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La reina Juana I de España, mal llamada la Loca

MARÍA-MILAGROS RIVERA GARRETAS

La reina Juana I de España, mal llamada la Loca

El 1 de febrero de 2018 Carmen Oliart, Mariela Fargas y María-Milagros Rivera Garretas presentaron en la Llibreria Pròleg de Barcelona el libro de esta última titulado Juana I de España mal llamada la Loca / Joanna I of Spain wrongly called the Mad (Sabina editorial, 2017). Publicamos aquí el texto que leyó la autora del libro.

“Yo tengo mucho amor a todas las gentes”
María-Milagros Rivera Garretas


La reina Juana I es probablemente la reina que más ha dado que hablar y que más ha inspirado la imaginación, por lo general maligna, de artistas de todo tipo que se han interesado por la monarquía española. Esto ha sido así porque Juana tenía un secreto, un secreto que los artistas han querido unas veces tapar, otras adivinar, sin conseguirlo. Su secreto fue el amor. Todavía hoy, y precisamente desde la época de la reina Juana, en Europa no concebimos que una mujer o un hombre amen, si tienen mucho poder. Pero Juana I, cuya originalidad desquició a muchos, empezando por su padre, su marido y su hijo, sí lo concibió y lo hizo: supo gobernar con amor. Y por el amor estuvo tan orientada que empezó un discurso decisivo de su vida, el que pronunció ante la Santa Junta de los Comuneros de Castilla, reunida en Tordesillas en 1520, precisamente con la frase “Yo tengo mucho amor a todas las gentes y pesaríame mucho de cualquier daño o mal que hayan recibido.” Todavía hoy creo que nos gustaría que alguien profesional de la política hablara así. Era su diferencia sexual femenina lo que Juana supo expresar libremente y, así, lo desequilibró todo. Las mujeres sabemos que hay mujeres capaces de dejarse poseer por el amor, y seguir vivas.

Pero no es esto lo que cuentan los libros de historia ni las muchas obras de teatro, ópera, pintura, danza o escultura inspiradas por Juana, ni es tampoco lo que sugiere la gente que repite sin pensar el apelativo tremendo de “la Loca”. En el libro que presentamos hoy, si podéis leerlo, encontraréis algunas claves de la otra historia de Juana I: encontraréis la historia que se esconde detrás de las leyendas patriarcales, y que, esta sí, es una historia de libertad femenina entendida como libertad en relación, no de locura. Esto es lo que yo voy a tratar de resumir.

Juana I vivió o intentó vivir en el amor. Pero ¿qué es el amor? Para mí es deseo de amar, deseo de amar más que de ser amada o amado: es deseo de amar y las consecuencias que nazcan del deseo de amar y de su puesta en práctica; las consecuencias positivas, las negativas, las dudosas, todas. Como dice María Zambrano en Tres fragmentos sobre el amor, “aquello que amaste, cuando lo amaste, era verdad”. El secreto de Juana I fue el saber esto y el tener la capacidad de llevarlo a lo que tenía que ser hecho por ella en el mundo, que fue el gobernar: gobernar gentes y territorios, primero como archiduquesa de Austria, después como reina. Cuando murieron su madre Isabel I de Castilla, llamada la Católica y su padre Fernando V de Aragón, Juana I pasó a ser la reina propietaria de todos sus territorios y gentes y, también, del Nuevo Mundo descubierto en Ultramar. Esto quiere decir que Juana I fue la primera reina o rey de España y tuvo muchísimo poder, hasta el punto de ser una de las reinas o reyes más poderosas de su tiempo, si no la más poderosa.

¿Qué fue el amor para la reina Juana I? En primer lugar, el sentido de su propia dignidad y grandeza personales: su cuidarse en cuerpo y alma, su gusto por la belleza, por la ascesis, por el placer, el ayuno, la relación, el adorno, la lectura, la música y otras artes, los tejidos, la piedad. Cuando a los 16 años entró en Amberes para casarse con Felipe el Hermoso, archiduque de Austria, ella era, como dice un cronista, una “muy ilustre y virtuosa dama… de bello porte y graciosa manera, la más ricamente adornada que jamás se haya visto en tierras del señor archiduque”.

En segundo lugar, el amor fue para Juana I la fecundidad. En diez años, entre 1498 y 1507, Juana fue madre de cuatro hijas y dos hijos: Leonor, Carlos, Isabel, Fernando, María y Catalina, sin que ello afectara a su salud ni, según parece, se le muriera nadie en la infancia; y tanto a sus hijas como a sus hijos les labró un futuro espléndido según su criterio, como hacen tantas madres: fueron reinas, reyes o emperadores. En tercer lugar, y esto resultó ser lo más conflictivo, el amor fue en la vida de Juana I un proyecto político que llamo “monarquía en relación”. La monarquía en relación es una invención política femenina medieval. Ahora, una vez terminado el patriarcado, podemos reconocer el gran valor civilizador de esta idea, la idea de gobernar en relación, independientemente de si a ello se le llama biarquía, república-reprivada, asamblea o consejo de administración.

¿Qué quiere decir esto?

Todo el mundo conoce la leyenda de la “locura de amor” adherida a la figura de Juana I, mal llamada la Loca, como dice el subtítulo del libro que presentamos. Es una leyenda maligna inventada por su padre y por su marido a principios del siglo XVI, cuando Juana se convirtió inesperadamente en la heredera única de los reinos de su madre y de su padre. Esos dos hombres y sus consejeros la inventaron para desprestigiar a Juana y, sobre todo, para presionar a su madre, Isabel la Católica, cercana ya a la muerte, de modo que desconfiara de su hija y cediera la regencia de Castilla al padre y al marido de Juana. Isabel no cedió, y el marido moriría dos años después de Isabel, a consecuencia del famoso vaso de agua fría bebido, sudoroso, al terminar un partido de pelota. Pero la leyenda siguió, engrandecida por el patriarcado y por artistas que reconocieron en ella un nudo de la historia; y engrandecida, sobre todo, por la propia reina Juana I, que depositó en la leyenda su propio secreto, que fue el amor, su amor a todas las gentes.

Las leyendas tapan y a la vez transmiten una verdad que en ese momento o circunstancia no es decible. Así pasó, por ejemplo, en la Antigüedad con Hipatia de Alejandría, la gran científica helenística asesinada por monjes cristianos en el siglo IV, que transmitió su verdad durante siglos (inspirando mil años después a Juana de Arco) a través de dos santas de cobertura, santa Margarita de Antioquía, famosa por su belleza, cuyo nombre significa perla, y santa Catalina de Alejandría, famosa por su sabiduría.

Juana I no estuvo nunca loca de amor por su marido, que la humilló, la maltrató, la secuestró, la torturó y le fue infiel mientras vivió. Ni siquiera estuvo loca, como testimonia uno de sus pretendientes más persistentes, el rey Enrique VII de Inglaterra, fundador de la dinastía Tudor, que la conoció en 1505/1506 y escribió: “Quando yo la vy, muy bien me pareció, y con buena manera y contenencia hablaba, y no perdiendo punto de su autorydad; y aunque su marydo y los que venían con él la hazyan loca, yo no la vy syno cuerda.”

Lo que pasaba era que Juana tenía un secreto y un plan para llevarlo a cabo, y la leyenda le vino bien para mantener viva la llama y que la gente, sin decirlo, entendiera. Su plan era mantener el cadáver de su marido sin enterrar todo el tiempo posible, sepultarlo en la catedral de Granada al lado de su madre Isabel la Católica, y ganar tiempo para que su hijo Carlos creciera y gobernara con ella.

Para conseguirlo llevó a cabo la famosa performance con el cadáver de su marido. Lo desenterró de su tumba en la Cartuja de Miraflores (Burgos) y lo llevó ceremoniosamente, de noche y en invierno para que se descompusiera menos, entre velas, cánticos, aristócratas fieles, amigas y hombres armados, en lenta procesión a pie camino de Granada. El tener el cadáver insepulto garantizaba a Juana, por ley, que no se podía volver a casar: pretendientes tenía, que querían gobernar sus reinos por ella, por ser hombres. El enterrarlo junto a su madre garantizaba sus propios derechos y los de sus descendientes a la Corona de Castilla. Y mantenía a raya las ambiciones de su padre Fernando el Católico, que quería ser regente de Castilla porque era hombre, tanto que intentó generar un hijo para impedir que Juana reinara en Aragón, reino del que había sido declarada heredera por las Cortes. La performance duró casi 19 años en total, con paradas para que Juana diera a luz a su hija póstuma, Catalina, en una primera etapa de tres años (1506-1509), y luego con un parón en Tordesillas con el ataúd confiado a la custodia de las clarisas del convento contiguo al palacio real de Juana en Tordesillas, hasta que, resuelta la situación, fue finalmente enterrado en la catedral de Granada en 1525. La performance de Juana no fue fácil porque el padre, que entendió que la ocasión de suplantarla se le escapaba de las manos intentó, enfurecido, hacerse con el cadáver, llegando a secuestrar al hijo pequeño de Juana, Fernando, mientras Juana seguía su camino impertérrita, metiendo de vez en cuando la mano en el ataúd para cerciorarse de que seguía allí. El padre describió por entonces a Juana como muy difícil de “traer” –dice– “a lo que el hombre quiere”. Al menos la política sexual, él la tenía clara.

La reina Juana I no hizo el arriesgado espectáculo de trasladar ceremoniosamente el cadáver de su marido desde Burgos hasta Granada solo para seguir viuda y para defender los derechos sucesorios de sus descendientes, que no era poco. Lo hizo también para escenificar y dar a conocer su propio pensamiento político sobre la monarquía. Mientras los nobles y los burgueses de Europa tomaban violentamente el camino del individualismo y del absolutismo modernos, ella reforzó la noción medieval de libertad femenina, entendida como libertad relacional, no individualista, y, consecuentemente, de una monarquía no absoluta sino en relación que amortiguara la prepotencia del poder y de la fuerza. La monarquía en relación hace o puede hacer que el amor entre en política, dándole un lugar eminente en la cima de la organización del Estado. Fue aquí donde Juana I chocó frontalmente con el patriarcado moderno, que quería a un hombre, y solo, en la cúspide del poder. A la reina Juana le apoyaron en el siglo XVI sobre todo los y las comunes, que llaman comuneros, hostiles a la monarquía absoluta porque querían una política en la que el poder estuviera más repartido. Todavía hoy, la memoria de la acción política de Juana I sigue siendo amada y entendida muy especialmente en esas villas y ciudades de Castilla donde empezó su performance. Es un buen contraste con la confusión que tenemos desde hace tiempo entre el poder y la política, que son, en realidad dos cosas muy distintas.

Juana I quiso pues reinar y reinó durante casi 40 años, desde 1518 hasta 1555, no sola, como disponía el individualismo moderno, sino en relación con su hijo Carlos I. Tanto es así que cuando Juana I murió en 1555, a los 75 años de edad, su hijo, que tenía 55, anunció solemnemente en Bruselas, unos meses después, su inminente abdicación, que completó al año siguiente. Por tanto, Carlos I o V, que moriría en Cuacos de Yuste tres años después, no reinó prácticamente nunca en España sin su madre. La leyenda tapa también esto. Y no es casualidad que Carlos llamara Felipe a su hijo, el futuro Felipe II, el que sería el primer monarca absoluto del patriarcado moderno: lo llamó por su propio padre, Felipe el Hermoso, el marido de Juana, quien, sin mejor motivo que su ser hombre, había usurpado por unos días a Juana la Corona de Castilla al morir Isabel la Católica. Carlos instaló así su genealogía masculina patriarcal en una usurpación, la usurpación de la potencia y la autoridad de la madre: algo muy propio de la modernidad.

En el feminismo del último tercio del siglo XX, la filósofa de la diferencia sexual Luce Irigaray reanudó la genealogía del saber político femenino de Juana I con una propuesta de medidas legislativas, ahora democráticas, muy revolucionarias en términos de sentido. Apoyada por algunos grupos de izquierda, llevó al Parlamento Europeo su propuesta de derechos sexuados. Consistía en que cada cargo electo de Europa fuera ejercido conjuntamente por un hombre y una mujer, teniendo cada cual todo el poder. El Parlamento europeo lo rechazó porque no le cupo en la cabeza: no lo pudo entender, como de Gaulle no había entendido en su día la propuesta de Simone Weil para mostrar la insensatez de la guerra. Europa había perdido el sentido femenino del misterio que Juana I todavía tenía, y muy vivo. Hoy creo que lo estamos recuperando y volvemos a entender a la reina Juana.

Muchas gracias.

Universidad de Barcelona
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