El camino que nos condujo a la democracia moderna estuvo lleno de herejes, judíos y cristianos.
RAMÓN VALLS
Catedrático de Filosofía y Síndic de Greuges de la Universidad de
Barcelona
Hoy se cumplen 200 años de la muerte de Kant. La larga vida del
filósofo transcurrió pues en la época de la Ilustración, y tuvo tiempo aún
para sentir la gran conmoción de la Revolución Francesa. Un acontecimiento
que marcó de tal manera su última filosofía que con ella empezó a ser
verdad que los franceses hicieron la revolución y los alemanes la
pensaron. En efecto, el último Kant afirma que el único derecho innato de
todos los humanos por igual es la libertad entendida como autonomía moral,
eso es, como la capacidad de darnos ley a nosotros mismos. O sea, que de
la relación igualitaria con los otros surgen los derechos y las
obligaciones. Y ahí pone Kant, siguiendo a Rousseau, la dignidad humana a
la cual repugna cualquier forma de esclavitud o sometimiento.
La integración de la Revolución Francesa en esta filosofía fue fácil. Kant
sabía que la moralidad exige hacer el bien en este mundo, y eso mismo le
hizo ver que la soberanía del pueblo era nada menos que la realización de
la moralidad en la política. El texto donde afirma que la libertad es el
único derecho innato es de hecho un comentario a la “Declaración de los
derechos del hombre y del ciudadano” del año 1789.
Y recuérdese además que esa declaración francesa se había redactado bajo
el influjo de la declaración de independencia de Estados Unidos en 1776,
la cual, a su vez, se había escrito en continuidad con la filosofía
política de Locke.
Es claro pues que con la doctrina moral, política y jurídica de Kant
culminó la Ilustración y la filosofía quedó abierta al constitucionalismo
democrático moderno. El posterior idealismo alemán dejó bien claro que las
conquistas de la humanidad, una vez presentes en un lugar del planeta, se
hacían irreversibles y tendían de suyo a extenderse por la tierra. Todos
aquellos filósofos entendieron y dieron a entender, en suma, que la
Revolución Francesa no era un acontecimiento que perteneciese únicamente a
la historia de Francia, sino que se trataba de un hecho de la historia
universal.
La entrada en España de los principios de la revolución y del pensamiento
que la glosó no fue fácil. Sólo durante periodos demasiado cortos libertad
e igualdad valieron como principios políticos. Pero ahora nos felicitamos
de que la Constitución de 1978, hija legítima de aquellos principios,
lleve ya 25 años de vigencia. Sin embargo, sabiendo que esa Constitución
fue en gran parte el tratado de paz que la Guerra Civil no había tenido,
porque la libertad e igualdad se habían borrado de la política, resulta
que no puede usarse como arma arrojadiza contra los adversarios políticos.
La Constitución es precisamente la base para la confrontación pacífica de
las diferencias políticas. Pero también es verdad que la conservación de
los principios constitucionales no puede equivaler a la inmovilidad del
texto entero de 1978, porque las instituciones humanas no son realidades
fijas e inamovibles, sino que su salud consiste en la capacidad para
adaptarse al cambio social.
Mencionemos tan sólo tres puntos. Primero, las grandes migraciones.
Aumentan el pluralismo social, dificultan la convivencia pacífica y exigen
por tanto nuevos enfoques en el tratamiento de la libertad igualitaria.
Segundo, la guerra. Acarrea hoy crueldad y estragos nunca vistos porque
implica a toda la población y destruye el tejido político del bando
perdedor, males que causan a su vez la confusión entre terrorismo y
resistencia. Tercero, los avances tecnológicos exigen libertad de
investigación para que los beneficios de la ciencia lleguen a todos. Hay
que actualizar pues la cúspide del ordenamiento jurídico para que su
eficacia alcance a los nuevos problemas. Y las gafas de Kant nos ayudan a
ver aún hoy y de manera actualmente concreta que la moral, para ser moral
de verdad (autónoma), ha de pasar a la libertad política y al derecho.
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