Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona.
ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. IX, núm. 194 (100), 1 de agosto de 2005

 

LOS ESPACIOS DE REDENCIÓN EN LA CIUDAD CONTEMPORÁNEA. APROXIMACIONES AL AVIVAMIENTO PENTECOSTAL DE 1909 EN VALPARAÍSO, CHILE

 

Abraham Paulsen

Jefe de carrera de Pedagogía en Historia y Geografía, Universidad Católica Raúl Silva Henríquez.

E- mail: apaulsen@uc.cl

 


Los espacios de redención en la ciudad contemporánea. Aproximaciones al avivamiento pentecostal de 1909 en Valparaíso, Chile (Resumen)

 

En ciudades como Valparaíso surgió, como en otros centros tercermundistas, economías de signos y espacios, caracterizadas por una creciente ausencia de sentido y la destrucción del sujeto a causa del dominio de utopías y/o ideologías colectivistas, de clase. El desarrollo de uno de estos fenómenos, al cual definiremos como la irrupción de una utopía dedicaremos nuestro estudio; en el año 1909, en una ciudad puerto que vivenciaba un tipo específico de espacialidad, acontece un fenómeno notable por su excepcionalidad. Un grupo de feligreses, provenientes de las clases bajas, vive una experiencia que le impulsa a generar un cambio significativo en sus vidas desde el cual se sienten llamados a generar las condiciones para que irrumpa en su ciudad el Reino de Dios en la Tierra, lo cual supone de paso, imaginar (procurando activamente conseguir) una nueva ciudad consolidada desde la utopía y naturalmente diferente a aquella en la cual hasta ese día crecieron y vivieron. Intentaremos pesquisar, desde el paradigma de la geografía crítica, que ciudad imaginaron, qué problemas percibieron en esa urbe y en esa sociedad en la cual vivían y de qué manera aquel espacio ahora un escenario de batalla para relevar sobre cualquier otro problema y poder aquel que ellos consideraban como proveniente de Dios; aparecía en el escenario social una nueva tipología de poder, tan escaso y específico como todos, el poder de Dios, el cual desde que se instala es capaz de construir y/o reconstruir “cielos nuevos y tierras nuevas”, espacios de esperanza y de nuevas dimensiones de cambio personal y social. El espacio y las concepciones, ideologías y percepciones a él asociadas, será definido, emulando al título de un texto escrito por David Harvey, como un espacio de esperanza.

 

Palabras claves: utopia, religión, espacios públicos.


The spaces of redemption in the contemporary city.  Approaches to the pentecostal livening of 1909 in Valparaiso, Chile (Abstract)

 

In cities as Valparaiso arose, like in other third-world centers, economies of signs and spaces, characterized by an increasing absence of sense and the collectivists destruction of the subject because of the dominion of utopias and/or ideologies, of class.  The development of one of these phenomena, to which we will define as the irruption of an utopia we dedicate our study;  in 1909, in a city port that living a specific type of spatiality , occurs a remarkable phenomenon by its exceptional nature.  A group of filigrees, originating on the low class, lives a experience that it impels to him to generate a significant change in his lives from which calls feel to generate the conditions so that the Kingdom bursts in into its city of Earth God, which supposes of step, to imagine (actively trying to obtain) a new city consolidated from the utopia and naturally different from that in which until that day they grew and they lived. We will try to search, from the paradigm of the critical geography, that city imagined, what problems perceived in that large city and that society in which they lived and how that space now a scene of battle to stand out on any other problem and to be able that that they considered like originating of God;  it appeared in the social scene a new tipology of being able, so little and specific as all, the power of God, which since it settles is able to construct and/or to reconstruct "skies new and new earth", spaces of hope and new dimensions of personal and social change.  The space and the conceptions, ideologies and perceptions to him associates, will be defined, emulating to the title of a text written by David Harvey, like a hope space.

 

Key words:  utopia, religion, public spaces.


 

 

Tras la Primera Revolución Industrial Europea parecen haber comenzado importantes cambios en la estructura social de tal magnitud que trastocaron a gran velocidad el mundo que conocemos desde el Siglo XVIII hasta el joven siglo XXI. Tales cambios se han escenificado siempre en una historia cuyo tiempo y espacio muta en un proceso que en El Capital Marx se define como “el proceso de circulación del capital” (Marx, 1867). Allí leemos que en tanto la producción ocurre en un tiempo y en un espacio definido, la circulación abre posibilidades a la producción cuyas mercancías fluyen indefinidamente por espacios cambiantes y tiempos variables. Geógrafos marxistas del siglo XX y del XXI adoptaron mecanismos analíticos afines considerando que la circulación ocurre en espacios reales, sustanciales, geométricos, geográficos y sociales; en otras palabras, en espacios concretos (Harvey, 1992).

 

Valparaíso es uno de los tantos espacios; durante el siglo XIX experimentó cambios en su estructura y funcionalidad urbana (y también cambios en las colectividades que en él residían) dado su compromiso con una incipiente economía monoexportadora de corte capitalista mercantil; fue parte de un circuito en donde los distintos tipos de capital se interceptaban y se superponían en una operatoria de carácter local y regional. Estos capitales tuvieron la capacidad de formar espacios propios al interior del referente portuario y cada tipo  teñía, cuán tintura, a los modos de vida, la cultura y las vivencias y experiencias respecto de la conducta espacial de los grupos humanos de la época.

 

Como espacio inmerso en las dinámicas de explotación, acopio y distribución capitalista Valparaíso se nos muestra como una ciudad que respira pujanza en algunos sectores en tanto en otros acontece la lucha diaria para la supervivencia y para la búsqueda de superación de las injusticias y la desigualdad, un espacio en donde se originan imaginarios que se transforman en estandartes para diversos grupos dispuestos a adoptar el rol de gestores de cambios socio-espaciales que les condujeran a un mejor pasar.

 

Estos grupos mutan junto a su tiempo, presencian el advenimiento del capitalismo organizado, donde los flujos de dinero, los medios de producción, los bienes de consumo y la fuerza de trabajo adoptan paulatinamente una escala nacional. Es el Estado Nación ahora el escenario y los grupos se organizan en base a problemas y males mayores; los enemigos se hacen comunes, su tamaño se acrecienta y con ello también se diluyen. El mundo cambia, aparecen síntomas de que el siglo XX trae aparejado una nueva propuesta, un nuevo orden. Valparaíso, ya decadente desde las postrimerías del XIX se incorpora a las dinámicas de luchas nacionales (e internacionales); por ejemplo, en esta etapa los gremios profesionales locales fueron reemplazados por sindicatos de industria cuyo dominio territorial “se estiró” hasta alcanzar dimensiones nacionales. Los mercados de mercancías, de capital y aun de fuerza de trabajo cubrieron la economía de naciones enteras en función de circuitos de objetos, sujetos y artefactos culturales (signos o significantes).

 

En ciudades como Valparaíso surgió, como en otros centros tercermundistas, economías de signos y espacios, caracterizadas por una creciente ausencia de sentido y la destrucción del sujeto a causa del dominio de utopías y/o ideologías colectivistas, de clase. El desarrollo de uno de estos fenómenos, al cual definiremos como la irrupción de una utopía dedicaremos nuestro estudio; en el año 1909, en una ciudad puerto que vivenciaba un tipo específico de espacialidad, acontece un fenómeno notable por su excepcionalidad. Un grupo de feligreses, provenientes de las clases bajas, vive una experiencia que le impulsa a generar un cambio significativo en sus vidas desde el cual se sienten llamados a generar las condiciones para que irrumpa en su ciudad el Reino de Dios en la Tierra, lo cual supone de paso, imaginar (procurando activamente conseguir) una nueva ciudad consolidada desde la utopía y naturalmente diferente a aquella en la cual hasta ese día crecieron y vivieron.

 

Intentaremos pesquisar que ciudad imaginaron, qué problemas percibieron en esa urbe y en esa sociedad en la cual vivían y de qué manera aquel espacio ahora un escenario de batalla para relevar sobre cualquier otro problema y poder aquel que ellos consideraban como proveniente de Dios; aparecía en el escenario social una nueva tipología de poder, tan escaso y específico como todos, el poder de Dios, el cual desde que se instala es capaz de construir y/o reconstruir “cielos nuevos y tierras nuevas”, espacios de esperanza y de nuevas dimensiones de cambio personal y social. El espacio y las concepciones, ideologías y percepciones a él asociadas, será definido, emulando al título de un texto escrito por David Harvey, como un espacio de esperanza (Harvey, 2003).

 

 

Las hipótesis de trabajo

 

Cuando la imaginación no tiene asidero en la realidad existente, busca un refugio en lugares y períodos construidos conforme a sus anhelos. De acuerdo a esto, mucho nos dirá la construcción de mundo que los feligreses pentecostales de Valparaíso de comienzos del siglo XX tenían de aquel en el cual efectivamente vivían y de los anhelos que manifestaban.

 

Por lo general, los mitos y las utopías representan expresiones eternamente cambiantes de aquello que carecemos en la vida real. Dichos anhelos pueden ser establecidos en términos de principios generales y la realización depende de su proyección en el tiempo o en el espacio. ¿Cuánto de lo que imaginaron los pentecostales del Valparaíso de 1909, con relación a su espacio, lograron consolidar?. Tenemos la sensación de que al originarse “frustraciones espaciales” (o topofobias[1]), los espacios terminan recluyéndose y se generan mundos a disposición sólo de iniciados. Acontece un movimiento pendular, el grupo sale a conquistar el mundo y al fracasar construye uno para sus propios fines ajeno al mundo que no los quiso oír y que los despreció. Tal mundo tendría un tipo diferente de economías de signos y espacios.

 

Utopía es un deseo espacial, Quiliasmo o Milenarismo corresponderán a deseos o anhelos temporales, pero ambos son principios descriptivos. Trataremos de indagar si fueron utopías o dinámicas milenaristas las que movieron a estos hombres o, por el contrario, fueron dinámicas milenaristas las que les condujeron a pensar un tipo diferente de mundo  urbano.

 

 

Los espacios de esperanza y los carismas del espíritu

Preámbulo

 

Tal espacio, imaginado al interior de la feligresía, contextualizado e intelectualizado por sus líderes presenta características de utopía, definida ésta de los modos como se señala a continuación:

 

“Un estado de espíritu es utópico cuando resulta incongruente con el estado real dentro del cual ocurre“. “Son ideas que trascienden a la situación y que no logran ni lograron, de hecho, realizar su contenido virtual” (Mannheim, 1987)

 

“...Aunque a menudo se convierten en los motivos bien intencionados de la conducta del individuo, cuando se les aplica en la práctica, se suele deformar su sentido” (Ricoeur, 1987)

 

Decimos que el espacio de esperanza es utópico en tanto también las utopías, como ya se dijo, trascienden a la situación social, pero se diferencian de las ideologías por cuanto logran, como una contraactividad, transformar la realidad histórica vigente en algo que esté más de acuerdo a sus propias concepciones. Precisemos que lo que en determinado caso aparece utópico o ideológico, depende esencialmente de la etapa y del grado de realidad a la que se aplica ese modelo. Además, que en general, ya la propia concepción de lo que es una cosa y otra entraña, a priori, todo un sistema de pensamiento que representa al autor y sus valoraciones, si éste otorga el mote de utópico a todo aquello que está afuera del orden actual, borra la necesaria distinción entre aquello que afecta el status quo y lo que es efectivamente irrealizable. Y, por el contrario, si designa como utópico todo aquello que subvierte el status quo, caerá en la cuenta que el orden vigente es el mal supremo, y, la respuesta es entonces la anarquía. Intentemos pues, evitar los extremos y llamaremos utopías absolutas aquellas efectiva y plenamente irrealizables en nuestro orden y cualquier “orden” vigente y denominaremos utopías relativas a aquellas irrealizables en nuestro orden. 

 

Las utopías se diferencian de acuerdo a la época en la cual surgen; además, se diferencian de acuerdo a las capas sociales que incluyen; paralelamente, los tiempos modernos se caracterizan por que surgen las clases sociales y van paulatinamente adquiriendo un modo de organización colectiva. Dado lo anterior, las primeras utopías provienen de un afianzamiento social de nuevos grupos que disputan el poder, además que representan la expresión del carácter dinámico de la realidad, ya que ésta no es aceptada como antaño “en cuanto tal” sino más bien es concebida como un punto de partida o un ente socialmente determinado, pero, que se halla en constante evolución. (Ricoeur, 1987)

 

De acuerdo a las tipologías utópicas, señalemos que aquella que más se relaciona con el fenómeno que estudiamos es la milenarista anabaptista. Por ende, pensamos que es necesario caracterizarla.

La utopía milenarista anabaptista

 

Por primera vez, aparecen en plena cohesión la postergación social con prototendencias milenaristas.  El germen de la Revelación Cristiana es la Parusía, tal tendencia, de vez en cuando, afloró en Europa; por ejemplo, este énfasis se encuentra en Joaquín de Fiore, en los Hussitas, en Thomas Münzer y en los anabaptistas. En éstos últimos la idea milenaria activó capas sociales. Las aspiraciones que hasta ese entonces ni siquiera se habían propuesto una serie de grupos sociales, se cohesionaron en una meta específica que tenía por objeto los fines supremos del hombre, de manera que no era dable pensar que se destruyera el consenso. Estas metas supremas se secularizaron y se les creyó realizables en un tórrido “aquí y ahora” incorporándolas como conductas sociales espiritualizando la política. (Tillich, 1965)

 

Justamente, a partir del nacimiento de esta forma de mentalidad utópica en estratos sociales otrora reprimidos les dio la virulencia del que tiene mucho que ganar y muy poco que perder y este es el inicio del concepto moderno de la política.  A pesar del carácter violento de los hechos que se originan en el fragor reformista alemán, las visiones que tenían estos grupos eran visiones optimistas de su mundo en tanto lo percibían como mutable sin importar mayormente el costo. Pero cuando va pasando el tiempo, la meta se aleja y surge la contradicción, esto es, el desánimo y la resignación. En este proceso casi no se aprecia una clara disputa de ideas, lo que existe es una conciencia casi extática manifestada en un fluir de energías psíquicas que busca una situación de acomodo.

 

Los hombres son azuzados y reaccionan casi como “ovejas sin pastor”; quizás el daño mayor acontece cuando se disocia el orden anterior sin que exista otro alternativo al cual optar, tal es, sin duda, la mayor negación posible de la libertad, esto es, no tener un referente que permita guiar adecuadamente una forma de vivir.

 

Lo anterior se expresa claramente en la Europa Post-Reformista, sobre todo en aquellos sectores donde este proceso había tocado sensiblemente a sus capas sociales.  Aquí hay un proceso de búsqueda violenta del cambio político a través del milenarismo. Esta tendencia colapsa cuando domina un sistema cerrado de axiomas racionales que también es capaz de hacernos abandonar el ámbito de la experiencia y del pleno palpitar construyendo un marco teórico irreal; sin embargo, en esta oportunidad la utopía le da la espalda a aquella corriente emocional de una fe sensualmente afincada en el concreto e inmediato presente. Así, la mentalidad surgente se transforma en adversaria del milenarismo en base a un humanismo de las cosas realizables, originando así una segunda forma de mentalidad utópica, siempre hostil al mundo y a lo contingente y cuya recompensa se encuentra en el Kairós. (Weber, 1996)

 

El avivamiento Pentecostal de 1909 en Valparaíso

 

Willis C. Hoover, era pastor metodista episcopal en Valparaíso, Chile, con una congregación que a mediados de 1908 estaba compuesta por aproximadamente ochocientos miembros[2], cuando experimentó por primera vez los vientos del llamado Avivamiento Pentecostal. Había llegado a Chile junto a su cónyuge en el año 1889, y era conocido como un hombre devoto, carismático, con un énfasis ministerial más bien alejado de todo esfuerzo teológico y centrado en la sensibilidad a las manifestaciones (carismas) del Espíritu debido a la gran influencia que recibió desde Los Ángeles, Estados Unidos (Sepúlveda, 1998).

 

No sabemos el momento exacto cuando se convirtió, aún cuando presumimos que fue a temprana edad dado que su familia profesaba las enseñanzas de Wesley (Hoover, 1932). Ejerció en un breve tiempo como médico homeópata en Chicago y se casó ya habiendo experimentado la vocación pastoral. Inspirado por los informes de David Livingstone, se ofreció junto a su esposa para ser misioneros en África. Cuando la Junta Misionera respondió asignándolo a Chile, lo aceptó como la voluntad de Dios. Aunque esto significó que abandonara su práctica como médico homeópata en la región de Chicago, tanto é1 como su joven esposa aceptaron llevar una vida de servicio de acuerdo con la voluntad del Señor. Llegaron a Chile en 1889 para pastorear la Primera Iglesia Metodista Episcopal de Valparaíso (Hoover, 1932).

 

Durante su pastorado en Valparaíso, les llegó la noticia del derramamiento pentecostal en 1906 en la misión de la calle Azusa, en Los Ángeles (Martin, 1990). Tan pronto como se enteró de tales noticias comenzó a estudiar la Biblia con redoblado interés. Providencialmente, ese año, las lecciones de la Escuela Dominical se basaban en el Libro de los Hechos de los Apóstoles[3]. Reunió a su familia para tener momentos especiales de oración rogando por un avivamiento  y se les uniría posteriormente la junta de diáconos (Sepúlveda, 1998).

 

El siguiente paso consistió en establecer una reunión de oración los domingos por la tarde en el templo, que se denominó "la clase de las cinco" (Hoover, 1932). Esta reunión atrajo a cantidades crecientes de personas, quienes oraban en ocasiones en forma continua hasta que llegaba el servicio nocturno. Todo esto cambió dinámica y las costumbres de oración de la congregación.

 

En este contexto, Recuerdo que mi abuelo nos relató que una tarde del 12 de septiembre 1909, año en el cual durante todo el primer semestre, algunos de los miembros la Iglesia Metodista Episcopal de Valparaíso, comentaban experiencias espirituales fuera de lo común, al arrodillarse en la plataforma, se percató de que comenzaron a orar simultáneamente, en lugar de la oración individual como lo dictaba la tradición metodista. Lleno de curiosidad, abrió los ojos para observar su congregación que oraba espontáneamente así y le pareció "como el sonido de muchas aguas", expresión que evoca descripciones de la Glosolalia o don de lenguas descrito en la Biblia. De hecho, en relatos posteriores, a ninguno de los miembros de esta iglesia le cabe la menor duda que experimentaron en distintas situaciones lo que ellos definen como “el derramamiento del Espíritu Santo” y que este hecho derivaba en un conjunto de manifestaciones incluyendo el hablar en lenguas, la risa santa y la danza en el Espíritu.

 

A partir de esta experiencia, cierta o no, el grupo de feligreses adquirió una interpretación de su vida y un sistema de trabajo absolutamente renovados. Rápidamente comenzaron a   surgir elementos de especificación y exclusión social positiva fundados en la capacidad de recibir determinadas experiencias. El grupo, lleno de entusiasmo, comenzó la tarea de convertir a la ciudad en una especie de Paraíso en la Tierra.

 

Cada metro cuadrado de la ciudad adquiría un nuevo significado. El core o centro del grupo era su templo, desde allí establecían itinerarios que delegaban en pequeñas células de feligreses la predicación de sus ideas desde esquinas que se distanciaban concéntricamente del templo. Así se iniciaría la práctica de predicar en las calles, cantando, recitando un versículo y dando testimonio de cambios significativos en la vida de las personas. Ese es el sello distintivo del mundo pentecostal. La esquina, que se consagra, es un espacio de lucha, allí aparece Dios y los carismas del Espíritu con toda su fuerza y también las fuerzas hostiles de Satanás, un verdadero Armagedón donde son liberadas fuerzas celestiales con el fin de arrebatarle almas y (consecuentemente el espacio en el que éstas se desenvuelve) al Diablo. Desde esta perspectiva, el espacio se hace sacro y en él se vivencia en todo momento la presencia de Dios en el mundo. Esta misión es desarrollada hasta el día de hoy con celo espartano. Cada día, antes de las reuniones y/o cultos, los feligreses predican en las esquinas y una vez que llegan a su iglesia informan, con lujo de detalles, al Pastor o encargado hasta los más mínimos detalles de su batalla. La práctica está mucho más elaborada, ha sido casi un siglo de práctica y se han elaborado algunas variaciones. Por ejemplo, se incorpora con más fuerza la música, aparecen equipos de sonido, los participantes se dividen en varios grupos por sexo y edad, y se les asignan lugares específicos. Los grupos que se acercan de varias direcciones convergen en el templo, en donde cada líder informa brevemente al pastor antes de arrodillarse en torno a la plataforma para orar.

 

Antecedentes teóricos: Mircea Eliade y el fenómeno religioso

 

La cuestión religiosa no ha sido un tema que haya tratado sistemáticamente la geografía, pero, hoy en día, especialmente la geografía social y la geografía política, nos parece que deberían estudiar tal fenómeno dado tienen gran relevancia los fundamentalismos o las motivaciones religiosas en los conflictos del presente y previsiblemente del inmediato futuro.

 

En estas materias destaca el rumano Mircea Eliade, cuya profusa obra refleja una ilimitada curiosidad acerca del fenómeno religioso, en tanto aparece como diverso y a la vez con coincidencias que nos hacen presumir la existencia de ciertas líneas de unidad tanto en la extensión socio – espacial del fenómeno religioso como en la evolución temporal del mismo hasta las manifestaciones pseudo religiosas de la modernidad.

 

Mircea Eliade define el pensamiento y al acto religioso como una forma característica de realizar su humanidad: el "homo religiosus" (Eliade, 1999). Influido por C. G. Jung y su idea de los arquetipos, identifica lo religioso como un constituyente de la conciencia humana, buscando entre lo inconsciente elementos trascendentes; de esto, deduce que los fenómenos religiosos serían expresiones de unas experiencias religiosas fundamentales (Eliade, 1999; 2001). Lo religioso existe porque hay una estructura de la conciencia humana basada en la relación con lo sagrado. No se trata de un estadio más de la humanidad, sino de un constituyente de la conciencia humana. Explicar desde fuera tal experiencia se presenta como tarea imposible, pues no podría dar cuenta de su verdadera razón de ser. La comprensión de lo religioso implica la aceptación de su propia significación: lo sagrado es la dimensión humana -en cuanto experiencia subjetiva y en cuanto realidad objetiva que motiva esa experiencia- de inserción en una totalidad que permite al hombre tomar conciencia de que es tal hombre (Eliade, 1999; 2001).

 

Para él, la Historia de la Religión debe ser una disciplina global (Eliade, 1999). Sobre la base de los documentos aportados por los especialistas hay que aplicar el aparato conceptual histórico y crítico. Así se situaría en el marco histórico cada fenómeno religioso como una forma determinada de hierofanía. Después vendría el momento fenomenológico, en el que se intentaría descifrar el sentido profundo de cada hierofanía sobre la base de una comprensión autónoma (no evolucionista ni reduccionista) de cada forma religiosa, por primitiva que sea. En la hierofanía, lo sagrado se hace patente, el comportamiento del hombre religioso es el punto de encuentro con lo sagrado. En un tercer momento hay que situar el significado de ese fenómeno religioso entre otros fenómenos del espíritu humano para hallar su verdadero mensaje transhistórico: es la tarea hermenéutica[4] (Eliade, 1999; 2001; 2002).

 

Así pues, vemos en la obra de Mircea Eliade una triple dimensión para abordar una misma realidad: el hecho religioso. Los tres enfoques, solidarios entre sí, son el histórico, el fenomenológico y el hermenéutico. Y su desarrollo se hace en torno a dos ejes: lo sagrado y el símbolo. La Historia de las Religiones tiene por tarea pues, el descubrimiento y comprensión del comportamiento del homo religiosus, como expresión de su experiencia de la dimensión sacral de la existencia[5]. La realización de esta tarea mostrará que el hecho religioso es unos fenómenos universales que funda una estructura de lo real, revela la existencia de lo sobrenatural y resulta normativo para la conducta del hombre (Eliade, 2002).

 

Desde un estudio pormenorizado de las religiones a lo largo de la historia, Mircea Eliade avanza en la comprensión del aspecto universal de lo religioso, por cuanto halla en él una manifestación de la unidad de la conciencia humana. Hay un homo religiosus que en la multiplicidad de formas religiosas busca una misma y primordial relación con lo sagrado. Y es más, esta relación manifiesta en parte lo más humano del hombre. La historia de las religiones se convierte así en una fenomenología de la experiencia religiosa y una hermenéutica de las formas en las que se vive dicha experiencia. Las distintas religiones en las distintas épocas de la historia son distintas posibilidades de una misma experiencia de pensamiento.

 

El hombre se halla enfrentado a una situación límite que le configura: la historia, el devenir, la fugacidad  temporal. Ante esa experiencia límite (limitadora y situadora) el hombre se capta como algo efímero y se ve empuja a salir de esa finitud, superar esa condición histórica. El pensamiento socorre al hombre en su huida hacia delante. Pero el pensamiento religioso da un paso más y afirma al hombre en la existencia por su relación con la realidad de lo sagrado. A través de los procesos de iniciación: mito y rito, el hombre es comprende a sí mismo  y su situación en el mundo, sobre la seguridad de que es lo sagrado lo que sostiene toda la realidad.

 

Es el pensamiento simbólico el que permite interpretar el significado de las formas religiosas, de los mitos y los ritos. Pero para ello es necesaria una hermenéutica propia basada en pasar de la explicación -traducción de unos fenómenos a un lenguaje común- a la comprensión o captar lo que la cosa es desde ella misma. El símbolo no es un concepto ni una forma de especulación, sino que permite captar directamente el misterio consistente en que las cosas, tienen un comienzo que nos sugiere lo que las precede, algo que concierne de forma fundamental a la existencia humana. El símbolo se dirige pues a la existencia para hacerle reconocer un sentido que sólo ella puede vivir en solidaridad con el cosmos, por eso tiene el símbolo una dimensión religiosa y por eso la experiencia religiosa se expresa y comprende simbólicamente.

 

Como expresión privilegiada del pensamiento simbólico tenemos el mito, cuyas palabras se enraízan en el misterio y facilitan la irrupción de lo divino en el mundo. Las historias que cuentan los mitos relacionan al hombre con lo absoluto y lo sitúan y fundamentan en la existencia, precisamente por su relación con lo absoluto. Los momentos y gestos que trasmiten los mitos (especialmente el momento del origen) son paradigmas, modelos que traspasan la historia.

 

Así las cosas, la historia de las religiones no se pueden quedar en contar las variedades de las formas religiosas, sino que ha de ser exploración de la experiencia religiosa del hombre, contribuyendo al conocimiento de las profundidades de la humanidad, donde lo religioso está presente como primera estructura del existir humano en el mundo. Por esa línea, el estudio de las religiones ayuda a comprender qué somos, y en ese sentido forma parte de la empresa necesaria de fundar un nuevo humanismo, basado en parte en el reencuentro con la dimensión de lo sagrado.

 

En historia de las religiones, “toda” manifestación de lo sagrado es importante. Todo rito, todo mito, toda creencia o figura de divina refleja la experiencia de lo sagrado, y por ello mismo implica nociones de “ser”, de “significación” y de “verdad”. Como ya dije en otra ocasión, <<resulta difícil imaginar cómo podría funcionar el espíritu humano sin la convicción de que existe algo irreductiblemente “real” en el mundo, y es imposible imaginar cómo podría haberse manifestado la conciencia sin conferir una “significación” a los impulsos y a las experiencias del hombre. La conciencia de un mundo real y significativo está íntimamente ligada al descubrimiento de lo sagrado. A través de la experiencia de lo sagrado ha podido captar el espíritu humano la diferencia entre lo que se manifiesta como real, fuerte y rico en significado, y todo lo demás que aparece desprovisto de esas cualidades, es decir, el fluir caótico y peligroso de las cosas, sus apariciones y desapariciones fortuitas y vacías de sentido (Eliade, 1999; 2001; 2002).

 

Espacio y procesos sociales

 

El concepto de espacio es visto como algo estático, despojado de las características que lo constituyen como un producto social y que sólo cumple la función de enmarcar en un eje de coordenadas absoluto los hechos sociales que ocurren en su interior, imposibilitados éstos de alterarlo en el transcurso de su desarrollo. Al contrario, los autores del presente trabajo creen que el espacio geográfico es un concepto que va mucho más allá de tales consideraciones, en la medida de que la forma espacial y los procesos sociales que en el acontecen, según David Harvey, son más bien diferentes modos de pensar acerca de una misma cosa (Harvey, 2003).

 

En este sentido debemos desviarnos de aquel supuesto que nos impele a pensar un espacio social abstracto, inmóvil e inaccesible a cualquier modificación por parte de la actividad humana, de hecho este autor y otros aseguran que abordar separadamente la discusión sobre la naturaleza del espacio social y su relación con los procesos sociales,  constituye un error metodológico, que sin embargo, es muy frecuente en los trabajos de este tipo. El primer supuesto que estableceremos a lo largo de esta reflexión consiste en abordar un tema históricamente escindido, pero que adquiere significado en su calidad dialéctica. Es decir, el espacio se entiende espacio a través de las manifestaciones humanas que ocurren en su interior, las cuales adquieren consistencia en la medida en que reproducen el escenario que las ve nacer, o bien, generan nuevas concepciones espaciales que están llamadas a satisfacer las necesidades de quienes lo viven, lo entienden y lo sienten.

 

David Harvey en su trabajo Urbanismo y Desigualdad Social,  (Harvey, 1992) desarrolla la idea de Espacio Relacional hasta el punto de traspasar la tesis Leibniz, quien piensa el espacio como contenido en los objetos, puesto que considera a la propiedad práctica del espacio tan constitutiva y fundamental que inclusive el mismo proceso de análisis científico y teórico que lo evoca y pretende aprehender -en tanto actividad humana- lo configura dependiendo de los requerimientos del agente involucrado en el estudio.                    

 

“El espacio va tomando la forma que deseamos de él durante el proceso de análisis, y no antes de éste. En adelante, el espacio no es en sí mismo, ni absoluto, ni relativo, ni relacional, pero puede llegar a ser una de estas cosas o todas a la vez según las circunstancias.”

 

Si el espacio adquiere la forma que deseamos de él durante el proceso de análisis, podemos inferir que los grupos humanos existentes en el interior de un espacio urbano definido, pueden configurar diversas concepciones espaciales de acuerdo a sus formas específicas de vivir, entender y sentir el espacio social que les circunda. En esta línea de análisis, podemos deducir también que la comunidad Evangélica Pentecostal que surge en el seno del espacio urbano del Valparaíso de 1909, tendrá su propia concepción de espacio de acuerdo a las circunstancias que enmarcan su vida en el orden político, económico y social imperante en Valparaíso.

 

Si la construcción del espacio es una actividad inherente a la práctica humana, podemos inferir entonces que esta dimensión fundamental de la vida social conforma una estructura  susceptible de ser monopolizada por un grupo dominante, ante la cual se constituyen las colectividades de sujetos que dan curso a las prácticas sociales que reproducen a esta configuración espacio- temporal transhistórica. Sin embargo, se debe considerar que las colectividades o grupos sociales existentes en el interior de la ciudad pueden tener una capacidad muy distinta para esquematizar el espacio, y en consecuencia, el espacio urbano resultante es complejo, discontinuo y heterogéneo (Harvey, 1992). El espacio, entonces, no sólo cambia de un individuo a otro y de un grupo a otro, sino que también con el tiempo, constituyendo de este modo una estructura dinámica acorde con las relaciones sociales que la conforman.

 

Desde un punto de vista evidentemente materialista, David Harvey es enfático en adscribirle a las actividades humanas la facultad de concebir y elaborar concepciones sobre el tiempo y el espacio, como corolario de los procesos de reproducción social necesarios para la supervivencia de una formación social. Agrega, de hecho, que tales procesos materiales al variar según el contexto geográfico e histórico producen concepciones sociales del tiempo y el espacio específicas para cada formación social, las cuales identifica con los modos de producción “o formación social particular – que encarna-  un conjunto de prácticas y conceptos del tiempo y el espacio.”

 

Milton Santos  en el comienzo de un trabajo recopilatorio, también aborda esta problemática desde la misma perspectiva materialista de David Harvey, insistiendo en la indivisibilidad del espacio social en parcelas de análisis sectorial. La reflexión de Santos también adquiere ribetes metodológicos con respecto al papel que juega la Geografía en la comprensión de las sociedades, enfatizando que tanto la Geografía como la Historia son dos ciencias fundamentales para la comprensión de la dinámica incesante establecida entre el espacio y los hombres, en el entendido de que el espacio es también un hecho histórico –y por lo tanto dinámico- susceptible de ser estudiado por medio de las imbricaciones establecidas entre las sociedades y su soporte material. En este sentido, Milton Santos es categórico:

 

“Si la Geografía desea interpretar el espacio humano como el hecho histórico que es, solamente la historia de la sociedad mundial, aliada a la sociedad local, puede servir como fundamento a la comprensión de la realidad espacial y permitir su transformación al servicio del hombre. La Historia no se escribe fuera del espacio y no hay sociedad aespacial. El espacio, en si mismo, es social.” (Santos, 1996)

 

Como vemos el estudio del espacio es necesariamente, según Santos, una actividad multidisciplinaria que interrelaciona las diversas disciplinas que estudian el acontecer de los hombres en el espacio y el tiempo, destacando la relación existente entre el espacio social y los procesos históricos que lo conforman, siendo el espacio mismo, producto de la historia, y la historia la expresión temporal de las actividades espaciales de los hombres.

 

Como fundamento de esta proposición Santos usa el concepto Marxista de Formación Económica Social  cuya utilización permite entrever un factor que es capital en la conformación del espacio a través de las prácticas humanas, a través de la producción, esto es, “el trabajo del hombre para transformar, según leyes históricamente determinadas, el espacio en el cual el grupo se confronta.”  Se nota así como el hombre no sólo construye un espacio social por medio de sus prácticas cotidianas, sino que altera el espacio físico que le subyace por medio de un acto evidentemente transformativo que implica la reproducción material de las condiciones necesarias para la continuidad de la existencia tanto individual como societal.

 

En este sentido, Santos nos propone un modelo de sociedad que necesariamente altera su espacio con el fin de consolidar su existencia. Las relaciones existentes entre las Formaciones Económicas y Sociales y el espacio entonces sólo adquieren sentido dentro de un orden local, puesto que la organización geográfica o la ubicación relativa de los elementos que participan del proceso productivo, si bien están todos comprendidos dentro de la conciencia histórica impuesta por el medio de producción imperante, se realiza desde una escala de análisis y de actividad centrada en la localidad, en las especificidades propias y diferenciales de una Formación Económica y Social concreta. 

 

“La realización práctica de uno de los momentos de la producción supone un lugar propio, diferente para cada proceso o fracción de proceso; el lugar se vuelve así, a cada momento histórico, dotado de una significación particular.” (Santos, 1996)

 

Se comprende de este modo, cómo el proceso de producción está ligado necesariamente a las improntas territoriales impuestas desde escalas locales de actividad, es decir, el territorio concreto en el que se lleva a cabo el acto de producción, le imprime al proceso general de producción sus especificidades propias de acuerdo a sus componentes históricos propios y característicos.

 

Ahora bien, esto no implica una escisión directa con la dinámica a escala global que comportan los procesos de conformación social del espacio, no obstante, Santos hace hincapié en la posibilidad patente de generar alteraciones espaciales locales cuya sumatoria es posteriormente, condición y efecto del movimiento de una sociedad global (Santos, 1996).

 

En consecuencia, la producción actuante a escala local es entendida por Santos como la posibilidad misma del cambio espacial, por cuanto la producción es una actividad inherente e inevitablemente humana, que es a la vez necesaria para la reproducción social y por lo tanto, constante. El criterio espacial de localización y ordenamiento del espacio está dado por los requerimientos de la producción la cual ordena los elementos en el espacio y “en seguida, por el hecho de su propia presencia, influencian los momentos subsecuentes de la producción”  en un feedback incesante entre la agencia humana, el cambio espacial y la inmediatamente posterior actividad socialmente determinada por el espacio que ella misma ha sabido configurar para su provecho.

 

No obstante, la seguridad que nos entregan la argumentos de Milton Santos, se debe hacer un detenido análisis sobre las consecuencias de una definición de espacio social dominada por la producción. En primer lugar, se cree muy acertada la idea de la incesante retroalimentación establecida entre lo que cambiamos y lo que posteriormente debería cambiarnos también a nosotros, pero, debemos hacer un reparo en otorgarle a la producción el protagonismo en el proceso de construcción del espacio social.

 

Considerar a la producción como el eje motriz de la capacidad de generar espacios, es concentrar esta facultad humana sólo en quienes a través del control de las fuerzas productivas, controla también el espacio. Dicho de otro modo, considerar a la naturaleza humana como intrínsecamente económica redunda en un espacio igualmente economizado que sesga cualquier posibilidad de generar sus propios espacios a quienes no participan en el proceso productivo, de modo que el espacio socialmente construido a través de la producción sería sin más, y valga la redundancia, un espacio dominado por quienes dominan la producción.

 

Es un tanto difícil refutar la tesis que aboga por la centralidad de la producción en el proceso de constitución de las sociedades, y a pesar de que la apropiación privada de los factores que inciden directamente en la producción, sea un hecho histórico positivo , se debe hacer un espacio al acto sociológico básico destacado por Georg Simmel, como el acto verdaderamente constitutivo del espacio social: “la actividad del alma” , expresada necesariamente mediante la acción recíproca entre dos cuerpos –en tanto expresión espacial del alma- o dos individuos (Simmel, 1986).

 

“La acción recíproca que tiene lugar entre hombres –prescindiendo de lo que en otros aspectos signifique- se siente como el acto de llenar un espacio. Cuando un número de personas viven aisladas dentro de determinados límites espaciales, cada una de ellas llena, con su sustancia y actividad, tan sólo el lugar que ocupa inmediatamente, y lo que queda entre este lugar y el ocupado por el prójimo, es espacio vacío, prácticamente nada. Pero en el momento en que estas dos personas entran en acción recíproca, el espacio que existe entre ellas aparece lleno y animado.”

 

En este ámbito de análisis de la microsociología, como el propio Simmel la describe, el espacio es una forma social resultante de los factores espirituales que intervienen en toda interacción entre dos individuos, semejantes o no. Es otra de las tantas formas básicas de socialización que merecen un lugar en el estudio que hemos citado. Inmanente a la actividad de los hombres, presente ya en los hombres en aquel momento recientemente descrito por Marx en el cual los hombres adquirían conciencia de ellos mismos por medio de la producción de sus medios de vida, el espacio es según Simmel, otra de las tantas consecuencias propias de la vida entre hombres que adquiere consistencia material y constituye de hecho, la posibilidad de su reproducción mediante la producción, no antes.

 

“El espacio es una forma que en sí misma no produce efecto alguno. Sin duda en sus modificaciones se expresan las energías reales; pero no de otro modo que el lenguaje expresa los procesos del pensamiento, los cuales se desarrollan en las palabras pero no por las palabras (...) No son las formas de la proximidad o distancia espaciales las que producen los hechos de la vecindad o la extranjería, por evidente que esto parezca. Estos hechos son producidos exclusivamente por hechos espirituales, y si se verifican dentro de una forma espacial (...) Lo que tiene importancia social no es el espacio, sino el eslabonamiento y conexión de las partes del espacio, producidos por factores espirituales.” (Simmel, 1986; Bachelard, 1997; Kusch, 1986)

 

Como se aprecia según Simmel, el hombre, constituye el principal factor material para la constitución de espacio social, en tanto las formas espaciales resultantes de la actividad de los hombres adquieren realidad y sentido, por medio de la interacción de los individuos que lo  animan, mediante sus acciones recíprocas. Este es el argumento que se ha de rescatar, para escapar de la tesis acerca de la primacía de la producción en la construcción de espacio social, ya que según Simmel, los factores espirituales implicados en la interacción entre individuos, son el motor del espacio social, destacando que el centro del problema es anterior a la organización del proceso productivo.

 

Se debe prestar atención; sin embargo, al problema de la apropiación y dominio que ciertas actividades humanas sufren, ya que los resultados de la actividad de los hombres, cualquiera que ésta sea, es susceptible también de ser controlada por cuerpos ajenos al individuo, tanto personales como aparentemente impersonales. Se ha vuelto así al inicio de esta disquisición en la que escapábamos de la producción como factor determinante en la generación de espacio social, por ser susceptible de ser monopolizada. Es también el propio cuerpo de los hombres, en tanto la expresión necesaria del espíritu, objeto de apropiación y acumulación capitalista.

 

Integrar en este esquema análisis, los aspectos políticos propios de interrelaciones entre individuos en pugna por un recurso supuestamente escaso, susceptible de ser monopolizado, nos permite esclarecer la disyuntiva sobre el rol que juegan las relaciones de fuerza y dominación en el proceso de construcción del espacio social. La atención debería  centrarse entonces, en cómo una actividad inherente a todo individuo se concentra tal como se acumulan en pocas manos muchas otras cosas.

 

En tal sentido y en concordancia con los objetivos de la presente investigación, el espacio social y las relaciones sociales no son más que dos aspectos de un mismo proceso recíproco e incesante, que si bien está en cierto modo constreñido por las condiciones materiales que le subyacen, es empujado por el espíritu humano y por su también incesante capacidad de cambio, dinamismo y liberación. Es por esto que sin importar la condición que presenten los individuos en la sociedad, si el proceso de construcción del espacio inevitablemente deviene en relaciones de fuerza y de dominación, es menester esperar que hasta los espíritus más dominados ejerzan al menos una de las pocas facultades humanas que le van quedando en el circulo de su localidad, la organización y construcción de su propio espacio pertrechado para los avatares de la sobrevivencia diaria, en un mundo cuya única propuesta espacial, no está “hecha a su medida”.

 

He ahí la matriz del enfoque Post-colonial sobre los comportamientos territoriales que manifiesta la sociedad Evangélica Pentecostal desde su emergencia a partir del Avivamiento Pentecostal de 1909 en Valparaíso,  resistentes a las concepciones espacio-temporales elaboradas desde la cúpula de una sociedad que se estructura de acuerdo a las necesidades de unos pocos, y que requiere del orden social existente para su propia perpetuación en el poder.

 

En este sentido, diremos que la comunidad Evangélica Pentecostal surgida en Valparaíso, se caracteriza por desarrollar un esquema espacio-temporal característico, fundamentado por sus propias especificidades y actividades sociales, dominadas por la precariedad social y la pobreza, por la exclusión del mercado laboral y el centro de las actividades mercantiles que le daban vida a la ciudad de Valparaíso desde mediados del siglo XIX; ante lo cual, estructuran un espacio social de acuerdo a una concepción de la actividad humana totalmente diferente a la dominante en dicha ciudad, que les permite resistir los embates de un medio social que les es hostil y les asegura a la vez, la supervivencia mediante relaciones sociales que no se fundamentan en la centralidad de la producción, sino en la solidaridad y en una idea de comunidad que escapa a los cánones de una sociedad dominada por la tradición Católica y un Estado en Forma.

 

Bajo esta lógica, y en concordancia con lo expuesto anteriormente, el espacio social y los procesos sociales, al ser dos aspectos de un mismo proceso y cuyos resultados se correlacionan directamente con las características propias de cada grupo humano, se debe ahora preguntar por el proceso mismo de producción de espacio social, tanto desde arriba como desde abajo, puesto que, en el seno de una misma ciudad, se pueden identificar dos formas totalmente distintas de vivenciar y de construir el espacio social, la una, en total correlación con el modo de vida dominante y establecido desde los centros de poder social, el Estado y la Iglesia Católica; y la otra, elaborada desde espacios marginales al poder social, tanto en el sentido económico como en el sentido religioso, por cuanto quienes participan del Avivamiento Pentecostal de 1909, no sólo persiguen una reivindicación material de su precaria situación social, sino que también buscan una reivindicación espiritual para sus almas despreciadas por una religión que pregona el amor a los pobres y que al mismo tiempo, los abandona a su suerte en los arrabales, o en el caso de Valparaíso, en el populoso barrio El Almendral.

 


Desigualdad y la Necesidad de Incorporar el Paraíso en la Tierra

 

En este apartado se pretende contextualizar la discusión acerca del espacio socialmente construido, pues las interacciones sociales que le dan vida, y las relaciones de fuerza que se establecen entre los diversos actores que participan de la construcción del espacio, suceden en un escenario concreto donde se realizan, según Henri Lefebvre, la totalidad de las relaciones sociales que expresa un grupo social en particular, debido que en primer lugar, constituye la unidad territorial obligada de las relaciones sociales humanas desde el inicio de la Modernidad y, en segundo lugar, porque la ciudad –considerada como una escala particular de análisis geográfico- es un modelo de relaciones sociales moldeadas por los signos que los hombres van dejando en el paisaje a través de los años, es decir, donde el tiempo y el espacio se cristalizan en instituciones o monumentos específicos constituyéndose en regidores de la vida social.

 

“la ciudad es un todo; ese todo no se reduce a una suma de elementos visibles sobre el terreno, tangibles, sean funcionales, morfológicos, etc. (...) la ciudad proyecta sobre el terreno una sociedad, una totalidad social o una sociedad considerada como totalidad, comprendida su cultura, instituciones, ética, valores, en resumen sus superestructuras, incluyendo su base económica y las relaciones sociales que constituyen su estructura propiamente dicha.” (Lefevbre, 1969)

 

Siguiendo a Lefebvre, el espacio urbano puede ser considerado como una totalidad en la que se establecen singulares relaciones sociales que organizan una realidad tangible, la cual se constituye en la base material de las interacciones y por lo tanto de la producción. Sin embargo, el hecho de que el espacio urbano constituya la base material para la producción, no implica que se menosprecien los elementos valóricos, éticos y simbólicos que proyecta sobre el territorio y que reproduce constantemente, por medio del modo de vida y los comportamientos territoriales que expresan sus habitantes. En definitiva, es la constatación de que el modo de concebir la relación entre espacio y procesos sociales que dio inicio a este capítulo, se cumple en el escenario urbano. (Lefevbre, 1969)

 

Ante los signos  que Lefebvre asegura que deja la actividad humana en el territorio específico en la que se emplaza la ciudad, se debe establecer los términos en los que las diversas partes implicadas en el proceso de hacer ciudad se van a entender, y sobre que tipo de espacio complejo se van a enfrentar, el cual es producto de sus interacciones sociales y a su vez, rector de las prácticas cotidianas orientadas a la integración social mediante el mecanismo de mercado, instrumento emergente precisamente en el seno del proceso de constitución de las ciudades capitalistas modernas. Se revisará el proceso mediante el cual el modo de producción capitalista se articula con los modos de integración, permitiendo el surgimiento de estas unidades territoriales.

 

 

Los movimientos sociales urbanos

 

Para comprender el concepto de movimiento social, en tanto posibilidad de impulsar el cambio social desde las bases, es necesario incorporar el análisis del espacio urbano, puesto que según Lefebvre “en el marco urbano, las luchas de facciones, grupos y clases refuerzan el sentimiento de pertenencia,”  es decir, la movilización de los individuos en cualquiera de sus modalidades analíticas, al generarse en el espacio cristalizado de la modernidad (la urbe), no hacen más que incrementar la valorización de un espacio conflictivo, siempre escaso y desigualmente configurado, en donde se funden todas las actividades materiales humanas y es a la vez, fuente de la identidad que se pretende proponer como alternativa a un modelo dominante.

 

El sentido de pertenencia que emerge de la lucha entre facciones, explica de este modo la inevitabilidad de la dialéctica entre dominación y resistencia, en el entendido de que ambas acciones adquieren sentido en el momento en que son consideradas como alternativas o proyectos urbanos, que pugnan por cristalizarse en un espacio que es de todos. Algunas alternativas nacen de la mano del poder, las otras, deben abrirse paso entre las calles y la historia para poder imprimirle a la ciudad querida y odiada un poco de sus experiencias.

 

Desde el punto de vista  que hemos desarrollado sobre los movimientos sociales, adquieren importancia entonces, los elementos que conforman alternativas o proyectos urbanos diferentes, conflictivos o bien, antitéticos al modelo dominante. En este sentido, también adquieren valor las reconstrucciones históricas de los conflictos de clase, antes que la teorización que reduce la historia a partir de categorías pre-establecidas. De esto podemos entender los movimientos sociales como conductas colectivas de historicidad y territorialidad.

 

Debemos preguntarnos si resulta posible el paso desde movimiento social urbano a movimiento social, punto que ha sido señalado por  Manuel Castells, como condición del triunfo de este último sobre el primero, es decir, la imposición de la alternativa sobre la estructura. Para esto debemos aproximarnos primero a la definición de Movimiento Social Urbano que propone Manuel Castells, el cual surge como corolario de un ámbito mucho más profundo y transversal a la problemática general de las ciudades, ya que según Castells ”las ciudades, como toda realidad social, son productos históricos, no sólo en su materialidad física, sino también en su significado cultural, en el papel que desempeñan en la organización social, y en la vida de los pueblos”  , siendo de este modo, el Significado Cultural de lo Urbano el motivo del conflicto de intereses y opiniones que se genera en su interior y el pivote por lo tanto, del Cambio Urbano, tanto material como cultural. La definición del Significado Urbano   en este sentido, será un proceso de conflicto, dominación y resistencia a la dominación, directamente vinculado a la dinámica de la lucha social (Castells, 1983), y por ende, a agentes históricos emplazados en contextos socioeconómicos concretos.

 

Ahora bien, el proceso histórico de conflicto por el Significado Urbano es el inicio de un proceso que determina también las Funciones Urbanas que han de desempeñarse en una ciudad específica, ya que el significado urbano al ser un proceso social en su sentido material, en tanto producto de un conflicto históricamente desarrollado y territorialmente expresado, “no es una simple categoría cultural en el sentido vulgar de la cultura como conjunto de ideas (...) es cultural en el sentido antropológico, esto es, como expresión de una estructura social, que comprende operaciones económicas, religiosas, políticas y tecnológicas”. Vemos así que el proceso mediante el cual las sociedades configuran un significado cultural dual (material e ideológico) para las ciudades que habitan, tiene consecuencias materiales expresadas en el paisaje urbano y en las relaciones sociales que se desarrollan en su interior, las cuales denominaremos como Funciones Urbanas o “el sistema articulado de los medios organizativos destinados a alcanzar los objetivos asignados a cada ciudad por su significado urbano históricamente definido.”  (Castells,   1983, p. 406)

 

Por último, diremos que tanto el significado urbano como las funciones urbanas son dos resultados de un mismo proceso de conflicto que se desarrolla al interior de las ciudades, que es lo que hemos querido significar en este apartado como Movimiento Social Urbano, como una movilización social de base que pretende expresar un significado urbano y en consecuencia sus nuevas Funciones Sociales resultantes, en la totalidad de la estructura urbana y en contraposición al significado urbano dominante e institucionalizado. Es en este contexto donde la alternativa se impone a la estructura, como habíamos dicho, mediante el Movimiento Social Urbano el cual es definido por Manuel Castells como sigue:

 

“Una acción consciente colectiva, orientada a la transformación del significado urbano institucionalizado contra la lógica, el interés y los valores de la clase dominante (...) sólo los movimientos sociales urbanos son movilizaciones orientadas hacia lo urbano que inducen al cambio estructural y transforman los significados urbanos.” (Castells, 1983)

 

En este sentido visualizamos un espacio urbano producido socialmente, bajo determinadas condiciones sociales y económicas derivadas de instancias históricas de conflicto, que se materializan en significados culturales, tanto materiales como discursivos, que le otorgan a esta estructura social tan particular y específica de la modernidad, la ciudad, su dinámica interna y la posibilidad de ser el escenario de una dialéctica constante entre dominaciones y resistencias. La relación establecida entre procesos sociales y estructuras espaciales nos ofrece una primera aproximación al reconocimiento de actores sociales y sus prácticas.

 

En base a este argumento entenderemos por reivindicación urbana, las demandas y proyectos de los sectores populares destinados a provocar un efecto modificatorio a nivel de las organizaciones del espacio, ya sean estas atingentes al equipamiento colectivo o la vida cotidiana, desde un espacio concreto, que cumple la misma función que los árboles en el bosque: la Calle. Lefebvre revindica el rol jugado por la calle en los procesos de cambio social, en el entendido de que éste es un espacio abierto a la imaginación, a la reinterpretación de él por parte de quienes lo habitan, ocupan y le dan vida.

 

“Lo más urbano, la calle, el cuarto de estar de la ciudad (...) la calle es peligrosa, nociva, multifuncional, tierra de todos y de nadie.” (Lefevbre, 1969, p. 7)

 

Desde esta perspectiva la reivindicación urbana es el proceso mediante el cual los grupos marginados de la dinámica institucional de configuración de la ciudad, luchan por establecer sus propias concepciones y materializaciones sobre las funciones y significados urbanos recientemente explicadas y/o la distribución y designación de los recursos urbanos, que David Harvey no duda en otorgarles una importancia capital a la hora de desocultar los mecanismos que reproducen la desigualdad al interior de cualquier sistema urbano, puesto que la distribución de los recursos se establece principalmente mediante la participación política activa de quienes viven en la ciudad, siendo esta capacidad de negociar, un recurso más al interior de la urbe el cual se distribuye, como es lógico, también desigualmente. Esta situación de desventaja política de los grupos de menos ingresos y los de mayor ingreso redunda en un círculo vicioso que hace a los pobres cada vez más pobres y a los ricos cada vez más ricos. Reproducimos a continuación en extenso un pasaje de David Harvey que explica de un modo vehemente esta afirmación.

 

“Es interesante advertir que un voto es, probablemente, el menos importante de estos recursos para la mayoría de los aspectos de la actividad política, y que es el único recurso que se reparte por igual entre todos los miembros de la coalición (...) este tipo de situación es muy común en la política urbana y explica nuestra opinión de que la comunidad más poderosa puede llegar a conseguir que las decisiones de la localización se tomen en su propio beneficio. La desigualdad de los recursos disponibles para el proceso político de negociación crea, por consiguiente, una condición, en lo que respecta a la ulterior disposición de recursos, que refuerza dicha desigualdad.” (Harvey, 1992: 66).

 

Los movimientos sociales y la construcción de espacios topofílicos y /o reclamados como propios (o robados a algo o a alguien)

 

Para concebir un movimiento social cimentado sobre las bases de la identidad colectiva, tenemos que entender y establecer los lugares concretos en los que se desarrolla la acción social del movimiento, y desde donde estas identidades están construidas y articuladas físicamente. Hay cuestiones concretas que surgen de la interacción entre la acción social de los movimientos sociales y el espacio o lugar material en donde se despliegan, en el entendido de que estos últimos elementos son constitutivos y reverberantes a la vez, en las formas específicas en que se desenvuelve un conflicto dado. Son precisamente estos impactos concretos sobre el espacio y el lugar físicos los decisivos en la formación y comprensión de movimientos sociales (Oslander, 2002).

 

Abordaremos el análisis de Henri Lefebvre en relación con los procesos de producción del espacio urbano donde distingue distintos momentos interconectados, los cuales nos proporcionan muy buenas pistas para poder espacializar los movimientos sociales. En primer lugar encontramos a las prácticas espaciales, las representaciones del espacio y finalmente los espacios de representación.

 

1. El primero de estos momentos en la construcción del espacio, corresponde a las Practicas Espaciales, las cuales se refieren sencillamente a las experiencias cotidianas del espacio, es decir, a las configuraciones espaciales que son producto de nuestro actuar a diario, en donde se funden los diferentes modos de vida, las memorias colectivas y las experiencias del espacio personales e íntimas.

 

2. En segundo lugar encontramos a las Representaciones del Espacio, que se refieren a “Los espacios concebidos y derivados de una lógica particular de saberes técnicos y racionales -es decir-, un espacio conceptualizado, el espacio de científicos, urbanistas, tecnócratas, e ingenieros sociales.” , lo que en otras palabras sería el espacio organizado desde arriba por las instituciones del poder dominante, que imponen su particular concepción del espacio y el tiempo , con el fin de reproducir las estructuras sociales existentes para dilatar su hegemonía sobre la vida social que existe dentro de los cánones establecidos. Esta particular representación del espacio al ser producto de los requerimientos espaciales de las instituciones del poder dominante, produce un espacio abstracto y uniformado, por cuanto escapa a las particularidades de las prácticas cotidianas y genera un ámbito único y parcial para el desarrollo de la vida social.

 

En consecuencia, si consideramos los efectos distributivos de una formación espacial dada, en donde el poder político o la posibilidad de decisión sobre aspectos territoriales está ya concentrada en un grupo social pequeño y muy cohesionado, cualquier cambio en esta forma espacial tiene como corolario la inevitable reproducción de estas desigualdades básicas, si los recursos urbanos atingentes a la actividad política no son distribuidos equitativamente en la totalidad de la Sociedad Civil.

 

Podemos de este modo, correlacionar la existencia de este espacio abstracto con el ámbito de acción espacial de las Sociedades Estado, en tanto es escenario y producto de las luchas o relaciones de poder/saber que por un lado lo reproducen, si el modelo de sociedad que oscila en función del Estado permanece o, por otro lado lo transforman, pues si surge de la práctica humana es susceptible de ser modificada desde dentro si las contradicciones de este espacio homogéneo se acentúan y les dan cabida a la resistencia .

           

3.El tercero de estos momentos corresponde a los Espacios de Representación, que están constituidos sobre la base de las experiencias concretas de los integrantes de estas colectividades, en este sentido son espacios de menor abstracción, pero con un importante componente identitario ya que están compuestos por conocimientos, símbolos y significados extraídos de las vivencias y las prácticas cotidianas. Son espacios dinámicos puesto que al emanar de la experiencia “constituyen un repertorio de articulaciones caracterizadas por su flexibilidad y su capacidad de adaptación sin ser arbitraria” , cualidad que las opone tajantemente a las representaciones del espacio, uniformes, estáticas y estructurales .

 

Estos espacios de representación, surgen en el seno de la estructura social planeada desde la cúpula y se desarrollan constantemente en una relación dialéctica con las representaciones dominantes del espacio, por cuanto son producto de la experiencia vívida de las colectividades integradas a la dinámica general de la historia, generando así una dinámica de cambio espacial desde su propia identidad, hacia la estructura que los contiene y espera ser reconfigurada por su acción.  Desde el planteamiento de Lefebvre que versa sobre la dialéctica entre lo percibido, lo concebido y lo imaginado en la producción del espacio, situaremos a las Sociedades Diversas en el ámbito de los espacios imaginados o en las localidades, en contraposición directa con el espacio concebido homogéneamente desde la esfera global y dominante, cuya dialéctica genera el cambio social y espacial.

 

 

Conclusiones

 

Hemos querido subrayar el trabajo de Troeltsch porque es quien, a nuestro juicio, define con mayor claridad el protestantismo europeo. Esto evidencia entonces la pregunta obvia: ¿Tiene sentido la asimilación del pentecostalismo al interior del protestantismo?

 

Indudablemente una respuesta de este tipo inevitablemente debe ser formulada desde la teología dado que hablamos -importante es no olvidarlo- de una religión. Vale decir, es tarea de la teología demostrar la filiación del movimiento pentecostal con respecto al protestantismo y responder la pregunta en lo que tiene de teológico. Sociológicamente hablando, sin embargo, existen numerosas pistas al respecto. Es decir ¿corresponde la tipología de Troeltsch a lo que se sabe sobre el pentecostalismo latinoamericano?. Hemos citado a Troeltsch, precisamente para mostrar que el pentecostalismo es cualitativamente distinto de la fe práctica, personal y ascética que caracteriza al protestante europeo.

 

En segundo lugar, es importante hacer notar, junto con Bastian, que el término protestante se ha elaborado en Latinoamérica bajo el paraguas de una cultura inquisitorial. Desde el siglo XVI la inquisición española combatió, persiguió y denuncio a los seguidores de “las sectas de Lutero, Moisés y Mahoma”. Bastian señala que:

 

“Dado que el Islam nunca se asentó en los espacios coloniales, y apareció sólo recientemente con el siglo XX, y que el judaísmo no sobrevivió (...) el único factor religioso ,fuera de las llamadas idolatrías indígenas, que continuó fue la llamada herejía luterana y sus diferenciaciones posteriores. El concepto “luterano” adquirió la misma connotación negativa que el de “turco” y de “judío” en la conciencia popular latinoamericana.” (Bastian, 1997: 32)

 

La fusión de los términos secta y protestante se fortaleció en el siglo XIX, al calor de las disputas católico-liberales, más tarde, en plena guerra fría, el término volvió a usarse. Esta vez fue la teoría de la conspiración la que habló nuevamente de la invasión de las sectas protestantes. Según la posición de Bastian, el término Protestantismo es no sólo de uso acrítico, sino que además tiene un sesgo ideológico.

 

En tercer lugar, quien quiera asimilar el movimiento pentecostal a la categoría de protestantismo, debería demostrar contundentemente que además de la filiación histórica en tanto quiebre con el protestantismo europeo, existió también una total y absoluta correspondencia entre ambos movimientos. Para el caso chileno y -de manera muy especial- para el período de tiempo que estamos estudiando acerca de los movimientos pentecostales de fines del siglo XIX y principios del  XX, esta correlación es imposible.

 

No existe una continuidad entre, por ejemplo, el movimiento de santidad norteamericano y el pentecostalismo chileno o el movimiento de Azusa Street  y el de Valparaíso en 1909. Tal vez en el caso Brasileño o en el pentecostalismo centroamericano exista algún grado de influencia, pero no en el chileno. De hecho, sólo es posible señalar apenas dos contactos anteriores de Hoover con algún movimiento externo al de su iglesia: el primero fue la visita a un iglesia norteamericana en Chicago 1895. El segundo fue el folleto de Pandita Ramabai, una misionera en India . Del estudio de su libro Historia Del Avivamiento Pentecostal se colige que el de Valparaíso fue un movimiento esencialmente endógeno.

 

Además, el movimiento pentecostal se articula como una ruptura con la práctica protestante del momento, influida notoriamente por las corrientes positivistas en boga, significa entonces que existe una ruptura con las prácticas protestantes contemporáneas en el mismo momento de origen del movimiento y, aunque pudiera señalarse que ambos movimientos comparten una misma matriz teológica y doctrinal.

 

Es importante agregar además que la mayoría de los pentecostales no se llaman a si mismos protestantes y no reivindica una filiación con el movimiento de la reforma, en el caso chileno el pentecostal se autodefine como pentecostal o como evangélico, pero muy raramente como protestante agregando una idea de algo original y distinto. Según Jean Pierre Bastian:

 

“El acercamiento al tema de la mutación religiosa en América Latina se complica con el mero hecho de que la mayoría de las investigaciones existentes sobre los nuevos movimiento religiosos latinoamericanos aceptan a priori que esos movimientos son protestantismos. No cabe duda de que cierto numero de movimientos religiosos designados con la categoría de pentecostalismos latinoamericanos, este lazo no esta comprobado” . (Bastian, 1997: 23)

 

En conclusión, podemos decir que el pentecostalismo será como objeto de estudio cualitativamente distinto del protestantismo, dado que es un fenómeno distinto, primeramente, desde una perspectiva temporal; así como también, como un fenómeno generado de manera original y distinto en el contexto latinoamericano. Por último, el avivamiento de 1909 significaría para el pentecostalismo criollo en inicio de una Tercera Reforma, un proyecto propio de implantación protestante que no  acepta tener una relación de origen con las iglesias históricas. Este proyecto se caracteriza por la penetración de la fe evangélica en las clases populares. Son iglesias proletarias, afincadas en sectores periféricos semi-urbanos y rurales campesinos.


 



Notas

 

[1] Sin embargo, creemos que es lo que Tuan denomina como la toponegligencia, entendida como la falta de compromiso y apego por el lugar que habitamos, la expresión que mejor caracteriza la ya mencionada falta de arraigo y de sentido de pertenencia que usualmente experimentamos por las ciudades en que vivimos. El desarraigo de las personas en un mundo cada vez más homogéneo es quizá una de las causas de la crisis ecológica actual, el espacio pasa de ser una vivencia a convertirse en un concepto, algo lejano, ajeno e impersonal. Crece el número de individuos que no experimentan una relación de pertenencia hacia el lugar donde viven. El resultado es una alienación del hombre que acaba considerando los lugares como objetos con los que sólo cabe una relación de consumo o de contemplación superficial. La toponegligencia sustituye así gradualmente el sentimiento de topofilia, reprimiendo uno de los impulsos más íntimos del ser humano. La persona precisa familiarizarse con su entorno y sentirse parte de él, como en casa.; de esta forma la topofilia se ejerce a través de la acción y la preservación, involucrándose con el entorno, comprometiéndose y haciéndose parte de él, siendo sin duda el sentimiento que nos permite revitalizar nuestra relación con éste y con el mundo a partir del restablecimiento del hondo sentido del habitar. Diremos que existe una relación topofóbica entre hombre y entorno cuando la dinámica resultante es repulsiva y se genera el desarraigo.

 

[2] Entendidos éstos como aquellos que se bautizan, cumplen con los requisitos de servicio y asistencia a los distintos cultos, diezman (vale decir entregan el 10% de su patrimonio) y se confiesan como pertenecientes a la religión.   

 

[3] Desde el año 1902 se estudiaba los Hechos de los Apóstoles. En un estudio de profesores en el principio del año, un hermano dirigió al pastor una pregunta: ¿qué impide que nosotros seamos una iglesia como la iglesia primitiva? El pastor le respondió: “no hay impedimento ninguno, sino el que esté en nosotros mismos”. El pastor Hoover comenta que “así que todo el año en la Escuela Dominical esto era nuestro blanco; y todo acto, toda persona, toda manifestación de Dios en las lecciones se nos presentó como estímulo en esta dirección”.

 

[4] Habrían dos vías hermeneúticas. Por un lado, lo que significa para el homo religiosus que vive la experiencia hierofánica. En este nivel, el símbolo, el mito y el rito son elementos constitutivos de la vivencia espiritual del hombre arcaico. Por otra parte, tenemos el mensaje que el homo religiosus transmite al hombre moderno. De este modo se logra el fruto de la aportación de lo religioso a la cultura y a la construcción de un nuevo humanismo para el hombre moderno y sus demandas espirituales. El fin último de esta hermenéutica sería la unidad  espiritual de la humanidad sobre la base de la experiencia de lo sagrado vivida por el homo religiosus. El método que servirá a esta hermenéutica es el comparativo genético de G. Dumézil.

 

[5] La sacralidad es fuente de lo real, sustrae al hombre y al mundo de un devenir incierto y afirma la existencia sobre un cimiento de realidad que llena de significado toda la experiencia humana. Por eso lo sagrado es ante todo poder (Van der Leew), fuerza que no sólo subsiste como algo diferente, totalmente otro (Rudolf Otto), sino que da consistencia a todo lo demás. Lo que no es sagrado es profano, inconsistente por sí mismo, fenoménico frente a la esencialidad última de lo sagrado. Esta ruptura ontológica entre lo sagrado y lo profano es vivida en las iniciaciones como paso al nivel de lo verdaderamente real.

 

Bibliografía

 

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Bachelard, G. La poética del espacio. Breviarios. México: FCE, 1997

 

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© Copyright Abraham Paulsen, 2005

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Ficha bibliográfica:

PAULSEN, A. Los espacios de redención en la ciudad contemporánea. Aproximaciones al avivamiento pentecostal de 1909 en Valparaíso, Chile. Scripta Nova. Revista electrónica de geografía y ciencias sociales. Barcelona: Universidad de Barcelona, 1 de agosto de 2005, vol. IX, núm. 194 (100). <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-194-100.htm> [ISSN: 1138-9788]

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