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UNIVERSIDAD DE BARCELONA
ISSN:  0210-0754

Depósito Legal: B. 9.348-1976

Año I.   Número: 6

Noviembre de 1976


PLANIFICACIÓN URBANA Y NEOCAPITALISMO
Jean Pierre Garnier


Nota sobre el autor

Jean Pierre Garnier nació en Le Mans (Francia) en 1940. Obtuvo el Diploma del Institut d'Etudes Politiques de la Universidad de París en 1963. Ha sido investigador del Institut d'Aménagement et d'Urbanisme de la Region Parisienne (1965-67), consejero técnico del Instituto de Planificación Física de la República de Cuba, en La Habana (1967-71) y profesor del Instituto de Geografía de la Universidad de Toulouse-LeMirail. Ha publicado diversos artículos en las revistas "Espace et Societés" y "Metropolis" (de la que ha sido, además miembro del consejo de redacción) y el libro Une vil/e, une revo/ution: La Havane, De /'urbain au po/itique, (Paris, Editions Anthropos, 1973, 422 págs.). En la actualidad prepara una obra sobre la planificación francesa en colaboración con Denis Goldschmidt.



PLANIFICACION URBANA Y NEOCAPITALISMO*
Jean Pierre Garnier

Aparentemente, es decir, según la ideología dominante, la planificación urbana aspira a terminar con un fenómeno que adquiere el aspecto de una especie de calamidad natural: la "anarquía del crecimiento urbano". Naturalmente, la urbanización no es considerada como negativa en sí misma. Se la presenta como un fenómeno "benéfico", que es a la vez factor y símbolo del "progreso de la humanidad". Nadie ignora, por otra parte, que en los países capitalistas la urbanización va unida a la polarización espacial: la población y las actividades tienden a concentrarse en ciertas ciudades o regiones, dando como resultado la disparidad entre diferentes porciones del territorio. Sin embargo, y a pesar de los "desequilibrios" que provoca, esta polarización se considera tan inevitable como la propia urbanización y sus efectos son igualmente presentados como "positivos". Es más, no sólo se la presenta como inherente al desarrollo económico, sino como un factor del desarrollo de la cultura. "En ninguna época, afirman ciertos tecnócratas, ha habido grandes países con ciudades pequeñas, ni civilización avanzada en un país de aldeas" (1).

¿Dónde reside entonces el lado negativo de la urbanización? Simplemente, en el proceso que se da en la mayoría de los casos, es decir, la "espontaneidad", y en el resultado al que conduce un tal proceso, el "desorden urbano".



En otras palabras, el dinamismo de las grandes ciudades no podría ni debería romperse: solamente sería preciso canalizarlo y orientarlo. Frente a la urbanización "espontánea", la respuesta parece evidente: la urbanización "consciente" y, con mayor precisión, la planificación urbana.

 
¿Espontaneidad o estrategia urbana informal?

A pesar de las opiniones de los ideólogos oficiales, el "desorden urbano" no es más que la otra cara de un orden, el orden capitalista. Este está sometido a unas leyes que nada tienen que ver con las de la naturaleza, tales como la lógica del beneficio, las reglas del mercado y de la competencia, la tendencia a acumular la plusvalía, generada por el trabajo explotado. En "nuestras" sociedades, estas leyes rigen el conjunto de las actividades productivas. Si definimos la urbanización como la producción social de un cierto tipo de formas espaciales, resultará que el espacio urbano constituye un producto entre otros en el cual la creación y la transformación obedecen a las leyes generales de funcionamiento del sistema capitalista. También podremos decir que a pesar de su "desorden" aparente, el espacio urbano siempre está organizado. Su estructuración no es nunca el fruto de una dinámica autónoma y aleatoria, sino al contrario, la función de procesos sociales que "expresan, especificándolos, los determinismos de cada tipo y de cada período de la organización social" (2).

En realidad, los que hablan de "espontaneidad" pretenden disimular las causas profundas del "caos urbano". Este no es otra cosa que el impacto espacial de una multiplicidad de iniciativas no coordinadas, contradictorias, es cierto, pero que responden todas individualmente a estrategias centradas en un objetivo único: el beneficio. Más allá de su carácter disperso, confuso y conflictivo, encontramos en estas iniciativas una cierta coherencia global, a condición siempre de confrontarlas con los intereses de clase respectivos de las capas sociales que están en su base y no al "desorden" espacial que es su producto.

Recordemos a propósito de ello que la palabra "desorden" resulta poco adecuada para calificar la organización actual de las aglomeraciones, ya que esta organización no da en absoluto la impresión de estar hecha por casualidad. La observación más superficial nos muestra, en efecto, un principio que rige con notable constancia sobre la constitución de las formas urbanas: la segregación. Veremos a continuación que, lejos de poner este principio en cuestión, la planificación urbana tiene por función el "racionalizar" su aplicación. A pesar de lo "anárquico" que pueda parecer, el crecimiento urbano no ha impedido nunca a las clases dominantes el apropiarse del espacio y utilizarlo para sus propios fines, modelarlo y ordenarlo en función de sus necesidades. Lo cual ha permitido a un autor afirmar que la burguesía es no sólo una clase dirigente sino también una "clase urbanizante (3).

A pesar de todo, numerosos ideólogos y tecnócratas al servicio del capital tratan de negar la evidencia hablando de la urbanización como si se tratase de un fenómeno dotado de una dinámica "sui generis" según una concepción organicista, confundiendo la evolución de las ciudades con la de los seres vivientes. Pero la mayor parte de ellos no hace más que sustituir una mixtificación por otra, "explicando" la urbanización por la industrialización, presentada, a su vez, como una tendencia natural que se escapa a los determinismos sociales.

La irrupción brutal de la industrialización sería el origen del "desorden urbano". Esta es la idea principal que sirve de base a toda una serie de estudios sobre la evolución reciente de las ciudades. Con contadas excepciones estos estudios disimulan, sin embargo, lo esencial: industrialización y urbanización constituyen dos procesos sociales interdependientes, sin duda alguna, pero tributarios ante todo, en sus características, de las leyes fundamentales de la sociedad donde están asentados. No existe una forma única de desarrollo económico y la industrialización, particularmente, no puede interpretarse como un fenómeno "neutro" cuyo ritmo y modalidades están en cierto modo predeterminados por "impedimentos naturales", "imperativos técnicos" o descubrimientos científicos. Las condiciones en las que Francia o España se han industrializado, por ejemplo, tanto si se trata de las estrategias adoptadas y aplicadas, de la organización interna de las empresas o de las relaciones que se establecieron con la agricultura, dependen de unas relaciones de producción determinadas, de una estructura social definida. Sucede lo mismo con la inscripción de este proceso en el espacio nacional (e internacional, si tenemos en cuenta la colonización). El desarrollo de la industria y el crecimiento urbano son, en los países capitalistas, el producto del impulso y la dirección ejercidos por una clase particular cuya función es acumular el capital: la burguesía. El "desarrollo" que esta clase pretende promover no es el de la producción en sí, sino el de las relaciones de producción propias del modo de producción capitalista y entre estas relaciones la que influye sobre todas las otras, la extorsión de plus-valía a las capas productoras. En definitiva, la rentabilidad orienta la industrialización. Esta forma específica de desarrollo se relaciona, evidentemente, con la forma de la organización del espacio, ya que la primera implica e induce la segunda. Las características del desarrollo capitalista de las formas productivas lleva consigo, en consecuencia, una cierta estructuración del territorio. Así pues, hasta el momento, el signo característico de esta estructuración es el "desorden".

Es preciso señalar sin embargo, que no se trata de un fenómeno nuevo. Desde el inicio de su dominación, el modo de producción capitalista ha dado lugar a un desorden particular el desorden urbano. La especulación del suelo, la segregación socio-espacial, la congestión del centro de las ciudades, el aislamiento de ciertos barrios periféricos, la insalubridad, el sub-equipamiento de zonas de hábitat reservadas a los obreros son contemporáneos al surgimiento de la "revolución industrial". A pesar de ello, durante decenios la burguesía ha permanecido indiferente a estos fenómenos, hasta el punto de no percibirlos como "desorden". ¿Por qué, en estas condiciones, ha tomado luego conciencia del carácter "anárquico" de la urbanización y ha decidido controlar su curso, mientras que hasta el momento este fenómeno no había frenado su ascensión como clase dominante ni le había impedido ensanchar la base económica de esta dominación?; ¿por razones morales o estéticas?
 

El "desorden urbano" contra el orden capitalista

Los motivos que desde hace poco impulsan a la burguesía a deplorar las condiciones en que se efectúa el crecimiento urbano son muy simples. Como consecuencia espacial del orden social capitalista, el "desorden urbano" amenaza cada vez más con destruir este mismo orden. En otras palabras, el espacio resultante del dominio de la lógica del beneficio está a punto de convertirse en un obstáculo para la perpetuación de este dominio. Ello sucede de dos maneras.

En primer lugar, la gestión "técnico-económica" de conjuntos espaciales cada vez más amplios y complejos hace indispensable la intervención sistemática del Estado sobre la constitución de estos conjuntos, a fin de impedir la multiplicación de los desequilibrios funcionales de las actividades que contribuyen a la formación y realización de la plusvalía. Recordemos que todo crecimiento del volumen de la producción y de los intercambios significa el crecimiento del volumen de plusvalía. Así, como resultado de las leyes del mercado y principalmente de la acción de los diferentes agentes que intervienen directa o indirectamente sobre el conjunto, la organización de las ciudades tiende a limitar e incluso a bloquear la reproducción de las relaciones de producción. Bastará un ejemplo para ilustrar este primer tipo de contradicción.

Se ha producido una presión del capitalismo industrial y financiero sobre el espacio parisiense debido a la inclinación de grupos y empresas a localizar sus actividades direccionales en la parte más "prestigiosa" de la aglomeración (distritos situados en la parte occidental de la capital y municipios más próximos de las afueras en el oeste). La consecuencia de este fenómeno ha sido la expulsión sistemática de la población residente "no solvente", que ha debido trasladarse a zonas periféricas muy alejadas de los principales "polos terciarios". Con la ayuda de la especulación, las capas sociales con ingresos más elevados se han beneficiado de las escasas operaciones de renovación y consiguiente construcción de viviendas en París. Debido a esta estrategia segregativa, que no por "informal" es menos rigurosa, la mayoría de los empleados subalternos que trabajan en las zonas donde se concentran las oficinas debe efectuar cada día largos y pesados viajes entre éstas y su domicilio. A menos de continuar invirtiendo sumas fabulosas para adaptar el sistema de transporte al flujo viviente de los "migrantes alternantes", la tendencia a la polarización de los empleos terciarios en zonas donde ya están concentrados en exceso comporta el riesgo de provocar dentro de poco una parálisis casi completa de la circulación de la fuerza de trabajo. La saturación progresiva de las vías de comunicación y de los vehículos va a hacer desaparecer, de este modo, lo que constituía una de las ventajas de las "regiones urbanas": la existencia de un inmenso mercado de trabajo potencial. Para que éste sea real, es decir, "operacional", es preciso que sea "fluido". Tal como escriben los autores del esquema director de la Región de París, "las empresas encuentran en las grandes aglomeraciones una mano de obra más cualificada que en ninguna otra parte y más dispuesta a adaptarse a los cambios". Sin embargo, es preciso que esta mano de obra esté disponible en el sentido de poder desplazarse fácilmente. Así, llevada al extremo, la segregación entre las funciones y las actividades choca con esta "movilidad" tan apreciada.

A esta contradicción de orden "económico" hay que añadirle otra, directamente política, en la medida en que da lugar a enfrentamientos que ponen en cuestión el poder del Estado. El funcionamiento cada vez más defectuoso de las grandes aglomeraciones ejerce efectos negativos sobre la vida cotidiana de los habitantes, haciendo surgir nuevos motivos de descontento. Además del descenso de productividad que comportan los desplazamientos fatigosos —consideración económica—, la clase dirigente debe tener en cuenta la irritación de los trabajadores ante la deteriorización continua de sus condiciones de existencia fuera de su lugar de trabajo. Esto hace crecer su resistencia a la explotación en el mismo lugar de trabajo y da lugar, por otra parte, a nuevas formas de lucha. Por sí solas, las "luchas urbanas" no son suficientes para poner seriamente en cuestión la estabilidad del orden establecido. Movimientos como la rebelión de los mal transportados o la ocupación "salvaje" de las casas vacías, que se han desarrollado recientemente en Francia, no han inquietado realmente a la burguesía. Pero, además de contribuir a degradar el "clima social", las luchas urbanas pueden constituir un peligro mucho más grave si se articulan a otros tipos de lucha. La experiencia del Mayo caliente italiano y, más recientemente, de los pobladores, comandos urbanos y cordones industriales en el Chile de la Unión Popular no ha sido desperdiciada por todo el mundo. Las clases dirigentes de los diversos países capitalistas saben hoy día los riesgos que corren despreciando el "frente urbano" de la lucha de clases.



En un documento elaborado por encargo de la D.A.T.A.R. (4), los "futurólogos" y "prospectivistas" de la ordenación del territorio han intentado imaginar lo que sería una imagen de Francia en el año 2000, a partir de la extrapolación de las tendencias actuales de la evolución económica y social de Francia. En un país de 66 millones de habitantes de los cuales el 70 % viviría en "zonas de polarización" urbanizadas en un 100 % y el 30 % fuera de las zonas de polarización con tasas de urbanización del 65 al 70 %, las ciudades en esta época habrían cesado de desempeñar el papel de regulador social, facilitando la pacificación de conflictos entre los grupos, para convertirse, al contrario, en lugares de enfrentamientos cada vez más violentos entre una minoría beneficiaria del "derecho a la ciudad" y una mayoría a quien le sería negado este derecho. Aterrados por tales perspectivas, los autores del estudio le dieron un subtítulo significativo: "escenario de lo inaceptable". Entre las recomendaciones que figuran en otro estudio, igualmente encomendado por la DATAR, sobre la definición de una política de las regiones urbanas "teniendo en cuenta los fenómenos sociales, las coaliciones y conflictos entre grupos, a nivel nacional, regional y urbano", se aconsejaba que, en adelante, se concibiese la ordenación del territorio como un elemento de solución a las contradicciones sociales y que se crease —se precisaba— "un espacio que permita transformar los conflictos "salvajes" en conflictos que puedan resolverse mediante acuerdos".

La finalidad real de la planificación urbana aparece así claramente. Como cualquier otra práctica del aparato de Estado capitalista, debe contribuir a evitar la aparición de lo "inaceptable". Lo "inaceptable" es esta "situación conflictiva de violencia generalizada", más conocida con el nombre de revolución.
 

La planificación urbana como ideología

Los documentos que se han mencionado anteriormente no son representativos de la literatura oficial consagrada al crecimiento urbano, en la medida en que dejan ver lo que esta literatura tiene por misión esconder: el carácter político de los problemas urbanos y de las soluciones que se pretende aplicar.

Son sabidos los esfuerzos del pensamiento burgués para atribuir el origen de los "grandes problemas de nuestra época" (la "angustia vital", el "subdesarrollo" el "conflicto de las generaciones", etc.) a factores que parecen independientes de la división de las sociedades en clases con intereses antagónicos. Los problemas "'urbanos" no escapan a esta regla. Como de costumbre, la terminología cumple un claro papel ideológico.

El hecho de presentar estos problemas como "urbanos" es ya dejar en último plano sus determinantes sociales. En vez de ver en ellos el surgimiento de una nueva forma de contradicción social, se pretende hacerlos percibir como la consecuencia de una mala organización del espacio. Sucede lo mismo con la planificación urbana. Tal como es definido comúnmente, su papel tiende a acreditar la idea de que es el ambiente externo lo que determina el contenido de la existencia y que las formas espaciales determinan las relaciones sociales. Reconocemos aquí la tesis central de la ideología urbana que impregna la totalidad del discurso de los tecnócratas de la ordenación del territorio. El sociólogo Henry Lefèbre, a pesar de estar contaminado también por esta ideología, ha sido uno de los primeros en poner en evidencia el hecho de que "el urbanismo como ideología formula todos los problemas de la sociedad en cuestiones de espacio y traslada a términos espaciales todo aquello que viene de la historia (5).

Partiendo de tales presupuestos, es lógico que se llegue a analizar los "problemas urbanos" en términos de "crisis" y que se pretenda "tratarlos" modificando el espacio que los ha engendrado. Hablar de "crisis" en vez de "contradicciones" permite hacer creer que la planificación urbana debe hacer frente a obstáculos técnicos que deben superarse, cuando en realidad pretende facilitar la regulación política de ciertos conflictos de clases específicos.

Sería ingenuo interrogarse sobre los motivos que impulsan a los planificadores a analizar los fenómenos desde el punto de vista de sus efectos, considerados como insoportables, y no de sus causas, o, lo que es lo mismo, a tomar por causas lo que no son más que efectos. Tomemos el caso, tan debatido, de los atascos en el centro de las ciudades debido al flujo de automóviles. Afirmar que los embotellamientos son debidos a la inadaptación de la red viaria a "la circulación moderna", a la falta de aparcamientos o a la insuficiencia de medios de transporte colectivos es permanecer en el estadio de la simple descripción.

Hacer pasar la comprobación de un fenómeno por una explicación revela una operación mixtificadora que tiene por fin negar la existencia de las causas sociales de esta situación. Algunos objetarán que ésto sería salir del "dominio de lo urbano". En realidad ésto no hace más que poner de manifiesto el carácter ideológico de la noción "lo urbano", que sirve para justificar una ruptura conceptual de la realidad social, permitiendo "poner entre paréntesis" todo lo que no entre en el campo así delimitado, atribuyendo a la casualidad todo lo que se refiera a la naturaleza de clase de la sociedad. Para comprender el origen de la "crisis de los transportes urbanos", sería preciso referirse a la estrategia de las grandes compañías petrolíferas y de los trusts del automóvil, a la política industrial gubernamental, al papel del automóvil en la lucha ideológica llevada por la burguesía y, en el plano más directamente "urbanístico", a una segregación espacial de los habitantes y de las actividades que obliga a la mayoría de los primeros a consagrar una parte cada vez más importante de su tiempo libre a circular para dedicarse a las segundas.

Se comprende perfectamente por qué los responsables de la ordenación de las ciudades dejan de lado estas cuestiones. Antes de confesar abiertamente que revisten un carácter político, es decir, "subversivo", se dirá simplemente que no forman parte de cuestiones "urbanas", las únicas que son de la "competencia" del urbanista. El objetivo de la planificación urbana no es poner en entredicho los fundamentos del sistema capitalista, sino ayudarlo a funcionar sin trabas.

De ahí deriva la doble ambición de los planificadores burgueses:

- transformar la realidad espacial sin necesidad de transformar la realidad social, mas bien al contrario, buscar los medios para no transformarla.
- pretender transformar la realidad social a través de la transformación de la realidad espacial.

El ministro francés de la organización del territorio, equipamiento, vivienda y turismo recientemente resumía en un discurso el pensamiento antes apuntado de forma significativa: "cambiemos la ciudad para cambiar la vida".

La función ideológica de la planificación urbana no se limita a extender la idea de que la mejora del modo de vida dependerá de la organización del medio ambiente. Los planes, los programas, las publicaciones, las declaraciones referentes a la ordenación de las ciudades no van siempre seguidos de efectos. Es sabido que muchos proyectos anunciados y expuestos con gran aparato de propaganda se quedan, como suele decirse, "sobre el papel" o "en las carpetas y cajones". La no realización de estos proyectos puede ser debida a diversos factores. Existe uno directamente relacionado con la función de la planificación urbana en la lucha ideológica llevada a término por las "autoridades publicas" contra tal o cual clase o fracción de clase.

Sucede, en efecto, que la publicidad que se hace de un proyecto urbanístico revela un discurso propagandístico. La publicación de un plan implica siempre una intervención de la instancia política sobre la instancia ideológica, vaya o no seguido de medidas concretas que permitan traducir este plan sobre el terreno. Pero ocurre que todo se queda en esto. Por ejemplo, cuando el paro se cierne sobre una región o el sub-equipamiento se hace sentir en un barrio de una ciudad, es útil publicar un proyecto prometedor que permita suavizar las tensiones sociales temporalmente, en tiempo de elecciones, permitiendo así ganar un cierto número de votos favorables. Por otra parte, ciertos planes de ordenación no provistos de la autoridad legal reglamentaria que los haría obligatorios, compensan esta carencia jurídica por el tono autoritario del discurso. Se habla entonces de "imperativos ineludibles" y de "acción voluntaria". En un país donde los grandes medios de producción y de intercambio pertenecen a unos agentes que escapan a todo control público, puede parecer ilusorio elaborar y hacer públicos unos planes no conformes con los intereses de estos agentes. De hecho se trata justamente de convencer a la opinión pública de lo contrario. Se trata, por una parte, de persuadirla de que la mejora de las condiciones de existencia está en función del control ejercido sobre el crecimiento urbano. Por otra parte, se intenta hacerle creer que dicho control es posible.



Este discurso esconde lo esencial: la urbanización no podrá estar realmente planificada más que si las iniciativas que la orientan cesan de ser privadas. En cuanto al control de la población sobre sus condiciones de existencia, en particular en cuanto al trabajo y a la vivienda, supone de antemano que esta población pueda tomar en sus manos la organización de la producción y de los intercambios o, por lo menos, de controlar a aquellos que lo hagan. Para que esta doble perspectiva se convierta en realidad debe existir un factor previo: la expropiación de la burguesía.


Las ambigüedades de la planificación urbana

Sería absurdo reducir la planificación urbana a una práctica de carácter puramente ideológico. Los efectos de disimulo / persuasión de los cuales hemos hablado más arriba tienen, en general, el objetivo de justificar una intervención del aparato de Estado a fin de modificar de modo efectivo la realidad espacial. Por tanto, es preciso que ahora nos planteemos el sentido de esta intervención y más concretamente su capacidad para resolver ciertas contradicciones sociales propias de la fase actual del desarrollo capitalista.

Tomaremos como punto de partida la definición que propone Manuel Castells de la planificación urbana. De modo general, toda planificación capitalista, ya sea urbana o no, puede analizarse como la intervención de la instancia política, es decir, de los aparatos de Estado, sobre las diferentes instancias de una formación social, económica, ideológica y política, así como sobre las relaciones recíprocas de unas con otras (articulaciones) a fin de garantizar una extensa reproducción del sistema capitalista.

Regulando las contradicciones no antagónicas (6), esta intervención garantiza la realización de los intereses globales de la clase o fracción de clase dominante.

Lo característico de la planificación urbana es actuar en el seno de un conjunto socio-espacial específico que, sea cual fuere su forma ecológica, constituye una unidad colectiva de reproducción de la fuerza de trabajo. Esta acción consiste en reorganizar el sistema urbano ayudando a su funcionamiento de forma "adecuada", es decir, conforme a la lógica de conjunto del sistema capitalista.

De esta definición podemos extraer dos implicaciones:

1) La planificación urbana respeta siempre la lógica estructural del modo de producción capitalista (dominante), es decir, sus articulaciones esenciales. Por consecuencia está subordinada a esta lógica y no puede corregir más que sus articulaciones no esenciales.
2) La planificación urbana dispone de una cierta autonomía en relación a grupos sociales concretos. Esta autonomía es evidente cuando se trata de las clases dominadas (obreros, campesinos, pequeña burguesía y mediana burguesía), pero también existe respecto o los fracciones hegemónicas de la clase dominante cuando éstas anteponen sus intereses inmediatos y particulares en perjuicio de sus intereses generales y a largo plazo, es decir, de la estabilidad del mismo sistema considerado de forma global.

De ahí viene una gran parte de la ambigüedad de la planificación urbana. Si bien es verdad que el Estado capitalista sirve los intereses de la burguesía y sobre todo los de su fracción dominante en el curso de un período determinado, también lo es que actúa, sin embargo, con un cierto margen de libertad en relación con las fuerzas sociales que componen esta capa, consideradas separadamente. Esto explica que puedan surgir conflictos entre el Estado y grupos financieros importantes cuando existe el peligro de que sus iniciativas comprometan el funcionamiento general del sistema urbano y, por tanto, la reproducción del sistema capitalista.

Este último aspecto es fundamental para el análisis de la evolución reciente de las relaciones entre el neocapitalismo y la planificación urbana. En efecto, a menudo la intervención del Estado burgués en los procesos de urbanización es conocida de un modo muy esquemático que proviene de una visión simplificadora, por no decir simplista, de lo que es el capitalismo monopolista de Estado. Para numerosos autores que se declaran marxistas, la fase monopolista del capitalismo tiende a oponer por una parte las grandes instituciones financieras y los grupos industriales más poderosos, nacionales o multinacionales, y por otra la clase obrera, los pequeños empleados, los artesanos, los comerciantes, los pequeños industriales y los campesinos. En función de esta concepción, la planificación urbana no haría más que expresar u organizar los intereses de la fracción de clase dominante. Esto viene a presentar al Estado como instrumento al servicio de los monopolios.

En vez de tratar de refutar esta tesis por un análisis abstracto, inspirándose más o menos en los aportes teóricos de N. Poulantzas (7), trataremos de mostrar sus insuficiencias a través del examen crítico de tres interpretaciones corrientes de las relaciones entre planificación urbana y capitalismo monopolista de Estado, el origen de las cuales es un conocimiento insuficiente de las contradicciones que la planificación urbana pretende regular. Las tres interpretaciones pueden ser analizadas como tres desviaciones: 1) la desviación cuantitativista y estática, 2) la desviación monolítica, 3) la desviación mecanicista.
 

Crítica de la interpretación estática y cuantitativista

Esta concepción puede resumirse como sigue: la inadecuación del espacio urbano a las necesidades actuales del capitalismo radica principalmente en la estructuración de este espacio resultante del juego incontrolado de la lógica del beneficio en ausencia de una planificación urbana.

Cuatro líneas principales caracterizan la "desorganización" del espacio urbano en las grandes aglomeraciones capitalistas:

- congestión y disgregación de los antiguos centros urbanos,
- expansión desordenada del tejido urbano en la periferia de las ciudades y en las zonas rurales,
- sub-equipamiento de las afueras de la ciudad,
- fraccionamiento y compartimentación de las aglomeraciones urbanas en partes mal relacionadas unas con otras.

La incoherencia de este tipo de urbanización influye negativamente en el funcionamiento de los conjuntos urbanos, puesto que:

- disminuye su eficacia económica debido al despilfarro de tiempo y dinero que comporta, lo que reduce la rentabilidad de las inversiones. Las "economías de escala" terminan por dejar lugar a unas "diseconomías de escala" a medida que las ciudades pierden su funcionalidad bajo el efecto de un crecimiento no "disciplinado",
- esta incoherencia hace que exista el riesgo de una crisis social haciendo cada vez menos soportable a los trabajadores sus condiciones cotidianas de existencia.

De ahí la necesidad planteada por la misma clase dominante de un control por la sociedad, es decir, por el Estado burgués, del desarrollo urbano.

Este punto es exacto a condición de considerarlo solamente como un punto de partida para aprehender la significación política de la planificación urbana y rebatir la visión oficial que se nos propone.

Sin embargo, quedarse aquí sería dejar a un lado definitivamente un fenómeno esencial: el espacio no es la única realidad que se transforma, ya que las fuerzas sociales que provocan esta transformación se modifican también.

La inadaptación de la estructura urbana a las necesidades del capitalismo no es solamente el resultado del impacto del desarrollo de éste sobre el espacio y del "desorden" que crea, sino que es también el resultado de las transformaciones económicas que marcan la evolución reciente del capitalismo. Las relaciones de fuerzas en el seno de la burguesía francesa, por ejemplo, son muy diferentes hoy en día de lo que eran al final de la segunda guerra mundial. Estas modificaciones internas de la clase dominante deben ponerse en relación con las mutaciones que ha conocido el sistema económico capitalista en Francia durante el mismo período.

En lo relativo a la planificación urbana francesa. puede afirmarse también que su impulso reciente y su evolución se deben menos al producto de la acumulación de problemas "urbanos" no resueltos en el contexto de una expansión cuantitativa y lineal del capitalismo, que a un cambio estructural de este último.

A las contradicciones "normales" que aparecen a nivel del espacio ligadas a la acción de las leyes generales de funcionamiento del sistema capitalista, se añaden, en el caso de Francia, las que provienen de la sustitución de una fracción dominante de la burguesía por otra. Estas mutaciones, a la vez económicas y sociopolíticas, han engendrado nuevos desequilibrios en la organización del espacio urbano en la medida en que éste correspondía hasta hace poco a una fase anterior de la evolución del capitalismo, caracterizado por la dominación de la burguesía industrial.

Francia es una sociedad "bloqueada". Dejamos a un lado la significación que dan a este término los ideólogos del régimen, para esbozar a grandes trazos la realidad que este término encubre. Designa un país donde un neocapitalismo que querría ser dinámico empuja al máximo la concentración monopolística en interacción con el Estado en vistas a obtener mayores provechos y conseguir una mejor competitividad europea e internacional. Pero, esta fracción de la burguesía no ha llegado todavía a descartar completamente un capitalismo antiguo, ya caduco, heredado del siglo XIX, fundado sobre la dispersión de la pequeña producción a menudo familiar. A ésto es preciso añadir el obstáculo que constituye la propiedad privada del suelo, igualmente ligada a fases muy anteriores de la evolución histórica. Esta contradicción debida al crecimiento de las fuerzas productivas, propia del estadio monopolista del capitalismo conlleva una ruptura entre:

- una corriente de movimiento con un afán de renovación tecnológica y de mutaciones de todos tipos y
- una coalición del orden y de la inmovilidad, ligada al viejo sistema de valores y obsesionada por el miedo a los cambios.

La burguesía monopolista es dirigista, porque es consciente de la necesidad de una regulación tecnocrática del sistema para que éste no vuele en mil pedazos bajo el impacto de sus contradicciones; la segunda es "liberal" (8) porque sabe que el desarrollo y la modernización de este sistema implica su propia desaparición.

Sucede, sin embargo, que el período en el cual nació la planificación urbana francesa fue precisamente un período de transición entre la dominación de la fracción ya arcaica de la burguesía y la dominación de la fracción modernista. Ello dio como resultado la creación de nuevas contradicciones en el plano de la apropiación social del espacio urbano.

Durante la primera mitad del siglo XX, la estructura de la sociedad francesa estuvo caracterizada por la permanencia de una clase de pequeños campesinos parcelarios muy numerosos y de una multiplicidad de pequeñas y medianas empresas. Hasta principios de los años 50, la ocupación del suelo urbano estuvo principalmente marcado por la coexistencia, es decir, la alianza entre las empresas de importancia mediana y la gran industria, apenas salida de las destrucciones de la segunda guerra mundial.

Esta alianza entre la pequeña burguesía y una gran burguesía debilitada explica en gran manera las características de la urbanización de esta época. La "anarquía" resultante proviene principalmente de las iniciativas conjugadas pero no coordinadas de un capitalismo industrial donde dominaban las actividades de producción.

A partir de finales de los años 50, se afirma la preponderancia, en el marco nacional, de las empresas francesas de importancia internacional predominantemente industriales, frente a pequeñas industrias ligadas al mercado local. A pesar de su carácter industrial, estas empresas van a empezar a terciarizar el espacio urbano.

La concentración y la modernización del aparato productivo va paralelo al desarrollo y a la reestructuración del aparato de gestión. A partir de entonces un principio va a guiar a los patrones en cuanto a la elección de la localización de los establecimientos: la segregación espacial entre las actividades directamente productivas (fábricas, talleres, almacenes) y las actividades de concepción y dirección.

Las primeras serán empujadas cada vez más hacia la "periferia": afueras de París, región parisiense, "fachadas marítimas", ciudades medias, países subdesarrollados. Las actividades ligadas a la decisión (sedes sociales, gabinetes de investigación, servicios de venta) serán, al contrario, concentradas en el centro de la capital y de las "metrópolis de equilibrio".

Este reagrupamiento espacial de los servicios centrales de los grupos industriales en los lugares de mayor accesibilidad se hará progresivamente sin intervención del Estado en sus comienzos. Es de este modo que en París el centro de negocios empezará a extenderse "espontáneamente" hacia el oeste sin que la operación de la Défense, acogida con reticencia por los medios industriales en su origen, interviniesen en esta evolución.

Sin embargo, la situación cambió algunos años más tarde, cuando una nueva fase sucede a la fase "industrial". La fase caracterizada por la dominación "terciaria". Desde principios de los años 60, una nueva concepción del centralismo urbano en provecho de la clase dominante va a ponerse al orden del día. Esta toma de conciencia se desarrolla bajo la influencia de la fracción que se ha vuelto hegemónica en el seno de la burguesía francesa, la fracción financiera y también bajo la acción del Estado que va a darle una formulación más sistemática a través de operaciones urbanísticas que impulsará directamente.

El crecimiento de la necesidad de oficinas y la conveniencia de concentrarlas fuera del centro tradicional saturado en lugares a la vez prestigiosos y de un fácil acceso, va a provocar la expansión del mercado inmobiliario. El papel de los grandes bancos, privados o nacionalizados", va acrecer, así como el de las compañías de seguros, ya que centralizan enormes recursos financieros, canalizando el ahorro.



La planificación urbana va a tener por función, el asegurar la hegemonía del capital financiero sobre el espacio urbano, velando para que la acción de este último no llegue a mostrar al descubierto unos desequilibrios "excesivos", es decir, peligrosos para el orden establecido.

Como puede constatarse, no es suficiente afirmar que el Estado sirve los intereses de la clase dominante. Es preciso señalar de antemano que estos intereses han cambiado porque la clase misma ha sufrido una metamorfosis interna.
 

Planificación urbana y capitalismo inmobiliario

Desde hace alrededor de una decena de años, el espacio central de las grandes aglomeraciones francesas está dominado por grupos inmobiliarios especializados en la construcción de oficinas. Su estrategia consiste en convertir los centros de las ciudades en centros de negocios, es decir, en espacios que por su posición geográfica y su organización interna contribuyen a disminuir el coste de las actividades ligadas a la circulación del capital, aumentando su eficacia. Nadie ignora, en efecto, que el sueño del capitalista es reducir el tiempo durante el cual el capital no produce plusvalía. Para las firmas que buscan localizar sus servicios centrales, es indispensable encontrar lugares donde éstos podrán funcionar con la mayor racionalidad, teniendo en cuenta sus actividades. La información, la concepción, la decisión, la gestión: estas son las funciones vinculadas a la centralidad, aquéllas justamente cuyo reagrupamiento define el centralismo capitalista.

Los comercios "raros", así como los pisos de lujo son, en cierta manera, un sub-producto de este fenómeno de terciarización de los centros. La integración de un cierto tipo de tiendas y de inmuebles de pisos en los espacios centrales hace crecer la rentabilidad de la construcción, debido a la renta diferencial así creada. Las tiendas especializadas en la venta de productos no estandarizados contribuyen al prestigio del centro y este prestigio, a su vez, favorece a los establecimientos comerciales que se encuentran allí.

Pero es preciso observar que lo esencial de la "renovación" de los centros es tributario de la función económica del capital inmobiliario, que consiste en facilitar la circulación de las mercancías, las operaciones financieras y el trabajo de dirección y de gestión.

Los centros de negocios son la expresión física de la concentración del capital y de los estrechos lazos que unen a los estados mayores de la industria y de las finanzas. Constituyen en cierta manera la respuesta geográfica a las necesidades en servicios (publicidad, comercio, informática), en contactos y en intercambios que requieren las actividades interrelacionadas del capital. Un solo motivo conduce a los bancos, las compañías de seguros, las grandes firmas comerciales e industriales a concentrar sus oficinas en los lugares que preparan y organizan los promotores inmobiliarios: dar una mayor eficacia a su actividad.



El Estado no hace más que intervenir en este proceso para "racionalizarlo". La proliferación "anárquica" de las oficinas hace que la localización de éstas en la parte central pierda una buena parte de las ventajas que sus futuros ocupantes tienen derecho a esperar" de ella. La interdependencia entre los diferentes elementos de la centralidad decisional implica una concentración máxima de realizaciones espaciales correspondientes a cada uno de esos elementos. Si se deja sin control, el mercado de oficinas tiende a estructurarse en función de la especulación del suelo: las oficinas aparecen allí donde hay un terreno libre o susceptible de llegar a serio, es decir, en cualquier sitio. Pero, para ser "funcional" la terciarización debe efectuarse según una estrategia precisa: la polarización. El papel de la intervención del Estado es favorecer el funcionamiento de esta estrategia. La realización de grandes operaciones "concertadas" de conjunto con los agentes económicos privados se inscribe en esta estrategia; Maine-Montparnasse, la Défense, los "polos terciarios" localizados cerca de las principales estaciones parisienses son ejemplos de esta política.

Es preciso no olvidar tampoco que el juego "espontáneo" de las leyes del mercado del suelo no sería suficiente para liberar "en tan gran número y con una tal simultaneidad" las grandes superficies próximas al centro necesarias para las grandes operaciones inmobiliarias "integradas", como ha hecho notar J. Lojkine con referencia al centro tradicional de los negocios de París (9). Solamente el Estado puede obligar a las industrias a "descentralizarse" y a los habitantes a trasladarse a la periferia. La liberación de los terrenos implica su compra o la indemnización de los propietarios expropiados. En este caso, también, el papel del Estado es irreemplazable. Sucede lo mismo en cuanto al equipamiento de estos terrenos y principalmente la realización de las infraestructuras de transporte. La localización de nuevos medios de transporte, la ordenación de superficies suficientemente vastas para acoger importantes programas de oficinas, la expulsión de los talleres y almacenes fuera de la zona central, la creación de un "medio ambiente" social susceptible de atraer las sedes sociales gracias a la expulsión de familias con ingresos modestos y la rarefacción sistemática de la construcción de viviendas populares, forman un conjunto coherente de medidas donde la intervención del Estado es decisiva.

Es la combinación de esta intervención de los "poderes públicos" con las iniciativas de las sociedades y los grupos financieros lo que caracteriza el período actual en materia de urbanización. Esta nueva estrategia de apropiación colectiva del espacio central de las principales ciudades por la fracción dominante del capital, está, así, basada sobre dos principios:

- la implantación sistemática de las actividades de concepción y de decisión de la economía, así como de las funciones de dirección de carácter político e ideológico (órganos centrales del Estado, estudios de la radio y de la televisión, sedes sociales de las empresas de prensa, etc.) en las áreas centrales.
- la eliminación paralela de las actividades de ejecución, particularmente las actividades de producción a expensas del capital industrial de envergadura nacional o local y del artesanado.

En resumen, la evolución de la planificación urbana francesa en el curso de estos últimos años sería incomprensible si no se tuviesen en cuenta las mutaciones socio-económicas que han afectado la dominación de clase en la sociedad francesa. Debido al carácter centralizado de la organización político-administrativa francesa, el espacio parisiense ha sido más fuertemente marcado por esta evolución que el de otras aglomeraciones. La "reconquista" de París es burguesa, como la "conquista" que tuvo lugar un siglo antes bajo el segundo imperio con Haussman. Pero hoy en día, la fracción propiamente industrial de la clase capitalista francesa ha visto su dominación puesta en tela de juicio debido a la preponderancia económica de la fracción financiera y comercial, especializada en la circulación del capital y no en la producción.

En Francia, como en muchos otros países capitalistas, las "regiones urbanas" tienden cada vez más a organizarse en torno a y en función de polos de actividades terciarias. Desde fines de los años 50, la terciarización constituye la base de la urbanización y el objeto preferencial de la planificación urbana en las grandes aglomeraciones. A pesar de las variaciones y de las oscilaciones de todas clases que han marcado su curso, la política urbana francesa desde hace más de 10 años ha conocido una coherencia innegable, ya que ha estado siempre conforme al interés general y a largo plazo de la fracción de la burguesía que ha impuesto su dominación en la escena económica y también política al advenimiento del "gaullismo".

 
Crítica de la interpretación monolítica

Sería por nuestra parte caer en una visión "cuantitativa y estática" el considerar la clase dominante como un bloque monolítico y la presión de la fracción financiera como un solo factor orientativo de la planificación urbana.

Como ya hemos visto, no solamente la dominación en el seno de la burguesía puede cambiar, sino también la hegemonía de una fracción de clase, no implicando que ésta pueda abstenerse de tomar en consideración los intereses antagónicos de las otras fracciones capitalistas.

Lo esencial de la planificación urbana francesa se ha orientado hacia la realización de los objetivos de la fracción dominante:

- puesta en marcha de grandes operaciones urbanísticas por el Estado: centros de negocios, ciudades nuevas, infraestructuras de transportes, etc.
- presión estatal para acelerar el desplazamiento de las industrias hacia la periferia.
- "tolerancia" en cuanto a la localización de las oficinas en el centro de la aglomeración.

La política simultánea de terciarización y de desindustrialización ha sido aplicada a una época caracterizada por una agravación de la competencia internacional. Juzgada como el único "punto fuerte" del territorio francés de cara a las aglomeraciones rivales (Londres, Bruselas, Randstadt, Ruhr, etc.), la región parisiense ha sido reordenada para convertirla en más "competitiva" en el plano internacional. Así, las necesidades de las muy numerosas empresas que dependen del mercado parisiense del trabajo y del consumo no podían coincidir con las de las empresas multinacionales. Al mismo tiempo, la construcción de las infraestructuras de recepción para las sedes sociales de estas empresas (hoteles, centros de negocios, instalaciones de congresos y de exposiciones, aeródromos, autopistas, autovías, etc.) contribuía a dejar a un lado los intereses de la burguesía local y, por supuesto, los de la población trabajadora, en particular la demanda de un sistema de transporte metropolitano que asegure la unidad del mercado de trabajo. También la mayoría de las inversiones públicas han sido hechas a efecto de los grandes equipamientos en vistas a los intercambios internacionales y no a la mejora del "marco de vida" de los habitantes ni tampoco a la modernización de las infraestructuras ligadas a la autoridad económica local.

¿Era posible otra opción? No lo parece, teniendo en cuenta la naturaleza de clase del Estado francés y la coyuntura en que su acción tenía lugar.

La competición encarnizada, resultante de la integración de Francia al Mercado Común y del desarrollo de las empresas multinacionales obligan al capitalismo francés a buscar unos puntos de apoyo capaces de resistir victoriosamente la competencia de otros polos internaciones. En Francia, solamente París puede constituir una metrópoli europea y mundial, siempre a condición de reestructurar el espacio de la capital sobre la base de las actividades que corresponden a esta función. Son estas consideraciones las que han conducido al Estado a dar prioridad a la realización de todo lo que podía reforzar el poder de atracción de París a escala internacional.



La estrategia internacional de las grandes firmas francesas que se apoyan sobre la región de París es evidentemente incompatible con las necesidades propias de la población residente. Sucede lo mismo, como ya se ha dicho, a los jefes de empresas que no actúan de cara al mercado exterior. Los equipamientos deseables para estas últimas no interesan a las firmas de envergadura internacional. La preeminencia acordada por los responsables de la ordenación del territorio a la "vocación" internacional de París ha conducido a sacrificar los intereses de los que no contribuían a reforzarla.

En las ciudades de provincia, por el contrario, la fracción dominante de la burguesía francesa, debe negociar sus compromisos con los banqueros, comerciantes y notables locales, ya que la función internacional no es preeminente en estas aglomeraciones.

Añadiremos, para terminar con este punto, que lo que se estima fundamental por los aparatos direccionales de las grandes firmas nacionales no lo es forzosamente por los de las grandes firmas extranjeras. Un informe reciente publicado por la D.A.T.A.R. (10) muestra que las grandes personalidades más representativas del mundo de los negocios y de la política en el extranjero no desean que París se convierta en una capital uniforme y despersonalizada, "banalizada" por un urbanismo cosmopolita y estandartizado. Los estados mayores de las finanzas y de la economía, los organismos internacionales, las actividades de avanzada del sector "cuaternario" tienden cada vez más a establecerse en las ciudades donde el marco de vida favorece la innovación y la creatividad, gracias a la diversidad de las actividades de la población. Fundada sobre una jerarquización y una segregación sistemáticas del espacio, la política urbana que se lleva a cabo actualmente en la región parisiense puede acabar afectando a su irradiación internacional y sus promotores imaginan favorecerla por un urbanismo "funcional" que no corresponde ya a las verdaderas funciones de una capital mundial. Esta contradicción paradójica puede incitar al Estado a reintroducir pronto la vivienda "social" en la capital, así como ciertas actividades industriales y artesanales, en nombre de la necesaria lucha contra la segregación y la uniformidad. ¿Veremos dentro de poco tiempo una alianza "objetiva" entre las más potentes firmas multinacionales y las capas dominadas de la sociedad francesa para proclamar, por un extraño retorno de las cosas, el "derecho a la ciudad y a la centralidad"?

Otro ejemplo de las relaciones conflictivas que pueden oponer entre ellas a las fracciones de la clase dominante es el de la especulación del suelo. En este caso igualmente la intervención del aparato de Estado se revela indispensable, no para llevarla a cabo, sino para velar para que sea, ella también, "planificada".

 
Planificación urbana y especulación del suelo

La expansión de la demanda de espacios centrales favorece la especulación sobre los terrenos. La fracción dominante de la burguesía no duda en participar también en este proceso. Durante muchos años las ganancias acumuladas sobre esta base han servido para financiar inversiones en el comercio y la industria. Sin embargo, puede suceder que la especulación llegue a entorpecer la realización del objetivo fundamental de la fracción dominante: acelerar la circulación del capital. El alquiler o la compra de oficinas en los espacios centrales de las ciudades no son ventajosos para las firmas más que en la medida en que los beneficios que obtienen de su ubicación no son anulados por el coste de los terrenos. Es también frecuente que los intereses de los propietarios de los terrenos se opongan a los de los que van a utilizarlos, ya se trate de los promotores de las oficinas o de sus clientes (que, por otra parte, se confunden a menudo).

Para regular esta contradicción, el Estado dispone de muchos medios, entre los que destaca el derecho de prelación que se reserva para ejercer en las zonas declaradas de "ordenación diferida" y los diferentes impuestos que carga sobre las transacciones de ventas de terrenos. Incluso llega a proyectar la municipalización de los suelos y a hacerla realmente como en ciertos países escandinavos. Contrariamente a lo que se ha escrito a menudo, el Estado burgués no está obligado a respetar las leyes del mercado del suelo. No existe, a largo plazo, incompatibilidad entre capitalismo y nacionalización o municipalización de los suelos. El único obstáculo es de orden político. En una coyuntura dada, como en Francia desde hace decenios, el apoyo electoral de los propietarios de terrenos es indispensable para la burguesía. Sin embargo se puede prever que, a largo plazo, la propiedad de la tierra está condenada por la evolución misma del sistema capitalista, en lo que concierne a los suelos destinados a la urbanización, en la medida en que esta propiedad bloquea los mecanismos de adaptación del espacio urbano frente a las necesidades de la fracción dominante y en que la recuperación de la renta de la tierra por los propietarios de terrenos aparece, a los ojos de los promotores y urbanizadores de las oficinas, cada vez más "escandalosa".

El coste prohibitivo del suelo es el origen de otra contradicción: la segregación "excesiva" del hábitat. Estudios recientes han mostrado que el precio del suelo era tan elevado en el centro de las grandes aglomeraciones urbanas, que la construcción de viviendas de lujo se había vuelto poco "competitiva", es decir, menos rentable, en relación a la de las oficinas. Hasta hace poco, sin embargo, las viviendas de lujo han proliferado a un ritmo casi igual al de las oficinas en los espacios centrales.
La significación real de las operaciones de renovación del centro de las ciudades es ya ampliamente conocida, principalmente gracias a los análisis de M. Castells y de su equipo (11). Consisten esencialmente en "deportar" hasta la periferia, con la ayuda del Estado (legislación coercitiva, política de viviendas "sociales", expulsión por la fuerza), a las capas "no solventes", es decir, con ingresos demasiado bajos para pagar los alquileres de los pisos residenciales "de standing" o de los nuevos locales reservados a las actividades artesanales o comerciales. Los conflictos ligados a estas operaciones nos llevan a una contradicción inter-clases.

Pero la multiplicación de las viviendas de lujo da lugar también a contradicciones en el seno mismo de la clase dominante (intra-clase). Cuando crece la demanda en oficinas y el Estado trata de polarizar la terciarización en algunos puntos escogidos por su accesibilidad y la posibilidad de utilización de servicios comunes, los grupos financieros se apresuran a utilizar del modo más rentable el espacio central y su nuevo prestigio, poniendo en marcha una política a corto plazo de "renovación", fundada en la construcción sistemática de pisos reservados a las capas adineradas.

El fenómeno ha tomado una tal amplitud que el Estado ha debido actuar para limitar o corregir una tendencia que agrava los efectos de la segregación social sobre el mismo funcionamiento de la aglomeración. Por otra parte, era preciso evitar que los terrenos todavía libres fuesen inmediatamente ocupados por viviendas, cuando la "vocación" internacional de París exigía dejar un gran espacio para las sedes sociales deseosas de instalarse allí. Aquí también, la intervención del Estado aparece necesaria para coordinar, compatibilizar y equilibrar estas estrategias divergentes, a favor de los grupos predominantes, es cierto, pero obligándolos a veces individualmente a hacer algunas concesiones en su propio interés.

Esto nos conduce a plantear la tercera de las tres desviaciones relativas a la interpretación de las relaciones entre la planificación urbana y el neocapitalismo.

 
Crítica de la interpretación mecanicista

El Estado organiza la dominación de clase en el terreno de la ordenación urbana, pero de ello no se desprende de ningún modo que su acción pueda ser identificada a la de un instrumento dócil que traduce directamente en su política las opciones de la fracción hegemónica de la burguesía. Como subraya muy acertadamente J. Lojkine, el Estado debe asumir simultáneamente dos funciones indisociables: organizar la hegemonía de la clase dominante y mantener la cohesión de la formación social. Ciertamente, los dos objetivos están ligados. La política urbana, tratando de prevenir los "excesos" de una urbanización incontrolada o de "reparar" sus efectos, contribuye a preservar a la cohesión de la sociedad de las contradicciones que la amenazan. De este modo, salvaguardando las condiciones necesarias para la reproducción de las relaciones de producción, el Estado asegura la permanencia de la dominación de clase. Pero puede verse obligado a oponerse a una iniciativa determinada procedente de la clase dominante.

No olvidemos, en primer lugar, que la "reestructuración" de la economía en provecho de la fracción más dinámica del capitalismo no pone fin en absoluto a la competencia encarnizada que opone a los grupos dominantes entre ellos. La armonización del interés general de la fracción hegemónica supone que el Estado haga compatibles las estrategias antagónicas de los diferentes componentes de esta fracción. Esta no aparece como "homogénea" más que de cara a las capas dominadas y el papel de la intervención estatal es precisamente "colectivizar" la demanda urbana de las capas dominantes. A partir de ello es lógico que la planificación urbana obligue, por medio de la coerción jurídica, a los miembros individuales de estas capas a modificar algunos de sus proyectos, e incluso renunciar a ellos. Es la estructura privada de los grandes grupos financieros la que hace necesaria esta presión estatal, única capaz de organizar el espacio en función de objetivos generales que tienen prioridad sobre los objetivos inmediatos de grupos particulares. Si no existiesen contradicciones entre las estrategias urbanas de las fracciones de la clase dominante y en el seno de cada una de ellas, la intervención reguladora del Estado no sería necesaria.

Con mucha más razón no será sorprendente ver al Estado imponer modificaciones profundas a las estrategias individuales de los miembros de las fracciones dominantes cuando la oposición de las diferentes clases dominadas pone en peligro de conmover al sistema capitalista entero y, por consecuencia, poner en cuestión la hegemonía de la clase dominante.
Recordemos que en una capital como París la "crisis" de los transportes es considerada como el problema más preocupante por las autoridades responsables de la ordenación de la región. El origen del "mal" es de todos conocido. Guiados por las leyes de la rentabilidad únicamente, los inversores inmobiliarios, ya se trate de pequeños promotores o de grupos financieros de talla internacional, construyen viviendas y oficinas sin preocuparse de los "disfuncionamientos" que contribuyen a provocar, debido a localizaciones "anárquicas", acentuando el desequilibrio creciente entre la zona privilegiada por las sedes sociales (oeste) y la zona desamparada (este).

El efecto de este desequilibrio es tal a nivel de la circulación que el Estado ha debido impedir a ciertos grupos entre los más poderosos el poner en marcha algunos proyectos tendentes a reforzar el centro de negocios tradicional de París, así como la zona terciaria situada a los alrededores de la Défense. Unos fondos públicos más importantes de lo previsto han sido consagrados a la mejora de los transportes colectivos, cuando estaban destinados al financiamiento de equipamientos de interés para las firmas más dinámicas. Al mismo tiempo éstas deben pagar un impuesto para contribuir a la mejora de los transportes en común y además se exige un suplemento muy elevado a aquellas que quieren implantar sus oficinas en las zonas ya congestionadas. Tales medidas no favorecen a París en la competencia entre las grandes aglomeraciones europeas: es probable que las firmas multinacionales traten de localizar sus sedes sociales en aquellas capitales donde sean menos penalizadas. Esto muestra lo agudo de la contradicción entre la voluntad de la burguesía francesa de confirmar la "vocación" internacional de París y la necesidad de satisfacer las necesidades mínimas de su población. Llega a suceder, como en el caso citado, que los intereses de las clases no dominantes sean antepuestos, no porque el Estado se sitúe "fuera" o "por encima de las clases", sino porque la oposición de estas clases amenaza seriamente el orden establecido.

Añadiremos que la acción del Estado "contra" los miembros individuales de la fracción dominante se efectúa en el marco de las leyes generales de funcionamiento del sistema y en particular dentro de la evolución "natural" del mercado inmobiliario. La "incitación" es, de hecho, mucho más frecuente que el impedimento. El aumento de los impuestos sobre la construcción de oficinas en el oeste de París tendrá por única consecuencia el disuadir a las empresas menos potentes de instalar allí sus servicios centrales. Así, se acentúa el carácter selectivo del nuevo centro de negocios: no acogerá más que al "terciario superior" de las empresas multinacionales.

Si la misión del Estado capitalista es garantizar la cohesión de la formación social, es preciso que sus intervenciones respeten siempre la lógica fundamental de esta formación y que las reglas y medidas que está obligado a imponer a los grupos sociales dominantes para evitar la disgregación del sistema se inscriban también en esta lógica.

Uno de los principios de base de la organización del espacio capitalista es su división en zonas destinadas a una función o a un tipo de actividad bien definidos. La jerarquización social y espacial muy rigurosa del conjunto de las funciones urbanas constituye uno de los puntos más característicos del sistema urbano, tal como lo desarrolla el capitalismo. Este principio tiene un nombre: la segregación. Sin embargo, la planificación urbana no tiene por objetivo poner fin a esta situación, aunque los tecnócratas afirmen lo contrario. Se trata solamente de "racionalizar", es decir, poner en aplicación esta segregación, evitando los "excesos" a los que podría conducir una urbanización "salvaje" y corrigiendo, por medio de medidas apropiadas, los efectos más "negativos" que este fenómeno provoca para el sistema social.

La nueva política de terciarización es en este sentido reveladora. Por medio de la creación de ciudades nuevas y de "polos reestructuradores" se pretende volver a un equilibrio en las relaciones entre la población residente y los empleos en las afueras de las grandes aglomeraciones. De hecho, esta política de "distensión" de las actividades terciarias no va contra la tendencia a la segregación. Al contrario, no se hace más que reforzarla, haciéndola más sutil. El "nudo fuerte" de las sedes sociales se quedaría, por ejemplo, en París, es decir, las funciones de concepción y de decisión, mientras que las de dirección y ejecución serían localizadas en centros secundarios, que son las ciudades nuevas y los "polos reestructuradores". Muchas veces, el terciario de ejecución, a condición de que el funcionamiento de la empresa no exija una proximidad inmediata con los centros de decisión, sería "descentralizado" en provincias. Es así que, en Francia, desde hace dos años la DATAR y el gobierno incitan a las empresas y a los ministerios a enviar a provincias los servicios (contabilidad, mecanografía, archivos, etc.) "que no tienen riada que hacer en la región parisiense". Con el pretexto de "diversificar las actividades en las afueras y en las ciudades francesas", no se hace más que reemplazar el sub-empleo por la sub-cualificación.

Ahora bien, desde el punto de vista de la fracción de clase dominante, esta segregación planificada comporta unas ventajas, aunque algunos de sus agentes no las perciban inmediatamente. El aislamiento del centro direccional se confirma, haciendo crecer su prestigio y su eficacia. Gracias a una concentración cada vez más selectiva del' "terciario noble", serán facilitadas las relaciones de "negocios": el centro de París no será obstruido por actividades y gentes que no participen en la función de decisión. Las migraciones alternantes entre París y las afueras se verán reducidas o, por lo menos, estabilizadas, ya que una buena parte de los empleados de oficinas irá a trabajar a los centros secundarios. Es más, las grandes aglomeraciones de construcción de oficinas que habían sido hasta el presente rehusadas por el Estado porque contribuían a la congestión terciaria del centro de París, podrán a partir de ahora realizarse. Desembarazada de sus ocupantes "inútiles", la capital podrá acoger todas las sedes sociales de las empresas de importancia internacional.

¿Es preciso concluir de lo que precede que, de un modo general, la burguesía ha conseguido, gracias a la planificación urbana, resolver los problemas engendrados por el impacto espacial de las leyes del capitalismo?

 
El desplazamiento de las contradicciones

Pretender resolver las contradicciones debidas al juego de las leyes de un sistema respetando estas últimas es una quimera. Sin embargo, es esta ambición quimérica lo que fundamenta la planificación urbana neocapitalista. Sus responsables presentan sus programas, sus proyectos y las medidas financieras y jurídicas correspondientes, como otras tantas soluciones destinadas a resolver los obstáculos técnicos que se oponen a una urbanización "armoniosa". En realidad, se trata de la manifestación "espacial" de conflictos de clases y el objetivo de la planificación urbana es asegurar su regulación.

Regular un conflicto no es poner fin al mismo. Para ello debería eliminarse la división de la sociedad en clases antagónicas. Los tecnócratas al servicio del capital tienen solamente por misión evitar que los "desequilibrios" que provoca esta oposición de clases en la organización del espacio urbano no terminen por combinarse con otros "desequilibrios" más fundamentales. Como consecuencia de ello, toda solución urbanística es el origen de un nuevo problema "urbano".
 
Para evitar la dispersión de las oficinas en la capital, perjudicial para la función de decisión, el Estado inicia grandes operaciones de urbanismo destinadas a "polarizar" el desarrollo de las actividades terciarias. Sometido a las leyes del mercado de terrenos, debe rentabilizar las operaciones que financia. Debido a ésto está obligado a aumentar la altura de las torres de despachos previstas y reducir la parte de superficies reservadas a equipamientos. El resultado es la acentuación del desequilibrio en la repartición de empleos en la región parisiense.

Para dar alojamiento al mínimo coste a la fuerza de trabajo del sector terciario cuyos ingresos son bajos, el Estado se ve obligado, siempre en razón de las tendencias del mercado del suelo, a localizar el hábitat "social" en las zonas alejadas y con escasos servicios, donde el precio del suelo no es demasiado elevado. La consecuencia de ello es un aumento rápido de las migraciones alternantes y una agravación de las condiciones en que éstas se efectúan.

A partir de ésto, la planificación urbana va a estar confrontada a nuevas alternativas. Antes que nada el Estado deberá consagrar sumas cada vez más considerables para poner en relación los polos terciarios, que no cesan de reforzarse, y las zonas residenciales caracterizadas por el sub-empleo. Pero, el sistema de transporte, susceptible de facilitar este tipo de comunicación, no coincide con el que corresponde a la necesidad de unificar el mercado de trabajo, cuya fluidez garantiza las economías de escala de las empresas. Entonces, ¿es preciso disminuir las inversiones en transportes, dictadas por los intereses de la fracción dominante? ¿o, por el contrario, aumentar los impuestos pagados por las empresas, en particular industriales, que utilicen las infraestructuras hechas a la medida de sus propias necesidades? ¿Se deberá, por otra parte, castigar a los propietarios de terrenos y a los promotores inmobiliarios que obtengan plusvalías enormes de los terrenos que se hayan hecho accesibles gracias a las infraestructuras así realizadas?

Como puede verse, esta problemática pone de relieve las contradicciones en el seno de la burguesía, más que las contradicciones entre ésta y las clases dominadas. Empresas de importancia internacional, empresas industriales y comerciales parisienses, sociedades inmobiliarias: todos estos agentes económicos forman parte de la clase dominante. Dado que constituyen el sostén político del régimen, se comprende las dificultades a las cuales deben enfrentarse los planificadores urbanos.



Estos tratan, como hemos visto, de actuar igualmente en el plano de la localización de los empleos. Para frenar la polarización excesiva de las oficinas en una misma zona, tratan de favorecer la aplicación de un esquema de organización multipolar basado en la segregación sistemática entre el terciario "noble", es decir, de decisión y el terciario "banal", o de ejecución. Pero, en nombre de la "vocación" internacional de París, el Estado se ve obligado a aceptar la multiplicación de las operaciones de construcción de oficinas en el centro de la capital susceptibles de atraer las sedes sociales de las firmas multinacionales, todo ello bajo la presión de los grupos financieros cuyos intereses representa. A este mismo 'planteamiento obedece la creación de un Centro Internacional del Comercio en el lugar donde se encontraban Les Halles, en el mismo corazón de París. Esto explicará también porqué el Estado termina por consentir la "regeneración" del centro financiero tradicional de París (en el barrio de la Opera y de los grandes almacenes). Las consecuencias de esta política son previsibles. El desarrollo de los centros de las ciudades nuevas y el reequilibrio del reparto del empleo terciario en provecho del este de París y de las ciudades de provincia se verá frenado. Por otra parte, los embotellamientos de la circulación en el centro de la capital y las migraciones alternantes se multiplicarán. Esto repercutirá negativamente en la eficiencia económica de la Región Parisiense y obligará al Estado a aumentar los gastos consagrados a los medios de transporte.

A pesar de la autonomía de que dispone el Estado con relación a la clase dominante, debe, más pronto o más tarde, integrar en su práctica la demanda urbana colectiva formulada por esta clase, sobre todo si emana de su fracción actualmente hegemónica (bancas, compañías de seguros, organismos internacionales de comercio, firmas multinacionales). Incluso sucede a menudo que el Estado anticipa esta demanda, como en el caso de la creación del centro de negocios de la Défense, a fin de que dé lugar a realizaciones espaciales más coherentes que las que resultarían de iniciativas desarrolladas fuera del aparato de Estado.

Así, la planificación urbana no puede ser interpretada como una intervención estatal situada en posición de exterioridad frente a la realidad espacial que debe modificar, ya que se encuentra ella misma en el centro de las contradicciones sociales de las cuales esta realidad espacial no es más que el producto. Es por ello que no puede resolver las contradicciones y debe limitarse a desplazar sus efectos espaciales. "Ordenar" el territorio significa entonces regular las contradicciones conforme a los intereses globales y a largo plazo de la clase dirigente. Es a esta conformidad, siempre efímera y discutida, a lo que los tecnócratas llaman el "orden urbano". El problema es que este orden, así como el orden social al cual remite, no son más que desórdenes establecidos, a menos de ver en la desigualdad social y la segregación espacial fenómenos imputables a un orden natural o divino.

Notas
 
* Manuscrito entregado para su publicación en 1974.

1. Informe del esquema director de ordenación y urbanismo de la Región de París (pág. 89).

2. Manuel CASTELLS: La cuestión urbana, Madrid. Siglo XXI, 1974.

3. Marcel CORNU: Lo conquête de Paris, París, Mercure de France, 1972.

4. D.A.T.A.R. (Délegation à l'Aménagement du Territoire et a l'Action Régionale): Une image de la France à l’année 2.000. París, La Documentation Française, 1972.

5. H. LEFEBVRE: El derecho a la ciudad. Trad. Cast. Barcelona. Ediciones Península, pág. 61.

6. Las contradicciones antagónicas son reprimidas.

7. Nicos POULANTZAS: Poder político y clases sociales en el estado capitalista. Trad. cast. México y Madrid. Siglo XXI Editores, 1969 y eds. sucesivas.

8. Este liberalismo no se refiere más que a la intervención del Estado en la economía. En el plano ideológico y político, la burguesía arcaica se muestra reaccionaria y represiva, mientras que la burguesía modernista prefiere el liberalismo y la tolerancia.

9. J. LOJKNINE: La politique urbaine dans la Région Parisienne, París, Mouton, 1972.

10. D.A.T.A.R.: La vocation internationale de Paris, París. La Documentation Française, 1973.

11. F. GODARD, M. CASTELLS y otros: La renovotion urbaine à Paris. París, Mouton, 1973.
 
© Copyright Jean Pierre Garnier,  1976
© Copyright Geocrítica, 1976

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