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Biblio 3W
REVISTA BIBLIOGRÁFICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona 
ISSN: 1138-9796. Depósito Legal: B. 21.742-98 
Vol. XIV, nº 832, 25 de julio de 2009

[Serie  documental de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]


HIGIENE Y LA SALUD PÚBLICA EN BARCELONA A FINALES DEL SIGLO XVIII. EL DICTAMEN DE LA ACADEMIA MÉDICO-PRÁCTICA  DE BARCELONA (1784)

Gerard Jori
Universidad de Barcelona
gerardjori@gmail.com


Palabras clave: salud pública, ciencia de policía, higiene, Barcelona, Academia Médico-Práctica de Barcelona.

Key words: public health, policy science, hygiene, Barcelona, Academy of Medicine of Barcelona.


En el mes de mayo de 1780, la Junta de Sanidad de Barcelona solicitó a varios facultativos que esclarecieran las causas que podían estar originando un supuesto aumento de las muertes repentinas que se producían en la ciudad[1]. El 31 de octubre de ese mismo año los médicos Rafael Steva, Pablo Balmas y Luis Prats, que por aquel entonces formaban parte del equipo consultor de la Junta, respondieron a la solicitud de la misma con un informe de doce folios[2]. Por su parte, la Academia Médico-Práctica de Barcelona, institución creada en 1770, redactó un documento mucho más extenso –cuarenta y cinco folios de apretada letra– que no tuvo concluido hasta el 11 de junio de 1781[3]. Los académicos consideraron que el contenido del manuscrito podía ser de utilidad para mejorar las condiciones higiénico-sanitarias en otras ciudades españolas, lo que les animó a reescribir el informe y darlo públicamente a conocer en 1784, fecha en la que la barcelonesa Imprenta de Carlos Gibert y Tutó lo publicó con el ampuloso título de Dictamen de la Academia Médico-Práctica de la Ciudad de Barcelona dado al mui Ilustre Aiuntamiento de la misma, sobre la frequencia de las muertes repentinas y apoplegias que en ella acontecen (en adelante Dictamen).

Se trata de una obra esencial del patrimonio médico-bibliográfico español que bien merece esta reedición digital en la revista Biblio 3W. También reproducimos el informe inédito realizado por los médicos Steva (o Esteva), Balmas y Prats, documento que no alcanza el rigor del Dictamen, pero que posee el interés de haber sido elaborado por tres de los facultativos barceloneses más activos e influyentes durante la segunda mitad del siglo XVIII. Los dos textos están siendo estudiados en una investigación personal sobre las ideas ambientales del Setecientos y su engarce, de un lado, con la planificación y gestión de la ciudad, y, del otro, con la morfología de los establecimientos sanitarios[4]. En esta introducción nos limitaremos a presentar la estructura general y los principales contenidos del Dictamen. Posteriormente, daremos a conocer un trabajo en el que contextualizaremos este documento en el marco de la política de sanidad española del siglo XVIII, así como de las aportaciones de la ciencia de policía para incrementar los niveles generales de salud y bienestar físico de las poblaciones.

 

Estructura y principales contenidos del Dictamen

El Dictamen publicado en 1784 en forma de libro (Figura 1), que es el que reproducimos en este trabajo, presenta bastantes variaciones respecto al manuscrito original de 1781, pero en ambos textos encontramos idénticas opiniones respecto a los asuntos tratados. El prólogo del libro, de dos páginas no numeradas, permite comprender por qué la realización del informe se prolongó durante más de un año. Siguiendo un método muy cartesiano, el primer objetivo de la Academia era determinar si, como suponía la Junta de Sanidad, las muertes repentinas tenían, efectivamente, una incidencia tan elevada entre las causas de mortalidad. Para esclarecer esta cuestión, los académicos decidieron contabilizar las muertes repentinas y apoplejías que tenían lugar en Barcelona a lo largo de un año, tarea que demoró la elaboración del informe final. A ello hay que añadir dos motivos esgrimidos por el académico Joseph Ignacio Sanponts en una carta fechada el 23 de noviembre de 1780 y dirigida a Joseph Ignacio Claramunt y Verde, a la sazón secretario de la Junta de Sanidad. En este breve escrito Sanponts reiteró a la Junta el compromiso de la institución académica de trabajar en el informe solicitado, agregando que éste todavía no se había podido concluir por “el motivo de las vacaciones […] y de no haber llegado de París algunos libros necesarios”[5].

 

Figura 1. Portada del Dictamen.

 

La segunda parte del Dictamen, de cuatro páginas sin numerar, reproduce el oficio que la Junta de Sanidad remitió a la Academia solicitando el informe que nos ocupa. El documento aparece firmado el 17 de mayo de 1780 por Joseph Ignacio Claramunt y Verde y está dirigido al Doctor Pedro Güell, socio fundador y primer presidente de la institución académica. Este oficio expone, en primer lugar, la preocupación del Ayuntamiento por el aumento de la incidencia de las muertes repentinas en Barcelona. Y, en segundo lugar, las causas que, a modo de hipótesis, explicarían tal deterioro de las condiciones de mortalidad, con el objeto de que la Academia dilucide cuál o cuáles de ellas representan un mayor inconveniente para la salud pública de la ciudad. Concretamente, el oficio menciona siete posibles causas: 1) la falta de ventilación en las calles; 2) la adulteración del vino con yeso; 3) la fabricación del pan con harinas en mal estado; 4) los vapores que desprenden las acumulaciones de basuras; 5) las exhalaciones que originan los albañales; 6) la utilización de aguas residuales para el riego de las huertas; y 7) el aumento de la densidad de sepulturas en los cementerios parroquiales.

La tercera y última parte del Dictamen es la respuesta dada por la Academia a la Junta de Sanidad en 1781. Consta de ciento nueve páginas numeradas que equivalen a los cuarenta y cinco folios de la versión manuscrita, y aparece firmada por los doctores Pedro Güell, Ignacio Montaner y Josef Ignacio Sanponts, que respectivamente ostentaban los cargos de presidente, censor y secretario de la Academia. De todos modos, probablemente el informe fue elaborado de forma conjunta por todos o gran parte de los socios de la institución, a pesar de que los tres médicos mencionados actuaran como ponentes. En las reuniones de la Academia celebradas en 1780 y 1781 se debatirían ampliamente los contenidos del Dictamen, y varios socios debieron contribuir a su elaboración presentando memorias, analizando casos clínicos o, simplemente, realizando observaciones y comentarios. En 1781 la institución contaba con no más de quince asociados[6], por lo que el concurso de todos o casi todos los académicos se hacía indispensable para la realización de un informe tan amplio y completo.

Éste está redactado con un estilo sencillo, conciso y didáctico, lo que ejemplifica el proceso de ruptura con el barroquismo que se produjo en la segunda mitad del Setecientos. El documento carece por completo de verbalismos inútiles y los autores jamás se entretienen en discusiones abstractas. El examen de las fuentes citadas en el texto ofrece algunas conclusiones interesantes. Como se observa en el Cuadro 1, que presenta la antigüedad y procedencia de los autores y trabajos citados, existe un claro predominio de las alusiones a autores contemporáneos, siendo Pedro Güell –ponente del documento– y John Pringle –físico escocés– los dos autores más citados. De la época barroca destacan las dos menciones a Giovanni Maria Lancisi, eminente médico romano que estudió la nosología de las muertes repentinas, y de la Edad Antigua los académicos mencionan a Britanno, Cicerón, Hipócrates y La Biblia, que constituye la única referencia religiosa que incluye la obra. Respecto a la procedencia de las fuentes, se advierte una preferencia por las extranjeras, especialmente francesas y británicas, aunque no faltan las alusiones a autores de Italia, Holanda y Suecia.

 

Cuadro. 1. Fuentes citadas en el Dictamen

a. Según su antigüedad

 

Autores/Trabajos

%

Citas

%

Edad Antigua

4

14,3

4

10,8

Edad Media

0

0,0

0

0,0

Renacimiento

0

0,0

0

0,0

Barroco

6

21,4

7

18,9

Ilustración

18

64,3

26

70,3

Total

28

100,0

37

100,0

b. Según su procedencia

 

Autores/Trabajos

%

Citas

%

España

6

21,4

8

21,6

Extranjero

22

78,6

29

78,4

Total

28

100,0

37

100,0

Fuente: elaboración propia a partir de Guillén y San Eustaquio 1988, p. 1.254.

 

Pese a no estar organizado en apartados, el informe posee una estructura clara que podemos dividir en tres partes. La primera, que comprende las páginas 1 a 6, constituye una interesante introducción en la que los académicos, valiéndose de sus averiguaciones sobre las causas de mortalidad en Barcelona, concluyen que las muertes repentinas y apoplejías en modo alguno pueden ser consideradas como un problema sanitario apremiante. Según los autores, entre mayo de 1780 y mayo de 1781 el número de personas afectadas por esta clase de dolencias fue de treinta y cuatro, de las cuales veintiocho perecieron y seis recobraron la salud. Los autores reconocen que un cierto número de casos pueden no haber sido registrados, por lo que elevan a cuarenta el número anual de muertes súbitas. Considerando, entonces, que la población de Barcelona era de aproximadamente cien mil habitantes[7], de los que anualmente fallecían unos dos mil, infieren que “el número de 40 apopléticos y repentinamente muertos en el espacio de un año no es tan considerable como se supone, y mucho menos desproporcionado con el aumento que ha tomado [el vecindario de la ciudad]”[8].

Sentado este principio, creemos que el resto del informe debe verse, no tanto como una respuesta a la solicitud concreta efectuada por la Junta de Sanidad, sino más bien como un panorama general del conocimiento médico y las condiciones sanitarias de Barcelona durante la segunda mitad del siglo XVIII[9]. La parte final del Dictamen parece avalar esta idea, pues los académicos, una vez expuestas sus recomendaciones sanitarias, concluyen que “si se adoptan las máximas y medios que [la Academia] deja insinuados (y sería preciso adoptar si se enciende una grave epidemia) se cortarán por lo menos en esta ciudad muchas de las causas que pueden perjudicar la pública salud”[10].

En la segunda parte del informe, que abarca hasta la página 15, se abordan sucintamente una serie de cuestiones de carácter general que revisten un gran interés porque dejan traslucir el espíritu ilustrado que animaba la labor de la Academia Médico-Práctica. En primer lugar, los académicos sostienen que sin un análisis de las condiciones epidemiológicas previas no es posible determinar de forma fehaciente si las muertes repentinas son ahora más frecuentes que en el pasado, lo que a nuestro modo de ver esconde una crítica velada a las autoridades políticas del momento por la inexistencia de estadísticas sanitarias y de mortalidad. Los autores afirman que “si en esta ciudad se formasen todos los años tablas necrológicas […] sería fácil a la Academia decidir si son ahora más frecuentes que antes las muertes subitáneas y apoplejías”[11]. Apuntan, asimismo, que en ciudades europeas de mayor tamaño que Barcelona se construyen anualmente este tipo de tablas, lo que permite calcular diversos indicadores que ofrecen un panorama detallado de las condiciones urbanas de mortalidad. Finalmente, los académicos se ofrecen a elaborar las tablas necrológicas anuales de Barcelona, aunque señalan que para desempeñar esta función las autoridades deberían dictar las correspondientes medidas de policía para obligar a instituciones como las parroquias o el Hospital a suministrar los datos primarios.

El empirismo que rezuma en esta parte del Dictamen, acorde con el movimiento científico de la época, se pone especialmente de manifiesto cuando los académicos afirman que “mal se podrán tomar las providencias correspondientes para atajar la mortandad de un pueblo, si primero no se conocen las enfermedades que la ocasionan, las circunstancias que la acompañan y los sujetos que la padecen”[12]. Dichas consideraciones deben ser leídas a la vista del proceso de consolidación de la estadística sanitaria, que desde la segunda mitad del Seiscientos venía siendo objeto de una creciente atención. Los trabajos pioneros de los ingleses Thomas Sydenham –a quien se debe el actual sistema de clasificación de las enfermedades–, John Graunt –que anticipó las actuales tablas de mortalidad– y William Petty –que propuso la creación de una agencia estatal para la recolección de datos demográficos– han sido considerados clave en la institucionalización de la epidemiología como disciplina científica[13]. El perfeccionamiento de los métodos estadísticos posibilitó plantear los problemas sanitarios de forma matemática mediante la formulación, desde el siglo XVIII, de las llamadas leyes de mortalidad y de la enfermedad[14]. El Dictamen es un reflejo de este anhelo, pues aunque no lo explicite abiertamente, deja claramente entrever la existencia de regularidades entre las causas de padecimiento de la población barcelonesa y variables como el sexo, la edad o la temperatura.

Los académicos muestran un especial interés por correlacionar las estadísticas de mortalidad con los registros meteorológicos, actividad que quedaría expresa y claramente sancionada en los Estatutos aprobado en 1785[15]. En el marco del pensamiento hipocrático los médicos españoles del Setecientos prestaron una gran atención al influjo de la atmósfera en el cuerpo humano, y facultativos como el granadino Francisco Fernández de Navarrete idearon programas sistemáticos de observaciones meteorológicas[16]. No cabe duda de que este tipo de preocupaciones científicas refleja la persistencia de viejas ideas sobre el clima y la atmósfera, que pueden retrotraerse hasta la Antigüedad Clásica. Con todo, es insoslayable que programas de investigación como el esbozado por los académicos en el Dictamen constituían, al mismo tiempo, una importante innovación. En primer lugar, porque proponían la recogida sistemática de datos empíricos con instrumental científico; y, en segundo lugar, porque pretendían utilizar el método inductivo para relacionar dichos datos y llegar a conclusiones generales. Todo lo cual convierte a la Academia en una de las instituciones más vanguardistas del panorama científico catalán de la segunda mitad del siglo XVIII.

A continuación, los académicos concretan algunas características de las muertes repentinas, que constituyen el tipo de dolencias sobre el que han sido interrogados por las autoridades sanitarias. Tal como se entendía en el siglo XVIII, una muerte repentina era, simplemente, “aquélla que mata repentinamente al hombre sin que él mismo ni otros puedan preverla a corto plazo”, definición que ofrecía una de las obras de anatomía patológica más importantes de la centuria[17]. En Cataluña, la costumbre de designar con el vocablo feridura a cualquier muerte que sobreviniese súbitamente hacía que, comúnmente, se creyera que todas las muertes repentinas eran de la misma naturaleza y que, por tanto, todas ellas compartían la misma etiología. Sin embargo, los autores del informe no dejaron de advertir que existía una gran diversidad de muertes repentinas, y que éstas podían ser originadas por causas muy diversas. La patología y etiología de la muerte súbita fue objeto de una gran atención en la literatura médica de los siglos XVII y XVIII. Reputados médicos del Seiscientos como el suizo Théophile Bonet o el danés Thomas Bartolin describieron y contabilizaron casos de muertes repentinas y, en 1707, Lancisi publicó una influyente monografía sobre el tema que tituló De subitaneis mortibus[18]. Los autores del Dictamen se sirvieron de la autoridad de este médico romano para clasificar las muertes repentinas en función de las causas que las originaban: respiratorias (sofocación), cardiovasculares (síncope) y cerebrales (apoplejía).

El siguiente aspecto tratado se refiere al modo de discernir los tipos de muertes repentinas y las causas que las ocasionan, que según los académicos no es otro que la autopsia del cadáver. En términos generales, cualquier aproximación a la enfermedad se basa en la combinación del análisis de los signos con la interpretación de los síntomas. Aquéllos constituyen las manifestaciones objetivas y somáticas de la enfermedad que el médico descubre a través de la exploración física, mientras que éstos se definen como las sensaciones subjetivas que el paciente experimenta y transmite al médico. Fernando Conde Gutiérrez, tras constatar la equivalencia estructural entre esta doble aproximación y la relación existente entre las perspectivas cuantitativa y cualitativa en el ámbito de las ciencias sociales, ha mostrado cómo en determinados periodos de la historia de la medicina ha dominado la perspectiva cuantitativa –centrada en los signos– y en otros lo ha hecho la perspectiva cualitativa –centrada en los síntomas[19].

El Dictamen fue redactado en una época en la que la experiencia positiva y la cuantificación predominaban sobre las epistemologías centradas en los procesos cognitivos y basadas en enfoques subjetivistas. En este contexto científico, al que sin duda contribuyó el desarrollo de instrumentos de observación como el microscopio, el médico Giovanni Battista Morgagni había podido implantar dos premisas esenciales para comprender la evolución posterior de la medicina; a saber: 1) las enfermedades dejan huellas reveladoras en el organismo y 2) el estudio de dichas huellas constituye la mejor forma de verificar el tipo de enfermedad que ha ocasionado la muerte[20]. Lo cual justifica la necesidad de efectuar exámenes post mortem para confirmar la causa de la muerte. A la vista de ello, no es extraño que los académicos juzgaran que “el principal medio para averiguar las especies de muertes repentinas que suceden en Barcelona, y las causas que las producen, es la abertura del cadáver de todos o de los más que mueren repentinamente”[21]. Ello debe, asimismo, relacionarse con el notable desarrollo que experimentaron la anatomía y la cirugía en nuestro país durante la segunda mitad del siglo XVIII, y que fue posibilitado, entre otras cosas, por la práctica regular de disecciones en instituciones como el Hospital General de Madrid, la Sociedad de Medicina de Sevilla o los Reales Colegios de Cirugía de Barcelona, Cádiz y San Carlos de Madrid.

Frente a la práctica de una medicina especulativa, que era la que comúnmente se enseñaba en las universidades, los académicos hacen gala desde las primeras páginas del Dictamen de profesar las corrientes científicas más vanguardistas de la época. Su insistencia en la verificación empírica de las causas de muerte, la utilidad de las estadísticas sanitarias y de mortalidad, la sistematización de las enfermedades o la conveniencia de efectuar disecciones hace aflorar un racionalismo y un pragmatismo que son típicos de la ciencia de la Ilustración. La tercera y última parte del informe está consagrada al análisis de las distintas causas que determinan la ocurrencia de las muertes repentinas, así como de las medidas que podrían adoptarse para evitarlas. Los académicos estudian con rigor y minuciosidad cada una de las causas que, de acuerdo con sus observaciones efectuadas en el año precedente, explicarían el deterioro de las condiciones de mortalidad, estableciendo que “ya por si solas, ya reunidas y combinadas de diferentes modos, son el fecundo manantial de donde dimanan, no sólo las muertes repentinas, sino otras muchas y graves enfermedades y epidemias”[22]. Aunque abordan un número muy elevado de causas, éstas pueden clasificarse en dos grupos estrechamente relacionados: las que se refieren a la pureza del aire y las que aluden a la calidad de los alimentos.

La medicina del Setecientos solía recurrir a estos dos aspectos para explicar la etiología de las enfermedades, por lo que los autores del Dictamen no hicieron otra cosa que apelar a las ideas habituales en este tipo de reflexión. Conviene recordar que la microbiología sólo se desarrolló a partir de la década de 1880, y aun así los descubrimientos en este campo tardaron en ser aceptados por toda la comunidad científica[23]. En estas circunstancias, los factores ambientales en sentido amplio brindaron el marco explicativo del origen y evolución de las enfermedades. Por tanto, la originalidad del Dictamen reside, sobre todo, en la aplicación del paradigma científico dominante al caso concreto de Barcelona, lo que a su vez permite obtener un panorama detallado de las condiciones higiénico-sanitarias de la ciudad y una idea general acerca del tipo de medidas de policía que sus autoridades podían ejecutar.

Es sabido que la Ilustración persiguió instaurar un nuevo orden urbano basado en la higiene y asepsia colectivas. Este anhelo se concretó en la concepción y ejecución de medidas que tenían por finalidad “medicalizar” el espacio urbano y que, en palabras de Michel Foucault, “diseñan, al menos esquemáticamente, los principios generales de la planificación urbanística”[24]. El Dictamen constituye un testimonio extraordinario del modo en que este proceso general se desarrolló en Barcelona.

 

Los documentos

En primer lugar, hemos transcrito el informe de Steva, Balmas y Prats, que se halla conservado en el Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona (signatura 1L.I-14, f. 181 y ss.). A continuación, reproducimos el Dictamen íntegro publicado en 1784, que como ya se ha dicho presenta algunas variaciones respecto al manuscrito original de 1781, conservado en ese mismo archivo (signatura 1L.I-14, f. 207 y ss.). Pese a que ambos documentos están redactados con un estilo claro y sencillo, hemos optado, a efectos de facilitar la lectura, por adaptar la ortografía y la puntuación a la regla actualmente vigente. También hemos titulado el primer documento y los tres grandes apartados en que se divide el Dictamen: prólogo, oficio e informe. En ambos caso, los epígrafes que hemos añadido aparecen entre corchetes.


[Informe de los médicos Rafael Steva, Pablo Balmas y Luis Prats sobre las muertes repentinas y apoplejías, remitido a la Junta de Sanidad de Barcelona el 31 de octubre de 1780]

Muy Ilustre Señor,

Después de largas y serias reflexiones sobre el papel que el cristiano y vigilante celo que V.S. por la pública salud, con fecha de 17 de mayo del corriente año, mandó se nos pasara a fin de indagar la causa de las muertes repentinas y apoplejías, que nos dice de algunos años acá son mucho más frecuentes de lo que solían, sin que parezca guardar proporción este incremento con el que ha tomado el vecindario. No creyendo V.S. fundado en la duración de esta fatalidad el que pueda atribuirse a la alteración accidental de la atmósfera; sí, tal vez, a otras causas, como discurren algunas personas reflexionadas y facultativos, atribuyéndolo más a la falta de ventilación por la estrechez de las calles y sobrada elevación de los edificios. Otros al yeso parrell con que se fortalece la mayor parte del vino [que] se conduce a esta plaza. Muchos al principal alimento, mezclándose en el pan de algunas fábricas con harinas de buena calidad las averiadas y otras semillas, que disimulan del todo el vicio que esta cautela oculta al gusto y al olfato. No faltando quien piense provenga de los perjudiciales vapores que despiden las inmundicias de los lugares comunes, que se permiten sacar por la mañana sin prescrita distinción de tiempos, o de las que se embalsan en los albañales por la abundancia de conductos particulares que desguazan en ellos. Atribuyéndolo otros al uso que hacen los hortelanos, regando, y tal vez rociando, con la basura desleída en agua las verduras para su mayor lucro. Sospechando finalmente muchos nazca este daño en gran parte el haber aumentado tan notablemente con la población el número de los que se entierran en los estrechos cementerios inmediatos a las parroquias, y consiguientemente los vapores que se levantan de los cuerpos corrompidos.

Decimos que las muertes repentinas y apoplejías hacen una impresión tan fiera sobre los que las presencian, que no pueden fácilmente quitárselas de su imaginación en mucho tiempo. De sólo oírlas se estremecen los hombres, y de todos tiempos se ha mirado como la sola muerte de que debíamos pedir a Dios nos librase. Las fatales consecuencias que a las muertes repentinas siguen de precisión, y principalmente el mal estado en que puede haberse encontrado en dicha muerte el hombre. La falta de sacramentos, de disposición de sus bienes, y el desamparo en que quedan por estas muertes algunas familias, horrorizan al que en su vecino lee lo que puede suceder a sí propio. Las apoplejías fuertes pueden decirse muertes repentinas, de las débiles suele quedar la perlesía, que transforma en objeto de pública compasión al que por su lozanía solía serlo de la envidia, quedando siempre amenazado de nueva apoplejía, de cuya muerte está casi seguro.

De estas tan fuertes impresiones que dejan las muertes repentinas y apoplejías en la mente de los hombres, nace el que no llegando apenas a olvidarse la muerte repentina o apoplejía que sucedió en esta ciudad el mes pasado, se la figuren sucedida como de presente, cuando repite en el día otra de ellas, y en consecuencia miren a aquéllas como que suceden a cada paso. En todo tiempo en esta ciudad, y quizás en todas las populosas, se ha creído que iban en aumento una y otra de estas muertes, y que crecían sin proporción a la población. En el año 1725 se preguntó a los médicos la causa de ellas, no dudando ser cierta su mayor frecuencia, que negaron aquellos médicos.

No por esto decimos que sean absolutamente raras en esta capital una y otra de estas muertes. La mesa abundante que tienen en ella tantos; el ningún trabajo que tienen en ella muchos; el mental, sin ninguno corporal, que padecen infinitos; y las pasiones de ánimo que reinan hoy tanto, son a más de las indicadas por V.S. y de que hablaremos en adelante, causas sobradas para la abundancia y crasitud de los humores e inclinación de ellos a la cabeza, de donde fácilmente puede seguirse la apoplejía. De una guarnición numerosa que tiene casi siempre esta plaza raro soldado se apoplectica. Que no sea por golpe o borrachera porque le falta la mesa espléndida, no le agobia el trabajo mental y no le falta el corporal. Son muchísimos más los oficiales que se apoplectican en tanto menor número.

Aún del número que se cuenta individualizado de las muertes repentinas y apoplejías, hay mucho que rebajar. Todo aquél que sin estar en cama muere en pocas horas se dice muere de repente, sin advertir que a juicio de un médico prudente podía en muchos ser prevista o temida. Muchos padecen males habituales que los pasean por muchos años sin grave incomodo, pudiendo tener a la fin un pronto fatal paradero, que lejos de deberse decir una muerte repentina puede con más propiedad llamarse una crisis de una enfermedad crónica. Son en Barcelona muy frecuentes los tumores y vómicas en los livianos. Un médico prudente que los sospecha con fundamento lo tiene también para temer que al reventarse puede aquel hombre morir en un instante, muerte que lejos de decirse repentina, es de lejos probablemente prevista. Lo mismo sucede en los asmáticos, aneurismas y otros.

Asimismo, cuéntanse como apoplejías muchas [enfermedades] que en la realidad no son tales. Así, las más de las muertes repentinas en este pueblo, que está preocupado por la frecuencia de las apoplejías, se tienen por tales, por más que falten sus señales.

No dudamos que si se hiciesen más listas exactas de las enfermedades de que mueren los hombres en un año en esta ciudad, como se practica en algunas extranjeras, se hallaría que las apoplejías no son muchas, y que las muertes repentinas sin causa externa, y en hombres por otra parte sanos, son bastante pocas. Año ha habido en que notando con todo cuidado uno de los infraescritos, todas las muertes repentinas y apoplejías que con solicitud puedo averiguar, resultaron 22, y examinando con sus médicos el estado antecedente de los difuntos, hallo que eran valetudinarios los 17. Dicha enumeración de enfermedades (llámanla los médicos necrología), a más de ser muy útil, podría desimpresionar a muchos de algunas ideas menos ciertas. Pero en los grandes pueblos es muy difícil el lograrla exacta. Sería menester que mandase V.S. a todos los médicos luego de acontecer alguna muerte repentina, pasasen a V.S. una exacta relación de todo lo acaecido con sus antecedentes. Con esto se vería si puede decirse muerte repentina. Y, haciendo lo mismo con las apoplejías, se sabría de cierto el número de ambas muertes, y se vería si crecen o no a proporción de la población. Sucedería muchas veces que los médicos que denunciaran dichas muertes, por más que fuesen exactos examinadores de todo lo antecedente y concomitante, no podrían atinar a la causa de ellas. Con estos casos sería el cuchillo anatómico muchas veces, bien que no todas, otro medio más seguro de examinar su causa, que acarrearía la utilidad tal vez de precaucionarla en casos semejantes.

Todas las causas que V.S. nos toca, y que varios las dan por capaces de la supuesta frecuencia de apoplejías y muertes repentinas, pueden si no ser causas de ellas, ser nocivas en efecto a la salud de los moradores de esta ciudad.

La falta de ventilación siempre es contraria a la población numerosa. A esto conduce la estrechez de las calles y sobrada elevación de los edificios. Lo primero parece no necesita en esta capital (por haber muchas de anchas) tanta mira como lo segundo, por la excesiva altura que se ha permitido a muchos edificios, bien que para remediarlo nos pasó V.S. un oficio al que dimos, de acuerdo con otros médicos, nuestro parecer con fecha de mayo de 1779.

Es la ventilación precisa para mudar el aire impuro y cargado de las partículas corruptibles o actualmente corrompidas, y tenemos la dicha de tener en esta ciudad el lebeche, que podemos decir un viento constante, y de los facultativos es el que en medio de tanto vapor pútrido nos conserva un aire sano. Con todo, éste falta muchas veces, y cuando por las noches y mañanas no sopla como no suele hasta las nueve, nos falta este depurador, a quien la salud de esta ciudad debe tanto. Debe pues pensarse a todos los medios que impidan el que la atmósfera se cargue de dichas partículas.

Las letrinas son precisas en las casas, pero dan en muchas de ellas un vapor que apesta a todos. En ciertas ciudades políticas hay un inspector de ellas, y se manda al construirlas el que tengan un respiradero recto de proporcionada anchura hasta lo más alto de la casa por donde pueda salir su vapor. Providencia que no podemos dejar de aplaudir y recomendar a V.S.

El conducto de las letrinas que llamamos bulló está continuamente cargado de excremento que se queda pegado a sus paredes, y que con frecuencia lo llena hasta reventarlas, mayormente si no baja perpendicular y es estrecho, y no se le echa agua. Esto es causa del principal hedor de muchas letrinas, y no permitiendo muchas veces la escasez del lugar valerse de otro conducto, debería mandarse que bajase conducida por dicho conducto de letrina una buena porción o toda el agua del terrado o tejado, que las tendría limpias de tanto en tanto, y no permitiría perenarse dicha basura en ellos.

Los depósitos de las letrinas, que vulgarmente llamamos balsas [¿?]emeteras, son otro de lo que más inficiona el aire de esta ciudad. En tiempo que están cerradas no inficionan las calles sus vapores, pero sí muchas de las casas que las tienen, pues el vapor que de ellas se elevase comunicaría a la casa lo que se precaucionaría si el respiradero de que hemos hablado arriba subiese desde ellas a lo más alto de la casa. Esto privaría también el fuerte hedor que dan al abrirse para sacarse el estiércol, tiempo en que ha sucedido realmente algunas muertes repentinas en los que van a vaciarlas entrando sin precaución e imprudentemente en ellas. Antes de entrar en estos depósitos suelen tenerse abiertos algún tiempo, con que minorando la cantidad del vapor puede entrarse sin peligro de la vida. Pero esta precaución tan necesaria al que va a entrar, ¿cuán perniciosa es a la ciudad por cuyas calles se esparce? Si el vapor recogido podía matar al hombre más sano, una buena porción de él cando se evapora puede matar a algunos de pulmón menos sano, o de cabeza débil y propensa a la apoplejía. Es pues necesario no dejarla recoger sin hacer que evapore continuamente por el conducto proyectado.

No corriendo como no corre agua por los albañales y desguazándose tantos conductos en ellos, mayormente el de tantas letrinas de bulló, es preciso que se embalsen en ellos muchas inmundicias, y que su hedor respire continuamente por las aberturas que hay entre las lambordas, poniendo en un tal mal estado el aire mayormente en calma, y amenaza de lluvia, que le habíamos de suponer fatal, si la experiencia no nos mostrase en la constante salud de esta ciudad que no lo es tanto. Estas hendeduras entre las lambordas se suponen precisas y de propósito las dejan al formar los albañales o las abren los vecinos para que por ellas entre el agua de lluvia, que cayendo por las canales en tanta copia, privaría por poco que lloviese el pasar por las calles. Supónense al mismo tiempo útiles pues con el agua que entra en los albañales por dichas hendeduras se limpian aquéllos. Con todo, pagamos esta limpieza con el hedor que continuamente despiden los albañales, pero mayormente cuando empieza a llover después de mucho tiempo de no haberlo hecho.

Si las aguas bajaran conducidas todas por las letrinas de bulló, o por particulares conductos en las casas grandes en que faltan aquéllas, no serían necesarias dichas hendeduras entre las lambordas, pues la sola agua que caería sobre las calles jamás las inundaría, o sólo lo haría en el tiempo preciso [en] que caería el agua impetuosísima, tiempo en que así que así tampoco son transitables prescindiendo del piso de ellas. Lo que obstruye con frecuencia dichos albañales no es la basura que sale de las casas, sí lo que entra en ellas por dichas hendeduras, como son piedras y arena, y así lo demuestra los montones de dichos géneros que vemos en la limpia de ellos. La basura con poca agua se diluye, con poca corre, de modo que en dichas limpias vence muchos montones de piedras y arena por uno de basura. Si se mandase conducir toda el agua, daría ocasión a hacerse en las casas más lavaderos [que el] vulgo [llama] safareig, y éstos tienen la utilidad que se vacían algunos días después de recogida el agua, y los diferentes en tiempos entre sí remotos, de modo que cuasi diariamente habían de vaciarse muchos que limpiarían por descontado los conductos particulares de las casas, y en gran parte los albañales.

Por otra parte, no es difícil acarrear agua viva que vaya por todos los albañales principales de esta ciudad. El agua que ha principiado conducir el Sr. Barón de la Linde puede entrar por lo más alto de ella y distribuirse por todas las calles principales, cuyos albañales limpios dan fácil éxito a la basura de los demás.

Contra esto milita el que la actual estrechura de los albañales no permite la ejecución del proyecto, porque no son capaces de conducir toda el agua de lluvia. No dudamos que no son capaces los principales albañales, pero podrían por una causa tan útil a la salud, y que en lo político ilustraría mucho a esta ciudad, hacerse más capaces y hondos.

Los depósitos o balsas [¿?]emeteras habían desde la mayor antigüedad acostumbrado a vaciarse en la cuaresma, atendiendo tal vez al poco calor de la estación, ser ya los días bastante largos y los aires comúnmente fuertes. Preguntados sobre el asunto, dimos a V.S. nuestro dictamen en 9 [de] noviembre de 1770. Prefirió V.S. reglar en consecuencia, pero no sólo como insinúa V.S. se permiten sacar por la mañana sin la precisa distinción de tiempo, sí también por las tardes, y en todo el año, derramándolo por las calles, por más que clame el público, y puede en efecto ser perjudicial para su salud.

Se ha introducido de algún tiempo a esta parte el abuso de los hortelanos el rociar y regar con la basura desleída en agua las verduras, diciendo que experimentan crecen más con esto y se anticipan.

No podemos dejar de declamar contra estos abusos. El regar con la basura desleída produce una corteza de basura sobre la tierra, pues colándose lo más líquido queda lo craso sobre la superficie, y siendo de ésta la mayor evaporación, debe en consecuencia llenar el aire de vapores pútridos. Pero el rociar las plantas con esa solución, a más de llenar el aire con dichos vapores, facilita la introducción por los poros de las hojas de partículas pútridas, las que con poca mudanza perseveran en las hojas, al paso que entrando los abonos por la raíz, que es el propio estómago de la planta, sufriría la basura una competente mudanza antes de llegar a las hojas. Parece pues que deberían privarse estos abusos, que a más de dichos inconvenientes, tienen el del hastío que causa al que ve su perniciosa práctica.

Deberían, al mismo tempo, privarse los montones de estiércol que dentro de esta ciudad hacen muchos de oficio, recogiendo por [la] ciudad las inmundicias, amontonándolas y haciéndolas fermentar, no sólo para el uso de las propias tierras, sí también para venderlo al que lo necesite.

Siempre ha parecido mal a los físicos el entierro de los cadáveres dentro de la ciudad, y más en tumbas dentro [de] las iglesias, que al abrirse para enterrar allí [a] alguno, no pueden dejar de dar de sí un vapor pútrido de que se llena la iglesia, y de allí no sale sino con mucho tiempo, causa a que generalmente los médicos atribuyen los muchos desmayos [que] sobrevienen en los templos. Los cementerios de esta ciudad, que en otro tiempo pudieron bastar a su corta población, son absolutamente insuficientes. En algunos de ellos hay algunas tumbas para ciertas cofradías, y otras para el común de quien no tiene propia sepultura, que al abrirse (y esto es casi diario) llenan el aire de vapor pútrido. Y como son tantos los que en ellas se entierran, es preciso que se llenen luego. En este caso, que llaman en el país escura, se sacan los cadáveres medio podridos, pues apenas alguno llega a ser descarnado, y se entierran en un gran hoyo. Mientras se hace esta larga y hedionda operación en que estremecen como de una inhumanidad los que la observan que tal debe quedar de infecto el barrio.

Hácese a la noche para que inficione y horrorice menos, pero también corren menos los aires y por la mañana no es todavía disipada la infección. Las cajas o ataúdes que todavía se conservan enteras muchas, se deshacen para sacar los cadáveres, se hace un montón de ellos y se les pega fuego. Estas maderas, inhibidas de la podredumbre que contenían, dan un fetor al quemarse que se esparce y llega más allá del barrio, y no por ser obra del fuego le damos por inocente.

Los que se entierran en tierra firme, como ésta es poca, la ocupan poco, y sin tener tiempo de consumirse sus carnes deben ceder el lugar a otro que lo ocupará tal vez menos tiempo, inficionando siempre el aire y estremeciéndose la humanidad. En el Hospital en que son en tan número los difuntos es más necesaria la enmienda. Los que se entierran en el patio, sobre hacerse un hoyo profundísimo, no se eximen de inficionar el aire, y quizá lo hacen más que todos. Sobre el primer cadáver se echa cuanta tierra se necesita para llenar el hoyo, pero a proporción que van muriendo los que tienen bastante dinero para lograr tierra firme en aquel mismo lugar, se abre el mismo hoyo hasta encontrar el cadáver primero, que suele ya apestar el patio, y estas operaciones se prosiguen hasta llenar el hoyo enteramente de cadáveres sin interposición de tierra entre uno y otro. Todos los que mueren en el Hospital sin tener dinero alguno (que son los más) se entierran en cierta parte del lugar llamado Corralet, en donde hay un gran hoyo en que se echan y se les cubre con poca tierra. Este lugar llena de un vapor pútrido a todas las casas de las calles del Carmen y [¿cervella?] sus vecinas, insufrible en muchas ocasiones en verano, de modo que cuando todo lo demás perteneciente a entierros de esta ciudad no se enmendase, el Corralet pide de necesidad la enmienda. Muchas ciudades han enmendado ya como puede V.S. haber leído en los papeles públicos este gran defecto de enterrar en las iglesias y recinto de ellas. Permítese dentro [de] la ciudad el llenar almacenes de cualquiera género hediondo. [¿?] el vecindario de ser pernicioso a la salud, y hallámonos muchas veces indecisos sobre el informe [que] debemos dar a V.S. Varias veces puede haber reparado V.S. en nuestros informes en caso que no hayamos tenido el vapor por absolutamente perjudicial en grado de alterar la salud. La protesta de que mucho mejor fuera de que a aquel vecindario no se le alterase el aire y le lograse lo más puro que fuera posible. Un almacén que de fetor debía prohibirse por política, aunque no alterase la salud, y aun el almacén que por su solo mal olor no alteraría la salud en el campo y libertad de aires, lo puede hacer unida su mala calidad a tantas otras de que hemos hablado y vamos a hablar. Por de contado los cueros no debían admitirse dentro ciudad, como tampoco las pescas saladas, algarrobas, etc.

Las fábricas que por otra parte son tan útiles en ella, tienen su buen inconveniente muchas. Contra las de jabón se ha movido el público muchas veces, y aunque nosotros no nos hemos atrevido a caracterizarlas de tan malsanas como generalmente se piensa, mayormente si los pozos de aguas sucias se vaciaran a media noche, como nosotros hemos informado a V.S., lo ha mandado V.S. y no se observa, con todo nos alegraríamos verlas en los extremos de ella. Crecen cada día en número y variedad las fábricas, y si las actuales no han llegado a ser perjudiciales a la salud, tal vez este aumento puede fácilmente tirar la balanza así a alguna epidemia. Parece que nuestros mayores destinaron a los oficios ruidosos y hediondos [a] los extremos de la ciudad. Los Calderers, los Boters, el Regomir, para caldereros, cuberos y terrajeros; los [¿?] para curtidores que eran extremos en la ciudad en sus establecimientos. Era de desear que el que quiera plantar una fábrica debiera pedir licencia a V.S., y que no siendo bien conocidas sus operaciones diese V.S. orden de examinarse por peritos, para poder después destinarle un extremo de la ciudad, o permitirla dentro. Extremos hay de ciudad que concederían fácilmente sus dueños a un censo, o lo venderían si hubiese quien les solicitase. Aun en muchas fábricas ya plantadas como las del jabón no podrían ofenderse sus dueños si se tomaba una providencia general. Basta lo aquí dicho sobre la pureza e impureza del aire para pasar a los alimentos.

El pan, el más precioso y sencillo entre todos, se vende en esta ciudad por lo general muy malo. Por más que el escandallo se haga de un trigo bueno, y el pan en dicha prueba se cueza sobradamente, y con todo se considere un útil competente al vendedor, dista con todo infinito el pan que se vende al público de tener similitud alguna con el del escandallo que había de imitar. Las tres calidades de pan que en esta ciudad se venden son por lo general distintísimas de lo que deben ser. Los extranjeros que han corrido mucho mundo nos aseguran en deshonor nuestro que no han visto en ciudad alguna pan blanco menos bueno que el de ésta. Todos nos vemos en la precisión de ir indagando en dónde se vende menos malo, lográmoslo de este modo pasable por algunos días, hasta que el hornero, que para acreditarse lo hacía mejor, acreditado ya lo vende peor que los otros. Esto nos persuade indubitablemente que no se gastan los trigos que deben, o que por lo menos se hacen mezclas de malos con los buenos. V.S. es buen testigo de que no hay trigo por mala que sea su apariencia que no se pretenda vender y que no se nos proponga, cuando le damos por malo, de hacerle pasar mezclado con mayor porción de bueno. Es bien reciente un caso de esto, y nuestro parecer sobre él. Pues habiendo dado por mala una porción de trigo en el [¿?], se mandó hacer pan mezclándolo con doble porción de trigo bueno, disimulole en efecto dicha mezcla las malas calidades a nuestros sentidos, pero nosotros que sabíamos la mala calidad del trigo en cuestión, confesando que con dicha mezcla daba un pan de buen aspecto, no pudimos asegurar que no dañase a los racionales, y tuvimos la satisfacción que la superioridad no le permitiese para su uso. ¿Pero cuánto trigo semejante o peor habremos comido todos muchas veces? ¿Cuán fácil es tener escondido parte de trigo malo para burlar la más atenta vigilancia de los almacenes? Es menester confesar que somos infinitas veces un sacrificio de la codicia. El pan mediano lo tienen algunos por superfluo y otros por pernicioso en cuanto es causa de ser el moreno más malo. Y si con el pan blanco nos hallamos en tales aprietos, ¿qué será con el moreno? V.S. es buen testigo del clamor de los pobres, y de cuan fundada es su queja. ¿Cuántas veces nos ha hecho V.S. examinar el pan moreno, no ya a título de si es de recibo, sí al de si es dañoso a la salud? Solemos en nuestros dictámenes contentarnos con responder precisamente a lo que se nos pregunta, y al tenor de la queja, que suele ser por el mal sabor que indica el trigo viciado o mezclado con malas semientes, pero ahora, una vez por todas cuando se habla de prevenir las muertes, con cuya idea está prevenido todo el público, decimos que no basta el que el trigo sea malo para privar la venta del pan: debería vigilarse en si es bastante o sobrado fermentado y si es (lo que raras veces sucederá) bastante cocido. El pan mal fermentado y poco cocido es una masa la más tenaz e indigesta que da alimento alguno e induciendo una viscosidad en la sangre invencible, dejando a parte tanto mal crónico como puede producir no le tenemos por improporcionada causa para inducir apoplejías, y tras de los males crónicos aquellas muertes que por suceder en hombres que van por las calles se tienen por repentinas como hemos arriba dicho. El yeso parrell del vino es, entre todas las causas a que se atribuyen las muertes repentinas y apoplejías, la más acreditada, o en propios términos la más infame. Poca luz pueden darnos los autores extranjeros sobre el uso de este género que ellos no tienen en práctica. Aun en las otras provincias de España es poco conocido, pero en casi toda Cataluña está en uso, y en algunas comarcas en tal abuso que a muchos paladares se hace insufrible su vino. El Campo de Tarragona se excede quizás más que otra alguna y, sin duda, más que todas las demás comarcas marítimas.

Dos usos dan a dicho yeso, a saber, dar más fuerza al vino y preservarlo de agriarse en el verano. Que el vino con parrell parece más fuerte es innegable. Es picante al gusto y sufre más agua, y por esto es más agradable a ciertas personas y no es un leve ramo de economía. Y aun el que sea más fuerte en realidad es conjeturable, pues siendo el yeso absorbente disminuye buena parte de su ácido, y prevalecen con esto sus partes espirituosas e inflamables. Dícese que del vino con parrell se saca más aguardiente, y bien que no nos consta si la experiencia se ha hecho con exactitud, no lo hallamos con todo enteramente improporcionado. Igualmente, aunque no sabemos si se han hecho experiencias exactas sobre si se conserva más el vino en verano con parrell que sin él, con todo fácilmente lo creemos por las razones apuntadas.

Pero dadas ciertas estas dos ventajas, ¿debe aplaudirse el uso del parrell? Con el litargirio dulcifican sus vinos débiles los alemanes, logran con él un vino suave y espirituoso, pero experimentan varias malas resultas. Tenemos por pernicioso el picante del vino con parrell, no nos agrada su color turbio o nigricante y, bien que no lo aseguramos, tememos que incrase y ponga en menos disposición de circular a nuestros líquidos, que introduzca un picante en ellos y que quizás dañe a los nervios.

Si las vendimias se retardaren a un tiempo oportuno no tendrían tanto ácido nuestros vinos, abundarían de espíritu y no se acedarían fácilmente. Pero es bien ridículo que vendimian más pronto, donde deberían más tarde, y en la costa que va a Mataró, donde son las viñas bien batidas del sol y de sus reflejos, y que su suelo arenoso conserva más el influjo de los rayos de aquél, es en donde vendimian un mes más tarde. Hacen en efecto un vino mejor, pero este ejemplo no lo imita ni siquiera sus vecinos. En todos los pueblos hay un tiempo prefijado para empezar la vendimia, y es preciso para que no se intentase hacer vino de las agras. Pero esto que parece permiso de vendimiar, es como una orden precisa, pues se echarían sobre la viña, que quedaría entera, los demás que habrían vendimiado. Esta es la causa de la necesidad de buscar medios de preservar el vino y darle fortaleza en nuestro clima, que por lo menos en la marina no lo necesitaba. Ella lo es que nuestros vinos no son lo que podrían y deberían. El tiempo para la vendimia debía prefijarse más tarde.

Para los vinos que han de quemarse, poco importa la carga del parrell. Jamás ésta subirá en la destilación. Pero en los vinos de pasto no dudamos ser dañosa su copia, bien que no nos atrevemos a condenar su uso enteramente.

Las frutas en esta ciudad se venden las más verdes, o son sazonadas artificialmente. No diremos que esto produzca muertes repentinas, a no ser que den un cólico de pocas horas. Con todo, pueden inducir cuajos en los humores, obstrucciones y otros efectos que a la larga pueden producir aquellas indisposiciones crónicas que terminan en muertes imprevistas y prontas en hombres que van por las calles, que lato modo pueden decirse repentinas.

Finalmente, aunque no podemos asegurar como V.S. ha leído a cuál de las dichas causas puede con particularidad atribuirse la fatalidad en cuestión, o si tal vez al conjunto de todas o algunas de ellas, parece debe providenciarse sobre todas, y en particularidad sobre el pan, limpieza de los albañales, modo y tiempo de sacar las letrinas, el abuso de que hemos hablado hacen los hortelanos, las fábricas que de sí despiden hediondos vapores, por juzgar son éstas dichas causas las que más fácilmente disponen los cuerpos a semejantes desgracias.

Barcelona, y octubre 31 de 1780.

Dr. Rafael Steva
Dr. Pablo Balmas
Dr. Luis Prats


Dictamen de la Academia Médico-Práctica de la Ciudad de Barcelona dado al muy Ilustre Ayuntamiento de la misma, sobre la frecuencia de las muertes repentinas y apoplejías que en ella acontecen

[Prólogo]

Penetrado del más vivo dolor el muy Ilustre Ayuntamiento de esta ciudad de Barcelona por las muertes repentinas y apoplejías frecuentes que se experi­mentan en ella, acreditó el celo con que ha velado siempre sobre la salud de sus vecinos pasando a la Academia Médico-Práctica de la misma el oficio que se sigue.

Este oficio se leyó en la Junta que a dicho fin celebró la Academia el día 2 de junio de 1780, y acordó la distribución de asuntos sobre [los] que de­bían trabajarse las memorias que ha­bían de ser la base de la respuesta, que varias ocurrencias retardaron hasta el día 11 de junio de 1781, especialmen­te la observación de las muertes repen­tinas y apoplejías que acontecerían en el decurso de un año. Y, si bien algunos sujetos que pudieron verla juzgaron ser digna de darse al público, la Aca­demia, por varios motivos, no lo ha ejecutado hasta que casi la han precisa­do a ello las repetidas instancias de per­sonas eruditas y autorizadas, y el con­siderar, al mismo tiempo, que en todas las ciudades de España, y en las más de sus grandes poblaciones, se hallarán algunas causas de las que se ha evidenciado poderlo ser de las muertes repen­tinas, apoplejías y epidemias que en Barcelona acontecen, siendo regular que en aquéllas produzcan los mismos efectos que en ésta, y que, por consi­guiente, podrán corregirse y evitarse con iguales diligencias.

La Academia, que sólo anhela la pú­blica salud, venciendo no pocas dificul­tades, expone la expresada respuesta al público, con la seguridad de que és­te, a lo menos, le agradecerá los deseos de ser útil a la patria.

 

[Oficio de la Junta de Sanidad de Barcelona dirigido a la Academia Médico-Práctica de Barcelona el 17 de mayo de 1780 solicitando la realización del informe sobre las muertes repentinas y apoplejías]

Repara el muy Ilustre Ayuntamiento en Junta de Sanidad, que de algunos años a esta parte son mucho más frecuentes de lo que solían las muertes repentinas y apoplejías en esta capital, sin que parezca guardar proporción este incremento con el que ha tomado el vecindario. Por la consideración que merece asunto de tanta importancia, no puede menos de dedicar su celo a indagar diligentemente las causas de una fatalidad que por su duración no parece pueda atribuirse a alteración accidental de la atmosfera. La variedad con que discurren sobre ello en sus conversaciones particulares los facultativos y personas inteligentes induce a conjeturar que, tal vez, serán muchos los principios o causas principales de esta desgracia. Unos la atribuyen a la falta de ventilación por la estrechez de las calles y sobrada elevación de los edificios. Otros quieren que provenga de que gran parte del vino que se conduce a esta plaza está cargado de yeso-parrell para que le dé fortaleza. Otros creen que el mal nos viene del principal alimento, mezclándose en el pan de algunas fábricas con harinas de buena calidad las averiadas y otras semillas, que disimulan del todo el vicio que esta cautela oculta al gusto y al olfato. Juzgan otros que proceda de los perjudiciales vapores que despiden las inmundicias de los lugares comunes que se permiten sacar por la mañana sin la prescrita

distinción de tiempos, o de los que se embalsan en los albañales por la abundancia de conductos particulares que desaguan en ellos. Hay también quien considera que el perjuicio está en el uso que hacen del excremento los hortelanos, regando y tal vez rociando con la basura desleída en agua las verduras que se experimenta crecen y se anticipan a costa de una suma industria. Finalmente no falta quien diga que nace en gran parte el daño de haberse  aumentado  notablemente con la población el número de los  que se entierran en los estrechos cementerios inmediatos a las parroquias y, consiguientemente, los vapores que se levantan de los cuerpos corrompidos. Entre la diversidad de estos dictámenes y la probabilidad de que muchos de los referidos puntos sean de notable inconveniente para la salud pública, ha resuelto la Junta oír a la  Academia Medico-Práctica, y que para ello le avise yo a Vm., como de su orden lo ejecuto, a fin de que se lo haga presente, esperando que la Academia dará con la más posible brevedad su informe y parecer, así sobre lo que se experimenta, como sobre las causas de que pueda proceder, o si, a lo menos, reconoce en alguno de los dichos un motivo particular de graves enfermedades.

Dios guarde a Vmd. muchos años como deseo. Barcelona y Mayo 17 de 1780.

Don Joseph Ignacio Claramunt y Verde.

 

[Informe de la Academia Médico-Práctica sobre las muertes repentinas y apoplejías]

Muy Ilustre Señor,

Con oficio de 17 de mayo de 1780 se sirvió V.S. excitar el celo de esta Academia Médico-Practica, proponiéndola varios motivos que recela puedan serlo de las muertes repentinas y apoplejías que suceden en esta capital, a fin de que informase exponiendo su dictamen, y dijese si reconocía motivo particular que pudiese ocasionar aquéllas o, a lo menos, otras graves enfermedades.

Este encargo dirigido a conservar la vida y salud de nuestros ciudadanos, confiado por un cuerpo político que los representa, a quien por todos modos debe la Academia manifestarse agradecida, entraña un asunto digno de la mayor atención, pero de los más arduos y difíciles que se conocen en la Facultad. Pues tiene por principal objeto precaver el mayor de los males, que siendo tan ejecutivo y general a todas las naciones, bien que no siempre igualmente en todos los años y tiempos, ha merecido la vigilancia de los príncipes y magistrados y la continua aplicación de los médicos.

La demostración de esta verdad exigiría una narración difusa de lo acaecido en todos tiempos y épocas, que no emprende la Academia porque concibe que no se esconden a la conocida ilustración de V.S. unos hechos bastantemente sabidos. Sin embargo, tiene por conveniente no defraudar a V.S. de una sucinta noticia de las muchas apoplejías, de las muertes repentinas y de la variedad con que se han presentado en Francia en estos últimos años.

Por las tablas meteorológico-médicas de la Sociedad Parisiense está demostrado que en San Juan de Angelí, villa de Santoñe Baja, se observaron varias de aquellas desgracias en los meses de marzo, abril, noviembre y diciembre de 1772, al paso que en el de 1773 no se notó una siquiera; que a principios del año 1774 ocurrieron algunas y en el mes de abril de 1775 fueron tantas que se hicieron enfermedades comunes; asimismo, que en el año 1776 dominaron en San Omer, villa del condado de Artois; en el de 1777 en la villa de Manosca de la Provenza Alta; y en el de 1778 en París, Lille y otras varias partes de Europa, siendo las enfermedades dominantes en Soisons, Poitiers y San Brieux. Consta también de Lepeck que en el año de 1770 se hicieron epidémicas en la Normandía, y mucho tiempo antes, como refiere Lancisio, lo fueron en Roma por espacio de nueve meses desde el otoño hasta el verano.

Según las muchas indagaciones hechas por la Academia, puede con fundamento decir que en ninguno de los años que citan las tablas parisienses fueron las apoplejías y muertes repentinas enfermedades dominantes epidémicas ni comunes en esta capital. Pero habiendo tomado sus informes y examinado las relaciones que cada semana presentan sus Académicos, y con especialidad las que han formado desde el mes de mayo de 1780 hasta ahora en que constan con individuación de personas, sexos, edades y oficios los que han fallecido de semejantes dolencias, sólo puede afirmar que en este ultimo año las apoplejías y muertes repentinas distan mucho de no guardar proporción con el incremento que ha tomado este vecindario.

Porque de dichos informes y relaciones resulta que han sido 34 las personas acometidas de tan terrible desgracia, de las cuales, habiendo convalecido 6, consta haber muerto 28, y aun suponiendo que se hayan verificado otros ataques de igual clase sin llegar a noticia de los académicos, como es muy factible en una ciudad tan populosa, puede seguramente afirmarse que no han pasado del numero de 40.

Sentado este principio, y que el número de vecinos de Barcelona se computa de unas 100.000 personas, y el de muertos anualmente según las relaciones de las parroquias de más de 2.000, se infiere con evidencia que el número de 40 apopléticos y repentinamente muertos en el espacio de un año no es tan considerable como se supone, y mucho menos desproporcionado con el aumento que ha tomado su vecindario.

Con todo, V.S., con su infatigable celo en velar sobre la salud de estos ciudadanos, y a imitación de los emperadores romanos en tiempos de Séneca, de la santidad de Clemente Undécimo, de varios monarcas y magistrados; siguiendo también las huellas de los predecesores de V.S. que en el año de 1725 consultaron a los médicos de esta ciudad en razón de la mayor frecuencia de muertes subitáneas, que entonces se notaban, promueve en el día la misma especie, la propone a la Academia y le indica las causas que recela puedan serlo de tan funestos accidentes, con el importante objeto de corregirlas o evitarlas.

La Academia, pues, con iguales deseos en cumplimiento de su instituto, y para manifestar a V.S. lo mucho que anhela complacerle, expondrá cuanto alcance en el asunto. Y, a fin de proceder con la posible claridad, reducirá su informe a tres puntos.

Es el primero: cuál sea la causa (o las causas) de las frecuentes muertes repentinas y apoplejías que se experimentan en Barcelona y cuyo número crece de algunos años a esta parte en mayor proporción que su vecindario.

1. Si en esta ciudad se formasen todos los años tablas necrológicas, donde se continuasen los que mueren repentinamente, sería fácil a la Academia decidir si son ahora más frecuentes que antes las muertes subitáneas y apoplejías. Pero debiendo opinar sólo por la voz comuna, tiene por muy dudoso el supuesto. Seis muertes repentinas de personas muy visibles por su nobleza, literatura, empleos, riquezas y otras notables circunstancias, suenan y amedrentan más que veinte de gentes de la plebe. Éstas sólo las saben los parientes, amigos y vecinos, y aquéllas llegan a noticia de toda la ciudad. Una epidemia que sólo acometa a la plebe como la que refiere Ramazzini del rededor de Módena, que únicamente mataba a los paisanos y trabajadores, y la que cuenta Hipócrates, que no infestaba más que a los esclavos, por funesta que sea, pone en menos consternación que otra menos fatal, pero que principalmente ataca a los nobles y a los ricos, como suele suceder con el sudor ánglico, según observa Cayo Britanno. De esto se infiere cuan poco se puede contar con la voz común para hacer juicio de la mayor o menor mortandad de una epidemia, y mucho menos para decidir si las muertes repentinas van creciendo en un pueblo en mayor proporción que su vecindario. El único medio de averiguarla es formar todos los años tablas necrológicas con expresión de cuántos han muerto de cada género de enfermedad, como las que salen todos los años en Londres.

2. Estas tablas o registros hechos con toda puntualidad son más útiles de lo que muchos creen. Primeramente, se debe expresar cuántos mueren de ambos sexos dentro del primer año de nacidos, cuántos a los dos años, a los tres, etc. hasta siete; de aquí hasta ochenta, cuántos en cada quinquenio; y de ochenta en adelante cuántos cada año como en la niñez. Por este cálculo repetido todos los años se sacaría: lo primero, cuál es en Barcelona la vida media de los hombres, y cuál la de las mujeres; lo segundo, cuál es la proporción de los muertos en cada edad y, por consiguiente, a qué edad es más o menos favorable su clima, y cuál es el término medio de la vejez a que se llega en esta capital; lo tercero, cuál es la renta vitalicia que corresponde a un determinado capital, según la edad en que se impone. En segundo lugar, se debe especificar en dichas tablas cuál es el número total de vecindario, cuántos matrimonios se hacen cada año, cuál es el total de muertos y nacidos de uno y otro sexo en aquel año, y cuántos nacen y cuántos mueren cada mes, para sacar por este cálculo la fecundidad y mortandad absoluta de este pueblo, y qué años y meses son más fecundos o mortíferos. Últimamente, en los registros mortuorios deben distribuirse los muertos en clases según los géneros de enfermedades de que han fallecido, con expresión de la edad, sexo, estado y oficio de cada uno, a fin de conocer por este medio, combinado con unas buenas tablas meteorológicas, qué enfermedades son más mortales en Barcelona y en qué meses, estaciones y constituciones; cuáles son más mortíferas en un sexo que en otro; y cuáles más fatales para cada edad, estado y oficio; y, en fin, qué proporción guardan las muertes repentinas con las demás.

3. Para la formación de las referidas tablas necrológicas, puede mandar la policía que anualmente entreguen todas las parroquias un resumen de todos los bautismos, matrimonios y entierros que ha habido en aquel año. Que lo mismo haga el Hospital, expresando la edad, sexo, estado y oficio de cada uno de los que han muerto, y la enfermedad de que han perecido, y los expósitos que entraren en el año. Que todos los conventos den una lista de sus muertos. Que todos los médicos y cirujanos presenten mensualmente a V.S. una nota de los enfermos que se les murieren con expresión de la enfermedad, edad, sexo, estado, oficio y barrio. Y que la misma noticia tengan que dar a la Junta los vecinos, siempre que en sus casas se les muriese alguno sin que le visitase medico ni cirujano, imponiendo las penas correspondientes a todos los transgresores, los cuales fácilmente se pueden descubrir combinando unas noticias con otras.

4. Si en unas ciudades tan populosas como Londres, París, Berlín y Ginebra se forman todos los años tablas necrológicas tan individuales, cuanto más fácil es hacerlas en Barcelona, aun con más individuación. Aunque la formación de estas tablas la emprendería gustosa la Academia Médica, los materiales para hacerlas los podrá suministrar la policía, y la utilidad pública que de ellas resultaría pide que el gobierno se desvele en recogerlos. Mal se podrán tomar las providencias correspondientes para atajar la mortandad de un pueblo si primero no se conocen las enfermedades que la ocasionan, las circunstancias que la acompañan y los sujetos que la padecen. Todo esto lo conoce por medio de las tablas referidas, y de estos conocimientos se pueden deducir así muchas de las causas que la producen, como los remedios físicos y políticos para precaverla. La averiguación del mayor o menor número de muertes repentinas relativo al vecindario es imposible sin que se formen las expresadas tablas, las que también contribuirían mucho al conocimiento de sus causas.

5. Dice la Academia de sus causas porque no cree que sea una sola la causa que produce en esta ciudad las muertes repentinas. La costumbre del pueblo de llamar feridura casi a toda muerte subitánea hace que el vulgo crea que todas son de una misma clase. Pero el médico, que sabe cuántas especies de enfermedades clandestinas son capaces de producir semejantes muertes, no duda que sus causas pueden ser tanto y más varias que las enfermedades que la ocasionan. El famoso Lancisio, en su tratado de muertes repentinas, las reduce todas a tres géneros, que son sofocación, síncope y apoplejía, cada uno de los cuales contiene varias especies. Antes pues de indagar cuáles puedan ser las causas de las muertes repentinas en Barcelona, es preciso averiguar cuál sea su género y su especie. Aunque el régimen de vida del paciente, su temperamento, achaques, enfermedades anteriores y las circunstancias y síntomas que preceden a la muerte repentina bastan en algunos casos para formar un juicio casi cierto de la especie de su muerte; sin embargo, en otros muchos no podemos conocerla sino por medio de la disección del cadáver, la que aun en el primer caso sirve para confirmar nuestra opinión o para manifestarnos nuestro error.

6. No se niega que algunas veces, aun con la disección anatómica, no se puede averiguar ni la especie de la muerte, ni la causa interna que la ha ocasionado, porque no se descubre vicio alguno en el cadáver. Pero si esto sucede alguna vez después de bien examinado, ¿qué sucederá si únicamente se gobiernan los facultativos por las señales exteriores? Sucederá lo que tantas veces ha demostrado la disección: que les desengaña de su errado concepto. Síguese pues que el principal medio para averiguar las especies de muertes repentinas que suceden en Barcelona, y las causas que las producen, es la abertura del cadáver de todos o de los más que mueren repentinamente. Para esto corresponde a la policía prevenir que siempre que acontezca alguna se avise inmediatamente a V.S., para que uno de sus médicos y cirujanos, acompañado del profesor que hubiere presenciado el accidente, o que antes visitare al difunto, pasen a reconocerle, se informen de su naturaleza y método de vida y de todas las circunstancias que han precedido y acompañado su muerte; y, últimamente, abran el cadáver, examinando muy por menor, a lo menos, todas las entrañas en que por las señales anteriores recelen que puede hallarse la causa de la muerte, para formar después una relación puntual de todo lo que hubieren encontrado y el juicio que hacen de la enfermedad, combinando sus causas y síntomas con los efectos observados en el cadáver.

7. Cuando la Academia tenga un suficiente número de estas relaciones de muertes repentinas, le será fácil determinar sus especies y cuáles son las que se experimentan en Barcelona con más frecuencia; y, combinando aquellas relaciones con las tablas meteorológicas de los tiempos en que han acaecido, decidir qué causas influyen en su producción, y qué parte tiene en ella la estación o la alteración de la atmosfera, pues aunque sean muchas, y muy diferentes las causas, así próximas como remotas, que las producen en Barcelona, no duda que la constitución de la atmósfera sea muchas veces la causa ocasional que determina su acontecimiento respecto de haber observado que, pasándose a veces muchos meses sin suceder ninguna, se experimentan después algunas en pocos días, tanto que en el año 1761 o 62, en un mismo día de la octava del Corpus, hubo cinco muertes repentinas. El doctor Lancisio dice que en Roma las muertes subitáneas y apoplejías ocurrían con mayor frecuencia en los solsticios y equinoccios que en otras estaciones del año. Del mismo modo lo observó Piquer con su larga práctica en Madrid, Valencia y sus cercanías. Y esto es lo que rara vez deja de verificarse en esta ciudad todos los años cerca de los dos solsticios y equinoccios, en que es mayor la alteración que sucede en la atmósfera.

8. No tiene esto nada de extraño al modo de entender de la Academia, porque supóngase que haya en Barcelona varios sujetos (como sin duda los hay): unos con vómicas ocultas; otros con aneurismas internos en arterias principales; otros con concreciones poliposas o tumores en el corazón; otros con algún vaso del cerebro aneurismático o varicoso; etc. Y deje que después de un otoño lluvioso y un invierno variable interpolado con lluvias y hielos, sobrevengan de repente calores en la primavera con vientos de poniente. La humedad del otoño y del invierno acompañada de hielos y de un tiempo variable, al paso que relaja notablemente todas las fibras, disminuye mucho la transpiración, entorpece las secreciones y causa una plétora humoral. Con que si en la primavera, en que siempre se aumenta el movimiento de los humores, se excitan calores que liquiden y arrebaten el torrente de humores casi estancados, al mismo tiempo que los vientos de poniente relajan todo el cuerpo y hacen trabajosa la respiración, es preciso que el impulso de los fluidos, tanto mayor cuanto es mayor su masa y velocidad, chocando contra unos vasos débiles, ya por enfermedad y más por su relajación, llegue al fin a romperlos o paraliticarlos por la excesiva dilatación. Y, por consiguiente, que las vómicas se revienten, los aneurismas y varices se rompan o que el movimiento del corazón se sufoque agobiado del raudal de la sangre, de modo que en poco tiempo sucedan muchas muertes repentinas, las cuales, aunque serán de distinto género, pues unas serán sofocaciones, otras síncopes y otras apoplejías, y sus causas próximas y remotas serán tal vez todas diferentes, la causa ocasional será una misma, es a saber, la constitución de la atmósfera.

9. A imitación de este supuesto, se pueden hacer otros mil de circunstancias todo diferentes e igualmente fáciles de suceder, por lo que antes de examinar escrupulosamente la naturaleza, costumbres, estado, oficio, domicilio, enfermedades y síntomas de los que mueren repentinamente, de disecar sus cadáveres y de notar el tiempo, estación y constitución de la atmósfera en que suceden aquellas muertes, sería temeridad echarse a adivinar entre tantas causas posibles cuál sea la que las produce en Barcelona.

10. Sentada la imposibilidad de determinar por ahora las verdaderas causas a que deben  principalmente atribuirse las muertes repentinas que se experimentan en esta capital, es fácil responder al segundo punto, es a saber: si dichas muertes provienen de alguna o algunas de las seis causas que V.S. propone. Aunque tal vez ninguna de ellas es la causa principal, cree la Academia que casi todas pueden tener mucho influjo, bien que juzga que ninguna basta por sí sola. Primeramente, si el vino adulterado con yeso fuese la única causa de las muertes repentinas, sólo se observarían en las personas que beben este vino malo, siendo así que también se experimentan en muchas que beben este licor bueno de sus cosechas y en otras que no prueban alguno. En segundo lugar, la adulteración del pan que comúnmente se come en Barcelona sólo se ha introducido desde que se ha abandonado el antiguo y loable estilo de amasar casi todos los vecinos el pan en sus mismas casas, y antes de perderse esta costumbre eran ya frecuentes en esta ciudad las muertes subitáneas. En tercer lugar, la poca ventilación de Barcelona por la estrechez de sus calles y elevación de sus casas, los vapores corrompidos que despiden los lugares comunes, las alcantarillas y los cementerios, que todas se pueden reducir a una causa, es a saber, a la infección de la atmósfera, aunque no duda la Academia que tenga mucha parte en la producción de las muertes subitáneas, no cree que ésta sea la única, respecto de no producir los mismos efectos en otras muchas ciudades de España que se hallan en las mismas circunstancias. Últimamente, el abonar las huertas con excremento y regar y rociar las verduras con este estiércol desleído, si puede tener algún remoto influjo contra la salud publica, es muy corto para causar tan grandes estragos. Cree pues más bien que la mayor parte de las expresadas causas, y otras muchas no menos nocivas que existen en esta ciudad, ya por si solas, ya reunidas y combinadas de diferentes modos, son el fecundo manantial de donde dimanan, no sólo las muertes repentinas, sino otras muchas y graves enfermedades y epidemias. Con lo que responde al tercer punto que propone V.S. en .Junta de Sanidad, esto es: si en alguna de las referidas causas reconoce la Academia un motivo particular de graves enfermedades.

11. Este punto importantísimo ofrece un dilatado campo a innumerables reflexiones de la mayor consideración, y aunque para no ser tan difusa se ceñirá la Academia principalmente a las seis causas que V.S. propone, no podrá menos de tocar otras íntimamente conexas con aquéllas y que, siendo igualmente nocivas, pide la salud pública que la policía dé las más eficaces providencias para remediar unas y otras.

12.  La atmósfera de todo numeroso está continuamente cargada de una inmensa cantidad de exhalaciones y vapores de todas especies. El aliento y la transpiración de tantos hombres sanos y enfermos, y de tantas especies de animales; los efluvios corrompidos que despiden los excrementos de éstos; las letrinas, los albañales, las caballerizas, los corrales, los muladares, los mataderos y los cementerios; los vapores y exhalaciones que salen de las cocinas de las carnicerías, de la pescadería, de los hospitales, de las cárceles, de las iglesias dentro de las cuales hay sepulturas y de los mercados en que se pudren muchas hojas de las verduras; las inmundicias y malos olores que echan varios oficios, como los curtidores, veleros, jaboneros, almidoneros, tintoreros. lavanderos, libreros, ropavejeros, traperos, alfareros, sombrereros, cardadores, zurradores y revendedores de carnes y pesca salada, particularmente cuando los tienen en remojo; y, asimismo, los almacenes de tocino, de bacalao, de velas, de cueros, de cáñamo, de trapos viejos y para papel, etc.; los vapores que se exhalan de los aljibes, estanques, pozos, pozas, lodazares y de los lagos en que se dejan corromper las aguas; y, últimamente, los corpúsculos metálicos venenosos que volatilizan en sus operaciones los boticarios, plateros, doradores, latoneros, estañeros, los que muelen colores, los que barnizan el vidriado, los que azogan cristales, los fabricantes de albayalde, cardenillo, sublimado, arsénico, etc., elevándose continuamente y uniéndose con el aire forman en los grandes pueblos una atmósfera densa y heterogénea, que por su grande peso se mantiene muy baja y se renueva con dificultad. De aquí proviene la espesa nube que cubre siempre las ciudades de Londres y París, [a] menos que sople un viento recio y la especie de niebla que se ve encima de Barcelona mirada desde el campo, particularmente al nacer y caer el Sol.

13. Pero a más de la densidad y gravedad que ocasionan en la atmósfera aquellas exhalaciones y vapores, le comunican también sus nocivas calidades, de donde proviene el olor desagradable que sienten luego que empiezan a respirar el ambiente de París los que han estado mucho tiempo fuera de aquella ciudad. Este olor ingrato, más o menos fuerte, es propio de todos los grandes pueblos, y sólo el habito de inspirarle continuamente hace que no sea sensible a sus moradores, por más desagradable que parezca a los que están acostumbrados a respirar un aire puro y elástico. Por esto, los árabes beduinos, que criados siempre en el campo conservan un olfato muy delicado, dice Mr. Nierburh en sus viajes, que no pueden comprender cómo hay hombres que, preciándose de limpios y aseados, pueden acostumbrarse a vivir dentro de la atmósfera impura y fétida de las ciudades. Pero aunque la costumbre la haga tolerable a los ciudadanos, no por eso deja de arruinar lentamente su salud. Un aire denso, pesado, falto de elasticidad y lleno de partículas fétidas, corrompidas, acres, corrosivas y venenosas, inspirado continuamente, tragado con los alimentos, la bebida y la saliva, aplicado a todo el cuerpo y embebido por los poros de toda su superficie, debilita, relaja y corroe las fibras, irrita los nervios, disminuye la transpiración, hace la respiración difícil y ansiosa, corrompe los alimentos, comunica por varios caminos a los humores sus malas calidades y perturba las secreciones y excreciones. De cuyas causas resulta que los vecinos de las grandes ciudades son generalmente menos robustos y corpulentos que las gentes del campo y de los lugares; su color es quebrado y sus hijos nacen y se crían más endebles, están más sujetos a oftalmías, fluxiones de ojos, herpes, clorosis y a toda especie de enfermedades pútridas, tanto que apenas hay calentura que no participe más o menos de este carácter. Las crónicas son muchas y muy rebeldes en los pueblos numerosos, y la raquitis y el escorbuto parece que tienen en ellos su domicilio. Las epidémicas son muy frecuentes y las pútridas se hacen a menudo epidémicas y contagiosas. Las de pecho son tan comunes como obstinadas. Las heridas y llagas se cicatrizan con mucha dificultad. Y la gangrena termina muchas enfermedades, particularmente en los viejos.

14. Atendidos pues los muchos y graves males que ocasiona la infección de la atmósfera en las ciudades populosas, nunca será bastante por grande que sea el cuidado de la policía en procurar por todos medios su pureza y salubridad. En Barcelona, sobre las causas arriba expresadas, que inficionan su ambiente, concurren otras muchas peculiares de ella (como se verá) no menos dignas de la atención de los magistrados que se interesan en la salud del público, y del concurso de todas provienen muchas calamidades que una buena policía podría en gran parte atajar, remediando tal vez con esto muchas de las muertes repentinas que se experimentan.

15. La estrechez de calles y elevación de casas es una de las causas propias de esta capital que aumentan la infección de su atmósfera. La antigüedad hizo sus calles angostas, y el continuo aumento de población, no hallando otro ensanche en una plaza fortificada, recurre todos los días a dar mayor altura a sus edificios. El aire contenido en una calle estrecha entre paredes muy elevadas se renueva con dificultad. Todas esas calles son más sombrías, y a las más de ellas en todo el invierno no las baña el Sol. Así, los vapores cada día se condensan más con la frialdad y, por razón de su peso, se elevan a muy poca altura. La humedad es excesiva porque el frío y densidad de la atmósfera impiden que se disipe, y por esto los dos tardan tanto en secarse en semejantes calles. Los aires apenas las barren a no ser que soplen recios en la misma dirección que ellas tienen y, si son tortuosas o sin salida, como hay muchas en Barcelona, tropezando el aire con el extremo cerrado o con los varios ángulos que le rechazan en direcciones opuestas, pierde tanto de su velocidad que por rápida que sea su corriente en otras calles no tiene fuerza en éstas para mover una atmósfera tan densa y pesada. Con esto, las exhalaciones y vapores de que se carga la atmósfera en todos los grandes pueblos por las razones arriba dichas se acumulan en mayor cantidad en las calles angostas y de edificios elevados, y deteniéndose mucho tiempo en un mismo paraje húmedo y sin ventilación se corrompen más y más cada día, de modo que la atmósfera llega a su mayor punto de infección y, por consiguiente, los que viven en estas calles metidos dentro de un ambiente tan impuro y respirando un aire tan infecto, se hallan más expuestos que los demás a todo género de enfermedades pútridas, fiebres intermitentes, cachexias y a todos los accidentes repentinos que puede producir un aire corrompido y sin elasticidad, si en algún paraje llega a adquirir una naturaleza mefítica.

16. En la guerra de Flandes de 1742 observó Pringle que de la tropa inglesa, alojada en Brujas, los que vivían en cuartos bajos padecieron mucho más por la epidemia de calenturas intermitentes y remitentes que los que estaban acuartelados en los altos. Y el mismo autor dice que, sin embargo de lo mucho que se ha saneado la ciudad de Londres, el pueblo que vive en los barrios bajos, cuyas calles son angostas y padece ;de cuando en cuando fiebres petechiales y disenterías, las que rara vez se experimentan en los que habitan en otras más oreadas. La experiencia, pues, convence que la estrechez y elevación de calles es una de las causas que contribuirían a producir frecuentes epidemias en las grandes poblaciones, y sobre todo las padecen los que viven en los cuartos bajos de aquellas calles, donde respiran la porción inferior de la atmósfera, que es la más densa, más húmeda y más infecta.

17. Esto supuesto, cuando no se puedan ensanchar las tales calles, lo que es muy difícil en una plaza de armas como Barcelona, pertenece al gobierno tomar todas las providencias posibles para su mayor ventilación y limpieza, mandando: lo primero, que las casas no se levanten sino hasta cierta altura proporcionada a la estrechez, tortuosidad, longitud y dirección de cada calle, pues si su dirección es de levante a poniente, como el Sol la baña más y está abierta a los vientos del este, se halla sin atmósfera más seca, menos densa y más ventilada que en otra cualquiera dirección, por lo que pueden permitirse en ella las casas más elevadas; asimismo, si dicha calle está cortada por otras transversales que corran de norte a mediodía, como da entrada a todos vientos, está siempre más ventilada que otra angosta, larga y continua, cuya atmósfera no puede renovarse sino moviendo toda su mole en solas dos direcciones. Lo segundo, que las alas de los tejados y los balcones tengan el menor vuelo que se pueda, a fin de que sean estas calles menos sombrías. Lo tercero, que todos los cuartos de estas casas se construyan altos de techo, con puertas grandes y ventanas muy rasgadas, principalmente en los cuartos bajos que, contra toda regla de buena construcción, suelen hacerse poco elevados de techo y con ventanas pequeñas, cuando por su posición necesitan de mayor ventilación que los demás; y, por esta misma razón, en las calles angostas deberían prohibirse los entresuelos, especialmente los que no tienen chimenea por donde se exhalen el humo y los vapores del lugar común; y, asimismo, se debe celar que las ventanas y puertas de estas casas se coloquen de modo que unas correspondan en frente de otras, y que en los edificios que necesitaren patio, se haga este tan ancho y bajo de paredes como se pueda, todo con la mira de que por estos medios se facilite la circulación del aire en lo interior de ellos y la comunicación reciproca de éste con el de la calle. Lo cuarto, que se rectifiquen estas calles cuanto sea practicable, ya quitando todos los porfíes si los hubiere, ya retirando las fachadas de las casas que salieren más que las otras, ya sesgando y cortando los ángulos que angostan la entrada o salida de una calle, particularmente, haciendo una revuelta tal que de un poco lejos parece que la calle no tiene salida, como hay muchas en Barcelona; por esta rectificación no sólo quedaría más libre la corriente del aire en las calles angostas, sino que por muchas de ellas podrían así pasar coches, lo que sobre conducir para la comodidad publica, contribuiría mucho a la ventilación por el grande movimiento que comunican a la atmósfera. Lo quinto, no permitiendo que ninguno de los oficios que infectan más el vecindario, como jaboneros, zurradores, veleros, tintoreros, cardadores, ropavejeros, etc. se estableciese en calles angostas, ni tampoco los almacenes de velas, cueros, bacalao, de trapos viejos para papel, porque en estas calles se hace tanto mayor la infección cuanto están menos ventiladas; bien que la buena policía pide que ninguno de los oficios arriba dichos se permita en el centro de las poblaciones, sino que todos se establezcan o fuera de la ciudad o en los extremos más ventilados, como también los almacenes referidos, los mataderos, las carnicerías, los corrales, etc. y las fábricas y laboratorios que exhalan partículas metálicas venenosas. Lo sexto, cuidando que todas las calles angostas estén bien empedradas, pues si no lo están mucha parte del agua llovediza la embebe el suelo, y como la ventilación es poca en estas calles, y el Sol apenas las baña, se mantiene en ellas mucho tiempo la humedad, como lo demuestra la duración de los lodos en invierno, cuando ya las demás están secas. Este descuido es general en los más de los pueblos, pues casi en todos se ve que las calles angostas o no están empedradas o lo están muy mal, siendo las que necesitan estarlo mejor; como también que muchas no tienen alcantarillas, por lo que son más húmedas y puercas que las demás. Últimamente, celando con rigor que los vecinos no echen a la calle ninguna inmundicia ni agua puerca, que la barran a menudo, y que en tiempo de lluvias se recojan y quiten los lodos luego que cesa de llover. Con estas providencias que nada tienen de impracticables, se sanearía notablemente una gran parte de Barcelona, y se precaverían tal vez muchas epidemias y muertes repentinas.

18. Los medios más conducentes para quitar las inmundicias de las grandes poblaciones y dar salida a las aguas sucias, han sido en todos tiempos un objeto que ha ocupado mucho la atención del gobierno y, aunque en diferentes pueblos se han tomado a este fin varias medidas proporcionadas a su situación, todos los que han escrito de policía convienen en que el medio más ventajoso es la construcción de alcantarillas subterráneas en cada calle, que por conductos particulares reciban las inmundicias y aguas de las casas; y, por medio de frecuentes respiraderos hechos en las calles, admitan las aguas llovedizas; y, que teniendo un declive proporcionado, desagüen en un cierto número de alcantarillas maestras, que conduzcan todos estos arroyos de porquería lejos de la ciudad.

19. Si todos los pueblos se hallasen en una situación tan ventajosa como la de Londres, donde por medio de varios canales se distribuye el agua del Támesis en todas las calles y casas, o si todos tuviesen el espíritu de los romanos, que en tiempo de Tarquino y Agrippa condujeron a Roma siete ríos, que corriendo por dentro de los magníficos acueductos que construyeron en las calles se llevaban como un torrente todas las inmundicias de aquella inmensa ciudad, nada habría que reprochar a los albañales, ni se sospecharía siquiera si pueden ser nocivos a la salud publica. Pero como en Barcelona faltan la comodidad y las facultades para tan grandes obras, cabe el recelo de que las alcantarillas, del modo que están, pueden despedir exhalaciones corrompidas que inficionen el aire y aún más las letrinas de las casas.

20. Los principales defectos de las alcantarillas de esta ciudad son la poca capacidad y pendiente, por lo que la porquería se detiene en ellas, las llena fácilmente y, corrompiéndose cada día más, exhala muchos vapores podridos por los respiraderos a que se halla inmediata, los que efectivamente los percibe algunas veces el olfato en varias calles. Estos vapores, que los más vienen de substancias animales corrompidas, sobre infectar continuamente el aire y ser capaces de producir calenturas pútridas, disenterías y otras enfermedades epidémicas, pueden en algunos parajes adquirir tal grado de corrupción que un sólo vapor inspirado mate repentinamente, como ha sucedido varias veces al tiempo de abrir la poza de una letrina. Por lo que sería muy útil que se procurase dar a las inmundicias de las alcantarillas toda la corriente posible, dando a estas mayor declive y más capacidad en ancho y profundo, e introduciendo mucha agua que las barriera. De este modo la porquería se detendría menos, no tendría tanto tiempo para corromperse y, estando menos somera, no exhalaría tan fácilmente sus vapores por los respiraderos que se hallarían más distantes.

21. El fin de dejar en las alcantarillas varios respiraderos entre losa y losa es para que se introduzcan las aguas llovedizas, pero frustra este fin muy a menudo en Barcelona el tolerar que se echen piedras por las rendijas dentro de las alcantarillas, y el que después de barridas las calles por no recoger la basura la hagan caer adrede en los albañales por los respiraderos. De este modo aquéllos se llenan más presto y se atascan, y éstos se ciegan sin poder recibir el agua cuando llueve. Conviene pues que el gobierno imponga penas rigurosas a cualquiera que eche piedras o basura dentro de las alcantarillas, y obligue a los vecinos a que cuando llueve destapen o desatasquen los respiraderos que casualmente se hubieren cegado. Para evitar estos inconvenientes, para lograr que los albañales reciban mayor cantidad de agua cuando llueva y para libertarse de los vapores corrompidos que despiden las alcantarillas por sus respiraderos, sería el medio más oportuno establecer por providencia general, a imitación de la que dio Mr. de Sartine en París siendo intendente de policía, que en todas las casas que de nuevo se construyan en esta capital deban conducirse las aguas llovedizas desde los tejados hasta los albañales de la calle por un conducto formado, ya sea en la parte interior o en la exterior de las casas, o ya dentro de la pared foránea. Estos conductos serían otros tantos respiraderos de los vapores de las alcantarillas por donde se elevarían en mayor copia hasta exhalarse sobre las mismas casas y, por consiguiente, fuera del riesgo de inficionar la ciudad. Contribuirían también a la comodidad de transitar por ella, y se evitarían tal vez muchos resfriados y graves enfermedades que se contraen en tiempo de lluvia a causa de la excesiva humedad que se introduce en los cuerpos por no poder defenderse del agua que arrojan las canales.

22. Hay todavía en Barcelona muchas alas de tejados sin canal maestra. Como antiguamente se les daba mucho vuelo no había tanta necesidad de semejante canal y, cuando llovía, se podía ir por debajo del alero sin mojarse. Pero visto que no se debe permitir aquel vuelo, particularmente en las calles angostas por hacerlas sombrías y quitarles la ventilación, es muy incómodo el que no tengan canal maestra porque vertiendo cada teja el agua junto a la pared hace intransitables las aceras. Se remedía esta incomodidad con mandar que todos los aleros rematen en una canal maestra, que por uno o más canalones angulares viertan el agua perpendicularmente en medio de la calle, con lo que se logra otra ventaja de mucha consideración; es a saber, que cayendo el agua más recogida y con más ímpetu en medio de la calle, forma una grande corriente que la barre y se sume más cantidad en los respiraderos de las alcantarillas, particularmente si algún canalón echa el agua directamente encima de ellos, como sucedería con muchos. Por este medio, con una lluvia mediana se limpiarían más los albañales que ahora con una lluvia copiosa, y quedarían las calles más limpias y enjutas.

23. Del agua que va por la acequia de la Explanada, tal vez no seria muy difícil, ni muy costoso, introducir parte de ella en algunas alcantarillas maestras, mayormente si concluida la acequia condal que se está ampliando desde Moncada a esta ciudad, se le puede añadir el agua sobrante de la que se reparte para las fuentes. Si esto se consiguiese sería el mejor preservativo del fetor que ahora se percibe en aquellas cloacas principales y aun en otras muchas subalternas, porque, barriendo continuamente la corriente del agua, las alcantarillas maestras recibirían éstas mejor las inmundicias de las que desaguan en ellas.

24. Las bocas de las alcantarillas que desaguan en el mar, parece que se podrían también mejorar continuando el conducto hasta una vara o más dentro del agua, y manteniéndolo elevado como cosa de una tercia sobre el nivel del mar cuando está en calma. Con esta construcción ventajosa (siempre que el preciso declive no la impida) se verterían las inmundicias dentro del agua, y no se formaría el hediondo cenagal que hay ahora a la boca de cada alcantarilla, cuyo fetor es a veces insoportable desde la muralla; ni se cegaría, como sucede, parte de la boca con las arenas que las olas arriman a la muralla y las inmundicias que por falta de curso se detienen en la orilla.

25. Si todas las calles tuviesen alcantarillas bastante capaces, se podrían prohibir absolutamente todas las letrinas con poza. Pero no siendo así, hay muchas que son tan indispensables como las demás letrinas con alcantarilla. No tiene duda que unas y otras son nocivas por la infección que causan en las casas, pero son de aquellos males inevitables de la sociedad que no admiten otros remedios que paliativos, y aun estos es muy del caso que los aplique el gobierno respecto de que los más de los vecinos no los miran como dañosos, sino como una mera incomodidad, con la que están ya tan familiarizados que son muy pocos los que piensan seriamente en remediarla.

26. El vehemente fetor que se siente en muchas casas al arrimarse al lugar común, y que muchas veces irrita de modo los ojos que hace saltar las lágrimas, demuestra la cantidad y calidad de los vapores que despiden las letrinas y la infección que deben producir en la atmósfera de las casas, particularmente en aquéllas que en cada alto tienen un lugar común. En las letrinas con alcantarilla, o por la mala construcción de ésta, o por la inmediación y poca capacidad del albañal de la calle en que desaguan, suelen detenerse los excrementos en el conducto, que a menudo se atasca. Y en las letrinas con poza están de continuo los excrementos encharcados; en una y otra parte se hace una fermentación pútrida, por medio de la cual se engendra una grande cantidad de vapores sulfúreos y de flogisto, que mezclados con el aire lo hacen sumamente fétido, corrosivo, inflamable y verdaderamente mefítico. De donde provienen el escozor de los ojos, la sofocación, el aturdimiento de cabeza y la asfixia que han experimentado muchos al respirar el vapor de las pozas de las letrinas al tiempo de abrirlas, y que a tantos les ha costado la vida. Y si no sucede lo mismo a todos los demás que van a muchos lugares comunes, es porque inspiran pocas exhalaciones, o porque éstas no han adquirido aún todo aquel grado de malignidad.

27. Mas no por esto dejan de producir estos vapores en muchas casas varias enfermedades, que ni siquiera se sospecha que deben atribuirse a esta causa. Tales fueron las calenturas pútrido-malignas de que adolecieron en el ano 1756 más de diez domésticos del marqués de Puerto Nuevo, y algunos que los asistieron, sin que los médicos Juan Esteva, Juan López y Pedro Güell recelasen que pudiesen provenir de las exhalaciones fétidas de la letrina situada en el centro de la casa. Pero habiendo sido llamado una noche el Dr. Güell, al abrir la puerta de la escalera, percibió el hedor fétido de aquellos vapores, que no pudiendo exhalarse por estar cerradas las ventanas y balcones, se hacían intolerables. Conocieron entonces que ésta y no otra era la verdadera causa de aquellos males, siendo digno de contarse que el criado que estaba más cercano a la letrina fue el que más gravemente enfermó, y que con la providencia de ventilarla luego cesaron las dolencias.

28. Los efluvios corrompidos que salen de continuo de las letrinas van sucesivamente inficionando toda la atmósfera de las casas. La división les quita parte de su actividad, pero no les muda la naturaleza. Así, sus efectos son menos violentos, pero minan lentamente la salud de los vecinos. En el año 1779, la infección del aire motivada de las exhalaciones corrompidas que salían de la letrina de un vecino de la casa del Dr. Güell a causa de filtrarse la inmundicia por la pared intermedia, produjo una enfermedad que se propagó lentamente en toda su familia, causando en ella inapetencia, pesadez, congojas, debilidad y un prurito universal en todo su cuerpo, a que siguió la erupción de unos granos que supuraron y dejaron manchas, como los de las viruelas. Esta especie de contagio empezó a manifestarse en un perro que dormía junto al lugar inficionado. En el año de 1750, las calenturas contagiosas que por el mes de julio infestaron sucesivamente a más de 28 vecinos de la calle de Tarascó, y de que no se libraron los mismos médicos que los asistieron, a tiempo que en toda Barcelona se disfrutaba la mejor salud, se originaron ciertamente de las exacciones fétidas que salían de la porquería embalsada en las letrinas de las casas, por haberse cegado el albañal que las recibía.

29. En muchas casas están las letrinas dentro de las cocinas, y sus pozas cubiertas únicamente con tablas, por entre cuyas rendijas se exhala una gran cantidad de vapores pútridos que inficionan todos los alimentos que se guisan. En otras están tan juntas a los pozos de agua que, penetrando las partículas más sutiles de los excrementos por los poros del terreno intermedio, llegan a infectar el agua del pozo con que muchos guisan y amasan el pan. Y casi en todas está la letrina en el cuarto bajo o principal, con lo que elevándose sucesivamente los vapores excrementicios inficionan más o menos todos los cuartos de la casa. Respirando pues de continuo los vecinos un aire cargado de exhalaciones animales corrompidas y tragándolas con la mayor parte de sus alimentos, ¿quién puede dudar que a la larga menoscaben su salud? ¿Cuántos se quejan de que en sus casas se les toman luego las alhajas de oro y plata? Pues los mismos efectos que experimentan en estas alhajas, hacen los efluvios de las letrinas en sus cuerpos. Las cachexías, las enfermedades de ojos y de pecho, las calenturas intermitentes y pútridas, el escorbuto, la inapetencia, las disenterías, etc. no provienen muchas veces de otra causa, que por tan familiar se desprecia y, quizá, muchas epidemias cuyo origen se cree muy recóndito y lejano, se han fraguado por aquella misma causa dentro de nuestras casas.

30. Esto supuesto, no debe dejarse más la construcción de.las letrinas al arbitrio de los vecinos, que no conociendo sus riesgos miran como cosa indiferente la forma y situación de los lugares comunes, y que nunca adoptarán espontáneamente la mejor, si les ha de salir más costosa y menos cómoda para ciertos usos domésticos. Al  gobierno, pues, es a quien pertenece celar sobre la construcción que conviene tengan las letrinas, para que sean lo menos dañosas que sea posible, a cuyo fin es preciso prohibir que ningún vecino pueda construir una letrina sin permiso de la policía, la que enviará un arquitecto hábil para que señale: lo primero, el paraje de la casa en que se debe situar el lugar común, escogiendo el más separado de los dormitorios, piezas de compañía, cocina, dispensa y pozo; en una palabra, el más retirado de la casa. Lo segundo, del modo con que se debe construir la poza de la letrina (en caso que haya de tenerla) y los materiales de que se ha de fabricar para que los excrementos líquidos no se rezumen por las paredes, no se exhalen vapores por las rendijas y se pueda fácilmente limpiar. Lo tercero, que si la letrina es con alcantarilla se conduzcan a ésta todas las aguas vertidas de la casa para que la barran. Lo cuarto, que en unas y otras se haga su respiradero, esto es, un conducto a modo de cañón de chimenea que suba más alto que los tejados de la casa por donde los vapores de la letrina se exhalen libremente en la parte superior de la atmósfera. Últimamente, que se prohíba el echar la basura a las letrinas, porque si son con alcantarilla la llenan más presto, y muchas veces la atascan; si son con poza porque ha enseñado la experiencia que hieden mucho más, siempre que con los excrementen se mezclan hojas y tronchos de verduras, piltrafas de carne, huesos, plumas, trapos, cascotes, cortezas de melón y de naranjas, etc.; y que la fermentación y putrefacción de todas estas substancias juntas es mucho mayor y tan nociva que sus vapores causan grandes estragos al tiempo de limpiar las letrinas en que se halla esta heterogeneidad de materias animales y vegetales.

31. Sobre el grande inconveniente que tienen las letrinas con poza de guardar encerrado dentro de las casas un almacén de materiales corrompidos, tienen a más otro no menos grave, que es la precisión de limpiarlas de cuando en cuando. El mal color, la anticipada vejez, la ceguera y perlesía muy comunes en aquellos miserables que se dedican a este oficio, y los funestos accidentes que con tanta frecuencia experimentan en su ejercicio, dan bastante a conocer los tristes efectos, y así lentos como repentinos, que produce el aire infecto de las letrinas en los que lo respiran y viven mucho tiempo dentro de su atmósfera. Es bien publica en esta ciudad (omitiendo otros muchos sucesos ejecutivos de igual clase, que sería prolijo referir) la desgracia de tres infelices limpiadores que entraron en la letrina de la casa del marques de la Cuadra, pues los dos que se introdujeron primero quedaron sufocados en la poza y el ultimo sólo pudo librarse de la misma fatalidad a fuerza de los remedios oportunos que le suministró uno de los académicos. No se ciñen estos efectos a solo los limpiadores. La inmensa cantidad de vapores y exhalaciones que se elevan de la inmundicia el tiempo de revolverla, sacarla de la poza y conducirla fuera, inficiona todo el aire de la casa y del vecindario y, por consiguiente, cuantos se hallan dentro de esta atmósfera participan de sus malignos influjos, los cuales si son nocivos hasta al hombre sano, no será extraño que maten repentinamente al calenturiento, al asmático, al tísico, a la parida y a cuantos enfermos alcanzare este ambiente apestado.

32. Si el limpiar las pozas de las letrinas es preciso, no por eso se deben mirar con tranquilidad los estragos que ocasiona: antes bien, por lo mismo que la limpia es indispensable, se deben buscar todos los medios posibles para evitarlos. Todas las precauciones de los limpiadores se reducen a bajar una luz dentro de la poza antes de entrar en ella, y si aquélla no se apaga se meten con la mayor seguridad. Es cierto que al destapar las pozas de las letrinas sale muchas veces un vapor mefítico que mata la luz, el cual se disipa al cabo de algún tiempo de estar abierta la poza. Pero aunque entonces se pueda bajar sin riesgo, todos los días sucede que a poco tiempo de mover la porquería vuelve a levantarse de repente otro vapor tan sofocante como el primero. Así como la inmundicia de las pozas no tiene en todas sus partes la misma consistencia y color, tampoco tiene la misma naturaleza, ni la fermentación es uniforme, ni la putrefacción igual en todos los parajes. Y por lo mismo es diferente el fetor y diferentes los vapores que se elevan. En ciertos puntos se forma una especie de mofeta que sólo se conoce cuando se llega a ella por las exhalaciones mefíticas que repentinamente se levantan, por cuyo motivo corre siempre igual riesgo la vida de los limpiadores mientras dura su trabajo y, lo que es más, ni aun después de estar limpias las pozas quedan luego exentas de aquellos inconvenientes, como lo ha demostrado la muerte repentina de varios albañiles que han bajado inmediatamente a repararlas.

33. E1 único modo, pues, de precaver los funestos efectos de la limpia de las letrinas es mudar la naturaleza mefítica de sus vapores en otra menos nociva, y conducirlos a la parte superior de la atmósfera para que no puedan dañar a los limpiadores ni a los vecinos. La cal, el fuego y el ventilador son los medios que hasta ahora se han discurrido más eficaces para lograr este fin, como se puede ver en las observaciones que de orden del gobierno se han hecho en París, impresas en 1778, las que sería largo referir. No cabe duda en que muchos que leyeron en estas observaciones el proyecto de los químicos franceses, lo hallarán demasiado costoso y complicado; pero los que así pensaren tienen en muy poco la vida y salud de los hombres, que no les parece que valga tanto gusto y trabajo. Semejantes sujetos no han nacido para celar la salud pública. Se necesitan para esto otros sentimientos de humanidad, y así no habla la Academia con ellos. Ni basta aun corregir y desviar los vapores de las letrinas. Son precisas a más de esto tres condiciones para sanear cuanto sea posible los inconvenientes de la limpia. La primera es que la inmundicia se conduzca en toneles bien cerrados, como V.S. lo tiene prevenido por varios edictos, que podrían renovarse para su observancia, a fin de que no se derrame por las calles ni las infecte con su mal olor. La segunda, que sólo se permita la limpia de las letrinas desde el primero de diciembre hasta mediados de marzo, que son los meses en que el frio y los hielos sirven de preservativo contra la corrupción del aire. La antigua costumbre de Barcelona de limpiar las letrinas por la cuaresma necesitaba ciertamente de reforma, pero mucho más la necesita la que se ha puesto en uso de permitir indistintamente la limpia todo el año, porque este remedio es peor que el mal. En ninguna ciudad del norte se tolera limpiar las letrinas durante el verano porque el calor de la atmósfera haría mucho mayor la infección, la que podría hacer pestilentes las enfermedades pútridas propias de aquella estación. Y si este recelo es bien fundado en el norte, ¿qué será en Barcelona, que por la benignidad de su clima tiene ocho meses del año más calurosos que el verano de los países septentrionales? Este es un abuso insoportable en cuya pronta reforma sobre exigiría el inminente y grave riesgo que corre la salud pública, se interesa el honor del mismo gobierno, pues el extranjero que lo note tal vez puede formar una pésima idea de nuestra policía. La tercera condición es que, aun en los meses referidos, sólo se pueda sacar el estiércol desde pasada media noche hasta rayar el Sol para que con el frio de aquélla sea menor la evaporación, y estando las gentes durmiendo dentro de sus casas cerradas, se infectan menos éstas y se libertan aquéllas de percibir el fetor, y de ver tan asquerosa maniobra. Se opondrá el reparo de que por la noche no pueden entrar y salir los carros de la limpia por estar cerradas todas las puertas. Pero con una que se abra basta, y si todas se cierran para el resguardo de las Rentas Reales, bien se puede abrir una para conservación de la salud de  los vasallos.

34. Tiene la Academia por superfluo el acordar a la conocida instrucción de V.S. las solidas y convincentes razones con que en varios papeles públicos, y por gravísimos A.A., se ha demostrado con las más claras experiencias que los cementerios no pueden dejar [de ser] nocivos dentro de cualquiera población. Sólo, pues, se ceñirá la Academia a las particulares circunstancias que agravan su daño en esta capital. Según los cálculos de Mr. Maret, la extensión de los cementerios se debe determinar por el tiempo que pide la total corrupción de un cadáver, y por el terreno que se necesita para enterrarle. Un cuerpo sepultado en la profundidad de cuatro o cinco pies necesita lo menos tres años para acabarse de corromper. Por consiguiente, la extensión de un cementerio debe ser capaz de contener los muertos de tres años. Cada cadáver de un adulto necesita un espacio de treinta y un pies cuadrados para que las fosas estén a la precisa distancia unas de otras, con que suponiendo que en un cementerio se entierran al año cien cadáveres, multiplicando este número por treinta y uno, y el producto por tres, hallaremos que este cementerio debe tener a lo menos 9.300 pies cuadrados de extensión.

35. Cotéjese ahora la capacidad de los cementerios de Barcelona con el número de cadáveres que en ellos se entierran al año, y se verá cuan corta es su extensión. De aquí se sigue: lo primero, que las fosas están muy juntas, y que en cada una se entierran muchos cadáveres unos encima de otros, quedando los últimos casi a la superficie de la tierra. De este modo, de cada fosa se exhala una gran cantidad de vapores cadavéricos muy densos que se elevan a una altura considerable, pues un cadáver enterrado cuatro pies debajo de tierra despide sus vapores, según Mr. Maret, a más de 45 pies de altura, y juntándose las exhalaciones de unas fosas con las de las otras por la poca distancia, forman una nube densa de efluvios cadavéricos que se mantiene suspendida en la atmósfera de los cementerios, [a] menos que una corriente libre y fuerte de aire la renueve continuamente. Pero los cementerios de esta ciudad distan mucho de tener esta ventilación. Circuidos de edificios de sobrada elevación, conservan estancados mucho tiempo los vapores, que en vez de disiparse van extendiéndose con el calor del Sol hasta el interior de las casas que los rodea. Pruébalo el fetor que perciben muchas veces los vecinos, particularmente en verano. Síguese, en segundo lugar de la estrechez de los cementerios, que a menudo es preciso hacer una limpia de huesos y ataúdes a fin de dejar lugar [a] los nuevos cadáveres. Esta operación es tan arriesgada como nociva. Mientras dura la corrupción de los cuerpos, la mayor parte de los vapores y ladinas crasa. No pudiendo penetrar por los poros de la tierra que los cubre, se mantiene quieta y sepultada, pero si en este estado se levanta la tierra y se abre la fosa, sale de golpe un torrente de vapores mefíticos capaces de sufocar al momento a cuantos los inspiren. El P. Cotté es testigo de la muerte repentina de un sepulturero que, abriendo una fosa en el cementerio de Montmorenci, dio con el azadón contra un cadáver que había un año que estaba allí sepultado. Y al golpe se levantó un vapor tan pestífero que, al instante, le sufocó. Mr. Navier, en su excelente tratado Sobre los daños de los desentierros intempestivos, ha recogido un gran numero de estas fatales experiencias, de las cuales deduce que es muy arriesgado remover la tierra de los cementerios [a] menos que pasen diez años sin enterrar en ellos ningún cadáver. ¿Cuán arriesgada, pues, será la limpia de los cementerios de Barcelona, cuya estrechez precisa a abrir fosas de cadáveres que están en el mayor grado de putrefacción? ¿A desenterrar huesos todavía medio cubiertos de carne? ¿Y a sacar cajas cuyas tablas están manando podre? Estos horrendos despojos de la muerte expuestos al aire, ¿qué vapores han de despedir, y qué corrupción han de causar en la atmósfera? Dirase tal vez que las tablas de los ataúdes se echan luego al fuego; pero antes que se consuman, ¿cuántas partículas se volatilizan con el calor? Y estas introducidas en nuestros cuerpos, ¿qué efectos tan funestos son capaces de producir? En el año de 1748 una familia de 5 personas de la villa de Tárraga pereció de una calentura pestilencial, por haber recogido al tiempo de la limpia del cementerio las tablas de los ataúdes y haberlas después quemado para los usos domésticos. Tan lejos está el fuego de corregir ni variar la naturaleza mefítica de los vapores cadavéricos. De lo que se infiere que una hoguera grande en medio de un cementerio sembrado de despojos de cadáveres y cuya tierra se acaba de remover, es el medio más eficaz para promover una evaporación y putrefacción pestilencial. Bastante lo da a conocer el insoportable fetor que durante la quema se extiende en todo el vecindario.

36. Todos los cementerios de Barcelona están rodeados de casas y casi todos son paso para entrar en las iglesias, con que no sólo un gran número de vecinos respira en sus casas los vapores corrompidos de los cementerios, sino que cuantos pasan por ellos atraviesan la parte más infecta de su atmósfera. Mr. Cadet ha observado que en las casas que rodean el cementerio de los Inocentes de París, es mayor la supuración de los cauterios que en los demás barrios. Mr. Laffife afirma que en dichas casas todas las calenturas se vuelven más presto pútridas que en las demás. Y el comisionado que envió Mr. Berrier, Teniente General de Policía, a reconocer dicho cementerio, refiere que vio elevarse un vapor muy perceptible de una fosa en que estaban enterrando, y que los vecinos de la casa inmediata a esta fosa padecieron todos una fuerte fiebre petechial. En vista de esto, ¿quién puede dudar que las mismas observaciones se harían en las casas vecinas a los cementerios de Barcelona si se pusiese la misma atención? Pero la preocupación de los hombres en favor de una costumbre que miran como piadosa, hace que no la puedan creer como nociva. Así, aunque en el vecindario de los cementerios reinen más calenturas pútridas, disenterías, etc. que en los demás barrios; aunque los vecinos se críen menos sanos, caquécticos, etc.; aunque las epidemias sean allá más graves que en lo demás de la ciudad; aunque experimenten más muertes repentinas que en otras casas; aunque muchos al pasar por los cementerios sientan vahídos, deliquios, opresiones, etc. o que después se hallen desazonados, o caigan enfermos, no tienen la menor sospecha de que estos males puedan provenirles de respirar en sus casas un aire inficionado de exhalaciones cadavéricas, o que estas les hayan podido contagiar al pasar por los cementerios. Pero todos estos males suben mucho de punto en el cementerio del Hospital General. Éste, que más bien que cementerio debe llamarse carnero, en cuyo foso se amontonan los cadáveres a medio enterrar, en tiempo de lluvia se llena de agua y queda hecho un charco o sentina de putrefacción, cuyo fetor se hace insufrible a una distancia considerable. Reflexiónese ahora qué efectos debe producir esta infección en todo el vecindario, y más en el mismo hospital, donde son tanto más nocivos cuanto más débiles y enfermos están los que respiran aquel aire. Esta sola consideración debiera bastar para que aun cuando no se quitasen los demás cementerios de la ciudad, se desterrase desde luego del hospital semejante peste.

37. Mas no basta exterminar los cementerios de la ciudad sin prohibirse el enterrar dentro de las iglesias. Las sepulturas de las iglesias en tierra firme tienen los mismos inconvenientes que los cementerios, pero en más alto punto; y las de bóveda tienen otros mucho mayores. Las bóvedas, por su mucha profundidad, suelen ser todas muy húmedas. Los cadáveres que se corrompen más presto por la humedad y por no estar apisonados, se disuelven en una podredumbre que nada dentro de los ataúdes y de la bóveda, donde conserva mucho tiempo su naturaleza mefítica. Y como no hay más que la losa que cierra la boca de la bóveda, por las junturas de aquélla se exhala continuamente la parte más sutil de la podre; pero cuando se levanta la losa para meter en la bóveda un nuevo cadáver, entonces sale todo el golpe de vapores y exhalaciones que estaban encerradas, particularmente si con el sacudimiento del ataúd que se baja revienta alguno de los que ya estaban en la bóveda. Esta inmensa cantidad de vapores podridos que se elevan de las sepulturas llena la atmósfera de las iglesias, la que lejos de renovarse, como la de los cementerios, cada día se vuelve más infecta por falta de ventilación. La grande masa aérea que llena la capacidad de las iglesias, con dificultad se puede mudar, a menos que por varias partes la impelan fuertes corrientes de aire, y aun en este caso el de las capillas, tribunas, ángulos y coro apenas se agita ni mueve. Añádese a esto que el aliento y transpiración de las personas concurrentes, el humo y vapores de tantas luces y de las lámparas que arden de continuo, junto con la humedad propia de las iglesias, por no penetrarlas el Sol, forman una atmósfera mucho más densa y pesada que el aire exterior, a cuyo impulso resiste, por consiguiente, con más fuerza. Ahora pues, las iglesias en que se entierran más muertos son las parroquias, que en Barcelona, por ser de construcción gótica, son obscuras, con muy pocas ventanas y puertas, que sobre estar lo más del tiempo cerradas, reciben el aire de los cementerios, con que todas las circunstancias conspiran en estas iglesias a fomentar la infección del aire, la que completan de todo punto los vapores cadavéricos, que se quedan como estancados en aquella densa y tranquila atmósfera.

38. El terrible accidente sucedido en Saulieu a 20 de abril de 1773, en que de 170 personas que se hallaron en la iglesia de San Saturnino durante la infección que salió de una fosa en que se enterró una parida, 149 fueron acometidas de una calentura pútrido-maligna petechial, que quitó la vida a treinta; la muerte repentina de tres sepultureros que bajaron un cadáver a la bóveda de la iglesia de N. Sra. de Montpellier en 17 de agosto de 1744; el pestífero hedor que salió de una sepultura al tiempo de enterrar un caballero de la ciudad de Nantes, que acabó con la vida de 15 de los que estaban presentes; la muerte subitánea de dos sepultureros, uno de los cuales era abuelo del actual al entrar en la sepultura nombrada del Sacramento de la Parroquial Iglesia de Santa María del Mar de esta ciudad, acaecida en el año de 1702; y otros infinitos casos que se podrían referir sucedidos en otras partes y en esta misma capital, son testimonios irrefragables de la malignidad de los vapores cadavéricos que se respiran en las iglesias donde se entierra. Y si se quiere oponer que estos casos raros, que sólo se han experimentado al abrir ciertas sepulturas, no prueban que el aire de tales iglesias sea siempre nocivo, se le responderá que, a más de no ser tan raros, estos casos como creen el que no sucedan siempre no convence que no sea continua la infección, como queda ya demostrado. Los estragos funestos y repentinos sólo acontecen cuando se inspira una gran cantidad de aquellos vapores mefíticos. Cuando estos son menos densos y activos no dejan de ser dañosos, aunque sean sus efectos más remisos. Las frecuentes congojas que experimentan en las iglesias parroquiales los convalecientes, los enfermizos, los de una fibra muy irritable y los que van a misa muy de mañana, no provienen de otro origen que del aire infecto que respiran. Creen los más que la causa es el estar de rodillas, porque sentándose se alivian; y no reparan que, por poco que se aparten del lugar en que estaban, o muden de situación, inspiran un aire distinto, menos nocivo del que antes respiraban. Y, así, los que van más de mañana, se desmayan con mayor frecuencia porque respiran el aire más infecto por haber estado encerrado toda la noche, siendo muy sensible que los médicos se vean algunas veces en precisión de persuadir a los feligreses que no asistan a sus parroquias, que son las principales iglesias donde deberían concurrir todos los fieles.

39. ¿Mas para qué se necesita de estas razones, cuando basta tener el olfato algo delicado para percibir un olor entre húmedo y fétido, que repugna en las más de las parroquias? En las de Santa María del Mar y del Pino es insoportable al abrirlas por la mañana, y en la primera todos saben que en verano es preciso dejar al mediodía todas las puertas abiertas para que sea tolerable el fetor por la tarde. Esto supuesto, nadie puede dudar que cuantos entran en las parroquias respiran y tragan más o menos partículas cadavéricas, y se llevan otras pegadas a sus vestidos, de modo que, aunque no experimenten el menor daño, llevan consigo la semilla de muchas enfermedades. Y, quizá, las fiebres pútrido-malignas que afligen tantas veces las grandes ciudades deben su origen a los efluvios cadavéricos, que desde las iglesias y cementerios se esparcen por la población. Mr. Haguenot, deseoso de averiguar la naturaleza del aire de una sepultura en que habían perecido tres o cuatro personas, practicó en ella los mismos experimentos que poco antes había ejecutado en el pozo mefítico llamado Perols. De sus experiencias consta que las luces bajadas a dicha sepultura al instante se apagaron; que los perros y los gatos morían luego; que los pañuelos contraían y conservaban por mucho tiempo un hedor cadavérico, por más que los limpiasen y lavasen; y que su vapor cerrado en redomas de vidrio conservaba por más de un mes su perniciosa actividad, de suerte que habiéndole aplicado a la boca y narices de varios animales, a poco rato quedaron sufocados. Apoyado en estos experimentos presume, y con fundamento, que las calenturas malignas que reinan frecuentemente en Montpellier provienen del aire corrompido de las iglesias que tienen muchas sepulturas. En Dijon, en Riom [y] en Ambert, sólo por haber removido la tierra de un cementerio, se levantaron unas epidemias pestilenciales que desbastaron, particularmente, los barrios vecinos al cementerio. Y, con estos ejemplares, ¿qué no se debe temer de la limpia de la bóveda de la iglesia del Hospital General? Esta bóveda, que está manando agua y cadáveres, necesita vaciarse muy a menudo, y cada vez despide tan horrendo fetor que sin embargo de tener seis u ocho días abierta la iglesia de día y noche con continuos sahumerios, no hay letrina que hieda más pestíferamente durante la limpia; con que aquel aire apestado, que por una puerta sale a la calle, y por otra va dentro del mismo hospital, ¿no es capaz de producir una peste en el vecindario y de comunicar un carácter de malignidad a todas las enfermedades del hospital? Es cosa bien lastimosa que donde los pobres van a buscar su salud, hallen muchas veces la causa de su muerte; y que la casa del Señor se haga una sentina de corrupción.

40. Cuando, pues, la religión y las leyes no declamasen contra un abuso que, con capa de piedad, profana los mismos templos, bastan las reglas de buena policía para proscribir los cementerios de las ciudades y las sepulturas de las iglesias. El cementerio fuera de la Puerta Nueva, al nordeste de esta ciudad, que deben sus naturales a la conocida piedad del Ilustrísimo Señor Don Josef Climent, se halla en la situación más favorable y, con tal que se le dé la capacidad correspondiente, puede servir de cementerio general sin permitir que nadie se entierre dentro de Barcelona. Sólo con esto, tal vez, se libertaria de infinitas enfermedades y epidemias; y, por lo mismo, debe ser uno de los primeros objetos en que se ocupe una Junta de Sanidad que desea saber las causas de las calamidades públicas para remediarlas. Aquel doctísimo obispo, tan cuidadoso de la salud espiritual como solicito en procurar la conservación de las vidas de sus ovejas, entre los fines que se propuso en aquel establecimiento religioso, ¿quién duda que tendría el de cortar de raíz una costumbre perniciosa, que ya se ha desterrado por decretos reales en Francia, Cerdeña y varias cortes de Italia con expresa condescendencia, y aun a solicitud de los prelados eclesiásticos?

41. Como a más de las causas referidas hay otras en Barcelona que contribuyen no poco a la infección de su atmósfera, no puede dejar la Academia de insinuarlas. Queda dicho ya que hay varios oficios que despiden muy mal olor y que infectan el aire de la vecindad, los cuales deberían quitarse del interior de la población para colocarlos fuera de la ciudad o en los extremos más ventilados. Pero aun cuando esto no sea practicable en el todo, se pueden corregir fácilmente varios abusos que perjudican mucho a la salud pública. Por ejemplo, aunque a los albéitares se les permita vivir en cualquier barrio, no se debe tolerar el que sangren las caballerías en calles y plazas, porque la sangre, cuya corrupción es de las más fuertes, se pudre y apesta la vecindad, como se experimenta en la Rambla todas las primaveras. Asimismo, a los curtidores, habitando dentro de la ciudad, se les debería prohibir el que tuviesen en sus casas las albercas en que adoban sus cueros, cuya agua cada vez que se revuelve despide una infección intolerable. Tampoco a los latoneros se les debería tolerar el que sacasen a una calle pasajera las cazuelas con vinagre, en que ponen las piezas de cobre a limpiar, pues al tiempo que el vinagre corroe el cobre, se separa una gran porción de flogisto que forma un vapor sofocante. Mucho menos debería permitirse a los plateros que a los umbrales de sus casas ejecutaren la operación de disolver la plata con el agua fuerte y el oro con el agua regia, por ser los vapores que de ellas se exhalan mefíticos, que según Boheraave pueden causar repentinamente la muerte. También debería mandarse a los boticarios que sus artefactos los ejecuten en laboratorios elevados, y no en las boticas y piezas bajas, a fin de evitar no sólo el mal olor que sale a la calle, sino también los perniciosos vapores cáusticos, corrosivos y venenosos que se exhalan de sus operaciones. Igualmente, el agua en que los revendedores remojan el bacalao, debería prohibirse que se arrojase a la calle, por ser un agua podrida y de muy mal olor. De semejantes abusos hay tantos en los oficios, que sería prolijo referirlos, y cuyo remedio es tan fácil como necesario. Los nombres de varias calles de Barcelona, como los Carders, Toñiners, Asabonadors, Abaixadors, Escudellers, etc., nos dan a conocer que los antiguos las tenían señaladas para cada uno de aquellos oficios a que daban su nombre, para que de este modo las demás calles quedasen libres de la infección que sufren ahora por permitirles establecerse en cualquier barrio

42. Otra causa y muy grave de la corrupción del aire son los hospitales y cárceles en medio de las poblaciones. Dejando aparte el que todo hospital muy numeroso es siempre nocivo hasta para los mismos dolientes, por ser inevitable su infección, el de Barcelona, sobre contener muchos enfermos de todas especies, locos, expósitos y paridas, es en extremo reducido, y está situado en el centro de un barrio rodeado de casas, de modo que junta todas las circunstancias favorables a la corrupción de su atmósfera. Así, no es extraño que mueran casi todos los expósitos, que sea raro el doméstico que se liberta de la calentura maligna, llamada de hospital, y que en todas partes se perciba su fetor. Este aire corrompido, que es un veneno para los enfermos, es capaz de producir mil epidemias en la vecindad. El mejor remedio sería sin duda mudar el hospital a otro paraje descampado y mejor oreado, pero mientras esto no sea asequible, podría remediarse gran parte del mal con quitar el cementerio y demás sepulturas, así del patio como de la iglesia, separar los locos, paridas y expósitos colocándoles en distintos hospitales, y poner en cada sala de enfermos un ventilador, por cuyo medio se renovase continuamente el aire de las salas.

43. Creerán tal vez muchos que las cárceles en medio de los pueblos no pueden ser tan perniciosas como se dice, porque no tienen enfermos ni tanta gente como los hospitales. Pero si atienden a que en las cárceles de las capitales se junta a veces un número considerable de presos, a que los más son gente soez y puerca, a la miseria con que viven en la cárcel y a que están encerrados en piezas reducidas o en calabozos húmedos y obscuros, conocerán fácilmente cuánta debe ser la infección de las cárceles y qué estragos puede producir. En las residencias que en 1577 se tomaron en la cárcel de Oxford fue tal la infección que salió de los calabozos al tiempo de sacar los presos, que mató más de 500 personas. En las sesiones que se tuvieron en 1750 en el Old Bailey, o Corte Criminal de Londres, perecieron por la misma causa más de 40. Ciento cuarenta y seis ingleses prisioneros, que los indios de Coli-Cotta encerraron en un obscuro calabozo, perecieron casi todos en una noche. Estas funestas catástrofes son una prueba bien convincente de la infección mefítica que puede engendrase en las cárceles, y de las calamidades que puede ocasionar en los pueblos, que como Barcelona las tienen en su centro.

44. Escarmentados los ingleses con estos tristes sucesos, pusieron desde luego en la cárcel de Londres, llamada Newsgate, el ventilador de Esteban Hales, que haciendo circular el aire externo por todo el interior de la cárcel, la preserva de la infección. Esta maquina utilísima tiene, sin embargo, algunos inconvenientes, que Samuel Sutton ha evitado con la invención de otro ventilador más cómodo y menos costoso, cuya descripción se halla en la obra del mismo Sutton traducida ya en francés, como también en la edición francesa de las obras de Ricardo Mead. Las ventajas que tiene este aventador le han echo adoptar generalmente de todas las naciones cultas para los hospitales, cárceles, navíos y demás parajes que necesitan de mucha ventilación, por lo que si se quiere purificar el aire de Barcelona es preciso establecer varios de estos ventiladores en los hospitales, cárceles, hospicios, teatro, refectorios, enfermerías y noviciados de conventos, fábricas de indianas, cuarteles y, en una palabra, en todos los puestos en que el concurso de muchas gentes encerradas puede inficionar el aire.

45. Por los experimentos de Roberto Boyle y Esteban Hales, se sabe que el aliento y transpiración de un hombre infecta en muy poco tiempo un volumen considerable de aire, de modo que quitándole la elasticidad y cargándole de flogisto, le hace inútil para la respiración y la vida. De aquí proviene la grande dificultad de respirar que se experimenta muchas veces en los grandes concursos de gentes, como en la comedia, en las fiestas de iglesias, en las salas de bailes, etc., donde suelen ser muy frecuentes las congojas, vahídos, vómitos, sofocaciones y, a veces, asfixias mortales. Y aunque estos accidentes los padezcan menos los que están acostumbrados por su oficio a respirar aquel aire, no dejan por esto de experimentar a la: larga los tristes efectos que hace en su salud. Dígalo el semblante pálido, la debilidad, la constitución cachéctica, las largas enfermedades y la corta vida de los más que habitan en los hospitales, cárceles, hospicios y en varios conventos y fábricas. Cuantas veces se entra en las de indianas, al asomarse a las salas de los tejedores, de los pintores y de las mujeres que devanan y se experimenta casi en todas un tufo tan caliente y sofocante, que obliga a compadecerse de la triste suerte de aquella utilísima parte del Estado, que en el mismo taller donde trabaja para ganar su vida, destruye su salud con el aire infecto que respira. Las más de aquellas piezas son en extremo pequeñas, bajas, poco oreadas, particularmente en invierno, y el número de gentes es grande, y el calor y el trabajo aumentan su transpiración y sudor, y la pelusa del algodón en unas salas, y en otras las partículas de la pintura, se esparcen por el ambiente. De todas estas causas resulta un aire cálido, poco elástico, denso y cargado de vapores animales y exhalaciones nocivas, que fatiga la respiración, relaja el cuerpo y le dispone a mil enfermedades crónicas y agudas, que pueden muy fácilmente pasar a ser epidémicas.

46. Merece pues este punto la atención del gobierno para obligar a los dueños de las fábricas a que den más capacidad a sus talleres, o pongan menos gente en ellos, y que al mismo tiempo tengan un ventilador o, a lo menos, muchas ventanas y respiraderos que faciliten la circulación del aire exterior. Las chimeneas a la francesa conducen mucho a este fin, al paso que calientan moderadamente las piezas sin los riesgos del tufo del carbón, por lo que convendría mucho se introdujese más en Barcelona el uso de estas chimeneas o de las estufas de barro a la Sueca, que son otros tantos ventiladores que purifican el aire de los cuartos, al contrario de los braseros, cuyo vapor encerrado causa todos los días funestos estragos. Por la misma razón, seria muy del caso que la policía, de acuerdo con los prelados y superiores eclesiásticos, dispusiese se abriesen más puertas y ventanas, así en la nave como en las capillas de muchas iglesias, las que teniendo su correspondencia de levante a poniente, y del norte al mediodía, y abriéndolas todas a ciertas horas cada día, introdujesen muchas corrientes de aire que renovase toda la atmósfera de los templos. Éste seria el modo de quitar su infección, disminuir su humedad y corregir el olor de cueva que en muchas se percibe, particularmente en aquéllas que tienen capillas subterránea, las que siempre son muy malsanas, y más si manan agua, como la de la Santa Espina del Pino, la que, según buena policía, mucho tiempo ha que se debería haber mandado cegar. Ni es menos de la inspección del gobierno político la poca ventilación de las celdas y noviciado de varios conventos, por tener pocas ventanas, muy pequeñas y altas. Los religiosos son vasallos igualmente que los demás y, por consiguiente, incumbe a la policía, así la conservación de su salud, como el que sus casas no inficionen el aire de la ciudad. Sabido es que aquella costumbre de los conventos se funda en la mortificación de sus religiosos, pero cuando este medio de conservar la austeridad de vida en las casas religiosas puede llegar a ser perjudicial a la salud de todos, sus individuos y de los demás ciudadanos, es justo entonces se mire con preferencia el bien público de toda una población, y que para mantener el espíritu de la vida regular, substituyan los prelados otros medios y providencias que sin tener los riesgos que decimos, puedan producir los mismos saludables fines. Lo cierto es que en el Código Político que dio Dios a su pueblo en el Deuteronomio, parece tuvo presente la salud pública de sus vecinos cuando les prescribe tantas y tan sabidas reglas para evitar toda infección en el aire, en las casas, en el templo, en los muebles y en las personas, y si éstas se observasen por muchos conventos, no haría seguramente tantos y tan rápidos progresos una epidemia, cuando llega una vez a entrar en ellos.

47. De todo lo dicho hasta aquí se deduce que son innumerables las causas que contribuyen de varios modos a la infección y corrupción de la atmósfera de Barcelona. Y, por lo mismo que algunas son inevitables, es precisa toda la vigilancia de una sabia política para precaver las demás por los medios referidos y de cuya ejecución no puede dudarse que se conocería luego el beneficio, así en la mejor salud de los ciudadanos, como en exterminar muchas epidemias y muertes repentinas, creyendo firmemente que parte de estas muertes no reconoce otra causa pues las exhalaciones de las minas, del carbón encendido, de los volcanes, del azufre ardiendo y de las materias que se hallan en una fermentación espirituosa o pútrida, todas tienen la común propiedad de destruir la elasticidad del aire, herir de golpe el cerebro y sistema nervioso de hombres y animales, y ocasionarles un aturdimiento de cabeza, la sofocación, el sincope y la muerte con que, si en las aguas de Pyrmont, en las grutas de Nápoles y Hungría, en las salinas de Polonia, en los parajes por donde ha corrido la lava después de la inflamación del Vesubio, en las letrinas, en las sepulturas, en las bodegas, etc., forman aquéllas exhalaciones varias pequeñas atmósferas, que el infeliz que casualmente las respira es victima de los síntomas referidos, ¿cuántas muertes repentinas pueden ocasionar en Barcelona semejantes atmósferas o mofetas formadas por los vapores y exhalaciones de las letrinas, albañales, cementerios, iglesias, hospitales, cárceles, muladares, aguas corrompidas, braseros y otras tantas causas que quedan insinuadas? Y, aunque muchos de estos accidentes no pasan de asfixias o muertes aparentes, las más veces por descuido o por impericia paran en verdaderas.

48. Últimamente, la pureza del aire en Barcelona exige tanto más cuidado de la policía, cuanto a la mayor parte de la ciudad no se le pueda dar mayor ventilación; El numero de vecinos es muy crecido, y éstos en las noches de verano se hallan en la dura necesidad de respirar el mismo aire que de día han inficionado, pues al anochecer, que es cuando la atmósfera inferior se carga más por los vapores, que la frialdad condensa y precipita, no tienen casi otro desahogo para respirar un ambiente despejado que la Muralla del Mar, cuyo aire húmedo y salitroso daña a muchos. Y como no pueden disfrutar del aire puro y fresco de la montaña, que es el que entonces sopla, por no ser permitido tocada la oración el paseo en la Muralla de Tierra, ni poder salir al campo por estar cerradas las puertas, se hallan de noche más abrumados con el calor y la calma de un ambiente denso e impuro que de día con los ardores del Sol, que en parte templa el lebeche. Esta privación del aire puro del campo en las noches de verano influye más de lo que se cree en las enfermedades populares de esta ciudad. Todos los grandes médicos insisten en la necesidad de que los vecinos de pueblos numerosos salgan cuando puedan a respirar el aire del campo y, por esto, fuera muy conveniente a los vecinos de Barcelona se les facilitase en tiempo de paz el alivio de poder pasear por la Muralla de Tierra, a lo menos hasta las diez o las once de la noche durante el verano; y que se les dejase abierta una puerta de tierra hasta media noche, para que puedan gozar de la frescura de tan amena campaña, pues aunque Barcelona sea plaza de armas, no parece necesaria en tiempo de paz tanta precaución contra los enemigos que no hay. Y si se toma por el resguardo de las Rentas Reales, sobre que para esto están los guardas de puerta, no sabemos por qué en Madrid, Valencia, Sevilla y otras ciudades se deja una puerta abierta a lo menos hasta media noche, y no se ha de poder dejar en Barcelona. Ni son menos contingentes en aquellas ciudades los contrabandos, ni es menos importante en ésta la conservación de la salud de sus moradores.

49. Después del aire son los alimentos los que más influyen en la salud pública. Guillermo Buchan, en su Medicina domestica, quiere y quiere bien que cada familia amase el pan en su casa. Mr. Duplanil dice que 400 años ha no había familia que no lo hiciese, y que en París mismo no hace 50 años que todos los vecinos tenían su artesa de amasar pan, la cual en el día ya casi no conocerían a no haberla visto en casa de algún labrador, respeto que no comen aquéllos otro pan que de tahona. El mismo abuso se ve introducido de pocos años a esta parte en Barcelona, pero por distinto motivo. En París, lo atribuye Mr. Duplanil a la indiferencia de los más de los hombres por las cosas que interesan mucho a su salud, y al lujo y vanidad del pueblo, que por imitar a los grandes se paga más de la blancura y blandura del pan, que de sus buenas calidades nutritivas. Pero en Barcelona habían precavido ya los pasados la introducción de este abuso, prohibiendo a los horneros el amasar para vender. Ni parece se hubiera introducido si el mismo gobierno por un principio de libertad de comercio no hubiera juzgado útil derogar aquella prohibición. Es sobrado importante para la salud pública la bondad del pan, y demasiado fácil el adulterarla para fiar su preparación a unas gentes que sólo se gobiernan por su interés. Mr. Beguillet, en una disertación sobre el centeno con cuernecillo, dice: “Podemos asegurar que el pan, el alimento más esencial para el hombre, es después del aire la causa más común de enfermedades epidémicas siempre que es de mala calidad, ya sea por estar mal trabajado o amasado con agua mala, ya por ser hecho de harina averiada, o ya por ser de trigo demasiado nuevo o sobrado añejo, o humedecido o recalentado, o lleno de gorgojo o mezclado con cizaña. Sabemos que después de años muy lluviosos, el mal pan causa enfermedades de corrupción como el escorbuto, la sarna, la disentería y otras enfermedades epidémicas”. Mr. Parmentier dice “Que al tiempo de la cosecha los pobres labradores, a quienes la necesidad obliga a hacer pan de los granos que acaban de coger, por buenos que estos sean les ocasionan las enfermedades epidémicas que se experimentan en otoño y que, injustamente, se atribuyen a la fruta”. Mr. Schleger refiere que un pastor y toda su familia murieron de repente por haber comido pan hecho de grano recién cogido. En una carta escrita a Mr. Model desde Ymereti en Georgia, le dice su amigo que allí aun los que no bebían vino se emborrachaban todos los días con el pan, por estar todo el trigo mezclado con cizaña (Loliolum temudentum), la cual ocasiona vahídos, calambres y violentos dolores de cabeza. Linneo refiere varías enfermedades ocasionadas en Suecia por el trigo cariado, y Pringle cuenta entre las causas de las calenturas pútrido-malignas el trigo viejo, humedecido y mohoso.

50. Ahora pues, si el pan puede ser nocivo por estar mal amasado, mal fermentado o mal cocido; por estar hecho con agua mala de pozo, o con harina averiada; por ser la harina de trigo nuevo o sobrado viejo, humedecido, recalentado, gorgojoso o cariado; por estar mezclado el trigo con neguilla, cizaña u otras semillas venenosas, o por mil fraudes que saben y cometen los horneros, ¿qué riesgos no corre la salud pública en su principal alimento, fiando su preparación a la codicia de semejantes gentes? Las epidemias de fiebres intermitentes, pútridas y malignas, el escorbuto, la disentería, la gangrena y las muertes repentinas pueden ser muchas veces efectos de este abuso que estaba precavido cuando cada familia amasaba el pan en su casa, y que ahora es sumamente difícil de remediar. Poco sirve la frecuente visita de los granos en casa de los horneros, buen cuidado tendrán en ocultar los dañados para mezclarlos con los demás en la molienda. En las harinas es imposible conocer varios defectos y para juzgar de la bondad del pan sería menester examinar cada cochura, con que los únicos medios que quedan para precaver parte de los inconvenientes referidos son, a más de las penas impuestas por la ley a los horneros que adulteraren el pan, prohibir absolutamente la entrada de harinas, por no poderse conocer la mezcla de los granos de que están hechas, y poner veedores de inteligencia y probidad, que reconozcan escrupulosamente todo el trigo que se lleva a moler para desechar el que hallaren de mala calidad.

51. Las falsificaciones que se hacen en los vinos son de tanta más consideración cuanto es más común el uso de este licor. Aunque la mezcla del yeso con el vino, tan general en Cataluña, no tenga las funestas consecuencias que las preparaciones de plomo con que suelen adulterarse muchos vinos de los que se llevan al norte, es no obstante capaz de producir varias enfermedades. El yeso es una especie de selenite disoluble en el agua  y demás licores acuosos como el vino. Por consiguiente, cuando éste tiene en disolución una porción de yeso, puede causar los mismos males que las aguas seleníticas, cuales son las de la mayor parte de los pozos, es a saber: indigestiones, obstrucciones de vientre, infartos en las entrañas del pecho y de la cabeza, obstáculos en los vasos capilares y concreciones calculosas; bien que el vino cargado de yeso es todavía capaz de hacer mayores estragos, ya porque contiene más cantidad de selenite de la que suelen llevar las aguas, ya porque la parte espirituosa del vino los hace subir de punto. Todos saben que el exceso de vino daña a la digestión, destruye los pulmones, coagula la parte linfática de la sangre y ataca particularmente los nervios y el cerebro, efectos que todos conforman con los de la selenite. Con que siempre que ésta esté mezclada en gran cantidad con el vino, serán mayores las obstrucciones y coágulos que produzca, como ya lo indican la aspereza notable que deja en la boca el vino cargado de yeso y la crasitud de la saliva que inmediatamente se segrega. No será pues extraño que si a más de los males referidos el que usare con exceso de este vino llegase alguna vez a emborracharse, teniendo ya de antemano varios vasos del cerebro obstruidos, pase la embriaguez a una verdadera apoplejía. Por tanto, exige el bien de la salud pública que se prohíba en esta ciudad la introducción del vino con mezcla de yeso, cuando no sea posible extender la misma prohibición a todo el Principado.

52. Los vinos agrios o verdes que se venden, y otros que aún están fermentando; los varios fraudes que cometen los cosecheros, traficantes y taberneros para disimular la acedia del vino o para darle más fuerza; el abuso de llaves de cobre en las cubas; y las medidas y vasos de plomo, de cobre o de estaño de que se sirven en algunas tabernas, son otros tantos abusos que la policía podrá celar por los males que acarrean, en cuya enumeración no se detiene la Academia por no ser más prolija.

53. El uso de las verduras abonadas con estiércol es, de todas las causas propuestas por la Junta de Sanidad, la que tiene menos influjo (si es que lo tenga) en las enfermedades populares. Algunos, con la experiencia de que el beneficiar las viñas con excremento hace realmente el vino de inferior calidad y altera su sabor, han pretendido también que el abono de estiércol es nocivo a las frutas y verduras; pero sobre que hasta ahora nadie ha probado que el vino de viñas estercoladas, aunque de inferior calidad, sea nocivo, no basta la analogía para probar que el estiércol debe deteriorar las verduras y frutas, y menos para hacerlas dañosas a la salud, particularmente cuando la experiencia demuestra que las huertas bien beneficiadas con estiércol que haya acabado ya la fermentación pútrida, producen las verduras más suaves y sabrosas que las demás. La poudrette de los franceses, que es el excremento humano, seco y pulverizado, es uno de los mejores abonos que en todas partes conocen los hortelanos para afinar los frutos y promover la vegetación. Por los experimentos de Priestley para purificar el aire cargado de partículas animales corrompidas, consta que una planta puesta en este aire al paso que lo purifica, absorbiendo aquellas partículas, vegeta con más fuerza y de mejor calidad; con que los excrementos animales, lejos de deteriorar las verduras, las mejoran. No puede negarse que las que se crían en las lagunas, o Marais de París, confiesan los franceses que no tienen tan buen sabor como las demás; pero es de advertir que a aquellas lagunas o Marais van a parar la mayor parte de las inmundicias de la ciudad y, así, no es extraño que unas verduras casi anegadas en la porquería tomen algún mal sabor, sin embargo de que hasta ahora no han experimentado que sean nocivas. Las huertas de Barcelona están muy distantes de tener tanta abundancia de excrementos, que por su exceso puedan alterar el sabor de las verduras, cuanto menos su buena calidad y, por consiguiente, se excluye del todo esta causa de las que puedan dañar a la salud pública.

Aunque la Academia no tenga bastantes experiencias ni motivos para opinar que debe proscribirse la costumbre de nuestros hortelanos de rociar las verduras con basura desleída para acelerar su vegetación; con todo, como el beneficio que logra la planta con el riego parece que no lo adquiere por medio de aquel rocío, a causa de faltar en las hojas los órganos que la naturaleza puso en la raíz donde se prepara y cuece el alimento de la misma planta; no cree que esta industria sea laudable, mayormente si se considera que las verduras así aceleradas no es regular que obren los saludables efectos que lograría el joven colérico, el hipocondriaco, el escorbútico y el convaleciente si estuvieran más sazonadas, cuando se les prescribe por preservativo y remedio de sus achaques y dolencias. Tiene, empero, la Academia muy sólidos motivos para solicitar que se destierre el pernicioso abuso de tolerar que los labradores y hortelanos depositen los excrementos en pozos que forman y tienen abiertos todo el año, no sólo en lo interior de los campos, pero aun en las inmediaciones de los caminos públicos, apestando a los viajantes e infectando el aire con las exhalaciones de un material que se halla en la fermentación pútrida, que a la menor ráfaga de viento se introducen en la ciudad. Semejante abuso se corregiría en gran parte con la providencia general que ya queda insinuada, de no permitir la saca de las letrinas, sino en cierto y determinado tiempo del año.

Lo que lleva manifestado la Academia es, en compendio, cuanto en el asunto han trabajado sus socios en este año académico, discurriendo sobre el contenido del oficio de V.S., y no tiene la menor duda en que si se adoptan las máximas y medios que deja insinuados (y sería preciso adoptar si se enciende una grave epidemia) se cortarán por lo menos en esta ciudad muchas de las causas que pueden perjudicar la pública salud, y tal vez no serán en ella tan frecuentes los ataques apopléticos y muertes repentinas.

V.S., con su mucha e ilustrada prudencia, se servirá meditarlo, y en todos tiempos encontrará [a] esta Academia muy pronta para complacerle en cuanto fuere de su mayor agrado.

Barcelona y junio 11 de 1784.

Dr. Pedro Güell, Presidente
Dr. Ignacio Montaner, Censor
Dr. Josef Ignacio Sanponts, Secretario


Notas

[1] El autor de esta presentación es becario del Programa de Formación del Profesorado Universitario (FPU) del Ministerio de Ciencia e Innovación de España.

[2] Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona, sign. 1L.I-14, f. 181 y ss.

[3] Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona, sign. 1L.I-14, f. 207 y ss.

[4] Véase por ejemplo Bonastra y Jori 2009a; 2009b.

[5] Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona, sign. 1L.I-14, f. 183.

[6] Cifra que se desprende de la relación de socios de Corbella y Sèculi 1995, p. 15-19.

[7] El Censo de Floridablanca de 1787 arrojó una población de 100.160 habitantes para el conjunto del corregimiento de Barcelona. Un documento del Censo cifró la población del municipio en 92.385 habitantes (Llobet 1947, p. 561).

[8] Academia Médico-Práctica de Barcelona 1784, p. 5.

[9] En la misma línea, se ha señalado que el informe constituye “una exhaustiva investigación de los aspectos primordiales de la higiene pública barcelonesa” (Gorina 1988, p. 22). Además, los dos informes reproducidos en este trabajo han permitido a Gemma García Fuertes (1984) caracterizar el panorama sanitario de Barcelona en el último tercio del siglo XVIII.

[10] Academia Médico-Práctica de Barcelona 1784, p. 108.

[11] Academia Médico-Práctica de Barcelona 1784, p. 6-7.

[12] Academia Médico-Práctica de Barcelona 1784, p. 12.

[13] López-Moreno et al. 2000, p. 136.

[14] El sacerdote alemán Johann Peter Süssmilch fue una de las figuras que más contribuyó a orientar la demografía hacia la estadística. Su visión optimista sobre el desarrollo de la población se basaba, tal como argumentó en El orden divino (1998 [1741]), en la existencia de leyes que hacían que la población de la Tierra fuera proporcional a la disponibilidad de alimentos.

[15] En ellos se estableció que “a los dos o tres académicos, los que tuvieren más afición, y proporción para hacer las observaciones meteorológicas, encargará la Academia la formación de tablas meteorológicas arregladas al plan de la Sociedad Médica de París, las que deberán presentar semanalmente a la Academia” (Real Academia Médico-Práctica de Barcelona 1798, p. XXIX-XXX), Dichas tablas debían combinarse con las relaciones de enfermedades hechas por la misma Academia con el objeto de dilucidar en qué estaciones y circunstancias meteorológicas se han desarrollado las epidemias en Cataluña.

[16] Sobre las relaciones entre clima y medicina, véase Capel 1998-1999.

[17] De sedibus et causis morborum per anatomen indagatis (1761) de Giovanni Battista Morgagni. Citado en Micheli 2001, p. 74.

[18] Un comentario de esta obra en Puigbó 2002, p. 309-318.

[19] Conde Gutiérrez 2002.

[20] Nogales Espert 2004, p. 28.

[21] Academia Médico-Práctica de Barcelona 1784, p. 14.

[22] Academia Médico-Práctica de Barcelona 1784, p. 22.

[23] La pervivencia de las viejas teorías etiológicas puede detectarse hasta bien entrado el siglo XX, como demuestran los siguientes ejemplos. La gripe de 1889-1890 fue vista como una típica enfermedad febril sujeta a una constitución epidémica, por lo que la única proclama de la Junta de Sanidad de Barcelona, hecha el 31 de diciembre de 1889, se limitó a solicitar a los vecinos el cumplimiento de las medidas higiénicas habituales y propias de la estación para evitar los resfriados (Rodríguez Ocaña 1991, p. 133). Por otro lado, Antonio Buj (2003) ha mostrado cómo en la obra del ingeniero Eduardo Gallego Ramos Saneamiento de poblaciones (urbanas y rurales) (1908), todavía aparecen concepciones de la teoría miasmática de la enfermedad; además, el ingeniero consideró la fiebre amarilla y el paludismo como enfermedades telúricas.

[24] Foucault 1979, p. 13.

 

Bibliografía

Fuentes inéditas

ARCHIVO HISTÓRICO DE LA CIUDAD DE BARCELONA. Fondo Municipal. Sección Sanidad. Órdenes y Oficios (1775-1781). Signatura 1L.I-14, f. 181 y ss.

ARCHIVO HISTÓRICO DE LA CIUDAD DE BARCELONA. Fondo Municipal. Sección Sanidad. Órdenes y Oficios (1775-1781). Signatura 1L.I-14, f. 183.

ARCHIVO HISTÓRICO DE LA CIUDAD DE BARCELONA. Fondo Municipal. Sección Sanidad. Órdenes y Oficios (1775-1781). Signatura 1L.I-14, f. 207 y ss.

 

Obras publicadas

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© Gerard Jori, 2009
© Biblio3W, 2009

 

Ficha bibliográfica

JORI, Gerard. Higiene y salud pública en Barcelona a finales del siglo XVIII. El Dictamen de la Academia Médico-Práctica de Barcelona (1784). Biblio 3W. Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales, Universidad de Barcelona, Vol. XIV, nº 832, 25 de julio de 2009. <http://www.ub.es/geocrit/b3w-832.htm>. [ISSN 1138-9796].


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