Scripta Nova |
Abraham
Paulsen
Jefe
de carrera de Pedagogía en Historia y Geografía, Universidad Católica Raúl
Silva Henríquez.
E-
mail: apaulsen@uc.cl
Los espacios de redención
en la ciudad contemporánea. Aproximaciones al avivamiento pentecostal de 1909
en Valparaíso, Chile (Resumen)
En ciudades como
Valparaíso surgió, como en otros centros tercermundistas, economías de signos y
espacios, caracterizadas por una creciente ausencia de sentido y la destrucción
del sujeto a causa del dominio de utopías y/o ideologías colectivistas, de
clase. El desarrollo de uno de estos fenómenos, al cual definiremos como la
irrupción de una utopía dedicaremos nuestro estudio; en el año 1909, en una
ciudad puerto que vivenciaba un tipo específico de espacialidad, acontece un
fenómeno notable por su excepcionalidad. Un grupo de feligreses, provenientes
de las clases bajas, vive una experiencia que le impulsa a generar un cambio
significativo en sus vidas desde el cual se sienten llamados a generar las
condiciones para que irrumpa en su ciudad el Reino de Dios en la Tierra, lo
cual supone de paso, imaginar (procurando activamente conseguir) una nueva
ciudad consolidada desde la utopía y naturalmente diferente a aquella en la
cual hasta ese día crecieron y vivieron. Intentaremos pesquisar, desde el
paradigma de la geografía crítica, que ciudad imaginaron, qué problemas
percibieron en esa urbe y en esa sociedad en la cual vivían y de qué manera
aquel espacio ahora un escenario de batalla para relevar sobre cualquier otro
problema y poder aquel que ellos consideraban como proveniente de Dios;
aparecía en el escenario social una nueva tipología de poder, tan escaso y
específico como todos, el poder de Dios, el cual desde que se instala es capaz
de construir y/o reconstruir “cielos nuevos y tierras nuevas”, espacios de
esperanza y de nuevas dimensiones de cambio personal y social. El espacio y las
concepciones, ideologías y percepciones a él asociadas, será definido, emulando
al título de un texto escrito por David Harvey, como un espacio de esperanza.
Palabras claves: utopia,
religión, espacios públicos.
The
spaces of redemption in the contemporary city.
Approaches to the pentecostal livening of
In
cities as
Key
words: utopia,
religion, public spaces.
Tras
Valparaíso es uno de los
tantos espacios; durante el siglo XIX experimentó cambios en su estructura y
funcionalidad urbana (y también cambios en las colectividades que en él
residían) dado su compromiso con una incipiente economía monoexportadora de
corte capitalista mercantil; fue parte de un circuito en donde los distintos
tipos de capital se interceptaban y se superponían en una operatoria de
carácter local y regional. Estos capitales tuvieron la capacidad de formar
espacios propios al interior del referente portuario y cada tipo teñía, cuán tintura, a los modos de vida, la
cultura y las vivencias y experiencias respecto de la conducta espacial de los
grupos humanos de la época.
Como espacio inmerso en
las dinámicas de explotación, acopio y distribución capitalista Valparaíso se
nos muestra como una ciudad que respira pujanza en algunos sectores en tanto en
otros acontece la lucha diaria para la supervivencia y para la búsqueda de
superación de las injusticias y la desigualdad, un espacio en donde se originan
imaginarios que se transforman en estandartes para diversos grupos dispuestos a
adoptar el rol de gestores de cambios socio-espaciales que les condujeran a un
mejor pasar.
Estos grupos mutan junto
a su tiempo, presencian el advenimiento del capitalismo organizado, donde los
flujos de dinero, los medios de producción, los bienes de consumo y la fuerza
de trabajo adoptan paulatinamente una escala nacional. Es el Estado Nación
ahora el escenario y los grupos se organizan en base a problemas y males
mayores; los enemigos se hacen comunes, su tamaño se acrecienta y con ello
también se diluyen. El mundo cambia, aparecen síntomas de que el siglo XX trae
aparejado una nueva propuesta, un nuevo orden. Valparaíso, ya decadente desde
las postrimerías del XIX se incorpora a las dinámicas de luchas nacionales (e
internacionales); por ejemplo, en esta etapa los gremios profesionales locales
fueron reemplazados por sindicatos de industria cuyo dominio territorial “se
estiró” hasta alcanzar dimensiones nacionales. Los mercados de mercancías, de
capital y aun de fuerza de trabajo cubrieron la economía de naciones enteras en
función de circuitos de objetos, sujetos y artefactos culturales (signos o
significantes).
En ciudades como
Valparaíso surgió, como en otros centros tercermundistas, economías de signos y
espacios, caracterizadas por una creciente ausencia de sentido y la destrucción
del sujeto a causa del dominio de utopías y/o ideologías colectivistas, de
clase. El desarrollo de uno de estos fenómenos, al cual definiremos como la
irrupción de una utopía dedicaremos nuestro estudio; en el año 1909, en una
ciudad puerto que vivenciaba un tipo específico de espacialidad, acontece un
fenómeno notable por su excepcionalidad. Un grupo de feligreses, provenientes
de las clases bajas, vive una experiencia que le impulsa a generar un cambio
significativo en sus vidas desde el cual se sienten llamados a generar las
condiciones para que irrumpa en su ciudad el Reino de Dios en
Intentaremos pesquisar
que ciudad imaginaron, qué problemas percibieron en esa urbe y en esa sociedad
en la cual vivían y de qué manera aquel espacio ahora un escenario de batalla
para relevar sobre cualquier otro problema y poder aquel que ellos consideraban
como proveniente de Dios; aparecía en el escenario social una nueva tipología
de poder, tan escaso y específico como todos, el poder de Dios, el cual desde
que se instala es capaz de construir y/o reconstruir “cielos nuevos y tierras
nuevas”, espacios de esperanza y de nuevas dimensiones de cambio personal y
social. El espacio y las concepciones, ideologías y percepciones a él
asociadas, será definido, emulando al título de un texto escrito por David
Harvey, como un espacio de esperanza (Harvey, 2003).
Cuando la imaginación no
tiene asidero en la realidad existente, busca un refugio en lugares y períodos
construidos conforme a sus anhelos. De acuerdo a esto, mucho nos dirá la
construcción de mundo que los feligreses pentecostales de Valparaíso de
comienzos del siglo XX tenían de aquel en el cual efectivamente vivían y de los
anhelos que manifestaban.
Por lo general, los
mitos y las utopías representan expresiones eternamente cambiantes de aquello
que carecemos en la vida real. Dichos anhelos pueden ser establecidos en
términos de principios generales y la realización depende de su proyección en
el tiempo o en el espacio. ¿Cuánto de lo que imaginaron los pentecostales del
Valparaíso de 1909, con relación a su espacio, lograron consolidar?. Tenemos la
sensación de que al originarse “frustraciones espaciales” (o topofobias[1]),
los espacios terminan recluyéndose y se generan mundos a disposición sólo de iniciados.
Acontece un movimiento pendular, el grupo sale a conquistar el mundo y al
fracasar construye uno para sus propios fines ajeno al mundo que no los quiso
oír y que los despreció. Tal mundo tendría un tipo diferente de economías de
signos y espacios.
Utopía es un deseo
espacial, Quiliasmo o Milenarismo corresponderán a deseos o anhelos temporales,
pero ambos son principios descriptivos. Trataremos de indagar si fueron utopías
o dinámicas milenaristas las que movieron a estos hombres o, por el contrario,
fueron dinámicas milenaristas las que les condujeron a pensar un tipo diferente
de mundo urbano.
Tal espacio, imaginado al
interior de la feligresía, contextualizado e intelectualizado por sus líderes
presenta características de utopía, definida ésta de los modos como se señala a
continuación:
“Un estado de
espíritu es utópico cuando resulta incongruente con el estado real dentro del
cual ocurre“. “Son ideas que trascienden a la situación y que no logran ni
lograron, de hecho, realizar su contenido virtual” (Mannheim, 1987)
“...Aunque a
menudo se convierten en los motivos bien intencionados de la conducta del
individuo, cuando se les aplica en la práctica, se suele deformar su sentido”
(Ricoeur, 1987)
Decimos que el espacio
de esperanza es utópico en tanto también las utopías, como ya se dijo,
trascienden a la situación social, pero se diferencian de las ideologías por cuanto
logran, como una contraactividad, transformar la realidad histórica vigente en
algo que esté más de acuerdo a sus propias concepciones. Precisemos que lo que
en determinado caso aparece utópico o ideológico, depende esencialmente de la
etapa y del grado de realidad a la que se aplica ese modelo. Además, que en
general, ya la propia concepción de lo que es una cosa y otra entraña, a
priori, todo un sistema de pensamiento que representa al autor y sus
valoraciones, si éste otorga el mote de utópico a todo aquello que está afuera
del orden actual, borra la necesaria distinción entre aquello que afecta el
status quo y lo que es efectivamente irrealizable. Y, por el contrario, si
designa como utópico todo aquello que subvierte el status quo, caerá en la cuenta
que el orden vigente es el mal supremo, y, la respuesta es entonces la
anarquía. Intentemos pues, evitar los extremos y llamaremos utopías absolutas
aquellas efectiva y plenamente irrealizables en nuestro orden y cualquier
“orden” vigente y denominaremos utopías relativas a aquellas irrealizables en
nuestro orden.
Las utopías se
diferencian de acuerdo a la época en la cual surgen; además, se diferencian de
acuerdo a las capas sociales que incluyen; paralelamente, los tiempos modernos
se caracterizan por que surgen las clases sociales y van paulatinamente
adquiriendo un modo de organización colectiva. Dado lo anterior, las primeras
utopías provienen de un afianzamiento social de nuevos grupos que disputan el
poder, además que representan la expresión del carácter dinámico de la
realidad, ya que ésta no es aceptada como antaño “en cuanto tal” sino más bien
es concebida como un punto de partida o un ente socialmente determinado, pero,
que se halla en constante evolución. (Ricoeur, 1987)
De acuerdo a las tipologías
utópicas, señalemos que aquella que más se relaciona con el fenómeno que
estudiamos es la milenarista anabaptista. Por ende, pensamos que es necesario
caracterizarla.
Por primera vez,
aparecen en plena cohesión la postergación social con prototendencias
milenaristas. El germen de
Justamente, a partir del
nacimiento de esta forma de mentalidad utópica en estratos sociales otrora
reprimidos les dio la virulencia del que tiene mucho que ganar y muy poco que
perder y este es el inicio del concepto moderno de la política. A pesar del carácter violento de los hechos
que se originan en el fragor reformista alemán, las visiones que tenían estos
grupos eran visiones optimistas de su mundo en tanto lo percibían como mutable
sin importar mayormente el costo. Pero cuando va pasando el tiempo, la meta se
aleja y surge la contradicción, esto es, el desánimo y la resignación. En este
proceso casi no se aprecia una clara disputa de ideas, lo que existe es una
conciencia casi extática manifestada en un fluir de energías psíquicas que
busca una situación de acomodo.
Los hombres son azuzados
y reaccionan casi como “ovejas sin pastor”; quizás el daño mayor acontece
cuando se disocia el orden anterior sin que exista otro alternativo al cual
optar, tal es, sin duda, la mayor negación posible de la libertad, esto es, no
tener un referente que permita guiar adecuadamente una forma de vivir.
Lo anterior se expresa
claramente en
Willis C. Hoover, era
pastor metodista episcopal en Valparaíso, Chile, con una congregación que a
mediados de 1908 estaba compuesta por aproximadamente ochocientos miembros[2],
cuando experimentó por primera vez los vientos del llamado Avivamiento
Pentecostal. Había llegado a Chile junto a su cónyuge en el año 1889, y era
conocido como un hombre devoto, carismático, con un énfasis ministerial más
bien alejado de todo esfuerzo teológico y centrado en la sensibilidad a las
manifestaciones (carismas) del Espíritu debido a la gran influencia que recibió
desde Los Ángeles, Estados Unidos (Sepúlveda, 1998).
No sabemos el momento
exacto cuando se convirtió, aún cuando presumimos que fue a temprana edad dado
que su familia profesaba las enseñanzas de Wesley (Hoover, 1932). Ejerció en un
breve tiempo como médico homeópata en Chicago y se casó ya habiendo
experimentado la vocación pastoral. Inspirado por los informes de David
Livingstone, se ofreció junto a su esposa para ser misioneros en África. Cuando
Durante su pastorado en
Valparaíso, les llegó la noticia del derramamiento pentecostal en 1906 en la
misión de la calle Azusa, en Los Ángeles (Martin, 1990). Tan pronto como se
enteró de tales noticias comenzó a estudiar
El siguiente paso consistió
en establecer una reunión de oración los domingos por la tarde en el templo,
que se denominó "la clase de las cinco" (Hoover, 1932). Esta reunión
atrajo a cantidades crecientes de personas, quienes oraban en ocasiones en
forma continua hasta que llegaba el servicio nocturno. Todo esto cambió
dinámica y las costumbres de oración de la congregación.
En este contexto,
Recuerdo que mi abuelo nos relató que una tarde del 12 de septiembre 1909, año
en el cual durante todo el primer semestre, algunos de los miembros la Iglesia
Metodista Episcopal de Valparaíso, comentaban experiencias espirituales fuera
de lo común, al arrodillarse en la plataforma, se percató de que comenzaron a
orar simultáneamente, en lugar de la oración individual como lo dictaba la tradición
metodista. Lleno de curiosidad, abrió los ojos para observar su congregación
que oraba espontáneamente así y le pareció "como el sonido de muchas aguas", expresión que evoca
descripciones de la Glosolalia o don de lenguas descrito en la Biblia. De hecho,
en relatos posteriores, a ninguno de los miembros de esta iglesia le cabe la
menor duda que experimentaron en distintas situaciones lo que ellos definen
como “el derramamiento del Espíritu Santo”
y que este hecho derivaba en un conjunto de manifestaciones incluyendo el
hablar en lenguas, la risa santa y la danza en el Espíritu.
A partir de esta
experiencia, cierta o no, el grupo de feligreses adquirió una interpretación de
su vida y un sistema de trabajo absolutamente renovados. Rápidamente comenzaron
a surgir elementos de especificación y
exclusión social positiva fundados en la capacidad de recibir determinadas
experiencias. El grupo, lleno de entusiasmo, comenzó la tarea de convertir a la
ciudad en una especie de Paraíso en la Tierra.
Cada metro cuadrado de
la ciudad adquiría un nuevo significado. El core o centro del grupo era su
templo, desde allí establecían itinerarios que delegaban en pequeñas células de
feligreses la predicación de sus ideas desde esquinas que se distanciaban
concéntricamente del templo. Así se iniciaría la práctica de predicar en las
calles, cantando, recitando un versículo y dando testimonio de cambios
significativos en la vida de las personas. Ese es el sello distintivo del mundo
pentecostal. La esquina, que se consagra, es un espacio de lucha, allí aparece
Dios y los carismas del Espíritu con toda su fuerza y también las fuerzas
hostiles de Satanás, un verdadero Armagedón donde son liberadas fuerzas
celestiales con el fin de arrebatarle almas y (consecuentemente el espacio en
el que éstas se desenvuelve) al Diablo. Desde esta perspectiva, el espacio se
hace sacro y en él se vivencia en todo momento la presencia de Dios en el
mundo. Esta misión es desarrollada hasta el día de hoy con celo espartano. Cada
día, antes de las reuniones y/o cultos, los feligreses predican en las esquinas
y una vez que llegan a su iglesia informan, con lujo de detalles, al Pastor o
encargado hasta los más mínimos detalles de su batalla. La práctica está mucho
más elaborada, ha sido casi un siglo de práctica y se han elaborado algunas
variaciones. Por ejemplo, se incorpora con más fuerza la música, aparecen
equipos de sonido, los participantes se dividen en varios grupos por sexo y
edad, y se les asignan lugares específicos. Los grupos que se acercan de varias
direcciones convergen en el templo, en donde cada líder informa brevemente al
pastor antes de arrodillarse en torno a la plataforma para orar.
La cuestión religiosa no ha
sido un tema que haya tratado sistemáticamente la geografía, pero, hoy en día,
especialmente la geografía social y la geografía política, nos parece que
deberían estudiar tal fenómeno dado tienen gran relevancia los fundamentalismos
o las motivaciones religiosas en los conflictos del presente y previsiblemente
del inmediato futuro.
En estas materias destaca
el rumano Mircea Eliade, cuya profusa obra refleja una ilimitada curiosidad
acerca del fenómeno religioso, en tanto aparece como diverso y a la vez con
coincidencias que nos hacen presumir la existencia de ciertas líneas de unidad
tanto en la extensión socio – espacial del fenómeno religioso como en la
evolución temporal del mismo hasta las manifestaciones pseudo religiosas de la
modernidad.
Mircea Eliade define el
pensamiento y al acto religioso como una forma característica de realizar su
humanidad: el "homo religiosus" (Eliade, 1999). Influido por C. G.
Jung y su idea de los arquetipos, identifica lo religioso como un constituyente
de la conciencia humana, buscando entre lo inconsciente elementos
trascendentes; de esto, deduce que los fenómenos religiosos serían expresiones
de unas experiencias religiosas fundamentales (Eliade, 1999; 2001). Lo
religioso existe porque hay una estructura de la conciencia humana basada en la
relación con lo sagrado. No se trata de un estadio más de la humanidad, sino de
un constituyente de la conciencia humana. Explicar desde fuera tal experiencia
se presenta como tarea imposible, pues no podría dar cuenta de su verdadera razón
de ser. La comprensión de lo religioso implica la aceptación de su propia
significación: lo sagrado es la dimensión humana -en cuanto experiencia
subjetiva y en cuanto realidad objetiva que motiva esa experiencia- de
inserción en una totalidad que permite al hombre tomar conciencia de que es tal
hombre (Eliade, 1999; 2001).
Para él,
Así pues, vemos en la obra
de Mircea Eliade una triple dimensión para abordar una misma realidad: el hecho
religioso. Los tres enfoques, solidarios entre sí, son el histórico, el
fenomenológico y el hermenéutico. Y su desarrollo se hace en torno a dos ejes:
lo sagrado y el símbolo.
Desde un estudio
pormenorizado de las religiones a lo largo de la historia, Mircea Eliade avanza
en la comprensión del aspecto universal de lo religioso, por cuanto halla en él
una manifestación de la unidad de la conciencia humana. Hay un homo religiosus
que en la multiplicidad de formas religiosas busca una misma y primordial
relación con lo sagrado. Y es más, esta relación manifiesta en parte lo más
humano del hombre. La historia de las religiones se convierte así en una
fenomenología de la experiencia religiosa y una hermenéutica de las formas en
las que se vive dicha experiencia. Las distintas religiones en las distintas
épocas de la historia son distintas posibilidades de una misma experiencia de
pensamiento.
El hombre se halla
enfrentado a una situación límite que le configura: la historia, el devenir, la
fugacidad temporal. Ante esa experiencia
límite (limitadora y situadora) el hombre se capta como algo efímero y se ve
empuja a salir de esa finitud, superar esa condición histórica. El pensamiento
socorre al hombre en su huida hacia delante. Pero el pensamiento religioso da
un paso más y afirma al hombre en la existencia por su relación con la realidad
de lo sagrado. A través de los procesos de iniciación: mito y rito, el hombre
es comprende a sí mismo y su situación
en el mundo, sobre la seguridad de que es lo sagrado lo que sostiene toda la
realidad.
Es el pensamiento simbólico
el que permite interpretar el significado de las formas religiosas, de los
mitos y los ritos. Pero para ello es necesaria una hermenéutica propia basada
en pasar de la explicación -traducción de unos fenómenos a un lenguaje común- a
la comprensión o captar lo que la cosa es desde ella misma. El símbolo no es un
concepto ni una forma de especulación, sino que permite captar directamente el
misterio consistente en que las cosas, tienen un comienzo que nos sugiere lo
que las precede, algo que concierne de forma fundamental a la existencia
humana. El símbolo se dirige pues a la existencia para hacerle reconocer un
sentido que sólo ella puede vivir en solidaridad con el cosmos, por eso tiene
el símbolo una dimensión religiosa y por eso la experiencia religiosa se
expresa y comprende simbólicamente.
Como expresión privilegiada
del pensamiento simbólico tenemos el mito, cuyas palabras se enraízan en el
misterio y facilitan la irrupción de lo divino en el mundo. Las historias que
cuentan los mitos relacionan al hombre con lo absoluto y lo sitúan y
fundamentan en la existencia, precisamente por su relación con lo absoluto. Los
momentos y gestos que trasmiten los mitos (especialmente el momento del origen)
son paradigmas, modelos que traspasan la historia.
Así las cosas, la historia
de las religiones no se pueden quedar en contar las variedades de las formas
religiosas, sino que ha de ser exploración de la experiencia religiosa del
hombre, contribuyendo al conocimiento de las profundidades de la humanidad,
donde lo religioso está presente como primera estructura del existir humano en
el mundo. Por esa línea, el estudio de las religiones ayuda a comprender qué
somos, y en ese sentido forma parte de la empresa necesaria de fundar un nuevo
humanismo, basado en parte en el reencuentro con la dimensión de lo sagrado.
En historia de las
religiones, “toda” manifestación de lo sagrado es importante. Todo rito, todo
mito, toda creencia o figura de divina refleja la experiencia de lo sagrado, y
por ello mismo implica nociones de “ser”, de “significación” y de “verdad”.
Como ya dije en otra ocasión, <<resulta difícil imaginar cómo podría
funcionar el espíritu humano sin la convicción de que existe algo
irreductiblemente “real” en el mundo, y es imposible imaginar cómo podría
haberse manifestado la conciencia sin conferir una “significación” a los
impulsos y a las experiencias del hombre. La conciencia de un mundo real y
significativo está íntimamente ligada al descubrimiento de lo sagrado. A través
de la experiencia de lo sagrado ha podido captar el espíritu humano la
diferencia entre lo que se manifiesta como real, fuerte y rico en significado,
y todo lo demás que aparece desprovisto de esas cualidades, es decir, el fluir
caótico y peligroso de las cosas, sus apariciones y desapariciones fortuitas y
vacías de sentido (Eliade, 1999; 2001; 2002).
El concepto de espacio es
visto como algo estático, despojado de las características que lo constituyen
como un producto social y que sólo cumple la función de enmarcar en un eje de
coordenadas absoluto los hechos sociales que ocurren en su interior,
imposibilitados éstos de alterarlo en el transcurso de su desarrollo. Al
contrario, los autores del presente trabajo creen que el espacio geográfico es
un concepto que va mucho más allá de tales consideraciones, en la medida de que
la forma espacial y los procesos sociales que en el acontecen, según David
Harvey, son más bien diferentes modos de pensar acerca de una misma cosa (Harvey,
2003).
En este sentido debemos
desviarnos de aquel supuesto que nos impele a pensar un espacio social
abstracto, inmóvil e inaccesible a cualquier modificación por parte de la
actividad humana, de hecho este autor y otros aseguran que abordar separadamente
la discusión sobre la naturaleza del espacio social y su relación con los
procesos sociales, constituye un error
metodológico, que sin embargo, es muy frecuente en los trabajos de este tipo.
El primer supuesto que estableceremos a lo largo de esta reflexión consiste en
abordar un tema históricamente escindido, pero que adquiere significado en su
calidad dialéctica. Es decir, el espacio se entiende espacio a través de las
manifestaciones humanas que ocurren en su interior, las cuales adquieren consistencia
en la medida en que reproducen el escenario que las ve nacer, o bien, generan
nuevas concepciones espaciales que están llamadas a satisfacer las necesidades
de quienes lo viven, lo entienden y lo sienten.
David Harvey en su trabajo
Urbanismo y Desigualdad Social, (Harvey,
1992) desarrolla la idea de Espacio Relacional hasta el punto de traspasar la
tesis Leibniz, quien piensa el espacio como contenido en los objetos, puesto
que considera a la propiedad práctica del espacio tan constitutiva y fundamental
que inclusive el mismo proceso de análisis científico y teórico que lo evoca y
pretende aprehender -en tanto actividad humana- lo configura dependiendo de los
requerimientos del agente involucrado en el estudio.
“El espacio va tomando la
forma que deseamos de él durante el proceso de análisis, y no antes de éste. En
adelante, el espacio no es en sí mismo, ni absoluto, ni relativo, ni
relacional, pero puede llegar a ser una de estas cosas o todas a la vez según
las circunstancias.”
Si el espacio adquiere la
forma que deseamos de él durante el proceso de análisis, podemos inferir que
los grupos humanos existentes en el interior de un espacio urbano definido,
pueden configurar diversas concepciones espaciales de acuerdo a sus formas
específicas de vivir, entender y sentir el espacio social que les circunda. En
esta línea de análisis, podemos deducir también que la comunidad Evangélica
Pentecostal que surge en el seno del espacio urbano del Valparaíso de 1909,
tendrá su propia concepción de espacio de acuerdo a las circunstancias que
enmarcan su vida en el orden político, económico y social imperante en
Valparaíso.
Si la construcción del
espacio es una actividad inherente a la práctica humana, podemos inferir
entonces que esta dimensión fundamental de la vida social conforma una
estructura susceptible de ser
monopolizada por un grupo dominante, ante la cual se constituyen las
colectividades de sujetos que dan curso a las prácticas sociales que reproducen
a esta configuración espacio- temporal transhistórica. Sin embargo, se debe
considerar que las colectividades o grupos sociales existentes en el interior
de la ciudad pueden tener una capacidad muy distinta para esquematizar el
espacio, y en consecuencia, el espacio urbano resultante es complejo, discontinuo
y heterogéneo (Harvey, 1992). El
espacio, entonces, no sólo cambia de un individuo a otro y de un grupo a otro,
sino que también con el tiempo, constituyendo de este modo una estructura
dinámica acorde con las relaciones sociales que la conforman.
Desde un punto de vista
evidentemente materialista, David Harvey es enfático en adscribirle a las
actividades humanas la facultad de concebir y elaborar concepciones sobre el
tiempo y el espacio, como corolario de los procesos de reproducción social necesarios
para la supervivencia de una formación social. Agrega, de hecho, que tales
procesos materiales al variar según el contexto geográfico e histórico producen
concepciones sociales del tiempo y el espacio específicas para cada formación
social, las cuales identifica con los modos de producción “o formación social
particular – que encarna- un conjunto de
prácticas y conceptos del tiempo y el espacio.”
Milton Santos en el comienzo de un trabajo recopilatorio,
también aborda esta problemática desde la misma perspectiva materialista de
David Harvey, insistiendo en la indivisibilidad del espacio social en parcelas
de análisis sectorial. La reflexión de Santos también adquiere ribetes
metodológicos con respecto al papel que juega la Geografía en la comprensión de
las sociedades, enfatizando que tanto la Geografía como la Historia son dos
ciencias fundamentales para la comprensión de la dinámica incesante establecida
entre el espacio y los hombres, en el entendido de que el espacio es también un
hecho histórico –y por lo tanto dinámico- susceptible de ser estudiado por
medio de las imbricaciones establecidas entre las sociedades y su soporte
material. En este sentido, Milton Santos es categórico:
“Si
Como vemos el estudio del
espacio es necesariamente, según Santos, una actividad multidisciplinaria que
interrelaciona las diversas disciplinas que estudian el acontecer de los
hombres en el espacio y el tiempo, destacando la relación existente entre el
espacio social y los procesos históricos que lo conforman, siendo el espacio
mismo, producto de la historia, y la historia la expresión temporal de las
actividades espaciales de los hombres.
Como fundamento de esta
proposición Santos usa el concepto Marxista de Formación Económica Social cuya utilización permite entrever un factor
que es capital en la conformación del espacio a través de las prácticas
humanas, a través de la producción, esto es, “el trabajo del hombre para
transformar, según leyes históricamente determinadas, el espacio en el cual el
grupo se confronta.” Se nota así como el
hombre no sólo construye un espacio social por medio de sus prácticas
cotidianas, sino que altera el espacio físico que le subyace por medio de un
acto evidentemente transformativo que implica la reproducción material de las
condiciones necesarias para la continuidad de la existencia tanto individual
como societal.
En este sentido, Santos nos
propone un modelo de sociedad que necesariamente altera su espacio con el fin
de consolidar su existencia. Las relaciones existentes entre las Formaciones
Económicas y Sociales y el espacio entonces sólo adquieren sentido dentro de un
orden local, puesto que la organización geográfica o la ubicación relativa de
los elementos que participan del proceso productivo, si bien están todos
comprendidos dentro de la conciencia histórica impuesta por el medio de
producción imperante, se realiza desde una escala de análisis y de actividad
centrada en la localidad, en las especificidades propias y diferenciales de una
Formación Económica y Social concreta.
“La
realización práctica de uno de los momentos de la producción supone un lugar
propio, diferente para cada proceso o fracción de proceso; el lugar se vuelve
así, a cada momento histórico, dotado de una significación particular.” (Santos, 1996)
Se comprende de este modo,
cómo el proceso de producción está ligado necesariamente a las improntas
territoriales impuestas desde escalas locales de actividad, es decir, el
territorio concreto en el que se lleva a cabo el acto de producción, le imprime
al proceso general de producción sus especificidades propias de acuerdo a sus
componentes históricos propios y característicos.
Ahora bien, esto no implica
una escisión directa con la dinámica a escala global que comportan los procesos
de conformación social del espacio, no obstante, Santos hace hincapié en la
posibilidad patente de generar alteraciones espaciales locales cuya sumatoria
es posteriormente, condición y efecto del movimiento de una sociedad global (Santos, 1996).
En consecuencia, la
producción actuante a escala local es entendida por Santos como la posibilidad
misma del cambio espacial, por cuanto la producción es una actividad inherente
e inevitablemente humana, que es a la vez necesaria para la reproducción social
y por lo tanto, constante. El criterio espacial de localización y ordenamiento
del espacio está dado por los requerimientos de la producción la cual ordena
los elementos en el espacio y “en seguida, por el hecho de su propia presencia,
influencian los momentos subsecuentes de la producción” en un feedback incesante entre la agencia
humana, el cambio espacial y la inmediatamente posterior actividad socialmente
determinada por el espacio que ella misma ha sabido configurar para su
provecho.
No obstante, la seguridad
que nos entregan la argumentos de Milton Santos, se debe hacer un detenido
análisis sobre las consecuencias de una definición de espacio social dominada
por la producción. En primer lugar, se cree muy acertada la idea de la
incesante retroalimentación establecida entre lo que cambiamos y lo que
posteriormente debería cambiarnos también a nosotros, pero, debemos hacer un
reparo en otorgarle a la producción el protagonismo en el proceso de
construcción del espacio social.
Considerar a la producción
como el eje motriz de la capacidad de generar espacios, es concentrar esta
facultad humana sólo en quienes a través del control de las fuerzas
productivas, controla también el espacio. Dicho de otro modo, considerar a la
naturaleza humana como intrínsecamente económica redunda en un espacio
igualmente economizado que sesga cualquier posibilidad de generar sus propios
espacios a quienes no participan en el proceso productivo, de modo que el
espacio socialmente construido a través de la producción sería sin más, y valga
la redundancia, un espacio dominado por quienes dominan la producción.
Es un tanto difícil refutar
la tesis que aboga por la centralidad de la producción en el proceso de
constitución de las sociedades, y a pesar de que la apropiación privada de los
factores que inciden directamente en la producción, sea un hecho histórico
positivo , se debe hacer un espacio al acto sociológico básico destacado por
Georg Simmel, como el acto verdaderamente constitutivo del espacio social: “la
actividad del alma” , expresada necesariamente mediante la acción recíproca
entre dos cuerpos –en tanto expresión espacial del alma- o dos individuos (Simmel, 1986).
“La
acción recíproca que tiene lugar entre hombres –prescindiendo de lo que en
otros aspectos signifique- se siente como el acto de llenar un espacio. Cuando
un número de personas viven aisladas dentro de determinados límites espaciales,
cada una de ellas llena, con su sustancia y actividad, tan sólo el lugar que
ocupa inmediatamente, y lo que queda entre este lugar y el ocupado por el
prójimo, es espacio vacío, prácticamente nada. Pero en el momento en que estas
dos personas entran en acción recíproca, el espacio que existe entre ellas
aparece lleno y animado.”
En este ámbito de análisis
de la microsociología, como el propio Simmel la describe, el espacio es una
forma social resultante de los factores espirituales que intervienen en toda
interacción entre dos individuos, semejantes o no. Es otra de las tantas formas
básicas de socialización que merecen un lugar en el estudio que hemos citado.
Inmanente a la actividad de los hombres, presente ya en los hombres en aquel
momento recientemente descrito por Marx en el cual los hombres adquirían
conciencia de ellos mismos por medio de la producción de sus medios de vida, el
espacio es según Simmel, otra de las tantas consecuencias propias de la vida
entre hombres que adquiere consistencia material y constituye de hecho, la
posibilidad de su reproducción mediante la producción, no antes.
“El
espacio es una forma que en sí misma no produce efecto alguno. Sin duda en sus
modificaciones se expresan las energías reales; pero no de otro modo que el
lenguaje expresa los procesos del pensamiento, los cuales se desarrollan en las
palabras pero no por las palabras (...) No son las formas de la proximidad o
distancia espaciales las que producen los hechos de la vecindad o la
extranjería, por evidente que esto parezca. Estos hechos son producidos
exclusivamente por hechos espirituales, y si se verifican dentro de una forma
espacial (...) Lo que tiene importancia social no es el espacio, sino el
eslabonamiento y conexión de las partes del espacio, producidos por factores
espirituales.” (Simmel, 1986;
Bachelard, 1997; Kusch, 1986)
Como se aprecia según
Simmel, el hombre, constituye el principal factor material para la constitución
de espacio social, en tanto las formas espaciales resultantes de la actividad
de los hombres adquieren realidad y sentido, por medio de la interacción de los
individuos que lo animan, mediante sus
acciones recíprocas. Este es el argumento que se ha de rescatar, para escapar
de la tesis acerca de la primacía de la producción en la construcción de
espacio social, ya que según Simmel, los factores espirituales implicados en la
interacción entre individuos, son el motor del espacio social, destacando que
el centro del problema es anterior a la organización del proceso productivo.
Se debe prestar atención;
sin embargo, al problema de la apropiación y dominio que ciertas actividades
humanas sufren, ya que los resultados de la actividad de los hombres, cualquiera
que ésta sea, es susceptible también de ser controlada por cuerpos ajenos al
individuo, tanto personales como aparentemente impersonales. Se ha vuelto así
al inicio de esta disquisición en la que escapábamos de la producción como
factor determinante en la generación de espacio social, por ser susceptible de
ser monopolizada. Es también el propio cuerpo de los hombres, en tanto la
expresión necesaria del espíritu, objeto de apropiación y acumulación
capitalista.
Integrar en este esquema
análisis, los aspectos políticos propios de interrelaciones entre individuos en
pugna por un recurso supuestamente escaso, susceptible de ser monopolizado, nos
permite esclarecer la disyuntiva sobre el rol que juegan las relaciones de
fuerza y dominación en el proceso de construcción del espacio social. La
atención debería centrarse entonces, en
cómo una actividad inherente a todo individuo se concentra tal como se acumulan
en pocas manos muchas otras cosas.
En tal sentido y en
concordancia con los objetivos de la presente investigación, el espacio social
y las relaciones sociales no son más que dos aspectos de un mismo proceso
recíproco e incesante, que si bien está en cierto modo constreñido por las
condiciones materiales que le subyacen, es empujado por el espíritu humano y
por su también incesante capacidad de cambio, dinamismo y liberación. Es por
esto que sin importar la condición que presenten los individuos en la sociedad,
si el proceso de construcción del espacio inevitablemente deviene en relaciones
de fuerza y de dominación, es menester esperar que hasta los espíritus más
dominados ejerzan al menos una de las pocas facultades humanas que le van
quedando en el circulo de su localidad, la organización y construcción de su
propio espacio pertrechado para los avatares de la sobrevivencia diaria, en un
mundo cuya única propuesta espacial, no está “hecha a su medida”.
He ahí la matriz del
enfoque Post-colonial sobre los comportamientos territoriales que manifiesta la
sociedad Evangélica Pentecostal desde su emergencia a partir del Avivamiento
Pentecostal de 1909 en Valparaíso,
resistentes a las concepciones espacio-temporales elaboradas desde la
cúpula de una sociedad que se estructura de acuerdo a las necesidades de unos
pocos, y que requiere del orden social existente para su propia perpetuación en
el poder.
En este sentido, diremos
que la comunidad Evangélica Pentecostal surgida en Valparaíso, se caracteriza
por desarrollar un esquema espacio-temporal característico, fundamentado por
sus propias especificidades y actividades sociales, dominadas por la
precariedad social y la pobreza, por la exclusión del mercado laboral y el
centro de las actividades mercantiles que le daban vida a la ciudad de
Valparaíso desde mediados del siglo XIX; ante lo cual, estructuran un espacio
social de acuerdo a una concepción de la actividad humana totalmente diferente
a la dominante en dicha ciudad, que les permite resistir los embates de un
medio social que les es hostil y les asegura a la vez, la supervivencia
mediante relaciones sociales que no se fundamentan en la centralidad de la
producción, sino en la solidaridad y en una idea de comunidad que escapa a los
cánones de una sociedad dominada por la tradición Católica y un Estado en
Forma.
Bajo esta lógica, y en
concordancia con lo expuesto anteriormente, el espacio social y los procesos
sociales, al ser dos aspectos de un mismo proceso y cuyos resultados se
correlacionan directamente con las características propias de cada grupo
humano, se debe ahora preguntar por el proceso mismo de producción de espacio
social, tanto desde arriba como desde abajo, puesto que, en el seno de una
misma ciudad, se pueden identificar dos formas totalmente distintas de
vivenciar y de construir el espacio social, la una, en total correlación con el
modo de vida dominante y establecido desde los centros de poder social, el
Estado y la Iglesia Católica; y la otra, elaborada desde espacios marginales al
poder social, tanto en el sentido económico como en el sentido religioso, por
cuanto quienes participan del Avivamiento Pentecostal de 1909, no sólo
persiguen una reivindicación material de su precaria situación social, sino que
también buscan una reivindicación espiritual para sus almas despreciadas por
una religión que pregona el amor a los pobres y que al mismo tiempo, los
abandona a su suerte en los arrabales, o en el caso de Valparaíso, en el
populoso barrio El Almendral.
En este apartado se
pretende contextualizar la discusión acerca del espacio socialmente construido,
pues las interacciones sociales que le dan vida, y las relaciones de fuerza que
se establecen entre los diversos actores que participan de la construcción del
espacio, suceden en un escenario concreto donde se realizan, según Henri
Lefebvre, la totalidad de las relaciones sociales que expresa un grupo social
en particular, debido que en primer lugar, constituye la unidad territorial
obligada de las relaciones sociales humanas desde el inicio de la Modernidad y,
en segundo lugar, porque la ciudad –considerada como una escala particular de
análisis geográfico- es un modelo de relaciones sociales moldeadas por los
signos que los hombres van dejando en el paisaje a través de los años, es
decir, donde el tiempo y el espacio se cristalizan en instituciones o
monumentos específicos constituyéndose en regidores de la vida social.
“la
ciudad es un todo; ese todo no se reduce a una suma de elementos visibles sobre
el terreno, tangibles, sean funcionales, morfológicos, etc. (...) la ciudad
proyecta sobre el terreno una sociedad, una totalidad social o una sociedad
considerada como totalidad, comprendida su cultura, instituciones, ética,
valores, en resumen sus superestructuras, incluyendo su base económica y las
relaciones sociales que constituyen su estructura propiamente dicha.”
(Lefevbre, 1969)
Siguiendo a Lefebvre, el
espacio urbano puede ser considerado como una totalidad en la que se establecen
singulares relaciones sociales que organizan una realidad tangible, la cual se
constituye en la base material de las interacciones y por lo tanto de la
producción. Sin embargo, el hecho de que el espacio urbano constituya la base
material para la producción, no implica que se menosprecien los elementos
valóricos, éticos y simbólicos que proyecta sobre el territorio y que reproduce
constantemente, por medio del modo de vida y los comportamientos territoriales
que expresan sus habitantes. En definitiva, es la constatación de que el modo
de concebir la relación entre espacio y procesos sociales que dio inicio a este
capítulo, se cumple en el escenario urbano. (Lefevbre, 1969)
Ante los signos que Lefebvre asegura que deja la actividad
humana en el territorio específico en la que se emplaza la ciudad, se debe
establecer los términos en los que las diversas partes implicadas en el proceso
de hacer ciudad se van a entender, y sobre que tipo de espacio complejo se van
a enfrentar, el cual es producto de sus interacciones sociales y a su vez,
rector de las prácticas cotidianas orientadas a la integración social mediante
el mecanismo de mercado, instrumento emergente precisamente en el seno del
proceso de constitución de las ciudades capitalistas modernas. Se revisará el
proceso mediante el cual el modo de producción capitalista se articula con los
modos de integración, permitiendo el surgimiento de estas unidades
territoriales.
Para comprender el concepto
de movimiento social, en tanto posibilidad de impulsar el cambio social desde las
bases, es necesario incorporar el análisis del espacio urbano, puesto que según
Lefebvre “en el marco urbano, las luchas de facciones, grupos y clases
refuerzan el sentimiento de pertenencia,”
es decir, la movilización de los individuos en cualquiera de sus
modalidades analíticas, al generarse en el espacio cristalizado de la
modernidad (la urbe), no hacen más que incrementar la valorización de un
espacio conflictivo, siempre escaso y desigualmente configurado, en donde se
funden todas las actividades materiales humanas y es a la vez, fuente de la
identidad que se pretende proponer como alternativa a un modelo dominante.
El sentido de pertenencia
que emerge de la lucha entre facciones, explica de este modo la inevitabilidad
de la dialéctica entre dominación y resistencia, en el entendido de que ambas
acciones adquieren sentido en el momento en que son consideradas como
alternativas o proyectos urbanos, que pugnan por cristalizarse en un espacio
que es de todos. Algunas alternativas nacen de la mano del poder, las otras,
deben abrirse paso entre las calles y la historia para poder imprimirle a la
ciudad querida y odiada un poco de sus experiencias.
Desde el punto de
vista que hemos desarrollado sobre los
movimientos sociales, adquieren importancia entonces, los elementos que
conforman alternativas o proyectos urbanos diferentes, conflictivos o bien,
antitéticos al modelo dominante. En este sentido, también adquieren valor las
reconstrucciones históricas de los conflictos de clase, antes que la teorización
que reduce la historia a partir de categorías pre-establecidas. De esto podemos
entender los movimientos sociales como conductas colectivas de historicidad y
territorialidad.
Debemos preguntarnos si
resulta posible el paso desde movimiento social urbano a movimiento social,
punto que ha sido señalado por Manuel
Castells, como condición del triunfo de este último sobre el primero, es decir,
la imposición de la alternativa sobre la estructura. Para esto debemos aproximarnos
primero a la definición de Movimiento Social Urbano que propone Manuel
Castells, el cual surge como corolario de un ámbito mucho más profundo y
transversal a la problemática general de las ciudades, ya que según Castells
”las ciudades, como toda realidad social, son productos históricos, no sólo en
su materialidad física, sino también en su significado cultural, en el papel
que desempeñan en la organización social, y en la vida de los pueblos” , siendo de este modo, el Significado
Cultural de lo Urbano el motivo del conflicto de intereses y opiniones que se
genera en su interior y el pivote por lo tanto, del Cambio Urbano, tanto
material como cultural. La definición del Significado Urbano en este sentido, será un proceso de
conflicto, dominación y resistencia a la dominación, directamente vinculado a
la dinámica de la lucha social (Castells,
1983), y por ende, a agentes históricos emplazados en contextos
socioeconómicos concretos.
Ahora bien, el proceso
histórico de conflicto por el Significado Urbano es el inicio de un proceso que
determina también las Funciones Urbanas que han de desempeñarse en una ciudad
específica, ya que el significado urbano al ser un proceso social en su sentido
material, en tanto producto de un conflicto históricamente desarrollado y
territorialmente expresado, “no es una simple categoría cultural en el sentido
vulgar de la cultura como conjunto de ideas (...) es cultural en el sentido
antropológico, esto es, como expresión de una estructura social, que comprende
operaciones económicas, religiosas, políticas y tecnológicas”. Vemos así que el
proceso mediante el cual las sociedades configuran un significado cultural dual
(material e ideológico) para las ciudades que habitan, tiene consecuencias
materiales expresadas en el paisaje urbano y en las relaciones sociales que se
desarrollan en su interior, las cuales denominaremos como Funciones Urbanas o
“el sistema articulado de los medios organizativos destinados a alcanzar los
objetivos asignados a cada ciudad por su significado urbano históricamente
definido.” (Castells, 1983, p.
406)
Por último, diremos que
tanto el significado urbano como las funciones urbanas son dos resultados de un
mismo proceso de conflicto que se desarrolla al interior de las ciudades, que
es lo que hemos querido significar en este apartado como Movimiento Social
Urbano, como una movilización social de base que pretende expresar un
significado urbano y en consecuencia sus nuevas Funciones Sociales resultantes,
en la totalidad de la estructura urbana y en contraposición al significado urbano
dominante e institucionalizado. Es en este contexto donde la alternativa se
impone a la estructura, como habíamos dicho, mediante el Movimiento Social
Urbano el cual es definido por Manuel Castells como sigue:
“Una
acción consciente colectiva, orientada a la transformación del significado
urbano institucionalizado contra la lógica, el interés y los valores de la
clase dominante (...) sólo los movimientos sociales urbanos son movilizaciones
orientadas hacia lo urbano que inducen al cambio estructural y transforman los
significados urbanos.” (Castells, 1983)
En este sentido
visualizamos un espacio urbano producido socialmente, bajo determinadas
condiciones sociales y económicas derivadas de instancias históricas de
conflicto, que se materializan en significados culturales, tanto materiales
como discursivos, que le otorgan a esta estructura social tan particular y
específica de la modernidad, la ciudad, su dinámica interna y la posibilidad de
ser el escenario de una dialéctica constante entre dominaciones y resistencias.
La relación establecida entre procesos sociales y estructuras espaciales nos
ofrece una primera aproximación al reconocimiento de actores sociales y sus
prácticas.
En base a este argumento
entenderemos por reivindicación urbana, las demandas y proyectos de los
sectores populares destinados a provocar un efecto modificatorio a nivel de las
organizaciones del espacio, ya sean estas atingentes al equipamiento colectivo
o la vida cotidiana, desde un espacio concreto, que cumple la misma función que
los árboles en el bosque: la Calle. Lefebvre revindica el rol jugado por la
calle en los procesos de cambio social, en el entendido de que éste es un
espacio abierto a la imaginación, a la reinterpretación de él por parte de
quienes lo habitan, ocupan y le dan vida.
“Lo
más urbano, la calle, el cuarto de estar de la ciudad (...) la calle es
peligrosa, nociva, multifuncional, tierra de todos y de nadie.” (Lefevbre,
1969, p. 7)
Desde esta perspectiva la
reivindicación urbana es el proceso mediante el cual los grupos marginados de
la dinámica institucional de configuración de la ciudad, luchan por establecer
sus propias concepciones y materializaciones sobre las funciones y significados
urbanos recientemente explicadas y/o la distribución y designación de los
recursos urbanos, que David Harvey no duda en otorgarles una importancia
capital a la hora de desocultar los mecanismos que reproducen la desigualdad al
interior de cualquier sistema urbano, puesto que la distribución de los
recursos se establece principalmente mediante la participación política activa
de quienes viven en la ciudad, siendo esta capacidad de negociar, un recurso
más al interior de la urbe el cual se distribuye, como es lógico, también
desigualmente. Esta situación de desventaja política de los grupos de menos
ingresos y los de mayor ingreso redunda en un círculo vicioso que hace a los
pobres cada vez más pobres y a los ricos cada vez más ricos. Reproducimos a
continuación en extenso un pasaje de David Harvey que explica de un modo vehemente
esta afirmación.
“Es interesante advertir
que un voto es, probablemente, el menos importante de estos recursos para la
mayoría de los aspectos de la actividad política, y que es el único recurso que
se reparte por igual entre todos los miembros de la coalición (...) este tipo
de situación es muy común en la política urbana y explica nuestra opinión de
que la comunidad más poderosa puede llegar a conseguir que las decisiones de la
localización se tomen en su propio beneficio. La desigualdad de los recursos
disponibles para el proceso político de negociación crea, por consiguiente, una
condición, en lo que respecta a la ulterior disposición de recursos, que
refuerza dicha desigualdad.” (Harvey,
1992: 66).
Para concebir un movimiento
social cimentado sobre las bases de la identidad colectiva, tenemos que
entender y establecer los lugares concretos en los que se desarrolla la acción
social del movimiento, y desde donde estas identidades están construidas y
articuladas físicamente. Hay cuestiones concretas que surgen de la interacción
entre la acción social de los movimientos sociales y el espacio o lugar
material en donde se despliegan, en el entendido de que estos últimos elementos
son constitutivos y reverberantes a la vez, en las formas específicas en que se
desenvuelve un conflicto dado. Son precisamente estos impactos concretos sobre
el espacio y el lugar físicos los decisivos en la formación y comprensión de
movimientos sociales (Oslander, 2002).
Abordaremos el análisis de
Henri Lefebvre en relación con los procesos de producción del espacio urbano
donde distingue distintos momentos interconectados, los cuales nos proporcionan
muy buenas pistas para poder espacializar los movimientos sociales. En primer
lugar encontramos a las prácticas espaciales, las representaciones del espacio
y finalmente los espacios de representación.
1. El primero de estos
momentos en la construcción del espacio, corresponde a las Practicas
Espaciales, las cuales se refieren sencillamente a las experiencias cotidianas
del espacio, es decir, a las configuraciones espaciales que son producto de
nuestro actuar a diario, en donde se funden los diferentes modos de vida, las
memorias colectivas y las experiencias del espacio personales e íntimas.
2. En segundo lugar
encontramos a las Representaciones del Espacio, que se refieren a “Los espacios
concebidos y derivados de una lógica particular de saberes técnicos y
racionales -es decir-, un espacio conceptualizado, el espacio de científicos,
urbanistas, tecnócratas, e ingenieros sociales.” , lo que en otras palabras
sería el espacio organizado desde arriba por las instituciones del poder
dominante, que imponen su particular concepción del espacio y el tiempo , con
el fin de reproducir las estructuras sociales existentes para dilatar su
hegemonía sobre la vida social que existe dentro de los cánones establecidos.
Esta particular representación del espacio al ser producto de los
requerimientos espaciales de las instituciones del poder dominante, produce un
espacio abstracto y uniformado, por cuanto escapa a las particularidades de las
prácticas cotidianas y genera un ámbito único y parcial para el desarrollo de
la vida social.
En consecuencia, si
consideramos los efectos distributivos de una formación espacial dada, en donde
el poder político o la posibilidad de decisión sobre aspectos territoriales
está ya concentrada en un grupo social pequeño y muy cohesionado, cualquier
cambio en esta forma espacial tiene como corolario la inevitable reproducción
de estas desigualdades básicas, si los recursos urbanos atingentes a la
actividad política no son distribuidos equitativamente en la totalidad de la
Sociedad Civil.
Podemos de este modo,
correlacionar la existencia de este espacio abstracto con el ámbito de acción
espacial de las Sociedades Estado, en tanto es escenario y producto de las
luchas o relaciones de poder/saber que por un lado lo reproducen, si el modelo
de sociedad que oscila en función del Estado permanece o, por otro lado lo
transforman, pues si surge de la práctica humana es susceptible de ser
modificada desde dentro si las contradicciones de este espacio homogéneo se
acentúan y les dan cabida a la resistencia .
3.El tercero de estos
momentos corresponde a los Espacios de Representación, que están constituidos
sobre la base de las experiencias concretas de los integrantes de estas
colectividades, en este sentido son espacios de menor abstracción, pero con un
importante componente identitario ya que están compuestos por conocimientos,
símbolos y significados extraídos de las vivencias y las prácticas cotidianas.
Son espacios dinámicos puesto que al emanar de la experiencia “constituyen un
repertorio de articulaciones caracterizadas por su flexibilidad y su capacidad
de adaptación sin ser arbitraria” , cualidad que las opone tajantemente a las
representaciones del espacio, uniformes, estáticas y estructurales .
Estos espacios de
representación, surgen en el seno de la estructura social planeada desde la
cúpula y se desarrollan constantemente en una relación dialéctica con las
representaciones dominantes del espacio, por cuanto son producto de la
experiencia vívida de las colectividades integradas a la dinámica general de la
historia, generando así una dinámica de cambio espacial desde su propia
identidad, hacia la estructura que los contiene y espera ser reconfigurada por
su acción. Desde el planteamiento de
Lefebvre que versa sobre la dialéctica entre lo percibido, lo concebido y lo
imaginado en la producción del espacio, situaremos a las Sociedades Diversas en
el ámbito de los espacios imaginados o en las localidades, en contraposición
directa con el espacio concebido homogéneamente desde la esfera global y dominante,
cuya dialéctica genera el cambio social y espacial.
Hemos querido subrayar el
trabajo de Troeltsch porque es quien, a nuestro juicio, define con mayor
claridad el protestantismo europeo. Esto evidencia entonces la pregunta obvia:
¿Tiene sentido la asimilación del pentecostalismo al interior del
protestantismo?
Indudablemente una
respuesta de este tipo inevitablemente debe ser formulada desde la teología
dado que hablamos -importante es no olvidarlo- de una religión. Vale decir, es
tarea de la teología demostrar la filiación del movimiento pentecostal con
respecto al protestantismo y responder la pregunta en lo que tiene de
teológico. Sociológicamente hablando, sin embargo, existen numerosas pistas al
respecto. Es decir ¿corresponde la tipología de Troeltsch a lo que se sabe
sobre el pentecostalismo latinoamericano?. Hemos citado a Troeltsch,
precisamente para mostrar que el pentecostalismo es cualitativamente distinto
de la fe práctica, personal y ascética que caracteriza al protestante europeo.
En segundo lugar, es
importante hacer notar, junto con Bastian, que el término protestante se ha
elaborado en Latinoamérica bajo el paraguas de una cultura inquisitorial. Desde
el siglo XVI la inquisición española combatió, persiguió y denuncio a los
seguidores de “las sectas de Lutero, Moisés y Mahoma”. Bastian señala que:
“Dado
que el Islam nunca se asentó en los espacios coloniales, y apareció sólo
recientemente con el siglo XX, y que el judaísmo no sobrevivió (...) el único
factor religioso ,fuera de las llamadas idolatrías indígenas, que continuó fue
la llamada herejía luterana y sus diferenciaciones posteriores. El concepto
“luterano” adquirió la misma connotación negativa que el de “turco” y de
“judío” en la conciencia popular latinoamericana.” (Bastian, 1997: 32)
La fusión de los términos
secta y protestante se fortaleció en el siglo XIX, al calor de las disputas
católico-liberales, más tarde, en plena guerra fría, el término volvió a usarse.
Esta vez fue la teoría de la conspiración la que habló nuevamente de la
invasión de las sectas protestantes. Según la posición de Bastian, el término
Protestantismo es no sólo de uso acrítico, sino que además tiene un sesgo
ideológico.
En tercer lugar, quien
quiera asimilar el movimiento pentecostal a la categoría de protestantismo,
debería demostrar contundentemente que además de la filiación histórica en
tanto quiebre con el protestantismo europeo, existió también una total y
absoluta correspondencia entre ambos movimientos. Para el caso chileno y -de
manera muy especial- para el período de tiempo que estamos estudiando acerca de
los movimientos pentecostales de fines del siglo XIX y principios del XX, esta correlación es imposible.
No existe una continuidad
entre, por ejemplo, el movimiento de santidad norteamericano y el
pentecostalismo chileno o el movimiento de Azusa Street y el de Valparaíso en 1909. Tal vez en el
caso Brasileño o en el pentecostalismo centroamericano exista algún grado de
influencia, pero no en el chileno. De hecho, sólo es posible señalar apenas dos
contactos anteriores de Hoover con algún movimiento externo al de su iglesia:
el primero fue la visita a un iglesia norteamericana en Chicago 1895. El
segundo fue el folleto de Pandita Ramabai, una misionera en India . Del estudio
de su libro Historia Del Avivamiento Pentecostal se colige que el de Valparaíso
fue un movimiento esencialmente endógeno.
Además, el movimiento
pentecostal se articula como una ruptura con la práctica protestante del
momento, influida notoriamente por las corrientes positivistas en boga,
significa entonces que existe una ruptura con las prácticas protestantes
contemporáneas en el mismo momento de origen del movimiento y, aunque pudiera
señalarse que ambos movimientos comparten una misma matriz teológica y
doctrinal.
Es importante agregar
además que la mayoría de los pentecostales no se llaman a si mismos
protestantes y no reivindica una filiación con el movimiento de la reforma, en
el caso chileno el pentecostal se autodefine como pentecostal o como
evangélico, pero muy raramente como protestante agregando una idea de algo
original y distinto. Según Jean Pierre Bastian:
“El
acercamiento al tema de la mutación religiosa en América Latina se complica con
el mero hecho de que la mayoría de las investigaciones existentes sobre los
nuevos movimiento religiosos latinoamericanos aceptan a priori que esos
movimientos son protestantismos. No cabe duda de que cierto numero de
movimientos religiosos designados con la categoría de pentecostalismos
latinoamericanos, este lazo no esta comprobado” . (Bastian, 1997: 23)
En conclusión, podemos
decir que el pentecostalismo será como objeto de estudio cualitativamente
distinto del protestantismo, dado que es un fenómeno distinto, primeramente,
desde una perspectiva temporal; así como también, como un fenómeno generado de
manera original y distinto en el contexto latinoamericano. Por último, el
avivamiento de 1909 significaría para el pentecostalismo criollo en inicio de una
Tercera Reforma, un proyecto propio de implantación protestante que no acepta tener una relación de origen con las
iglesias históricas. Este proyecto se caracteriza por la penetración de la fe
evangélica en las clases populares. Son iglesias proletarias, afincadas en
sectores periféricos semi-urbanos y rurales campesinos.
[1] Sin embargo, creemos que es
lo que Tuan denomina como la toponegligencia, entendida como la falta de
compromiso y apego por el lugar que habitamos, la expresión que mejor caracteriza
la ya mencionada falta de arraigo y de sentido de pertenencia que usualmente
experimentamos por las ciudades en que vivimos. El desarraigo de las personas
en un mundo cada vez más homogéneo es quizá una de las causas de la crisis
ecológica actual, el espacio pasa de ser una vivencia a convertirse en un
concepto, algo lejano, ajeno e impersonal. Crece el número de individuos que no
experimentan una relación de pertenencia hacia el lugar donde viven. El
resultado es una alienación del hombre que acaba considerando los lugares como
objetos con los que sólo cabe una relación de consumo o de contemplación
superficial. La toponegligencia sustituye así gradualmente el sentimiento de
topofilia, reprimiendo uno de los impulsos más íntimos del ser humano. La
persona precisa familiarizarse con su entorno y sentirse parte de él, como en
casa.; de esta forma la topofilia se ejerce a través de la acción y la
preservación, involucrándose con el entorno, comprometiéndose y haciéndose
parte de él, siendo sin duda el sentimiento que nos permite revitalizar nuestra
relación con éste y con el mundo a partir del restablecimiento del hondo
sentido del habitar. Diremos que existe una relación topofóbica entre hombre y
entorno cuando la dinámica resultante es repulsiva y se genera el desarraigo.
[2] Entendidos
éstos como aquellos que se bautizan, cumplen con los requisitos de servicio y
asistencia a los distintos cultos, diezman (vale decir entregan el 10% de su
patrimonio) y se confiesan como pertenecientes a la religión.
[3] Desde el año 1902 se
estudiaba los Hechos de los Apóstoles. En un estudio de profesores en el
principio del año, un hermano dirigió al pastor una pregunta: ¿qué impide que
nosotros seamos una iglesia como la iglesia primitiva? El pastor le respondió:
“no hay impedimento ninguno, sino el que esté en nosotros mismos”. El pastor
Hoover comenta que “así que todo el año
en
[4] Habrían dos vías
hermeneúticas. Por un lado, lo que significa para el homo religiosus que vive
la experiencia hierofánica. En este nivel, el símbolo, el mito y el rito son
elementos constitutivos de la vivencia espiritual del hombre arcaico. Por otra
parte, tenemos el mensaje que el homo religiosus transmite al hombre moderno.
De este modo se logra el fruto de la aportación de lo religioso a la cultura y
a la construcción de un nuevo humanismo para el hombre moderno y sus demandas
espirituales. El fin último de esta hermenéutica sería la unidad espiritual de la humanidad sobre la base de
la experiencia de lo sagrado vivida por el homo religiosus. El método que
servirá a esta hermenéutica es el comparativo genético de G. Dumézil.
[5] La sacralidad es fuente de lo
real, sustrae al hombre y al mundo de un devenir incierto y afirma la
existencia sobre un cimiento de realidad que llena de significado toda la
experiencia humana. Por eso lo sagrado es ante todo poder (Van der Leew),
fuerza que no sólo subsiste como algo diferente, totalmente otro (Rudolf Otto),
sino que da consistencia a todo lo demás. Lo que no es sagrado es profano,
inconsistente por sí mismo, fenoménico frente a la esencialidad última de lo
sagrado. Esta ruptura ontológica entre lo sagrado y lo profano es vivida en las
iniciaciones como paso al nivel de lo verdaderamente real.
Bibliografía
Álvarez,
C. Panorama histórico de los pentecostalismos latinoamericanos y caribeños.
En: GUTIÉRREZ, B. (ed.)
Bachelard,
G. La poética del espacio.
Breviarios. México: FCE, 1997
Bastian,
J. La mutación del
campo religioso en América Latina. México: FCE, 1997.
Berman,
M. Todo lo sólido se
desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad. México: Siglo XXI,
1997.
Campos,
B. De la reforma protestante a la
pentecostalidad de
Castells,
M. La ciudad informacional. Tecnologías
de la información, reestructuración económica y el Proceso Urbano-Regional.
Madrid: Alianza, 1995.
Castells,
M. La ciudad y las
masas. Sociología de los movimientos sociales urbanos. Madrid: Alianza,
1983.
Eliade,
M. Aspectos del Mito. Madrid: Paidós
Ibérica S.A., 2000
Eliade,
M. Historia de las
creencias y las ideas religiosas. Volúmenes I, II, III. Madrid: Paidós
Ibérica S.A., 1999.
Eliade,
M. La búsqueda:
historia y sentido de las religiones. Madrid: Kairós, 1999.
Eliade,
M. Mito y realidad.
Madrid: Kairos, 1999
Eliade,
M. El Mito del eterno
retorno. Madrid: Alianza, 2002.
Eliade,
M. Nacimiento y Renacimiento: Significado de la iniciación en la cultura
humana. Madrid: kairos, 2001.
Eliade,
M. Tratado de historia de las religiones: morfología y
dialéctica de lo sagrado. Madrid:
Cristiandad, 2001
Estefo,
F. El Reino de Dios o mejor el reinado de Dios. Cristianas Boletín, 2003, Nº 2.
Estrada,
B; Cavieres, E; Schmutzer, K. y Méndez,
L. Valparaíso. Sociedad y Economía
en el Siglo XIX. Viña del Mar: Universitarias de Valparaíso, 2000.
Garcés,
M. Crisis social y
motines populares en el 1900. Santiago: Documentas, 1991.
Garreaud,
J. La formación de un
mercado de tránsito. Valparaíso:
1817-1848. Santiago: 2º Premio compartido del congreso internacional de
Historia de Chile Diego Barros Arana,Vol. III, Nº 11.
Harvey,
D. Espacios de Esperanza.
Madrid: Akal, 2003.
Harvey,
D. La condición de la posmodernidad.
Investigación sobre los orígenes del cambio cultural. Buenos Aires:
Amorrotu, 1998.
Harvey,
D. Urbanismo y Desigualdad Social.
Madrid: Siglo XXI, 1992.
HOOVER, W. Historia del avivamiento Pentecostal en
Chile. Valparaíso: Imprenta Excelsior, 1932.
Irveng,
P. Un reformador
yanqui en Chile. Inicios del Protestantismo en Chile. Santiago: Ediciones
IPCH, 1995.
Kemerer,
A. El orden social cristiano.
Santiago: Editorial del Pacifico, 1973.
Kusch,
R. América Profunda. Buenos Aires:
Bonum, 1986.
Lefebvre,
H. El derecho a la ciudad.
Barcelona: Península, 1969.
Lefebvre,
H. Necesidades profundas, necesidades nuevas de la civilización urbana. En De lo rural a lo urbano. Barcelona:
Península, 1978.
Lipietz,
A. El Capital y su
espacio. México: Siglo XXI, 1979.
Martin, D. Tongues of Fire.
Marx,
K. El Capital. Crítica de
Méndez
R. y Molinero, F.
Espacios y Sociedades. Introducción a
Méndez,
R. y Molinero, F.
Geografía y Estado. Introducción a
Oslander,
U. Espacio, lugar y movimientos sociales: hacia una “espacialidad de
resistencia”. Scripta Nova Revista Electrónica de Geografía y Ciencias
Sociales, 2002, Vol. VI. Disponible en Internet http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-115.htm
Pinto,
J. y Salazar, G. Historia
Contemporánea de Chile. Tomo II. Santiago: LOM, 1999.
Piña,
C. Lo Popular: notas sobre la identidad cultural de las
clases subalternas. Espacio y Poder. Los
Pobladores. Santiago: FLACSO, 1987.
Ricoeur,
P.
Ideología y utopía.
México, F.C.E., 1987.
Santos,
M. De la totalidad al
lugar. Barcelona: Oikos-Tau, 1996.
Sepúlveda,
J. De peregrinos a ciudadanos. Breve Historia del Cristianismo Evangélico
en Chile. Santiago: Fundación Konrad Adenauer-Facultad Evangélica de
Teología, 2000.
Shäfer,
H. Las raíces históricas de
Simmel,
G. Sociología I. Estudios sobre las
formas de socialización. Madrid: Alianza, 1986.
Tillich,
P. La era Protestante. Buenos
Aires: Paidós, 1965.
© Copyright Abraham Paulsen, 2005
© Copyright Scripta Nova, 2005
Ficha
bibliográfica:
PAULSEN,
A. Los
espacios de redención en la ciudad contemporánea. Aproximaciones al avivamiento
pentecostal de 1909 en Valparaíso, Chile. Scripta Nova. Revista
electrónica de geografía y ciencias sociales. Barcelona: Universidad de
Barcelona, 1 de agosto de 2005, vol. IX, núm. 194 (100).
<http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-194-100.htm> [ISSN: 1138-9788]
Volver al índice de Scripta Nova número 194
Volver
al índice de Scripta Nova