LA VANGUARDIA - 23/09/2001
SEGURIDAD CONTRA LIBERTAD

  DR. RAMÓN VALLS

Catedrático de Filosofía y Síndic de Greuges de la Universitat de Barcelona

Según nuestros valores, ciertamente universales, este horror ha sido un crimen contra la humanidad. Hay que perseguirlo y castigarlo. Y tomar también medidas para evitar en lo posible su repetición. Puestas así las cosas, quiero ser claro y enérgico porque el horno no está para bollos rellenos de matices. No al simplismo, pero no diluyamos tampoco el problema hablando de otras injusticias y otras violencias como la pobreza en el mundo o la crueldad de las guerras locales. Estas consideraciones son pertinentes, pero no han de debilitar la firmeza de lo claro. Un delito no deja de serlo porque se cometan otros que quedan sin castigo.

Los terroristas culpables están dispersos y conectados entre sí. Ni ellos ni sus enlaces son fácilmente localizables. Y aunque una guerra convencional contra los Estados que les dan cobertura pueda ser eficaz para desactivar algún foco de terror, dudo de que sea un gran remedio. Quien pretende matar moscas con cañón mata y destruye mucho, pero mata pocas moscas porque salen volando y se posan en otra parte. Donde estén se disfrazarán de habitantes normales del lugar y vivirán quizá en nuestra casa. La primera obligación de cualquier política-política consiste por tanto en activar los servicios de información. Si a esto se añade que se impone igualmente reforzar las medidas de seguridad en las vías de comunicación, venimos a dar lógicamente en limitaciones de nuestra propia libertad. Con más poderes, los gobiernos y sus agentes no sólo vigilarán a los terroristas, sino que también nosotros seremos controlados. Y eso molesta y perjudica. ¿En qué medida es esto lícito?

El problema, en abstracto, no es nuevo. Las constituciones más decididas en el reconocimiento y protección de los derechos fundamentales a la vida y a la libertad preven siempre alguna limitación para los casos en que el orden social y político se vea seriamente amenazado. Llámese estado de guerra, de excepción, o como sea, los gobiernos, asumen en estas situaciones poderes extraordinarios que se traducen en restricciones de la libertad de los ciudadanos. La previsión de tales supuestos no es un adorno del texto constitucional. Está allí para que se cumpla cuando sea el caso. Pero no sólo en circunstancias extraordinarias, sino que incluso en la normalidad de todos los Estados democráticos, existen leyes para la protección de la seguridad ciudadana que dan poderes a la policía y limitan por tanto las libertades. A mayor necesidad de protección, menos libertad; esa es la regla. Resulta así que los ordenamientos jurídicos no pueden ser enteramente rígidos, sino que han de funcionar como una especie de fuelle que se estira o encoge según sea el peligro, sin dar espacio desde luego a la discrecionalidad o irresponsabilidad del poder. Entonces la opinión pública soportará bien la restricción de las libertades porque juzgará que la restricción es proporcionada al peligro de pérdida total de la libertad.

Sin embargo, ¿hasta dónde han de llegar las medidas concretas?. El problema no tiene solución teóricamente exacta, igual que no es posible determinar de manera concluyente el número de años que un delincuente ha de pasar en la cárcel o la cuantía precisa de una multa de tráfico. Podemos entonces embarcarnos en discusiones infinitas y estériles porque la solución sólo puede ser práctica y prudencial, por tanteo y experiencia, corregible en fin. Hay que sentar, sin embargo, el criterio verdaderamente fundamental de que la limitación de las libertades ha de contar con el consentimiento social mayoritario. En otras palabras: La restricción de la libertad no emana de los gobiernos ni de sus agentes. Ellos simplemente la proponen, sin pasarse. El poder legislativo la aprueba y pone las reglas de su uso. Y el pueblo finalmente consiente, porque si bien es cierto que quiere libertad, quiere también seguridad.


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Última actualización: 19/03/02