Biblio 3W
REVISTA BIBLIOGRÁFICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona 
ISSN: 1138-9796. Depósito Legal: B. 21.742-98 
Vol. XVIII, nº 1052, 5 de diciembre de
2013
[Serie  documental de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

SANTIAGO DE COMPOSTELA EN TIEMPOS DE LA CASA DE LA TROYA

Antonio Bonet Correa
Real Academia de Bellas Artes de San Fernando

Recibido: 10 de octubre de 2013, Aceptado: 15 de octubre de 2013


Palabras clave: Santiago de Compostela, novela, Alejandro Pérez Lugín

Key words: Santiago de compostela, roman, Alejandro Pérez Lugín


Las ciudades han sido siempre, a lo largo de la historia, fuente de inspiración literaria. Desde los Poemas Sumerios y la Biblia hasta las obras de vanguardia, como Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca, los escritores y los analistas del pasado, han estado atraídos por la arquitectura, los paisajes y los habitantes de las grandes y pequeñas aglomeraciones urbanas. En la Edad Moderna, desde la novela picaresca hasta los clásicos novelistas de los siglos XIX y XX, las ciudades no han dejado de ser el marco esencial de las narraciones, de forma que nuestra visión de la vida y del medio urbano está condicionada por las descripciones de las ciudades en las que se desarrollan sus relatos. La incidencia de lo urbano es tan esencial que se podría afirmar que las ciudades son casi tan importantes como los personajes que protagonizan la historia contada. Dickens, Balzac, Flaubert, Zola, Dostoviesky, Tolstoï, Pérez Galdós o Clarín lo mismo que Tomás Mann, John Dos Passos o James Joyce nos han dejado visiones urbanas que configuran nuestra idea de las grandes y tentaculares megalopolis, las viejas y vetustas ciudades históricas o las negras y aborrecibles capitales provincianas.

El escritor y periodista Alejandro Pérez Lugín (Madrid 1870- La Coruña 1926) es conocido sobre todo por la novela La Casa de la Troya, que obtuvo desde su aparición, en 1915, un gran éxito editorial, de forma que su argumento fue llevado no sólo al teatro y al cine, en tres ocasiones, sino que su texto ha batido el record de ser el libro de su género con mayor número de reediciones. Pérez Lugín,- que en sus posteriores novelas, Currito de la Cruz (1921) y La Virgen del Rocío ya entró en Triana (póstuma, 1929), se recreaba en la descripción del pintoresco ambiente de Sevilla y la campiña andaluza, al igual que su coetáneo el novelista Armando Palacio Valdés,- seguía las normas del realismo referencial y en boga entre los lectores de la burguesía de la época. Las descripciones puntuales de Santiago de Compostela de la Casa de la Troya, de sus calles y plazas, de sus paseos y edificios religiosos y civiles, de sus establecimientos y locales comerciales lo mismo que del Pazo familiar de la protagonista y el paisaje rural que la rodea son cabales y de carácter puntual. La exactitud topográfica y arquitectónica de Pérez Lugín al mencionar no sólo los monumentos sino también cualquier inmueble o puntos concretos de la ciudad es proverbial. Los que hemos vivido en Santiago durante los años de la posguerra, antes de los cambios urbanos sufridos después de los años 50 del último siglo, podemos afirmar que la ciudad que figura en La Casa de la Troya apenas se diferenciaba de la que conocimos entonces.

En primer lugar, antes de analizar los pasajes esenciales de La Casa de la Troya en los que se refieren a la ciudad, quiero recordar que en mis años de estudiante, unos sesenta años después de la época en la cual se sitúa la narración, todavía existía la Librería de Gali, cuyo establecimiento citado en la novela exponía en el escaparate, colgado de uno de los pilares de los soportales de la Rua del Villar, la edición santiaguesa por el librero de una obra literaria entonces considerada esencial para todo aquel que quería conocer la vida compostelana. La popular obra de Pérez Lugín recibió severas críticas posteriores como la de Gonzalo Torrente Ballester, que en su libro Santiago de Rosalía de Castro. Apuntes sobre la vida en Compostela en tiempos de Rosalía de Castro [1], que opinaba que “Compostela careció de la fortuna de contar entre los profesores de su Universidad con un Leopoldo Alas; contó en cambio con un Pérez Lugín, que vio de Compostela lo más superficial y efímero, si bien gracias a su novela se sabía en España que en Compostela había una universidad”. Es verdad que el testimonio de Torrente Ballester se ajusta muy ciertamente a una sociedad anclada en los “años bobos” de la Restauración. Personalmente quisiera comentar que las páginas dedicadas al gran Baile celebrado en el Casino de los Caballeros en la Rua del Villar podrían perfectamente servir para la reseña de aquellos saraos a los que asistí en el mismo lugar en los años cuarenta del siglo pasado. Aparte del igual comportamiento social, con sus rituales y convencionales formas de cortesía burguesa, es de señalar que todavía se conservaba intacto el decimonónico salón de baile. Situado en la planta noble del edificio, consistía en “una cámara larga, adornadas las paredes con espejos de marcos dorados y rodeada de mullidos divanes de damasco amarillo. También se repetía, una vez acabada la fiesta, que los trasnochadores estudiantes al retirarse a sus respectivos domicilios, al igual que sucedía en mi época, a las siete de la mañana, para ahorrarse el paso a través de la Plaza de la Quintana y abreviar el camino, atravesaban la catedral a la hora de las primeras misas, desde la Puerta de Platerías a la de la Azabachería.

Quizás la tesis más evidente de la novela es que el protagonista, un joven madrileño al cual su padre, para alejarle de la disipada vida cortesana, le obliga a estudiar en Compostela, encuentra horrorosa la ciudad universitaria gallega y que, poco a poco, tras enamorarse de una bella santiaguesa y alcanzar la felicidad sentimental, descubre la hermosura de su conjunto monumental a la par que el sencillo encanto de la vida en un provinciano centro histórico. La “lóbrega ciudad de piedra”, de angostas calles y edificios ennegrecidos por la lluvia incesante, en un primer momento le parece triste y aburrida. La comparación con Madrid, “su amada ciudad”, le ocupa la mente al principio de su estancia hasta que, gracias a sus compañeros de pensión, comienza a integrarse en la alegre vida de la estudiantina para acabar siendo un miembro más de la buena y estable sociedad compostelana.

Pérez Lugín, que a lo largo de toda la novela, mezcla los diálogos de los personajes y las situaciones graciosas con las pormenorizadas y concretas descripciones de lugares, edificios y monumentos, logra trazar un completo cuadro topográfico y tipológico del medio físico y material de la ciudad. Los párrafos que dedica al conjunto de Santiago que se contempla desde el que califica “delicioso paseo” de la Herradura, merece ser trascrito en gran parte. En escritor de la primera mitad del siglo XX, señala que este paseo es un “mirador de una serie de bellos panoramas que van desarrollándose conforme por él se avanza, a manera de variada cinta cinematográfica”. Después de rodear la “vigorosa robleda de Santa Susana” señala cómo “luego surge en el fondo del cuadro la ciudad, que extiende, como una araña, sus largas patas por los arrabales. Por encima de todo, con el Ayuntamiento a sus pies se alzan dominadoras, simbólicas, como un señor con sus vasallos, las airosas torres de la Catedral. Al lado el seminario, con sus cientos de ventanas, ocupando cómodamente media ciudad y junto a él, el convento de franciscanos, escondiendo silenciosa y humildemente en una hondonada la feracidad de su enorme huerta… Más lejos, allá abajo, junto al arroyo, pomposamente denominado río, el enorme cuartel, albergue de cuatro números y un cabo”.Por nuestra parte, antes de nada, queremos señalar que cuando se menciona el Ayuntamiento se refiere al Palacio de Rajoy, el Seminario al monasterio de San Martín Pinario y el enorme cuartel a un neoclásico edificio del Cuartel de Santa Isabel que fue demolido en el año 1973. Pérez Lugín acaba su descripción con la visión del conjunto de “las casas de la ciudad, enjalbegadas algunas de un blanco sucio, mostrando las más la oscuridad de sus sillares. Y asomando por todas partes sus campanarios o sus veletas, las torres de cien iglesias con el repiqueteo de sus campanas”. La visión de la totalidad se completa con la sensación del foráneo paseante que contempla la capital “envuelta en su manto de tristeza, con sus piedras negruzcas, sus tejados de verdín y humeantes de humedad” en las calles “angostas y sombrías” cuyas casas “parecían que iban a lanzarse unas contra otras para aplastar al malaventurado transeúnte”.

En los años de finales del siglo XIX en que se sitúa la historia de La Casa de la Troya, todavía alumbrada con gas y sin alcantarillado y sin conducciones de agua corriente en los domicilios de forma que “poco antes del anochecer, hora en que la doméstica acostumbraba a ir a la fuente del Toral”, trasladando sella de agua en la cabeza, el ritmo de la vida cotidiana estaba sujeto a los horarios y a las costumbres tradicionales. El tiempo estaba como parado y los habitantes, según a la clase social a la que pertenecían, estaban sujetos a inveterados hábitos y rutinas. El callejeo se limitaba a “dar vueltas a la Rua" y los jóvenes burgueses a pasear la calle de las casas de las chicas a las que pretendían. La “quietud y la paz de la ciudad de piedra” era la mejor medicina para curar las inquietudes y los desasosiegos del joven capitalino inmerso en el estático ambiente de una población anclada en el tiempo y cuyas horas marcaba “el reloj de la catedral” que dejaba caer “lentas, sonoras y graves sus campanadas sobre el tedio de la ciudad”.

Interesante es enumerar los lugares más frecuentados por los estudiantes en Santiago. Primero la Universidad, la cual al foráneo protagonista le pareció un “feo y antipático caserón negro, no obstante la severa y grata sencillez de su traza al gusto neoclásico que posteriores antiestéticas reformas han estropeado.” Todavía peor impresión le causó el claustro “a pesar de la gracia y la elegancia”, con sus intercolumnios abiertos a todas las inclemencias del tiempo y con su pétreo embaldosado “completamente cubierto de verdín”. Similar primer rechazo sintió el madrileño cuando “metiose en un café, igual a todos los cafés provincianos, con sus divanes desvencijados forrados de terciopelo rojo desvaído, sus espejos sucios cubiertos de grasa rosa y las paredes adornadas con pinturas, de mejor intención que hechos, reproduciendo cuadros conocidos de la bohemia estudiantil”. La comparación que el joven protagonista hace con el café de Fornos, en la madrileña calle de Alcalá, esquina a Sevilla, era lógica en alguien que siente la nostalgia de las brillantes noches de la Villa y Corte. Mejor conceptuado es el Teatro Principal, “el único en Santiago de Compostela”. Pérez Lugín lo califica de sala simpática, señalando que su “traza era idéntica a la de casi todos los teatros provincianos, la ornamentación la misma”. Felizmente su edificio, hoy restaurado, conserva el aura de antaño, de escenario de los fastos y las celebraciones sociales de una ciudad en la cual conviven lo levítico y lo universitario.

Sobre los establecimientos comerciales, el autor escribe sustanciosas páginas, mostrando sus anticuados montajes, los cuales perduraron, en gran medida, hasta la segunda mitad del siglo XX. A propósito de una dulcería, apunta que “era un establecimiento sórdido instalado como casi todos los comercios santiagueses, en el portal de la casa, dividido por el mostrador que iba desde la puerta de la calle a la de la escalera. Una anaquelería pintada de blanco, in illo tempore y ahora profusamente moteada de puntitos negros, que cien generaciones de moscas habían ido depositando allí para recuerdo de su paso por la dulcería…. Una lámpara de petróleo pendiente del techo, envuelta en una gasa rosa que tamizaba la luz un poco escasa teniendo aquello en una discreta semioscuridad, constituían amén de un par de sillas, el menaje interior del local”. Menos prolijo, pero sí con un gran acierto de colorista, es su alusión a las tiendas de la calle de la Calderería, a determinadas horas del día concurridísima de aldeanas que, regateando, hacían sus compras en especial de paños y demás tejidos. La descripción de las partes delanteras de los establecimientos que hace Pérez Lugín parece un comentario puntual y anticipado de las escenas pintadas en los años 30 del siglo pasado por los vanguardistas, “os novos” Maside o Colmeiro: “Las puertas de los comercios, orladas de chillonas telas y pañuelos de colorines, ante las que siempre había un grupo de paisanas manoseando los géneros… ponían una nota alegre, una pincelada de color… con la ironía gaya de aquellos alborotadores pañuelos amarillos y verdes”.

La descripción de los interiores de las casas santiaguesas merecería un largo comentario. Otro tanto habría que hacer con la del Pazo de Castro en la mariña coruñesa. Ambos apartados son como un inventario de las casas de la burguesía y de la nobleza gallega decimonónicas. La mansión que habita en Santiago el ex Juez de Órdenes, Don Ventura Lozano y Portillo con sus dos hijas, es una casa unifamiliar de dos pisos “con galería en el segundo, fachada enjalbegada y ennegrecida por la humedad y estrecho portal en cuya puerta interior lucía un brillante y pequeño llamador”. Su arquitectura y disposición espacial eran las típicas de las casas de la burguesía gallega decimonónica, de igual manera que el artilugio para abrir la puerta de entrada desde el primer piso después de comprobar por medio de una trampilla abierta en lo alto quien era el visitante, sin que éste viera a la persona que le recibía. La descripción del salón de recibir en el primer piso,-con las contraventanas de madera cerradas, sus pesados cortinones, una robusta sillería forrada de rojo, relamidos retratos al óleo y unos cromos grandes con escenas históricas entre las cuales figuraba una con “los no menos célebres Amantes de Muñoz Degrain”, un velador central, “cubierto con un tapete bordado en seda de colores y sobre él un canastillo de flores artificiales y un abultado album de retratos”,- es la del característico interior de la época, de igual manera que lo es el comedor, en el segundo piso, “habitación sencilla y sobria de muebles”, que comunicaba con la clásica galería gallega de cristales que, ocupando todo lo ancho de la fachada de la casa, servía de “gabinete de trabajo y entretenido observatorio”. Con mucho mejor gusto, amplitud y calidad era la mansión de la aristocrática señorita de la que se enamora el protagonista, tanto por los muebles “de estilo español proclamando el señorío y abolengo de la casa” como por los cuadros al óleo, antiguos y modernos, la vitrina con condecoraciones, tabaqueras, marfiles y estatuillas de Sajonia, abanicos antiguos y demás objetos suntuarios. La prosapia de una familia noble se hace así evidente.

Capítulo aparte merece la pormenorizada relación que Pérez Lugín hace del Pazo de Castro, que situado en la “Meiga Mariña” coruñesa, sirve de residencia veraniega a la heroína de La Casa de la Troya. El escritor se recrea en trazar, de manera resumida, la imagen tipológica de la característica mansión señorial gallega, enclavada en el medio rural y campesino. Estos pazos, “a un tiempo palacio y fortaleza en los lejanos siglos feudales”, que conservan en sus estructuras las huellas de la historia, conocieron una renovación y mejora a fines del siglo XIX e incluso, como fue el caso de las Torres de Meiras, propiedad de Doña Emilia Pardo Bazán, condesa de Pardo Bazán, añadidos e invenciones que acentuaron el carácter legendario y medieval de rancia nobleza. En el caso de Pérez Lugín, brillante cronista de la selecta sociedad española, el retrato del Pazo de Castro responde a un resumen de las mansiones señoriales más típicas de su género. El protagonista, tras empujar la pesada puerta de los altos muros que cercaban el Pazo, se encontraba “en el espacioso atrio… A la izquierda, unida al Pazo por una arcada con dos ventanas, alzábase una capillita ostentando sobre su puerta y bajo la espadaña un noble escudo de armas; a la derecha, una tapia, por delante de la cual una parra ofrecía el agrado de su sombra, y ocupando todo el fondo, el señorío de un severo caserón pétreo de dos pisos, bajo y alto. Un ancho balcón de piedra sobre unas típicas arcadas corría casi a lo largo del piso alto hasta la puerta de entrada, a la que subía desde el atrio una escalinata de granito. Sobre la puerta campeaba el escudo de armas de los Castro, coronado por un casco de orgulloso airón. Las almenas del tejado y de la pesadísima, ancha, pétrea chimenea, daban cierta reminiscencia militar al Pazo”. En lo que se refiere al salón interior de la mansión, Pérez Lugín se recrea en señalar sus “muebles recios y sencillos”, los butacones y las anchas sillas de caoba con asientos de rejilla, la mesita “de libros e ilustraciones nacionales y extranjeras, los cromos y las litografías”, entre las cuales una vista de Venecia y sobre las consolas los retratos de los “Señores”, es decir los reyes carlistas, de los cuales era fiel seguidor el dueño del Pazo, el padre de Carmiña, la bella y discreta heroína de La Casa de la Troya.

La Casa de la Troya es una novela de amores, en la cual los personajes se mueven y actúan en el escenario de una ciudad real y concreta. Se pueden seguir en un plano las idas y venidas de los protagonistas a través del tejido urbano y constatar la localización perfecta de cada lugar o monumento descrito. La precisión topográfica es una de las virtudes de un relato cuyo medio geográfico, pese al paso del tiempo, apenas ha variado. El centro histórico de Santiago se conserva en su casi total integridad. De ahí que el lector atento y conocedor de la ciudad se deleite reconociendo o recordando los lugares y rincones pintorescos de una población que, por su pétrea belleza, parece anclada en el tiempo. Pérez Lugín, que literariamente a veces acude a citas artísticas o literarias propias de un escritor de su tiempo, como las relativas a la música de Wagner, tan apreciado por los melómanos finiseculares, recurre, una vez, al adjetivo “zuloaguesco” al descubrir una escena en la cual la joven heroína, tras hacer una obra de caridad, sale de una casa del barrio pobre, cercano al cementerio y la Virgen de Bonaval, dice que “estaba tan linda con aquella mantilla… y la sencillez del traje oscuro, que en aquel desolado fondo zuloaguesco realzaba su gentileza y hermosura”. De igual modo emplea el adjetivo “vallinclanesco” al aludir al un mendigo “lleno de lamparones la cara y medio comida la nariz por la lepra, salmodiando mecánicamente una petición”, que suplicaba una limosna. A Don Ramón del Valle- Inclán vuelve a mencionarlo esta vez con su nombre y apellido al referirse al periódico El Pensamiento Galáico, acabado de fundar por “Juanito Vázquez de Mella, el escritor tradicionalista frente al entonces “recién nacido País Gallego, de Ramón del Valle -Inclán y González Besada”. Como indica Valentín Paz-Andrade, en su libro La Anunciación de Valle-Inclán [2], los hermanos Augusto y Moisés González Besada fueron amigos del joven escritor en los años en que, entre 1886-1880, se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Santiago. Pérez Lugín tenía cuatro años menos de edad que Valle-Inclán. Fue alumno de la misma Facultad a partir precisamente del año 1886. Sin duda tuvo que conocer a Valle-Inclán ya que ambos eran entonces amigos y condiscípulos de Camilo Bargiela, el Barcala de la Casa de la Troya, luego escritor y diplomático. Augusto González Besada, político y protector de Valle, lo mismo que su hermano Moisés que a la sazón dirigía la revista estudiantil Café con gotas, en la cual aparecieron los primeros textos del genial autor gallego, eran pontevedreses y pertenecían a los círculos en los que se desarrollaba la vida intelectual de la ciudad del Lérez.

Pérez Lugín que a La Coruña la califica de “ciudad de la sonrisa” o “risueña ciudad”, “el pueblo más bello del mundo… después naturalmente de Madrid” y al industrioso Vigo de “la perla de los mares”, cuando escribe sobre el paisaje gallego recalca que es “todo dulzura.. y paz . Y amor”. En La Casa de la Troya, al describir Compostela nos trasmite la visión de que es una “ciudad lóbrega” en su apariencia externa y en un primer momento, pero cálida y alegre en el fondo gracias a la amable e inocente vida de la estudiantina compostelana. Su concepto optimista de la existencia humana hace que todo sea concordia social y que la alegría y la felicidad reinen en una urbe tranquila y serena en la que las horas transcurren sin grandes ni dramáticas alteraciones.

Visión diametralmente distinta de Compostela es la que tenía Valle-Inclán. La “rosa mística de piedra”, la “ciudad petrificada” en la que “huye la idea del tiempo, no parece antigua sino eterna. Tiene la soledad, la tristeza y la fuerza de una montaña”. Valle-Inclán, en su libro La lámpara maravillosa. Ejercicios espirituales [3], afirma que “de todas las ciudades españolas, la que parece inmovilizada en un sueño de granito, es Santiago de Compostela”. Al afirmar que “sus piedras no exhalan esa impresión de polvo, de vejez y de muerte que exhalan las ruinas de Toledo”, opone Compostela a las ciudades castellanas “deleznables y sórdidas como esos pináculos de calaveras que se desmoronan en los osarios”. Valle-Inclán, conocedor desde fecha muy temprana de la mejor literatura europea finisecular, de los parnasianos, simbolistas y modernistas franceses e italianos a través de la biblioteca de los hermanos pontevedreses Murais, Andrés y Jesús, indudablemente sentía la verdad inexpresable y la poesía de la verdad tenebrosa de las ciudades muertas. El hermético quietismo estético de Valle-Inclán sintoniza con la hiperestésica sensibilidad de Rodenbach, el autor de la novela Brujas, la muerta ( 1891) y La ciudad muerta, de Gabriel de Annunzio (1898) y con toda la estela de escritores que enamorados de la melancolía que emana de las vetustas poblaciones, evocan la dolorida alma de un pasado que podría haber sido feliz. Manuel Machadao,que a principios del siglo XX fue bibliotecario de la Universidad compostelana, cantó las “callejas sonoras, por donde el agua eternamente corre”. El poeta que acaba sus versos dedicados a Santiago con “¡Oh saudades! ¡Oh muerte! ¡Oh Compostela!” sin duda conoció en la ciudad el tedio y el alejamiento de Madrid y Sevilla, ciudades soleadas y vinculadas a su infancia y juventud. Pérez Lugín, gallego y cortesano, que también amaba y supo novelar Andalucía, en su famosa novela La Casa de la Troya logró expresar, dentro de la modalidad del realismo costumbrista una visión ajustada y regocijada de la vida en una ciudad histórica, de la cual un personaje, hablando del callejeo en la ciudad, asevera que “aquí en Santiago, cada piedra te es un capítulo de Historia, cuando no un tomo entero”. Frente a la transfiguración del paisaje urbano de los escritores simbolistas, Pérez Lugín, de temperamento optimista, se vale de la precisión topográfica de la ciudad compostelana, a la que demuestra conocer a fondo de manera concreta y de forma pormenorizada.

 

Notas

[1] Barcelona. 1989

[2] Buenos Aires, 1967 y 2ª ed. ampliada Madrid 1981.

[3] Madrid, 1916

 

© Copyright Antonio Bonet Correa, 2013.
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Ficha bibliográfica:

BONET CORREA, Antonio. Santiago de Compostela en tiempos de La Casa de la Troya. Biblio 3W. Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 5 de diciembre de 2013, Vol. XVIII, nº 1052. <http://www.ub.es/geocrit/b3w-1052.htm>. [ISSN 1138-9796].


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