Número 20 - Septiembre 2010

Versión PDFBiblioteca de Bioética

Sobre el libro: “Felicidad y dolor: una mirada ética”

Un comentario de:

Rogeli Armengol
Doctor en Medicina, ha ejercido como psiquiatra y psicoterapeuta. Hasta su jubilación fue médico del Hospital Universitario Vall d'Hebron de Barcelona. Es Académico correspondiente de la Real Academia de Medicina de Cataluña.

Sobre el libro:

Felicidad y dolor: una mirada ética, de su autoría. Barcelona, Ed. Ariel, 2010.


Este fue el título que escogí para este libro porque recoge, si no todos, la mayoría de los ejes que me sirven para proponer lo que entiendo por felicidad. Argumento que la felicidad es la ausencia relativa de dolor. Pienso que el dolor es el eje mayor sobre el que gira la humanidad. Se propone que el mal es el dolor porque nadie lo quiere y de ahí que se diga: «Más que el placer, el dolor es el eje sobre el que gira toda la humanidad. El enunciado de este eje primordial podría ser: la felicidad es no tener dolor ni daño, la moralidad, no causarlos».

Si lo observamos bien la mayoría de nuestras acciones diarias están dirigidas a evitarnos el dolor: trabajar para no tener hambre ni frío; andar bien por la vida para evitar una caída que nos puede causar dolor o perjuicio; procurar mantener una convivencia tranquila exenta de pesar y de discordia cuando se pueda; vivir bien sin disputas con nuestros allegados, colegas y vecinos; adaptar nuestra conducta a aquello que está bien establecido para evitar el repudio o el castigo. Lo anterior no contradice que también nos movemos para conseguir lo que origina placer y gozo, pero la evitación de lo que pueda ser doloroso es primordial.

Es frecuente que se relacione la felicidad con el placer, así lo hizo Epicuro al decir que el fin de la vida era el placer. Esta idea no la comparto si se la toma de un modo unívoco. No obstante, Epicuro, a su vez, siguiendo la senda abierta por Demócrito, propuso que el placer de reposo, el denominado catastemático, hedoné katastematiké, consistía en la ausencia de dolor de forma que la noción sobre el placer en lo relativo a la felicidad se abre y se hace más completa.

La felicidad entendida como la ausencia de dolor

Mi propuesta se centra en el dolor, más que en el placer. Por dolor entiendo el referido al cuerpo y al dolor mental o moral. La vida es feliz o dichosa cuando no hay dolor dado que el placer siempre acaba llegando y no es posible identificar la felicidad con el placer, en sentido estricto. En primer lugar porque no existe una vida sin algo de dolor y, además, porque el placer, como el dolor, va y viene, se presenta y se extingue. Y, lo que me parece más importante, se observa frecuentemente que quienes persiguen el placer no suelen ser felices y suponen con error que el placer les va a arreglar la vida. Con este proceder la desgracia puede crecer. Lo que destruye la felicidad o la hace imposible es la presencia del dolor cuando es intenso.

Cuando no hay hambre ni sed es mejor, si se puede, permanecer tranquilo y no apetecer por el momento un nuevo placer. «Una vida de dolor no es apetecible, pero una vida con escaso placer es agradable y puede ser venturosa. Si nos fijamos bien, la mayoría de las acciones que persiguen nuestro bien y el de los nuestros están dirigidas a librarnos del dolor cuando lo hay o a prevenirnos de él en lo inmediato o en el futuro.»

La alegría o el contento consigo mismo. El deseo y la amargura

La alegría, que hago idéntica al contento consigo mismo como propuso Spinoza, es un sentimiento y una manera de ser al acogerla y cultivarla. Es un agradable y gozoso sentimiento de fondo que comporta confianza y serenidad y que puede atenuar los pesares con los que nos vamos encontrando.

La alegría es similar a la euthymía de Demócrito, la tranquilidad, la serenidad, la paz de espíritu o el buen ánimo a los que acompaña siempre un suave gozo de vivir. Quienes se complican la vida suelen estar de malhumor y sienten disgusto, amargura o hastío, enfado y arrebato antes que serenidad. Pero, si se consigue disolver la desazón y la destemplanza adviene el acierto y la serenidad y con ellos la alegría de vivir, el contento y la paz de espíritu.

Quizá deba observarse que la alegría puede identificarse con la euthymía de Demócrito, pero no exactamente con el placer de reposo o constitutivo de Epicuro. Podría decirse que el hedoné katastematiké de Epicuro abre las puertas a la alegría, pero no es todavía euthymia, tranquilidad acompañada de buen ánimo.

La potencia de la alegría reside en que una vez se accede a ella cobra fuerza porque quien está alegre depende poco o nada de algo más, no desea con desmesura, puesto que se contenta con lo que tiene y con lo que ya es y es capaz de disfrutarlo.

Se suele pensar que lo contrario de la alegría es la tristeza y muchas veces es así, pero lo que más frecuentemente se observa es que en ausencia de alegría lo que aparece con fuerza e intensidad es amargura y malhumor. La amargura es espantosa, en primer lugar porque es un padecimiento que arruina todo el posible disfrute de lo que la vida ofrece y, además, comporta que no se pueda renunciar al deseo de ser complacido de continuo y sin medida.

Desear todo no es malo. Lo que produce malestar y desasosiego es no saber renunciar a los deseos cuando no es posible colmarlos. Para poder hacerlo sin destruir el bienestar conseguido es imprescindible estar bien, poseer un cierto grado de alegría para poder disfrutar de lo que se tiene. Sólo el acceso a la alegría, aunque sea en escasa proporción, permite renunciar a los deseos cuando no es adecuado satisfacerlos.

El humano es acomodaticio y aprovechado. También es crédulo, vanidoso y codicioso

Pienso que es importante constatar y tener presente que el humano es acomodaticio y aprovechado. Entiendo que sólo de este modo es posible entender el comportamiento interesado, injusto, a menudo conflictivo, de las personas. No se quiere decir que el humano no pueda ser generoso, amable, justo o que no se conduzca pensando en los demás, pero se advierte que debemos estar siempre preparados a aceptar, y no deba sorprendernos, que frecuentemente nos comportemos de forma interesada e inadecuada.

Otras características que también deben tomarse en consideración es la frecuencia con la que se observa la vanidad y la codicia de los humanos. La credulidad sería otra peculiaridad del humano que comparte con los animales. Ahora bien, sobre la anterior afirmación debe hacerse la siguiente distinción: el animal cree en lo que ve, pero el humano cree en lo que ve, pero, a su vez, cree con igual convicción lo que imagina o lo que adopta de lo imaginado por otros. Así se entiende que sea habitual que las personas creen en algo con acierto, pero también que creen en algo descabellado y disparatado.

Otra característica de la mayoría de los humanos es la necesidad de sentirse agrupados. Agrupados en iglesias, partidos, clanes, grupos diversos, pequeñas o grandes tribus, podría decirse. Parecería que muchos no pueden sentirse bien en un relativo grado de soledad y se lanzan a los brazos de grupos a su alcance. Sucede a menudo que para evitar el repudio del grupo de pertenencia renunciamos a la propia coherencia y toleramos los abusos e injusticias perpretados por el grupo.

Muchas personas que funcionan bien, que viven bien y que no deshacen o malogran el bienestar de los otros pueden almacenar en sus cabezas cantidad de ideas disparatadas. Creemos con convicción aquello que hacemos propio. Es obvio también que en ocasiones las convicciones de algunos acaben con el bienestar de los demás.

La gran importancia de las ideas en relación con las pasiones y apetitos

Lo antedicho permite referirse a la importancia que en este libro se conceden a las ideas y a las ideologías. La razón crea concepciones verdaderas y beneficiosas, pero con frecuencia sucede, y nos extraña que así ocurra, que esta misma capacidad razonante cree concepciones erróneas y perjudiciales.

Somos animales racionales y, por consiguiente, también somos capaces de irracionalidad. Mantenemos ideas que son racionales y, a su vez, ideas y juicios irracionales. Los animales no son irracionales, son seres vivos que no son racionales y al no serlo no tienen acceso a la irracionalidad a diferencia de los humanos. Así, pues, nuestra racionalidad no siempre supone que su ejercicio nos conduzca a ideas acertadas. La razón crea ideas e ideologías acertadas y benignas, pero, a su vez, las construye disparatadas y perniciosas. Así se explica que grandes pensadores construyan o se adhieran a ideologías erradas y dañinas como sucedió con Heidegger y su afiliación al nazismo. La razón y la sinrazón van de la mano incluso entre los más dotados y preclaros.

Cuando una idea se clava y se enquista en nuestra mente es muy difícil o imposible destronarla de modo inmediato, puesto que adoptamos como cierto lo que se acostumbra a pensar en nuestro medio o grupo de pertenencia. Las ideas que se instalan con certidumbre, como no podría ser de otro modo, pasan a ordenar lo que será acostumbrado y, a su vez, de lo acostumbrado nacen las certidumbres.

Estamos muy orgullosos de nuestra razón y no advertimos suficientemente bien que de ella nace lo mejor y lo peor, lo cierto y lo falso establecido por costumbre, y parece algo evidente que los humanos podemos vivir, y vivir bien, con la cabeza llena de falsedades y disparates, quizá porque para nuestro cerebro lo decisivo es la certidumbre de lo acostumbrado antes que la verdad.

En lo relativo a la razón de los hombres la propuesta que se defiende dice que las ideas que el hombre se forja son las que conducen la conducta en la mayoría de las ocasiones. Las ideas mandan más que el apetito, el sentimiento o la pasión aunque a veces nuestro comportamiento ofuscado se deba al predominio de la emoción. No obstante, la ofuscación de la mente está con frecuencia más determinada por las ideas que por las pasiones, al menos, en lo relativo a los grandes números al considerar el dolor y la muerte ocasionados.

Las ideas, más que pasiones como el odio o la venganza, son las causantes del mayor daño. Las calamidades que ha debido sufrir la humanidad promovidas por la inhumanidad: el sometimiento de la mujer, guerras de conquista, esclavitud, Cruzadas, Inquisición y en nuestra época nazismo y comunismo estaban conducidas por ideas. Es evidente que, en proporciones diversas según los casos, las pasiones como el odio y la venganza no estaban ausentes en tales desastres, como tampoco lo estaba el interés desmedido por lo propio, pero lo que verdaderamente los promovió fueron o son ideologías nocivas.

Las pasiones, a las que muchas veces se responsabilizan del mal, sólo ponen el combustible para el despliegue de la conducta, pero la guía de la acción benéfica o nociva la ejerce siempre la razón con sus ideas. ¡Tantas veces la pasión es encendida por una idea anómala! Es evidente también que la pasión en muchas ocasiones derroca el poder de la razón, pero, en lo relativo a la conducta humana tomada en su conjunto, en sus grandes cifras, hay que convenir que la razón y sus productos, buenos o malos, doblegan el poder de los sentimientos morales y puede promover grandes males. Si se dijera que en estos casos es la sinrazón la que es operativa, entiendo que no puede objetarse que la sinrazón proviene del ejercicio de nuestra capacidad razonante. Por otra parte resulta obvio que sólo el poder de la razón, insuficiente en muchos casos, puede destronar el imperio de la sinrazón. Es evidente también que las buenas razones pueden necesitar de mucho tiempo para ejercer su poderío y ser aceptadas.

La moralidad y las éticas del bien. El legado de Kant y la insuficiencia de su imperativo categórico. Sobre la falacia naturalista

En este libro se examina con alguna extensión la moralidad. Debe ser así cuando se habla de la felicidad puesto que si bien la moralidad no puede promover directamente la felicidad la inmoralidad la daña. La felicidad es un asunto personal, unos serán felices y otros con lo mismo serán infelices, pero la inmoralidad socava, menoscaba la felicidad adquirida por los congéneres.

De modo general las filosofías morales suelen partir de la idea sobre el bien. Proceder de este modo supone un serio inconveniente dado que es muy difícil que todos o la mayoría de humanos coincidan acerca de lo es el bien. Sin embargo, sobre el mal, entendido como lo que reporta dolor y daño, puede haber un general acuerdo dado que nadie quiere el dolor. Por consiguiente, parece más conveniente para todos que la filosofía moral se erija sobre la exención del mal antes que sobre el bien que suele formularse de manera abstracta y frecuentemente entendido como algo que puede ser bueno para la comunidad, pero que acaba beneficiando a unos pocos en detrimento del bienestar de la mayoría. Así sucedió con el esclavismo, con el poder de los nobles y clérigos en la Edad Media, con el de los terratenientes después. Lo que pueda ser bueno para una comunidad no siempre lo es para sus miembros.

Con anterioridad a la bienvenida modernidad, las ideas del bien solían ser perjudiciales para la mayoría. Hasta el Renacimiento las ideas e ideologías pasaban por encima de los intereses de la gente. A parir del siglo XV sucedió algo fundamental: las personas y sus intereses fueron cobrando más importancia. Adquirieron mayor importancia las personas que las ideas que sobre ellas se podían formular.

Según se mire Protágoras venció a Platón al decir que el hombre, entendido como el conjunto de la humanidad, era la medida de todas las cosas. Platón, siempre indignado con él, en ocasiones con razón, en Leyes le contradijo con dureza diciendo que la medida de todas las cosas debería ser Dios, pero ante esta seguridad platónica, ¿quién establecía cómo era Dios y qué quería Dios? Según Platón el común de la gente no podía hacerlo, sólo estaban preparados para ello quienes estuvieran especialmente preparados, una minoría, pero en nombre de Dios o del bien se podían cometer injusticias, atropellos y desmanes. A partir del Renacimiento se inició y se extendió la idea de que los humanos no debían quedar sojuzgados por las ideas y esta ideología benigna condujo a lo que la primera constitución que promulgó la Revolución Francesa sancionó jurídicamente: todos los humanos son libres e iguales. En nombre de la igualdad y de la libertad ya no se podían imponer ideas que no fueran aceptadas por los individuos humanos.

La idea sobre la igualdad creció durante la Ilustración europea durante el siglo XVIII. Kant, muy influido por el pensamiento de Rousseau, tomando como base la igualdad civil estableció lo que a mi entender supuso un cambio epocal en la filosofía moral. Hasta la modernidad la sociedad se organizaba alrededor de los Mandamientos y la recomendación virtuosa, pero los que no eran considerados iguales, la mayoría, no podía exigir que los demás se comportaran con ellos de manera virtuosa.

Kant cambió la dirección de la mirada de la moralidad: se miraba a la virtud, ahora se mirará al deber. La virtud se pondrá al servicio del deber. Si todos somos libre e iguales todos deberán respetar nuestro derecho a seguir siéndolo. De ahí que la aceptación de derechos supone el deber de respetarlos. Con anterioridad se recomendaba el ejercicio de la virtud y si un poderoso no lo era nada se le podía exigir. El señor o el noble podía ser virtuoso, pero si no lo era podía abusar de la mujer o de un niño sin que hubiera sanción o castigo. Después de la filosofía moral de Kant, acorde con la época, si no se es virtuoso se tiene, no obstante, el deber de respetar a la mujer, al niño, a todos los congéneres. La virtud deja de tener la primacía en la fundamentación de la moralidad, ahora la tiene el deber. Ahora bien, el simple anuncio del deber es débil, a penas tiene fuerza, para su consecución el derecho positivo es fundamental.

Pero este cambio fundamental en la filosofía moral no supone que toda la ética de Kant sea aceptable. En el libro se argumenta extensamente que una filosofía moral que desatiende a la experiencia es insuficiente para nuestra época y también se debate sobre la conocida y celebrada segunda formulación del imperativo kantiano: «obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio». Se explica que tal formulación imperativa está escrita expresamente de este modo para recortar la libertad y la igualdad civil. Kant pudo decir “nunca se utilizará a nadie como medio”, de acuerdo a su propuesta de lo que es “medio” o “instrumento”, pero no lo dice. Lo que dice es: “si utilizas a la humanidad como fin la puedes utilizar como medio”. Lo propuso de este modo porque no pudo o no quiso ser igualitario. La mujer y el trabajador manual, según él, no eran iguales a los hombres y a los hombres con propiedades. La mujer y el obrero no «están cualificados para ser ciudadanos», dice Kant, pueden ser, pues, tomados como medios, es decir, se les puede tratar contra su voluntad si al mismo tiempo se considera que son fines en sí mismos. Se les va a respetar como personas, en algunos aspectos, pero no en todos, pues no serán considerados ciudadanos con plenos derechos aunque ellos, en uso legítimo de su autonomía moral y su libertad, estén en desacuerdo con ello y se duelan por ello.

No es infrecuente que se diga que Hume estableció lo que se conoce como falacia naturalista, pero no fue así. Fue Moore en 1903 quien denominó naturalista a la supuesta falacia que consistiría en decir que el bien y lo bueno puede predicarse o desprenderse de algo: felicidad, placer, lo deseado, el Reino de fines de Kant, la utilidad o el Cielo. Para él lo bueno no tenía definición, el bien y lo bueno es bueno como lo amarillo es amarillo y es algo evidente sin más, sin referirlo a nada, bueno en sí mismo. Hume había propuesto que deducir lo que deba ser de lo que es, de lo que se supone que es, no es correcto, pero Hume se refería a que muchos filósofos morales deducían el deber de lo que ellos pensaban o especulaban acerca de lo que es el deber: una idea, una concepción sobre el bien. Para el filósofo escocés el deber no se puede deducir de la razón o de los razonamientos sino del sentir. Estamos dotados de un sentimiento moral y la razón debe obedecer al sentimiento. Así, lo que deba ser está dado por el sentimiento.

Lo que sucede frecuentemente es confundir la falacia naturalista con el relativismo moral: lo que es de modo general es bueno y no debe hacerse otra cosa. Así, si la mutilación genital femenina se da, es, está extendida en una determinada comunidad, está legitimada y debe o puede hacerse. Lo mismo hizo Aristóteles con la esclavitud: era aceptada por todos, –aunque no por los esclavos–, por consiguiente, según él, debía ser aceptada. Hume hubiera dicho: no debe ser aceptada en nombre de razones, la esclavitud nos produce aversión y rechazo, no simpatizamos con ella, luego no puede ser aceptada como legítima aunque Aristóteles dedujera de sus razones lo que podía o debía ser.

El progreso

Se propone que el progreso es la disminución del dolor de la humanidad. Se trata del progreso material y del progreso de las costumbres. No hay duda ninguna de que el progreso material nos hace más agradable la vida. Basta pensar en el beneficio debido a la invención de la lavadora automática o en la penicilina que nos ha librado del miedo y del enorme perjuicio causado por la sífilis.

En lo relativo al progreso de las costumbres fue un avance colosal que la humanidad aprendiera y aceptara que todos somos dignos por igual e iguales en derecho. Aunque este progreso se inició en Europa parece que, aunque con resistencias, se va extendiendo progresivamente en la mayoría de países.

No siempre se toma en consideración que la vida en democracia es una delicia para todos. La democracia es el único sistema político en el que puede prosperar la felicidad de la mayoría de congéneres. Des de este punto de vista se entiende que el comunismo ha fracasado para siempre y se argumenta que la filosofía política de Marx que admite la violencia en la acción política debe repudiarse. Se dice que para bien de todos la Revolución Francesa hubiera podido ser la última revolución.

Se argumenta contra los adversarios de la Ilustración y contra quienes piensan que no puede hablarse de progreso. Empezando por la crítica a Horkheimer y Adorno, pero también con los denominados “maestros de la sospecha”: Marx, Nietzsche y Freud. Estos maestros, y otros como ellos, o no creen en el progreso y arrematen contra él o proponen caminos muy discutibles para alcanzar una mayor felicidad para todos. De modo general piensan que podemos esperar el advenimiento de un hombre nuevo, pero se argumenta contra esta suposición y se antepone la noción que el progreso evidente e ininterrumpido de las costumbres es suficiente para conseguir un mayor grado de bienestar. Al respecto se propone que lo que puede cambiar son las ideas y las ideologías, pero que es ilusorio esperar un progreso moral si por tal se entiende un cambio de la intimidad de las conciencias individuales.

La ideología es tan poderosa que barre o anestesia los sentimientos morales: respeto, piedad o compasión, sentimiento de vergüenza y sentimiento de culpa y las mejores razones que amparan estos sentimientos. Como ilustración de lo antedicho se escribe que si la ideología dominante tolerara de nuevo la tortura o el esclavismo aparecerían verdugos y esclavistas.

El amor

Se distingue lo que es amor por si mismo, la obtención de lo necesario o agradable para uno mismo, lo que los griegos denominaron como éros, del amor a los demás, denominado por ellos como philía o agápe. Aquellos que para saber del amor acuden a Platón no aciertan del todo dado que este filósofo siempre se refiera al amor como éros mientras que su discípulo Aristóteles examinó el amor como philía, el amor de beneficencia que da algo de lo propio para el bien de los demás. Sólo si se entiende que philía, tal como expone Aristóteles, es amor antes que amistad se pueden entender bien los dos capítulos generalmente titulados como amistad en su obra Ética nicomáquea.

El amor humano tiene una raigambre biológica. Se fundamentaría en el altruismo animal que se inicia en los reptiles, progresa entre las aves y se desarrolla con los mamíferos. El altruismo animal siempre se refiere a las crías y, como es evidente, al amor o altruismo humano va mucho más allá que el del animal al ser beneficiente no sólo con las crías sino con aquellos miembros de la comunidad que son débiles o se encuentran debilitados.

La muerte

Se propone que la muerte es la extinción irreversible de la memoria individual. Aunque no se debate sobre las creencias u opiniones acerca de una pervivencia después de la muerte se puede observar que la mayoría de humanos, incluidos los creyentes, no desea morir.

Puesto que cuando estamos bien o relativamente bien no deseamos morir se expone que nos acostumbramos a la vida, nos apegamos a ella. Las dificultades para poder morir bien se deben, más que a ideas metafísicas sobre la existencia, a la fuerte sensación física del apego. Para aceptar bien la muerte ineludible debe realizarse una reflexión y revalorización personal sobre el apego. Sólo la consecución de un cierto desapego nos permite aceptar la muerte sin gran conmoción.

La aceptación de que sólo somos memoria; la consideración de que a penas somos algo ante la vastedad del Universo; lo que se expone como esperanza en el pasado y el transito por el perdón nos permiten que pueda germinar un saludable desapego en la hora de cerrar los ojos.

La esperanza en el pasado se considera algo fundamental, se refiere a que podemos querernos a nosotros mismos al hacer memoria de que hemos hecho lo debido y al respecto se propone que el trabajo realizado durante la vida, por sencillo que haya sido, permite esperar que lo trabajado para el propio bien y el de nuestros allegados nos permite sentir la esperanza de que quienes se quedan en el mundo se arreglarán bien como nosotros hicimos. En lo relativo al perdón, el poder perdonarnos las propias culpas y, en la hora de la muerte, las de los demás, nos abre la puerta del sosiego. Se recomienda tener presente lo dicho por Demócrito, el filósofo materialista: «la salvación de la vida es arrepentirse de las malas acciones». Lo dicho por Jesús, siempre atento al dolor de los humanos y haciendo suyo lo escrito en Eclesiastés, merece la misma atención: «perdónales, que no saben lo que hacen».

Cuando estamos bien, cuando los días por venir son buenos o lo podemos esperar no queremos morir. A la inversa, cuando sólo pueden esperarse días llenos de dolor deseamos morir. Esto último es lo que sucede con los enfermos terminales al acceder a una conciencia clara de que la vida se acaba. En este estado se desea la muerte. El cansancio de vivir con un dolor que ya no tiene remedio origina el deseo de descansar. Poder descansar suele ser el último de nuestros deseos.

Para poder aceptar la llegada de la muerte con cierta serenidad y paz con uno mismo es necesario la presencia, al menos, de dos valores aunque se tengan en escasa medida: la modestia imprescindible, el escaso narcisismo para poder reconocer que apenas somos nada dentro de la vastedad del Universo, y un cierto grado de conciencia de tranquilidad e independencia de espíritu, las doradas y esquivas ataraxía y autárkeia de los antiguos, nacidas del acuerdo y la armonía del alma cuando hemos sido capaces de perdonar y perdonarnos las culpas y cuando nos sentimos acompañados por la esperanza al haber cumplido con el propio deber. Entonces, y sólo entonces, los plazos, las virtudes, los placeres y los deberes se habrán consumado y podremos partir tranquilos. Como dijo el poeta Beatus ille.