Coloquio sobre "El desarrollo urbano de Montréal y Barcelona en la época contemporánea: estudio comparativo" |
Universidad de Lérida
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LA CARCEL Y LA CIUDAD: MONTREAL Y BARCELONA
Sin duda son muchos los elementos que nos hablan del carácter de una ciudad, de quiénes la habitan y de cuáles son las tensiones fundamentales que se desarrollan en su seno y se manifiestan en su morfología. Pero las cárceles, probablemente, tienen un valor especial a la hora de intentar adentrarse en su idiosincrasia y conocer sus contradicciones profundas, a pesar de lo cual con frecuencia se soslayan en multitud de estudios urbanos.
La voluntad, en estas páginas, es comparar dos establecimientos
penitenciarios que han estado estrechamente vinculados a la historia de
la ciudad y del medio social en que nacieron, a pesar de que en ambos casos
se pretendió que su nexo con Barcelona o Montréal fuese menor,
y más mediatizado, de lo que finalmente fue.
La cárcel Modelo de Barcelona y la Prison du Pied du Courant de
Montréal fueron concebidas con morfologías emparentadas y
elocuentes y se colocaron originalmente a una prudencial distancia del
núcleo densamente habitado y las dos llegaron a tiempos recientes
siendo algo bien distinto de lo que se había querido inicialmente.
En este trabajo se intenta, sustancialmente, abordar tres aspectos. En
primer lugar, habría que explicar la transformación del pensamiento
penitenciario, desde el siglo XVIII, obvia consecuencia de los cambios
políticos, sociales y económicos que entonces conmovían
el mundo. Tales mutaciones tuvieron repercusiones sobre la consideración
de la cárcel como castigo y, lógicamente, sobre su estructura,
morfología, relación con el medio circundante etc.
A continuación nos detendremos, aunque sea someramente, en la "querelle
des prisons" y en la aparición de la cárcel de Pied
du Courant en Montréal, que resultará del mayor interés,
en la medida en que fue excepcional en relación al ambiente carcelario
en que nació. Y, precisamente esta excepcionalidad, subraya su parentesco
con el establecimiento de Barcelona y con otros que podrían haber
servido de inspiración para ambos.
Finalmente nos ocuparemos de la Cárcel Modelo de Barcelona. Enmarcaremos
su aparición en la dinámica de la reforma penitenciaria que
se puso en marcha durante el ochocientos en España y de la que,
en cierto sentido, resultaba la culminación.
Por eso, éste también es un centro atípico en su
contexto, pero ese es el argumento que se trata de desgranar en las páginas
venideras.
El discurso penitenciario y el sistema carcelario
Es evidente que a comienzos del siglo XVIII las diferencias entre Europa
y América, bien fuese del Norte o del Sur, eran muy importantes
en multitud de terrenos y tratar de establecer cualquier comparación,
por simplista que fuese, desbordaría ampliamente los límites
de este trabajo.
Ahora bien, también habría que reconocer que existían
algunas coincidencias dignas de consideración, por ejemplo en sus
aparatos punitivos, represivos o de control social.
Ciertamente, estamos ante sistemas diferentes, pero las bases sobre
las que se sustentaban estaban bastante próximas. En general, el
castigo legal era considerado, fundamentalmente, como un instrumento exclusivamente
represivo, destinado, además, a disuadir a los espectadores de cualquier
posible contravención de las normas.
Por eso la mayoría de las penas eran físicas y se ejecutaban
públicamente. Un número muy alto de delitos estaba castigado
con la muerte. La voluntad de amedrentar a los congregados hizo que abundasen
las torturas, muchas de ellas cargadas de un contenido simbólico,
y que el castigo se ensañase a menudo con el cuerpo sin vida del
reo, extendiendo sus cenizas por los caminos o dejándolo expuesto
hasta su descomposición.
El castigo se concebía como la justa venganza de la colectividad,
o del Soberano, y el suplicio anticipaba los sufrimientos del Purgatorio,
lo que justificaba el uso de la tortura para arrancar la confesión
del malhechor renuente. A menudo se entremezclaban las ideas de delito
y de pecado, tanto en el discurso de los juristas como en los sistemas
legales.
Obviamente, desde esta perspectiva, la prisión ocupaba una posición
relativamente marginal en la práctica penitenciaria de aquel momento.
Fundamentalmente servía para guardar a los reos a la espera del
juicio o de la pena, que la mayoría de las veces sería pública.
Como consecuencia apenas existía una reflexión sobre la arquitectura
penitenciaria o sobre el emplazamiento de los establecimientos. Era frecuente
reutilizar edificios construidos con otras finalidades como casernas militares
o conventos religiosos, a los que se les pedía altos y gruesos muros
para evitar las fugas y soportar un uso tan duro como el que se les asignaba.
Dentro de ellos los confinados pasaban la mayoría del tiempo en
salas en las que se entremezclaban jóvenes y adultos, gente que
esperaba su primer juicio con delincuentes consumados. De ahí la
denominación de Universidad del crimen.
Lógicamente, el mapa penitenciario o el vínculo de las
cárceles con las ciudades eran asuntos que requerían poca
meditación, en la medida en que estaban bastante determinados por
la disponibilidad de edificios en un lugar u otro.
No habría que concluir de aquí que no se construían
cárceles destinadas desde sus orígenes a este fin, ni que
su ubicación fuese arbitraria. En estas líneas nos hemos
referido a una práctica habitual, y no exclusiva, para realzar las
diferencias con el panorama que se empezaba a perfilar en los años
siguientes.
Sería una labor muy compleja tratar de sistematizar en pocas páginas
la multitud de obras, normativas o realizaciones prácticas que fueron
cambiando el panorama penitenciario o el marco legal a lo largo del siglo
XVIII y que, además, se inscribían en el discurso político
que estaba adquiriendo cuerpo como consecuencia de las transformaciones
económicas y sociales que caracterizaron aquella centuria.
Aun a riesgo de simplificar, se deberían mencionar aquí dos
líneas de pensamiento, estrechamente relacionadas, que tuvieron
una amplia repercusión en el terreno que nos ocupa. Por un lado
estaría la propia reflexión, de carácter global, de
la Ilustración y, por otro, el discurso más especializado
de los reformadores en el ámbito penal, hombres como Bentham o Howard
por citar dos ejemplos.
Entre los primeros, habría que señalar en Europa a autores
como Montesquieu, Rousseau, Beccaria o Lardizábal. A pesar de las
diferencias que les separaban, todos ellos coincidían en reformular
el derecho a castigar como algo que se derivaba de la necesidad de los
hombres de vivir en comunidad. Dicha exigencia levaría a cada uno
a renunciar a una pequña parte de la libertad ilimitada que hubiese
tenido de abstenerse de la compañía de los otros. Esta entrega,
a su vez, le confiere el derecho a exigir a los demás el respeto
a unas normas (o convenciones) que se han pactado.
A ello habría que añadirle otra consideración: una
gradación en los castigos tendería a disuadir de los delitos
más graves. La conjunción de ambas ideas llevó a los
pensadores de la Ilustración, y muy especialmente a Montesquieu,
a señalar la falta de una auténtica proporcionalidad entre
delitos y penas como el error más grave de la estructura punitiva
precedente.
Esta idea, tan simple en apariencia, llegó a transformar profundamente
los sistemas legales europeos y americanos. Tales cambios venían
de la mano de una reformulación de las estrategias de dominación
y control social. En el Antiguo Régimen la pena era terrible y pública,
pero también irregular en el espacio y en el tiempo. A menudo delitos
conocidos no llegaban nunca a castigarse, a la vez que los indultos eran
práctica habitual para mostrar la magnanimidad del Soberano.
Desde la nueva óptica, la pena podía ser suave con el cuerpo
del culpable, precisamente porque había de ser inexorable. Nada
ni nadie debía eludir el imperio de la ley.
El telón de fondo de estos planteamientos era una nueva concepción
del poder y de su propia práctica. Estaban quedando atrás
la espectacularidad y el boato para dejar paso a una forma de ejercer el
poder que cifraba su eficacia, precisamente, en la discreción. Así,
lo importante era que nada escapase al control de la autoridad, que había
de estar en todaspartes y conocerlo todo. Esta autoridad debía de
ser al tiempo ubicua e invisible.
La prisión se convirtió entonces en el centro del aparato
punitivo. Por un lado porque la perfecta subdivisibilidad del tiempo permitía
lograr una proporcionalidad aritmética entre el delito y el castigo,
materializando de ese modo el ideal ilustrado.
Por otra parte, en un mundo en que la producción, el dinamismo económico
o la optimización de los recursos se estaban convirtiendo en vertebradores
de la actividad humana, la cárcel revestía la cualidad adicional
de mantener al reo útil para el trabajo, y de ser capaz de extraer
de él un esfuerzo que de otra manera se hubiese perdido.
Pero tenía además otra virtud. Si el encierro, la vigilancia
o la soledad eran capaces de doblegar la voluntad del recluso, sin destrozar
su cuerpo, se le podría restituir a la sociedad como ejemplo vivo
de la eficacia del sistema, desempeñando así ese papel disuasorio
que antes le había correspondido al suplicio oficiado en la plaza
pública.
Evidentemente, tales cambios se simultanearon con una reflexión
teórica sobre la prisión, la función social del castigo
o el propio recluso. Una preocupación "científica"
despuntaba en torno al encierro y al delincuente. De esta vasta y compleja
literatura aquí nos limitaremos a señalar, muy sucintamente,
dos casos por la relación que tienen con el asunto que nos ocupa.
En primer lugar habría que mencionar a John Howard, dedicado durante
la segunda mitad del siglo XVIII a visitar las más importantes cárceles,
penales u hospitales, a raíz de lo cual publicó un informe
divulgado por todos los países que entonces se consideraban avanzados,
y convertido en uno de los pilares básicos de las reformas penales
que progresivamente se fueron acometiendo a lo largo de aquellos años.
Se señalaban ya en su trabajo algunos de los elementos más
importantes que posteriormente contribuyeron a configurar los nuevos modelos
carcelarios, de los que la Modelo de Barcelona o la cárcel de Pied
du Courant de Montréal serán un buen exponente.
Habla de la relevancia de la higiene en los establecimientos penitenciarios, tanto por sus repercusiones sanitarias y prácticas como porque le devuelven al reo una imagen diferente de sí mismo, empezando a actuar así sobre su propia voluntad.
La vigilancia será uno de los factores esenciales en este nuevo
encierro. Howard insiste en la importancia de que se realice con discreción
pero, al tiempo, nada debe escapar al control o al conocimiento de los
guardianes. Esta vigilancia parece encarnar esa idea de poder y autoridad
que empezaba a despuntar en el setecientos. Implantar este orden suponía
lograr una vida disciplinada, para lo que resultaba imprescindible clasificar
a los presos en función de su edad, experiencia delictiva, peligrosidad,
etc., llegando en ocasiones al aislamiento.
El otro autor a que hemos hecho referencia es Jeremy Bentham, quien tiene
una vasta obra sobre los sistemas legales y penitenciarios de su tiempo,
pero desde nuestra perspectiva es especialmente interesante su trabajo
sobre la arquitectura penitenciaria escrito a principios del siglo XIX.
Propone un edificio útil tanto para cárcel como para manicomio
o fábrica, por ejemplo, pues sería muy ventajoso en cualquier
situación en la que unos pocos hombres debiesen vigilar a muchos.
Bautizó a tal establecimiento con el nombre de Panopticon, porque
en él todo era visible con una sola mirada (Fig. 1).
Se trata de dos edificios concéntricos. El anillo exterior, con
cinco o seis pisos de altura, contiene las celdas, cada una de las cuales
está abierta al interior y al exterior de la corona de que forma
parte. El otro edificio es una torre situada en el centro, con sólo
tres alturas y protegida por una celosía que posibilita la vigilancia
a la par que impide ver su interior.
Semejante organización espacial resume las ideas sobre el poder
y la autoridad que se extendían por el mundo que entonces se consideraba
civilizado. Encarna un control discreto pero continuo y sin resquicios,
que está en la base de una vida disciplinada. Su objetivo último
es lograr que el reo se comporte como si fuese siempre observado, aunque
el inspector no esté en la torre porque finalmente es ésta,
la torre, quien materializa la vigilancia.
Los sistemas penitenciarios norteamericanos y la cárcel de
Pied du Courant de Montréal
Este ambiente intelectual, tanto el creado por la Ilustración como
por la reflexión más específica de los reformadores
dedicados a las cuestiones penitenciarias, poco a poco fue produciendo
experiencias concretas que adquirieron cuerpo en edificios, en regímenes
de funcionamiento o en reglamentos, que caracterizaron los nuevos sistemas
de detención en América del Norte y en Europa.
En aquella, las experiencias más conocidas y difundidas fueron la
de Filadelfia y la de Auburn, que se convirtieron en pautas a seguir a
la hora de organizar establecimientos concretos o de abordar reformas globales
del aparato penitenciario. Nos detendremos muy brevemente en la explicación
de ambas alternativas.
La Walnut Street Prison de Filadelfia se construyó en el siglo XVIII
y fue colocada bajo la administración de los cuáqueros. En
aquel momento lo más relevante era su régimen interior. Se
trataba de un sistema celular en el que los presos estaban encerrados en
solitario, dada la dureza de este aislamiento se permitía el trabajo,
aunque también en la celda.
En 1821 se convocó un concurso para la elevación de un edificio
que se adecuase a este tipo de vida. Fueron seleccionados los planos del
arquitecto inglés John Haviland para la construcción de la
nueva cárcel, que posteriormente se convirtió en modélica.
Basada en la idea de la inspección central y en múltiples
experiencias europeas en ese terreno, proponía un edificio estrellado
(Fig. 2), en el que a partir de un bloque central se extendían,
a modo de rayos, las diferentes alas en las que, obviamente, funcionaba
el sistema celular.
Por otro lado, en 1816, se abrió la prisión de Auburn en
el estado de Nueva York, con un régimen algo más suave que
el de Filadelfia. Si bien el encierro también era individual, había
talleres y grandes salas donde se permitía el trabajo en grupo,
aunque se exigía un silencio riguroso pero, al menos, se disfrutaba
de la muda compañía de los otros.
Desde el punto de vista arquitectónico las diferencias eran notables
(Fig. 3). Varios pisos de hileras de celdas opuestas por su parte trasera,
y abiertas por la delantera en la que hay una verja, forman un bloque celular,
que queda englobado dentro de un edificio, en el que las ventanas iluminan
la parte frontal de la celda. En el bloque de las celdas y en el edificio
exterior se sitúan los pasillos de circulación. La imagen
más representativa sería la de un doble peine o rastrillo
y la prisión más conocida, elevada siguiendo ese patrón,
fue la de Sing-Sing, no lejos de Nueva York.
Ambos modelos, el de Filadelfia y el de Auburn fueron objeto de múltiples
estudios, informes, etc. en la primera mitad del ochocientos, realizados
por los más diversos visitantes, muchos de los cuales eran europeos,
lo que facilitó su divulgación por todos aquellos países
que mostraban una cierta preocupación por la reforma penitenciaria.
La lectura de los autores norteamericanos, tanto del pasado siglo como
del presente, ofrece una imagen discutible de la expansión de ambos
prototipos. En general, se presenta el auburniano como el sistema propiamente
norteamericano y casi el único que se difundió realmente
en tal ámbito, valorando la economía como su principal virtud.
Por el contrario, el modelo de Filadelfia fue el más seguido en
Europa.
Si bien sería bastante cierta la primera parte de esta aseveración
(el modelo auburniano como el más netamente norteamericano) no se
podría decir lo mismo de la segunda mitad de la misma.
El sistema de Filadelfia es un edificio, una forma de vida, una administración,
unos reglamentos, etc. Se podría aceptar que una buena parte de
los edificios construidos en Europa como prisiones, a lo largo del siglo
XIX, fueron de tipo radial, dentro del que habría que reconocer
multitud de variantes, pero no por ello habría que concluir que
se estaba extendiendo el régimen de Filadelfia. Incluso cabría
plantear la cuestión al revés: la tradición europea
de la inspección central, que había tenido en Bentham uno
de sus teóricos, además de algunas experiencias en este sentido,
habían influido en J. Haviland, un arquitecto inglés al fin
y al cabo, a la hora de diseñar la prisión que se le pidió
para Filadelfia.
En este marco general hay que situar la aparición de los dos establecimientos
que nos ocuparán en estas páginas, pero muy especialmente
la Prison du Pied du Courant, precisamente por el hecho de ser canadiense
y de Montréal.
Evidentemente, bajo el régimen francés, y tras la conquista,
Montréal había conocido diversas prisiones, pero las ideas
modernas y reformadoras empezaron a tomar cuerpo a principios del ochocientos,
a raíz de lo que se dio en denominar la "querrelle des prisons".
Se trataba del debate político sobre la orientación y la
manera de financiar las tres grandes prisiones del Canadá francés:
las de Québéc, Trois-Rivières y Montréal. Esta
última se construyó entre 1808 y 1811 en el centro de la
ciudad, no lejos del "Champ de Mars".
Desde sus orígenes presentó muchos problemas, y el más
grave era su escasa capacidad. A los pocos años de entrar en funcionamiento,
en 1824, se envió un informe a la Asamblea Legislativa del Bajo
Canadá sugiriendo la creación de un nuevo establecimiento,
lo que fue aceptado, a la par que se ponía en marcha el dispositivo
legal que permitiría llevarlo a término.
Se convocó un concurso en 1826 al que concurrieron seis proyectos
diferentes con sus correspondientes presupuestos, entre los que salió
ganador el del arquitecto de origen inglés George Blailock, nacido
en Londres en 1792 y emigrado a Québéc en 1823, donde murió
en 1828.
Pero antes de que tales planes empezaran a materializarse hubieron de pasar
por una serie de vicisitudes. No fue hasta 1830 cuando realmente se dieron
los primeros pasos para la elevación de la nueva cárcel.
Entonces, los comisionados encargados de su puesta en marcha decidieron
cambiar los terrenos que originalmente se habían elegido para su
emplazamiento, en el centro de la ciudad bastante cerca de antiguo establecimiento,
por otros más alejados del núcleo urbano en un lugar denominado
Pied du Courant, del que recibió su nombre.
Parece bastante obvia la influencia de las ideas reformadoras, como podrían
ser las de Howard o Bentham, en la toma de tal decisión. Aunque
el debate sobre la ubicación de los establecimientos penitenciarios
es más complejo de lo que podría parecer en un primer momento,
sí cabría admitir que había un cierto consenso a la
hora de sacarlos del centro de la ciudad (aunque tal planteamiento debería
matizarse, por ejemplo en el caso de Bentham, o en función del tipo
de establecimiento) por razones higiénicas y de seguridad, pero
sin alejarlos en exceso, para facilitar las comunicaciones o el abastecimiento,
así como para que no perdiesen su poder disuasorio. Entonces, en
1830, se preveía que la prisión estuviese en funcionamiento
en un plazo de tres años.
En febrero de 1831 apareció en los periódicos el anuncio
del concurso de adjudicación de obras. En los primeros documentos
sobre el desarrollo de las mismas se habla ya de otro arquitecto, Ms. John
Wells, quien parece haber sustituido al fallecido diseñador del
proyecto original.
En 1835, sobrepasado el plazo que se había fijado inicialmente,
se pensó en abrir el establecimiento aunque no estuviese acabado,
a lo que se opuso el sheriff de Montréal al considerar que carencias
como el cuerpo de guardia o los establos eran suficientemente importantes
como para esperar a que el edificio se concluyese. Finalmente, empezó
a funcionar un año más tarde, en 1836, a pesar de multitud
de informes desfavorables, corroborados por el hecho de que las obras se
prolongasen hasta 1840.
Tampoco su coste se ajustó a lo programado, ya que al comienzo se
había estimado en 80.000 dólares y alcanzó los 104.000.
Desde el primer momento desempeñó una función marcadamente
represiva desde el punto de vista político, ya que allí se
confinó a los rebeldes e insurgentes de 1837 y 1838 y delante de
sus puertas se realizaron, en 1839, las ejecuciones públicas de
los patriotas condenados a muerte el año anterior. Por eso durante
mucho tiempo fue conocida como la "prison des patriotes".
Desde la perspectiva que nos ocupa es relevante la morfología del
edificio, que resulta especialmente original en el contexto norteamericano
en que se inscribe.
Habría que comenzar constatando que a lo largo de sus setenta
y seis años de uso (1836-1912) sufrió multitud de cambios,
de tal modo que al final es difícil reconocer su forma original
pero, a pesar de ello, es posible reconstruir, con algunos puntos obscuros,
cual era su estadio primero.
Estaba compuesta por un cuerpo central (Fig. 4), que servía de nexo,
y tres alas dispuestas radialmente. Dos de ellas formaban la fachada del
edificio, con unas dimensiones, cada una, de noventa pies de longitud y
treinta de anchura. La tercera, situada en la parte trasera, era algo más
corta que las anteriores, con sólo sesenta pies de largo.
Todas ellas tenían tres niveles, una planta baja y dos pisos de
altura. Aunque es difícil saber hoy con exactitud cuál era
su distribución, parece ser que las celdas, en cada una de las alas,
estaban colocadas a ambos lados del pasillo central, que las recorría
longitudinalmente. Hay indicios que sugieren la existencia de tres tipos
de habitáculos: los calabozos en el sótano de 11x6 pies;
las celdas pequeñas de la planta baja y el primer piso, usadas probablemente
para dormir (de 8'5x3'5 pies) y las del segundo nivel, algo más
grandes (de 12x9 pies).
Aunque relativamente modesto, nos encontramos ante un edificio con una
clara estructura radial, en el que parece funcionar algún sistema
de clasificación de los reos. Probablemente, éstos estaban
aislados durante la noche y tenían acceso a zonas algo más
espaciosas durante el día. En cierto sentido se mezclan en este
diseño dos concepciones que en Norteamérica estaban bastante
separadas. La estructura radial recuerda el sistema de Filadelfia aunque,
como se expondrá más adelante, se podría cuestionar
que fuese ésta su fuente de inspiración más próxima,
mientras que un régimen de vida más abierto nos haría
pensar en los planteamientos auburnianos.
Volviendo sobre el edificio propiamente dicho, es digno de mención
el revestimiento de piedra gris, que le daba un carácter realmente
austero, muy propio por otra parte de la arquitectura de Montréal
entre los años 1820 y 1850; de corte neoclásico y bastante
vinculada con la llegada de arquitectos europeos. Los muros estaban construidos
de mampostería ordinaria, y para la estructura interna se utilizó
el ladrillo. Como las salas eran abovedadas su ordenación era muy
rígida, lo que obligaba a una obra de consideración para
poder introducir cualquier modificación en ella.
La prisión de Pied du Courant era, en suma, un edificio bastante
innovador, más próximo a los establecimientos europeos que
a los modelos que se consideraban específicamente norteamericanos.
Pero no por ello deberíamos concluir que Blailock copió en
su diseño, aunque simplificándolo sustancialmente, los planos
que J. Haviland hizo para la cárcel de Filadelfia, sino que la razón
del parentesco está en la parecida formación y procedencia
de ambos arquitectos, ya que los dos eran ingleses y, sin duda, conocían
las experiencias europeas en este terreno, donde se habían difundido
los sistemas de vigilancia central que, aunque no fuesen estrictamente
panópticos, tenían un punto de referencia en el discurso
de Bentham.
Para concluir haremos un rapidísimo repaso de su evolución.
Este encierro, como hemos visto, presentó problemas desde su inauguración,
ya que hubo que abrirlo sin estar totalmente concluido. Los sucesos de
1837 y 1838 dejaron pequeña la cárcel cuando apenas llevaba
dos años de funcionamiento, por eso desde sus orígenes ya
se reconocía la falta de essacio como uno de sus problemas fundamentales
. La transformación más importante del edificio (aunque hubo
modificaciones anteriores) tuvo lugar en 1852, momento en que los inspectores
de prisiones insistían en la conveniencia de implantar el sistema
auburniano, lo que guió las obras que se acometieron a la sazón.
Los informes hablaban entonces de una prisión en pésimas
condiciones, con un alto grado de hacinamiento puesto que el ala trasera
apenas se utilizaba porque estaba casi destruida. En lo sustancial, lo
que se hizo fue eliminar esta parte del edificio y reconstruir prácticamente
entera el ala este (Fig. 5) ahora siguiendo los criterios de Auburn. Después
de esta remodelación la fachada adquirió el aspecto que mantuvo
hasta 1912, año en que fue desafectada. Obviamente tras tales alteraciones
la estructura radial original quedó bastante desdibujada.
Durante ese lapso de tiempo se habló reiteradamente de construir
una nueva ala (ahora de tipo auburniano), así como de otros cambios
menores en los que no vale la pena detenerse aquí.
Quizás cabría señalar que en 1873 parte del muro
exterior fue demolido como consecuencia del trazado de la calle Craig,
con lo que se retiró el portalón de entrada unos cincuenta
pies. Algo más tarde el director Ms. Vallée obtuvo permiso
para edificar una residencia en el terreno de la prisión, ésta
fue probablemente la última obra relevante.
Finalmente, en 1906 se empezó a considerar la posibilidad de construir
un nuevo establecimiento penitenciario en Montréal. En 1912 la cárcel
de Bourdeaux abría sus puertas, con lo que se clausuraba la de Pied
du Courant.
Aunque inicialmente no se supo qué hacer con el edificio, en 1921
la Comisión de Licores de Québéc se instaló
en él y entre 1921 y 1924 se construyó un amplio complejo
industrial y comercial a su alrededor. Las modificaciones de su estructura
interna hacen difícil reconocer lo que fue en un primer momento,
pero su fachada principal permaneció bastante inalterada.
La reforma penitenciaria en España
Tal como hemos visto, los principales cambios, tanto en el pensamiento
penal como en las maneras concretas en que se materializaba el castigo
legal, comenzaron a finales del siglo XVIII y se fueron extendiendo por
los países desarrollados a lo largo de la centuria siguiente.
Es bien sabido que el ochocientos fue un periodo difícil y complejo
de la vida de España, jalonado de guerras y con un irregular proceso
de industrialización. Caracterizado también por un crecimiento
urbano bastante polarizado, que tendía a concentrar los puntos en
que se tomaban las decisiones o los flujos de capital, pero también
la pobreza, la marginación o la delincuencia.
Por otro lado, una cierta penuria económica o la necesidad urgente
de inversiones en sectores cuyo desarrollo se consideraba prioritario,
limitó parcialmente el despegue de la reforma penitenciaria.
A pesar de ello, en nuestro país eran bien conocidas las experiencias
foráneas en ese terreno como lo prueba, por ejemplo, la traducción
de Arquellada, en 1801, de la obra de La Rouchefoucauld en la que se explicaba
el funcionamiento del establecimiento de Filadelfia.
En 1819 Villanueva y Jordán presentó al rey Fernando VII
un modelo de cárcel de inspección central basado en el panóptico
de Bentham. Más tarde, en 1834, publicó un libro en el que
plasmaba sus propuestas. En 1822 se promulgó el nuevo Código
Penal, donde se recogían algunas de las ideas reformadoras de la
época.
Quizás uno de los hitos más relevantes, desde nuestra perspectiva,
sea el viaje que Marcial Antonio López realizó en 1830, comisionado
por la Corona para estudiar los más importantes modelos penitenciarios
de Europa y América, experiencia que posteriormente, en 1832, sintetizó
en un libro aparecido en dos volúmenes.
Probablemente éste es el trabajo donde se resumen con mayor claridad
algunos de los criterios que más adelante serán directrices
de la reforma penitenciaria española.
Por un lado propone, dada la situación real del país y
sus presumibles limitaciones a la hora de acometer grandes inversiones,
comenzar la transformación con centros modelo, que sugiere deberían
ser de unas dimensiones considerables. Estos servirían como laboratorio
en el que experimentar las reformas antes de hacerlas extensivas. Por otro
lado, el tamaño abarataría su coste proporcional.
También habla de la idoneidad de los sistemas de inspección
central, aunque parece desestimar el modelo panóptico, principalmente
por su carestía, decantándose hacia otras fórmulas
más económicas pero que mantengan una vigilancia de similares
características, como podrían ser, por ejemplo, los planos
radiales.
El proceso concreto de la reforma penitenciaria fue en España largo,
ya que ocupó prácticamente todo el ochocientos e, incluso
en tan tardía fecha, es dudoso que estuviese totalmente concluido.
Podríamos distinguir en él dos oleadas sucesivas. En un primer
momento se trató de establecer la clasificación de los reos,
que sería el primer paso para superar las viejas cárceles
de aglomeración. A continuación, pasada ya la primera mitad
del siglo, los esfuerzos se orientaron hacia la difusión de sistemas
más refinados de aislamiento. Aunque de manera somera, intentaremos
señalar los principales hitos de esta dinámica.
Los primeros tanteos que apuntaban hacia la clasificación tuvieron
un carácter bastante restrictivo, puesto que comenzaron con los
establecimientos considerados más duros, que eran algunos de los
que quedaban bajo la disciplina militar. De hecho, la primera propuesta
de este tipo la encontramos en la Real Ordenanza para el gobierno de presidios
y arsenales de la Marina de 1804, en ella no se habla de arquitectura,
pero se implanta de manera bastante precisa una ordenación del régimen
interior basada en la clasificación de los penados y en la vigilancia
constante de las cuadrillas que componían. La gradación de
los reos suponía obligaciones y privilegios, que les estimulaban
a comportarse de un modo determinado con vistas a subir en el escalafón.
El siguiente paso en la misma dirección fue la Ordenanza General
de los presidios del Reino de 1834, vigente durante una buena parte del
siglo. También con nulas consideraciones arquitectónicas
y escasas propuestas originales, pero con el mérito de pretender
extender el sistema de clasificación, que se había inaugurado
en los presidios militares, a toda la red de establecimientos penitenciarios
del país. En esta Ordenanza ya se hablaba de la importancia de las
cárceles modelo como instrumento para poner en marcha la reforma.
A partir de los criterios organizativos emanados de esta normativa hubo
diversas concreciones arquitectónicas, tales como el Presidio Modelo
de Valladolid o la cárcel de Mataró, que con mayor o menor
fortuna proponían ordenaciones espaciales adecuadas a sus requerimientos.
Pero el mayor esfuerzo en esta dirección estuvo representado por
el Programa para la construcción de cárceles de 1860, aprobado
por Posada Herrera el 6 de febrero y publicado como Real Orden el 27 de
abril del mismo año. Hasta ese momento las realizaciones habían
sido escasas y lo más notable eran los esfuerzos puntuales, como
los casos mencionados de Valladolid o Mataró, que adolecían
siempre de continuidad e hilazón. El Programa de 1860 pretendía
ofrecer unas pautas claras sobre la clasificación y el régimen
interno que pudiesen servir de orientación para diseñar modelos
constructivos, y dio sus frutos con el trabajo del arquitecto Juan Madrazo
quien preparó una colección de planos (Fig. 6) que partiendo
de estas ideas brindaba diferentes posibilidades de encierro.
En general, todos ellos estaban concebidos como establecimientos radiales
en los que funcionaba la clasificación de los reos. En sus diversas
modalidades encontramos, en la planta baja, las oficinas de administración,
las salas comunes y los talleres. El primer piso estaba dividido en salas
en las que dormían los reclusos siguiendo el régimen de clasificación
imperante. El propio Madrazo puntualizaba que su distribución estaba
pensada para propiciar una posterior subdivisión que podría
llegar hasta el encierro celular, fin último que se vislumbraba
como el objetivo más deseable.
El arquitecto decía inspirarse en el sistema de Auburn, lo que parece
reflejarse en el régimen interior, con talleres y salas de trabajo,
aunque el edificio está mucho más cerca de las proposiciones
de Haviland o Blailock que se habían identificado con el modelo
de Filadelfia. El eclecticismo en estas circunstancias parece innegable.
La segunda fase en el proceso que estamos describiendo es el progreso hacia
la individualización que, aunque tenía sus detractores -al
menos cuando se planteaba en sus formulaciones más radicales- brilló
durante un tiempo como el ideal penitenciario.
Igual que había sucedido con anterioridad, hubo aquí también
algunas propuestas que se adelantaron a las realizaciones prácticas.
En esta dirección deberíamos citar el Atlas carcelario de
Ramón de la Sagra, publicado en 1843 y en el que se recogían
las más variopintas alternativas de este tipo.
Pero el verdadero punto de arranque, en España, del sistema celular
fue la cárcel Modelo de Madrid, diseñada por Tomás
Aranguren (Fig. 7), comenzada en 1877 y concluida en 1884 (como siempre
con retraso sobre las previsiones, en las que se hablaba de 1881).
Se trata, una vez más, de un edificio radial, que presenta la originalidad,
sobre la mayoría de los esquemas entonces al uso, de los cuerpos
trapezoidales, cuya función era facilitar, en base al retranqueado
continuo, la vigilancia desde el punto central.
No es este el lugar para detenerse en el análisis de tal edificio,
pero sí que deberíamos prestar atención a una normativa
intensamente vinculada al mismo: el Programa para la construcción
de cárceles de partido de 1877.
Se trataba con él de homogeneizar el dispar panorama penitenciario
del país, difundiendo como pauta la cárcel diseñada
por Aranguren. De hecho, él mismo preparó una colección
de planos, para diferentes tipos de establecimientos penitenciarios, que
se basaban en la Modelo de Madrid y se adecuaban al antedicho Programa.
A pesar de estas tentativas y de los obvios esfuerzos que se hicieron
para poner en marcha la reforma penitenciaria, las dificultades que se
cruzaban en el camino hicieron que el proceso fuese lento y la realidad
distante de lo que las leyes y los discursos teóricos preconizaban.
A principios del ochocientos la mayoría de las prisiones era de
aglomeración, pero todavía en la segunda mitad del siglo,
de las no celulares el 80% tenía más de cien años
y en su mayoría se trataba de edificios reutilizados con fines penitenciarios,
como casernas o conventos.
De hecho, de las veintinueve prisiones celulares que existían en
España al despuntar el siglo XX, la mitad se habían construido
entre 1880 y 1890.
La cárcel de Barcelona. Un modelo de Modelos
En el marco que hemos descrito apareció la Modelo de Barcelona,
nacida con la voluntad de ser la excepción y de presentarse como
guía a seguir en la posterior elevación de otros establecimientos.
Pretendía superar a la de Madrid, que entonces era el edificio celular
por excelencia, y además ser más barata.
Esta preocupación por la cárcel obedecía, en gran
medida, a la compleja realidad social de Cataluña y más en
particular de la ciudad de Barcelona. El desarrollo industrial y la inmigración
habían provocado un crecimiento importante del proletariado, pero
también de la conflictividad, de la pobreza o de la marginación,
que se concentraba en las principales áreas urbanas y muy especialmente
en la Ciudad Condal. A ello habría que unirle la actitud de la burguesía
catalana, comprometida en demostrar su capacidad para resolver los problemas
que su actividad pudiese generar.
Las obras comenzaron en 1887 con un discurso de Pedro Armengol, uno de
los más prestigiosos penalistas catalanes. En aquel momento ya afloraba
el orgullo por el nuevo edificio que debería convertirse en modelo
de Modelos.
Se concibió como cárcel celular, pero sin llegar a la implantación
de un régimen puro. La propuesta inicial era que los preventivos,
para evitar el contacto con los delincuentes más avezados, debían
estar totalmente aislados. En la parte de cumplimiento se debería
combinar el aislamiento con el trabajo en común algunas horas del
día.
A pesar de tan optimistas proyectos el primer contratiempo fue la duración
de las obras, dieciséis años, ya que no empezó a funcionar
hasta 1904 y, así todo, se abrió sin estar concluida, pues
faltaba la parte trasera.
El discurso de inauguración corrió a cargo de Ramón
Albó, quien presentó con gran claridad, en aquel momento,
la importancia que se le concedía a la soledad y a la propia morfología
del edificio en la transformación del delincuente. La reflexión
en torno al establecimiento era muy coherente pero su realidad contradijo
con frecuencia las declaraciones de intenciones.
En 1887 los cimientos se hallaban a una distancia prudencial del Ensanche
de Barcelona, adecuándose así a las propuestas más
racionalista sobre el emplazamiento de prisiones. Pero en 1904 los edificios
estaban ya a trescientos metros de sus muros, pocos años más
tarde quedó en el interior de una ciudad aún en expansión.
Fue diseñada por dos renombrados arquitectos catalanes: Salvador
Viñals y Domenech Estapá. Debía estar compuesta por
tres unidades (Fig. 8): la administración, una parte destinada a
prisión preventiva y un tercer bloque concebido inicialmente como
prisión correccional para ambos sexos.
El edificio propiamente dicho es radial, el conjunto que se encuentra frente
a las dos alas más cortas es el destinado a la administración
y el opuesto a éste, situado en la parte trasera de la estrella,
sería el correspondiente a los reos de cumplimiento.
El retraso en las obras y las vicisitudes que se presentaban por delante
obligaron a abrir habiendo concluido sólo la parte radial, que desempeñó
desde ese momento las dos funciones de cumplimiento y retención
de preventivos. La parte destinada a la administración estaba parcialmente
terminada y el bloque posterior no se acabó hasta mucho más
tarde, momento en que asumió diversas funciones, como prisión
de mujeres, de jóvenes etc.
A pesar de las deficiencias y los retrasos habría que reconocer
que en este establecimiento se estudiaron los pormenores conducentes a
lograr una vigilancia continuada y discreta de los reclusos. Son dignos
de mención, entre otros, detalles como la iluminación cenital
y frontal de las galerías con luz natural. La parte central de la
estructura radial, punto de vigilancia y capilla a la vez, fue también
uno de los lugares más cuidados del edificio, donde se emplearon
los materiales más avanzados de la época, como el hierro.
Allí se materializaban la moral y la vigilancia, de modo que el
valor simbólico del enclave era enorme.
Por otro lado, se prestó atención a aparentes minucias como
por ejemplo las cerraduras de las puertas o un sistema especial de mirillas
para ver desde el exterior las celdas. En la misma línea se encontraban
las letrinas, dotadas de una señal colocada en el pasillo que delataba
al vigilante si se estaban utilizando para comunicar con otros reos.
Todo ello apuntaba hacia un control continuado y omnipresente que se suponía
debía ser un elemento de la mayor importancia para someter la voluntad
de sus obligados habitantes. Pero a pesar de los esfuerzos, y de una lectura
bastante coherente de las innovaciones en el terreno penológico,
así como de sus posibilidades a la hora de transformar a los individuos,
el establecimiento de Barcelona nunca fue el modelo de Modelos que pretendió
en sus orígenes.
Construida en las afueras de la ciudad pronto quedó en su interior.
Diseñada para albergar a ochocientos reclusos ha llegado a contener
hasta dos mil, y el sistema celular que la presidía apenas ha pasado
de ser un sueño.
En el presente, probablemente, es una de las cárceles con mayor
conflictividad de España, en la que los desordenes, así como
el recurso a la violencia, han sido frecuentes. Además, su implantación
en el tejido urbano no hace sino exacerbar tal problemática.
La Modelo de Barcelona, si en algún sentido es emblemática,
es como símbolo de un fracaso o, quizás mejor, de una contradicción.
Muestra la imposibilidad de la utopía burguesa, que preconizaba
la transformación del delincuente y su restitución a la sociedad
como ejemplo vivo de la eficacia del sistema. El propio desarrollo del
capitalismo generó una marginalidad y una delincuencia que desbordaban
ampliamente los límites, tanto físicos como disciplinarios,
de los establecimientos que iba creando.
Conclusión
Una buena parte de las conclusiones que aquí se podrían establecer
ya las habrá sacado el lector en su paso por estas páginas,
por lo que para terminar sólo querría señalar algunos
de los rasgos que aproximan y separan a la cárcel de Pied du Courant
y a la Modelo de Barcelona.
Obviamente, ambas respondían a las necesidades y anhelos nacidos
de la reforma penitenciaria. En tal sentido pretendían ser establecimientos
innovadores llamados a romper la inercia de tiempos precedentes. Pero,
además, estaban emparentadas en su propia estructura, tanto morfológica
como organizativa. Los dos eran edificios radiales, más simple en
el caso de Montréal, pero al tiempo más relevante, puesto
que se encontraba en un medio en el que dominaba el sistema de Auburn,
que propugnaba otras soluciones constructivas. En este sentido habría
que reconocer a las dos cárceles unas raíces comunes de origen
europeo.
También se asemejaban desde el punto de vista organizativo, puesto
que renunciaban a la pureza de cualquiera de los modelos imperantes, al
combinar el encierro en solitario con el trabajo en grupo, además
en un edificio radial que, al menos en Norteamérica, solía
asociarse con el régimen de Filadelfia.
Asimismo, hay parecidos en los problemas que en los dos casos se presentaron
desde el primer momento. Tanto la cárcel de Pied du Courant como
la Modelo de Barcelona sufrieron retrasos en los plazos de construcción
previstos, y tuvieron que abrirse cuando aún no estaban acabadas.
Ubicadas inicialmente a una distancia prudencial de la ciudad, cada vez
quedaron más integradas en su tejido, aunque este fenómeno
fuese más acusado en Barcelona.
Padecieron ambas, también, una sobrepoblación temprana,
siendo desde su comienzo la falta de espacio uno de los problemas más
graves.
Quizás, por último, deberíamos detenernos en lo que
separaba a estos establecimientos. La cárcel de Pied du Courant
se puso en marcha casi desde el comienzo de la "querelle des prisons",
en este sentido se trataba de una respuesta precoz a los problemas planteados
por la reforma penitenciaria. Además, era un edificio radial en
un medio en el que predominaba el sistema auburniano, lo que la hacía
especialmente original. En parte, a ello se debieron las reformas (especialmente
la de 1852) que sufrió, en gran medida tendentes a aproximarla al
modelo que en su ámbito se consideraba idóneo.
Por el contrario, la Modelo de Barcelona es una respuesta tardía,
intenta ser el colofón de un largo proceso en el que se ha ido experimentando
en otros establecimientos. Por eso, más que original, pretendió
ser la expresión más depurada del sistema de encierro más
difundido en España y en Europa.
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