Biblio 3W
REVISTA BIBLIOGRÁFICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
(Serie documental de Geo Crítica)
Universidad de Barcelona 
ISSN: 1138-9796. 
Depósito Legal: B. 21.742-98 
Vol. XI, nº 692, 10 de diciembre de 2006 

LA CIUDAD DE MÉXICO A FINALES DEL SIGLO XVIII.

UNA DESCRIPCIÓN POR EL INGENIERO MIGUEL CONSTANZÓ

J. Omar Moncada Maya
Instituto de Geografía
Universidad Nacional Autónoma de México 



Palabras clave: Ciudad de México, ingenieros militares, descripciones geográficas, siglo XVIII

Key words: México City, military engineers, geographical descriptions, XVIII Century


El 11 de julio de 1794, con la solemnidad del caso, Juan Vicente de Güemes, Pacheco y Horcasitas, segundo conde de Revillagigedo, entregó la posesión del mando del Reino de la Nueva España a Miguel de la Grúa y Talamanca, marqués de Branciforte, después de cinco años de ejercer su gobierno en este extenso territorio. Inmediatamente después marchó hacia Veracruz, donde debía embarcarse rumbo a la metrópoli. Sin embargo, diversos contratiempos le obligaron a permanecer más de lo esperado, de tal manera que no fue hasta el 22 de diciembre de ese mismo año que marcha rumbo a Cádiz, con una escala en La Habana.

Las leyes españolas establecían que los más altos funcionarios de las colonias, empezando por los virreyes, quedasen sujetos a juicios de residencia una vez que finalizaban en su cargo, del que sólo podían ser eximidos por el Rey. El juicio se dividía en dos partes: una secreta, en donde el gobierno de la metrópoli les hacía cargos que consideraba necesarios por su conducta durante el tiempo que ejercieron su mando; y otra pública, donde se daba oportunidad a que presentaran quejas los individuos que se consideraran agraviados por la actuación del funcionario. En el caso del Revillagigedo, el Rey le dispensó la residencia secreta, no así la pública(1).

Por tal razón, el 30 de diciembre de 1794, en cumplimiento del mandato real,  el marqués de Branciforte publica el edicto que declaraba abierto el plazo 40 días para la presentación de demandas en contra del gobierno de Revillagigedo(2). El conde había previsto que para este juicio lo representara, como su primer apoderado, don Pedro Basave(3).

Apenas habían transcurrido diez días de la publicación del edicto, cuando la Nobilísima Ciudad de México presentó una amplia demanda en contra de la actuación del ex-virrey que, en opinión de Díaz-Trechuelo, se sintetiza en que se había gastado en exceso en obras “sin que hubieran precedido las precisas diligencias justificativas de su necesidad y utilidad’”. En el largo texto, de 159 puntos(4), se detallan todos los aspectos en que la ciudad se sintió perjudicada. De entre todas ellos nos interesa rescatar aquellos que tienen que ver con las mejoras de la ciudad de México, como fueron:

"Disminución de rentas al quitarse los puestos de la plaza mayor, daños causados por la nivelación del suelo de dicha plaza, ya que al rebajarse el piso de ésta, hubo que rebajar también el de las calles inmediatas,, con el trastorno consiguiente para los vecinos, que tuvieron asimismo que modificar la altura de sus entradas y patios, la sustitución de la pila por las cuatro fuentes cerradas, es también criticada por la ciudad, que pondera el valor artístico e histórico de su taza de bronce y del águila regalada por Carlos V. los cajones de madera fabricados para el nuevo mercado de la plaza del Volador son también objeto de duras críticas, tanto por el procedimiento seguido para su encargo como por la cantidad invertida en ellos que consideran excesiva… Añaden que había tomado dinero del ramo del Desagüe para la obra de empedrados, contraviniendo una real cédula que prohibía destinar a otro uso estos caudales"(5)

Pedro Basave dio respuesta a todas y cada uno de los cargos en contra del gobierno de Revillagigedo(6), pero los representantes de la ciudad insistieron en los cargos(7). Como consecuencia de ello se abrieron nuevos expedientes, entre los que se encuentra uno sobre las inundaciones que afectaron a la ciudad en 1795, que tampoco fue concluyente en cuanto a los cargos que se le imputaban(8).

Como mecanismo de la defensa, Basave solicitó a diversas personas e instituciones(9) que contestaran un cuestionario sobre la actuación del ex-virrey. Entre los diversos escritos se encuentra el del ingeniero militar Miguel Constanzó (o Constansó). El texto de este militar forma parte de los “testimonios de los SS. Coroneles, personas de mayor distinción y del Señor Director del Colegio de Abogados”, y esta fechado el 30 de de junio de 1796, en la ciudad de México.

Varios años debieron pasar antes de que se dictara sentencia en este juicio. Al final, ésta se hizo pública en 1803, absolviendo de todos los cargos al conde de Revillagigedo; desafortunadamente, él no tuvo la satisfacción de conocerla pues falleció en Madrid el 12 de mayo de 1799. En la sentencia del Consejo de Indias se señala que las obras promovidas por Revillagigedo “… a impulsos de su particular y singularísimo celo y actividad, y amor al bien común, que ha tenido pocos ejemplares en sus antecesores, y hará época en la serie de aquellos virreyes, han sido muchas de ellas necesarias, otras útiles y todas conducentes para la salud, comodidad y seguridad de los habitantes de aquella capital, su adorno, hermosura, limpieza y buena policía…(10). Además, condenó a todos aquellos miembros del cabildo de la ciudad de México que firmaron la demanda a pagar las costas del juicio.  

El documento de Constanzó

Este amplio texto de Miguel Constanzó nos presenta una visión un tanto parcial de las obras emprendidas por Revillagigedo, toda vez que fue muy cercano al virrey y participó directamente en la elaboración y desarrollo de los trabajos. Este ingeniero militar llegó al reino en 1764, y desempeñó casi todas las actividades que les eran reconocidas a los miembros de este cuerpo: intervino en diversas expediciones, como la de California, acompañando a Gaspar de Portolá, o en el reconocimiento de Veracruz en 1797; participó en proyectos de arquitectura civil, religiosa y militar, en obras públicas como caminos, proyectos de abastecimiento de agua, proyectos urbanísticos; levantó numerosos mapas, etc. Todo ello le permitió alcanzar los más altos grados en el escalafón del cuerpo y del ejército, director de ingenieros y mariscal de campo. En mi opinión fue, sin duda, el ingeniero militar más importante de cuantos estuvieron destinados en el virreinato novohispano(11).

En cuanto a lo urbanístico, Constanzó tuvo a su cargo importantes obras que afectaron gran parte de la ciudad de México. La más importante fue, sin duda, el empedrado de la misma, donde nuestro ingeniero, además de dirigir la obra, mantuvo interesantes polémicas con algunos de los más brillantes exponentes de la Ilustración novohispana. El empedrado de las calles de la capital era una de las obras más necesarias para la ciudad. Ya en tiempos del virrey Bucareli se había encargado al ingeniero Nicolás de Lafora la realización del proyecto del empedrado, con un costo de apenas 120.000 pesos. Sin embargo, los problemas técnicos eran sin duda los más importantes; así, por ejemplo, se señalaba que “el terreno de la Ciudad de México es un terreno fangoso en el que a una vara de profundidad hay agua en todas partes y, aunque la tierra fuese buena, las inundaciones de agua hacen que se afloje y hacen poco sólidos los empedrados”(12). En cualquier caso, lo cierto es que para 1776 una parte importante de la ciudad ya se hallaba empedrada por la cooperación de importantes instituciones(13).

Ahora bien, es importante destacar que el virrey Bucareli planteaba el empedrado de la ciudad no sólo para embellecerla y dar comodidad a sus habitantes, sino más por su interés y preocupación por la salud de los mismos. Así lo hacía saber, en los siguientes términos: “La utilidad (del empedrado) no se limita al piso suave y cómodo ni a evitar los pantanos que se hacen en tiempo de lluvias; tampoco se ciñe al adorno y hermosura, aunque es acreedora a ello esta ciudad, como que es la capital del reino. Extiéndese si a precaver contagios de pestes y epidemias a que son propensos los lugares populosos y a proporcionar más duración a las fincas por el resguardo que los enlosados preparan a los cimientos”(14).

En mayo de 1783, el nuevo virrey, Matías de Gálvez, solicitó al Teniente Coronel Miguel Constanzó, que presentara por escrito su proyecto para el empedrado de la ciudad, el cual ya anteriormente le había expuesto verbalmente, y que le había parecido aceptable. Al mes siguiente se le nombró oficialmente para dirigir el proyecto de enlosado y empedrado(15). La primera etapa de esta obra cubrió 6 597 varas, con un costo de 102.000 pesos, incluidas las banquetas(16). Entre los sitios empedrados se hallaban "el M. R. Arzobispo, las Reales Casas de Moneda y Aduana, el Colegio Seminario, el Marquesado del Valle, los Conventos de San Francisco y Santo Domingo, los mayorazgos y títulos de Castilla"(17).

Si bien el proyecto de Bucareli, como se señaló anteriormente, consideró un costo de 120.000 pesos, para la época en la que el virrey Revillagigedo impulsó esta obra el coste había aumentado a más de 835.000 pesos, sin incluir a la Plaza Mayor. Este coste tan elevado obligó a las autoridades de la metrópoli a suspender las obras; pese a ello, en 1794 todavía se trabajaba en empedrar nuevas calles(18). En todo caso, ante el peligro de suspender las obras del empedrado, hubo coincidencia entre algunos técnicos, como Ignacio Castera, José Damián Ortiz y el propio Constanzó, de que era necesario concluir el trabajo iniciado, pues de otra manera el coste sería muy alto(19). Por ello es que Constanzó envía al Virrey un breve comunicado exponiendo su punto de vista:

"Excelentisimo Señor.- Las Calles de la Merced, de Santa Brígida, de Santa Isabel y Puente de los Gallos, en las que se construyen actualmente las cloacas, vulgarmente tarjeas de desagüe y caños que salen de las casas y sus accesorios se hallan con este motivo, en tal confusión y desorden que no es posible suspender las obras sin ocasionar gravísimos perjuicios al Público.- La penuria que toleran sus vecinos y cuantos se ven en la precisión de transitar por ellos, sólo puede hacerla tolerable la esperanza de disfrutar después el beneficio de aseo, limpieza y comodidad que ha de resultarles; y clamarían justamente si no se repusieran dichas calles al menos en el estado que tenían antes de levantar los empedrados y de abrir las zanjas: pero como esto no es asequible sin gastar una cantidad casi igual a la que exige la conclusión de las obras empezadas parece que la razón y la justicia dictan que se continúen éstas hasta su entera perfección”(20).

Y es que en forma simultánea a que se hacía la obra del empedrado se construían atarjeas, que buscaban dar "salida a las aguas residuales, y entrada a las de la acequia real, que arrastrando con su corriente las inmundicias, las limpiaría todas"(21). 

Al momento de concluir el mandato de Revillagigedo se habían "construido 15.535 varas de atarjea principal, y 13.391 de menor para comunicarlas con las casas; 27.317 varas cuadradas de empedrado nuevo, habiéndose terraplenado 3 500 varas de acequia que contenía agua inmunda y corrompida"(22). En la obra participaron los más brillantes representantes de la arquitectura y la ingeniería del momento. Si bien Constanzó está al mando de las obras, en distintas calles de la ciudad participaron: José Ortiz, José García de Torres, Francisco de Guerrero y Torres, José del Mazo, José Buitrón y Velazco e Ignacio Castera, lo que sin duda refleja el interés que tenían las propias autoridades en que los trabajos se realizaran satisfactoriamente(23).

Al igual que en el caso de los empedrados, Alzate criticó duramente la construcción de las atarjeas, publicando unas Reflexiones de un patricio mexicano, contra el proyecto de cegar las acequias que atraviesan por las Calles de México. Y la naturaleza sin duda pareció darle apoyó, pues en junio de 1792, año de la suspensión de las obras, las fuertes lluvias inundaron numerosas calles de la ciudad dándose el caso que algunas de las calles sin atarjeas desaguaron más rápidamente(24). Trabajos realizados en 1795 intentaron demostrar que la causa de tales inundaciones, y otras posteriores, fue la "mala construcción de las atarjeas, su desigual nivel, y el hecho que las aguas de la laguna de Texcoco alcanzaban mayor altura que los desagües de aquellas"(25). Sin embargo, Maña Alvarenga(26), a través del análisis de testimonios de distintos conventos de la ciudad, establece que no necesariamente se señaló a las atarjeas como la causa de las inundaciones.

Así, por ejemplo, algunos conventos establecieron que al encontrarse el nivel de su piso inferior al de la calle, fue inevitable la inundación, que, por cierto, en todos los casos duró solo unas pocas horas.

Como complemento a las mejoras del empedrado y la construcción de las atarjeas, por parte de Revillagigedo, se emprendió la tarea de remodelar la Plaza Mayor. Se debe reconocer que la imagen de la ciudad distaba mucho de las intenciones de las autoridades virreinales. La obra quedó a cargo de Constanzó, quien la inició considerando la nivelación de la plaza; para ello, el 8 de octubre de 1796 escribe al Virrey solicitando que "para facilitar la extracción de tierras que se produce por el rebaje que se realiza en la Plaza Mayor del Palacio, se recurra a las muchas canoas que entran a la ciudad; para ello, antes de salir a su lugar de origen deben pasar a cargar tierra a la plaza y depositarla en el lugar que se les indique"(27). Su propuesta es aceptada y se hace del conocimiento del Superintendente de la Real Aduana para que se cumpla.

Al mes siguiente se empezó a demoler la pila central, que fue sustituida por cuatro fuentes con grifos, para garantizar la limpieza del agua, dichas fuentes se colocaron en los ángulos de la plaza; Como complemento, se hizo quitar el muro del atrio de la catedral; el cementerio del Sagrario se trasladó a la iglesia de San Pedro y San Pablo, y se terminaron las torres de la Catedral.

A manera de conclusión

Por su formación científica y técnica, el Real Cuerpo de Ingenieros Militares fueron grandes auxiliares de las autoridades en la ordenación del territorio. Era una corporación técnico-científica que, por su formación, estaba capacitada para contribuir al desarrollo de las posesiones españolas de Ultramar. Su relación con los ilustrados novohispanos debió enriquecer aún más esa formación científica adquirida en la Academia de Matemáticas peninsular. Así, Miguel Constanzó debe ser reconocido como uno de los principales representantes de esa corriente ilustrada, caracterizada por sus conocimientos, sus actitudes y sus actividades.

Su participación en obras arquitectónicas y urbanísticas ayuda a entender la evolución de la estructura urbana de la ciudad de México así como su morfología. El documento que aquí presentamos nos da una de las visiones más completas de la situación de la ciudad, antes y después de las obras emprendidas por los virreyes ilustrados que gobernaron la Nueva España.

Para concluir, presentamos una visión, esta es si imparcial. Se trata de la opinión de Alejandro de Humboldt, quien llega a la ciudad de México en abril de 1803, menos de diez años después de que concluyeron las obras. Su opinión no deja lugar a dudas:

"México debe contarse sin duda entre las más hermosas ciudades que los europeos han fundado en ambos hemisferios. A excepción de Petersburgo, Berlín, Filadelfia y algunos barrios de Westminster, apenas existe una ciudad de aquella extensión que pueda compararse con la capital de Nueva España, por el nivel uniforme del suelo que ocupa, por la regularidad y anchura de sus calles, o por lo grandioso de las plazas públicas. La arquitectura en general es de un estilo bastante puro; y hay también edificios de bellísimo orden… Todo viajero admira con razón, en medio de la plaza mayor, enfrente de la catedral y del palacio de los virreyes, un vasto recinto enlosado con baldosas de pórfido, cerrado con rejas ricamente guarnecidas de bronce, dentro de las cuales campea la estatua ecuestre del rey Carlos IV… debo confesar que esta ciudad ha dejado en mí una cierta idea de grandeza, que atribuyo principalmente al carácter de grandiosidad que le dan su situación y la naturaleza de sus alrededores”(28).

Este documento se localiza en el Archivo General de Indias de Sevilla (en adelante AGI), México, vol. 1451. Se ha actualizado la ortografía y se han desarrollado las abreviaturas.



Testimonio número 26. Comunicación de Miguel Constansó a Pedro Basave, 30 de Junio de 1796, en “Testimonio de los SS. Coroneles, personas de mayor distinción y del Señor Director del Colegio de Abogados”. Adjunto a la carta de Miguel José de Azanza a Gaspar de Jovellanos, carta número 48, 27 de Noviembre de 1798.

Excelentísimo Señor:

Sobre el abatimiento que ha tenido la policía en esta capital, a pesar de las reformas que en distintos tiempos han solicitado introducir en ella los Excelentísimos señores Virreyes, valiéndose a este fin de todo el peso de la autoridad, y poder de que se hallan revestidos.  Referiré el estado en que he visto sus calles, las plazas y mercados los medios que se han empleado para el logro de su limpieza y aseo para la conservación, reparo de sus empedrados y para su alumbrado general, puntos tan importantes a la salud y seguridad pública, al bienestar y comodidad de sus habitantes como característicos de una nación civilizada y culta, finalmente expondría el buen efecto que tuvieron las providencias dictadas sobre este particular por el Excelentísimo señor Conde Revillagigedo, en tiempos de su glorioso gobierno, porque en la dirección de las ideas y en la facilidad de su ejecución aventajó, ciertamente, este sabio gobernador, a todos sus predecesores, debiendo atribuirse los aciertos que obtuvo su Excelencia a la elección de los medios, a la proposición de éstos con los fines, y sobre todo a la activa y genial solicitud con que procuraba llevar al cabo, sus próvidas miras, a beneficio de la causa pública.

Antes del gobierno de dicho Señor Excelentísimo se miraban casi siempre las calles de México descuidadas y sucias, arrojábanse a ellas las basuras e inmundicias de las casas a todas horas del día, no había quien pudiese tolerar, sin violencia el hedor y fetidez que exhalaban, dificultábase el tránsito de ellas, particularmente en tiempos de lluvia, por entre montones de basura y charcos de inmundicia, de suerte que una persona decentemente vestida no podía andar a pie una sola cuadra de las calles principales, sin exponerse a ver sus vestidos y calzado manchados o salpicados por las caballerías, recuas y carruajes, con un lodo pestilente y asqueroso.

Los empedrados se renovaban y reparaban muy de tardes en tardes a costa de los dueños de las fincas, a cuyo arbitrio se levantaban o bajaban más o menos, causando feas desigualdades en el piso, pero el lugar más incómodo para el tránsito, el más molesto y más inmundo de la ciudad, era sin duda la Plaza Mayor.

Este sitio tan distinguido por sus eminentes fábricas, tan augusto y venerable por el Santuario, esto es, por la Iglesia Metropolitana y la del Sagrario, tan noble por el Real Palacio residencia de los Excelentísimos señores Virreyes, tan respetable por concurrir a él los magistrados superiores para ir a ejercer las funciones de administrar justicia, tan recomendable por los intereses recíprocos del soberano y los vasallos que allí se versan, tan frecuentado por la afluencia del pueblo a los actos religiosos, a las procesiones y a las públicas procesiones, este mismo sitio era el más profanado, el menos atendido y el más despreciado.

Veíanse a todas las horas del día y de la noche, a lo largo del atrio de la catedral, hombres y mujeres sin rubor ni vergüenza, en la indecente postura de exonerar el vientre como pudieran hacer en el paraje más oculto, causando esta disolución la más justa indignación y horror a las personas que conservan los sentimientos de honestidad y pudor, tan naturales y propios de la nobleza del hombre, lastimosamente degradada entre las gentes de esta infeliz plebe.

Sobre el mismo lienzo y continuación de la fachada del Real Palacio, en la parte correspondiente a la cárcel de la Corte y con inmediación a la puerta de ésta, se veía un caño lleno de inmundicia que salía de las letrinas de los presos y que, rebosando frecuentemente por encima del empedrado, hacia tan intransitable como hedionda aquella casa y las que forman la esquina de Provincia.

El mercado situado enfrente de la puerta principal del Real Palacio, se extendía se extendía hasta más allá de la denominada de los Virreyes, en la parte que corresponde a las viviendas de estos Señores Excelentísimos. Tenía él cerca de este mercado, por sus cuatro frentes, una serie de negros tinglados, llamados vulgarmente jacales, cubiertos de tejamanil o tablas delgadas que daban el aspecto más feo y lúgubre que puede representarse. En estos tinglados, se acomodaban los vendedores de legumbres y semillas, de pescados, de mantas de algodón, de ropa nueva y vieja, de hierro viejo, y en lo interior del mercado, las verduleras fruterías y herbolarias, los que vendían carne de puerco, de venado, asaduras y otros varios comistrajos confusamente apiñados al abrigo de sombrajes, de esteras de palma o de enea.

La mayor parte de estas gentes, y otras muchas que por ociosidad y para vender sus robos pasaban por ahí lo más del día, se componía, como de deja entender, de la más baja plebe, generalmente desaseada, sucia y desastrada; cada cual dejaba hecho como un basurero el sitio que había ocupado, y la mezcla y pudrición de tanta variedad de materias, hacían de aquél mercado lugar de infección y verdadero muladar.

Con inmediación a uno de sus ángulos, había una pila de disforme tamaño, donde ocurrían todos a sacar agua, a lavar carne, vasijas y trapos sucios. Allí lavaban también sus manos, cabezas y cuanto querían; ya se infiere cual pondrían el agua; sin embargo, de la misma pila tomaban los aguadores para el abasto del vecindario: metían dentro sus cántaros para llenarlos, porque no alcanzaban a tomarla de los chorros, y cuando por no correr la fuente iba escaseando el agua, la sacaban mucho más puerca, venenosa y pútrida, como necesariamente había de suceder, aunque de intento no arrojaban dentro, algunos malvados, los cadáveres de animales muertos que en ocasiones se encontraron.

Hacia otro de los ángulos del mercado había unas letrinas descubiertas que aumentaban la infección del sitio y era menester desviar los ojos de aquél lugar, para no ver desnudeces y obscenidades que no pudieran mentarse sin faltar al respeto debido a las personas timoratas; baste decir que las escenas que allí pasaban eran dignas de llorarse.

Entre la pila grande y las letrinas, estaba situada y armada firme la horca, objeto que el público, en todas partes, mira de lejos con horror y espanto, no sólo porque le recuerda  el fin trágico que allí tuvieran los malhechores, en castigo a sus delitos, sino porque imprime a uno, la nota indeleble de infamia, el haber sido sentenciado a pasar por debajo de tan pavoroso patíbulo, pero las gentes de esta infelicísima plebe parece que había escogido aquel triste lugar como el más propio para sus festines y recreo, porque allí se preparaban los almuerzos y las comidas, y allí se sentaban a comer y beber alegremente los que concurrían al mercado.

No eran menos deplorables los excesos que se cometían en la bebida, el aguardiente, el pulque y vinos usuales en el país, aunque prohibidos en el mercado, se vendían no obstante, con más o menos cautela, y su abuso producía las malas consecuencias que suelen acarrear los juegos de azar y apuesta, aumentaban el desorden, originándose riñas y pendencias a que tenía que ocurrir la tropa para sosegarlas; era por último aquel mercado un caos de confusión y de discordia, un jenegal cenegal de inmundicia inaccesible a otra clase de gentes de las que solían frecuentarlo, razón porque los mismos Jueces se abstenían de entrar en él sin urgente necesidad.

En la Plaza del Volador, contigua a la mayor, había otro mercado donde se veían unos pasajes muy parecidos a los que se refieren en el anterior. La suciedad, los montones de basura, la confusión y desorden de los puestos, la hacían igualmente intransitable. Había en éste un gran corral cerrado con trancas, donde los que venían de fuera a expender las vituallas y otros comestibles encerraban sus mulas y burros; cubríase aquel espacio de estiércol y orinas de las bestias, y el hedor que despedía era un mal físico más tolerable que el moral que resultaba de las vistas de los naturales hábitos de aquellos brutos. Consentíase, no sé por qué, en este mercado que los vendedores de uno y otro sexo se quedasen a pasar la noche en miserables chozas que formaban con palos cañizos y esteras, donde guardaban sus efectos; tolerancia que acarreaba también pésimos inconvenientes.

A la oración de la noche venían a la ciudad, como lugar de su querencia, un sin número de vacas y bueyes hambrientos, a buscar el sustento que les negaban sus amos entre las basuras de los mercados y calles, y aunque las discurrían todas sin hacer el daño porque estaban bien familiarizadas con las gentes, no obstante, cuando acosados de perros o de muchachos corrían de tropel hacia una y otra parte, se llevaban de encuentro y lastimaban a las personas que pasaban descuidadas o no los veían venir por razón de la oscuridad de la noche.

Era tanta la multitud de perros que no tenían dueño y se juntaban asimismo en las calles y mercados buscando su alimento, que no se podía andar sin recelo a deshoras de la noche, ni sin riesgo de verse maltratadas las personas, por unos animales inútiles y perjudiciales a todo el vecindario, a quien por otra parte, interrumpían el sueño con incesantes ladridos.

Las acequias descubiertas que cruzaban la ciudad en varias direcciones y sentidos, pasando con inmediación a las paredes de los edificios y también por debajo de éstos, eran otra causa de la infección del aire que se respiraba en México. Cuando éstas se limpiaban a costa de mucho trabajo y dinero, crecían con el hedor la incomodidad y la molestia porque se extendían los lodos, o más bien las inmundicias, a lo largo de las calles donde los dejaban muchos días hasta que, aireados y secos, pudiesen transportarse con menos costo, trabajo ciertamente infructuoso porque de allí a poco volvían a enzolvarse dichas acequias de las basuras que arrojaban a ellas los inquilinos de las casas inmediatas.

La mayor de estas acequias discurría de Oriente a Poniente por el centro de la ciudad, desde el Barrio del Sapo hasta el Puente de la Leña, donde se unía con la Real, pasaba por las Casas Capitulares y del Real Palacio, precisamente por debajo de los balcones de las viviendas de los Excelentísimos Señores Virreyes, navegaban por ella las canoas cargadas de verduras, de maíz y de trigo, hasta la Plaza del Volador y hasta la alhóndiga; los canoeros, con las palancas o botadores que hincaban en el fondo para hacer andar sus embarcaciones, agitaban las aguas inmundas y corrompidas de este canal, que sin esta causa exhalaban continuos vapores nocivos y perjudiciales a la salud de todo visitante.

La última limpia de la referida acequia se hizo en tiempo del Excelentísimo Señor Don Manuel Antonio Flóres, y su Excelencia viendo extender delante de sus balcones el cieno y la porquería que sacaban de ella, dijo con graciosa ironía que le habían hecho el favor de exponer a su vista la Flora Mexicana.

Con tantas e insoportables pensiones y molestias vivieron los que nos precedieron, y hemos vivido nosotros largo tiempo, en medio de una ciudad la más ilustre, más opulenta y la primera sin duda de este nuevo mundo, acreedora  a disfrutar todos los bienes que es capaz de procurar a los hombres una policía sabia, vigilante y activa, que no satisfecha con proveer a la seguridad de las personas, a la paz y a la tranquilidad pública, extiende sus miras a los medios de conservar la salud, la comodidad y regalo de la vida, en cuanto es compatible con las facultades de los pueblos y con las contribuciones a que justamente se sujetan para sufragar a tan precisos bienes.

El primer virrey que en nuestros días tomó con grande empeño la reforma de la Policía fue el Excelentísimo Señor Marqués de Croix. Para el logro de este pensamiento, después de un maduro acuerdo, mandó Su Excelencia promulgar, el veinte y seis de Octubre de mil setecientos sesenta y nueve, el célebre bando concebido en veinte y un artículos, de cuya observancia, mientras duró, resultó los saludables efectos que debían esperarse, pero a un tiempo cesaron aquéllos y éstas con el gobierno de su Excelencia y México volvió a sumergirse en el estado de ignominia del que intentó levantarla aquél prudente Virrey.

Con no menor eficacia promovió la policía el Excelentísimo Señor Don Matías de Gálvez, a cuyo ingreso en esta capital causó tan agradables sorpresas a Su Excelencia la hermosura de su planta, la vistosa regularidad de sus calles y la suntuosidad de sus edificios, como displicencia a la suciedad y asquerosidad de su piso; comparóla por esta causa, con bastante propiedad, a la belleza del pavo real, diciendo que el cuerpo era espacioso y lindo, pero los pies de una fealdad disonante, como son efectivamente los de aquella ave.

Conociendo después Su Excelencia la necesidad de remediar un abuso, el más chocante a toda racional, trató de aplicar sin dilación el que le pareció conveniente, mandando que en la medianía de las calles se abriesen conductos, o atarjeas subterráneas, capaces de recibir las aguas llovedizas y que sirviesen al desagüe de las casas mediante otros menores igualmente subterráneos que comunicando con los primeros facilitasen la construcción de letrinas o lugares comunes en todas, para evitar que se arrojasen a la calle las inmundicias.

Esta disposición equivalía a la de abrir una pequeña acequia en cada calle, y es claro que si las acequias descubiertas que cruzaban la ciudad por varias partes eran útiles para su desagüe, no había de ser menor la utilidad de las atarjeas, cubiertas continuadas hasta las acequias principales que circulan en la población por todos vientos, porque habían de formar con el tiempo una capacidad o buque mucho mayor que el de las pocas acequias que discurrían por lo interior de la población.

A los motivos de utilidad y conveniencia del indicado proyecto, se juntaron otros que su Excelencia tuvo a bien abrazar por su conexión con el principal objeto de limpieza y aseo de la ciudad, cuya situación y circunstancias locales facilitan a poca costa la circulación de las aguas vivas y perennes, que de las lagunas altas de Chalco y Xochimilco derraman en la de Texcoco y México como las más bajas. Estas aguas vienen del Sur, descienden por la acequia llamada la Real, que es un verdadero río, bañan la parte meridional de la ciudad, e inclinándose luego al oriente, salen por las compuertas de San Lázaro, y caen finalmente en la laguna inferior, esto es, en la de México y Texcoco, según se ha explicado.

Para obtener la circulación de las aguas, mandó su excelencia construir una compuerta en la Acequia Real, sobre la misma entrada de la ciudad, con la inmediación a la Capilla de Santo Tomás y de la acequia llamada del Molino de Tablas que, en este sitio comunica con la primera y dirigiéndose al Poniente ciñe la ciudad por el medio día, hasta el Colegio de San Miguel de Belén, tuerce desde aquí para el Norte hasta más allá del Colegio de San Fernando, revuelve después para el oriente con algunas inflexiones, y acaba su giro en San Lázaro.

Calada la compuerta de Santo Tomás e interrumpido el curso extraordinario de las aguas de la Acequia Real, necesariamente habían de refluir y entrar por la Acequia del Molino de Tablas, dar vueltas a la ciudad, y llenar la capacidad de las acequias que la circundan elevándose algo más de media vara de su regular nivel en dichos vasos, por efecto del entumecimiento que produciría la compuerta.

Contenidas pues las aguas en dichos recipientes sin otra salida que la que hubiesen de tener, por unas pequeñas compuertas situadas por las bocas de las atarjeas, en su unión con las acequias exteriores debían alzarse las compuertas de San Lázaro para dar lugar a lo que en lo interior de la ciudad bajasen las aguas de las atarjeas hasta quedar en seco.

En este estado levantadas las compuertas pequeñas, las aguas de las acequias exteriores caerían de la altura de más de cuatro pies a las atarjeas, y con la violencia de su corriente arrebatarían las inmundicias y lodos que contuvieren, limpiándose perfectamente mediante una maniobra tan sencilla y fácil como poco dispendiosa.

Tales eran las ideas que se había propuesto el Excelentísimo Señor Don Matías de Gálvez, para reducirlas a la práctica y sufragar sus costos, obtuvo Real permiso de Su Majestad para gravar en cuatro granos por arroba, el pulque que diariamente entra y se consume en México, cuyo arbitrio se regula en cuarenta mil pesos anuales poco más o menos. La corta duración del gobierno de Su Excelencia no le permitió ver más que unos ensayos de estas obras, ejecutadas en las calles del Coliseo, de la Palma, de San Francisco y de la Monterilla, dejando también construida la compuerta de Santo Tomás.

Por muerte del Excelentísimo Señor Don Matías de Gálvez, padecieron las obras una total suspensión, pero con motivo de haber representado la Nobilísima Ciudad al Excelentísimo Señor Don Manuel Antonio Flórez, en 1786, la necesidad de continuarlas en la calle de la Acequia cubierta y del Espíritu Santo, su Excelencia oyó los informes de utilidad y conveniencia accedió a la instancia y se construyó la atarjea doble en la primera de dichas calles, demoliéndose la bóveda que cubría la acequia, cegándola enteramente desde el callejón de los Dolores y esquina de la calle del Coliseo hasta las casas capitulares.

En realidad, las obras hechas hasta entonces no mejoraban nuestra situación, porque su utilidad limitada al corto recinto de las calles que se han mentado, sólo proporcionaban a sus moradores la ventaja del desagüe de sus casas, con lo cual no se incomodaban recíprocamente ni acomodaban al público con la precisión de arrojara ala calle las inmundicias, pero se reduce a este sólo punto, aunque muy esencial, toda la policía de una gran población. En lo demás ninguna regla se observaba, las calles no se barrían, no se levantaban las basuras que en ella se amontonaban sino muy en tarde en tarde, y cuando llegaban a imposibilitar en tránsito de las gentes; en una palabra, subsistían por entero los desórdenes y con inconvenientes que se expusieron al principio. Tal era el estado de las cosas cuando tomó el gobierno de ese Reino el Excelentísimo Señor Conde de Revilla Gigedo, por octubre de mil setecientos ochenta y nueve.

Un genio extenso y elevado, naturalmente inclinado a cosas grandes, profundo, sagaz, reflexivo, no menos ardiente en los asuntos concernientes al servicio del Soberano y del estado que fervoroso por el bien de la nación y de la humanidad en general, de ánimo presto diligente, activo y eficacísimo, tales son las cualidades propias y los dotes naturales que observaron todos en el nuevo Virrey.

Apenas tomó Su Excelencia las riendas del gobierno, que viendo el infeliz estado de esta capital en orden a la policía dijo que conocía muy bien que todo estaba por hacer, pero que todo lo haría con el favor Divino.

Con efecto, luego que Su Excelencia dio fin a los importantes actos y fiestas de la proclamación y jura de nuestros Augustos Soberanos, empezó a ocuparse, verdaderamente digno de su atención.

Las funciones de la jura exigían que la Plaza mayor se despejase de los tinglados, sombrajes y demás indecentísimos objetos que le afeaba, retirando de allí el mercado y repartiendo en las plazas menores a los vendedores de vituallas efectos comestibles y otros. Concluidas aquellas funciones, dispuso Su Excelencia que se diese principio a las obras que tenía resuelto se ejecutarán en la propia Plaza, y consistían en igualar su piso, rebajando el terreno en las partes convenientes, construir atarjeas para su desagüe, banquetas en todas las aceras y alrededor de la Plaza de armas guarnecidas con postes grandes y chicos, cegar la inmunda acequia que desde las casas capitulares corría por el frente Sur del Real Palacio hasta más allá del colegio de Santos, aderezar aquel frente lleno de embarazos y estorbos que le desfiguraban, formar en su acera una espaciosa banqueta bien enlosada, construir otra en la acera de enfrente perteneciente a la Real Universidad, y empedrar la anchurosa calle que media entre ambos edificios y la Plazuela del Volador.

El terreno destinado para Plaza de armas forma un cuadrado de ciento y veinte varas por lado. En sus cuatro ángulos se construyeron vistosas fuentes, con recipientes capaces de muchas varas cúbicas de agua, de la que se abastece el público por tres datas, con sus respectivas llaves, sin desperdicio y con aseo.

Para surtir de agua las cuatro fuentes, no sólo se hicieron los precisos ramales de cañería de plomo, sino también se hizo de nuevo el ramal principal que abastece al real Palacio. Componiendo todos una longitud de más de cuatrocientos y sesenta varas.

Derribóse la cerca del atrio de la Santa Iglesia Catedral, a solicitud de Su Excelencia y su Muy Ilustre Cabildo, se dio una buena parte del cementerio para mayor amplitud y hermosura de la Plaza.

Cuéntase hechas en ella para facilitar su desagüe, al pie de sus mil varas lineales de atarjeas sencillas, de dos y medio pies de ancho y cuatrocientas setenta y nueve de tarjea doble en le tramo que ocupaba antes la acequia que convino cegar desde las Casas Capitulares, hasta más allá del Colegio de Santos, por los inconvenientes que al principio se notaron. El número de varas lineales de banqueta, o andito, construido en las aceras de la misma Plaza y frente del Sur del real Palacio, asciende a dos mil trescientas treinta y una varas, el de varas cuadradas del nuevo empedrado, en dicha plaza y frente y en la calle de la acequia de los Meleros, excede de cuarenta y cuatro mil.

Sobre la referida acequia de los Meleros se fabricó de nuevo el puente situado en frente de la calle de Chiquis, se reparó el de Jesús María, se rehicieron los muros que ciñen la misma acequia, en longitud de ciento sesenta varas, se construyeron, en ocho distintos sitios, escaleras para el cómodo embarco y desembarco de los efectos que se conducen por agua, se guarnecieron éstas con postes y cadenas, se fabricaron cuatrocientas y cincuenta varas de caños menores para el agua de las casas; finalmente, la extracción de tierras y escombros excedió de cuarenta mil varas cúbicas.

Invirtiose la moderada cantidad de noventa y dos mil pesos en las operaciones que acabo de indicar, y así consta en las memorias originales que paran en la contaduría de la Nobilísima Ciudad, de las que conservó un tanto en mi poder por haberme encargado Su Excelencia de la dirección de dichas obras. Estas, además de ser útiles y necesarias, realzan ahora la hermosura de los edificios de la Plaza mayor, y generalmente de todo aquel cuartel preferente a los demás de la Ciudad por circunstancias, de tanta exección, cuales se indicaron antes.

Al mismo tiempo y con el propio fervor que la Plaza Mayor, se emprendieron iguales trabajos en varias calles de la ciudad haciendo atarjeas para su desagüe y el de las casas. En las aceras de éstas se construyeron banquetas elevadas seis u ocho pulgadas sobre el restante piso de la calle, guarnecidas a trechos de guarda ruedas, para que la gente de a pie transitase sin recelo de verse atropellada por las calles y caballerías. Erigióse un nuevo mercado en la Plazuela del Volador con doble orden de cajones o tiendas de madera acomodadas con simetría, en el centro del mercado se colocó una hermosa fuente que vierte agua por cuatro cañones, con sus llaves, rodeadas de postes y cadenas para que dentro del recinto entrasen solamente los que fuesen a sacar agua.

No bastando este mercado para el surtimiento de una extensión de tanta extensión como México, se formaron otros tres de igual o semejante disposición en las Plazuelas del Factor, de Santa Catarina y de Jesús Nazareno, consultando a la mayor comodidad de los vecinos para evitarles el haber de ocurrir como antes sucedía desde los cuarteles distantes del centro de la ciudad a los únicos mercados de la Plaza mayor y de la Plazuela del Volador, que están continuas una de otra lo que era causa de amontonarse allí los vendedores y compradores con tanta confusión y desorden.

Si yo me propusiese referir en esta carta el pormenor de las obras que en el espacio de cuatro años se erigieron en esta Capital y fuera de ella por el infatigable celo del Excelentísimo Señor Conde de Revilla Gigedo, y hacer la enumeración de las providencias que dictaba Su Excelencia sobre reforma de abusos y para instituir una acendrada policía, temería con razón hacer excesivamente difuso este papel, pero siendo mi discurso a términos concisos diré que los principales cuarteles de la ciudad y muchas calles de las retiradas del centro han quedado hermoseados, cómodos para el tránsito, sanos y libres de la infección del aire, acreditando la experiencia, t el testimonio de los facultativos que en México no se padecen epidemias de fiebres malignas, dolores de costado y otras tantas que antes causaban  los mayores estragos casi todos los años.

Por último, los arrabales más remotos participaron de las saludables disposiciones de Su Excelencia removiéndose los muladares que ofuscaban sus casas formando cerros considerables, viéronse reparados sus empedrados e introduciendo el aseo con la extracción diaria de las basuras y las inmundicias, como se practica en todos los cuarteles del centro de la población.

Con este objeto, se hizo un número competente de carros que diariamente, desde las siete de la mañana, circulan por todas partes avisando al público al toque de una campanilla para que los vecinos entreguen las basuras de las casas y juntas con las de la calle que en la misma hora se barren y riegan, las extraen al campo los carretoneros y las tiran en determinados sitios.

A la oración de la noche salen de la misma suerte otros carros cuyos conductores avisan al son de una campanilla para que de las casas donde no hay letrinas saquen las inmundicias que se extraen de la ciudad y se entierran en partes donde no puedan causar ni molestia ni daño.

A la propia hora se encienden los faroles, distribuidos alternadamente en ambas aceras de las calles, situados a proporcionada altura y distancia unos de otros, fijos en pescantes de hierro que sobresalen como tres varas de las paredes, y dentro de un breve rato se ve toda la ciudad perfectamente iluminada. Aumentan notablemente la intención de las luces los reverberos y buenos cristales que guarnecen los faroles, cuyo número y distribución en calles tiradas a cordel como las de esta capital, causan a la vista una armonía que no se goza en las poblaciones donde no concurran estas circunstancias.

Los guardas destinados a los faroles tienen también el de celar el buen orden y, a este fin armados con chuzos y provisto cada cual de un farol de mano, a la seña del silbo con que se avisan mutuamente, ocurren luego a apaciguar cualquiera contienda, y conducen a los inquietos a la cárcel o al cuerpo de guardia más inmediato. En cualquiera necesidad que sobrevenga a los vecinos, acuden prontamente si son llamados tan a traer al confesor, médico, cirujano o partera, según lo requiere el caso.

Para la subsistencia de un establecimiento tan importante, creó Su Excelencia un arbitrio que Su Majestad se dignó aprobar, de tres reales en carga de harina a su entrada en México, cuyo producto se estimó bastante a cubrir el principal costo de la compra y colocación de los faroles, el de su conservación y los gajes de los guardas. El nuevo gravamen influye tan poco en el precio del pan, que no se siente y el público puede contar con la perpetuidad de uno de los mayores beneficios que le ha dispensado la viva solicitud de Su Excelencia.

Los arbitrios para la permanencia de las obras de las calles, y para su persecución son dos. Fúndase el primero sobre la contribución de dos granos con que Su Majestad tuvo a bien que se gravase el pulque, y aunque el plazo de diez años que había de durar expiró, Su Excelencia obtuvo de la piedad del Rey la prórroga de otros diez, que pidió con la mira de que los productos de esta contribución se aplicasen a las referidas obras. El segundo arbitrio permitido por Su Majestad mientras se solicita otro equivalente es la imposición de medio real en vara cuadrada de terreno empedrado en la pertenencia del frente de cada casa sobre la calle, contada hasta la medianía de ésta, y como los propietarios siguen contribuyendo interinamente, el público se promete que las obras continuarán hasta su conclusión, luego que los productos de estos arbitrios cubran los principales que se tomaron a censo para sufragar a los gastos de los que ya se han ejecutado.

El gran número de atarjeas que se abrieron en las calles de las cuales hay muchas que llevan directamente sus aguas a la Acequia Real o a las que circundan la ciudad, dio lugar a la supresión de las interiores, nocivas y perjudiciales a la salud, por ser como se notó al principio el receptáculo de las inmundicias, de las basuras de los animales muertos, y de todas las viscosidades que arrojaban a ella los inquilinos de las casas situadas en sus inmediaciones. Tales eran las de las calles de la Acequia cubierta, la de Santa Isabel, la de Regina, la del Puente Quebrado, de Monserrate. Estas y otras muchas se cegaron por disposición de la Nobilísima Ciudad, en tiempo del gobierno de Su Excelencia y después en el actual del Excelentísimo Señor marqués de Branciforte. Yo pasé al reconocimiento o vista de ojos que se hizo de orden del primero de dichos señores Excelentísimos por discordar entre sí los dictámenes de los arquitectos de la Noble Ciudad acerca de la conveniencia, de la utilidad de cegar algunas de las referidas acequias. Presidió el acto el Señor Intendente Corregidor que fue de esta Capital y Provincia, Don Bernardo Bonavia, hoy Brigadier de los Reales Ejércitos e Intendente Gobernador de la Nueva Vizcaya, asistido de dos caballeros Regidores, uno de los cuales fue Don Felipe Teruel, el otro dudo si fue Don Ignacio de Iglesias Pablo. Me consta que sobre estas providencias se formó expediente, al que me remito, por lo tocante a la determinación que se tomó de cegar las acequias que ser controvertían, y que efectivamente se cegaron.

En cuanto a la anegación de ciertas calles en aguaceros copiosos, que algunos atribuyeron a la corta capacidad de las atarjeas, diré cual es la causa primordial, ya que Vuestra Merced desea saberla, no es otra pues que la de su situación. Esta Capital tiene su asiento en terreno plano, generalmente hablando, pero en este terreno hay partes más elevadas que otras. La Plaza Mayor, la calle del Reloj, la de San Andrés, la de Santa Clara, la de Mesones, no se aniegan, y las del Coliseo, del Refugio, San Francisco, y otras están sujetas s inundarse porque su situación es más baja. Hay otra causa que contribuye a la duración de dicha inundación por algunas horas, y es la corta inclinación de todo el plan de México hacia la Laguna, pero concibe Vuestra Merced que sobre un terreno semejante es imposible que corran las aguas con la misma velocidad con que caen del cielo en las fuertes lluvias. Para que fluyan es necesario  que se junten hasta cierto volumen y obren por sólo su peso, puesto que la caída del terreno ayuda poco para que corran con celeridad. Pero lo cierto es que en la actualidad, mediante los desagües directos de muchas de las atarjeas, las aguas desocupan las calles inundadas en mucho menos tiempo que solían antes de que se construyeran dichos conductos.

Entre las obras públicas de mayor utilidad y necesidad, resueltas y ejecutadas durante el gobierno del Excelentísimo Señor Conde de Revillagigedo, debe contarse la abertura del nuevo camino Real por la encumbrada y áspera sierra de las Cruces que separa el Valle de Toluca del de México. Tiene cerca de catorce leguas de largo, empresa que costó muchos afanes a Su Excelencia por la dificultad de juntar los caudales que para ella se requerían. Pero un noble y poderoso minero, vasallo condecorado por el Soberano con honroso titulo y dictados en remuneración de los importantes servicios que tiene hechos a la Corona en el discurso de su vida, le bastó el peso de esta dificultad, ofreciendo aprontar generosamente el dinero que se necesitase para reducir a práctica un pensamiento tan ventajoso y proficuo a la capital del Reino, como a las Provincias con quienes el nuevo camino abre una comunicación directa y fácil. El apoyo de un fiador tan abonado sobraba para mayores empresas, así que se dio principio del proyectado camino que facilita en gran manera, y de la agricultura del valle de Toluca que fomenta con utilidad de la numerosa población y de las cuantiosas Haciendas de su dilatada comarca.

Los caminos, calzadas y paseos de las inmediaciones de esta ciudad se repararon, y aumentaron con arbitrios, que solicitó Su Excelencia empeñado a la cooperación de sus ideas en beneficio del público, a varios cuerpos políticos, y a particulares ricos. Por semejantes medios, se hicieron las nuevas calzadas de Revilla Gigedo, desde la Parroquia o barrio de San Pablo, hasta la garita de la Viga, la que comunica desde ésta a la de San Antonio Abad, y entre ésta y la de la Piedad, la que va desde la Acordada a la garita del Calvario, y desde ésta a la Ribera de San Cosme, la de este nombre, que se hallaba arruinada, la que comunica de ésta a la de Chapultepec, la de Tlanepantla se reparó y también se aderezó el camino de México a San Agustín de las Cuevas, mandando Su Excelencia que se empedrasen las calles principales de este pueblo ameno, delicioso y concurrido por las gentes de la Capital, que logran ahora la mayor comodidad del piso en las diversiones que allí suelen tener en diferentes estaciones del año.

Creo haber dicho a Vuestra Ilustrísima, aunque en compendio y ceñido a los términos de una carta, lo que es posible decir de los innumerables actos de beneficencia de un Virrey que, al parecer, no se ocupaba de otra cosa más que de la prosperidad de esta capital, aunque su paternal desvelo se extendía a todas partes, y abrazaba generalmente a todos los vasallos del Rey, habitantes de estos dominios. Su Excelencia, amante del buen nombre y con estrecha obligación de sostener uno y otro, clásico o ilustre, consiguió dejarlo indeleble y eterno en el corazón de los que fueron súbditos suyos en esta Nueva España, y hoy son sus apasionados no por la razón que por el bien que les hizo a manos llenas, ni por otro medio que el de haberles administrado justicia con inimitable desinterés, y sin excepción de personas. No se atribuirá a ponderación ni a lisonja, si digo que Su Excelencia se desvivía por esta noble pasión o con igual agrado al rico y al pobre, en dos audiencias públicas que daba al día, por la mañana y a la noche, despachaba a todas horas las consultas que le hacían, contestaba por escrito a cuantas cartas y oficios recibía, sin más dilación que las que requería el caso, ya sea que residiesen los interesados en la capital, en los ángulos más remotos del Reino, conducta que daba lugar a dudar si de las veinte y cuatro horas del día natural, destinaba Su Excelencia algunas para el descanso.

Esta fue la práctica que estableció Su Excelencia a su entrada en el gobierno, el sistema que se formó y siguió con igual tesón y constancia, desde el primer día hasta el último instante de su despedida.

(Nota al margen: véase la posdata)

La confianza con que todos ocurrían al virrey como a su padre prueba inconclusamente que jamás se inventó acusación más temeraria que la supuesta terquedad y dureza de genio que le atribuyen unos contrarios, cuyas armas no son otra cosa más que, “telum, inerme sino, ictio”, desmentidos por tantos testigos cuantos son los que tuvieron motivos de contestar con Su Excelencia que son infinitos de todos estados, condiciones y sexos, prontos s declarar que se rendía a la razón, a la verdad, a la justicia inmediatamente, que las traslucía aun en el caso de no saberlas manifestar claramente, ni hacerlas valer el que la hablaba. Si algunos experimentaron los efectos de su enojo o indignación, fue cuando llegó a conocer en ellos fraude o engaño, o una voluntad depravada; siempre fue indulgente con los yerros de los hombres, cuando penetraba que dimanaba de flaqueza de entendimiento, y que la voluntad no tenía parte de ellos, tal cual vez empleó la severidad y el castigo para satisfacer a la justicia, y para que sirviesen de escarmiento, pero de un modo que acreditaba la moderación y a la magnanimidad propias de Su Excelencia y siempre fue sin menoscabo de los intereses de los culpados, y sin ruina de sus familias.

He respondido en cuanto alcanzo, a las preguntas que Vuestra Ilustrísima se sirvió hacerme en carta del ocho que expira, y estoy pronto a dar fiel testimonio a la verdad, en otro cualquiera asunto sujeto a mi noticia y conocimientos, sobre que importe o quiera preguntarme. Ofrézcame entre tanto a las órdenes de Vuestra Ilustrísima y ruego a Dios le guarde muchos años. México, treinta de junio de mil setecientos noventa y seis.

Besa la mano Vuestra Ilustrísima su más atento, afecto servidor, Miguel Constansó.

Señor Don Pedro Basave.

P.D. Los que vean esta carta y han visto a México (antes) y después del Excelentísimo Señor Conde de Revilla Gigedo, ya que reandan en el Reino o fuera de él, conocerán que no es más que una relación sin corromper sacada de la verdad contada a su medida…
 

Notas

(1) La mayor parte de las referencias al juicio de residencia son tomadas de: El Segundo Conde de Revilla Gigedo (Juicio de Residencia). En adelante se citará como Juicio de Residencia, incorporando las páginas respectivas. Juicio de Residencia, p. 3.

(2) Juicio de Residencia, p.11-12.

(3) Ibíd., p. 37-40.

(4) Véase en Juicio de Residencia, el “Cuaderno 5º Testimonio del Cuaderno Primero, en que comienzan los autos de demanda, puesta por esta Nobilísima Ciudad contra el Exmo. Sor. Conde de Revilla Gigedo”. Los puntos de la demanda se encuentran en p. 50-90.

(5) Díaz-Trechuelo et al., p. 355.

(6) Juicio de Residencia, p. 97-209.

(7) Ibíd., p. 213-311.

(8) Ibíd., p. 315-339.

(9) Entre las numerosas respuestas, se encuentran las de: los ministros de Real Hacienda de las Cajas de México, Juez de la Acordada, director de Temporalidades, Tribunal General del Cuerpo de Minería, Administrador General de la Aduana, Tesorero de la Aduana; también existen certificaciones de “Reverendos, Padres, Prelados y Comunidades Eclesiásticas, etc.”.

(10) Juicio de Residencia, 491-492.

(11) Sobre la trayectoria y la obra realizada por Constanzó, véase Moncada, 1994.

(12). Maña, 1989, p.21.

(13) La administración..., t. I, p. 314.

(14) Ibíd., p. 314.

(15) Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Archivo Histórico de Hacienda, c. 347, leg. 49.

(16) Díaz-Trechuelo, M. L., et al., pp. 107-108.

(17) La Administración...., op. cit., t. I, p. 314.

(18) Instrucciones que los Virreyes de Nueva España…, t. II, p. 100 y ss.

(19) Véase Maña, op. cit.

(20) AGI, México, 1433.

(21) Díaz-Trechuelo, M. L., et al., p. 108.

(22) Ibid., p. 107.

(23) AGI, México, 1773, leg. 18.

(24) Díaz-Trechuelo, M. L., et al., p. 100.

(25) Ibid., p. 112.

(26) Maña Alvarenga, p. 85 y ss.

(27) AGN, Archivo Histórico de Hacienda, c. 347, leg. 53.

(28) Humboldt, 1983, p. 118-119.

Fuente inéditas y bibliografía

Fuentes inéditas

Archivo General de la Nación: El Segundo Conde de Revilla Gigedo (Juicio de Residencia). México, Publicaciones del Archivo General de la Nación, vol. XXII, 1933.

Archivo General de la Nación: La administración de D. frey Antonio María de Bucareli y Ursúa. Cuadragésimo sexto Virrey de México, México, Publicaciones del Archivo General de la Nación, vols. XXIX y XXX, 1936.

Bibliografía

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HUMBOLDT, Alejandro de: Ensayo político sobre el Reino de la Nueva España. México, Ed. Porrúa, S. A., 1983.

Instrucciones que los Virreyes de Nueva España dejaron a sus sucesores. México, Imp. de Ignacio Escalante, 1873, 2 t.

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MIRANDA PACHECO, Sergio: El juicio de residencia al Virrey Revillagigedo y los intereses oligárquicos en la ciudad de México. Estudios de Historia Novohispana, 2003, vol. 29, p. 49-75.

MONCADA MAYA, J. Omar: El Ingeniero Miguel Constanzó. Un militar ilustrado en la Nueva España del Siglo XVIII. México, Instituto de Geografía, UNAM, 1994

PAYNO, Manuel. El virrey Revillagigedo. México, Vargas Rea, 1948.


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Ficha bibliográfica

MONCADA MAYA, J. O. La ciudad de México a finales del siglo XVIII. Una descripción por el ingeniero Miguel Constanzó. Biblio 3W, Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales, Universidad de Barcelona, Vol. XI, nº 692, 10 de diciembre de 2006. <http://www.ub.es/geocrit/b3w-692.htm>. [ISSN 1138-9796].