Número 28 - Mayo 2013

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La apreciación estética de los animales. Consideraciones estéticas y éticas

The aesthetic appreciation of animals. Aesthetic and ethical considerations

Marta Tafalla
Universidad Autónoma de Barcelona. Departamento de Filosofía. Marta.Tafalla[at]uab.es


Índice

Introducción

I

II

III

Conclusiones


Resumen

A la mayoría de las personas, contemplar animales nos produce sensaciones de alegría, bienestar y tranquilidad. Muchos de nosotros apreciamos estéticamente a los animales, admiramos la belleza de los mamíferos, la elegancia del vuelo de las águilas, el canto de los mirlos, la velocidad de los guepardos, el fervor de la berrea en otoño, el aspecto misterioso de los cocodrilos, las formas tan extrañas de algunos anfibios, la infinita variedad de insectos, la luz reflejada en los bancos de peces que nadan al unísono. Al ser tan diversas entre sí en formas, colores, movimientos y sonidos, las diferentes especies de animales nos estimulan los sentidos y nos despiertan la imaginación. También los admiramos porque son seres vivos, y nos agrada verlos vivir sus vidas, actuar, jugar, relacionarse unos con otros, emocionarse, e incluso reaccionar ante nuestra mirada. Y sin embargo, a veces, nuestro deseo de asegurarnos la contemplación de esos seres que nos cautivan, los lleva a ellos a perder su libertad. Nos encontramos aquí con un problema ético difícil que debemos abordar.

Palabras clave: apreciación estética, estética de la naturaleza, estética de los animales, ética aplicada a los animales, peceras, parques zoológicos, libertad, belleza, Kant, Schopenhauer.


Abstract

Watching animals produces in most people an experience of joy, well-being and calm. Many of us appreciate animals aesthetically: we admire mammals for their beauty, we enjoy the elegance of a flying eagle, blackbirds singing, cheetah running, the fervor or autumnal rutting, the mysterious appearance of crocodiles, the strange forms of some amphibian, the infinite variety of insects, light reflected in fishes schooling. The different animal species, being so diverse in forms, colors, movements and sounds, stimulate our senses and awake our imagination. We also admire them because they are living beings, and we enjoy watching them living their lives, acting, playing, behaving with one another, expressing different emotions, and even reacting to our gaze. Sometimes, however, our desires to ensure us the access to them, ends with these animals losing their freedom. Here emerges an ethical difficult problem we should address.

Key words: aesthetic appreciation, environmental aesthetics, animal aesthetics, animal ethics, fishbowls, zoological gardens, freedom, beauty, Kant, Schopenhauer.


Introducción

Nuestra sociedad es cada vez más consciente de que el maltrato de animales es una forma de injusticia, y de que, como tal, debemos evitarlo. En los últimos años, las demandas realizadas por un creciente movimiento animalista en nuestro país, junto con la presión ejercida por las instituciones europeas, han llevado al estado español a promulgar una serie de leyes, tanto a nivel estatal como autonómico, destinadas a proteger a algunas especies animales de ciertos tipos de maltrato muy graves. Y aunque es cierto que esa legislación deja todavía una extensa lista de problemas por resolver, haberla adoptado es el primer paso que nos encamina hacia una sociedad cada vez menos tolerante con la crueldad.

Sin embargo, si queremos avanzar en la protección de los animales, resulta fundamental entender la constelación de causas que subyacen a la violencia contra ellos, y diseñar programas educativos que las tengan en cuenta. Los programas educativos no deberían centrarse únicamente en el ámbito de la ley (dar a conocer la normativa jurídica vigente, analizarla, pensar en otras posibles leyes que resuelvan problemas pendientes) y en el ámbito de la ética (dar a conocer y discutir los argumentos éticos contra el maltrato de los animales), sino que deberían elaborarse teniendo en cuenta qué motivos pueden llevar a una persona a ser cruel con un animal. Esos motivos son variados y complejos: algunos son individuales, de carácter psicológico, mientras que otros son colectivos, de tipo cultural, religioso, social o económico. Pero también es cierto que unas causas se refuerzan a otras, generando redes causales complejas. En este artículo pretendo abordar una de esas causas de maltrato, que creo que ha sido poco analizada en el debate sobre la protección de los animales: la fascinación estética que sentimos por ellos.

En primer lugar, intentaré explicar cómo funciona esta causa de maltrato presentando dos casos a modo de ejemplo: el de las peceras y el de los parques zoológicos. Voy a introducir cada uno de ellos con una breve historia personal, que creo que evocará episodios similares en muchos lectores, y luego ofreceré un análisis concreto de cada caso. Posteriormente, en un tercer apartado, intentaré construir una reflexión más general sobre cómo esa fascinación estética por los animales puede llevar a maltratarlos, y defenderé que deberíamos estudiar este fenómeno con más atención y diseñar programas educativos que lo tengan en cuenta. Finalmente, ofreceré algunas conclusiones sobre cómo educar en el respeto a los animales.

I

Cuando era niña, me aterraba ir al médico. Ese terror se debía a una causa clara: en los años de mi infancia, los 70, era fastidiosamente frecuente que te recetaran inyecciones para las dolencias más simples y típicas como un resfriado, así que yo me pasé mis primeros años soportando los horrendos pinchazos, y acabé asociando las visitas a cualquier médico con el dolor de las inyecciones. Mi madre me llevaba a la practicante, que me hacía esperar entre otros niños asustados y llorosos sentados a lo largo de un banco de madera de lo más incómodo, y cuando me tocaba el turno, debía echarme en una camilla, aguantar las bromas tontas de la enfermera, y finalmente dejarme clavar la aguja. Como en la sala no había nada agradable y reconfortante en lo que reposar la mirada, me pasaba el rato con los ojos clavados en las baldosas del suelo, en las que hundía la mirada desde que entraba asustada hasta que salía dolorida. El diseño imitaba alguna especie de flor, pero tenía los pétalos tan afilados como las agujas de las jeringuillas, y era así un anuncio de lo que me esperaba.

Sin embargo, en la consulta de mi pediatra, las cosas eran distintas. Mi pediatra, que fue siempre un médico excelente y una persona amable, tenía algo en su consulta que atraía mi mirada desde que entraba por la puerta, y que me proporcionaba sensaciones de tranquilidad y alegría. Algo que me confortaba.

Ese algo era una pecera, en la que se movían unos pececillos de formas y colores diversos, entre una especie de algas verdes. Me encantaba verlos nadar, combinándose unos con otros en trazados que eran como dibujos de luz. Ahora el alargado y azul subía, y bajaba el redondo y amarillo, y luego el rojo se acercaba al cristal. Era un festival de sensaciones, colores, formas. Contemplarlos resultaba tan hipnótico como lo es mirar el fuego de la chimenea o las olas del mar. Pero tenía el añadido de que aquellos eran seres vivos y eso me fascinaba aún más. Ponía mis dedos sobre el cristal y los seguía. Los miraba atentamente, a ver si ellos me miraban a mí. Me despertaban una gran curiosidad: ¿qué comían? ¿dormían por las noches? ¿soñaban? Mi madre tenía que apartarme de la pecera y decirme que escuchara al señor doctor. Hoy, en cambio, recordar aquella pecera me produce una tristeza enorme.

Son muchas las personas a las que, como a mí me sucedía, contemplar peces nadando en una pecera les produce sensaciones de tranquilidad y de bienestar, y probablemente era por ello que mi pediatra la tenía en la consulta, para calmar a sus pequeños pacientes, muchos de los cuales llegarían tan asustados como yo. En general, contemplar algo bello nos produce una sensación agradable. Y en especial, la belleza de la naturaleza suele generar en la mayoría de personas alegría y serenidad, e incluso una sensación de sentirse acogido, de pertenencia, de hogar. Así nos sucede en un paseo por la montaña o por la playa, nos ocurre con los jardines, los parques, o contemplando el cielo.[1] Y también con los animales. Por un lado, el hecho de que sean tan distintos unos de otros en sus formas y movimientos y los sonidos que emiten, estimula nuestros sentidos y despierta nuestra imaginación; por otro lado, el hecho de que estén vivos y los veamos moverse, relacionarse, o incluso reaccionar ante nuestra presencia, despierta una fascinación aún mayor.[2]

Hoy en día se ha estudiado el uso terapéutico de las peceras, y se ha demostrado de manera científica que pueden producir ese efecto tranquilizador que yo sentía. Se ha comprobado que reducen el estrés de los pacientes que están esperando para entrar en la consulta del dentista; que tienen un efecto positivo en niños estresados o asustados; y también que despiertan un poco de alegría en pacientes con enfermedades graves como depresión o Alzheimer.[3] Tales estudios forman parte de las investigaciones cada vez más frecuentes acerca de los beneficios que nos proporcionan los animales. Los especialistas no cesan de reunir pruebas científicas de que contemplarlos, convivir con ellos, o recibir terapia asistida con animales mejora nuestra salud física, emocional y mental. Y sin embargo, hoy me resulta cada vez más obvio que encerrar peces en un espacio tan diminuto, completamente fuera de su medio, en un lugar artificial, con el único objetivo de que nos proporcionen placer, sólo se puede calificar como crueldad. Nos ofrecen su belleza y nos despiertan alegría y calma, pero, ¿a qué precio?

Esa misma sensación de tristeza que tengo hoy recordando esa pecera de la infancia, la tengo cada vez que veo una. La pecera que hay en una tienda de lujo del aeropuerto de Heathrow, para que los turistas cansados descansen la mirada; las cada vez más frecuentes en los centros comerciales; una pecera que me encontré en un restaurante debajo de un lavabo transparente, de modo que te podías lavar las manos viendo los peces. Siempre me pregunto cómo debe ser la sensación de tropezar una y otra vez con el cristal, de no poder seguir nadando en esa dirección, ni tampoco en la otra, ni en la otra, porque siempre hay un cristal, de tenerte que dar la vuelta otra vez, de permanecer en el mismo lugar. ¿Mirarán a fuera? ¿Podrán ver algo? Y nunca puedo evitar pensar: ¿y si alguien tira una piedra y rompe el cristal? ¿Y si hay un accidente, un terremoto, y la pecera se rompe? Esos animales no tendrían ninguna posibilidad. No sólo están encerrados, sino que fuera de la pecera no podrían sobrevivir, y eso los atrapa en una situación de vulnerabilidad extrema. Por eso, mientras que un pájaro enjaulado podría escaparse en un descuido, como a veces ocurre, un pez no tiene ni siquiera la posibilidad de huir de su encierro. También para escapar necesitaría ayuda.

Las mismas sensaciones agradables que nos produce la pecera las obtendríamos por otros medios. Contemplar plantas es también relajante, como lo es ver fotografías o películas de paisajes y animales, o escuchar el rumor de una fuente o de la lluvia. Mi médico podría haber optado por emplear fotografías o dibujos, música agradable, quizás música con sonidos naturales. O un tren de juguete en movimiento. O podría haberme regalado caramelos. También podría haber tenido un perro o un gato en la consulta, y entonces el efecto habría sido impresionante.

Pero encerrar animales salvajes en un espacio tan reducido es una crueldad. Peces que en su medio natural nadarían a mar abierto, explorando entre rocas y plantas, conviviendo en un mundo rico e interesante con otras especies, recorriendo lugares distintos, y que se encuentran atrapados en unos pocos litros de agua. La vida debe de ser un aburrimiento.

Naturalmente, se me podría responder lo siguiente: los animales nos ofrecen su belleza, y a cambio nosotros les concedemos una vida segura, sin depredadores, con buena alimentación y atención veterinaria, que les permitirá sobrevivir durante más tiempo. Ellos nos regalan tranquilidad, y a cambio nosotros les aseguramos una vida tranquila, en una pecera donde nunca tendrán que huir de ningún peligro. Parece un buen trato, ¿no? Una especie de “contrato social” entre humanos y peces, donde cada uno da y recibe algo a cambio. ¿Es un buen pacto? Vamos a examinarlo.

En primer lugar, un animal salvaje no es lo mismo que un animal domesticado. Un perro nos ofrece belleza, compañía, alegría, amistad, juego y cariño, y compensamos esa entrega cuidándolo, de modo que establecemos una relación simbiótica, donde cada uno da y recibe algo a cambio. Pero un perro es un animal domesticado, que se adapta a vivir con humanos en el campo o la ciudad, que se comunica de manera eficaz con su familia humana, y puede disfrutar de muchos elementos del medio humano, desde los parques donde jugar con otros perros, hasta esos grandes inventos que son las camas y los sofás. La inteligencia de los perros, además, está adaptada a comprender nuestro mundo, y eso les permite orientarse bien en él. Un animal salvaje no se adapta del mismo modo al medio humano: no lo comprende, no se orienta en él, no logra comunicarse con nosotros de manera eficaz, y no puede disfrutar de las cosas buenas de nuestra forma de vida. Precisamente por eso, no tenemos el mismo derecho a traerlo.[4]

En segundo lugar, la cuestión es si el propietario de la pecera sabrá cuidar adecuadamente a sus animales. No es tan extraño que un aficionado que se monta una pecera en casa sin tener conocimientos sobre las especies que escoge, acabe provocando situaciones de agresión en que unos peces ataquen o incluso devoren a otros. O en general, puede que no los alimente bien, que no los tenga en buen estado. Cuando alguien adquiere unos peces en la tienda, no necesita pasar por un curso que le ofrezca formación, ni nadie va a ir a su casa a comprobar si trata de forma correcta a esos animales que ha comprado. Es decir, existe la posibilidad de que el humano no cumpla su parte del trato (cosa que, por otro lado, sucede también a menudo con los perros o los gatos, como demuestran las estadísticas de abandono[5] o los casos de maltrato[6]).

Pero supongamos que sí, que el propietario de la pecera es una persona responsable que les ofrece el cuidado más esmerado, de modo que sus peces viven libres de peligro y bien alimentados, con las condiciones idóneas de temperatura y de luz. Entonces sí estaría cumpliendo su parte del pacto. Pero, ¿es justo ese pacto? ¿No dan los animales más de lo que reciben? Ellos pierden su libertad para toparse cada día con el cristal. Una y otra vez. Ese mismo cristal que a ellos les impide seguir nadando, explorar otros lugares, desarrollar su vida, y que en cambio permite a su dueño contemplarlos cuando le apetece, mirarlos para relajarse después de un día de trabajo, mientras se toma una cerveza y escucha su música preferida. A un lado y a otro del cristal, las cosas resultan muy diferentes.

Para los peces, ¿merece la pena ese pacto? La pregunta se podría intentar responder de dos maneras. La primera es: ¿aceptaríamos nosotros el pacto al revés? ¿Aceptaríamos vivir en una jaula, con alimentación asegurada y sin peligros? ¿Renunciaríamos a nuestra libertad de movimientos más básica y más física para que otro ser pudiera contemplarnos y relajarse con nuestra belleza? Está claro que no. Sin embargo, se me puede objetar que con este enfoque lo que estoy haciendo es antropomorfizar a los animales, y que lo relevante aquí no es lo que los humanos sentiríamos, sino lo que sienten esos peces. Y eso es cierto. Es a los animales a quienes se les debería preguntar si el pacto merece la pena. Pero dado que esos animales nunca podrán responder a la pregunta y ofrecer su consentimiento para estar ahí, esa misma imposibilidad es ya una razón suficiente para concluir que el pacto no es justo. Sencillamente, no es ningún pacto, sino una imposición.[7]

II

En otra fase distinta de mi vida, en un momento en que sentía otro tipo de terror diferente, volví a encontrar animales que me ofrecieron una sensación similar de tranquilidad, de alegría y confort.

Por aquel entonces tenía veintipocos años y andaba enfrascada en una tesis doctoral. Estaba realizando una estancia de investigación en la Universidad de Münster, y pasaba larguísimas horas cada día en la biblioteca o tecleando en el ordenador en mi habitación. Entonces sentía el terror típico que todo el mundo que ha pasado por una tesis conoce: la sensación permanente y angustiante de que con aquel trabajo ingente de varios años te juegas tu futuro laboral. Vivía en una residencia de estudiantes, y varios de mis vecinos de habitación, procedentes de países tan diversos que aquella casa era una lección magistral de geografía, estaban también con sus tesis. Después de todo un día de trabajo, solíamos reunirnos al final de la tarde y dar un largo paseo por el parque de la ciudad, un parque extenso que incluye un lago artificial y una zona de bosque. Y a veces, cuando ya se nos hacía de noche y volvíamos a casa bajo las primeras estrellas que apuntaban, escuchábamos un sonido que nos fascinaba y que ninguno de nosotros había oído nunca antes al natural. Lobos aullando. Primero uno solo, luego dos, a veces parecían más.

Es difícil describir la sensación. Estábamos en medio del parque, cada vez más oscuro, y nos rodeaban las sombras de la vegetación. Se había ido quedando vacío y no veíamos ya a nadie más. Había un silencio impresionante, que sólo tejían el rumor del agua y las ranas. El lugar nos hechizaba, porque la oscuridad densa de los árboles y la negrura cristalina del agua creaban un paisaje onírico. Era como si nuestras miradas, cansadas de ese mundo diurno de figuras definidas, de límites y orden y colores diferentes, se relajaran en aquel continuo de grises y negros donde las formas se mezclaban libremente. Y sin embargo, al mismo tiempo, estar solos en medio del parque, a oscuras y con aquel silencio, nos producía también una cierta inquietud, lo que de algún modo todavía aumentaba el disfrute. Y entonces aullaban los lobos. Era algo fascinante, que nos ponía la piel de gallina. Parecía que aquel sonido fuera la voz misma de la noche. Por un momento, allí en medio, bajo el firmamento estrellado, escuchábamos a los lobos y nos olvidábamos de todo. El mundo parecía un lugar más bello, más mágico, que nos devolvía las energías perdidas durante el día.

La primera vez que los oí, me pregunté con una pizca de miedo si vivirían en los bosques alrededor de la ciudad. Después de todo, eran unos bosques muy habitados, donde encontrábamos varios tipos de pájaros, conejos, erizos, y diversas especies de roedores, especialmente ardillas, algunas de las cuales se atrevían hasta nuestra residencia y se colaban en las habitaciones a robar comida. Más de una vez me habían dado un buen susto. ¿También habría lobos? Mis compañeros enseguida me sacaron de mi error. Detrás de nuestro parque estaba el zoológico, y aquellos eran sus lobos.

Cuando los escuchábamos, era inevitable imaginarlos corriendo unos con otros por los bosques, subiendo a la cima de una colina para aullar, libres y salvajes. Viviendo sus vidas como los lobos las han vivido durante milenios. Pero eran animales atrapados. No tenían espacio para correr, ni colinas que subir. No había aventuras, nada que explorar, ningún territorio nuevo por conocer. Estaban condenados al aburrimiento. Jamás tuve el valor para ir a verlos al zoo durante el día. Los oíamos de noche, los imaginábamos libres, y me pregunto si ellos también, al aullar, de algún modo, en la noche, cuando el viento llega de lejos con el rumor de otros paisajes, bajo el cielo estrellado, imaginarían la libertad que nunca podrían tener. Al menos su voz sí lograba escapar del zoo, y huía por ellos.

Escucharlos era un regalo. Pero, ¿podría justificar eso encerrar a un animal en un espacio reducido, fuera de su medio, y atraparlo en una vida artificial? La mayoría de nosotros asociamos a los lobos con animales que corren por los bosques, los imaginamos protagonizando las aventuras de sus vidas, explorando territorios, disfrutando de las experiencias intensas propias de animales inteligentes y emocionales. Y en cambio les privamos de todo eso. ¿Es porque nos hacen imaginar aventuras que los condenamos al aburrimiento?

Los lobos son animales muy parecidos a nosotros, por eso algunos de ellos entablaron amistad con los humanos hace más de 15.000 años. Algunos lobos jóvenes y especialmente curiosos se acercaron a los campamentos humanos en busca de comida, y algunos humanos comenzaron a cazar con su ayuda. Hubo un intercambio mutuo de servicios, y también de compañía, juego y afecto. De esa historia de amistad surgieron los perros. Los lobos son animales inteligentes, con una intensa vida emocional, y mantienen complejas relaciones sociales de amistad, fidelidad, y también competición. Viven en grupo, cazan coordinándose unos con otros, comparten la comida y se ayudan en el cuidado de las crías. Vivir encerrados en un zoo no les permite realizarse como esos seres inteligentes y emocionales que son, no les permite desarrollar sus potencialidades, vivir sus vidas de lobos, explorar, crecer, aprender, sorprenderse, formar un grupo nuevo, criar a sus cachorros y enseñarles a sobrevivir en el bosque, convertirse en lobos cada vez más experimentados, atesorar la memoria de sus experiencias y aprendizajes, envejecer enseñando a los jóvenes. Están encerrados para que los contemplemos.

Les robamos su libertad porque nos fascinan, y por ello queremos tenerlos a nuestra disposición para verlos siempre que se nos antoje. Ir a ver lobos a su medio natural es demasiado complicado: hay que planificar el viaje, desplazarse hasta alguna zona donde haya lobos, seguir a un guía por el campo, sentarse en un mirador y esperar, comerse un bocata en vez de cenar en el restaurante. Requiere mucho tiempo y puede resultar muy aburrido. Y a lo mejor, después de tanto esfuerzo, te has de conformar con una mancha vista a lo lejos con los prismáticos, unas huellas en el camino, y un cagarro que el guía te asegura que es de un lobo. Vaya fastidio, ¿no?

Es más fácil traer a los lobos a la ciudad y que se estén allí esperando para cuando a nosotros nos apetezca verlos. Eso sí resulta cómodo. Hoy no echan nada en el cine y ya hemos visto la última exposición en el museo local, ¿vamos al zoo? Ahí tienes la total seguridad de que verás a los animales a corta distancia, sin mancharte los zapatos de tierra y mientras te comes ricamente un helado. No existe la emoción de salir a buscarlos a su medio, la aventura de no saber lo que sucederá, pero tampoco corres el peligro de caerte por una cuesta o que te piquen los mosquitos. Y los animales están ahí, a tu disposición, para que los mires. Qué bonitos son. Por eso la mayoría de las familias llevan a sus hijos. Mira, cielo, qué elegantes son los lobos, qué majestuosos. ¿Qué otro animal quieres ver ahora? ¿Vamos a ver a las iguanas? ¿O prefieres ir primero a los gorilas? Total, ellos están allí esperando, no se van a mover del sitio.

Los animales pagan un precio muy alto para que nosotros podamos contemplarlos con total comodidad. ¿Cómo es posible que las personas que visitan un zoo no se lo planteen? ¿Cómo es posible gozar de la contemplación estética del animal sin sentir la mínima empatía que les haría comprender que el animal está viviendo una injusticia? ¿Es que la contemplación estética anula nuestra capacidad de reflexión? ¿Es que a veces la seducción de la belleza nos impide pensar en las cuestiones morales?

Permitidme hacer una comparación. Si tomamos la ley catalana de protección de los animales, el Decreto Legislativo 2/2008 por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley de Protección de los Animales, podemos leer en el Artículo 5 que está prohibido tener a animales “atados durante gran parte del día o limitarles de manera duradera el movimiento que les resulta necesario”. Entiendo que este artículo se refiere a los animales de compañía. Es decir, que está prohibido que el propietario de un perro lo tenga encerrado permanentemente en casa y nunca lo saque a correr, a jugar, a pasear. Estoy completamente de acuerdo en ello. Pero, si un perro necesita correr, ¿no lo necesita un lobo? ¿Qué sucede entonces con los lobos del parque zoológico de Barcelona? ¿Por qué el legislador quiere evitar que los perros vivan encerrados y ni se acuerda de los lobos encerrados? ¿Y qué sucede con los leones, los tigres y los guepardos del zoo de Barcelona? ¿Dónde está el movimiento que les es necesario? ¿Qué ocurre con elefantes, chimpancés, delfines y una larguísima lista de especies? Pues sucede que no les permitimos ese movimiento necesario porque preferimos que estén ahí, cautivos, a la espera de que a nosotros nos apetezca pasar el domingo haciéndoles fotos.

Sin embargo, se me responderá enseguida, hay que tener en cuenta que los zoos cumplen otras funciones, especialmente preservar especies en peligro de extinción como si fueran modernas Arcas de Noé. Pero eso no es cierto. Una especie animal no es un conjunto de “objetos” que se pueden mover de aquí para allá, y que en caso de peligro de extinción, se pueden salvar con la sencilla operación de guardarlos en otro sitio, como quien traslada cuadros de un museo a otro. Una especie animal consiste en un conjunto de individuos, pero también en una trama de percepciones, conocimientos, emociones, comportamientos y relaciones que esos individuos mantienen entre ellos, con otras especies animales, con especies de plantas, y en general con el medio en el que viven. Y cuanto más complejo es el animal, más complejas son esas relaciones. Si uno arranca a unos cuantos individuos de su medio para “salvarlos” en un zoo, rompe esos vínculos. Salvará un objeto físico, el animal en tanto que “cuerpo”, pero no la forma de vida del animal, no sus conocimientos sobre el medio, no sus relaciones con otras especies y con su ecosistema. El único modo real de salvar especies, como saben bien los ecologistas, es proteger el ecosistema, creando parques nacionales u otras estructuras similares. Al animal hay que protegerlo allí donde vive, porque su identidad no se agota en los límites de su cuerpo, su identidad es una trama de vínculos con su entorno.

Pero todavía se me puede decir que los zoos cumplen otra función: educar a los niños para que conozcan el mundo animal. En respuesta sólo puedo volver a repetir lo mismo. Para conocer a los lobos, es más útil un buen documental que muestre su forma de vida, o un buen libro, o un curso impartido en un parque natural, que ver el “cuerpo” del animal detrás de una verja en una visita al zoo. Lo que nos ofrece el zoo es la belleza de su forma o el colorido de su pelaje, pero eso es solo la superficie del animal, su mero aspecto externo, su apariencia, su imagen. Lo que no nos revelará nunca un zoo, porque su misma estructura lo hace imposible, es lo que el animal realmente es: cómo se comporta, cómo vive, cómo percibe la realidad, cómo se relaciona con sus congéneres y con otras especies… aún peor, el zoo nos mostrará a menudo comportamientos enfermizos, lo que se llaman estereotipias, propias de animales aburridos y muchas veces incluso profundamente deprimidos.

Los zoos existen, básicamente, por lo mismo que existen las peceras: por razones puramente estéticas, porque nos encanta contemplar animales, y porque encerrarlos nos da la seguridad de tenerlos a nuestra entera disposición, de poder ir a verlos cuando nos apetezca. Los zoos no están diseñados pensando en los animales, sino pensando en nosotros y en el placer estético que sentimos.[8]

El modelo que inspira los zoos no es el Arca de Noé, sino algo muy distinto: los museos. Los museos reúnen una colección de objetos para nuestro disfrute, que pueden ser de muchos tipos: obras de arte, obras artesanales, juguetes, vestidos, joyas, relojes, objetos históricos, minerales, fósiles… Extraen esos objetos del lugar del que proceden, del mundo de la vida, y los colocan en un espacio artificial, donde se exhiben para ser contemplados. Pero además, los museos, que son un producto del pensamiento ilustrado como las enciclopedias, no sólo exhiben objetos, sino que los ordenan según una clasificación racional. Y eso hacen también los zoos, clasificar a los animales de un modo que a nosotros nos resulta interesante. En la naturaleza las especies conviven y se relacionan unas con otras dentro de ecosistemas, pero eso a los humanos nos resulta un tanto desordenado. Por ello arrancamos a las especies de su medio, las separamos unas de otras, y las ubicamos en un espacio neutro, artificial. Cada especie es colocada aislada en su propia jaula, del mismo modo que cada tipo de mineral se coloca en una vitrina separado de los otros, en un proceso de abstracción y clasificación. La ordenación de los zoos no está pensada para el animal, sino para el visitante humano, para que recorra una clasificación ordenada de animales como si estuviera siguiendo la tabla periódica de los elementos o la historia del arte italiano. Un zoo es un ejercicio de racionalidad, clasificación y abstracción como lo es cualquier museo. Es una ordenación de la naturaleza fuera de la naturaleza y con criterios humanos.

Para nosotros, los zoos resultan fabulosos porque responden a nuestro placer estético y a nuestros ideales racionales de clasificación. Pero, ¿no pagan los animales un precio muy alto? ¿No pierden demasiado con ello? ¿No pierden su libertad, y quizás, incluso, en algún sentido, pierden la oportunidad de ser ellos mismos? ¿No pierden los lobos la posibilidad de vivir su vida de lobos, de llevar a la realidad lo que un lobo es en potencia? ¿Y no pierden, así, parte de su belleza? En un zoo, los animales no pueden ser plenamente lo que son, y en consecuencia, pierden también parte de su valor estético: por un lado, porque pierden su salud; por otro, porque también la belleza se construye en vínculos con el entorno. La blancura de un oso polar se entiende viendo a ese animal en su hábitat, en los blancos hielos perennes del norte. La belleza de un guepardo, el animal terrestre más veloz, se comprende viéndolo correr por la sabana a pleno sol, donde es el único predador que caza en las horas centrales del día, con ese precioso pelaje que imita los colores de la tierra y la hierba seca. La belleza de los delfines se descubre cuando se los ve nadar a mar abierto durante kilómetros, relacionándose unos con otros en la inmensidad del océano rodeados de otras formas de vida. Esos animales, fuera de su hábitat, pierden parte de su belleza; y esos hábitats, vaciados de sus animales, la pierden también.

Quizás una comparación nos ayudaría. ¿Podemos imaginar un museo de las culturas del mundo que consistiera en tomar a unos cuantos seres humanos de cada cultura, arrancarlos de su entorno, separarlos de su familia, de sus amigos, y encerrarlos en el espacio artificial de un zoo? ¿Nos parecería moralmente correcto? ¿Nos parecería que de verdad es una buena forma de aprender sobre esas culturas? ¿Qué veríamos de ellas en un zoo, aparte de lo exótico de sus peinados y el colorido de sus ropas y adornos, del puro aspecto externo de esas personas, de su mera imagen? ¿De verdad nos llevaría a aprender a valorarlas y respetarlas?

Sé que lo que planteo apunta a cuestiones complejas que necesitan un enfoque multidisciplinar. Biología evolutiva, etología, veterinaria, derecho, ética y estética deben unirse para ofrecer buenas respuestas. Sé que no son preguntas sencillas. Pero debemos intentar responderlas. Por lo pronto, yo tengo una sospecha que me punza en la piel como de niña me punzaban las agujas de la practicante. Tengo la sospecha de que la fascinación que sentimos por los animales les cuesta a ellos a menudo un precio muy caro. Los humanos tenemos esta extraña costumbre: considerar que algo es bello se convierte demasiadas veces en un motivo para destruirlo.

III

La tesis que pretendo defender en este artículo, es que algunos tipos de maltrato de animales no se deben a que los seres humanos despreciemos a los otros animales, a que los consideremos inferiores, o los veamos como una molestia, una plaga a eliminar, sino todo lo contrario. Algunos maltratos sistemáticos de animales se deben a la fascinación profunda que los seres humanos sentimos hacia ellos.

¿En qué consiste esa fascinación? Yo creo que es, ante todo, una fascinación estética. La naturaleza es, para cualquiera con una mínima sensibilidad, una fuente inagotable de goce estético, y el mundo animal se nos presenta como un magnífico espectáculo. En el reino animal hallamos una diversidad de especies que parece infinita, y cada una nos atrapa los sentidos con sus formas, colores, los sonidos que emiten, la manera como se mueven y se comportan. Los animales son un festival de sensaciones para nuestros sentidos y un fuerte estímulo para nuestra imaginación. Existen tantas especies diferentes, y tan variadas, que parece que fueran obra de un artista rebosante de fantasía. De hecho, antes de que Darwin propusiera la teoría de la evolución, los biólogos creacionistas se preguntaban por qué se habría entretenido Dios en inventar tantísimos seres distintos.[9]

La mayoría de las personas reconocen en los animales cualidades estéticas. Las diferentes especies nos parecen bellas, majestuosas, exuberantes, exóticas, extrañas, vistosas, misteriosas, monstruosas… Y no sólo nos fascina contemplar sus formas y colores, sino que además las tomamos como símbolos de valores y virtudes que admiramos: fuerza, elegancia, inteligencia, velocidad, distinción, valor, fidelidad, alegría, fantasía y tantas otras cosas. Y esta atribución de un valor simbólico a los animales parece darse en todas las culturas.

Naturalmente, hay gente que manifiesta otro tipo de fascinación por los animales. Por ejemplo, muchos biólogos o naturalistas aficionados sienten un interés científico y admiran a los animales por la complejidad de sus organismos, por su comportamiento, su inteligencia, su capacidad emocional, o por las intrincadas relaciones entre especies que se dan en los ecosistemas. Expertos en biología evolutiva estudian cómo unas especies se transforman y dan lugar a otras. Los genetistas intentan descifrar el mapa genético de cada especie. De una manera similar, estudiosos de ética y política observan a veces a los animales en busca de una mejor comprensión de las relaciones sociales. También hay personas que valoran una relación emocional con los animales, un intercambio de compañía y afecto, como es típico en la gente que convive con perros o gatos. En todos estos casos, el interés por los animales va mucho más allá del placer que experimentan nuestros sentidos.

Sin embargo, para la mayoría de las personas, contemplar animales es, ante todo, un placer sensorial, estético. Creo que es por ello que las imágenes de animales llenan de tal modo nuestro mundo cotidiano. Las formas y los colores de los animales son fuente de inspiración para todo tipo de objetos como ropa, joyería, paraguas, cortinas, alfombras, juguetes para niños, cerámica, objetos de decoración, calendarios o fondos de escritorio para ordenadores. Basta con echar un vistazo alrededor y contar cuántos objetos poseemos inspirados en la imagen, en el aspecto de los animales.

De la misma manera, los animales son un reclamo frecuente en el territorio por excelencia de la seducción: la publicidad. Fijémonos, por ejemplo, en cuántos anuncios actuales de televisión recurren a animales. Shakira promociona su perfume Elixir con un halcón, mientras que Roberto Cavalli anuncia el suyo con un tigre. CH y CH Men, de Carolina Herrera, intentan seducir al espectador con dos jirafas, un caballo y un pavo real. En los anuncios de automóviles encontramos varios casos: en el del Golf TDI aparecen dos perros, en el de Volkswagen Golf un grupo de galgos, en el de Volkswagen Polo un caballo, y en el de Toyota Auris una llama. En el anuncio de Nenuco vemos una pecera. La marca de papel higiénico Scottex lleva años usando cachorros de labrador. Generali Seguros emplea un león y tiburones.[10] Asimismo, podríamos contar cuántos países, regiones, ciudades, empresas, equipos de deporte y hasta programas informáticos, tienen como símbolo una especie animal. Y si nos acercamos al territorio del arte, constataremos que la representación artística de animales es tan antigua como las primeras pinturas rupestres, y hoy continúa siendo muy intensa. La fotografía y los documentales sobre animales son un mundo en sí mismo, con miles de profesionales y millones de aficionados. Esta fascinación estética no es ajena a la pasión milenaria por inventar especies fantásticas, desde quimeras a unicornios o dragones: los animales estimulan de tal modo nuestra imaginación que nos llevan también a fantasear con formas de vida inexistentes, pero que simbolizan valores positivos, territorios no domesticados o profundos temores.

Esta fascinación lleva a muchas personas a querer contemplar animales en libertad. Así encontramos, por ejemplo, a los aficionados a la ornitología, que en algunos países se organizan en sociedades con poder de influencia y han contribuido a generar un tipo de turismo específico.[11] Asimismo, son muchas las personas que recorren los parques nacionales para ver animales salvajes, las que realizan safaris fotográficos en África, o los submarinistas que salen a bucear entre la vida submarina. Los ejemplos son inagotables, y el turismo ha aprendido a hacer un uso cada vez más frecuente de esta pasión. Sin duda, si sabemos guiar esta fascinación hacia formas de observación de los animales en libertad que sean respetuosas con ellos y con sus ecosistemas, tendremos una razón pragmática y una fuente de ingresos para preservar esos animales.

Creo que esta fascinación estética por el mundo animal debe de formar parte de nuestra naturaleza más profunda, dado que parece darse en las culturas y épocas más diversas. También creo que esa atracción puede ser algo muy valioso, pues nos abre a la curiosidad, al conocimiento de esas otras formas de vida, a admirarlas y respetarlas. A sentir reverencia por la vida en todas sus manifestaciones, como decía Albert Schweitzer.[12] Por ello, creo que contemplar la belleza de los animales puede llevar a muchas personas a convencerse de la necesidad de protegerlos, es decir, que la admiración estética puede conducirles a asumir un compromiso ético con esas especies. Ese paso de la estética a la ética se da a menudo como una vivencia personal, pero más allá, también podemos trabajarlo a un nivel filosófico. Creo que el valor estético de los animales constituye una buena razón a favor de la biodiversidad, como en general el valor estético de la naturaleza es una de las mejores razones que justifican su protección.[13] Y así lo defienden las organizaciones de defensa de los animales y la naturaleza, que a menudo utilizan fotografías de animales que muestran su belleza como reclamo para la concienciación.

Y sin embargo, creo que también, muchas veces, esa misma fascinación, cuando no va acompañada de otras emociones y de reflexión, puede dar lugar a toda una serie de maltratos muy crueles, que a menudo incluso se producen, y creo que esto es significativo, sin que la persona se dé cuenta de que está causando ningún daño. A veces, paradójicamente, la misma persona que está maltratando de forma grave a ese animal, lo está haciendo mientras le dirige palabras de aprecio y se maravilla de su belleza.

Anteriormente he presentado dos ejemplos concretos de casos de maltrato de animales basados en la fascinación estética que sentimos hacia ellos. Creo que si hiciéramos la lista completa sería muy extensa. Los pájaros enjaulados son un claro ejemplo, aunque estamos tan acostumbrados a ver las típicas jaulitas diminutas en los balcones, que ya no percibimos la crueldad que representa impedir volar a un ave. Seguramente, esta misma fascinación está presente en la compra compulsiva de cachorros de perros o gatos que luego son abandonados cuando crecen. La tenencia de “mascotas” exóticas sería otro ejemplo, detrás del cual existe muchas veces un lucrativo negocio de caza de animales salvajes, e incluso caza furtiva de especies protegidas. Las colecciones de insectos tienden a surgir de los mismos motivos. Asimismo podríamos incluir los usos de animales en circos, en cine, televisión o publicidad, y la utilización creciente de animales vivos o disecados en el arte contemporáneo. Las corridas de toros podrían explicarse de un modo similar. Y en muchos casos la caza deportiva, especialmente la caza mayor, la caza de grandes animales, cuyos cuerpos se convierten después en adornos en casa del cazador, es otra manifestación del mismo fenómeno. Hay una línea directa que va desde el momento en que el cazador mira a un ciervo y alaba su elegancia, hasta que lo caza, se fotografía con él, y convierte su cabeza en un adorno en el salón. Esa línea comunica la fascinación estética por el animal con el uso de pieles para confeccionar abrigos o alfombras, de manos de gorila convertidas en ceniceros, plumas de pavo real para abanicos, pulseras talladas en marfil… el animal, o partes de su cuerpo, acaban convertidos en adornos, en mera decoración. En realidad, el proceso es claro. Los animales nos cautivan de tal modo en un sentido estético, que los acabamos reduciendo a simples objetos estéticos, a ornamentos que nos sirven para decorar nuestro cuerpo o nuestro hogar. El pájaro enjaulado y la cabeza del ciervo cazado acaban cumpliendo la misma función que los cuadros y los jarrones que adornan nuestra casa: conferirle una determinada atmósfera estética.

¿Cómo podemos evitar estos casos? No creo que baste con dar a conocer la ley. Creo que necesitamos entender mejor en qué consiste apreciar estéticamente a los animales, y que debemos aprender a tomar distancia de nuestra propia fascinación, a examinarla de manera crítica, de forma que no pueda anular nuestra reflexión ética. Y creo que el lugar donde deberíamos comenzar ese trabajo es la misma estética en tanto que disciplina filosófica.

La estética surgió como disciplina filosófica autónoma, claramente diferenciada de la epistemología o la ética, en el siglo XVIII, y ya entonces los filósofos defendieron algunas ideas que pueden sernos de utilidad, aun cuando ellos no estaban abordando el problema concreto que aquí pretendemos analizar. Kant es el autor del principal sistema de la estética ilustrada, expuesto en su Crítica del Juicio, y en él se esfuerza por analizar lo específico de la estética, lo que la diferencia de otras formas de relacionarnos con el mundo. Para Kant, la apreciación estética debe ser desinteresada, es decir, no puede basarse en la satisfacción de deseos personales. Lo que viene a decirnos Kant, es que apreciar estéticamente un paisaje, un animal o una obra de arte, implica una renuncia: renunciar a una relación instrumental, a que lo contemplado sea una mera herramienta que satisfaga nuestras necesidades y nuestros fines. La apreciación estética significa valorar lo contemplado por sí mismo, en sí mismo. Explicado en términos actuales, la estética implica aprender a admirar sin desear poseer ni controlar, tomar conciencia de la propia finitud y asumir un cierto grado de ascetismo. Kant lo explica de forma clara cuando distingue la belleza de lo agradable. Es agradable la comida o el vino que consumimos, y que satisface nuestras necesidades. En cambio, cuando reconocemos la belleza de la naturaleza o de una obra de arte, lo que queremos no es consumirla ni usarla, sino tan sólo seguirla contemplando. Precisamente por ello, considerará Kant que la estética es una esfera de libertad, una forma de relacionarnos con el mundo en que nos liberamos de nuestros deseos e intereses, y nos entregamos a la pura contemplación de lo bello.[14]

Es cierto que, al exponer esta idea, Kant no estaba intentando resolver el problema que aquí nos ocupa, sino que estaba enfrascado en diferenciar la estética de otras formas de relación con el mundo, pero creo que su idea es inspiradora. Y considero que lo es aún más si acudimos a la ética de Kant, donde encontraremos una fórmula muy afín a ésta. Como es bien sabido, el núcleo de la ética kantiana es el Imperativo Categórico, que aparece formulado de maneras distintas. Lo que nos dice la segunda de esas formulaciones (si explicamos en términos muy sencillos una idea de gran complejidad y profundidad) es que la moral consiste en no reducir a los otros seres humanos a meros instrumentos para nuestros fines, en respetar a los otros seres humanos como fines en sí. Es cierto que aquí no está Kant pensando en nuestra relación con los animales, sino tan solo en las relaciones entre seres humanos. Sin embargo, si unimos esta idea de su ética con la idea anteriormente expuesta de su estética, hallaremos una música afín: Kant nos conmina a no reducir el mundo a un conjunto de meros instrumentos a nuestro servicio, a no ir sometiendo a nuestra voluntad todo aquello que encontramos a nuestro alrededor. Y esa idea, si la aplicamos a los animales, es una buena guía para resolver la cuestión que nos ocupa.[15]

En el siglo XIX, Schopenhauer, que se consideraba un seguidor de Kant, logró exponer una idea similar de un modo más sencillo, aderezada con algunas intuiciones procedentes del budismo y el hinduismo. Como es bien sabido, Schopenhauer defendió que la estética, la ética y el ascetismo son las tres vías filosóficas por las que el ser humano puede liberarse de la fuente de todo dolor. La causa del dolor y el mal que rigen el mundo era para Schopenhauer lo que él llamó voluntad de vivir, esto es, lo que Darwin llamaría pocos años después lucha por la supervivencia, lo que podemos describir como el impulso vital que nos mueve a procurar nuestra vida y la satisfacción de nuestros deseos, y nos mantiene así en un férreo egoísmo que nos conduce a la competencia con los demás por los mismos recursos. Para Schopenhauer, la contemplación estética de la naturaleza y de los animales en libertad era algo valioso, porque calmaba esa voluntad de vivir, es decir, serenaba la sed egoísta de deseos continuos que conduce a la violencia. La estética, al ofrecernos la contemplación de algo bello, nos permite perdernos en esa belleza, quedar absortos en ella, y así olvidarnos de nosotros mismos, de nuestros deseos. De esta manera, la estética nos enseña a valorar lo contemplado en sí mismo, por sí mismo, no por la relación que pudiera tener con nuestra voluntad, no como un simple objeto del que obtener un provecho personal. La contemplación estética es un primer paso para frenar el egoísmo, para frenar nuestros deseos, para dejar de competir con los demás. Los pasos siguientes, la ética, basada en la compasión, y el ascetismo, profundizan en la misma dirección. Para Schopenhauer, alguien es finalmente libre cuando su propio egoísmo deja de tiranizarle y encuentra la paz.[16]

Además, Schopenhauer apuntó brevemente el problema que aquí tratamos, pues nuestra relación con los animales fue un tema que abordó desde distintas perspectivas. En este sentido, denunció como la fascinación que nos producen los animales puede conducir al maltrato:

“Esta total absorción en el presente típica de los animales, es la causa principal de la alegría que nos procuran los animales domésticos. Ellos son el presente personificado, y en un cierto sentido nos hacen sentir el valor de cada momento que tenemos sin turbaciones ni preocupaciones, mientras nosotros, las más de las veces, con nuestros pensamientos estamos más allá de tales momentos y los dejamos pasar sin disfrutarlos.

De esta cualidad de los animales, la de estar más satisfechos que nosotros de la mera existencia, el hombre egoísta y sin corazón abusa y con frecuencia, trata de disfrutar de ella de tal modo que no les deja nada más que su pura y desnuda existencia. Encerramos en un metro cúbico de espacio al pájaro que está organizado para atravesar a vuelo medio mundo y, ahí encerrado, lentamente desea la muerte y grita, pues: el pájaro en la jaula canta no de placer, sino de rabia.”[17]

Un siglo después, Adorno prosiguió con esa reflexión. Para él, el ser humano vive guiado por una racionalidad instrumental que le lleva a buscar un provecho egoísta en todo lo que encuentra en su camino. Por ello, el ser humano tiende a dominar la naturaleza, los animales, así como a otros seres humanos e incluso a sí mismo, a su propio mundo interior de emociones, para reducirlos a instrumentos que satisfagan sus fines. Y sin embargo, ese dominio que había sido un medio para la satisfacción de sus fines, acaba por erigirse como el único fin, que le empuja en una violencia desbocada que persigue el dominio por el puro dominio. Para Adorno, los horrores del siglo XX como los totalitarismos fascistas y comunistas, la segunda guerra mundial, los genocidios, la catástrofe ecológica… son fruto de esa obsesión por el dominio que mueve a la humanidad, y que destruye todo aquello que no se deja someter y esclavizar.[18] Desde esa perspectiva, podríamos añadir que la naturaleza y los animales sólo tendrían dos posibles destinos: o bien ser esclavos de los humanos, como sucede con los animales domésticos, o bien extinguirse, como sucede con las especies salvajes. Sin embargo, Adorno también creía, con Kant y Schopenhauer, que contemplar la belleza natural (a la que dedica un capítulo de su Teoría Estética), es una oportunidad para aprender a admirar lo diferente sin desear dominarlo, para asumir la propia finitud y abrirse a lo distinto. Para perderse en la belleza de lo diferente y olvidarse de uno mismo.

Adorno afirmaba que la filosofía no puede describir en términos positivos una humanidad reconciliada con la naturaleza, porque desde nuestra sociedad actual, tan destructiva, no sabríamos cómo imaginarla, pero sí creía que la belleza de la naturaleza era la promesa de esa reconciliación posible.[19] Y hay que subrayar que Schopenhauer y Adorno comparten aquí un rasgo común. Ambos son pensadores terriblemente pesimistas, que describen un mundo trágico y encuentran pocos motivos de esperanza, y sin embargo, en ambos, la belleza natural permite pensar en un ser humano que renuncia a explotar la naturaleza para entregarse a la admiración respetuosa de otros seres vivos.

Conclusiones

¿Cómo podríamos educar para que la fascinación estética que sentimos por los animales nos guiara por la senda de la admiración y el respeto, y no por la vía de la posesión, el encierro y la explotación? Creo que habría que educar específicamente en dos cuestiones.

La primera sería aprender a separar la admiración del deseo de dominio. Hay que aprender a apreciar la belleza de los animales sin desear poseerla. Hay que aprender a renunciar, y el premio es que la belleza contemplada es aún mayor. Al pájaro enjaulado nunca lo veremos volar en plenitud en su ecosistema, al lobo encerrado jamás lo contemplaremos correr por las montañas. Si renunciamos a poseer, la belleza podrá desplegarse de forma plena y cautivarnos aún más.

La segunda es que apreciar la belleza de los animales implica ir más allá de un mero contemplar formas y colores. Si nos dejamos atrapar por la mera apariencia externa de los animales, no tardaremos en ver tan solo objetos estéticos que podemos coger para adornar el salón. Necesitamos comprender que esos animales no son objetos, sino sujetos de sus propias vidas, seres que sienten dolor y placer, y que, dependiendo de las especies, tienen una vida emocional e inteligente, en algunos casos muy considerable. Hay que redirigir la fascinación por el aspecto externo, por el pelaje, la cornamenta o el colorido de las alas, hacia una comprensión integral del animal como un ser vivo que posee una forma de vida determinada, que necesita de un entorno específico, desarrolla ciertas conductas, y vive en unas redes complejas de relaciones con miembros de su especie y de otras. Conocer a los animales, conocer su capacidad emocional y cognitiva, su forma de vida, debería ayudarnos a entender que no podemos obligar a un animal a vivir enjaulado para poder contemplarlo.

Necesitaríamos, por tanto, un trabajo doble. Por un lado, un mayor conocimiento de las vidas de los animales, y por el otro, un trabajo personal de las propias emociones y los propios deseos, un trabajo de autoconocimiento. Creo que tener en cuenta este enfoque puede ayudarnos a evitar caer en un error muy típico en los intentos de concienciación sobre la protección de los animales. A menudo se muestran imágenes de animales para despertar la admiración, pero se hace de tal modo que despiertan deseos de posesión. De la misma manera como, a veces, el descubrimiento de un lugar paradisíaco solo lleva a que una invasión turística acabe con él. Quizás enseñar las imágenes de pájaros enjaulados y pájaros en libertad, de peces en peceras y en mar abierto, de animales atrapados en zoos y animales libres en su hábitat podría ayudar a visualizar la diferencia, a mostrar que capturar un animal salvaje es, en realidad, perderlo. Considero que novelas como Moby Dick, reportajes que describen la vida de los animales, y documentales que denuncian su explotación serían también enormemente útiles.

Conseguir avanzar por este camino es una labor multidisciplinar, donde deberían unirse las ciencias naturales, la filosofía y el derecho. Es un trabajo complejo, sin duda alguna, aunque el ideal que lo guía es bien simple: procura que aquello que amas y admiras, que te fascina y te produce placer, no sea destruido por tu propia fascinación.


Fecha de recepción: 11 de diciembre de 2012

Fecha de aceptación: 13 de enero de 2013


Notas

[1] Joan Nogué, Laura Puigbert, Gemma Bretcha (eds.) (2008). Paisatge i salut. Observatori del Paisatge de Catalunya i Departament de Salut de la Generalitat de Catalunya.

[2] Edward O. Wilson (1984). Biophilia. The human bond with other species. Harvard University Press.

[3] Aubrey H. Fine (ed.) (2010, 3ª edición). Handbook on Animal-Assisted Therapy: Theoretical Foundations and Guidelines for Practice. Londres: Academic Press, Elsevier, pp 52, 68, 71, 93, 175.

[4] Sue Donaldson & Will Kymlicka (2011). Zoopolis. A Political Theory of Animal Rights. Oxford University Press. Véase especialmente el capítulo 6: “Wild Animal Sovereignty”.

[5] El principal estudio sobre abandono en España es el que realiza periódicamente la Fundación Affinity: <http://www.fundacion-affinity.org/quehacemos/abandono/181>

[6] Véanse algunas sentencias judiciales comentadas sobre casos de maltrato a perros o gatos en la web del Máster en Derecho Animal y Sociedad de la Universidad Autónoma de Barcelona: <www.derechoanimal.info>.

[7] Es cierto que tampoco se les puede preguntar a perros y gatos si quieren vivir con familias humanas. Pero hay que tener en cuenta que si existen los perros, es precisamente porque algunos lobos y algunos humanos comenzaron a cooperar y convivir. Por lo que explican los expertos, como por ejemplo Lluís Ferrer, catedrático de la Facultad de Veterinaria y ex Rector de la UAB, que impartió dos clases sobre esta cuestión en el Máster en Derecho Animal y Sociedad de la UAB, el curso 2011/2012, la domesticación de los lobos no fue un proceso simplemente dirigido por los humanos para lograr animales más dóciles, sino que los propios lobos buscaron la cooperación con los humanos porque también ellos salían beneficiados. Una historia similar puede explicarse para el caso de los gatos, que acudían a los núcleos humanos en busca de comida, y allí cazaban los roedores que se colaban en casas y graneros, de modo que se establecían relaciones de cooperación. Por eso los especialistas hablan de una cierta “autodomesticación” de perros y gatos. Ahora son especies completamente adaptadas a vivir con nosotros, con los que mantenemos relaciones simbióticas, que incluyen un intercambio de afecto. Un magnífico estudio científico sobre la autodomesticación de los perros es el libro reciente: Brian Hare & Vanessa Woods (2013). The Genious of Dogs: Discovering the Unique Intelligence of Man’s Best Friend. London: Oneworld Publications. Brian Hare es un experto en inteligencia animal, y el libro expone sus ideas sobre la autodomesticación de los perros, incluyendo además su innovadora propuesta de que los bonobos son animales autodomesticados, y de que los seres humanos lo somos también en un cierto grado.

[8] Eric Baratay & Elisabeth Hardouin-Fugier (2002). Zoo. A History of Zoological Gardens in the West. Londres: Reaktion Books.
David Hancocks (2001). A Different Nature. The Paradoxical World of Zoos and their Uncertain Future. University of California Press.

[9] Randal Keynes (1999). Annie’s Box. Charles Darwin, his Daughter, and Human Evolution. Fourth Estate. (La caja de Annie. Darwin y familia. Barcelona: Debate, 2003, pp. 172-177).
Daniel C. Dennett (1995). Darwin’s Dangerous Idea. Evolution and the Meanings of Life. London: Penguin Books, pp. 35 y ss. (La peligrosa idea de Darwin. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 1999).

[10] Todos estos anuncios recientes pueden encontrarse en <www.youtube.org>, donde en la mayoría de los casos se hallan también versiones extendidas y reportajes de cómo se rodaron.

[11] Birdlife International reúne a muchas asociaciones locales de aficionados a las aves, comprometidas con la protección de la biodiversidad. <www.birdlife.org>

[12] Albert Schweitzer, “Reverence for Life”, en James Brabazon (ed.) (2005). Albert Schweitzer Essential Writings. New York: Orbis Books.

[13] Véase una interesantísima antología de textos sobre esta cuestión: Allen Carlson & Sheila Lintott (eds.) (2008). Nature, Aesthetics and Environmentalism. From Beauty to Duty. New York: Columbia University Press.
He intentado defender esta relación entre estética y ética de la naturaleza en mi artículo: Marta Tafalla (2005). "Por una estética de la naturaleza: la belleza natural como argumento ecologista". Isegoría, número monográfico sobre ecología y moralidad, CSIC, Madrid, num 32, pp 215-226.

[14] Immanuel Kant (1790). Kritik der Urteilskraft. Gesammelte Schriften, Vol. 5. Berlin: Walter de Gruyter, 1913. § 2-5. (Crítica del Juicio. Madrid: Gredos, 2010).
Véase una buena síntesis en: Hannah Ginsborg (2012). "Kant's Aesthetics and Teleology". The Stanford Encyclopedia of Philosophy. Edward N. Zalta (ed.), <http://plato.stanford.edu/archives/win2012/entries/kant-aesthetics/>.

[15] Immanuel Kant (1785). Grundlegung zur Metaphysik der Sitten. Gesammelte Schriften, Vol. 4. Berlin: Walter de Gruyter, 1913. Segunda sección. (Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Madrid: Gredos, 2010).

[16] Arthur Schopenhauer (1819). Die Welt als Wille und Vorstellung. Sämtliche Werke. Frankfurt: Suhrkamp, 1986, vol. I, libro tercero. (El mundo como voluntad y representación. Madrid: Trotta. Edición de Pilar López de Santa María, 2004).

[17] Arthur Schopenhauer (1851). Parerga und Paralipomena: Kleine philosophische Schriften. Wolfgang Freiherr von Löhneysen (ed.). Sämtliche Werke. Frankfurt: Suhrkamp, 1986, vol. V, § 153. (El dolor del mundo y el consuelo de la religión. Estudio preliminar, traducción y notas de D. Sánchez Meca. Madrid: Alderabán, 1998).

[18] Max Horkheimer; Theodor W. Adorno (1944). Dialektik der Aufklärung. Frankfurt: Fischer Verlag, 1969. (Dialéctica de la Ilustración. Madrid: Trotta. Edición de Juan José Sánchez, 1994).
Theodor W. Adorno (1966). Negative Dialektik. Gesammelte Schriften, vol. 6. Frankfurt: Suhrkamp. (Dialética Negativa. Madrid: Akal. Traducción de Alfredo Brotons Muñoz. 2005).

[19] Theodor W. Adorno (1970). Ästhetische Theorie. Gesammelte Schriften, vol. 7. Frankfurt: Suhrkamp. (Teoría Estética. Madrid: Akal. Traducción de Jorge Navarro Pérez. 2004).
Marta Tafalla (2011). "Rehabilitating the Aesthetics of Nature: Hepburn and Adorno". Environmental Ethics, The University of North Texas, vol 33, pp 45-56.