerpo y enraizarme en ella. Y, así, se me abre el placer de ser yo, no sin sombras, no sin contracciones, no sin agujeros que zurcir. Este número de la revista me ha devuelto aquí; y por ello le estoy agradecida.
Como si del antes naciera siempre una nueva creatividad ligada y lanzada a lo que está siendo ahora, que es infinito, como el de las Tres Madres, siempre vivas mientras vivamos. Un antes que mantiene en sí siempre un rincón virgen, desde donde se puede volver a nacer al sentirlo y reconocerlo con sentido en el propio cuerpo. Un antes que es siempre una nueva posibilidad de ser fiel a sí misma. El antes, si se siente, hace eco junto a un siempre, en la profundidad, por eso es de alcance cósmico, del cuerpo infinito de la vida.
Hay un antes que no admite confusión ni equivocación de este mundo porque está más allá de él y en el alma de todos los cuerpos de mujeres nacidas de mujeres. En este antes, como si se tratara de un vientre, cálido y vivo, hay cobijado el placer de ser mujer, ahora y siempre, y la magia latente de un trabajo sobre el sufrimiento femenino. Es el antes de la naturaleza y del misterio que respira en ella, incesante y obstinado. Es el antes de la urgencia y de la necesidad, de la carga que es a la vez apertura al ser. El antes de una rosa que crece y se abre en mi pecho ahora que escribo. Un antes que es una casa, la casa donde nací, y sus habitaciones frescas, porque mi madre se cuida de que se pueda estar a gusto en ellas y yo he aprendido de ella a hacerlo en la mía.
¿Cómo me ha devuelto esta revista a antes? Con el estremecimiento que provoca el cruce de unas palabras verdaderas y urgentes con mi sentir. En esos días me encontraba en el fondo de lo que yo siento como un pozo de objetividad: mi mirada es presa de una ajenidad devoradora y mi latido enmudece bajo el peso de lo descarnado y desalmado. Esas voces empezaron a resquebrajar el pozo, llenándolo de agua, gota a gota, palabra a palabra… para que yo pudiera salir nadando, hacia delante. En el pozo todo es de un solo plano: la realidad pierde su dimensión relacional, honda, entre lo conocido y lo desconocido, aquella en la que la magia es posible porque la relación crea un espacio para que el misterio surja y lo nuevo nazca. El sentir y el placer de ser se dan en esta hondura y anchura (como señala Milagros a partir de Emily Dickinson), y el miedo, sí, y la palabra, también, y el estremecimiento y, sobre todo, la ambivalencia. ¿Por qué caigo yo? ¿Por qué una mujer cae en un pozo de objetividad? Porque el mal existe en nuestro tiempo bajo la forma de objetividad y neutro y “Porque para sentir el Bien hay que tomar conciencia del mal, y su fraude”, dice Lola Santos; y para poder reconocer, colapsado el cuerpo por la confusión y el vacío (malestares del alma), que cuando el cuerpo está ausente del sentir originario y su verdad, no puede haber placer de ser mujer, que es placer clitórico. Hay en nuestro tiempo una urgencia de verdad clitórica y el camino para traerla al mundo empieza en el propio cuerpo.
Luce Irigaray me devolvió, del antes, a la incerteza y al cuerpo. El llano dio paso a las formas de mi cuerpo; mis uñas mordidas, la mano que alarga su ser en el lápiz, mi matriz gritando de dolor, los ojos abiertos y yo, ahora sí, queriéndome quedar aquí, con los oídos vivos, a la escucha de las palabras calladas de mi cuerpo, para dejar de esquivar la fidelidad a mí misma que me reclama. Y al sentirme el cuerpo sentí la gracia de ser yo, una mujer, hija de mi madre y recordé sus palabras cuando le he dicho alguna vez, no sin queja, “¿Cómo podemos ser [mi hermana y yo] tan diferentes?”, a lo que ella respondía: “Yo os quiero igual, en la diferencia está la gracia”. Igualdad en el amor a la diferencia, desbaratando con su Amor las antinomias del pensamiento del pensamiento. Porque la igualdad aquí, es la que se deja sentir en el mundo cuando la antecede el infinito de la diferencia. Igualdad porque ella es ella misma, la misma madre para las dos, su cuerpo es de una madre, su simbólico uno, gobernado por Amor, que no rivaliza con otro, pero los hilos de Amor que nos tiende a cada una de sus hijas son diferentes. Y “ahí está la gracia”, la gracia de haber dado a luz a dos hijas y amar su disparidad como un regalo, la gracia de vivir que ella nos concede, obra suya dentro de su matriz, que es una, sin separación ni división, porque “madre solo hay una”, abierta al dos, a las dos. Lola Santos, en su artículo, me ha devuelto a este antes que dice el Amor de mi madre hacia mí, mi hermana y nuestra disparidad. Y siento que, la última vez que oí sus palabras, se resquebrajaba aún más el pozo, porque con ellas, mi madre me reconocía madre a mí también, siendo mi hermana madre de dos hijas y yo no, pero madre también en la gracia del infinito femenino que me donó. Yo soy madre porque soy hija. Sentir esto en lo profundo me devuelve al antes a la vez que me abre mi horizonte de sentido y de placer de ser mujer, en un mismo movimiento, en espiral. Siento que, de alguna manera, la lectura de este número y la escritura de esta presentación me han permitido orientarme para poner a la hija que soy y sacar al hijo de mi genealogía, es decir, al masculino y a la objetivización que neutralizan el placer de ser la mujer singular que soy. Haciéndome justicia.
Al sentirme vivir en el cauce del río de mi genealogía, siento el placer que se desliza, como el agua, de la una a la otra: es placer del origen, virgen, sin mácula. La madre, en la relación, transmite a la hija el placer de ser mujer y, con él, la libertad femenina; ya que el placer clitórico, aquel que el cuerpo sabe, sin confundirse, calladamente, susurra el límite entre lo que no es libre y lo que sí lo es. Después de leer el precioso artículo de María-Milagros Rivera acerca de las muradas y Emily Dickinson, siento un gran descanso. Yo me he sentido dolorosamente tirada por la cuerda de tensión entre el deseo de mi cuerpo de mantenerme virgen y casta y otro deseo, el vaginal, que no sé dónde situar, pero sí fuera de mí. Caminar sobre esta cuerda es hacerse mal y es no ver el mal ni su fraude: el placer clitórico se desvanece, pues “crea confusión y equívocos a una mujer; entrelazando peligrosamente la idea de placer con la idea de violencia”, como señala Barbara Verzini. Es una lucha contra el propio cuerpo, para neutralizarlo. Pero “el cuerpo se obstina en ser”, como escribió María Zambrano, y el mío se obstina mucho.
Que la castidad y la virginidad sean una elección que abre el amor a ser mujer, el amor divino, a mí me ha provocado una revolución de los sentidos. ¿Cómo dejar de vivir la castidad y la virginidad como represión, bloqueo o miedo? ¿Cómo desatar esta elección, que es una elección del cuerpo femenino, del simbólico patriarcal? “Eligiéndola sabiendo que no es objeto de elección”, sabiendo que es un imperativo del cuerpo que quiere ser libre porque sabe que es allí donde encuentra libertad. Emily Dickinson sabía la libertad que había en esta elección. El cuerpo guarda la memoria, él no olvida lo que le es de la raíz de la vida, como la libertad o el placer de ser mujer. Al leer la revista he deseado escuchar mis formas y latidos, aperturas i cierres, y quedarme, con más o menos dificultades e intentando no evitar lo negativo ni quedarme atrapada en él, para ir al encuentro de mi placer y mi sentir; pues el cuerpo es “el garante de la realidad que percibo o de la verdad que afirmo”, dice Luce Irigaray. Que la castidad signifique, como significado colectivo, neutro, ‘ausencia de placer’ es una equivocación. Yo la he vivido como un gran desencuentro entre la palabra placer y mi sentir placer; un desencuentro que me ha colocado fuera de mi cuerpo y ha borrado los límites de mi libertad y mi no libertad. Y no es insignificante este desencuentro, pues hay algo en lo profundo, insistente, que se retuerce y remueve de un lado a otro sin saber dónde colocarse ni por dónde salir; y hace sentir su desorden, silenciosa y dolorosamente, porque es urgente que sea tocado con la palabra que verdaderamente lo diga, y con la piel, liberado al caos.

Muchas gracias.

Universidad de Barcelona
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