Coloquio sobre "El desarrollo urbano de Montréal y Barcelona en la época contemporánea: estudio comparativo"

Pedro Fraile

Universidad de Lérida

(Este documento no puede ser reproducido sin la autorización del autor)

 

LA CARCEL Y LA CIUDAD: MONTREAL Y BARCELONA

 

Sin duda son muchos los elementos que nos hablan del carácter de una ciudad, de quiénes la habitan y de cuáles son las tensiones fundamentales que se desarrollan en su seno y se manifiestan en su morfología. Pero las cárceles, probablemente, tienen un valor especial a la hora de intentar adentrarse en su idiosincrasia y conocer sus contradicciones profundas, a pesar de lo cual con frecuencia se soslayan en multitud de estudios urbanos.

La voluntad, en estas páginas, es comparar dos establecimientos penitenciarios que han estado estrechamente vinculados a la historia de la ciudad y del medio social en que nacieron, a pesar de que en ambos casos se pretendió que su nexo con Barcelona o Montréal fuese menor, y más mediatizado, de lo que finalmente fue.

La cárcel Modelo de Barcelona y la Prison du Pied du Courant de Montréal fueron concebidas con morfologías emparentadas y elocuentes y se colocaron originalmente a una prudencial distancia del núcleo densamente habitado y las dos llegaron a tiempos recientes siendo algo bien distinto de lo que se había querido inicialmente.

En este trabajo se intenta, sustancialmente, abordar tres aspectos. En primer lugar, habría que explicar la transformación del pensamiento penitenciario, desde el siglo XVIII, obvia consecuencia de los cambios políticos, sociales y económicos que entonces conmovían el mundo. Tales mutaciones tuvieron repercusiones sobre la consideración de la cárcel como castigo y, lógicamente, sobre su estructura, morfología, relación con el medio circundante etc.

A continuación nos detendremos, aunque sea someramente, en la "querelle des prisons" y en la aparición de la cárcel de Pied du Courant en Montréal, que resultará del mayor interés, en la medida en que fue excepcional en relación al ambiente carcelario en que nació. Y, precisamente esta excepcionalidad, subraya su parentesco con el establecimiento de Barcelona y con otros que podrían haber servido de inspiración para ambos.

Finalmente nos ocuparemos de la Cárcel Modelo de Barcelona. Enmarcaremos su aparición en la dinámica de la reforma penitenciaria que se puso en marcha durante el ochocientos en España y de la que, en cierto sentido, resultaba la culminación.

Por eso, éste también es un centro atípico en su contexto, pero ese es el argumento que se trata de desgranar en las páginas venideras.

El discurso penitenciario y el sistema carcelario

Es evidente que a comienzos del siglo XVIII las diferencias entre Europa y América, bien fuese del Norte o del Sur, eran muy importantes en multitud de terrenos y tratar de establecer cualquier comparación, por simplista que fuese, desbordaría ampliamente los límites de este trabajo.

Ahora bien, también habría que reconocer que existían algunas coincidencias dignas de consideración, por ejemplo en sus aparatos punitivos, represivos o de control social.

Ciertamente, estamos ante sistemas diferentes, pero las bases sobre las que se sustentaban estaban bastante próximas. En general, el castigo legal era considerado, fundamentalmente, como un instrumento exclusivamente represivo, destinado, además, a disuadir a los espectadores de cualquier posible contravención de las normas.

Por eso la mayoría de las penas eran físicas y se ejecutaban públicamente. Un número muy alto de delitos estaba castigado con la muerte. La voluntad de amedrentar a los congregados hizo que abundasen las torturas, muchas de ellas cargadas de un contenido simbólico, y que el castigo se ensañase a menudo con el cuerpo sin vida del reo, extendiendo sus cenizas por los caminos o dejándolo expuesto hasta su descomposición.

El castigo se concebía como la justa venganza de la colectividad, o del Soberano, y el suplicio anticipaba los sufrimientos del Purgatorio, lo que justificaba el uso de la tortura para arrancar la confesión del malhechor renuente. A menudo se entremezclaban las ideas de delito y de pecado, tanto en el discurso de los juristas como en los sistemas legales.

Obviamente, desde esta perspectiva, la prisión ocupaba una posición relativamente marginal en la práctica penitenciaria de aquel momento. Fundamentalmente servía para guardar a los reos a la espera del juicio o de la pena, que la mayoría de las veces sería pública.

Como consecuencia apenas existía una reflexión sobre la arquitectura penitenciaria o sobre el emplazamiento de los establecimientos. Era frecuente reutilizar edificios construidos con otras finalidades como casernas militares o conventos religiosos, a los que se les pedía altos y gruesos muros para evitar las fugas y soportar un uso tan duro como el que se les asignaba.

Dentro de ellos los confinados pasaban la mayoría del tiempo en salas en las que se entremezclaban jóvenes y adultos, gente que esperaba su primer juicio con delincuentes consumados. De ahí la denominación de Universidad del crimen.

Lógicamente, el mapa penitenciario o el vínculo de las cárceles con las ciudades eran asuntos que requerían poca meditación, en la medida en que estaban bastante determinados por la disponibilidad de edificios en un lugar u otro.

No habría que concluir de aquí que no se construían cárceles destinadas desde sus orígenes a este fin, ni que su ubicación fuese arbitraria. En estas líneas nos hemos referido a una práctica habitual, y no exclusiva, para realzar las diferencias con el panorama que se empezaba a perfilar en los años siguientes.

Sería una labor muy compleja tratar de sistematizar en pocas páginas la multitud de obras, normativas o realizaciones prácticas que fueron cambiando el panorama penitenciario o el marco legal a lo largo del siglo XVIII y que, además, se inscribían en el discurso político que estaba adquiriendo cuerpo como consecuencia de las transformaciones económicas y sociales que caracterizaron aquella centuria.

Aun a riesgo de simplificar, se deberían mencionar aquí dos líneas de pensamiento, estrechamente relacionadas, que tuvieron una amplia repercusión en el terreno que nos ocupa. Por un lado estaría la propia reflexión, de carácter global, de la Ilustración y, por otro, el discurso más especializado de los reformadores en el ámbito penal, hombres como Bentham o Howard por citar dos ejemplos.

Entre los primeros, habría que señalar en Europa a autores como Montesquieu, Rousseau, Beccaria o Lardizábal. A pesar de las diferencias que les separaban, todos ellos coincidían en reformular el derecho a castigar como algo que se derivaba de la necesidad de los hombres de vivir en comunidad. Dicha exigencia levaría a cada uno a renunciar a una pequña parte de la libertad ilimitada que hubiese tenido de abstenerse de la compañía de los otros. Esta entrega, a su vez, le confiere el derecho a exigir a los demás el respeto a unas normas (o convenciones) que se han pactado.

A ello habría que añadirle otra consideración: una gradación en los castigos tendería a disuadir de los delitos más graves. La conjunción de ambas ideas llevó a los pensadores de la Ilustración, y muy especialmente a Montesquieu, a señalar la falta de una auténtica proporcionalidad entre delitos y penas como el error más grave de la estructura punitiva precedente.

Esta idea, tan simple en apariencia, llegó a transformar profundamente los sistemas legales europeos y americanos. Tales cambios venían de la mano de una reformulación de las estrategias de dominación y control social. En el Antiguo Régimen la pena era terrible y pública, pero también irregular en el espacio y en el tiempo. A menudo delitos conocidos no llegaban nunca a castigarse, a la vez que los indultos eran práctica habitual para mostrar la magnanimidad del Soberano.

Desde la nueva óptica, la pena podía ser suave con el cuerpo del culpable, precisamente porque había de ser inexorable. Nada ni nadie debía eludir el imperio de la ley.

El telón de fondo de estos planteamientos era una nueva concepción del poder y de su propia práctica. Estaban quedando atrás la espectacularidad y el boato para dejar paso a una forma de ejercer el poder que cifraba su eficacia, precisamente, en la discreción. Así, lo importante era que nada escapase al control de la autoridad, que había de estar en todaspartes y conocerlo todo. Esta autoridad debía de ser al tiempo ubicua e invisible.

La prisión se convirtió entonces en el centro del aparato punitivo. Por un lado porque la perfecta subdivisibilidad del tiempo permitía lograr una proporcionalidad aritmética entre el delito y el castigo, materializando de ese modo el ideal ilustrado.

Por otra parte, en un mundo en que la producción, el dinamismo económico o la optimización de los recursos se estaban convirtiendo en vertebradores de la actividad humana, la cárcel revestía la cualidad adicional de mantener al reo útil para el trabajo, y de ser capaz de extraer de él un esfuerzo que de otra manera se hubiese perdido.

Pero tenía además otra virtud. Si el encierro, la vigilancia o la soledad eran capaces de doblegar la voluntad del recluso, sin destrozar su cuerpo, se le podría restituir a la sociedad como ejemplo vivo de la eficacia del sistema, desempeñando así ese papel disuasorio que antes le había correspondido al suplicio oficiado en la plaza pública.

Evidentemente, tales cambios se simultanearon con una reflexión teórica sobre la prisión, la función social del castigo o el propio recluso. Una preocupación "científica" despuntaba en torno al encierro y al delincuente. De esta vasta y compleja literatura aquí nos limitaremos a señalar, muy sucintamente, dos casos por la relación que tienen con el asunto que nos ocupa.

En primer lugar habría que mencionar a John Howard, dedicado durante la segunda mitad del siglo XVIII a visitar las más importantes cárceles, penales u hospitales, a raíz de lo cual publicó un informe divulgado por todos los países que entonces se consideraban avanzados, y convertido en uno de los pilares básicos de las reformas penales que progresivamente se fueron acometiendo a lo largo de aquellos años.

Se señalaban ya en su trabajo algunos de los elementos más importantes que posteriormente contribuyeron a configurar los nuevos modelos carcelarios, de los que la Modelo de Barcelona o la cárcel de Pied du Courant de Montréal serán un buen exponente.

Habla de la relevancia de la higiene en los establecimientos penitenciarios, tanto por sus repercusiones sanitarias y prácticas como porque le devuelven al reo una imagen diferente de sí mismo, empezando a actuar así sobre su propia voluntad.

La vigilancia será uno de los factores esenciales en este nuevo encierro. Howard insiste en la importancia de que se realice con discreción pero, al tiempo, nada debe escapar al control o al conocimiento de los guardianes. Esta vigilancia parece encarnar esa idea de poder y autoridad que empezaba a despuntar en el setecientos. Implantar este orden suponía lograr una vida disciplinada, para lo que resultaba imprescindible clasificar a los presos en función de su edad, experiencia delictiva, peligrosidad, etc., llegando en ocasiones al aislamiento.

El otro autor a que hemos hecho referencia es Jeremy Bentham, quien tiene una vasta obra sobre los sistemas legales y penitenciarios de su tiempo, pero desde nuestra perspectiva es especialmente interesante su trabajo sobre la arquitectura penitenciaria escrito a principios del siglo XIX.

Propone un edificio útil tanto para cárcel como para manicomio o fábrica, por ejemplo, pues sería muy ventajoso en cualquier situación en la que unos pocos hombres debiesen vigilar a muchos. Bautizó a tal establecimiento con el nombre de Panopticon, porque en él todo era visible con una sola mirada (Fig. 1).

Se trata de dos edificios concéntricos. El anillo exterior, con cinco o seis pisos de altura, contiene las celdas, cada una de las cuales está abierta al interior y al exterior de la corona de que forma parte. El otro edificio es una torre situada en el centro, con sólo tres alturas y protegida por una celosía que posibilita la vigilancia a la par que impide ver su interior.

Semejante organización espacial resume las ideas sobre el poder y la autoridad que se extendían por el mundo que entonces se consideraba civilizado. Encarna un control discreto pero continuo y sin resquicios, que está en la base de una vida disciplinada. Su objetivo último es lograr que el reo se comporte como si fuese siempre observado, aunque el inspector no esté en la torre porque finalmente es ésta, la torre, quien materializa la vigilancia.

Los sistemas penitenciarios norteamericanos y la cárcel de Pied du Courant de Montréal

Este ambiente intelectual, tanto el creado por la Ilustración como por la reflexión más específica de los reformadores dedicados a las cuestiones penitenciarias, poco a poco fue produciendo experiencias concretas que adquirieron cuerpo en edificios, en regímenes de funcionamiento o en reglamentos, que caracterizaron los nuevos sistemas de detención en América del Norte y en Europa.

En aquella, las experiencias más conocidas y difundidas fueron la de Filadelfia y la de Auburn, que se convirtieron en pautas a seguir a la hora de organizar establecimientos concretos o de abordar reformas globales del aparato penitenciario. Nos detendremos muy brevemente en la explicación de ambas alternativas.

La Walnut Street Prison de Filadelfia se construyó en el siglo XVIII y fue colocada bajo la administración de los cuáqueros. En aquel momento lo más relevante era su régimen interior. Se trataba de un sistema celular en el que los presos estaban encerrados en solitario, dada la dureza de este aislamiento se permitía el trabajo, aunque también en la celda.

En 1821 se convocó un concurso para la elevación de un edificio que se adecuase a este tipo de vida. Fueron seleccionados los planos del arquitecto inglés John Haviland para la construcción de la nueva cárcel, que posteriormente se convirtió en modélica.

Basada en la idea de la inspección central y en múltiples experiencias europeas en ese terreno, proponía un edificio estrellado (Fig. 2), en el que a partir de un bloque central se extendían, a modo de rayos, las diferentes alas en las que, obviamente, funcionaba el sistema celular.

Por otro lado, en 1816, se abrió la prisión de Auburn en el estado de Nueva York, con un régimen algo más suave que el de Filadelfia. Si bien el encierro también era individual, había talleres y grandes salas donde se permitía el trabajo en grupo, aunque se exigía un silencio riguroso pero, al menos, se disfrutaba de la muda compañía de los otros.

Desde el punto de vista arquitectónico las diferencias eran notables (Fig. 3). Varios pisos de hileras de celdas opuestas por su parte trasera, y abiertas por la delantera en la que hay una verja, forman un bloque celular, que queda englobado dentro de un edificio, en el que las ventanas iluminan la parte frontal de la celda. En el bloque de las celdas y en el edificio exterior se sitúan los pasillos de circulación. La imagen más representativa sería la de un doble peine o rastrillo y la prisión más conocida, elevada siguiendo ese patrón, fue la de Sing-Sing, no lejos de Nueva York.

Ambos modelos, el de Filadelfia y el de Auburn fueron objeto de múltiples estudios, informes, etc. en la primera mitad del ochocientos, realizados por los más diversos visitantes, muchos de los cuales eran europeos, lo que facilitó su divulgación por todos aquellos países que mostraban una cierta preocupación por la reforma penitenciaria.

La lectura de los autores norteamericanos, tanto del pasado siglo como del presente, ofrece una imagen discutible de la expansión de ambos prototipos. En general, se presenta el auburniano como el sistema propiamente norteamericano y casi el único que se difundió realmente en tal ámbito, valorando la economía como su principal virtud. Por el contrario, el modelo de Filadelfia fue el más seguido en Europa.

Si bien sería bastante cierta la primera parte de esta aseveración (el modelo auburniano como el más netamente norteamericano) no se podría decir lo mismo de la segunda mitad de la misma.

El sistema de Filadelfia es un edificio, una forma de vida, una administración, unos reglamentos, etc. Se podría aceptar que una buena parte de los edificios construidos en Europa como prisiones, a lo largo del siglo XIX, fueron de tipo radial, dentro del que habría que reconocer multitud de variantes, pero no por ello habría que concluir que se estaba extendiendo el régimen de Filadelfia. Incluso cabría plantear la cuestión al revés: la tradición europea de la inspección central, que había tenido en Bentham uno de sus teóricos, además de algunas experiencias en este sentido, habían influido en J. Haviland, un arquitecto inglés al fin y al cabo, a la hora de diseñar la prisión que se le pidió para Filadelfia.

En este marco general hay que situar la aparición de los dos establecimientos que nos ocuparán en estas páginas, pero muy especialmente la Prison du Pied du Courant, precisamente por el hecho de ser canadiense y de Montréal.

Evidentemente, bajo el régimen francés, y tras la conquista, Montréal había conocido diversas prisiones, pero las ideas modernas y reformadoras empezaron a tomar cuerpo a principios del ochocientos, a raíz de lo que se dio en denominar la "querrelle des prisons".

Se trataba del debate político sobre la orientación y la manera de financiar las tres grandes prisiones del Canadá francés: las de Québéc, Trois-Rivières y Montréal. Esta última se construyó entre 1808 y 1811 en el centro de la ciudad, no lejos del "Champ de Mars".

Desde sus orígenes presentó muchos problemas, y el más grave era su escasa capacidad. A los pocos años de entrar en funcionamiento, en 1824, se envió un informe a la Asamblea Legislativa del Bajo Canadá sugiriendo la creación de un nuevo establecimiento, lo que fue aceptado, a la par que se ponía en marcha el dispositivo legal que permitiría llevarlo a término.

Se convocó un concurso en 1826 al que concurrieron seis proyectos diferentes con sus correspondientes presupuestos, entre los que salió ganador el del arquitecto de origen inglés George Blailock, nacido en Londres en 1792 y emigrado a Québéc en 1823, donde murió en 1828.

Pero antes de que tales planes empezaran a materializarse hubieron de pasar por una serie de vicisitudes. No fue hasta 1830 cuando realmente se dieron los primeros pasos para la elevación de la nueva cárcel. Entonces, los comisionados encargados de su puesta en marcha decidieron cambiar los terrenos que originalmente se habían elegido para su emplazamiento, en el centro de la ciudad bastante cerca de antiguo establecimiento, por otros más alejados del núcleo urbano en un lugar denominado Pied du Courant, del que recibió su nombre.

Parece bastante obvia la influencia de las ideas reformadoras, como podrían ser las de Howard o Bentham, en la toma de tal decisión. Aunque el debate sobre la ubicación de los establecimientos penitenciarios es más complejo de lo que podría parecer en un primer momento, sí cabría admitir que había un cierto consenso a la hora de sacarlos del centro de la ciudad (aunque tal planteamiento debería matizarse, por ejemplo en el caso de Bentham, o en función del tipo de establecimiento) por razones higiénicas y de seguridad, pero sin alejarlos en exceso, para facilitar las comunicaciones o el abastecimiento, así como para que no perdiesen su poder disuasorio. Entonces, en 1830, se preveía que la prisión estuviese en funcionamiento en un plazo de tres años.

En febrero de 1831 apareció en los periódicos el anuncio del concurso de adjudicación de obras. En los primeros documentos sobre el desarrollo de las mismas se habla ya de otro arquitecto, Ms. John Wells, quien parece haber sustituido al fallecido diseñador del proyecto original.

En 1835, sobrepasado el plazo que se había fijado inicialmente, se pensó en abrir el establecimiento aunque no estuviese acabado, a lo que se opuso el sheriff de Montréal al considerar que carencias como el cuerpo de guardia o los establos eran suficientemente importantes como para esperar a que el edificio se concluyese. Finalmente, empezó a funcionar un año más tarde, en 1836, a pesar de multitud de informes desfavorables, corroborados por el hecho de que las obras se prolongasen hasta 1840.

Tampoco su coste se ajustó a lo programado, ya que al comienzo se había estimado en 80.000 dólares y alcanzó los 104.000. Desde el primer momento desempeñó una función marcadamente represiva desde el punto de vista político, ya que allí se confinó a los rebeldes e insurgentes de 1837 y 1838 y delante de sus puertas se realizaron, en 1839, las ejecuciones públicas de los patriotas condenados a muerte el año anterior. Por eso durante mucho tiempo fue conocida como la "prison des patriotes".

Desde la perspectiva que nos ocupa es relevante la morfología del edificio, que resulta especialmente original en el contexto norteamericano en que se inscribe.

Habría que comenzar constatando que a lo largo de sus setenta y seis años de uso (1836-1912) sufrió multitud de cambios, de tal modo que al final es difícil reconocer su forma original pero, a pesar de ello, es posible reconstruir, con algunos puntos obscuros, cual era su estadio primero.

Estaba compuesta por un cuerpo central (Fig. 4), que servía de nexo, y tres alas dispuestas radialmente. Dos de ellas formaban la fachada del edificio, con unas dimensiones, cada una, de noventa pies de longitud y treinta de anchura. La tercera, situada en la parte trasera, era algo más corta que las anteriores, con sólo sesenta pies de largo.

Todas ellas tenían tres niveles, una planta baja y dos pisos de altura. Aunque es difícil saber hoy con exactitud cuál era su distribución, parece ser que las celdas, en cada una de las alas, estaban colocadas a ambos lados del pasillo central, que las recorría longitudinalmente. Hay indicios que sugieren la existencia de tres tipos de habitáculos: los calabozos en el sótano de 11x6 pies; las celdas pequeñas de la planta baja y el primer piso, usadas probablemente para dormir (de 8'5x3'5 pies) y las del segundo nivel, algo más grandes (de 12x9 pies).

Aunque relativamente modesto, nos encontramos ante un edificio con una clara estructura radial, en el que parece funcionar algún sistema de clasificación de los reos. Probablemente, éstos estaban aislados durante la noche y tenían acceso a zonas algo más espaciosas durante el día. En cierto sentido se mezclan en este diseño dos concepciones que en Norteamérica estaban bastante separadas. La estructura radial recuerda el sistema de Filadelfia aunque, como se expondrá más adelante, se podría cuestionar que fuese ésta su fuente de inspiración más próxima, mientras que un régimen de vida más abierto nos haría pensar en los planteamientos auburnianos.

Volviendo sobre el edificio propiamente dicho, es digno de mención el revestimiento de piedra gris, que le daba un carácter realmente austero, muy propio por otra parte de la arquitectura de Montréal entre los años 1820 y 1850; de corte neoclásico y bastante vinculada con la llegada de arquitectos europeos. Los muros estaban construidos de mampostería ordinaria, y para la estructura interna se utilizó el ladrillo. Como las salas eran abovedadas su ordenación era muy rígida, lo que obligaba a una obra de consideración para poder introducir cualquier modificación en ella.

La prisión de Pied du Courant era, en suma, un edificio bastante innovador, más próximo a los establecimientos europeos que a los modelos que se consideraban específicamente norteamericanos. Pero no por ello deberíamos concluir que Blailock copió en su diseño, aunque simplificándolo sustancialmente, los planos que J. Haviland hizo para la cárcel de Filadelfia, sino que la razón del parentesco está en la parecida formación y procedencia de ambos arquitectos, ya que los dos eran ingleses y, sin duda, conocían las experiencias europeas en este terreno, donde se habían difundido los sistemas de vigilancia central que, aunque no fuesen estrictamente panópticos, tenían un punto de referencia en el discurso de Bentham.

Para concluir haremos un rapidísimo repaso de su evolución. Este encierro, como hemos visto, presentó problemas desde su inauguración, ya que hubo que abrirlo sin estar totalmente concluido. Los sucesos de 1837 y 1838 dejaron pequeña la cárcel cuando apenas llevaba dos años de funcionamiento, por eso desde sus orígenes ya se reconocía la falta de essacio como uno de sus problemas fundamentales . La transformación más importante del edificio (aunque hubo modificaciones anteriores) tuvo lugar en 1852, momento en que los inspectores de prisiones insistían en la conveniencia de implantar el sistema auburniano, lo que guió las obras que se acometieron a la sazón.

Los informes hablaban entonces de una prisión en pésimas condiciones, con un alto grado de hacinamiento puesto que el ala trasera apenas se utilizaba porque estaba casi destruida. En lo sustancial, lo que se hizo fue eliminar esta parte del edificio y reconstruir prácticamente entera el ala este (Fig. 5) ahora siguiendo los criterios de Auburn. Después de esta remodelación la fachada adquirió el aspecto que mantuvo hasta 1912, año en que fue desafectada. Obviamente tras tales alteraciones la estructura radial original quedó bastante desdibujada.

Durante ese lapso de tiempo se habló reiteradamente de construir una nueva ala (ahora de tipo auburniano), así como de otros cambios menores en los que no vale la pena detenerse aquí.

Quizás cabría señalar que en 1873 parte del muro exterior fue demolido como consecuencia del trazado de la calle Craig, con lo que se retiró el portalón de entrada unos cincuenta pies. Algo más tarde el director Ms. Vallée obtuvo permiso para edificar una residencia en el terreno de la prisión, ésta fue probablemente la última obra relevante.

Finalmente, en 1906 se empezó a considerar la posibilidad de construir un nuevo establecimiento penitenciario en Montréal. En 1912 la cárcel de Bourdeaux abría sus puertas, con lo que se clausuraba la de Pied du Courant.

Aunque inicialmente no se supo qué hacer con el edificio, en 1921 la Comisión de Licores de Québéc se instaló en él y entre 1921 y 1924 se construyó un amplio complejo industrial y comercial a su alrededor. Las modificaciones de su estructura interna hacen difícil reconocer lo que fue en un primer momento, pero su fachada principal permaneció bastante inalterada.

La reforma penitenciaria en España

Tal como hemos visto, los principales cambios, tanto en el pensamiento penal como en las maneras concretas en que se materializaba el castigo legal, comenzaron a finales del siglo XVIII y se fueron extendiendo por los países desarrollados a lo largo de la centuria siguiente.

Es bien sabido que el ochocientos fue un periodo difícil y complejo de la vida de España, jalonado de guerras y con un irregular proceso de industrialización. Caracterizado también por un crecimiento urbano bastante polarizado, que tendía a concentrar los puntos en que se tomaban las decisiones o los flujos de capital, pero también la pobreza, la marginación o la delincuencia.

Por otro lado, una cierta penuria económica o la necesidad urgente de inversiones en sectores cuyo desarrollo se consideraba prioritario, limitó parcialmente el despegue de la reforma penitenciaria.

A pesar de ello, en nuestro país eran bien conocidas las experiencias foráneas en ese terreno como lo prueba, por ejemplo, la traducción de Arquellada, en 1801, de la obra de La Rouchefoucauld en la que se explicaba el funcionamiento del establecimiento de Filadelfia.

En 1819 Villanueva y Jordán presentó al rey Fernando VII un modelo de cárcel de inspección central basado en el panóptico de Bentham. Más tarde, en 1834, publicó un libro en el que plasmaba sus propuestas. En 1822 se promulgó el nuevo Código Penal, donde se recogían algunas de las ideas reformadoras de la época.

Quizás uno de los hitos más relevantes, desde nuestra perspectiva, sea el viaje que Marcial Antonio López realizó en 1830, comisionado por la Corona para estudiar los más importantes modelos penitenciarios de Europa y América, experiencia que posteriormente, en 1832, sintetizó en un libro aparecido en dos volúmenes.

Probablemente éste es el trabajo donde se resumen con mayor claridad algunos de los criterios que más adelante serán directrices de la reforma penitenciaria española.

Por un lado propone, dada la situación real del país y sus presumibles limitaciones a la hora de acometer grandes inversiones, comenzar la transformación con centros modelo, que sugiere deberían ser de unas dimensiones considerables. Estos servirían como laboratorio en el que experimentar las reformas antes de hacerlas extensivas. Por otro lado, el tamaño abarataría su coste proporcional.

También habla de la idoneidad de los sistemas de inspección central, aunque parece desestimar el modelo panóptico, principalmente por su carestía, decantándose hacia otras fórmulas más económicas pero que mantengan una vigilancia de similares características, como podrían ser, por ejemplo, los planos radiales.

El proceso concreto de la reforma penitenciaria fue en España largo, ya que ocupó prácticamente todo el ochocientos e, incluso en tan tardía fecha, es dudoso que estuviese totalmente concluido. Podríamos distinguir en él dos oleadas sucesivas. En un primer momento se trató de establecer la clasificación de los reos, que sería el primer paso para superar las viejas cárceles de aglomeración. A continuación, pasada ya la primera mitad del siglo, los esfuerzos se orientaron hacia la difusión de sistemas más refinados de aislamiento. Aunque de manera somera, intentaremos señalar los principales hitos de esta dinámica.

Los primeros tanteos que apuntaban hacia la clasificación tuvieron un carácter bastante restrictivo, puesto que comenzaron con los establecimientos considerados más duros, que eran algunos de los que quedaban bajo la disciplina militar. De hecho, la primera propuesta de este tipo la encontramos en la Real Ordenanza para el gobierno de presidios y arsenales de la Marina de 1804, en ella no se habla de arquitectura, pero se implanta de manera bastante precisa una ordenación del régimen interior basada en la clasificación de los penados y en la vigilancia constante de las cuadrillas que componían. La gradación de los reos suponía obligaciones y privilegios, que les estimulaban a comportarse de un modo determinado con vistas a subir en el escalafón.

El siguiente paso en la misma dirección fue la Ordenanza General de los presidios del Reino de 1834, vigente durante una buena parte del siglo. También con nulas consideraciones arquitectónicas y escasas propuestas originales, pero con el mérito de pretender extender el sistema de clasificación, que se había inaugurado en los presidios militares, a toda la red de establecimientos penitenciarios del país. En esta Ordenanza ya se hablaba de la importancia de las cárceles modelo como instrumento para poner en marcha la reforma.

A partir de los criterios organizativos emanados de esta normativa hubo diversas concreciones arquitectónicas, tales como el Presidio Modelo de Valladolid o la cárcel de Mataró, que con mayor o menor fortuna proponían ordenaciones espaciales adecuadas a sus requerimientos.

Pero el mayor esfuerzo en esta dirección estuvo representado por el Programa para la construcción de cárceles de 1860, aprobado por Posada Herrera el 6 de febrero y publicado como Real Orden el 27 de abril del mismo año. Hasta ese momento las realizaciones habían sido escasas y lo más notable eran los esfuerzos puntuales, como los casos mencionados de Valladolid o Mataró, que adolecían siempre de continuidad e hilazón. El Programa de 1860 pretendía ofrecer unas pautas claras sobre la clasificación y el régimen interno que pudiesen servir de orientación para diseñar modelos constructivos, y dio sus frutos con el trabajo del arquitecto Juan Madrazo quien preparó una colección de planos (Fig. 6) que partiendo de estas ideas brindaba diferentes posibilidades de encierro.

En general, todos ellos estaban concebidos como establecimientos radiales en los que funcionaba la clasificación de los reos. En sus diversas modalidades encontramos, en la planta baja, las oficinas de administración, las salas comunes y los talleres. El primer piso estaba dividido en salas en las que dormían los reclusos siguiendo el régimen de clasificación imperante. El propio Madrazo puntualizaba que su distribución estaba pensada para propiciar una posterior subdivisión que podría llegar hasta el encierro celular, fin último que se vislumbraba como el objetivo más deseable.

El arquitecto decía inspirarse en el sistema de Auburn, lo que parece reflejarse en el régimen interior, con talleres y salas de trabajo, aunque el edificio está mucho más cerca de las proposiciones de Haviland o Blailock que se habían identificado con el modelo de Filadelfia. El eclecticismo en estas circunstancias parece innegable.

La segunda fase en el proceso que estamos describiendo es el progreso hacia la individualización que, aunque tenía sus detractores -al menos cuando se planteaba en sus formulaciones más radicales- brilló durante un tiempo como el ideal penitenciario.

Igual que había sucedido con anterioridad, hubo aquí también algunas propuestas que se adelantaron a las realizaciones prácticas. En esta dirección deberíamos citar el Atlas carcelario de Ramón de la Sagra, publicado en 1843 y en el que se recogían las más variopintas alternativas de este tipo.

Pero el verdadero punto de arranque, en España, del sistema celular fue la cárcel Modelo de Madrid, diseñada por Tomás Aranguren (Fig. 7), comenzada en 1877 y concluida en 1884 (como siempre con retraso sobre las previsiones, en las que se hablaba de 1881).

Se trata, una vez más, de un edificio radial, que presenta la originalidad, sobre la mayoría de los esquemas entonces al uso, de los cuerpos trapezoidales, cuya función era facilitar, en base al retranqueado continuo, la vigilancia desde el punto central.
No es este el lugar para detenerse en el análisis de tal edificio, pero sí que deberíamos prestar atención a una normativa intensamente vinculada al mismo: el Programa para la construcción de cárceles de partido de 1877.

Se trataba con él de homogeneizar el dispar panorama penitenciario del país, difundiendo como pauta la cárcel diseñada por Aranguren. De hecho, él mismo preparó una colección de planos, para diferentes tipos de establecimientos penitenciarios, que se basaban en la Modelo de Madrid y se adecuaban al antedicho Programa.

A pesar de estas tentativas y de los obvios esfuerzos que se hicieron para poner en marcha la reforma penitenciaria, las dificultades que se cruzaban en el camino hicieron que el proceso fuese lento y la realidad distante de lo que las leyes y los discursos teóricos preconizaban.

A principios del ochocientos la mayoría de las prisiones era de aglomeración, pero todavía en la segunda mitad del siglo, de las no celulares el 80% tenía más de cien años y en su mayoría se trataba de edificios reutilizados con fines penitenciarios, como casernas o conventos.

De hecho, de las veintinueve prisiones celulares que existían en España al despuntar el siglo XX, la mitad se habían construido entre 1880 y 1890.

La cárcel de Barcelona. Un modelo de Modelos

En el marco que hemos descrito apareció la Modelo de Barcelona, nacida con la voluntad de ser la excepción y de presentarse como guía a seguir en la posterior elevación de otros establecimientos. Pretendía superar a la de Madrid, que entonces era el edificio celular por excelencia, y además ser más barata.

Esta preocupación por la cárcel obedecía, en gran medida, a la compleja realidad social de Cataluña y más en particular de la ciudad de Barcelona. El desarrollo industrial y la inmigración habían provocado un crecimiento importante del proletariado, pero también de la conflictividad, de la pobreza o de la marginación, que se concentraba en las principales áreas urbanas y muy especialmente en la Ciudad Condal. A ello habría que unirle la actitud de la burguesía catalana, comprometida en demostrar su capacidad para resolver los problemas que su actividad pudiese generar.

Las obras comenzaron en 1887 con un discurso de Pedro Armengol, uno de los más prestigiosos penalistas catalanes. En aquel momento ya afloraba el orgullo por el nuevo edificio que debería convertirse en modelo de Modelos.

Se concibió como cárcel celular, pero sin llegar a la implantación de un régimen puro. La propuesta inicial era que los preventivos, para evitar el contacto con los delincuentes más avezados, debían estar totalmente aislados. En la parte de cumplimiento se debería combinar el aislamiento con el trabajo en común algunas horas del día.

A pesar de tan optimistas proyectos el primer contratiempo fue la duración de las obras, dieciséis años, ya que no empezó a funcionar hasta 1904 y, así todo, se abrió sin estar concluida, pues faltaba la parte trasera.

El discurso de inauguración corrió a cargo de Ramón Albó, quien presentó con gran claridad, en aquel momento, la importancia que se le concedía a la soledad y a la propia morfología del edificio en la transformación del delincuente. La reflexión en torno al establecimiento era muy coherente pero su realidad contradijo con frecuencia las declaraciones de intenciones.

En 1887 los cimientos se hallaban a una distancia prudencial del Ensanche de Barcelona, adecuándose así a las propuestas más racionalista sobre el emplazamiento de prisiones. Pero en 1904 los edificios estaban ya a trescientos metros de sus muros, pocos años más tarde quedó en el interior de una ciudad aún en expansión.

Fue diseñada por dos renombrados arquitectos catalanes: Salvador Viñals y Domenech Estapá. Debía estar compuesta por tres unidades (Fig. 8): la administración, una parte destinada a prisión preventiva y un tercer bloque concebido inicialmente como prisión correccional para ambos sexos.

El edificio propiamente dicho es radial, el conjunto que se encuentra frente a las dos alas más cortas es el destinado a la administración y el opuesto a éste, situado en la parte trasera de la estrella, sería el correspondiente a los reos de cumplimiento.

El retraso en las obras y las vicisitudes que se presentaban por delante obligaron a abrir habiendo concluido sólo la parte radial, que desempeñó desde ese momento las dos funciones de cumplimiento y retención de preventivos. La parte destinada a la administración estaba parcialmente terminada y el bloque posterior no se acabó hasta mucho más tarde, momento en que asumió diversas funciones, como prisión de mujeres, de jóvenes etc.

A pesar de las deficiencias y los retrasos habría que reconocer que en este establecimiento se estudiaron los pormenores conducentes a lograr una vigilancia continuada y discreta de los reclusos. Son dignos de mención, entre otros, detalles como la iluminación cenital y frontal de las galerías con luz natural. La parte central de la estructura radial, punto de vigilancia y capilla a la vez, fue también uno de los lugares más cuidados del edificio, donde se emplearon los materiales más avanzados de la época, como el hierro. Allí se materializaban la moral y la vigilancia, de modo que el valor simbólico del enclave era enorme.

Por otro lado, se prestó atención a aparentes minucias como por ejemplo las cerraduras de las puertas o un sistema especial de mirillas para ver desde el exterior las celdas. En la misma línea se encontraban las letrinas, dotadas de una señal colocada en el pasillo que delataba al vigilante si se estaban utilizando para comunicar con otros reos.

Todo ello apuntaba hacia un control continuado y omnipresente que se suponía debía ser un elemento de la mayor importancia para someter la voluntad de sus obligados habitantes. Pero a pesar de los esfuerzos, y de una lectura bastante coherente de las innovaciones en el terreno penológico, así como de sus posibilidades a la hora de transformar a los individuos, el establecimiento de Barcelona nunca fue el modelo de Modelos que pretendió en sus orígenes.

Construida en las afueras de la ciudad pronto quedó en su interior. Diseñada para albergar a ochocientos reclusos ha llegado a contener hasta dos mil, y el sistema celular que la presidía apenas ha pasado de ser un sueño.

En el presente, probablemente, es una de las cárceles con mayor conflictividad de España, en la que los desordenes, así como el recurso a la violencia, han sido frecuentes. Además, su implantación en el tejido urbano no hace sino exacerbar tal problemática.

La Modelo de Barcelona, si en algún sentido es emblemática, es como símbolo de un fracaso o, quizás mejor, de una contradicción. Muestra la imposibilidad de la utopía burguesa, que preconizaba la transformación del delincuente y su restitución a la sociedad como ejemplo vivo de la eficacia del sistema. El propio desarrollo del capitalismo generó una marginalidad y una delincuencia que desbordaban ampliamente los límites, tanto físicos como disciplinarios, de los establecimientos que iba creando.

Conclusión

Una buena parte de las conclusiones que aquí se podrían establecer ya las habrá sacado el lector en su paso por estas páginas, por lo que para terminar sólo querría señalar algunos de los rasgos que aproximan y separan a la cárcel de Pied du Courant y a la Modelo de Barcelona.

Obviamente, ambas respondían a las necesidades y anhelos nacidos de la reforma penitenciaria. En tal sentido pretendían ser establecimientos innovadores llamados a romper la inercia de tiempos precedentes. Pero, además, estaban emparentadas en su propia estructura, tanto morfológica como organizativa. Los dos eran edificios radiales, más simple en el caso de Montréal, pero al tiempo más relevante, puesto que se encontraba en un medio en el que dominaba el sistema de Auburn, que propugnaba otras soluciones constructivas. En este sentido habría que reconocer a las dos cárceles unas raíces comunes de origen europeo.

También se asemejaban desde el punto de vista organizativo, puesto que renunciaban a la pureza de cualquiera de los modelos imperantes, al combinar el encierro en solitario con el trabajo en grupo, además en un edificio radial que, al menos en Norteamérica, solía asociarse con el régimen de Filadelfia.

Asimismo, hay parecidos en los problemas que en los dos casos se presentaron desde el primer momento. Tanto la cárcel de Pied du Courant como la Modelo de Barcelona sufrieron retrasos en los plazos de construcción previstos, y tuvieron que abrirse cuando aún no estaban acabadas. Ubicadas inicialmente a una distancia prudencial de la ciudad, cada vez quedaron más integradas en su tejido, aunque este fenómeno fuese más acusado en Barcelona.

Padecieron ambas, también, una sobrepoblación temprana, siendo desde su comienzo la falta de espacio uno de los problemas más graves.

Quizás, por último, deberíamos detenernos en lo que separaba a estos establecimientos. La cárcel de Pied du Courant se puso en marcha casi desde el comienzo de la "querelle des prisons", en este sentido se trataba de una respuesta precoz a los problemas planteados por la reforma penitenciaria. Además, era un edificio radial en un medio en el que predominaba el sistema auburniano, lo que la hacía especialmente original. En parte, a ello se debieron las reformas (especialmente la de 1852) que sufrió, en gran medida tendentes a aproximarla al modelo que en su ámbito se consideraba idóneo.

Por el contrario, la Modelo de Barcelona es una respuesta tardía, intenta ser el colofón de un largo proceso en el que se ha ido experimentando en otros establecimientos. Por eso, más que original, pretendió ser la expresión más depurada del sistema de encierro más difundido en España y en Europa.


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