Biblio 3W
REVISTA BIBLIOGRÁFICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona 
ISSN: 1138-9796. Depósito Legal: B. 21.742-98 
Vol. XVII, nº 988, 15 de agosto de
2012
[Serie  documental de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

LA TRANSFORMACIÓN DEL MERCADO DE ALQUILER DE FINCAS URBANAS EN ESPAÑA (1920 – 1960)

 

Miguel Artola Blanco
Becario FPI – Universidad Autónoma de Madrid
Departamento de Historia Contemporánea
miguel.artola@uam.es

Recibido: 21 de febrero de 2012. Devuelto para revisión: 5 de marzo de 2012. Aceptado: 30 de marzo de 2012.


La transformación del mercado de alquiler de fincas urbanas en España (1920 – 1960)[1] (Resumen)

Durante la mayor parte del siglo XX, la legislación de arrendamientos urbanos estableció una fuerte protección de los derechos de los inquilinos. Este artículo analiza el origen y desarrollo de este sistema desde 1920 hasta su codificación definitiva en 1946. La principal causa que motivó este régimen especial fue la generalización entre la opinión pública de una nueva visión sobre la función social de la propiedad urbana, que anteponía la defensa de los inquilinos y comerciantes sobre la posición de los propietarios urbanos. La prórroga de los contratos de arrendamiento, la regulación del alquiler por los poderes públicos y la diferenciación entre inmuebles protegidos de renta antigua y nuevos de renta libre, pasaron a convertirse en elementos característicos del mercado de alquiler.

Palabras claves: alquiler, mercado inmobiliario, propiedad urbana, franquismo


The transformation of the rental real estate market in Spain (1920-1960) (Abstract)

During most part of the twentieth century, real estate rental market regulation protected heavily the rights of tenants. This article discusses the origin and development of this system from 1920 until its final codification in 1946. This special scheme resulted from widespread view among the public of a new vision on the social function of urban property, emphasizing the protection of tenants and tradesmen over urban homeowners. The extension of leases, rent regulation by public authorities and the distinction between rent-controlled property and new rent-free buildings, became characteristic features of the rental market.

Keywords: rents, real estate market, urban property, Francoism


Los cambios en la normativa de arrendamientos urbanos y la subsiguiente transformación del mercado de alquiler fueron un hecho común a la mayoría de los países occidentales durante la primera mitad del siglo XX[2]. Las fuerzas que empujaron a la regulación y las soluciones adoptadas en cada caso determinaron el devenir del sector inmobiliario durante las siguientes décadas. Un repaso de la evolución del mercado de alquiler en distintos países demuestra que, partiendo de una situación más o menos similar, hubo una diversidad de políticas que, a medio y largo plazo, terminaron por configurar escenarios muy distintos en el mercado de la propiedad y alquiler de inmuebles urbanos[3]. En el caso español hay tres aspectos de la nueva legislación de arrendamientos que merecen ser tratados. En primer lugar explicaré por qué la nueva legislación aprobada en 1920 no fue un producto exclusivamente de factores económicos, como la subida de los alquileres o la escasez de viviendas, sino el resultado de la generalización entre la opinión pública de una nueva visión sobre la propiedad urbana y la necesidad de defender los derechos de los inquilinos. En segundo lugar, expondré que la solución adoptada en 1920 configuró un arreglo institucional con muchos factores favorables a su autoperpetuación en el tiempo, por lo que la política de alquileres en la España del siglo XX es un claro ejemplo de un caso de dependencia de la trayectoria. La prórroga de contratos y la supervisión de los alquileres por las autoridades crearon un marco que agravaba el conflicto latente entre propietarios e inquilinos, y fue haciendo progresivamente más difícil volver a la situación anterior a la guerra. Desde esta perspectiva se explica que regímenes de muy distinto signo político prorrogaran la legislación de inquilinato. Por último, analizaré las consecuencias que tuvo la legislación de arrendamientos urbanos a nivel económico y social, al propiciar tanto el fin del rentismo urbano como la generalización de la propiedad urbana entre las familias.       

El problema de la vivienda y la creación de un nuevo imaginario

Características del sector inmobiliario

Como es conocido, a mediados del siglo XIX se liberalizó el mercado de alquiler, un proceso que unido a la desamortización implicó una amplia transformación del mercado inmobiliario[4]. La inversión en fincas urbanas se realizó principalmente por particulares, familias de burgueses y notables, que adquirían un solar o un inmueble como medio de asegurar una renta fija[5]. El rasgo distintivo del sector inmobiliario fue que, más allá de de ciertas sociedades anónimas de época de Isabel II (por ejemplo, las impulsadas por el marqués de Salamanca o Pascual Madoz), no existió una profesionalización de los agentes económicos en la urbanización de las principales ciudades del país. Al contrario, si bien la propiedad urbana estaba concentrada en un reducido número de personas, ello no fue óbice para que se produjera un fenómeno análogo en el sector de la construcción y promoción de viviendas[6]. El promotor inmobiliario, el propietario y el encargado de arrendar los inmuebles eran frecuentemente la misma persona. Teniendo en cuenta que normalmente la propiedad se conservaba dentro del núcleo familiar por lo menos durante una generación, y que por otra parte existían dificultades de financiación a largo plazo, el resultado fue que hubo un escaso dinamismo del mercado de compraventa de inmuebles. Además la inversión privada no era capaz de proporcionar vivienda a precios asumibles a sectores de bajos ingresos, por lo que había un problema constante de infravivienda y hacinamiento de la población en algunos núcleos urbanos. A partir de este patrón de inversión residencial, el problema habitacional se agravó debido a los efectos negativos que tuvo la I Guerra Mundial en la actividad del sector. El alza de los costes y las dificultades en la importación de los materiales de construcción provocó un estancamiento de la actividad[7]. Esta atonía fue especialmente señalada si se compara con el aumento de la población urbana, y tuvo como consecuencia inmediata el encarecimiento de los alquileres de viviendas y locales comerciales.

La creación de un nuevo imaginario social

Para explicar la raíz del problema del alquiler, debe tenerse en cuenta no sólo las dinámicas del mercado de alquiler, sino también los cambios que ocurrieron de forma paralela en el imaginario social de los agentes implicados. Como consecuencia del encarecimiento de los alquileres, los afectados — inquilinos y comerciantes —  establecieron una nueva dinámica de movilización que cuestionó el statu quo existente. Una de las expresiones más claras de este nuevo movimiento fue la creación en 1919 de la Asociación de Vecinos de Madrid. La asociación, en un intento de ser reconocida como interlocutora por parte de las autoridades públicas, se presentó como la representante de un proyecto interclasista que expresaba la unión de intereses de la clase media y la clase obrera:

«Hemos querido que en nuestro seno estén representados todos los intereses […] Esta Asociación ha reunido por millares sus asociados entre todas las clases sociales, desde las más acomodadas a las más humildes, y no son pocos, hasta los militares de alta graduación, sacerdotes, y aún propietarios de buena conciencia y con la adhesión de importantes entidades obreras, mercantiles e industriales de todas clases»[8].

Los objetivos de la asociación eran defender al «vecindario», luchando contra los grandes males que lo amenazaban en aquellos años, principalmente «las poderosas Compañías de todas clases» o «los fraudes de que se le hace objeto, ya de una manera escandalosa en el precio y calidad de las subtancias alimenticias». Si estas reivindicaciones no hacían sino continuar las viejas ideas de defensa del bien común, en el ámbito del alquiler sí que se planteó una perspectiva novedosa sobre el problema social. Su proyecto no era el de subvertir el orden social ni luchar contra la propiedad, sino poner límite a las injusticias que cometían unos propietarios insolidarios, que en adelante pasaron a ser considerados como caseros:

«Esta asociación tiene por fin exclusivo defender al vecindario […] contra las desconsideraciones inveteradas de los caseros (y conste que al que se mantiene en su derecho y en conciencia no le llamamos «casero», sino «propietario», y contra él no va nada) que elevan caprichosamente los alquileres, no hacen obras jamás y desalojan al inquilino sin razón alguna, cuando les da la gana, y usando de ardides curialescos para que el desahucio prospere»[9].

La solución propuesta por la nueva asociación apuntaba a la necesidad de acabar con esa «injusticia». A corto plazo proponía adoptar medidas drásticas como la de restablecer los alquileres al nivel que tenían en 1914 y suspender todos los desahucios. Sin embargo, sus objetivos iban más allá de resolver un conflicto puntual al defender que a largo plazo el mercado de alquiler debía quedar tasado por las autoridades públicas, comprometiéndose éstas a promover el acceso a la vivienda por medio de la construcción de casas baratas.

Además de la movilización por parte de las asociaciones de inquilinos, la nueva legislación de arrendamientos aprobada en diversos países europeos resultó ser una presión adicional para que la clase política fijara un nuevo marco normativo. Tanto los países neutrales como aquellos que participaban en el conflicto bélico adoptaron desde 1915 medidas tendentes a congelar las rentas al nivel de preguerra, a la vez que crearon tribunales que resolvían los conflictos entre propietarios e inquilinos. Además, al terminar el conflicto algunos países promovieron una política de construcción de vivienda pública que tenía como objetivo no sólo ofrecer una solución al problema habitacional, sino también fijar un nivel de precios que sirviera de referencia para el mercado de alquiler. El caso más conocido es el de la aprobación en Gran Bretaña en 1919 de la Housing and Town Planning Act, pero los casos de Alemania, Holanda, Dinamarca y Suecia apuntaban también a la participación activa de los poderes públicos en la construcción de vivienda protegida[10]. En suma, la experiencia de los países europeos durante la década de 1910 sirvió para romper el criterio de no intervención por parte del Estado en la regulación del mercado inmobiliario. 

Proyectos de legislación sobre arrendamientos urbanos

La formación de un consenso entre la clase política

Como resultado de la confluencia de estos factores, la clase política entendió que el alquiler en el sector inmobiliario no podía permanecer bajo una legislación que permitiera la libre actuación de los propietarios. En el gobierno de Manuel Allendesalazar, la responsabilidad recayó en el ministro de Gracia y Justicia, Pablo Garnica, que mostró una actitud pasiva ante el problema. La iniciativa pasó a manos de los grupos parlamentarios que, a lo largo de 1919 y 1920, presentaron varios proyectos de ley regulando el mercado de alquiler de fincas urbanas. El primer elemento que sorprende al repasar las diversas propuestas, es que éstas contaban con el apoyo de una heterogénea coalición de fuerzas políticas. Dos proposiciones fueron presentadas por miembros de la izquierda liberal, el Conde de Santa Engracia y Benítez de Lugo, y otra por Salillas, un diputado republicano. A estas tres propuestas se sumó una proposición no de ley presentada por Rafael Gasset, diputado liberal y antiguo ministro, apoyada también por Santiago Alba (izquierda liberal), Álvarez Valdés (reformista), Ramos Cerviño (romanonista), Castrovido y Lerroux (radicales) e Indalecio Prieto (socialista). En suma, la iniciativa a favor de la regulación del mercado de alquiler de viviendas y locales comerciales contó con una diversidad de apoyos políticos, que englobó a los partidos de la izquierda parlamentaria, pero también a algunos diputados conservadores de la Cámara.

Si bien esta heterogénea coalición de fuerzas contaba con diversas perspectivas y proyectos sobre el problema de la vivienda, mantuvieron una coherencia en torno a quién era el enemigo a batir y los objetivos mínimos que debían alcanzarse. El transcurso del debate parlamentario dio prueba de la supremacía en fuerzas de los partidarios de los inquilinos y comerciantes frente a la posición defensiva de mauristas y romanonistas, garantes del sentido tradicional de la propiedad. Entre los diputados que participaron en el debate existía un consenso en torno a dos proposiciones fundamentales, aunque las interpretaciones sobre los problemas de fondo variaban notablemente. En primer lugar, todos los oradores coincidieron en señalar que la crisis de la vivienda se debía fundamentalmente a causas económicas, es decir, a la débil inversión inmobiliaria en los años precedentes en un momento en que se había producido un importante crecimiento de la población urbana. La solución a largo plazo implicaba, por tanto, un aumento de la construcción inmobiliaria, si bien como más adelante expondré, las soluciones propuestas variaban notablemente. El otro elemento común fue el hecho de tomar como referente la legislación que comenzaba a implantarse en otros países como medio para regular el mercado inmobiliario. De nuevo, el problema residía en que los modelos y referencias eran tan diversos que cabían todas las opciones.

Más allá de esta serie de referencias comunes, el debate se polarizó en torno a dos cuestiones que estaban íntimamente ligadas. Por una parte debía explicarse en quién recaía la «responsabilidad» de la escasez de viviendas y la consiguiente alza de los alquileres. En segundo lugar, las élites políticas buscaron establecer cuáles eran las medidas más apropiadas para que, a corto y largo plazo, pudiera resolverse el problema de la vivienda. El debate demostró que la solución de estas dos cuestiones no residía dentro del ámbito económico, sino que formaban parte de la problemática más profunda de la cuestión social[11]. El Conde de Santa Engracia, uno de los promotores de la legislación de arrendamientos urbanos, afirmaba: «Este asunto, que ya no está encerrado en normas jurídicas, sino que en todas partes se ha convertido en una cuestión social que amenaza en degenerar en cuestión de orden público»[12].

Desde esta perspectiva, los diputados entendieron que la cuestión del alquiler implicaba una solución que tuviera en cuenta la naturaleza de la propiedad, la necesidad de la acción del Estado o la armonía entre las clases en el mundo urbano. La mayoría parlamentaría partió de señalar que en el mercado de alquiler había una situación de injusticia entre la posición aventajada de los caseros — término que reiteradamente prefirieron utilizar en lugar del de propietario — frente a la debilidad e inseguridad de comerciantes, industriales e inquilinos. Los diputados insistieron preferentemente en la defensa de comerciantes e industriales, dado que éstos eran vistos como los agentes activos y dinámicos de la sociedad, una condición que contrastaba con el rentismo de los caseros. Los primeros habían conseguido «con un perseverante esfuerzo la asiduidad y predilección de la clientela»[13], mientras que los segundos estaban únicamente movidos por la codicia. Siguiendo esta lógica, la solución más satisfactoria pasaba por asegurar el dominio de los locales para los comerciantes, mientras que los caseros debían conformarse con mantener una renta, que si acaso podía ser sensiblemente mayor que la de otros activos de renta fija como la deuda pública.

Existía también un consenso en las razones políticas y sociales que imponían al poder público la necesidad de establecer una legislación especial de arrendamientos. Algunos diputados consideraban la legislación como una excepción en un «momento angustioso»[14], es decir, un problema de salud pública que requería de medidas extraordinarias. Sin embargo, esta situación de emergencia no estaba en contradicción con que tanto el gobierno como la mayoría parlamentaria consideraran que la definición clásica de la propiedad, establecida en el Código Civil, debía ser adecuada a las nuevas necesidades sociales. Esta reflexión provenía no necesariamente de los grupos más radicales, sino que un diputado como José de Luna Pérez — perteneciente a la facción conservadora datista — proclamaba que: «Tenemos que poner al derecho de la propiedad en las fincas urbanas una condición que signifique beneficio para la vida social y una serie de modalidades para que el interés público, superior al privado, prevalezca»[15].

Las propuestas de los diputados se dirigieron fundamentalmente en dos sentidos: la tasa del alquiler o la prórroga de los contratos. El sistema de tasa consistía en fijar un porcentaje de renta — entre un cuatro y medio y un cinco por cien — sobre el valor de inmueble. Este método fue defendido tanto por los sectores conservadores de la cámara como por algunos diputados republicanos. Para los primeros, la tasa era un medio para asegurar el beneficio del «capitalista», mientras que los segundos vinculaban el sistema de tasa con la lucha contra el fraude fiscal, dado que en su propuesta, el valor a efectos fiscales era el que debía servir de referencia para establecer la renta.

Sin embargo, la mayoría de los diputados que buscaban regular el mercado de alquiler se inclinaron por establecer la prórroga indefinida de los contratos. Mediante este sistema, el propietario no podría desahuciar al inquilino salvo impago por parte de éste, a la vez que se congelaban los alquileres, independientemente de si cambiaba el propietario o el inquilino. La regulación del alquiler implicaba también la reducción del alquiler de los casos que se consideraban abusivos, fijando una serie de topes máximos que sirviesen de referencia para su revisión si alguna de las partes consideraban injustas las condiciones actuales. En este ámbito, si bien la mayoría de los parlamentarios coincidían en señalar que los límites debían situarse con referencia a los precios existentes en 1914, no existía un consenso en torno a cuanto podía autorizarse su aumento. Dentro de la mayoría parlamentaria, la propuesta más radical era la presentada por Rafael Gasset y apoyada por las diversos grupos anteriormente señalados. Su iniciativa trasladaba la principal demanda de las asociaciones de inquilinos, al proponer que los alquileres inferiores a 1.500 pesetas al año, que corresponderían a los inquilinos de clase obrera y de buena parte de la clase media, recobrasen el nivel que tenían en 1914. Los alquileres situados a un nivel superior quedarían autorizados a subir entre un cinco y diez por cien con respecto al nivel en 1914. La mayoría de los diputados, si bien coincidían en señalar la necesidad de fijar un límite de subida con respecto a los niveles de preguerra, consideraban esta medida como excesivamente extrema y preferían dejar en manos del gobierno la potestad de establecer el porcentaje de subida. Como complemento a las propuestas de regulación del mercado de alquiler, se contempló la formación de un tribunal mixto o tribunal de inquilinato, que sirviera como institución mediadora entre las partes. Este tribunal estaría compuesto por un juez municipal, dos representantes de los propietarios y otros dos de comerciantes o inquilinos. Contaría con funciones bastante amplías, al mediar en todos los casos de desahucio que no fuesen por causa de impago así como en la revisión de contratos siguiendo los baremos establecidos por el gobierno.  

Si la mayoría de los parlamentarios coincidían en señalar que la regulación del mercado de alquiler era una solución a corto plazo, existía también un acuerdo en que debía fomentarse la construcción de viviendas como medio de solucionar el problema a largo plazo. Los diputados defendieron que a través de la fiscalidad se incentivara la construcción de nuevos inmuebles pero también se combatiera la especulación con solares. Sin embargo, más allá de estas propuestas, existía una falta de concreción sobre los agentes que debían impulsar el cambio. Por ejemplo, apenas se trató si la edificación debía dejarse en manos de la iniciativa privada o si debía haber una preferencia para los proyectos de casas baratas. Esta última opción, reclamada por las asociaciones de inquilinos, no contaba con demasiados apoyos por parte del gobierno, no sólo porque rechazara el uso de fondos públicos, sino por las consecuencias sociales que podía producir. Bugallal, entonces ministro de Hacienda, defendió como principal iniciativa la construcción de nuevas viviendas en las que se combinaran pisos de renta alta, media y baja, en tanto que facilitaban la convivencia social. Desde la oposición, un diputado maurista como Fanjul se opuso a la construcción de casas baratas siguiendo argumentos similares:

«Nos vamos a encontrar en Madrid con unos barrios, en el extrarradio, de casas baratas; otros barrios para la clase media, y otros barrios para las clases poderosas; y en estos momentos de una lucha social verdaderamente agudizada, vamos a realizar uno de los actos de mayor trascendencia social, que es, en cuestión de viviendas, separar también las clases, y esto tiene una trascendencia extraordinaria»[16].    

Por el contrario, estuvo totalmente ausente del debate la cuestión de si la propiedad podía servir como mecanismo de cohesión social. Este hecho sorprende en tanto que la política de vivienda de países de referencia como Gran Bretaña también tenía como objetivo crear un bastión de pequeños propietarios que sirviera para contrarrestar el auge del socialismo revolucionario[17]. En el caso español, parte de la clase política tenía un enfoque similar en relación al problema agrario, lo cual evidencia que existía también un acuerdo en asociar propiedad y defensa del orden social[18]. Si desde un principio no se siguió una lógica similar en relación  a la propiedad urbana, fue más bien porque los parlamentarios estaban más preocupados por establecer una solución a corto plazo en el conflicto entre caseros e inquilinos. Además, seguramente fuesen conscientes de que una profunda transformación en la estructura de la propiedad urbana requería de un debate más amplio sobre las políticas que debían establecer los poderes públicos, y posiblemente temieran que no hubiese la misma unanimidad de opiniones dentro del consenso parlamentario.

Los proyectos de la oposición   

Fuera del consenso entre los distintos grupos parlamentarios se situaron tanto los defensores del sentido tradicional de la propiedad como aquellos que propugnaban una solución más radical que anulara los mecanismos de mercado. Entre los primeros se situaban diputados pertenecientes a las minorías maurista y romanonista. Éstos no negaban que existiera un problema en el mercado de alquiler derivado principalmente de la falta de construcción, aunque también reconocían el «abuso» de ciertos propietarios. La lógica de su oposición residió en señalar que con la congelación de los alquileres no se aseguraba el beneficio de los «capitalistas», lo cual provocaría una nueva reducción de la inversión en construcción y, por tanto, agravaría el déficit de viviendas. Pero además, los más vehementes opositores expresaron el temor a que una legislación que en principio debía durar mientras existiese una situación excepcional, se perpetuara indefinidamente. Las palabras del diputado maurista Alonso de Armiño dan prueba de que existía la sospecha de que tras esta propuesta se caminaba hacia un nuevo marco legal que socavara la libre disposición de la propiedad urbana:

«¿Quién podrá confiar en que detrás de esta ley no vengan otras peores? Yo lo tengo por seguro. Creo que cuando pase el término de su duración el problema de la vivienda se habrá agravado, y entonces, con lamentable error, no se creerá que se ha empeorado por la ley, sino porque la ley no fue bastante radical. […] A esta ley sucederá otra, con más limitaciones, que acrecentará el mal e iremos de mal en peor hasta el día ¡Dios sabe cuándo!, en que se reconozca el error del camino emprendido»[19].

En contraposición, algunos republicanos y los diputados socialistas, defendieron una solución más radical para el problema habitacional. El diputado republicano Barriobero Herrán, propuso dos medidas que iban más allá de lo que la mayoría de los parlamentarios estaban dispuestos a asumir. Su principal medida consistía en declarar la vivienda un artículo de primera necesidad, y por tanto: «todo lo que se haga torcidamente por encarecerlo no deja de ser motivo de lucro ilícito y censurable […] Hay que declarar comercio ilícito el de la vivienda»[20]. Barriobero fue el único diputado que no defendió la construcción de viviendas como solución al problema. Su opinión era la contraria: el derribo de casas antiguas y su sustitución por bloques de viviendas, no hacía sino agravar el problema dado que los nuevos arrendamientos se encarecían por el coste de la nueva construcción. Como ejemplo situaba «el destruir por capricho» que había supuesto la construcción de la Gran Vía de Madrid, en donde se había producido el derribo de antiguas viviendas sustituidas por viviendas de lujo. Su solución residía en que salvo los casos de inminente ruina, los derribos de inmuebles debían quedar en manos de los tribunales de inquilinato. 

Los socialistas mantuvieron una postura ambivalente hacia el proyecto de legislación de los arrendamientos urbanos. Para empezar, si bien habían participado en algunos de los mítines del movimiento de inquilinos, mantenían sus reservas hacia el mismo dado que «los términos en que esta campaña se planteaba no nos ofrecían garantías de que se llegase a resultados satisfactorios»[21]. Los socialistas tampoco compartían el análisis sobre las causas del encarecimiento de los alquileres. Besteiro parecía aceptar el principio del liberalismo según el cual el precio venía determinado por la oferta y la demanda. El problema residía en que estas leyes económicas no eran imparciales, sino que estaban «reguladas por la especulación, están reguladas por la codicia, están reguladas por el ansia de beneficio de los propietarios»[22]. Siguiendo su argumentación, el problema residía en que los grandes municipios como Madrid, se había producido una confabulación entre las autoridades municipales y los caseros, que a partir de la concesión de desgravaciones fiscales en la zona del Ensanche y de un ritmo de construcción muy controlado, habían conseguido un nivel «artificial» tanto de los alquileres como de los solares sin edificar. Los socialistas se mostraban favorables a la adopción de medidas parciales tanto en forma de prórroga de contratos o de tasa de alquileres. El problema para ellos era que la propuesta legislativa no iba a ser eficaz. El dictamen del Parlamento podía ser revisado tanto por el Senado, «una Cámara de privilegiados, donde la representación de la gran propiedad urbana tiene una fuerza extraordinaria»[23], como por el gobierno. Además recelaban de la forma en que se contemplaba la prórroga y la reducción de alquileres dado que no tenía efectos inmediatos, sino que quedaba a merced de la decisión de los tribunales de inquilinato. La solución a largo plazo para los socialistas residía en que las autoridades municipales promovieran la construcción pública de viviendas y que el precio de estos inmuebles sirviese de referencia para el mercado. Esta solución implicaba no sólo la solución de un problema económico, sino también que la residencia y la sociabilidad se abordaran desde una perspectiva de clase. La defensa que hacían algunos diputados liberales de un urbanismo que favoreciera la confraternización entre inquilinos de todas las clases, era rechazada bajo el argumento de que no era sino «poesía clásica».

La nueva legislación de arrendamientos

A partir del dictamen parlamentario, el ministro Bugallal aprobó un decreto que si bien mantenía el espíritu de protección del inquilino, moderaba el alcance de las demandas aprobadas en el Congreso[24]. La nueva legislación recogió las propuestas fundamentales: la prórroga obligatoria de los contratos y la limitación de la subida de los alquileres con respeto a los niveles existentes en 1914. Sin embargo, la efectividad de ambas medidas fue reducida con respecto al proyecto de los diputados. En el caso de la prórroga de contratos, se introdujeron dos clausulas que concedían un mayor margen de acción a los propietarios. La principal ventaja que éstos obtuvieron fue la capacidad de promover el desahucio si demostraban que requerían la vivienda o el local para sí o sus familiares directos. Esta medida, que explícitamente había sido rechazada por los promotores del proyecto en el Congreso, debió ser utilizada de forma recurrente dada la posibilidad de llegar a una solución ventajosa en los tribunales, si bien difícilmente suponía una salida a largo plazo. La otra ventaja que incluyó el decreto Bugallal, fue el hecho de que el subarriendo no estuviese autorizado salvo que hubiese permiso por escrito del propietario. La existencia de esta medida sorprende en tanto que había estado totalmente ausente de la discusión en el Congreso. Puede pensarse que se introdujo como un medio para que los propietarios pudieran obtener un mayor margen a través de intermediarios suyos, que si bien estaban sujetos al alquiler tasado, podían posteriormente alquilar habitaciones a precios libres. 

La congelación y revisión de alquileres también fue menos radical de lo que en el Congreso se había propuesto. En principio, los alquileres además de quedar congelados, sólo podían aumentarse en un porcentaje de entre un diez y veinte por cien sobre el nivel de 1914. El problema de este procedimiento es que recaía en el inquilino la obligación de probar que había habido una subida excesiva con respecto a los precios de 1914, por lo que resulta difícil creer que los alquileres se ajustaran al precio oficialmente tasado. La congelación de las rentas sí parece que tuvo un impacto inmediato, y en adelante, a los propietarios sólo les quedó trasladar al inquilino gastos ajenos a su gestión como el coste de obras de mejora, el aumento de la presión fiscal o el incremento del coste de los suministros (electricidad, calefacción, etc.) 

Prórrogas y reformas: factores instituciones y políticos

El decreto de Bugallal en principio debía haber estado vigente durante un año y medio, hasta diciembre de 1922. El decreto había conseguido paliar el problema de la vivienda, pero el gobierno no tenía ninguna garantía de que si dejaba que venciera la normativa, no iba a producirse un desahucio masivo de inquilinos acompañado de una nueva subida de los alquileres. En ese sentido, la nueva legislación de inquilinato es un claro ejemplo de una política de dependencia de la trayectoria (path dependence). Si bien existen distintas definiciones de este concepto, por mi parte resaltaría dos principios asociados al mismo[25]. Por una parte, la dependencia de la trayectoria parte de la premisa de que no existe una única vía en el desarrollo de procesos económicos y sociales. Pequeños acontecimientos, que vistos desde una perspectiva macro podrían parecer anecdóticos, pueden tener una profunda repercusión en el desarrollo a largo plazo de procesos económicos y sociales en tanto que limitan el margen de las opciones de los sujetos. El impacto de un acontecimiento puede ser determinante principalmente porque la opción de intentar revertir los cambios introducidos tiene un creciente coste para los sujetos implicados[26].  La nueva legislación de arrendamientos urbanos ilustra claramente este extremo. La congelación de las rentas y la prórroga de los contratos eran medidas que no podían ser derogadas si no era a costa de una profunda conmoción social que los gobiernos no estaban dispuestos a asumir. Sólo así se entiende que en lo sucesivo, los futuros gobiernos se encontraron en un dilema similar, por lo que se generalizó la práctica de extender por uno o dos años la legislación, concediendo mayor fuerza a unas normas que en principio debían mantenerse solamente mientras durasen unas circunstancias excepcionales. Más allá de respetar el marco fundamental de protección de los inquilinos, los sucesivos regímenes políticos introdujeron pequeñas modificaciones que pudieron beneficiar tanto a propietarios como a inquilinos. Un repaso de estos cambios permite comprender mejor la solución definitiva que se estableció en la ley de 1946.

En 1923, recién formado el Directorio Militar de Primo de Rivera, se encontró con un conflicto latente entre propietarios e inquilinos, y optó por prorrogar el marco básico de la legislación[27]. Años después el propio dictador reconocía que en esta disyuntiva, la prórroga era preferible frente a la posibilidad de volver al régimen de libertad en tanto que: «Se ha establecido un poquito de odio entre los inquilinos y los propietarios, y para prevenir que si se levanta la mano en esta Ley y se deja libre la contratación, fuera esta la ocasión elegida por los que fomentaran alguna pasión de venganza en su pecho para llegar de una vez por toda con esa libertad a la realización de todas las persecuciones que habían soñado en los días de encono»[28].

Sin embargo, la dictadura sí introdujo una serie de cambios que apuntaban a la voluntad de normalizar y mejorar la situación para los propietarios, pero sobre todo a la necesidad de aumentar la inversión residencial como parte de la modernización autoritaria del país[29]. En este sentido, además del fomento a la construcción de casas baratas que más adelante comentaré, existió el propósito de crear un marco más favorable para la inversión privada en nuevas construcciones. El Directorio Militar fijó una nueva clasificación en los inmuebles por la que en adelante, los edificios que no hubiesen sido ocupados antes de 1924 estaban exentos de la legislación especial, y por tanto el precio y los términos del contrato quedaban sujetos a lo dispuesto en el Código Civil[30]. Los edificios ya ocupados, que eran la inmensa mayoría, continuaron bajo las normas de protección a los inquilinos, si bien en un decreto posterior se autorizó una subida de un diez por cien en el alquiler de los contratos de arrendamientos que llevasen cinco años en vigor. En la práctica, la medida pudo ser aplicada en dos ocasiones (1925 y 1930), por lo que, teóricamente, los alquileres de renta antigua subieron un 21 por cien con respecto al nivel de 1920. Por último, la dictadura fue avanzando la posibilidad de que los inmuebles de mayor renta quedaran fuera de la legislación de arrendamientos, declarando libres los nuevos alquileres que no fuesen prórrogas y cuya renta superase las 500 pesetas al mes[31].

La política en materia de arrendamientos urbanos de la República se dirigió en un sentido opuesto, es decir en el de aumentar la protección de los inquilinos. Para empezar, el nuevo régimen optó por imponer una prórroga por tiempo indefinido hasta que se aprobara una ley que sirviera de marco definitivo para los arrendamientos urbanos[32]. Sin embargo, más allá de este propósito nunca llegó a presentarse un proyecto de ley, y la cuestión de los alquileres estuvo ausente en el debate político. La acción de la República se limitó a la introducción de una serie de cambios menores, principalmente el hecho de no autorizar nuevas subidas de los alquileres de los edificios de renta antigua, así como ampliar el proceso de revisión de los contratos con condiciones abusivas[33].

El estallido de la Guerra Civil supuso una convulsión en la economía española que afectó también al mercado de alquiler de fincas urbanas. Además de las consecuencias inmediatas del conflicto tales como la destrucción e incautación de inmuebles por las fuerzas de ambos bandos, el mercado de alquiler tuvo la particularidad de que estuvo regulado por una serie de medidas extraordinarias que buscaban asegurar la base social de las fuerzas en conflicto mediante la reducción de los alquileres de los inquilinos. Al poco de producirse el pronunciamiento militar, el gobierno de la República estableció una rebaja de hasta un 35 por cien en el alquiler de todos los inmuebles, haciendo omisión de la diferencia entre inmuebles de renta antigua y renta nueva[34].  Si a ello añadimos la prohibición al desahucio por impago, aun si mediaba sentencia de los tribunales, y la huida de los propietarios y administradores ante el temor de la violencia revolucionaria, puede dudarse que el pago de rentas fuese efectivo durante aquellos años. En el bando rebelde la legislación establecida por las nuevas autoridades apuntaba en el mismo sentido. Se establecieron exenciones totales o parciales del pago de la renta para diversos colectivos como combatientes, viudas y huérfanos, obreros en paro, o aquellos que hubiesen sufrido alguna forma de robo o violencia[35]. Además, las autoridades contemplaron que tanto los inquilinos damnificados, como aquellos que no tenían derecho a exención, pudiesen pagar las rentas atrasadas a costa de tener un recargo del 25 por cien sobre los alquileres futuros. Por último, dado que las exenciones del pago de la renta podían concentrarse en un reducido grupo de propietarios, las nuevas autoridades contemplaron que su coste debía repartirse entre todos los propietarios urbanos de la provincia a través de un prorrateo establecido por las Cámaras de la Propiedad. El carácter de estas medidas se endureció sensiblemente con los inquilinos de las zonas que habían permanecido bajo control de la República, principalmente las ciudades de Madrid, Valencia y Barcelona[36]. A favor de los inquilinos de estas ciudades quedó el reconocimiento como válidos de los pagos realizados en dinero ilegítimo, es decir, con pesetas republicanas.

Más allá de estas leyes excepcionales, el régimen franquista consolidó el marco legislativo anterior a la guerra, introduciendo tres novedades significativas[37]. En primer lugar, las nuevas autoridades determinaron que en adelante la legislación daría un tratamiento distinto a las viviendas con respecto a los locales destinados a usos comerciales. En segundo lugar, se estableció una nueva delimitación entre las viviendas protegidas y las declaradas libres. Si con Primo de Rivera se había fijado que los inmuebles ocupados por primera vez desde 1924 quedaban exentos de la legislación especial, el nuevo régimen estableció que en adelante se considerarían exentas las habitadas por primera vez desde 1942. La consecuencia inmediata fue que muchos de los propietarios de edificios de renta libre se encontraron sujetos a la legislación especial de inquilinato. El tercer cambio operado por el franquismo fue el más adverso para los propietarios, al imponer una devaluación del valor real de la renta de los edificios de renta antigua. La dictadura franquista, a diferencia de la de Primo de Rivera, no autorizó ninguna subida de renta ni durante la guerra ni en los años posteriores, por lo que la enorme inflación del periodo redujo notablemente el valor efectivo de unos alquileres que no habían subido desde 1930[38]. El sentido de esta política quedó definitivamente asentado en 1946 a partir de una ley que recogía las normas sobre arrendamientos urbanos que se habían dictado hasta el momento[39]. A partir de dicha ley se estableció un cuerpo común de normas que daba solución a múltiples aspectos que hasta el momento habían quedado a expensas de los tribunales: límites al subarriendo, derechos de los familiares a la prórroga del contrato, derecho de tanteo de los inquilinos en las operaciones de compraventa, desahucio para la construcción de nuevas viviendas, etc. Los principios básicos de las leyes de inquilinato anteriores como la división entre edificios nuevos, declarados libres, y edificios antiguos, sometidos a la prórroga de los contratos y la supervisión del alquiler por parte del poder público, permanecieron en vigor. De esta manera, el principio de mantener un mercado de alquiler de vivienda intervenido por los poderes públicos se convirtió en una piedra angular del franquismo. En adelante, las autoridades simplemente fueron estableciendo una nueva delimitación entre viviendas de renta antigua y viviendas libres a la par que se introducían mecanismos para la revisión de la rentas cada cinco años[40]. Las leyes posteriores[41], sancionaron esta política de protección de los inquilinos de los edificios de renta antigua, determinando así la perpetuación de este modelo hasta el decreto Boyer de 1985. 

Consecuencias a largo plazo

El decreto de arrendamientos urbanos de 1920 supuso un hito en la historia del mercado inmobiliario español. Además de alterar las pautas de inversión residencial y los mecanismos que regían el alquiler de inmuebles, la legislación sirvió de catalizador de dos procesos sociales de larga duración: el ocaso del rentismo urbano y la generalización de la propiedad de la vivienda.

El ocaso del rentismo urbano

La relación entre las normas sobre arrendamientos urbanos y el debilitamiento de la posición de los propietarios urbanos resulta evidente. En términos económicos la nueva legislación sobre arrendamientos impuso a largo plazo una disminución en términos reales de la renta urbana. Las series que contamos sobre los precios de alquiler no son un indicador perfecto en tanto que han sido elaboradas a partir de agregados globales que no diferencian entre edificios de renta antigua y renta nueva, y tampoco toman en consideración el aumento en el stock de viviendas[42]. Aún así, partiendo de 1920, año de promulgación del primer decreto de inquilinato, la figura 1 indica que hasta la Guerra Civil, los alquileres tendieron a crecer a un nivel superior al de la inflación, un hecho que concuerda con una subida teórica de un 21 por cien de los alquileres de renta antigua y un creciente mercado libre de viviendas nuevas. En cambio, fue durante la Guerra Civil y la década de 1940 cuando los propietarios urbanos sufrieron intensamente la congelación nominal de las rentas en un entorno de elevada inflación.

 

 

El problema fundamental reside en cómo interpretar la congelación de rentas dentro de un marco general de contrarrevolución social. Si la década de 1940 se caracterizó por un retroceso en las condiciones materiales y en los derechos sociales de los trabajadores a favor de los empresarios y terratenientes[43], ¿por qué no se aplicó una política similar a favor de los propietarios urbanos? En mi opinión, el hecho de sacrificar estos intereses se explica por varias razones. Por una parte, adoptar estas medidas suponía una cierta concesión a la política social defendida por Falange, que claramente se manifestaba contraria a los intereses del rentismo[44]. Pero además, la congelación de los arrendamientos urbanos permitía también al régimen contentar a comerciantes, industriales e inquilinos, en un intento de asegurarse una base social más amplia. El único obstáculo a esta política era la resistencia que pudiesen sostener los propietarios, pero éstos demostraron estar en una situación de franca debilidad. La mejor prueba de esta situación reside en la evolución de las Cámaras de la Propiedad Urbana. Mientras que en el siglo XIX las asociaciones de propietarios urbanos articularon una eficaz defensa de sus intereses[45], al finalizar la Guerra Civil las Cámaras apenas daban muestras de vitalidad y no pudieron oponerse a la política de congelación de rentas. Para asegurarse que en un futuro no hubiese oposición, el franquismo promovió un cambio en su naturaleza. En adelante el Estado asumió un control prácticamente absoluto en el nombramiento de sus juntas de gobierno[46], negando la posibilidad de que los propietarios tuviesen una organización independiente que asegurara sus intereses.

Por último es importante señalar que las medidas contra los propietarios urbanos no fueron un hecho aislado, sino que fue acorde con la solución adoptada en la agricultura. Si bien es un asunto que trasciende a este artículo, conviene apuntar que en este sector, la redefinición de las normas sobre arrendamientos rústicos implicó también una desvalorización de la renta de la tierra que perjudicaba a los propietarios absentistas, siendo uno de los factores que incidieron en una amplia transformación del medio rural durante los años de posguerra[47]. Sin embargo, en este sector las medidas fueron menos drásticas, principalmente porque dejaban abierta la puerta a una transformación hacia la explotación directa que podía beneficiar a los anteriores propietarios absentistas. En cambio, en la propiedad urbana no había margen para esta salida pues no existía un equivalente de la opción por la explotación directa, mientras que la venta a un tercero debía hacer frente al problema de que el inquilino gozaba de unos derechos independientemente de quien fuera el propietario. En conclusión, la política del franquismo conllevaba acabar con toda una clase de propietarios rentistas que a lo largo de las décadas siguientes optaron por ir progresivamente vendiendo sus inmuebles a medida que se desarrollaba el régimen de propiedad horizontal.

La generalización de la propiedad urbana

La otra consecuencia a largo plazo fue la progresiva generalización de la propiedad de la vivienda entre las familias españolas. El motor de este proceso residió en los esfuerzos por parte de los gobiernos en promover la inversión residencial ante la progresiva desaparición de los agentes económicos que hasta entonces habían hegemonizado este sector. En líneas generales la política del Estado en este campo puede dividirse en dos etapas. En la época anterior a la Guerra Civil, la clase política careció de un proyecto definido para resolver el problema de la vivienda, por lo que a la vez que se buscaban medios para que subsistiera la inversión por parte de los propietarios rentistas, se promovió la construcción de casas baratas. Así, no es casualidad que en las dos ocasiones en que se produjo un cambio significativo en la legislación de arrendamientos urbanos, se aprobaron al poco tiempo sendas leyes que buscaban promocionar la construcción de casas baratas[48]. Sin embargo, la nueva legislación sobre casas baratas tuvo un alcance bastante limitado, pues realmente sólo la ley de 1924 proporcionó las bases para un crecimiento notable en la construcción de viviendas[49]

Posteriormente, el régimen franquista optó por una nueva política de vivienda. Las medidas adoptadas sobre los arrendamientos urbanos apuntaban a que los poderes públicos no iban a incentivar el mercado de alquiler, y en su lugar iban a promover una nueva política que favoreciera el acceso a la propiedad de la vivienda por parte de los particulares. La acción del Estado durante esos años se concentró en dos ejes fundamentales. Por una parte se concedieron importantes beneficios al capital privado, favoreciendo la profesionalización del sector y el surgimiento de grandes empresas constructoras e inmobiliarias dedicadas en exclusiva a la venta de viviendas a los particulares[50]. El listado de ayudas concedidas lo confirma claramente: creación del Instituto Nacional de Vivienda, auge de la construcción promovida por las autoridades públicas (Obra Sindical del Hogar, patronatos de viviendas de los ministerios), subvención a las viviendas bonificables, exenciones fiscales y créditos subvencionados.

Como han apuntado otros autores, no hay duda de la apuesta del franquismo por favorecer la vivienda en propiedad[51]. Por mi parte, resaltaría únicamente, que al igual que con la congelación de los alquileres, esta opción no puede desligarse de su política social, principalmente del hecho de que las autoridades consideraban que la creación de una masa de propietarios suponía un baluarte de estabilidad frente al modelo tradicional de la sociedad liberal, caracterizado por generar una enorme masa de desposeídos[52]. Posiblemente uno de los mejores exponentes de esta línea de pensamiento fuese José Luis de Arrese, que fue el primer titular del ministerio de la Vivienda, creado en 1957. La política propugnada por Arrese giraba en torno a un proyecto más amplio que buscaba encuadrar a los españoles en el marco de la familia, el hogar y la patria[53]. Su opinión no podía ser más clara:

«No queremos, porque es un mal, aunque a veces tengamos que admitirlo como mal necesario, que la construcción se oriente al sistema vulgar de arrendamiento o al sistema de acceso a la propiedad cuando el acceso es tan largo en el tiempo que destruye la esperanza. […] la única [fórmula] que de verdad sujeta al hombre sobre la tierra que pisa, la única que de verdad responde al sentido permanente de nuestra revolución, es la fórmula estable de la propiedad privada, donde se hace posible esa meta lógica y humana […] de alcanzar que la vivienda sea del que la vive. […] no queremos una España de proletarios, sino una España de propietarios»[54].

Esta política propició la mayor transformación del mercado inmobiliario en España desde la desamortización a mediados del siglo XIX. Como muestra el cuadro 1, el porcentaje de familias que contaban con su vivienda en propiedad comenzó a aumentar, especialmente en las grandes ciudades.

 

Cuadro 1. Viviendas ocupadas por su propietario en España, Madrid y Barcelona (1950-2001)

Año

España

Madrid

Barcelona

1950

45,9%

6,4%

5,1%

1960

51,9%

27,5%

11,2%

1970

57,1%

49,7%

31,1%

1981

74,9%

67,9%

49,8%

1991

78,4%

69,9%

59,8%

2001

82,2%

78,6%

68,2%

Fuentes: (INE 1953, INE 1962, INE 1976, INE 1986, INE 1995, INE 2001)

 

Si en 1950 la propiedad de la vivienda en las grandes ciudades estaba restringida a los sectores más acomodados de la sociedad, a la altura de 1980 resultaba un hecho generalizado entre amplias capas de la sociedad española[55]. Además, el resultado de estas políticas, la protección del derecho de los inquilinos y la promoción de la propiedad de la vivienda, consolidó una dualidad dentro del mercado inmobiliario que a menudo ha pasado desapercibida entre los estudios académicos. Los cuadros 2 y 3, que muestra la situación en Madrid y Barcelona a la altura de 1970, lo ejemplifica claramente, mostrando una fuerte diferenciación en los inmuebles en función del año de construcción y el tipo de propietario. En los edificios anteriores a la década de 1950 era común que el propietario fuese una o varias personas físicas que optaban por arrendarlo, mientras que los de época posterior tenían un mayor peso las comunidades de vecinos, en la que generalmente éstos eran propietarios de su vivienda.

 

Cuadro 2. Edificios destinados a vivienda según año de construcción y tipo de propietario. Madrid ciudad (1970)

Tipo de propietario

Año construcción

< 1900

1900 - 1940

1941-1950

1951-1960

1961-1970

Instituciones públicas o semipúblicas

3%

3%

16%

21%

13%

Comunidades de vecinos

20%

14%

11%

23%

62%

Sociedades

5%

2%

3%

2%

3%

Individuos

72%

80%

70%

53%

22%

Total

100%

100%

100%

100%

100%

Fuente: (INE 1976)

 

 

 

 

 

 

Cuadro 3. Edificios destinados a vivienda según año de construcción y tipo de propietario. Barcelona ciudad (1970)

Tipo de propietario

Año construcción

< 1900

1900 – 1940

1941-1950

1951-1960

1961-1970

Instituciones públicas o semipúblicas

3%

11%

9%

9%

7%

Comunidades de vecinos

8%

7%

8%

20%

48%

Sociedades

3%

3%

4%

6%

7%

Individuos

86%

79%

79%

65%

38%

Total

100%

100%

100%

100%

100%

Fuente: (INE 1976)

 

 

 

 

 

 

Mantener esta dualidad de hecho suponía un cierto éxito de la política social del franquismo. Por una parte se mantenía a un sector de la población, generalmente personas de mayor edad, en viviendas construidas en la época anterior a la Guerra Civil y bajo alquileres tasados. Por otra parte la compra de vivienda durante los años de boom de la década de 1960 supuso una inversión bastante rentable para amplias capas de la sociedad dada la existencia de una inflación endémica. Naturalmente no quisiera trasladar una visión optimista de la política de vivienda del franquismo. Las malas condiciones de los inmuebles y la ausencia de infraestructuras en los barrios fueron problemas endémicos de las nuevas construcciones, como demuestra la oposición en el tardofranquismo de las asociaciones de vecinos. Sin embargo no puede pasarse por alto el hecho de que la promoción de la propiedad de la vivienda, una de las principales apuestas del régimen franquista, haya continuado siendo uno de los ejes que han vertebrado la política de vivienda de los gobiernos democráticos que desde entonces se han sucedido.

Conclusiones

Durante la primera mitad del siglo XX, especialmente en el periodo que media entre la I Guerra Mundial y el final de la Guerra Civil, se produjo un cambio fundamental en el mercado de alquiler. Las fuerzas que impulsaron este cambio en España fueron dos. Como elemento de partida, la inflación y la reducción de la inversión residencial agravaron el problema habitacional. Sin embargo, el factor decisivo residió en la generalización entre la opinión pública y la clase política de las críticas al rentismo urbano, que crearon un consenso a favor de la intervención de las autoridades públicas para proteger los intereses de inquilinos y comerciantes por encima de los mecanismos del mercado. La legislación aprobada en 1920, al imponer una prórroga de los contratos y la congelación de las rentas, supuso un hito fundamental en este proceso dado que eran medidas difícilmente reversibles debido al coste político que implicaba haber intentado volver al marco anterior. Los sucesivos regímenes políticos simplemente se limitaron a incentivar la inversión residencial como forma de establecer un arreglo temporal. La solución definitiva vino a partir de la consolidación del régimen franquista que impuso un marco que sancionaba los principios preexistentes – prórroga de los contratos y congelación de los alquileres – unido a una clara apuesta por el acceso a la propiedad de la vivienda de los particulares. Con ello terminaba una época del mercado inmobiliario, propiciando, a la larga, la definitiva desaparición del rentismo urbano y la generalización de la propiedad urbana entre las familias españolas.

No es exagerado afirmar que esta transformación configuró un mercado inmobiliario que se diferenciaba sustancialmente del existente en el resto de países europeos. En éstos si bien hubo diversos mecanismos de intervención y también aumentó la proporción de viviendas en propiedad, el mercado de alquiler continuó operando de forma dinámica. Las diferencias entre países europeos radicaban esencialmente en el peso que asumía en este mercado la iniciativa privada o el alquiler social bajo la protección del sistema público[56]. En cambio, en España se consolidó un caso extremo de un modelo de ocupación de la vivienda por parte del propietario, como prueba no sólo el hecho de contar con las tasas más altas de vivienda en propiedad, sino también porque las otras opciones han estado ausentes durante la segunda mitad del siglo XX: el mercado privado de alquiler fue paulatinamente desplazado a los márgenes del sistema, y la alternativa del alquiler social ni siquiera llegó a ser contemplada como una opción viable[57]. Ello sin duda influyó en otro elemento diferenciador, como es la importancia que adquirió el sector de la construcción en la estructura económica del país[58].   

Como he explicado, sería imposible comprender la construcción de este tipo de mercado inmobiliario sin entender las motivaciones que guiaron en cada momento a la clase política. Al plantearse el problema en origen, por supuesto que no existió una hoja de ruta que guiará la acción de los legisladores, sino que éstos fueron combinando distintas medidas para solucionar viejos y nuevos problemas. Incluso durante el franquismo, no sería hasta mediados de la década de 1950 cuando se estableció un modelo acabado entre las autoridades. Desde entonces, los beneficios aparentemente ligados al mismo, junto con la creación y fortalecimiento de una serie de agentes e intereses (grandes empresas constructoras e inmobiliarias), han permitido que se mantenga este modelo hasta la crisis actual[59].      

Notas

[1] Agradezco a los profesores Juan Pan-Montojo y Juan Pro las observaciones que hicieron a un primer borrador de este texto. Una versión abreviada fue presentada en el seminario de historia contemporánea del departamento de la Universidad Autónoma de Madrid, a cuyos asistentes también debo una serie de sugerencias. Naturalmente los errores son exclusivamente míos.

[2] Pooley 1992.

[3] Balchin 1996.

[4] Mas 1986.

[5] Rodríguez Chumillas 2002a; Tatjer Mir 1988.

[6] Mas 1996, p. 252-253.

[7] Gómez Mendoza 1986; Brandis 1983, p. 146-148.

[8] Asociación de Vecinos de Madrid 1919, p. 5.

[9] Asociación de Vecinos de Madrid 1919, p. 15.

[10] Las particularidades de cada país son analizadas en la obra colectiva de Pooley 1992.

[11] Capellán 2002.

[12] DSC (Diario de Sesiones del Congreso), núm. 99, 31 de marzo de 1920, p. 5604.

[13] DSC, apéndice 3 al núm. 21, 31 de julio de 1919, p. 1.

[14] DSC, núm. 104, 13 de abril de 1920, p. 5910.

[15] DSC, núm. 106, 15 de abril de 1920, p. 5997-5998.

[16] DSC, núm. 107, 16 de abril de 1920, p. 6023.

[17] Daunton 1987, p. 74.

[18] Malefakis 1971, p. 490-499.

[19] DSC, núm. 105, 14 de abril de 1920, p. 5959.

[20] DSC, núm. 104, 13 de abril de 1920, p. 5922.

[21] DSC, núm. 105, 14 de abril de 1920, p. 5943.

[22] DSC, núm. 105, 14 de abril de 1920, p. 5944.

[23] DSC, núm. 105, 14 de abril de 1920, p. 5949.

[24] R.D. de 21 de junio de 1920.

[25] La definición clásica en David 1985.

[26] Pierson 2000.

[27] R.D de 13 de diciembre de 1923 y R.D. de 17 de diciembre de 1923.

[28] Asamblea Nacional, núm. 7, 28 de noviembre de 1927, p. 207.

[29] González Calleja 2005.

[30] R.D. de 13 de diciembre de 1923. Sorprende que los historiadores que han señalado el boom de la inversión residencial durante estos años, por ejemplo Carreras y Tafunell 2003, p. 247, no hayan buscado ninguna relación con el cambio en la normativa de arrendamientos urbanos.

[31] R.D. de 17 de diciembre de 1924.

[32] Decreto de 29 de diciembre de 1931.

[33] Artículo 7º del Decreto de 29 de diciembre de 1931 y Decreto de 11 de marzo de 1932.

[34] Decreto de 25 de julio de 1936.

[35] Decreto-Ley de 28 de mayo de 1937.

[36] Ley de 9 de junio de 1939.

[37] Ley de 7 de mayo de 1942.

[38] Ofrezco un cálculo aproximado de la desvalorización de la renta urbana en el siguiente apartado.

[39] Ley de 31 de diciembre de 1946.

[40] Ley de arrendamientos urbanos de 22 de diciembre de 1955.

[41] Decreto de 13 de abril de 1956.

[42] La serie del gráfico I ha sido elaborado a partir de dos fuentes distintas. Los datos del periodo previo a la guerra corresponden a Maluquer de Motes 2007, y los de época posterior a Ojeda 1988.

[43] Casanova 1992.

[44] Además, en el caso del urbanismo y de la vivienda social, Falange contaba con un programa que divergía sustancialmente del propugnado por otros sectores conservadores del régimen.  López Díaz 2003.

[45] Rodríguez Chumillas 2002b.

[46] La Ley de 30 de mayo de 1941 no dejaba lugar a equívoco. En su preámbulo señalaba la necesidad de “ajustar mejor el encuadramiento en el Nuevo Estado, suprimiendo de su organización todas aquellas normas electorales y democráticas que pugnaban con las ideas de autoridad, unidad de mando y responsabilidad”.

[47] Pan-Montojo 2008

[48] Así, el decreto de arrendamientos urbanos de 1920 fue seguido de la ley de casas baratas de 1921. Posteriormente, durante la dictadura de Primo de Rivera, el decreto de arrendamientos de 1923, fue seguido en 1924 de una nueva ley de casas baratas.

[49] Tatjer Mir 2005.

[50] Llordén 2003. La lógica del negocio inmobiliario y la preferencia por la venta es expuesta por Capel 1983, especialmente en p. 120-121 y 132.

[51] Para una visión reciente Naredo 2011.

[52] El hecho de promover la propiedad de la vivienda como parte de la política social no fue un hecho exclusivo del franquismo. Un ejemplo similar puede encontrarse en la Argentina de Perón durante esos mismos años, Aboy 2003.

[53] Maestrojuán 1997.

[54] Arrese 1959, p. 1298-1299.

[55] Leal 2008.

[56] Balchin 1996.

[57] Trilla 2001, especialmente p. 57.

[58] Capel 1983, p. 125-127.

[59] Naredo 2011.

 

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[Edición electrónica del texto realizada por Miriam Hermi Zaar]

 

Ficha bibliográfica:

ARTOLA BLANCO, Miguel. La transformación del mercado de alquiler de fincas urbanas en España (1920 – 1960). Biblio 3W. Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 15 de agosto de 2012, Vol. XVII, nº 988. <http://www.ub.es/geocrit/b3w-988.htm>. [ISSN 1138-9796].



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