Biblio 3W
REVISTA BIBLIOGRÁFICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona 
ISSN: 1138-9796. Depósito Legal: B. 21.742-98 
Vol. XIX, nº 1066, 15 de marzo de
2014
[Serie  documental de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

INFRAESTRUCTURAS Y REDES EN EL PENSAMIENTO DE LOS CIENTÍFICOS Y SOCIÓLOGOS POLITÉCNICOS

Francisco Joaquín Cortés García
Universidad Autónoma de Chile

Recibido: 26 de noviembre de 2013; devuelto para revisión: 7 de enero de 2014; aceptado: 15 de enero de 2014


 

Infraestructuras y redes en el pensamiento de los científicos y sociólogos politécnicos (Resumen)

La École Polytechnique fue la institución académica y científica determinante para la conformación definitiva de la profesión del ingeniero contemporáneo, así como para la consolidación de las redes de infraestructuras y servicios públicos como elementos articuladores de las sociedades modernas. En este artículo abordamos precisamente la importancia de las infraestructuras físicas y financieras para la doctrina del industrialismo saintsimoniano y para, en general, la configuración del pensamiento politécnico.

Palabras clave: École Polytechnique, Saint-Simon, industrialismo, redes ferroviarias.

Infrastructure and networks in the thought of polytechnics cientists and sociologists (Abstract)

The École Polytechnique was the academic and scientific institution for to define the modern engineer profession and the consolidation of the nets of infrastructures and public services as unifying elements of the modern societies. In this article we meditate about the importance of the physical and financial infrastructures for the Saint-Simon’s doctrine and for the ideals of the engineer who belonged to the École Polytechnique.

Key words: École Polytechnique, Saint-Simon, industrialism, railway.

En torno a la École Polytechnique vino a desarrollarse todo un proyecto global para la sociedad contemporánea a partir de la confianza férrea en la ciencia y en los progresos tecnológicos de un hombre que descubría o vislumbraba el siglo XIX desplegando un auténtico espíritu fáustico en todos sus ámbitos de actuación. Precisamente, el ejemplo de hombre fáustico spengleriano por antonomasia será el conde de Saint-Simon[1], el padre de la sociología y un intelectual pionero en el ámbito de las utopías industriales y socialistas. Nos referimos a una época especial en la que el Espíritu, tradicionalmente desligado del mundo físico por la influencia del dualismo físico/metafísico socrático-platónico, y revalidada por la evolución del cristianismo y el pensamiento moderno euclídeo-cartesiano, toca a la Materia y a la realidad material, a la realidad histórica en definitiva. Es por tanto una época de materialización hegeliana, de confluencia clinaménica (epicureo-althusseriana), que permitió la existencia de dos hombres claramente hegelianos en su conducta, en su praxis, en sus proyectos y en sus ideales. Nos estamos refiriendo, obviamente, a Napoleón Bonaparte y al conde de Saint-Simon. Hablamos de dos hombres caracterizados por un espíritu fáustico, fundamental para entender e inteligir una buena parte de nuestro mundo contemporáneo.

Un espíritu fáustico que desemboca en la hybris politécnica, que no es sino el gran pecado de la soberbia del hombre al pretender alcanzar categorías gnoseológicas superiores, impropias de su natural condición, como el conocimiento absoluto del mundo y de la naturaleza humana, hasta llegar a los planos y a los mismos resortes estructurales del plan divino, a partir de la ciencia, y de su control basado en el desarrollo de la tecnología. Igualmente, el espíritu fáustico se halla relacionado con el mito del golem judío[2]. De la figura de arcilla a la que se le da vida, como en el Génesis, con el mito del hombre prometeico, con el esfuerzo de materialización del prometeo moderno de Mary Shelley (el monstruo de Frankenstein), fruto de la seducción que el mesmerismo, la electricidad y el magnestimo produjeron en las mentes de la época, y, ya en nuestros días, con la biotecnología y con la técnica de la manipulación genética, con la búsqueda persistente del genoma humano, la mayor tentación fáustico/golémica de la historia, y que, sin lugar a dudas, su base teórica hubiera entusiasmado a los sociólogos, científicos e ingenieros politécnicos si la hubieran mínimamente intuido a principios del siglo XIX, especialmente al conde de Saint-Simon.

La idea educativa de la revolución y de Napoleón

Napoleón Bonaparte concibió el sistema educativo como uno de los pilares fundamentales sobre los que asentar la nueva sociedad que empezaba a vertebrarse tras la agitación y los desórdenos revolucionarios. Considerando que el sistema educativo heredado del Ancien Régime y de la gran Revolución política debería ponerse al servicio del Estado, apostó por la laicidad, la uniformidad y la centralidad educativa, por la corporación única del sistema de enseñanza, «una congregación laica, una especie de Compañía de Jesús civil, cuyo general sería él»[3].

Esta idea, que arraiga especialmente en La Chalotais, pretende superar el modelo de las corporaciones locales o universidades provinciales y crear un auténtico monopolio docente y académico a fin de homogeneizar culturalmente el ámbito de las provincias a favor de la república cohesionada: la Universidad de Francia, la denominada con orgullo fille des rois, nacería el 7 de marzo de 1808[4], institución a la que Napoleón hizo laica y abierta a las aspiraciones democráticas de todo el mundo.

Antes de la gran Revolución la educación era gestionada por las instituciones religiosas y caritativas; el sistema educativo estaba desvertebrado y era claramente difuso. En los sistemas escolares del Ancien Régime, en términos generales, la ciencia y la tecnología no tenían un espacio central o relevante. Tras la Revolución será cuando la parte fundamental del sistema educativo, y del sistema de salud igualmente, en el marco de los nuevos derechos del hombre y del ciudadano, pasan a formar parte del ámbito y de la competencia públicos[5]; la educación se convertirá en un derecho esencial para el ciudadano y un instrumento reconocible para la unificación de la nación. De hecho, debido a la falta de intervención directa del Estado, el siglo XIX vendrá a estar definido por el nacimiento de dos clases de servicios públicos fundamentales: los relacionados con la mejora de las condiciones de vida del pueblo a raíz de los convulsos procesos de proletarización y de urbanización, y los relacionados con los transportes y las comunicaciones[6]. La ciencia y la tecnología, por su parte, llegará a tener una importancia desconocida en los nuevos planes de estudios de las grandes escuelas y de las universidades postrevolucionarias, y los centros académicos se irán proveyendo de las infraestructuras adecuadas para el desarrollo científico y tecnológico que demandaba la nueva estructura industrial, como, por ejemplo, los laboratorios.

No obstante, la falta de recursos públicos impedirá la creación de una red docente que vertebrara la función y la administración escolar a escala de toda la nación, por lo que la provisión pública de este servicio tendrá que convivir con las iglesias y con los apoyos de los municipios, especialmente en el ámbito de la enseñanza primaria, pues Napoleón centralizó y monopolizó en el ámbito exclusivamente público la enseñanza secundaria. En palabras de Hugounenq y Venteloy, «la opposition entre l’église et la volonté centralisatrice de l’État va marquer l’histoire de l’enseignement primaire tout au long du siècle»[7] XIX.

La estructura principal del sistema de enseñanza napoleónico se apoya en tres pilares capitales: la Universidad, entendida como conjunto de centros y establecimientos de enseñanza superior; los Liceos, es decir, los centros de enseñanza secundaria, cuyos alumnos eran sometidos a un régimen disciplinario prácticamente de carácter espartano; y las Facultades, encargadas de la promoción y formación de profesores, docentes, juristas y médicos. Toda esta estructura anudaba de forma arborescente y centralizada en un Ministerio de Paris.

Además, existirán las escuelas especiales o grandes escuelas como centros docentes e investigadores externos a la Universidad: la Escuela Politécnica, por ejemplo, donde casi todos sus miembros se dedicaban de forma simultánea tanto a la docencia como a la investigación, teniendo los investigadores una gran autonomía con respecto a la fijación y determinación de los objetivos y los resultados de su investigación. En concreto, este modelo de escuela superior sirvió, de forma inequívoca, de ejemplo para instituciones politécnicas de otros países como Alemania, Austria o Estados Unidos, y cuyo legado, en muchos aspectos, se puede percibir sin lugar a dudas en nuestros días y en nuestros modelos educativos, especialmente en los relacionados con la tecnología y con la ingeniería.

De hecho, no fue una institución de enseñanza más, sino un hito capital en la historia de la ciencia, en la historia y la práctica de la ingeniería, y, obviamente, en la historia de los sistemas e instituciones educativos y docentes. La defensa que de la École Polytechnique hace Cabanis, frente a Thomas de la Marne, que proponía suprimirla, pone de manifiesto la naturaleza y la importancia de este centro docente en el ámbito del sistema escolar y en el conjunto de la República: «Les matières d’enseignement, ses professeurs illustres, les élèves distingués qu’elle a déjà fournis aux divers services publics, suffiraient à la défendre»[8]. «L’ École Polytechnique, organisée en l’an III, eut pour professeurs les savants les plus illustres, Lagrange, Prony, Monge, Berthollet, Fourcroy, Chaptal, Vaquelin et Guyton de Morveau. Elle devait former des ingénieurs civils et militaires, enseigner les principes généraux des sciences»[9].

Es un ejemplo, sin duda, de la fusión o alianza feraz y profundamente sinérgica entre el poder, el mecenazgo, la incipiente industria, los intereses de los banqueros, los industriales y los burgueses y la investigación y la docencia. Un hecho demostrativo de esta síntesis/alianza inédita en la historia nos permitiría recordar que el conde de Saint-Simon, el gran espíritu politécnico y positivo, «construye una tupida red de relaciones sociales con científicos de diferentes disciplinas, empresarios y banqueros»[10]. Se trata de un fenómeno que se ha pretendido trasladar a la actualidad por muchos gobiernos y administraciones públicas preocupados por la transferencia de tecnología y de conocimiento de la universidad, en la actualidad bastante alejada de la sociedad en nuestro país, al tejido productivo o empresarial. El científico y el ingeniero politécnicos, sin lugar a dudas, estaban especialmente vinculados al poder político, constituyéndose su actividad en una función política de cargado interés público.

En este sentido, no nos cabe la menor duda de que no ha existido en la historia occidental una institución docente tan esperanzadora y sincrética como lo fue la École Polytechnique a la hora de concebir como un todo, pleno de sentido para la reflexión de la época, las estrechas relaciones, de índole colbertiana, que se pueden dar entre el poder, la política o la administación pública, la ciencia, la ingeniería, las aplicaciones tecnológicas y la industria o tejido productivo, por no obviar la cultura y las nuevas formas de entender la sociedad y las relaciones sociales que se dan entre los individuos. No obstante, en el caso de los ingenieros sociales politécnicos se cumplió la profecía que recoge Platón en el Sofista, y este mecenazgo o alianza entre lo público y el saber acaba degenerando en muchos casos de forma alarmante; hecho que admitirían reiteradamente los miembros de la Ilustración y de la Escuela de economía austriaca, como son los casos de Popper, Hayek,

En efecto, en un París finisecular[11] y profundamente convulso, que, como diría Michel Serres, realizó lo que Hegel y Comte dijeron o pensaron, como si a las generaciones futuras sólo les reservaran el derecho a comprender y narrar o el celoso pesar de interpretar (sic)[12], y en donde el pájaro de Minerva sólo alza el vuelo al caer la noche (Hegel), se vino a producir una íntima y estrecha vinculación entre el científico y el político, entre el sabio y el poder. Como diría el propio Michel Serres, si el saber fue amo y señor de la naturaleza en el siglo XVII, en el París de 1800 «pretende hacerse amo y señor de los hombres»[13]. El saber y la ciencia se convierte en una auténtica ideología a lo largo de todo el ochocientos.

La ciencia aparece fenomenológicamente, más que nunca, como un proyecto colectivo del espíritu que seduce y es seducida por el poder: La ciencia (áulica) rodeó al poder, creando una insólita mixtura, y los científicos se hicieron inequívocamente cortesanos. Por ejemplo, Antonio Lafuente[14] aseguraba que Sadi Carnot, en una de sus principales obras[15], se consideraba un soldado de la ciencia, un auténtico patriota, del mismo modo que se sentiría Pasteur en su lucha o batalla microbiana. Por su parte, como ejemplo más emblemático de esta fusión de índole fáustico-mefistofélica entre el poder y el saber, Napoleón moviliza a un ejército de más de 30.000 hombres para la expedición de Egipto (muchos científicos consideraron a Egipto como un laboratorio, o banco de pruebas, y a la expedición como un experimento científico[16]), y entre ellos habría numerosos civiles y reconocidos y prestigiosos científicos e ingenieros reclutados por dos grandes soldados politécnicos, Monge y Bertholet, al servicio de la causa y de la ambición político-militar napoleónicas, que no eran sino la materialización de la Idea hegeliana en el ámbito de la Historia: la ciencia, sin lugar a dudas, se embarcó en un ambicioso proyecto de materialización y de objetivación del Espíritu en una época en la que, precisamente, se estaba produciendo una especial agitación de las almas y del espíritu, infladas por los principios de la Ilustración, por el Romanticismo y por los recientes acontecimientos revolucionarios.

En concreto, la expedición egipcia de Napoleón, dada la ferviente admiración de éste por el Oriente, no pretendía ser sino la imitación contemporánea de la propia obra civilizadora de Alejandro de Macedonia cuando liberó a Egipto del imperio persa y fundó Alejandría, la ciudad del saber, del conocimiento y de la ilustración clásicos. Napoleón pretendió que la Razón tomara las armas, y, bajo las excusas del conocimiento, la ilustración, los derechos del hombre y de los principios generales revolucionarios, materializar sus ansias de conquista y de poder: primero Egipto, para después conquistar la India, y así engrandecer el mundo con la fuerza de la Razón. Si bien el proyecto militar napoleónico en Oriente fue un fracaso, el conocimiento y el interés por Egipto se generalizaron, se puso en valor y se disciplinó, pues las principales noticias que se tenían de él procedían del múndo clásico y de los relatos orales y escritos de los viajeros y mercaderes. El Institut d’Egypte, dirigido por el propio Gaspard Monge, sería el embrión de la ciencia de la egiptología, siendo su primer objetivo documentar los logros científicos de la expedición y proceder a su máxima divulgación. El resultado editorial de este esfuerzo civilizatorio y de transmisión de los valores europeos de la Ilustración y de la razón revolucionaria, arraigado profundamente en el credo politécnico, fue la célebre Description de l’Egypte.

La labor del científico en el París de 1800 era una labor eminentemente espiritual, con respecto a la que el conde de Saint-Simon y Auguste Comte se mostraron especialmente sensibles. El ingeniero, el hombre fáustico politécnico, además, es considerado como un artesano del progreso (material y espiritual) de la humanidad y de la sociedad. La contemplación científica, entonces, en su aproximación al poder, se transformaría en acción y praxis científica, en la línea de poner todo (especialmente el saber) a producir, de combatir el ocio (otium) y las improductivas manos muertas. Precisamente, la unidad de destino y la complicidad del científico y el político se ponen de manifiesto en las siguientes palabras del físico Antonio Lafuente: «Los científicos (…) se sintieron cómodos; hasta tal punto que Bonaparte, durante el año que pasó en Egipto, reclamaba su total pertenencia a esta élite, participando en las reuniones y trabajos académicos. Él mismo bromeó con los celos que sus oficiales tenían del Institut creado en El Cairo, nombrándolo su “amante favorita”»[17].

Pero la revalorización del papel social del científico y el incipiente proceso de socialización de la ciencia, no sólo convertirían a aquél en un militar al servicio del poder; también lo convirtió, como advierte Jean Dhombres, en un profeta, en un ser profundamente escatológico, recurrentemente fáustico, preparado para abordar definitivamente una etapa superior del Espíritu: «Debido sobre todo a que la ciencia como moralidad había quedado empeñada por la Revolución, a que el progreso disipaba cualquier misterio en beneficio de todos y a que la certeza se alcanzaba mediante pruebas humanas, los científicos comenzaron a ser vistos como profetas»[18], y la ciencia como una auténtica religión en todos los sentidos.

E, incluso, desde el romanticismo y la literatura, se mostró una clara predilección por el científico, al que se convirtió en objeto de las bellas letras cantado por la República literaria. En efecto, «al científico se le concedió el lugar de un atleta en el campo intelectual y sus hazañas eran celebradas por el poeta con sus armas especiales, los tropos»[19]. Nicole Dhombres menciona varios de los poemas que homenajean a los científicos modernos y contemporáneos como Newton o Monge, Bossut, Lacroix y Laplace. E, incluso, el poeta André Chénier, al que Nicole Dhombres incorpora a la cohorte de de estos poetas didácticos, considera la ciencia como la actividad fundamental que proporcionará el modelo del proceso civilizatorio basado en una estructura reticular, la comunidad científica, compuesta por las mentes prodigiosas. La ciencia adquiere en esta época una acusado marcado carácter civilizatorio.

Pero en la descripción del marco institucional académico, además de la propia École Polytechnique, habría que hacer una especial mención de otros establecimientos e instituciones académicos y científicos, también de gran alcance e importancia, y que igualmente se hallaban fuera de la Universidad. Hablaríamos en este caso, por tanto, del Colegio de Francia, del Museo de Historia Natural (incluyendo los jardines zoológico y botánico), de la Sociedad de Historia Natural, o de la Escuela Normal Superior (su objetivo era la creación de formadores y educadores que sirvieran como instrumentos difusores de la nueva cultura científica).

Napoleón Bonaparte, el que fuera considerado por Honoré de Balzac, uno de sus máximos y devotos admiradores, como «una de las voluntades más violentas conocidas en los anales de la dominación humana»[20], bajo su ideal educativo universal organizó e hizo accesibles a todas las clases sociales la educación y la formación pública; identificó plenamente su ideario revolucionario con el ideario de dicha Escuela Politécnica, que a su vez se basada, al menos nominalmente, en el ideal republicano de 1789; y en esta línea concibió la Academia de Bellas Artes o la Academia de Ciencias. Concebía, además, que la educación y el sistema educativo, en cuanto instrumentos socializadores esenciales, conectaban necesariamente, de forma directa e inmediata, con la estabilidad política y social de una República; de ahí su preocupación por el ámbito docente, investigador, científico y académico, por la función política y pública de la ciencia, de la docencia y del saber. No obstante, entre sus prioridades no se encontraban la educación básica, la educación primaria, ni las actuaciones administrativas en el ámbito de la alfabetización, que se hallaban a cargo secularmente de las municipalidades o de la Iglesia.

Uno de sus objetivos capitales en el ámbito de la educación pública era el de acabar con una estructura académica netamente selectiva, con centros de enseñanza reservados exclusivamente a la nobleza y a las clases superiores, beneficiarias de una multitud de prerrogativas convencionales. Resultaba necesaria, además, una enseñanza capaz de afrontar las necesidades, prácticas y tecnológicas, que imponían la incipiente industria, la burguesía industrial y la organización del nuevo excedente social que había surgido con ella; vinculado, claro es, a la burguesía y a su idea de progreso. La reforma napoleónica abrió, en este sentido, un periodo especialmente interesante caracterizado por la institucionalización de la ciencia a través del sistema educativo y por una extremada fertilidad y un manifiesto florecimiento, casi de factura renacentista, de un cuerpo de docentes, científicos, ingenieros, sabios e intelectuales durante algo más de treinta años; se puede decir, sin lugar a dudas, que son pocos los precedentes en la historia académica de Occidente que puedan llegar a ser equiparables al fenómeno escolar de la administración napoleónica, y, en concreto, de la École Polytechnique. Habría que precisar, en este sentido, la gran ruina y desvertebración funcional y organizativa existentes en los sistemas educativos prerrevolucionarios para poder entender la magnitud, el alcance y la importancia de la obra escolar revolucionaria y napoleónica, de base condorcetiana (educación laica, organizada con independencia de la Iglesia, y destinada a todos los hombres), cuyos efectos, en muchos sentidos, llegan hasta nuestros días.

La Revolución había instaurado una educación soportada por pilares científicos, casi prescindiendo de las letras antiguas (Durkheim) y del saber humanístico. Antes de la Revolución, la pedagogía era antropocéntrica, el objetivo central era el hombre. «La pedagogía revolucionaria giró en un sentido completamente distinto; se orientó hacia fuera, hacia la naturaleza. Las ciencias tienden a convertirse en el centro de gravedad de la enseñanza»[21]. El espíritu cartesiano (Durkheim), y la nueva metodología baconiana, se extienden a la moral, a lo político, a lo económico y a lo social, casi, podemos decir, sin solución de continuidad. El hombre fáustico de 1800 pretende la manipulación ilimitada de la Naturaleza y la aplicación de las leyes de ésta al ámbito de la sociedad.

La euforia que encarna el espíritu científico es una realidad en el siglo XVIII, una ciencia que redescubre el atomismo, logra notorios avances en el campo de la astronomía, de la química, de la biología, de la taxonomía en su sentido más lato, del conocimiento de la materia. La ingeniería adquirirá igualmente una especial relevancia[22]. Esta nueva emulsión de la ciencia se traslada de una forma u otra a todos los países más avanzados desde el punto de vista económico, cultural, democrático y social bajo distintas concepciones o predisposiciones ideológicas: revolucionarias unas, reformistas otras o conservadoras algunas. En Inglaterra se crean sociedades científicas y se fomentan las escuelas privadas. En Alemania se opta por el reformismo en la enseñanza y se crea la Universidad de Berlín en 1810. Pero, es en Francia donde se produce el estadio más avanzado, si cabe, de esta euforia científica, positivista, fáustica y tecnológica, cuya expresión más elocuente, celebérrima y representativa será la Escuela Politécnica que asumirá el proyecto educativo revolucionario, y más tarde napoleónico, solidario con la nueva sociedad industrial, la nueva sociedad positiva, con la abolición de la vieja aristocracia ociosa y de gran parte de sus privilegios y prerrogativas, y, por supuesto, propiciadora de una profunda transformación social, económica y política basada en criterios científicos, extremadamente racionales, naturales, positivos, empíricos y netamente secularizados.

A partir de la Revolución, la Iglesia se alía con las letras, aquellas letras que eran fruto de la confusión y del paganismo. Ahora el gran enemigo (de la Iglesia) es la ciencia (la nueva ideología/religión), y, en cierto modo, la Naturaleza, que crea sentimientos desmedidos en el hombre secularizado. «Los representantes del tradicionalismo, tanto en materia religiosa como en materia social y política, vuelven, con razón o sin ella, a la vieja enseñanza literaria, al mejor auxiliar que les parecía que era la sana doctrina, mientras que, por el contrario, la enseñanza científica les resultaba sospechosa. A partir de entonces, los liberales de todo tipo y de todo grado estuvieron inclinados a profesar la causa contraria»[23]. Los periodos reaccionarios, como puede ser el caso de la Restauración, por ejemplo, hacían retroceder a las ciencias y a la enseñanza científica y experimental, y permitían prodigar el cultivo y el conocimiento de las letras. «La Revolución había barrido el viejo sistema de colegios y universidades basado ampliamente en la educación clásica»[24]. Se fomentó la formación técnica, animada por el propio desarrollo real y esperado de la ingeniería militar (vinculada al ejército napoleónico) y por el progreso productivo relacionado con la Revolución industrial. La formación técnica, confinada en escuelas especializadas, adquiere una mayor difusión y universalización. Nos encontraremos con la gran obra escolar de la Revolución y del régimen de Napoleón, creada por la Convención revolucionaria, y sometida teórica y prácticamente por aquél al servicio de su administración y de su ideario político y militar: la École Polytecnique.

La École Polytechnique

La École Centrale des Travaux Publics, que un año más tarde tomará el nombre definitivo, hasta nuestros días, de École Polytechnique, fue creada en 1794 encarnando los ideales del siglo de la Ilustración y de la Enciclopedia, siendo firmemente apoyada por el mecenazgo de Napoleón Bonaparte y tácitamente por la incipiente burguesía industrial. En el ámbito del ideario colectivo de los franceses, la École Polytechnique, una institución que aún está viva después de más de dos siglos de tortuosa existencia, se constituye en el más claro símbolo académico y científico de la grandeur nacional de la Francia de los dos últimos siglos.

Será, asimismo, la primera de este tipo del grupo de escuelas que fueron estableciéndose en Europa durante el siglo XIX; y, sin lugar a dudas, se constituyó en el pilar fundamental del sistema de las grandes escuelas de Francia que venía a poner de manifiesto el nuevo poder burgués prodecedente tanto de la Revolución política francesa como de la Revolución industrial que se inició en Inglaterra.

De hecho, bajo este patrón educativo y académico-organizacional se crearon instituciones politécnicas en ciudades como Praga (1806), Viena (1815), Berlín (1821), Zúrich (1855) o Delft (1864). Incluso, más allá del Atlántico, en Norteamérica, tuvo una influencia decisiva en algunas instituciones y centros académicos de gran prestigio, tanto de carácter civil como de carácter militar. De hecho, la academia militar West Point, ubicada en Estados Unidos, fue creada bajo la inspiración, el ideario y los fundamentos docentes y organizativos de la institución creada por la Convención revolucionaria, y que venía a recoger el testigo del espiritu científico que emergió de forma desconocida de la Ilustración francesa, y que, bajo la epopeya politécnica, experimentaría una profunda transformación a través de la concreción de dos nuevas manifestaciones del espíritu que tendrán importantes repercusiones en el pensamiento y en el desarrollo de la ciencia hasta nuestros días: el positivismo y el cientismo.

Hallando sus raíces más inmediatas en las viejas escuelas de ingenieros del Antiguo Régimen, esta privilegiada institución se basó en un saber esencialmente tecnocrático, y sus miembros indudablemente tuvieron el orgullo de casta de ser los mayores servidores del Estado y del interés general, capaces de materializar la utopía educativa del siglo de la Luces y de la Revolución plasmada en los nuevos Catálogos declarativos, así como la Idea hegeliana en el desarrollo de la historia. A su vez, permitiría al demolido y caótico Estado francés, que salía de la gran Revolución política finisecular, dotarse de los cuadros de funcionarios, ingenieros (tanto civilies como militares) y tecnocrátas que precisaría para vertebrar sólidamente su nueva estructura burguesa de organización del poder bajo la alianza del poder económico-financiero, del poder industrial, del poder político y del poder ligado al conocimiento, a la ciencia y a los conocedores de los nuevos desarrollos y aplicaciones de las nuevas tecnologías: los ingenieros.

La École Polytechnique se constituirá, sin lugar a dudas, en el hito histórico que de forma inequívoca sería el punto de partida de la estructura de las grandes escuelas superiores que aglutinaran la enseñanza científica y tecnológica con un carácter netamente diferenciado de las universidades. La práctica de la ingeniería francesa y de sus instituciones académicas y formativas se difundiría por todo el continente europeo debido al propio poder político y militar de la Francia del momento; un país que, según la socióloga Johan Heilbrow[25], estaba a la cabeza de Europa en las principales ciencias y disciplinas del saber: «en las ciencias matemáticas, físicas, médicas, y muy posiblemente también en las ciencias químicas y naturales»[26]. Nos referimos a la época gloriosa en la que data el nacimiento de la École Polytechnique cuando se crean en Francia los grandes manuales de ingeniería tal como son concebidos en la actualidad.

Hablamos de obras tan importantes y admitidas como «La Nouvelle architecture hydraulique, de Riche Prony (1790, 1796), reconocida incluso en Gran Bretaña como la obra que ofrecía la mejor exposición de la máquina de vapor. Siguiendo los trabajos de Lazare Carnot y Monge, el Essai sur la composition de machines (1808), de Lanz y Betancourt, (…)»[27]. A estos manuales, y siguiendo con la enumeración que Donald Cardwell realiza en su célebre obra Historia de la tecnología, habría que añadir el Traité élémentaire des Machines (1811), de Hachette, el Essai sur la science des machines (1810) de Guenyveau, la versión revisada de la Architecture hudraulique de Belidor por Navier (1819), De la richesse minerale de Heron de Villefosse, la Théorie de la mécanique usuelle ou introduction à l’étude de la mécanique appliquée aux arts (1821) de Borgnis, o el Traité de la mécanique industrielle (1822-1825) de G. J. Christian.

La École Polytechnique se ideó bajo la pretensión de convertirla en una plataforma a través de la cual influir en el desarrollo tecnológico, y, obviamente, en el desarrollo económico e industrial de Francia, pues tras la Revolución francesa, que inaugura la era de la razón industrial, la educación se convierte en el motor del progreso de la sociedad. Pero también se creó basada en una muy sui generis confianza en la jerarquía, en la garantía del orden como principio del progreso, y, sobre todo, en la búsqueda de un consenso social tácito basado en la eficiencia social y económica concebidas en su sentido más amplio, teniendo su claro reflejo en la creación de importantes infraestructuras públicas, que por primera vez en la historia son concebidas prácticamente tal y como las consideramos en nuestros días.

Como se ha dicho en alguna ocasión, la École Polytechnique se constituyó básicamente sobre tres pilares o ejes vertebradores: una ideología específica, la ideología saintsimoniana asociada al industrialismo y al espíritu fáustico del hombre postrevolucionario; una filosofía, el cientismo/cientificismo o positivismo; y un instrumento, las matemáticas y el cálculo, generalizables a todo el ordo material y espiritual del hombre, incluida la sociedad. Como escuela que tras su primera década de existencia adquiere la impronta napoleónica del Imperio, a pesar de sus principios jacobinos y meritocráticos, tenía una estructura elitista, de carácter cuartelario y autoritario. De hecho, se puede decir que reflejaría jerárquica y meritocráticamente la sociedad platonizante descrita por el pensamiento politécnico. Sus alumnos eran los hijos de una burguesía (profesionales liberales, funcionarios o banqueros) que se estaba consolidando en Francia y que podía permitirse económicamente este tipo de educación en muchos aspectos elitista, pues la formación en la École Polytechnique era especialmente costosa, aunque la selección de los alumnos se hacía en base a las competencias intelectuales de los mismos mediante arduos exámenes y pruebas de acceso.

Esta institución de enseñanza superior fue el ámbito espacial más concreto donde se produce la génesis del pensamiento politécnico y del positivismo posterior, convirtiéndose en un hito capital en la historia de la ingeniería, de la ciencia aplicada, y, por supuesto, en la historia de los reformadores y de los ingenieros sociales, así como del pensamiento sociológico.

A partir de los científicos, ingenieros y sociólogos politécnicos, y de esta profunda reflexión sobre la ingeniería y la reforma social que es estimulada dentro de la institución, la teoría sobre la sociedad se va abriendo camino hacia la sociología como una disciplina científica plenamente emancipada y eminentemente programática y constructivista. Si el pensamiento liberal asociado a la economía política pretende la limitación del poder del Estado y del poder político, los ingenieros y sociólogos politécnicos aspiran a su conquista para transformar ordenadamente la sociedad deshecha tras el colapso (post)revolucionario. En este sentido, se puede decir que el modelo de organización que preveían para sentar las sólidas bases de la nueva sociedad, en gran medida utópica y fáustica, sería eminentemente centralista y centrípeto, ordenado y orientado a través de las redes de infraestructuras y de servicios públicos.

El objetivo napoleónico de este centro educativo, creado por la Convención, es decir, la asamblea de gobierno de la Revolución, era dotar al ejército de excelentes cuadros y oficiales, y desarrollar la ingeniería militar en todas sus ramas y sus especialidades. No obstante, en la École Polytechnique llegó a desarrollarse como nunca la ingeniería civil; de hecho, más de la mitad de los alumnos egresados hasta el año 1830 trabajaban en el ámbito de los servicios públicos y en el diseño de las grandes redes de infraestructuras públicas que marcarán el inicio de una época en cuanto a la consideración del papel del Estado en el ámbito del bienestar y en el ámbito del crecimiento y del desarrollo económico.

En contraposición a la École Normale, la École Polytechnique, ubicada en sus inicios en las dependencias del Palais Bourbon, se consagró a la tecnología y a la ciencia aplicada. La École Normale tenía una proyección y una orientación netamente teóricas. Estamos hablando, manifiestamente, de tiempos de un saber aplicado, de la materialización en el ámbito de la acción de una Idea universal que empieza a despuntar en la Modernidad, especialmente para poder actuar e incidir con éxito sobre la resistente Naturaleza, a la que ya no se contemplaba en el sentido, o bajo el prisma, aristotélico o clásico (la Naturaleza ya no es un ejemplo a imitar, sino que empieza a ser un recurso económico, un elemento al que hay que dominar) y, subsecuentemente, sobre la sociedad.

Si bien los antecedentes institucionales de la École Polytechnique se pueden determinar con suficiente exactitud a lo largo del Antiguo Régimen, y en concreto en la segunda mitad del siglo XVIII, los antecedentes culturales de la misma son de naturaleza mucho más difusa y dispersa, estando ligados obviamente a la configuración y evolución histórica del papel del ingeniero en las sociedades occidentales postfeudales. Podemos partir, en este sentido, y haciendo una sumarísima, y en ningún caso exhaustiva, sinopsis histórica, del periodo renacentista, considerado como una época histórica excepcional para el desarrollo de la ingeniería moderna, y a lo largo de la cual empieza a consolidarse de forma notoria la profesión del ingeniero humanista que dará lugar más tarde, a partir de finales del siglo XVIII, y con la gran coartada de la Revolución industrial y económico-productiva que acontecerá en Inglaterra, al ingeniero de Estado y al ingeniero social que caracterizará de forma inequívoca a la École Polytechnique, al pensamiento politécnico, y, en concreto, a los pensamientos respectivos del conde de Saint-Simon y de Auguste Comte (el ingeniero filósofo/estadista).

Entre los antecedentes de la École Polytechnique y de la conformación contemporánea del ingeniero, podemos hacer mención de Jean Batista Colbert, ministro de Luis XIV, que fundó la primera escuela formal del ingeniería en 1675: se creó el Corps du Génie. Por su parte, en 1771, un pequeño grupo de ingenieros formó la Sociedad de Ingenieros, dirigida por John Smeaton, el primer ingeniero civil. Además, surgen dos escuelas superiores de ingeniería antes de la Revolución: en 1747, la École des Ponts et Chaussées; y, en 1783, la Escuela de Minas. En concreto fue la École des Ponts et Chaussées la precursora prerrevolucionaria e inmediata de la gran escuela postrevolucionaria de Francia: la École Polytechnique. Se puede decir que la École des Ponts et Chaussées fue el embrión institucional y organizacional de la École Polytechnique, la gran escuela postrevolucionaria heredera de las viejas escuelas y cuerpos de ingenieros del Antiguo Régimen.

Ya en la École des Ponts et Chaussées se halla latente la sólida creencia en la importancia del ingeniero en la labor de eliminación de las barreras sociales a través de la supresión de las barreras físicas y geográficas, integrando al país y a la sociedad en una unidad física y espiritual basada en la consolidación en las redes de infraestructuras, así como en la idea fáustica de la ciencia y de la tecnología. El ingeniero, cuestión que será fundamental en la École Polytechnique y en la creación de la sociología, será una agente activo imprescindible para la vertebración de la sociedad, permitiendo una mayor velocidad en los flujos del protocapitalismo contemporáneo a través de la creación de las grandes redes e infraestructuras viarias, ferroviarias o hidráulicas. En todo ingeniero francés de los siglos XVIII y XIX hay siempre en ciernes un reformador social o un utopista, de ahí que sea del seno del pensamiento politécnico de donde nazca y emerja la sociología como disciplina o ciencia social.

El gran artífice de esta prestigiosa y novedosa escuela que encajará plenamente en el credo imperial napoleónico fue Gaspard Monge, el padre de la geometría descriptiva y, junto con Euler, de la geometría diferencial; su objetivo era el de asegurar la superioridad de la reciente República en el ámbito del saber científico y técnico. En efecto, este íntimo amigo de Napoleón Bonaparte fue el fundador y director en dos ocasiones de la École Polytechnique, antes de su militarización en 1804. En el proyecto colaboró Lazare Carnot, y fue especialmente apoyado por Prieur de la Côte d’Or, miembro del Comité de Salut Public durante el Terror. La institución contó con docentes o con estudiantes que eran, o más tarde serían, los intelectuales, científicos, sabios, tecnólogos e ingenieros más relevantes de la época, así como de la historia de la ciencia moderna: Berthellot (con Lavoisier fundó la química moderna), Lamblardie, Chaptal, Guyton de Morveau, Laplace, Coriolis, Lamé, Fourier, Hassenfratz, Vauquelin, Poinsot, Lacroix, Poncelet, Poisson, Liouville, Ampère, Gay-Lussac, Thénard, Arago, Cauchy, Legendre, Chasles, Sturm, Malus, Dulong, Volta, Fresnel, Dupuit, Biot, Rumford, el célebre Alexander von Humboldt, Le Play... Como gran novedad de esta escuela postrevolucionaria frente a la École des Ponts y Chaussées y su competidora, la École du Génie de Mézières, habría que mencionar, entre otras,  la importancia que tuvieron las ciencias y disciplinas como la matemática, la física y la química, una influencia clara y patente de la Ilustración, transmitida mediante una confianza desmedida en las ciencias, en el saber teórico, y, especialmente, en el nuevo saber y orden lexicográfico de la obra editorial de la Enciclopedia.

Esta concentración de los principales científicos del mundo consolidaba a Francia como el principal país en producción científica y saber práctico, hecho que empezará a producirse en la segunda mitad del siglo XVIII con el proceso ilustrado y la creación editorial de la Enciclopedia, y que posterioremente se consolidará con la constitución de la École Polytechnique. La hegemonía francesa se traducirá en hitos tan importantes como la racionalización y maduración de una multitud de disciplinas científicas que aún estaban en una etapa cuasi-mitológica o metafísica, conjetural dirá el Dr. Burdin: Lagrange racionalizará la mecánica, Lavoisier la química, Laplace la astronomía (la mecánica celeste) y Buffon hará lo propio con la biología. La ciencia alcanzaría un grado inusual de profesionalización favorecida por el desplazamiento de la actividad científica desde la Académie Royale des Sciences de París a la École Polytechnique, a la École Normale y al Institut de France[28]. Se desarrolló una comunidad científica con una dimensión, tanto desde el punto de vista cuantitativo como cualitativo, sin precedentes en la historia, así en Francia como en todo el mundo, que estimuló la competencia y la rivalidad entre los propios hombres de ciencia, favoreciendo consecuentemente la producción científica, y desarrollando un entorno propicio para la innovación, la creatividad y la ordenación (prácticamente la que hemos heredado en la actualidad) de los saberes y disciplinas de la ciencia. Esta comunidad científica, sin lugar a dudas, superaba las fronteras políticas; era una red supranacional de conocimiento y de ciencia que sentará de forma inequívoca las bases de la comunidad científica de nuestros días.

A finales del siglo XVIII la ingeniería deja de ser un mero oficio y pasa a ser una auténtica profesión en su sentido más evolucionado, especialmente relevante en un ambiente de euforia y de optimismo antropológico sin precedentes motivado por el espíritu fáustico spengleriano que define al hombre contemporáneo que surge tras los grandes procesos revolucionarios.

La ingeniería será apoyada por el Imperio, y la École Polytechnique se convertirá en la institución de enseñanza tecnológica por excelencia y origen manifiesto de las escuelas politécnicas actuales. Para el físico Biot[29], la École Polytechnique tenía un triple objetivo: «former des ingénieurs pour les différents services, répandre dans la société des hommes éclairés et exciter les talents qui pourraient avancer les sciences. Rien ne fut négligé pour cette importante destination»[30].

La euforia fáustica en la institución docente postrevolucionaria, la École Polytechnique, caló muy profundamente. La mente y el conocimiento del hombre postcartesiano no tenían límites a principios del ochocientos; la emancipación definitiva del mismo, mediante la autoconciencia y la ampliación de los límites metafísicos del espíritu y de la razón, se presumía inminente bajo las directrices del progreso, y, en concreto, del progreso tecnológico, el culto a la ciencia, la artificialidad, el constructivismo ilimitado (de grandes infraestructuras físicas, pero también de grandes constructos sociales y económico-financieros), la educación práctica y pragmática, y el positivismo lagrangeano. De la institución emanaba un claro espíritu sintético, sincrético, práctico, fáustico/mefistofélico, pragmático, constructivista, determinista, unificador, universalista, consiliente y esencialmente fisicalista, capaz de concebirlas.

La aplicación generalizada de la mathesis, por parte de los ingenieros politécnicos, a los ámbitos social y económico tendrá su reflejo en las grandes obras de ingeniería que irán proyectando los principales países del mundo en el siglo XIX, permitiendo abrir la esperanza de la unidad de la Humanidad (Saint-Simon) a través de las redes camineras, los caminos de hierro o los canales interoceánicos.

Raíces y alcance del pensamiento politécnico

Las raíces

Sin lugar a dudas, los grandes capítulos del pensamiento ilustrado y enciclopedista encuentran su réplica de forma radicalizada en el pensamiento politécnico: su humanismo; la unidad de la ciencia (consiliencia), a pesar de los matices del propio Auguste Comte, que nos llevará irremisiblemente a una utopía postindustrial basada en el conocimiento (científico); el optimismo antropológico de raigambre tecnófila; la concepción del progreso y perfectibilidad humanos; el antiantropomorfismo (Turgot); la fe irreflexiva en la razón (el cientismo de los politecnicos); la extensión ilimitada de la mathesis como coherencia transversal del Universo, o lo que es lo mismo, la consideración leibniziana de que la racionalidad y la moralidad son características uniformes del universo[31]; la idea de una paz perpetua (reflexión muy generalizada a finales del XVIII y principios del XIX); la creación de un gobierno científico (Bacon, Condorcet, Saint-Simon…); la idea, por consiguiente, de una utopía científica; la matemática social condorcetiana.

El siglo XVIII, como advirtiera Spengler, «hizo visibles los procesos ocultos  del orden social al igual que el siglo XVII había tomado conciencia de los del orden físico y los había hecho visibles; generalizó para el reino humano la noción del “entramado” oculto tras “los fenómenos más comunes” y la “mano invisible” con la que “la naturaleza trabaja” en “todas las cosas”»[32]. Principal razón por la que empiezan a adquirir un corpus científico las ciencias sociales (la economía política o la sociología).

Según atestigua Friedrich A. Hayek, los primeros profesores de la École Polytechnique eran herederos directos de los enciclopedistas: Monge, Laplace, Lagrange…, y básicamente, como los ilustrados, quieren matematizar el mundo, reducirlo a ecuaciones sencillas y fácilmente inteligibles, aplicar el naturalismo subyacente en el pensamiento de Montesquieu al ámbito político y social del que es posible mediante la observación detraer leyes válidas que pongan en orden y hagan inteligible el supuesto caos de las acciones de los hombres en las etapas críticas de las historia, que permitan hacer las mismas clasificaciones que estaban haciendo los naturalistas. De hecho, el Esprit des Lois, considerando a Montesquieu como precursor de la sociología como hiciera Durkheim[33], «recoge una descripción, clasificación y sistematización de las instituciones sociales y políticas de los hombres, que participa del método con el que Linneo ha clasificado las plantas y con el que Buffon ha determinado individuos y especies»[34]. De la Ilustración francesa, especialmente de sus supuestos maestros Condorcet y D’Alembert (Saint-Simon), no solamente adoptarán su logros gnoseológicos o puramente metodológicos y racionalistas, también harán evolucionar su idea de una búsqueda intelectual constante de soluciones a los problemas seculares de las sociedades humanas buscando un justo equilibrio entre el mundo de la naturaleza, el mundo material, y el mundo de la moral y la política.

De igual modo, del mercantilismo, especialmente de uno de sus principales epígonos, Colbert, los sociólogos politécnicos, por contraposición a la tradición de la Ilustración escocesa y la posterior economía política clásica, tomarán literalmente «la intervención del Estado a favor de la industria»[35] y esa feraz conjunción de la política con la economía y con los negocios (con la sociedad) como un principio vertebrador de la reconstrucción contemporánea de la sociedad, y que, más tarde, Hegel y el pensamiento marxista posterior transformarían en la superación/desaparición absoluta de la sociedad civil, absorbida definitivamente por el concepto Estado.

La tradición ideológica que mantendrá el sesgo politécnico, precisamente, se estructurará a partir de la superación del efecto disgregador de la sociedad civil. Por el contrario, la tradición del pensamiento liberal (lo que aquí denominaremos la gran bifurcación o la gran escisión en Occidente), que arraiga en la Ilustración escocesa, se vertebrará ideológicamente a través de la búsqueda y preservación constante de la sociedad civil fergusoniana y de la restauración de sus principios centrífugos que constituían la base de su concepción de la libertad y de la objetivación del individuo.

En Turgot, por ejemplo, ya estaba concebida y, en cierto modo, vertebrada de forma manifiesta la teoría de los tres estadios de Auguste Comte; tanto en él, como en D’Alembert, como en Condorcet, o como en Lagrange y sus discípulos, según advierte Hayek, se encuentran en ciernes las ideas del positivismo francés que desarrollarán in extremis los sociólogos politécnicos, y en concreto Auguste Comte, y que difieren de forma nítida del positivismo humeano por la fuerte carga racionalista nacida probablemente del pensamiento cartesiano[36], que, junto con el pensamiento de Bacon, constituyen las raíces intelectuales más remotas, teniendo siempre la referencia temporal de la Modernidad europea, del pensamiento politécnico ulterior.

En efecto, las raíces del cientismo o cientifismo politécnico, término de origen hayekiano, se hallan tanto en Francis Bacon como en Renato Descartes, en los que la cuestión de la ciencia se remite a la ambición fáustica relativa al poder de dominación del hombre sobre las fuerzas de la naturaleza, cuya ejemplarización prosperó en el pensamiento ilustrado y cuyo esquema procedimental se trasladaría a otros ámbitos no específicamente científicos: a la sociedad, por ejemplo.

El cientismo/cientificismo es la religión de la ciencia, generalizándose el término a principios del siglo XX, y a partir del cual se significaría que la ciencia «podría explicar y resolver el conjunto de los fenómenos humanos»[37]. Antes, apenas dos décadas, había aparecido el libro crítico de Ernest Renan, L’Avenir de la science[38], precisamente sobre la asociación, en cierto modo voluntaria y en cierto modo inconsciente, del espíritu religioso al desarrollo de la ciencia, y la inquietante expansión del espíritu fáustico, procedente del fracaso del espíritu narcisista renacentista, en el hombre de Occidente tras la Revolución francesa y la Revolución industrial.

Según Sigmund Freud la ciencia ha minado el narcisismo humano a través de tres grandes vejaciones de carácter irreversible realizadas al yo: una vejación cosmológica (o lo que es lo mismo, no estar en el centro del mundo o del universo), a partir de la revolución copernicana; una vejación biológica (derivada del hecho de no ser semejante a Dios, sino a cualquier animal inmundo), con la reflexión darviniana y sus consecuencias en el mundo de las ideas y de la ciencia; y una vejación psicológica (la más dolorosa que dirá Freud), por la que el hombre ya no es el dueño de su morada[39].

Precisamente, la ciencia moderna ha contribuido al proceso definitivo e irreversible, según la concepción nietzscheana, de desantropologización de la Naturaleza y del Universo (la Ley de Gravitación Universal); «ha destronado definitivamente al hombre: ni representa el fin del mismo, ni es la meta del proceso evolutivo, ni se diferencia esencialmente de las especies “inferiores” de las que proviene»[40]. La evolución científica y la fe incuestionada acerca del papel de la ciencia en la idea central del progreso politécnico (asociación inmediata e irreflexiva entre progreso y progreso científico/tecnológico), que despertará el espíritu del hombre fáustico, no será sino la objetivación máxima, de raigambre hegeliana, del ideal de la razón; aquel ideal de la razón ilustrada que Nietzsche cuestionará en cuanto mito ilustrado: la diosa razón.

Genealógicamente, el axioma científico que nace con la Revolución de la ciencia que se produce en el siglo XVII se traslada a la Ilustración, y, de ésta, a la Ilustración politécnica, en la que el racionalismo (la Razón) adopta la fórmula radical y extrema del cientismo/cientifismo (la ciencia) y el positivismo.

La consecuencia es la dominación del mundo material por el mundo conjetural del espíritu. Posteriormente, para la Ilustración austriaca, el cientismo, fruto del tácito pacto mefistofélico politécnico, es una perversión de la concepción de la ciencia en la que no se admite el falibilismo del hombre (la falibilidad y el carácter conjetural de la ciencia de Whewell, Peirce, Popper, Lakatos…), el fracaso husserliano de la ciencia (que no ha podido responder a las grandes preguntas acerca del ser humano) y los límites de la razón. Y no reconocer los límites de la razón no es sino poner límites a la libertad del hombre para que impere la servidumbre.

La duda cartesiana, que en el fondo fue un absoluto, se transformó en el pensamiento politécnico en el absolutismo cientista. La duda metódica cartesiana no estableció el relativismo o el falibilismo, por utilizar un término extemporáneo, sino la fe absoluta y ciega en la razón (la claridad y distinción como antídotos al genio maligno que persiguió la certeza de sus sentidos; un genio también de origen y orden mefistofélico) y su fuerza manipuladora sobre la naturaleza, acentuada entonces, en la época fáustico-politécnica, por la Revolución industrial y el nuevo mecanicismo productivo. La ruptura cartesiana con el pasado, a través de la temeraria máxima propedéutica «je quittai entièrement l’etude des lettres»[41] no es sino el repudio comteano a los libros y a la superación de los ciclos antiguos buscando una narración definitiva de la historia en una etapa especialmente agitada y convulsa en el orden de las ideas y del espíritu, pero también en el orden político-institucional y, por supuesto, en el orden material.

El alcance

Sin lugar a dudas, resulta un tanto arriesgado y presuntuoso hablar del pensamiento politécnico de una forma genérica y homogénea, cuando un análisis medianamente exhaustivo de la realidad nos advierte de que existen muchísimos matices que lo enriquecen y lo hacen mucho más complejo y disperso de lo que aquí podemos reconocer o enunciar en un principio. En muchos aspectos, por ejemplo, el pensamiento de la escuela saintsimoniana, es decir, el pensamiento filosófico y sociológico del conde de Saint-Simon, sometido a la profunda transformación religiosa acometida por parte de sus seguidores y sus más fieles discípulos, desvirtuó profundamente su legado intelectual, limitando su efecto y su influencia en el pensamiento y en la praxis política, económica y social de las décadas subsiguientes.

En el ámbito de la École Polytechnique, institución que tendría que aparecer necesaria y providencialmente dada la madurez y las necesidades perentorias de los tiempos, de forma inequívoca se desarrollaron líneas de pensamiento que se pueden generalizar de un modo u otro y que encajan en los esquemas que abrieron el camino para la creación y consolidación de la institución. Ni el pensamiento comteano, ni el saintsimoniano, ni el de sus discípulos más fieles o escindidos, ni el más genérico del de los que aquí venimos denominando como sociólogos politécnicos en sentido amplio, podrían generalizarse a todos los miembros de la institución sin caer en una clara injusticia histórica, en una inexactitud o en un mero error de precisión o falta de exhaustividad.

De hecho, el número de saintsimonianos militantes, contando a los meramente simpatizantes, como ha asegurado Antoine Picon[42], apenas ascendía, en una comunidad que se podría estimar en 3.500 personas, a unos 130 alrededor de 1830. No obstante, podemos asegurar que este dato de índole cuantitativa no es el reflejo de la influencia y presencia del grupo que hemos denominado en este trabajo como sociólogos politécnicos, ni en el ámbito de la École Polytechnique, ni, por supuesto, en el ámbito del pensamiento en general.

Si bien los matices (a veces excentricidades) de las distintas líneas o doctrinas (o religiones) son específicos de algún grupúsculo o círculo de intelectuales dentro de la École Polytechnique, la inercia del pensamiento sociológico politécnico, al menos desde el punto de vista formal y desde el punto de vista de los principios más básicos que lo conforman a nuestro juicio, sí es generalizable a todo el ámbito intelectual e histórico de la institución. Además, como advierte Antoine Picon, uno de los principales historiadores contemporáneos de la institución, la fuerte presencia de los saintsimonianos en les corps de Mines et des Ponts et Chaussés, los dos cuerpos más prestigiosos de la École, hizo que el efecto de los sociólogos politécnicos (de los saintsiminianos en este caso) sobre el conjunto de la institución fuese aún mayor que el propiamente deducible de su peso cuantitativo.

Obviamente, a este hecho habría que unir, en la línea de Picon, la existencia de grandes y complejas redes de colaboradores y simpatizantes formadas por ingenieros egresados de la École Polytechnique, así como la presencia de las fuertes personalidades que dirigieron el movimiento social en la institución y en su área de influencia; en concreto, Antoine Picon, habla de las fuertes personalidades de Prosper Enfantin o de Chevalier. Y, en este sentido, enmarca la influencia y el alcance saintsimonianos del siguiente modo : «Contrairement à ce que laisse entendre Victor Hugo dans Les Misérables, le saint-simonisme ne constitue pas un phénomène marginal dans la France des années 1830. Ses propositions rencontrent un large écho parce qu’elles ont trait à des questions jugées fondamentales à l’époque. Lorsqu’il dénonce les limites du laissez-faire économique, ou lorsqu’il entreprend de lutter contre les carences du système politique, le saint-simonisme ne fait qu’imprimer sa marque à un débat que se trouve déjà sur la place publique»[43].

En un principio su predicamento se dirige, como dice Picon, a un público cultivado y elitista capaz de comprender los razonamientos de la economía política de Le Producteur o de la doctrine, pero posteriormente se abre indiscriminadamente haciéndose aunténticamente popular con la difusión del mensaje entre los artesanos y los obreros[44]. La doctrina saint-simoniana impresionó profundamente a Thomas Carlyle, que llegó a traducir la última obra del maestro, El nuevo cristianismo; y, por supuesto, llegó también a impresionar, entre otros intelectuales y artistas, a John Stuart Mill, moderando su liberalismo y madurando un semi-socialismo[45].

El fuerte dinamismo asociado al intercambio de conocimientos y de opiniones entre la membresía politécnica, la euforia y la incertidumbre del momento histórico, las necesidades de la nueva sociedad industrial en el ámbito de las infraestructuras físicas y financieras, permitieron que el flujo entre el pensamiento puramente técnico e ingenieril y el pensamiento sociológico fuese continuo y bidireccional. Lo recogerá así literalmente Auguste Comte en el Plan de trabajos científicos necesarios para reorganizar la sociedad: «Se admite como una verdad elemental que la explotación de una fábrica cualquiera, la construcción de una carretera, de un puente, la navegación de un barco, etc., deben estar dirigidas por conocimientos teóricos preliminares, ¿y se quiere que la reorganización de la sociedad sea un asunto de pura práctica, que se puede confiar a los rutinarios?»[46].

Los grandes avances de la ingeniería, con sus vertientes teórica y práctica, habrían de aplicarse a la nueva sociedad, ambición que recogería milimétricamente el conde de Saint-Simon, un hombre enamorado de las grandes y monumentales obras de ingeniería: las de los grandes canales, las de los viarios y las de las grandes redes de caminos de hierro. De hecho, los saintsimonianos podrían considerarse como los pioneros de las economías de redes, en las que las redes ferroviarias respondían, por ejemplo, parafraseando a Antoine Picon, más a una concepción socializadora y socialmente vertebradora, que a una concepción o cuestión puramente ingenieril o técnica[47], tan en boga en nuestros días; y, además, para Pierre Musso, serían los precursores de la liberalización de las telecomunicaciones[48], de la era de Internet y su nuevo orden lexicográfico, de la conectividad y de la sociedad de la información.

En efecto, los saintsimonianos y los politécnicos, en la tradición del Corps y de la École des Ponts y Chaussées, sin lugar a dudas, fueron los que explicaron fehacientemente la importancia de las grandes infraestructuras públicas y de la formación de un gran stock de capital público, de las comunicaciones modernas y de las grandes estructuras reticulares del transporte y de las comunicaciones, especialmente para vertebrar la sociedad que alumbraban en su pensamiento en una época especialmente colectiva y susceptible de una asociación universal. Y así lo pone de manifiesto Jean-Louis Guigou: «Surgissent alors Saint-Simon (…) et son école de saint-simoniens, ingénieurs de Polytechnique, bâtisseurs, explorateurs, véritables missionnaires qui, s’appuyant sur les nouvelles technologies du début du XIXe siècle –la vapeur, l’energie, le chemin de fer, le télégraphe- veulent révolutionner le monde pour aboutir, grâce à la création de réseaux, à “l’association universelle“ et à l’avènement d’une nouvelle societé» [49].

La extensión generalizada de las redes de infraestructuras y comunicaciones (viaductos, caminos de hierro, carreteras, canales), y de las redes fiduciarias, financieras y bancarias, o redes espirituales, como se las vino a denominar (moneda, crédito), permitirían para los saintsimonianos el aumento de la cantidad y de la velocidad de los flujos económicos (moneda y bienes), permitiendo a su vez un mayor desarrollo económico y una sociedad mucho más próspera y rica, pero, sobre todo, una sociedad mucho más justa, pacífica, armoniosa, igualitaria/democrática, consensual, compleja, y, sobre todo, mejor organizada a través de criterios científicos y racionales (la nueva mathesis de los ingenieros que realizarían las grandes infraestructuras del Estado centralista postrevolucionario). La circulación de los flujos mencionados en el ámbito social cumpliría el mismo papel capital de la circulación sanguínea en el interior del cuerpo humano; permitiría, de hecho, factorizar y poner a producir los activos de toda índole con los que cuenta una economía y una sociedad. Pero las redes saint-simonianas y politécnicas, estimuladas por el desarrollo de la energía del vapor, por la expansión de los caminos de hierro, o por el telégrafo, no eran sólo un elemento vertebrador de la sociedad, sino que representaban de forma inequívoca la asociación universal y la unidad de la Humanidad.

Las redes, asimismo, se convertirían en un elemento capital para el ejercicio del control político, económico y social, pero también, y esto es fundamental, para la reducción de las distancias sociales (Pierre Musso) y el desarrollo de la democracia contemporánea. De hecho, el ingeniero de minas Michel Chevalier lo decía en su curso de economía política: «Les chemins de fer sont des agents démocratiques dans le sens légitime et régulier du mot»[50]. Y, en este sentido, lo matizaba con mayor contundencia Prosper Enfantin con la euforia que le caracterizaba: «Nous avons enlacé le globe de nos réseaux de chemin de fer, d’or, d’argent, d’electricité! Répandez, propagez, par ces nouvelles voies dont vous êtes en partie les créateurs et les maîtres, l’esprit de Dieu, l’education du genre humain»[51]. La sociedad y la economía de redes, basada en los flujos económicos, en los nodos y en la frenética circulación ininterrumpida, se opondría a la sociedad y economía feudal, eminentemente estática e inmovilista, y, en nuestros días, a la sociedad de producción escalar, puesto que la sociedad de la información ha sustituido la economía productiva por la economía reproductiva (Baudrillard). Precisamente las redes, consideradas en sentido amplio, contribuyeron al desarrollo económico del Segundo Imperio.

En efecto, desde la década de los años veinte las primeras líneas férreas construidas en Francia se concibieron bajo la inspiración de las primeras experiencias ferroviarias inglesas, es decir, de trayectos cortos y la mayoría vinculadas a la ubicación de una industria concreta y localizada. Serán los saintsimonianos y los ingenieros de la École des Ponts y Chaussées los que propondrán la opción de las redes y la creación de un tejido rizomático de caminos de hierro. Se pasa entonces de una visión industrial, concreta y microeconómica de las líneas férreas, a una visión socialmente vertebradora, macroeconómica y vinculada al interés general[52] con el objeto de reforzar la unidad nacional, la sociedad como cuerpo organizado, la centralización del poder, y desarrollar los flujos y el tráfico comercial. El Estado se ocuparía de los elementos infraestructurales de la red, y las empresas privadas y el sector financiero de los elementos superestructurales.

El Estado empieza, por tanto, a consolidar, en la línea de Sully y Colbert, su papel como proveedor de infraestructuras y servicios públicos, insólitos en épocas anteriores. Debido a sus escasos recursos, utilizaría instrumentos más ágiles como las manufactures royales, o primeras empresas públicas. El triunfante liberalismo del XIX determina fuertemente el ámbito de la organización de los servicios públicos, y los servicios colectivos estarán gestionados al estilo liberal al ser considerada la intervención del Estado como una afrenta a la libertad de los individuos. Pero poco a poco la vía de los hechos (las crisis económicas, la extensión de las ideas sindicalistas y socialistas, la necesidad de atenuar los excesos producidos por los procesos de industrialización y urbanización) el Estado fue adquiriendo una mayor dimensión en el ámbito de los servicios públicos[53]. Se empezaría a valorar desde los puntos de vista político, social y económico la rentabilidad de las infraestructuras y de los servicios públicos (Jules Dupuit[54]) en un nuevo entorno determinado por los catálogos declarativos de los derechos fundamentales del hombre y del ciudadano, así como de los del pueblo como colectivo o sujeto político, desarrollándose un constitucionalismo de nuevo cuño. No obstante, los ensayos constitucionales que se desarrollaron a lo largo del siglo XIX no supieron encuadrar el planteamiento teórico y sociológico politécnico. De hecho, la vertiginosa sucesión de documentos constitucionales venía a poner de manifiesto la inexistencia de un orden teórico premeditado de forma sosegada que permitiera la instauración de un orden definitivo para la sociedad. Y éste era precisamente el lamento constante de Auguste Comte: «Cuando la sociedad esté verdaderamente reorganizada, será profundo motivo de asombro para nuestros nietos el que se hayan producido en un intervalo de treinta años diez constituciones, siempre proclamadas, una tras otra, como eternas e irrevocables, muchas de las cuales contienen más de doscientos artículos muy detallados, sin contar las leyes orgánicas que se relacionan con ellos»[55].

Para otros, y en otro orden de cosas, el movimiento saintsimoniano podría considerarse, igualmente, el precursor del movimiento feminista, el precursor de la Sociedad de Naciones, el precursor de la Unión Europea, el precursor de los planes de urbanismo, el precursor de la modernización del sector bancario y de las redes fiduciarias, y, por supuesto, el precursor de las utopías postindustriales y colectivistas que se desarrollarían a partir de la Revolución industrial y que tuvieron manifestaciones y efectos dispares en la historia del pensamiento político, social y económico, así como en la conformación ideológica de nuestro tiempo. El pensamiento politécnico en torno al año 1800, por tanto, no ha perdido su influencia en nuestros días.

Industrialismo e infraestructuras  

El espíritu revolucionario de la École Polytechnique, ligado a la euforia industrialista de la época, encierra ciertamente claros resabios arbitristas: obras monumentales, a veces fórmulas ridículas de organización de la sociedad y de organización de la economía. Es el reflejo del optimismo de la gran construcción enciclopédica y del desarrollo ingenieril, el optimismo propio de una segunda Ilustración que intentaba unir la Revolución científica del siglo XVII con el espíritu de la Luces del siglo XVIII en una etapa de máximo criticismo.

El optimismo industrialista de los pensadores politécnicos, íntimamente vinculado al progreso científico y tecnológico, sin lugar a dudas, encierra tanto un optimismo poblacionista (de raigambre mercantilista) como un optimismo relacionado con la constante ampliación de la frontera de posibilidades de producción y con la nueva escalabilidad económica que introducían los avances tecnológicos. Nos estamos refiriendo, obviamente, a los principios básicos de la idea de progreso del hombre y de las sociedades que heredan esencialmente de un intelectual de transición entre la Ilustración francesa y el pensamiento politécnico: Condorcet. De hecho, la exacerbación y radicalización (hegeliana) del pensamiento politécnico conllevaría necesariamente el convencimiento de la relación directa entre la población y la riqueza de un país, pues no hay que olvidar que el siglo XVIII fue esencialmente un siglo de signo poblacionista por antonomasia.

La Revolución industrial fue un hito tecnológico que tuvo consecuencias inevitables y de profundo calado en la conformación de la economía de mercado, en las transacciones económicas internacionales, en los nuevos flujos y circuitos económicos, en la organización de la producción y en la producción de los nuevos hechos sociales (la cuestión social, por ejemplo). De forma inequívoca, aceleró los procesos de la historia y los procesos sociales, liberando el excedente económico y, consecuentemente, el excedente social, que, a su vez, permitieran la planificación de la sociedad y el futuro intervencionismo económico del Estado contemporáneo que se pondrá de manifiesto en su concepción como proveedor de infraestructuras y servicios públicos, tanto de carácter físico como de carácter fiduciario.

Si Adam Smith no supo captar cuantitativamente la aceleración y el ritmo tecnológico de la Revolución industrial que le fue tempranamente coetánea, «escribiendo más sobre las fábricas de alfileres que sobre la fabricación de acero», Saint-Simon y los politécnicos, ebrios del espectáculo tecnológico y productivo que les tocó vivir, o que creyeron realmente vislumbrar, exageraron de forma extrema dicho ritmo y dicha aceleración. Pero la sociedad industrial que planteaban los politécnicos, y, en concreto, los saintsimonianos, pasa necesariamente por destacar el papel del capital (las infraestructuras financieras o espirituales de los politécnicos), que debe ser movilizado por el crédito y por el sistema bancario. El capital es considerado por éstos como un flujo, no como una realidad patrimonial estática, y, obviamente, debe aliarse productivamente con el trabajo, factor capital, a principios del XIX, para el engrandecimiento e incremento de la riqueza de las naciones.

La función principal de la banca, como aseguraban los hermanos Émile e Isaac Pereire, dos importantes judíos de la causa saintsimoniana, es contribuir a que los salarios de los obreros se vean incrementados y a contrarrestar los intereses de las clases ociosas e improductivas, objetivo que se cumplirá a través de la fijación de tasas de interés bajas. El peso del pensamiento y del credo saintsimonianos fue realmente importante en la conformación y reforma del sistema bancario (especialmente centralizado) y en la constitución de alguna compañía de crédito. De hecho, el Crédit Lyonnais, fundado por Henri Germain, y contando entre sus socios con los saintsimonianos Arlès-Dufour, Paulin-Talabot y Enfantin, estaba basado precisamente en el ideario saintsimoniano, especialmente en la importancia que éste daba a la orientación consciente del crédito hacia el incremento de los empleos industriales y al fomento de la industria (reducción de la ociosidad) y del desarrollo de las grandes infraestructuras públicas. Por su parte, los hermanos Émile e Isaac Pereire, durante el Segundo Imperio (1852), crearon el crédito inmobiliario.

Como se puede observar, los saintsimonianos no aspiraban a la supresión del capitalismo ni de la propiedad privada. Estaban en contra de ciertas fórmulas de acumulación estáticas, y de ciertas fórmulas de distribución del excedente claramente inoperativas para la nueva frontera de posibilidades de producción que se definía en el ámbito productivo, que no contribuían a la generación de riqueza y a subvenir a las necesidades de la incipiente industria. Oponía, por tanto, la clase industrial (productiva), formada por los industriales en sentido estricto, los banqueros y los pequeños empresarios y los asalariados, a la clase ociosa e improductiva a la que habría que erradicar en la nueva organización social (la sociedad-fábrica): los usureros, los terratenientes, los rentistas. El progreso industrial descubre una importante, y de gran dimensión, economía potencial, por lo que el nuevo orden industrial permitiría poner a producir todos los factores productivos de forma eficiente y altamente productiva. Con la circulación del capital, propiciada por un sistema bancario estatalizante (el Estado-banquero), en sintonía con el sistema industrial, se permite una más eficiente distribución del excedente, y, con ello, se contribuye a la pacificación de la sociedad, que ha superado las fórmulas arcaicas de acumulación improductiva desvinculadas de los verdaderos sectores productivos.

En efecto, en el pensamiento económico-social del conde de Saint-Simon, la existencia de una banca centralizada, una banca central, es indispensable para la constitución y vertebración del nuevo orden industrial, la consolidación de las grandes infraestructuras estatales y la socialización de los agentes económicos. El interés privado de los banqueros, que son considerados a todos los efectos como pertenecientes a la clase industrial, coincidiría con el interés general, por lo que el equilibrio productivo estaría garantizado. Para Saint-Simon los banqueros «peuvent et doivent être considérés comme les agents généraux de l’industrie »[56]. Con la utopía industrial saintsimoniana, los banqueros, los ingenieros y los industriales ostentarían el poder  en la medida en que su interés es el interés general, permitiendo armonía entre el capital financiero, el conocimiento técnico de los ingenieros para el desarrollo de las infraestructuras y el poder político y social. El Estado, entonces, quedaría subsumido en la sociedad, en una constitución industrial distinta a la constitución política. En este sentido, Saint-Simon plantea múltiples estrategias para que los industriales logren el poder político efectivo: creación de un partido industrial, dictadura temporal ejercida por el rey a favor de los industriales.

El industrialismo será para los politécnicos la esencia de la idea de progreso y la causa primordial de la consecución de la felicidad humana. Sin lugar a dudas, reportaría, en el ámbito de la estrecha vinculación entre tecnología y desarrollo social, a grandes rasgos, un aumento de la producción, una mayor conexión y complementariedad de las materias primas a través del desarrollo de los transportes; el desarrollo de grandes instituciones bancarias; nuevas formas de organización industrial a gran escala, con tendencias monopolistas; un incipiente consumo en masa; la desvinculación definitiva precapitalista entre capital y trabajo[57]; y una mayor formación de capital, tanto público como privado, que llegó a permitir reforzar e incrementar de forma sustancial el excedente total. Un excedente que ha sido parcialmente destesaurizado; un excedente que procedía más de la laboriosidad (industria) del hombre y de la organización del trabajo (división del trabajo/trabajo ordenado) que de la acumulación de metales preciosos que planteaba el viejo mercantilismo con el que el pensamiento politécnico compartió muchos aspectos, especialmente en el ámbito de la relación entre el poder económico y el Estado.

Necesariamente compatible con esta visión industrialista y poblacionista de la sociedad del momento, así como de la sociación de aspiración, tendría que ser las redes de infraestructuras nacionales, que, por un lado, permitirían el control político centralizado para la reconstrucción de la sociedad revolucionaria y burguesa, y por otro, la sostenibilidad de excedente a través de la garantía de los intercambios y de los flujos económicos.

Precisamente, desde el siglo XVII hasta nuestros días, es decir, hasta la era de Internet, el concepto de red irá incorporando un claro proceso de traslación metafórica hacia entidades o realidades no habituales, tales como el cuerpo humano, concebido como una tupida y gran red de redes biológicas: redes sanguíneas, redes nerviosas, redes musculares o motrices; la ingeniería y la estrategia militar (redes de fortificaciones); y, más tarde, a partir de la École Polytechnique, y, en concreto, a partir del pensamiento del conde de Saint-Simon y de sus seguidores más reconocidos, a la sociedad en su conjunto, concebida como una compleja e igualmente tupida red de comunicaciones multidireccionales, de flujos financieros, de flujos de información, de flujos de mercancías...

A partir del pensamiento politécnico, la sociedad es considerada como una auténtica rizosfera en la que se superponen y se solapan numerosas redes de diversa naturaleza: las redes de las finanzas y del capital financiero, la red del conocimiento científico-técnico, las redes de infraestructuras... Con la aparición, o más bien con la masificación, a finales del siglo XX, de Internet, cuyo proyecto está íntimamente relacionado con un nuevo enciclopedismo avanzado y sustancialmente tecnológico, la información se desideologiza y se populariza convirtiendose en un elemento de vertebración y articulación social de primer orden y de carácter transversal.

Las redes no solamente son un modelo de integración y de vertebración social en el pensamiento politécnico y en el ideario de los tecnócratas y de los ingenieros de Estado de la Francia de la segunda mitad del setecientos y de la primera mitad del ochocientos. Además, el concepto de red también se relaciona con la idea, concebida tanto desde su vertiente económica como desde su vertiente social, de la eficiencia, que viene a trasladarse desde el ámbito físico-termodinámico y maquínico al nuevo constructo social y económico que se conforma en las sociedades industriales tras la gran Revolución en Francia. Las redes de infraestructuras, especialmente las ferroviarias, serían pues los requisitos e instrumentos capitales de la nueva eficiencia económica y social de las complejas sociedades postrevolunarias; teniendo que estructurar y dar forma a su vez la conceptuación de la nueva sociedad-fábrica de raigambre platónica que consideran y asumen los ingenieros y sociólogos politécnicos como fórmula de integración definitiva de los diversos fenómenos sociales que se están produciendo en torno al año 1800: los procesos de urbanización y proletarización, la creación de las grandes redes de infraestructuras que requiere el Estado contemporáneo...

Conclusión

La École Polytechnique recogerá inconfundiblemente la tradición reticular y rizomática de la École des Ponts et Chaussées, es decir, la concepción de las redes de infraestructuras (las redes camineras, las redes de caminos de hierro, las redes de canales, fiduciarias…) como instrumentos de vertebración y articulación del territorio, de la sociedad, y, en el ámbito de la utopía saintsimoniana, también de la humanidad. Igualmente, el pensamiento politécnico concebirá la estrecha relación del ingeniero con el hombre de Estado colbertiano, que vela por el interés general y que contempla y concibe a la sociedad como un auténtico atellier, como una sociedad-fábrica en la que cada ciudadano (obrero o ingeniero) ocupa un lugar según la organización del trabajo y la jerarquía de la producción. La escala de las ciudades evolucionan a la par de las nuevas escalas de producción en las fábricas a partir de las redes; y, como se ha dicho en alguna ocasión, se pasa de una concepción corporativista de la sociedad, propia de la ingeniería del Antiguo Régimen (los cuerpos de ingenieros), a una concepción reticular en la que se traban los conocimientos científicos, técnicos y sociales. Las redes de infraestructuras, tanto las propiamente físicas, como las ferroviarias, así como las financieras, en el imaginario politécnico son concebidas como los grandes instrumentos que contribuiran definitivamente a la reconstrucción de una sociedad fragmentada que nace de la gran Revolución política de 1789, y, obviamente, a permitir la circulación de los flujos económicos y financieros que requieren las nuevas formas de producir a partir de la Revolución industrial. Una revolución industrial que permitirá incrementar la especialización, la escalabilidad económica, el desplazamiento positivo de la frontera de posibilidades de producción y del excedente económico y social.

 

Notas


[1] Dondo, 1955.

[2] Hardt y Negri, 2004, p. 31.

[3] Durkheim, 1982, p. 382.

[4] Durkheim, 1982, p. 282.

[5] Hugounenq y Venteloy, 2002, p. 15.

[6] Hugounenq y Venteloy, 2002, pp. 17-18.

[7] Hugounenq y Venteloy, 2002, p. 27.

[8] Picavet, 1975, p. 219.

[9] Picavet, 1975, p. 67.

[10] Coller, 2003, p. 55.

[11] Año 1800.

[12] Serres, 2001, p. 382.

[13] Serres, 2001, p. 382.

[14] Lafuente, s/d.

[15] Carnot, 1824.

[16] Dhombres, 2002a, p. 40.

[17] Lafuente, s/d.

[18] Dhombres, 2002a, p. 26.

[19] Dhombes, 2002b, p. 73.

[20] Balzac, 2004, p. 18.

[21] Durkheim, 1982, p. 363.

[22] Grelon, 1993.

[23] Durkheim, 1982, p. 384.

[24] Hayek, 2003, p. 172.

[25] Heilbrow, 1995, p. 131.

[26] Álvarez-Uría y Varela, 2004, p. 37.

[27] Cardwell, 2001, p. 209.

[28] Castrillo, 1985, p. 10.

[29] Biot, 1803, p. 59.

[30] Allain, 1969, p. 203.

[31] Glacken, 1996, p. 471.

[32] Berzosa, 2004.

[33] Durkheim, 1966, p. 26.

[34] Iglesias, 1984, p. 19.

[35] Galbraith, 2003, p. 54.

[36] Hayek, 2003, p. 168.

[37] Derrida y Roudinesco, 2001, p. 57 (nota al pie).

[38] Renan, 1949.

[39] Derrida y Roudinesco, 2001, p. 60 (nota al pie).

[40] Esteban, 2004.

[41] Descartes, 1953, p. 131.

[42] Picon (1994).

[43] Picon, 2002, pp. 18-19.

[44] Picon, 2002, p. 77.

[45] Rothbard, 2000, pp. 421-422.

[46] Comte, 1997, p. 13.

[47] Picon, 2002, pp. 20-21.

[48] Musso, 1997.

[49] Guigou, 1997.

[50] Guigou, 1997.

[51] Guigou, 1997.

[52] Hugounenq y Venteloy, 2002.

[53] Hugounenq y Venteloy, 2002, p. 20.

[54] Dupuit, 1844.

[55] Comte, 1997, pp. 9-10.

[56] Saint-simon, 1966, p. 47.

[57] Ferguson, 1948, p. 78.

Bibliografía

ALLAIN, E. L’ oeuvre scolaire de la révolution, 1789-1802, Nueva York: Burt Franklin, 1969.

ÁLVAREZ-URÍA, F. y VARELA, J. Sociología, capitalismo y democracia. Madrid: Ediciones Morata, 2004.

BALZAC, H.Presentación, en NAPOLEÓN: Máximas y pensamientos. Selección de Honoré de Balzac. Barcelona: Círculo de Lectores, 2004.

BERZOSA, D. Los fisiócratas y la opinión pública como presupuesto y garantía de la continuidad de la sociedad en el Estado, Revista de Estudios Políticos, nº 124, abril-junio, Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2004.

BIOT, J. -B.  Essai sur l’histoire générale des sciences pendant la Révolution française, Paris, 1803.

CARDWELL, D. Historia de la tecnología, Madrid: Alianza, 2001.

CARNOT, S. Reflexions sur la puissance motrice du feu, 1824.

CASTRILLO, P. Introducción a LAPLACE, P. S. Ensayo filosófico sobre las probabilidades, Madrid: Alianza, 1985.

COLLER, X. Canon sociológico, Madrid: Editorial Tecnos, 2003.

COMTE, A. La filosofía positivista, México: Porrúa, 1997.

DERRIDA, J. y ROUDINESCO, E. Y mañana qué… Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2001.

DESCARTES, R. Discours de la méthode, en Oeuvres et lettres. Paris: Gallimard, 1953.

ESTEBAN, J. E. Introducción. La máscara política de Dioniso, en NIETZSCHE, F. Fragmentos póstumos sobre política. Madrid: Editorial Trotta, 2004.

DHOMBRES, J. La ciencia es joven. Una aventura positiva, aunque nostálgica, entre las ruinas de los viejos mundos. La motivación romántica de algunos científicos europeos a principios del siglo XIX, en MONTESINOS, J., ORDOÑEZ, J. y TOLEDO, S. (Eds.): Ciencia y Romanticismo. Maspalomas: Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia, 2002a.

DHOMBRES, N. Ciencia, poesía, romanticismo, en MONTESINOS, J., ORDOÑEZ, J., y TOLEDO, S. (Eds.) Ciencia y Romanticismo. Maspalomas:  Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia, 2002b.

DONDO, M. M. The French Faust, Henri de Saint-Simon. Philosophical Library, 1955.

DUPUIT, J. De la mesure de l’utilité des travaux publics, 1844.

DURKHEIM, E.: Historia de la educación y de las doctrinas pedagógicas. La evolución pedagógica en Francia, Las Ediciones de la Piqueta, Madrid, 1982.

DURKHEIM, É. Montesquieu et Rousseau, précurseurs de la sociologie. Paris: Marcel Rivière, Paris, 1966 (citado en IGLESIAS, M.C. El pensamiento de Montesquieu. Madrid: Alianza, 1984).

FARGETTE, G. Émile et Isaac Pereire, l’esprit d’entreprise au XIXème siècle. París : L’Harmatan, 2001.

FERGUSON, J. M. Historia de la economía. México, Fondo de Cultura Económica, 1948 (sexta reimpresión de la primera edición en castellano).

GALBRAITH, J. K. Historia de la economía. Barcelona: Ariel, Barcelona, 2003.

GLACKEN, C. J. Huellas en la playa de Rodas. Naturaleza y cultura en el pensamiento occidental desde la Antigüedad hasta finales del siglo XVIII. Barcelona, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1996.

GRELON, A. The European models of engineers: Origins and prospects, Symposium The culture of engineering in a rapidly changing world, Berkeley, California, 8-10 nov. 1993.

GUIGOU, J. –L. Le mythe des grands travaux, Futuribles, novembre, Paris, 1997.

HARDT M. y NEGRI, A. Multitud. Guerra y democracia en la era del Imperio. Barcelona: Editorial Debate, 2004.

HAYEK, F. A. La contrarrevolución de la ciencia. Madrid: Unión Editorial, 2003.

HEILBROW, J. The rise of social theory. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1995.

HUGOUNENQ, R. y VENTELOY, B. Les services publics français à l’heure de l’intégration européenne“, Revue de l’ OFCE, 80, janvier, 2002.

IGLESIAS, M. C. El pensamiento de Montesquieu. Madrid: Alianza, 1984.

LAFUENTE, A. La movilización de la ciencia (edición digital http://www.imim.es/quark/num28-29/028012.htm).

MUSSO, P. Télécommunications et philosophie des résseaux, la prosperité paradoxale de Saint-Simon, París, PUF, 1997.

PICAVET, F. J. Les idéologues, New York: Arno Press, 1975.

PICON, A. Les saint-simoniens. Raison, imaginaire et utopie, París, Belin, 2002.

PICON, A. Les polytechniciens saint-simoniens au XIXe siècle. París : Fondation Saint-Simon, 1994.

RENAN, E. L’avenir de la science, Paris : Calmann-Lévy, 1949 (Trad. cast.: El porvenir de la ciencia. Madrid : Doncel, 1976).

ROTHBARD, M. N. Historia del pensamiento económico. La economía clásica, volumen II, Madrid: Unión Editorial, 2000.

SAINT-SIMON. Du Système industriel. Oeuvres complètes (vol. III). París, Anthropos, 1966.

SERRES, M. París 1800, en M. SERRES (Ed.): Historia de las ciencias. Madrid: Cátedra, 2001.

 

© Copyright Francisco Joaquín Cortés García, 2014.
© Copyright Biblio3W, 2014.

 

Ficha bibliográfica:

CORTÉS GARCÍA, Francisco Joaquín. Infraestructuras y redes en el pensamiento de los científicos y sociólogos politécnicos. Biblio 3W. Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 15 de marzo de 2014, Vol. XIX, nº 1066. <http://www.ub.es/geocrit/b3w-1066.htm>. [ISSN 1138-9796].