Biblio 3W
REVISTA BIBLIOGRÁFICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
(Serie documental de Geo Crítica)
Universidad de Barcelona 
ISSN: 1138-9796. 
Depósito Legal: B. 21.742-98 
Vol. XI, nº 665, 25 de julio de 2006

Dos comentarios sobre el libro Felices y escolarizados

Índice

(1) Reseña de David Seiz Rodrigo
(2) Reseña de Javier Gurpegui Vidal
 



Palabras clave: Historia de la educación, escolarización, método genealógico, modos de educación, crítica de la educación.

Key words: Education History, Schooling, Genealogical Method; Modes of Education; Education Criticism



CUESTA FERNÁNDEZ, Raimundo. Felices y escolarizados: Crítica de la escuela en la era del capitalismo. Barcelona: Octaedro. 2005. 274 p. [ISBN: 84-8063-742-0]

David Seiz Rodrigo
Fedicaria-Salamanca
Universidad Autónoma de Madrid (España)


Viene este libro a agitar las conciencias, a despertar debates y a desmontar consensos sobre la escuela. No es, desde luego, pequeño el propósito y más proviniendo de quien lleva mucho tiempo reflexionando sobre la escuela y sus prácticas pues Raimundo Cuesta, por razones generacionales y personales lleva en esta tarea la mayor parte de su biografía de profesor y de pensador. Fue el autor miembro del grupo Cronos, uno de los colectivos de renovación pedagógica surgidos en España en los años ochenta como respuesta a los retos que planteaba la reforma educativa emprendida por el Partido Socialista y que, tras una fase experimental, culminaría en la aprobación de la LOGSE en 1990. Con la nueva ley de educación aprobada, algunos de estos grupos de renovación comenzaron a reunirse anualmente en los “Seminarios sobre Desarrollo Curricular en el Área de Ciencias Sociales”, que sirvieron de cimiento a la Federación Icaria (FEDICARIA) en la que acabarían por integrarse todos y a la que sigue vinculada el autor. El resultado del empeño de los integrantes de FEDICARIA puede seguirse en un amplio catálogo de títulos, que firmados por cada uno de los grupos e individuos que la componen, forman parte importante de la bibliografía sobre didáctica de las Ciencias Sociales escrita en los últimos quince años en España.

La reflexión de Raimundo Cuesta ha tenido especial relevancia en lo que se refiere al conocimiento de la Historia como disciplina escolar. La investigación sobre la construcción de la Historia como materia indispensable de cualquier curriculum escolar fue el objeto de su Tesis Doctoral, posteriormente publicada en dos libros “Sociogénesis de una disciplina escolar: La historia” (1997) “Clío en las Aulas: La enseñanza de la Historia en España entre reformas, ilusiones y rutinas” (1998).Actualmente Raimundo Cuesta forma parte del Consejo de Redacción de la Revista Con-Ciencia Social, expresión escrita de las diferentes iniciativas desarrolladas en FEDICARIA, y es integrante del Colectivo Nebraska, un grupo que dentro de dicha federación promueve una profunda reflexión crítica sobre la escuela. Precisamente al calor y en compañía de los compañeros de Nebraska ha podido el autor culminar el libro que aquí reseñamos.

Felices y Escolarizados es fundamentalmente una reflexión sobre el significado de la escolarización en el mundo contemporáneo, un espacio temporal que el autor prefiere determinar por el análisis del sistema económico hegemónico, por ello no debe extrañar que el subtítulo se refiera a la escolarización en la “era del capitalismo”, precisión que tiene una importancia fundamental para una de las tesis centrales del libro, la que sostiene la necesaria correlación entre lo que el autor denomina “modos de educación” y la evolución del modo de producción capitalista, de innegable tradición marxiana.

El libro desarrolla una especulación intelectual que va más allá del propósito que el título reconoce, enriquecida con perspectivas que a la postre provocan en el lector la sensación de que el autor, sugiere, rebate e inquiere, buscando su reacción, animándole a tomar parte en esa reflexión crítica que es el alma del libro. Extrañamente a lo que suele ser habitual en obras de este tipo, la ironía y el guiño inteligente caracterizan el estilo con el que se teje la urdimbre intelectual del texto, algo de lo que el título de la obra, ese sarcástico “felices y escolarizados”, es quizás el primero y mejor ejemplo.

El capítulo inicial se titula, también con evidente retranca, “La conquista de la felicidad”, y está dedicado a analizar los orígenes de la escuela y el triunfo final de la escolarización obligatoria. Conviene, en este punto, precisar algunas de las deudas intelectuales que Raimundo Cuesta reconoce y a las que tanto debe el libro, tanto en el fondo como en la forma. Confiesa el autor, como intelectual y como historiador, una querencia por el análisis genealógico postulado por FriedrichNietzsche; por ello entiende que nada hay más pernicioso que entender lo contingente como necesario y lo mutable por permanente. Nada mejor entonces que alejar la perspectiva y rastrear el significado de la escuela hasta sus orígenes. Sirve la lejanía también para comprobar las tesis foucaultianas que plantea, pues la consideración de la Escuela como lugar de encierro y como instrumento de control social, parece hacerse más evidente en los textos fundadores del sistema escolar. Comparte Raimundo Cuesta con MichelFoucault la consideración de la sociedad contemporánea como una sociedad disciplinar, donde la violencia física ha sido sustituida por la más sutil y mejor aceptada violencia simbólica de la que la escuela será privilegiado instrumento. La escuela en el mundo contemporáneo, en línea con este pensamiento, se hermanaría con la cárcel y la fábrica en el uso de esa peculiar tecnología del encierro destinada a forjar al hombre contemporáneo.

La escuela ha sido taller de hombres desde los inicios del pensamiento escolar, Lutero, Comenio, Kant o Condorcet, en rápido paso de generaciones y propósitos, coinciden en imaginar un recinto donde de la mano de competentes maestros, los niños se conviertan en hombres útiles a sí mismos y a la sociedad. Sobre ese “buen salvaje”, imagen idílica de un niño que ha de ser formado para hacerse humano, la escuela fomentará las virtudes que harán de él un hombre religioso, un orgulloso y convencidito adalid del progreso y un defensor febril de la patria que le ha educado. A finales del siglo XVIII y a comienzos del XIX los nacientes estados sustituyeron a las iglesias en la educación pero aprovecharon la tecnología escolar que desde Commenio venía desarrollándose. En la transmisión del nuevo catecismo civil predicado por los estados fue avanzadilla Prusia, pionera en una obligatoriedad escolar comprendida entre los cinco y los trece años que tendría perdurable éxito. Posteriormente la Revolución Francesa hará también de la escolarización obligatoria bandera de la nueva sociedad civil, propósito que tiene perfecto reflejo en uno de los textos educativos clásicos, el informe Condorcet donde se diseña una pirámide escolar de grados y etapas que será en esta primer periodo de la historia de la escolarización, casi perfecta traslación de la estructura de la sociedad de clases. Sobre la promesa del ascenso social y con el discurso de la igualdad de oportunidades la escolarización obligatoria se convertirá en histórico consenso y su consecución en el propósito preferido de los reformadores sociales. Un consenso que el libro discute en sus idílicos propósitos desde la perspectiva que otorga la mirada genealógica sobre las ideas que sostienen la escuela y a las que acude en este primer capítulo.

El segundo capítulo podría tacharse de digresión si hiciéramos una lectura rápida del libro. Sin embargo y pese a lo que a primera vista pudiera parecer,resulta esencial para explicar algunos de los reparos y críticas que sobre el carácter de la escolarización se hacen en esta obra. El título bien podría pertenecer a un libro diferente, “Paradojas y sueños de la razón historiográfica”, pues no en vano no es sobre la escuela de lo que se trata aquí, sino de analizar los autores e ideas que han tenido un mayor peso en la interpretación de la escuela como objeto de estudio histórico. Rebate el autor la oportunidad de la identificación de escolarización y progreso impugnando la misma idea de progreso, situándola en la historia y relacionándola con una idea propia de la economía que provoca no pocos malentendidos, siendo especialmente crítico con esa moderna concepción de “capital humano”, unida íntimamente con una idea de la educación que pretende precisamente la formación de tan particular forma de capital en la escuela.Progreso, modernización y capital humano serían prueba palpable de una idea de la educación más cercana al interés económico que a ese vago propósito civilizador atribuido desde sus orígenes a la escuela. Duda el autor igualmente de algunas de las convencionales relaciones que se han hecho entre desarrollo económico y educación y en línea con las tesis de A. Viñao considera que estas relaciones no son ni lineales ni unívocas.

Concluirá Raimundo Cuesta su crítica al ideal progresista denunciando el error de atribuir a la educación esa creación de riqueza que se le atribuye o el no menos perverso, en su opinión, paradigma de la formación integral de los ciudadanos. La escuela para Raimundo Cuesta no puede desvincularse de los orígenes y el desarrollo del capitalismo y por tanto está desde su origen a la reproducción tanto del modelo social que la sostiene como de las relaciones de poder establecidas en el mismo. El estado sería el cómplice necesario de este modelo, no el pretendido ente neutral y benéfico que la tradición liberal progresista a menudo le atribuye.

Al final del capítulo desvela el autor sus fuentes,una tradición crítica que partiendo de Foucault pasa por Julia Varela y Fernando Álvarez Uría, para concluir en la obra de CarlosLerena de la que sin disimulo bebe el autor hasta saciarse. Para todos ellos la escuela no sería esa soñada geografía neutra abierta a la voluntad reformadora, sino un espacio integrado en la sociedad de la que dependería íntimamente, tanto en las funciones reproductoras encomendadas como en el reflejo de las tensiones y contradicciones de ella.

Puestos en la evidencia de que la Escuela es un sujeto histórico, nacida en un momento concreto, respondiendo a unas necesidades particulares y por lo tanto en el carro de la Historia como cualquier otra institución, llega el autor al capítulo tercero en el que se propone “Pensar Históricamente la Escuela”. Si hasta aquí la vinculación entre la escolarización y el capitalismo ya había sido destacada, el análisis que realiza Raimundo Cuesta en este capítulo estrecha la relación en una de las propuestas teóricas más interesantes del libro. La tesis del autor, esquematizada en un cuadro explicativo en la página 128 del libro, consiste en relacionarla evolución del sistema de producción y la organización social capitalita con la génesis de los modelos educativos, resultado de la cual tendríamos los denominados “modos de educación” tradicional-elitista, en una primera fase del capitalismo, y el modo de educación tecnocrático de masas, propia del capitalismo desarrollado posterior a la segunda guerra mundial y en el que nos encontraríamos inmersos en España, al menos desde finales de los años sesenta.

Aplicado a la historia del sistema educativo español el modo de educación tradicional-elitista, llegaría desde los orígenes del Estado liberal hasta los años cincuenta del siglo XX. Se trataría de un sistema dual en el que a una base muy amplia de escolarización obligatoria, destinada a toda la población se sobrepone una segundo estrato estrecho y limitado, destinado a las clases privilegiadas del sistema. Una escolarización obligatoria, simple, poco más allá de unos rudimentos y atendida por maestros; y una educación secundaria elitista, impartida por profesores provenientes de la Universidad, muy limitada en el número de centros y por tanto en el número final de alumnos, y destinada a una elite capaz de pagarla y llevarla a término. Una educación secundaria destinada a llevar a los alumnos a profesiones y estudios mejor considerados y con una evidente proyección social. Renta de la que vive todavía la común consideración de la escuela como escala meritocrática por la que ascender socialmente. También corresponden a esto modo de educación tradicional la formación de las imágenes, lenguajes y estereotipos nacionales que tuvieron tanta importancia en la formación de conciencias ciudadanas y de pertenencia, tan esenciales para los recién nacidos estados-nación.

Esta etapa llega hasta los años sesenta, década de transición en la que el número de alumnos crece y en la que se hacen patentes las limitaciones del modelo educativo en vigor. La evolución socio-económica y el agravamiento de las dificultades que la escuela tenía para atender las necesidades que demandaba el sistema, llevó a los legisladores a poner las bases de ese modo de educación “tecnocrático de masas” entronizado definitivamente con la aprobación de la Ley General de Educación de VilarPalasí en 1970.

El resultado de esta periodización por encima de gobiernos y acontecimientos políticos, es un análisis más atento al tiempo histórico largo, en el que los cambios, que no se niegan, son redimensionados. Especialmente controvertido resulta por ello el hecho de que no se conceda, como ha sido constante en las historias sobre la educación en España, un especial estatuto al periodo republicano o se considere la obra reformadora de la Institución Libre de Enseñanza dentro de los márgenes dibujados por el modo de educación tradicional-elitista.

Provoca también extrañeza comprobar cómo la aplicación del modo de educación tecnocrático de masas al análisis de la historia educativa española más reciente sirve para destacar las continuidades entre las políticas educativas de los gobiernos conservadores o socialistas. La reflexión, por ello es especialmente crítica con las reformas educativas, desde la emprendida por el PSOE a comienzos de los años ochenta hasta las que con ánimo contrarreformista hicieran los gobiernos del Partido Popular, llegando a las vísperas de la última (penúltima ironiza) reforma emprendida por el PSOE y que el libro sólo apunta en sus intenciones. Las tensiones que afectaron al sistema educativo tras la aprobación de la LOGSE son atribuidas precisamente a la dinámica impuesta por un modo de educación que supera las intenciones reformadoras de las pedagogías psicologizantes y técnológicas que tanta importancia tuvieron en la génesis de la primera reforma socialista. Desvía, por lo tanto, el autor la atención de las tradicionales controversias sobre la doble red, pública privada, que las reformas y contrarreformas acabaron por certificar,los debates sobre la presencia de la religión católica en las aulas o la pretensión de sostener las derivas de los nacionalismos periféricos con una reverdecida llamada a los mitos fundadores de la nación española. Nada de esto se niega pero pierde valor cuando se sitúa en el más amplio marco económico y social dibujado por el capitalismo tecnocrático de fin de siglo. La escuela respondiendo a la llamada del mercado, en definitiva la llamada de quien durante todo el libro es reconocido como el factotum del proceso de escolarización, se encuentra en una nueva encrucijada histórica de la que Raimundo Cuesta anota tanto las contradicciones como la derivas neoliberales. La conversión de la educación en mercancía y la transformación de los padres (más que los alumnos) en clientes que eligen en un “mercado” de centros, forman parte de esa nueva vuelta de tuerca que el capitalismo da en nuestros días a la escuela.

Vuelve el último capítulo a la senda trazada por el capítulo segundo, a la reflexión sobre el estado educador. No es, sin embargo, una repetición de argumentos sino una mirada diferente sobre el estado, si la primera destacaba desde el principio el control social ejercido por éste, se ocupa Raimundo Cuesta aquí de su cara más amable, el llamado “Estado del bienestar”. Creación contemporánea que tiene precisamente en el mantenimiento de un sistema público de educación extendido a toda la población uno de sus principales puntales. Parte para ello de una afirmación que contribuye a explicar el título de la obra, pues revindica la importancia que tiene la formación de el estado en la formación del capitalismo, un estado siempre socialmente intervencionista por más “liberal” que se muestre en lo económico. La argumentación desvela, volviendo sobre el pensamiento de Foucault, la intencionalidad de un Estado que por medio de la educación procura atemperar las resistencias convirtiéndose en caritativa madre de sus ciudadanos. Cierra con geométrica perfección el libro volviendo sobre el taller de hombres, sobre el encierro redentor y la salvífica misión de la escuela, pues las últimas páginas están dedicadas con foucaultiano espíritu, a una taxonomía de los encierros. La infancia redimida se convierte en sujeto escolar, alejada de los talleres pero también de las calles, los niños son puestos a resguardo en las aulas. La infancia, valga la redundancia, se infantiliza, recupera el limbo de los inocentes y se aleja a propósito del mundo de los adultos. Dos edades la infantil y la adulta a la que corresponden diferentes estatutos penales, un propósito que llevará tiempo y que al final del proceso conduce a la división entre el mundo de la escuela, la infancia y el mundo del trabajo y la responsabilidad penal.

No sirve el epílogo para resolver las contradicciones que plantea el libro y que tanta inquietud producen en el lector. Como reflexión sobre las circunstancias que han edificado el presente resulta útil a cualquier propósito renovador, reconocer los materiales, las ideas y las construcciones que nos sostienen “pensar históricamente la escolarización”. Por todo ello propone Raimundo Cuesta desde la conciencia de qué significa la escolarización, iniciar una renovación que el autor entiende tan necesaria como sujeta a imperativos poderosos que no pueden sortearse con salvadoras propuestas pedagógicas o idílicos paraísos estatalizadores.

Quien esta reseña escribe ha tenido la oportunidad de asistir a numerosos debates sobre el libro de Raimundo Cuesta y ha manejado otras reseñas que sobre él se han escrito. Sorprende que en todas se aluda a la incomodidad que el libro produce. Gustan de acudir los miembros de Nebraska a una cita de Fernando Pessoa: “Pensar es incómodo como caminar bajo la lluvia”, y no encuentro mejor síntesis a lo que la lectura de Felices y escolarizados propone.

De pensar se trata, efectivamente, de volver nuestra capacidad de pensamiento y por tanto nuestro sentido crítico sobre los consensos que sostienen la escolarización. Algo que por fuerza ha de incomodar porque lo que el autor al fin y a la postre hace es agitar seguridades, y dudar de nuestros buenos propósitos.Por todo ello quizás precisamente sean quienes leen el libro desde posiciones “progresistas”los que se muestran más confusos tras las lectura. No en vano el libro desmonta la idea de progreso, desarma la misión salvífica de la escuela y discute los resultados más celebrados de la escolarización obligatoria. No contento con esto, arremete contra la naturaleza del Estado del bienestar, derriba algunos lugares comunes de la historia de la educación en España la antinomia Iglesia-Estado, el reformismo republicano e institucionista, o la excepcionalidad histórica española. Una verdadera furia iconoclasta que no puede por menos que pasar factura al inadvertido lector pues se encuentra ante una crítica profunda que desvirtúa cualquier renovación formal sino está acompañada de una profunda revisión de los presupuestos que sostienen la escuela. En esto estriba la grandeza renovadora del libro de Raimundo Cuesta, en que su crítica no pretende, pese a lo que les pueda parecer a algunos, regresar a una dorado paraíso analfabeto, sino a promover cambios capaces de contrarrestar el discurso hegemónico por medio de la denuncia de los más taimados de estos discursos, los que se hacen desde renovaciones que no son más que lampedusianas reformas.
 
 

© Copyright: David Seiz Rodrigo, 2006
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Ficha bibliográfica
 

SEIZ RODRIGO, D. Cuesta Fernández, Raimundo. Felices y escolarizados: Crítica de la escuela en la era del capitalismo. Biblio 3W Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales, Universidad de Barcelona, Vol. X, nº 665 (1), 25 de julio de 2006. [http://www.ub.es/geocrit/b3w-665.htm]. [ISSN 1138-9796].

 
 


CUESTA FERNÁNDEZ, Raimundo. Felices y escolarizados: Crítica de la escuela en la era del capitalismo. Barcelona: Octaedro. 2005. 274 p.
[ISBN: 84-8063-742-0]


Javier Gurpegui Vidal.
Profesor de Enseñanza Secundaria en el I.E.S. “Pirámide” de Huesca (España).
Miembro de Fedicaria.



 
En Abril de 1997, Raimundo Cuesta completaba una investigación en forma de tesis doctoral –con el título de El código disciplinar de la historia. Tradiciones, discursos y prácticas sociales de la educación histórica en España (siglos XVIII-XX)- que profundizaba en la “Historia” como disciplina escolar a partir de la reconstrucción de su pasado. Un pasado que no se parecía precisamente al recorrido triunfal con el que se legitima un ámbito del saber o un cuerpo de expertos docentes, sino que desvelaba los intereses sociales que originan un producto ilustre y de apariencia intachable. Intereses nada desinteresados, dicho sea de paso. Ahora, en Felices y escolarizados (2005), primer título de la colección “Educación, Historia y Crítica” [1] , Cuesta propone “la mirada crítica y genealógica de la escuela en la era del capitalismo, tomando como argumento central el proceso de escolarización universal y obligatoria” (pp. 9-10). Y es que la escolaridad obligatoria se ha convertido en un referente tan indiscutible como la presencia de una disciplina escolar en el currículum, gracias en parte a unos “valores añadidos” que el pasado le ha ido asociando. A la “desnaturalización y desvelamiento” de estos valores (p. 13) se dedica Felices y escolarizados. Crítica de la escuela en la era del capitalismo.

El primer ensayo, “La conquista de la felicidad”, establece un bosquejo histórico de la escolarización obligatoria, que arranca en el XVI, momento en el que se esbozan las grandes líneas de la modernidad. La primera referencia es Lutero, con su defensa de la obligatoriedad, a la que el mundo protestante se adheriría posteriormente, llegando a importantes cotas de alfabetización con el paso de los siglos. Sin embargo, en el ámbito católico fue fundamental la Ratio studiorum (1599) jesuítica, método elitista a partir del cual los Escolapios tenderán un puente con el modelo liberal-estatal del XIX. Más tarde llegaría la Didáctica magna (1632) del checo Comenius, subtitulada Artificio universal para enseñar a todos todas las cosas, mecanismo que extiende la escolaridad básica hasta los 12 años. Llegados al XVIII, aunque se suele señalar la importancia de la Revolución Francesa, en el mismo siglo habían surgido antecedentes como el estado Prusiano –pionero de la educación pública y legislador de la obligatoriedad universal- o las propuestas de algunos ilustrados franceses. En todo caso, la Revolución contempló una serie de proyectos inaplicables, pero doctrinalmente significativos, así como unos efímeros intentos legislativos. Pocos años más tarde, en plena guerra de Independencia, las Cortes de Cádiz establecerían las bases discursivas del estado español moderno.

Desde finales del XIX, los sistemas educativos europeos fueron aprobando leyes de gratuidad y obligatoriedad de la enseñanza; proceso que se extiende en España desde la Ley Moyano (1857), que escolariza hasta los 9 años, hasta la LOGSE (1990), que alcanza hasta los 16, edad de incorporación al trabajo. Como se puede ver, el arco temporal planteado por Cuesta es muy amplio, distinguiendo entre distintos ritmos históricos: no se deben identificar los cambios en la conformación de las ideas con los de su “puesta en práctica”, ni la periodización política con los cambios estructurales, ni –ya que hablamos de España- los ritmos de la escolarización con los de la democratización (p. 171). La obligatoriedad escolar se nos perfila como un proceso complejo, que junto al “trabajo asalariado y la prisión como sanción penal regularizada, son fenómenos consustanciales al desarrollo del capitalismo y el Estado-nación” (p. 17). Por todo esto es lógico que Felices y escolarizados evite la narración lineal, característica de la historia tradicional, y nos presente un desarrollo plagado de contradicciones, discontinuidades y vaivenes, en los que la progresiva imposición de la obligatoriedad escolar como el mayor bien no es el producto de una conspiración, sino de factores estructurales que rebasan las intenciones humanas conscientes.
En consecuencia, no es de extrañar que el segundo ensayo, “Paradojas y sueños de la razón historiográfica” nos proponga un ejercicio de toma de conciencia del oficio del historiador, y sitúe en el punto de mira precisamente las distintas formas de hacer historia de la escuela, a partir del cuestionamiento de tres modelos. El primero es el economicista, que descansa en la convicción de que la humanidad avanza de forma imparable hacia una universalización del modelo de producción capitalista –algo que para Cuesta no es ni posible ni deseable-, contexto en el que según las teorías del capital humano, se instaura la ecuación que vincula educación con desarrollo económico (p. 90), circunstancia ésta desmentida por casos como la Revolución Industrial, que en el Reino Unido estanca la alfabetización infantil y femenina por necesidades de mano de obra (p. 92). El sujeto de este enfoque sería el homo oeconomicus, concentrado en maximizar sus oportunidades materiales acumulando bienes y posibilidades de consumo. El segundo lugar, el paradigma ideal-progresista, se basa en tres pilares que son los que a su vez vertebran el libro: “la aceptación acrítica de la idea de progreso, la consideración de la escuela como un espacio vacío distinto de la sociedad y la concepción cosificada (ahistórica y naturalizada) del Estado como un ente institucional con poder arbitral y neutro” (p. 99). La historia de la escuela vendría a ser el continuum evolutivo de su expansión y mejora cualitativa: cada vez más oferta y más gasto, más sectores de población atendidos, más “calidad”.

Estos dos paradigmas tienen bastante en común: el economicismo de uno y el narrativismo del otro establecen una continuidad totalitaria e imparable en el transcurrir histórico, ambos parecen identificarse y formar parte del “resultado final” de la Historia, ambos “configuran una metanarrativa histórica y unos supuestos valorativos que ignoran el rostro terrible y los sufrimientos producidos por las instituciones fundadas en el orden racional burocrático de la modernidad” (p. 115). A la hora de buscar alternativas, otros enfoques como la historia cultural podrían introducir un cierto relativismo y reflexión sobre la reconstrucción del pasado. Aunque es preciso operar con las especificidades de la llamada cultura escolar, también se ha producido un abuso del concepto de cultura, que en ocasiones se ha cosificado hasta eliminar la necesaria dialéctica que debe vincular lo micro y lo macro, las rutinas de la escuela y una periodización que no debería coincidir con la de la historiografía tradicional. En su búsqueda de un enfoque generador de discontinuidades históricas que permitan un distanciamiento crítico, una desidentificación que nos ayude a cuestionar la fatalidad de la historia y de nuestro presente, Cuesta se vincula a la historia social de raigambre marxista -especialmente a E. P. Thompson-, la sociología crítica de la educación –Bourdieu, Lerena…- y la genealogía foucaultiana, sin despreciar otros planteamientos filosóficos como los de Walter Benjamin o la Escuela de Frankfurt (p. 122).

En consecuencia, se hace necesario un instrumento alternativo para pensar históricamente la escuela, que respete su lógica específica sin por ello hacerla impermeable a elementos procedentes de la teoría social y de la historia sociocultural. A ello se dedica el capítulo 3; este instrumento será el modo de educación, caracterizado por tres elementos: modo de producción, formas de ejercicio del poder y naturaleza y funciones del conocimiento. Así, la  formación de los sistemas nacionales de enseñanza atravesará dos fases de desarrollo histórico, el modo tradicional-elitista y el tecnocrático  de masas. El paso de un momento a otro es el paso de un capitalismo tradicional, de ámbito nacional, a otro monopolista y transnacional; de un poder correctivo, basado en la coacción física y en medios organizativos, a otro más “blando”, basado en interiorización de las normas, y en la consiguiente producción de subjetividades aquiescentes. Es el cambio, finalmente, entre dos formas de organización del conocimiento; la primera, basada en una rígida jerarquía, la existente por un lado entre una enseñanza primaria generalizada, degradada y repetitiva, que ejercita desordenadamente el aprendizaje de leer, contar y rezar, y por otro, una educación secundaria destinada a unos pocos, a quienes proporcionará la “distinción” del saber humanístico; la segunda, incorpora la autoridad cognitiva del experto y plantea una extensión del conocimiento, al que se accede en igualdad de oportunidades, cuya estratificación  se atribuye a las diferentes aptitudes y méritos de los individuos.

La transición entre estos dos modos de educación precisa un estado social que integre facetas de la sociedad civil en nombre de esta nueva racionalidad dominadora. A ello se dedica el capítulo cuarto, que arranca con el nacimiento de la seguridad social en el seno del autoritario estado Prusiano, con el objetivo de integración y estabilización de la clase obrera. Tras una primera institucionalización en los años treinta, al socaire del New Deal, los frentes populares y los triunfos socialdemócratas, será a partir de la derrota de los fascismos cuando los estados de bienestar triunfen en Europa, siendo la obra de conservadores y liberales en Gran Bretaña el punto de irradiación del fenómeno. Paulatinamente, la generalización de la escolarización viene acompañada de un incremento del gasto público y la mayor presencia de un Estado que ahora se podría calificar de evanescente (p. 202) basado en el convencimiento que produce la racionalidad de los expertos y su consiguiente, en expresión de Bourdieu, violencia simbólica. Será tras la crisis de los setenta será cuando se produzca una restricción presupuestaria que, muy consonancia con las “revoluciones conservadoras”, traiga consigo el traslado de costes –se engrosa la educación básica en detrimento de la postobligatoria-, la mercantilización de servicios educativos y un incremento de los procesos selectivos que amortigua los consensos sobre la comprehensividad.

Paralelamente se produce la constitución del concepto de “infancia” ligado a la escolarización de masas, fundamentado en las “tres edades normalizadoras” (p. 190): incorporación al trabajo, responsabilidad penal y permanencia en la escuela. Los cambios en la concepción de la justicia de menores nos refieren la transición de un modelo en el que el delincuente recibe castigo por faltas a la observancia de unos valores eternos, a otro en el que el juez delega en el especialista regulador de conducta (p. 235). Así, entre 1822 y 2000 la edad penal pasa de 7 a 14 años, proceso paralelo, por un lado, a la ampliación legal y efectiva de la escolaridad obligatoria y al aplazamiento de la incorporación al trabajo (p. 243), y por otro, a la delimitación de la infancia como una etapa singular, dentro de una taxonomía de las etapas vitales dotada de base científica, por parte de la psicología evolutiva (pp. 244-46).

El objetivo de la obra es la “genealogía de los problemas de la escuela de hoy a través del estudio de la de ayer” (pp. 121-23). Por ello, dedica especial atención al “aquí y ahora” del autor, al entorno español y al momento actual de la educación. Por distintas razones históricas, el caso español camina con “el pie cambiado”. Tras una efímera experiencia reformista de legislación contra el trabajo infantil durante la I República (1873) y la formulación de políticas sociales por parte del Ministerio de Instrucción Pública en 1900, se observa un paralelismo entre la generalización de las prestaciones sociales y de la educación obligatoria. Al finalizar el primer tercio del XX, en el que un incipiente estado de bienestar alcanza rango constitucional con la II República, el franquismo introduce un componente anómalo, retardando tanto la prestación sanitaria universal –hasta 1963, época a partir de la cual se incrementa el gasto sanitario y educativo, en detrimento de defensa y justicia- como la implantación de la escuela comprensiva. La otra anomalía, es que cuando alrededor de los 90 en España se reforma el currículum y se amplía el gasto educativo, triunfan las políticas neoliberales en Occidente. En consecuencia, el caso español contempla el desarrollo del modo de educación tradicional-elitista desde mediados del XIX a mediados del XX, un periodo de transición en los años sesenta del XX y la incorporación al modo tecnocrático desde los años setenta hasta hoy.

A pesar de ello, existe un consenso en la reciente historiografía en reivindicar la “normalidad” y europeidad de España en su acceso al bienestar y la democracia, que sirve para ratificar un diagnóstico necesariamente optimista, de efectos inmovilistas, sobre nuestro presente, dejando de paso a un lado los planteamientos marxistas –reducidos, en palabras de Álvarez Junco (citado en p. 83) a una mezcla de “estructuralismo mecánico-economicista” y “pesadumbre romántica”-. Cuando se trata de la extensión de la escolarización en España, este optimismo trasciende las diferencias entre conservadores y socialdemócratas, y contamina una buena parte del discurso de la izquierda. La inicial animadversión del movimiento obrero a la escuela capitalista fue paulatinamente domesticada, y se trocó por la plena identificación del cambio social con el cambio escolar, tras haberse impregnado del ethos de las clases medias” (p. 69), como muestra el caso paradigmático del programa del PSOE en 1918. Por todo ello, una buena parte de las críticas de Cuesta van dirigidas a los gobiernos de  este mismo partido, cuyos planteamientos educativos, especialmente a partir del ministerio de Suárez Pertierra, muestran claras afinidades con el Partido Popular. En esta tesitura, conviene recordar que en la actualidad, el gasto educativo español sigue sin alcanzar la media de los países ricos, e incluso se produce un ligero descenso desde 1995.

En una reseña de Felices y escolarizados excesivamente ceñida al primer capítulo, se dice que “[l]a ideología foucaultiana opera con un punto de partida que tiñe necesariamente todos los resultados de su reflexión” (Martín, 2005). Ello implicaría que para entrar en el molde teórico prefijado se procede a una deformación de la realidad histórica que desemboca en la desmoralización cultural de la clase obrera, pues se niega el interés objetivo en su educación. ¿Hasta qué punto Cuesta adopta el enfoque foucaultiano de manera totalizadora, y con unos efectos políticamente conservadores? Veamos. De Michel Foucault se ha cuestionado su retrato del ejercicio del poder excesivamente abstracto, que no matiza entre instituciones o territorios, y no acaba de explicar que determinada “producción de subjetividades” tenga lugar precisamente en una coyuntura como los siglos XVI y XVII (Fernández Enguita, 1985: 139-242); también se ha puesto en cuestión su pobre teorización de las relaciones entre discurso y formación social (Weeks, 1993). En su propia defensa, Foucault señaló que el poder no es omnisciente, sino ciego, y que la multiplicación de sistemas de control se debe a su propia impotencia. Respecto a las implicaciones políticas de sus planteamientos, añadió: “me niego a adoptar una postura profética, es decir, aquella que consiste en decirle a la gente: esto es lo que tenéis que hacer, o también: esto está bien y esto no. Lo que en realidad les digo es: así es como, grosso modo, me parece que son las cosas y las describo de forma que las posibles vías de ataque queden perfectamente dibujadas” (1993: 252).

Sin embargo, dado el espesor y trabazón con que el poder se nos describe en sus obras, da la sensación de que las “vías de ataque” en realidad no quedan tan “perfectamente dibujadas” como se nos da a entender. Pero lo que no está tan claro es que Felices y escolarizados herede miméticamente las limitaciones del pensador francés, por mucho que el método genealógico forme parte protagonista de esa “caja de herramientas teórica” (p. 122) –expresión, por cierto, de Foucault- que, junto a otros planteamientos, conforman el enfoque histórico adoptado. La genealogía se propone el estudio los discursos en su “régimen de materialidad”, es decir, inmersos en un entramado de relaciones materiales y simbólicas que se vinculan con las prácticas sociales. En este contexto, la historia cuestiona la apariencia impecable de las cosas, iluminando las condiciones en las que se ha gestado nuestro presente a través de la memoria de los conflictos del pasado (Varela y Álvarez Uría, 1997: 61). Desde este punto de vista, podemos decir que Felices y escolarizados delimita metodológicamente sus propuestas con una mayor  nitidez y eclecticismo que los estudios históricos de Foucault, de quien Cuesta adopta sus categorías de análisis. Con independencia de posibles divergencias sobre sus interpretaciones históricas, Felices y escolarizados distingue perfectamente entre factores históricos, estructuras y discursos, explicitando metodológicamente cada uno de sus pasos. Ahora bien, ¿qué hay de ese posible “efecto conservador” del método genealógico?

La crítica de Felices y escolarizados a la escuela realmente existente se desmarca claramente de otras oposiciones radicales a la institución, de carácter en el fondo reaccionario, como pudiera ser el movimiento estadounidense unschooling; incluso del utopismo de autores de referencia como Ivan Illich (1975), atractivo en su diagnóstico, pero desafortunado cuando se empeña en aportar soluciones positivas. Su propuesta de unas “tramas de aprendizaje”, impulsoras de un “aprendizaje automotivado”, que se plasman en el desarrollo de una red de magnetófonos para difundir y registrar las opiniones de las personas de a pie, “lonjas de habilidades” en las que se intercambian los saberes y los aprendizajes, y “servicios de búsqueda de compañero”, parecen más un delirio de Nicholas Negroponte que una experiencia socialmente fundamentada. Y es que a veces los apocalípticos se asemejan peligrosamente a los integrados. Cuesta perfila la escolaridad evitando en todo momento una perspectiva idealizadora, que identifique su funcionamiento social real y su imaginario. El programa educativo previsto por Marx para la clase obrera, que aunaba estudio y trabajo (p. 67), o cualquier otra alternativa a la escuela capitalista son posibilidades abandonadas en el pasado, y cualquier intento nostálgico por desandar nuestros pasos, en pos de una utopía positiva, resultaría idealista y regresivo. Por el contrario, ese rastro que dejaron las ocasiones perdidas testimonia que el pasado no necesariamente tuvo que ser así, ya que la acción humana podría haber empujado los acontecimientos en otra dirección.

Con frecuencia, se exige que todo discurso, por muy incisiva que sea su crítica, termine con un apartado de “alternativas” o “propuestas de acción”; así la gente se queda más contenta, como cuando una película termina bien. Pero el quid de la cuestión no está en que “el paso posible” pueda compensar la dureza de un diagnóstico, sino en que éste deje dibujadas las “vías de ataque”. ¿Cuál el caso de Felices y escolarizados? En sus últimas páginas (pp. 252-53) Cuesta esboza una propuesta de actuación teórico-práctica –expuesta con más precisión en otro lugar (2004), cuyas ideas seguimos-. Un primer nivel, el curricular, subvertiría el modelo academicista de currículo, inclinándose por una enseñanza “cuestionadora de las verdades del presente” a través del estudio de los “problemas relevantes” que afectan a nuestra vida social. Pero no se debe abandonar la cuestión en ese nivel, encuadrando la docencia en los parámetros de una profesionalidad corporativa, basada en el dominio técnico de un saber, o a lo sumo, en una opción ética individual en beneficio de la comunidad educativa, por encima de ideologías e intereses sociales. Es preciso trascender el ámbito del centro educativo, situándonos en un segundo nivel, el político, que exigiría para el profesorado la condición de “intelectual contrahegemónico”, capaz de propugnar “un futuro distinto desde un presente tal como es”; demandaría el reforzamiento y creación de redes asociativas descentradas, impulsoras del pensamiento crítico y de “nuevos usos públicos de la escuela” –lo que Martínez Bonafé ha llamado “realización pública de la escuela pública” (2006)-. El tercer dominio sería el sociocultural, donde se cimenta el “sentido común crítico” capaz de trascender los vaivenes del bipartidismo y de impregnar realmente las formas de pensar y hacer.

Esta mezcla de pesimismo y “pedagogía de lo posible” cristaliza en la frase “pensar muy alto y actuar muy bajo” (p. 253), es decir, tomar conciencia de las fuerzas históricas que han gobernado la escuela, y mancharse las manos, ponerse a trabajar. El ajuste de cuentas con el pasado de la escuela no necesariamente debe desembocar en la parálisis, sino en la asunción de las contradicciones heredadas. Porque no se puede negar una contradicción por parte de Cuesta en el cuestionamiento radical de la lógica escolar por un lado, y en la formulación de una propuesta curricular por otro, por mucho que pretenda “problematizar el presente”. Y sin embargo, cuando rebasamos las pedagogías inmanentistas, circunscritas al interior de la Escuela, y la conectamos con su entorno, no se está negando el sentido de la enseñanza, sino que se la está enmarcando en una lógica distinta, la de las prácticas políticas y sociales de cambio. Eso sí, por el camino sería bueno que dejáramos a un lado la “buena conciencia” (Martínez Bonafé, 2006) y la ciega confianza de que la Escuela sea la palanca del cambio social por excelencia.

Y sin embargo, sí que percibimos un cierto desajuste entre razón utópica y  razones prácticas. Si se parte de la base de que “[l]os logros del Estado de bienestar como los del proceso de escolarización de masas han de ser vistos con una óptica ambivalente, contradictoria, comparativa y dinámica” (p. 208), hay que asumir que el diagnóstico de Cuesta no explica el protagonismo de las fuerzas sociales que pueden resistir frente a la escuela capitalista. En su desenmascaramiento de los “logros” del bienestar hay más énfasis en su carácter dominador que en sus ambivalencias, como si los vaivenes históricos sólo fueran un mero retardo del desenlace fatal de los designios del capitalismo. Si el cumplimiento histórico de los fines de la escuela capitalista no era inevitable, es preciso detallar más ese momento dialéctico en el que las cosas podrían haber sido –y pueden ser- de otra forma.  A fin de cuentas, recordemos que un gran fustigador de la idea de progreso como fue Walter Benjamin, la encontraba complementaria del eterno retorno (2005: 145): el optimismo histórico tiene su reverso en el infierno, al que la repetición de lo dado nos condena.

En todo caso, Felices y escolarizados es un buen antídoto contra el “bipartidismo mental” que impregna en la actualidad una buena parte de los discursos progresistas en España, y que justifica cualquier cosa que “suavice” las formas privatizadoras, segregacionistas y autoritarias de las políticas conservadoras, aunque sea a cambio de esos mismos procesos bajo un envoltorio ideológico más suave y amable. Bipartidismo que califica de inoperante e insensata cualquier alternativa “radical” a esa “gran casa de la izquierda” que se pretende la socialdemocracia. Hace ya algunos años que en la educación española, “la espuma del debate político” oculta una “marea profunda” de mayor calado histórico (p. 181). El baile de medidas y contramedidas de reforma educativa pudiera hacer pensar, que la pugna tiene lugar entre concepciones políticas con un modelo social diametralmente opuesto, pero no, sencillamente, es que las formas de privatización y de despolitización de la enseñanza, son tan sólo estratégicamente distintas. Y a veces ni eso. Una buena forma de “acompañar” el uso de este libro, en cualquiera de los niveles de acuerdo que puedan darse con él es apoyarse en el mismo para templar nuestro pensamiento crítico, para reforzar el lugar social que queremos ocupar en la construcción de una praxis crítica. Porque, como decía el mismo Foucault, “[n]o se es radical por pronunciar determinada palabra. No: la radicalidad está en la existencia” (1993: p. 253).
 

Nota

 
[1] Esta colección pretende ser el aglutinante de pensamiento del “Proyecto Nebraska”, iniciativa surgida en el seno del grupo de renovación pedagógica “Fedicaria” (www.fedicaria.org), con el objetivo de profundizar en la genealogía de las disciplinas escolares y los usos pedagógicos del capitalismo. También forma parte del proyecto otro libro de la misma colección, Enseñanza, examen y control, profesores y alumnos en la clase de Historia, de Javier Merchán.
Bibliografía

BENJAMIN, W. Libro de los pasajes. Tres Cantos: Akal, 2005 [1982].

CUESTA, R. La escolarización de masas: un sospechoso y ‘feliz’ consenso transcultural. Cuadernos de Pedagogía, nº 334, 2004.

ENGUITA, M. Escuela, trabajo e ideología. Marx y la crítica de la educación. Torrejón de Ardoz: Akal, 1985.

FOUCAULT, Michel. Lo que digo y lo que dicen que digo. In TARCUS, 1993, p. 247-54.

ILLICH, Ivan. La sociedad desescolarizada.Barcelona: Barral, 1975 [1970].

MARTIN, Salustiano. Las contradicciones de la idea educativa foucaultiana, 2005<www.colectivobgracian.com/libros/libros/Felices_y_escolarizados.htm>.

MARTÍNEZ BONAFÉ, Jaume. ¿La escuela va bien?. Cuadernos de Pedagogía, en prensa.

TARCUS, H. Disparen sobre Foucault. Buenos Aires: El cielo por asalto, 1993.

VARELA, J. y ÁLVAREZ-URÍA, Fernando. Genealogía y sociología. Materiales para repensar la modernidad. Buenos Aires: El cielo por asalto, (1997).

WEEKS, J. Foucault y la historia. In TARCUS, 1993, p. 83-108.
 
 
 

 
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Ficha bibliográfica

 
GURPEGUI VIDAL Cuesta Fernández, Raimundo. Felices y escolarizados: Crítica de la escuela en la era del capitalismo. Biblio 3W Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales, Universidad de Barcelona, Vol. XI, nº 665 (2), 25 de julio de 2006. [http://www.ub.es/geocrit/b3w-665.htm]. [ISSN 1138-9796].
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