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Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. 
ISSN: 1138-9788. 
Depósito Legal: B. 21.741-98 
Vol. X, núm. 218 (70), 1 de agosto de 2006 

EL PARAISO ESTROPEADO. IMÁGENES AMBIGUAS DE LAS CIUDADES
AMERICANAS A FINALES DEL SIGLO XVIII1

Manuel Lucena Giraldo
Instituto de Historia-CSIC, España



El paraíso estropeado. Imágenes ambiguas de las ciudades americanas a finales del siglo XVIII (Resumen)

El reformismo borbónico hizo de la perseverante ciudad barroca americana y sus habitantes uno de los objetivos predilectos de sus ataques. La razón política de ello, auténtica razón de estado, residió en la necesidad de recortar su autonomía y aminorar su capacidad de resistencia a los cambios necesarios para el “progreso y la utilidad públicas”. En este trabajo se muestra que la expresión de la ciudad ilustrada mediante el lenguaje y las claves estéticas del neoclasicismo respondió a un intento de refundación virtuosa que pretendió dotarla del orden y el equilibrio que según los reformistas había perdido por causa de su corrupción y desorden. Se abrió paso así a una reconstrucción de las ciudades americanas que relegó su naturaleza utópica y su pretensión de representar una comunidad política perfecta.

Palabras clave: Reformas borbónicas-Barroco-Ilustración-Metrópoli criolla-Urbe ilustrada.




A broken paradise. The changing images of spanish american cities at the end of the eighteenth century (Abstract)

The Bourbon Reforms in Spanish America had an important political issue in its policies towards the Baroque city and its inhabitants. One of its main objectives was to undermine its traditional authonomy. As such, it was developed a plan to reduce its capacity to resist the changes linked to the “spirit of the ages”, the progress and public wellfare being the only fair reason détre for a city. In fact, the expression of the enlightened city through Neoclasic esthetics tried to develop a kind of virtuous foundation, in order to recover a sense of balance and order suposedly lost in the recent past. As a consequence, the utopian tradition and the aspiration to fulfil a perfect political community was lost in this reconstruccion as well.

Key words: Bourbon Reforms-Baroque-Enlightement-Creole metropolis-Enlightened city.


I

El reformismo borbónico hizo de la perseverante ciudad barroca americana y sus habitantes uno de los objetivos predilectos de sus ataques. La razón política de ello, auténtica razón de estado, residió en la necesidad de recortar su autonomía y aminorar su capacidad de resistencia a los cambios necesarios para el “progreso y la utilidad públicas”. Si el primer paso fue la construcción de una retórica despreciativa hasta el extremo de su materialidad, en paralelo se dio un asalto sin precedentes a sus instituciones tradicionales, con el cabildo como la primera de todas ellas. Así, la expresión de la ciudad ilustrada mediante el lenguaje y las claves estéticas del neoclasicismo respondió a un intento de refundación virtuosa que pretendió dotarla del orden y el equilibrio que según los reformistas (tanto peninsulares como americanos) había perdido por causa de su corrupción y desorden. Pero una cosa era construir la urbs, la instalación física de alamedas y nuevos edificios, o la novedosa división geométrica en barrios o cuarteles y otra bien distinta refundar la ciudad política, la cives, que se suponía deteriorada por la falta de amor al rey y la pujanza de los intereses particulares. Para transformarla, hacía falta un tiempo del cual el reformismo careció, aunque no dejó de intentarlo. Así, la embestida contra las metrópolis criollas, tan peligrosas para el programa ilustrado por contener en sí mismas todos los mundos posibles y disfrutar de un margen extraordinario de autonomía, buscó desmontar su núcleo virtuoso -que sustentaba el incipiente patriotismo local- e implicó una feroz crítica hacia la labor llevada a cabo por los poderosos cabildantes y sus redes de paniaguados, servidores, “hechuras” o simples peones[2]. Pues las sabias trazas de la ciudad de los conquistadores habrían devenido en un laberinto irrespirable de callejuelas, pasajes y angosturas por su “abandono y torpeza”[3].

La “flagrante y comprobada incapacidad” detectada en los cabildos americanos se pretendió resolver por el procedimiento de separar el gobierno y la administración de la ciudad. Se trató de algo ciertamente inédito y en su forma más agresiva dedujo de la carencia administrativa o de la ausencia de modernos procedimientos de fiscalización una falta de legitimidad política. La exigencia repentina de una serie de requisitos tecnocráticos encubrió a nivel municipal el cambio de la filosofía política de la monarquía borbónica, desde una constitución consensual hacia otra de control, pero es verdad que las instituciones municipales distaban de encontrarse en su mejor momento. Cuando José de Gálvez visitó la Nueva España, entre 1765 y 1771, halló el cabildo de la ciudad de Guadalajara, la segunda del reino, en estado agónico. En algunos lugares tuvo que crear nuevos regidores. San Luis Potosí tenía sólo dos actuando en representación de propietarios no residentes y uno de ellos era también su alcalde. Las haciendas locales carecían de rutinas administrativas; en muchas de ellas ni siquiera se llevaban libros de cuentas, a pesar de la pulcra exactitud exigida por las leyes de Indias[4].

Algunos de los rasgos originales del cabildo, desde la existencia de mecanismos electivos a su propia autonomía, habían entrado en crisis. La venta de oficios menoscabó su apoyo entre vecinos del común y pobladores, pues quedaron más expuestos a los abusos de los poderosos, gobernadores, corregidores y sus conchabados. Las diferentes facciones en pugna, con frecuencia unidas por vínculos de paisanaje y atrincheradas en los propios cabildos, funcionaban como conglomerados de intereses que contaban con complicidades judiciales y usaban, llegado el caso, del soborno o la fuerza para protegerlos. Pero al mismo tiempo otras fuerzas suavizaban las acometidas faccionales y oligárquicas sobre el gobierno municipal. Excepto por cuestiones de prestigio, los nuevos patricios se interesaban menos por los oficios vendibles y renunciables, de modo que los precios alcanzados en las subastas se mantenían o bajaban; en otros casos, simplemente quedaban vacantes. En Cuzco se pagaron 8.000 pesos por la alferecía real en 1702; medio siglo después sólo valía 3.000. En Piura, una alcaldía de la santa hermandad, allí llamada “provincial”, bajó de 2.800 a 2.500 pesos entre 1713 y 1725. En Nueva Granada a comienzos del siglo XIX la desvalorización de oficios municipales había devenido en una suerte de desobediencia civil a la hora de servirlos, pues más que un honor representaban una onerosa carga. En 1802 el santafereño Agustín Benegas solicitó exención de oficios concejiles y cargos públicos por su avanzada edad y haberlos servido en demasía, pues había sido alcalde de la hermandad siete años y teniente de justicia mayor otros quince. Toribio de Posada informó en 1810 que no podía servir la alcaldía de San Felipe de Portobelo por ser analfabeto “aunque vecino honrado”, lo que despertó sospechas en las autoridades. Un caso peculiar fue el del ayuntamiento de Marinilla, también en Nueva Granada, cuyos miembros solicitaron a la corona en 1803 la exención del requisito de parentesco para ocupar sus regidurías, pues al ser casi todos los vecinos familiares entre sí era imposible de cumplir.

II

La tendencia de los cabildos de las grandes capitales virreinales y de ciudades de tamaño medio a perder peso político parece haber sido general. El establecimiento de los nuevos consulados de comercio a partir de 1790 y de las sociedades de amigos del país, que otorgaron a los criollos espacios de sociabilidad y expresión independiente, sólo pudo favorecerla. No obstante, su poder e influencia continuaron siendo proverbiales. Cuando se estableció en 1776 el virreinato del Río de la Plata, el cabildo bonaerense no dudó en aspirar a un papel creciente y el virrey Ceballos apoyó sus peticiones en procura de un comercio más libre. Dos años después, aduciendo que representaba todos los intereses y sectores de la ciudad, se opuso al nombramiento de Vértiz para sustituirlo, lo que se consideró con toda la razón una afrenta y un precedente peligroso. Como consecuencia de ello, dos regidores fueron deportados a las Malvinas y los otros ocho fueron inhabilitados por siete años para desempeñar cargos públicos. El perdón que obtuvieron poco después no disimuló el “real disgusto” en el que habían incurrido[5].

En 1771, cuando las reformas se encontraban en su momento álgido, una representación del cabildo de México -que conservó hasta la independencia una agrupación selecta, aunque no exclusiva, de la elite novohispana- protestó ante el rey porque se rumoreaba que los naturales de América iban a ser excluidos de servir las mitras y primeras dignidades de la iglesia y los empleos militares, de gobierno y las plazas togadas de primer orden[6]. En su escrito no dudaron en señalar que tal medida implicaba “trastornar los derechos de las gentes. Es caminar no sólo a la pérdida de esta América, sino a la ruina del estado”. Años antes el peninsular Antonio de Ulloa, un marino y científico que no compartía el antiamericanismo de Gálvez, había expresado un punto de vista similar:

“No comprendo la mejoría que pueda traer para el rey la nueva planta [las intendencias] considerando como tal las libertades que los vasallos gozan por acá, distintas de las que tienen en Europa, siendo convenientes para que subsista la lealtad y los intendentes aunque empiecen su establecimiento con suavidad, al fin han de aplicarse al mayor aumento del erario, sin atender a lo que una parte le acrecientan, por otra le disminuyen”[7].

La implantación de las intendencias no dejó lugar a dudas sobre la intención de limitar la autonomía de los municipios; la uniformización bajo capa de dar igual tratamiento a todos los vasallos así como el saneamiento y puesta al día de la gestión de sus haciendas y la necesaria promoción de obras públicas sirvieron de justificación[8]. El intendente debía presidir las sesiones del cabildo de su capital y sus subordinados, los subdelegados en los distritos locales, tomaron el control de las finanzas y asuntos locales, desde el movimiento de los fondos de la ciudad a la limpieza de las calles, plazas y edificios, provisión de agua, cuidado de caminos, canales y puentes, incremento agrícola, explotación de bosques y minas, reglamentación de los hospitales y cárceles o vigilancia de tierras, mercados, pulperías y panaderías. Las ordenanzas de intendentes prescribieron el control de los propios y ordenaron los gastos en cuatro clases: dotaciones o ayudas de costa señaladas a justicias, capitulares y dependencias de los ayuntamientos y salarios de oficiales y empleados, como el médico o el maestro; réditos de censos legítimos o impuestos con facultad real; festividades votivas o limosnas voluntarias; gastos precisos o extraordinarios. Unas juntas municipales formadas por un alcalde ordinario, dos regidores, el síndico y el depositario general fueron responsabilizadas del manejo y custodia del dinero procedente de los propios y arbitrios; sus disposiciones no podían ser alteradas por el cuerpo de regidores. Un asesor letrado nombrado por el intendente podía intervenir en las sesiones del cabildo y con frecuencia les impuso su criterio de manera despótica, como informaron con pesar desde Santiago de Chile:

“El hacer un detalle de los ultrajes que han padecido y sufrido muchos de los individuos que componen el venerable cuerpo de la república sería exponerse a la nota de una nimia prolijidad, o de un excesivo amor por sus distinciones, bastando decir que desde el ingreso a su empleo no hay aquel sosiego que se gozaba en otros tiempos más serenos, porque ha creído que puede hacer prevalecer su dictamen en las juntas del ayuntamiento contra el sentir de los demás, interrumpiendo y despreciando con voces ásperas e injuriosas los pareceres que contempla opuestos a los suyos”[9].

La junta superior de Real Hacienda radicada en la capital del virreinato o capitanía general constituyó otra instancia de fiscalización. Su papel resultó fundamental en el control centralizado de una gestión económica municipal antes fragmentada en compartimentos estancos y autosuficientes. No fue menos importante la ruptura con la tradición urbana en este campo, porque en aras de la uniformidad se favoreció la disociación entre el casco y el término municipal. Frente a la idea de la ciudad como centro de un territorio o región en la que funcionaba como capital política y cultural, banco, mercado, centro distribuidor y lugar de referencia, vigente desde los tiempos de los conquistadores, se abrió paso la separación de lo rural y lo urbano. La urbe se concibió por primera vez disociada de la extensa jurisdicción que le había conferido sentido y continuidad. El cambio fue de enorme gravedad. La red urbana americana se había nutrido en su segundo nivel de una galaxia de ciudades medianas y pequeñas que actuaban como cabeceras regionales y poseían una jurisdicción municipal gigantesca. En ella solían asentarse multitud de pueblos de españoles e indios (siquiera en términos jurídicos, pues en importantes áreas del continente sus habitantes ya eran mestizos, miembros de castas y nativos forasteros o ladinos, hispanizados por ser cristianos que hablaban español), junto a estancias y haciendas en formación y otras comunidades no oficiales pero más o menos toleradas. Se trataba de campamentos y rancherías de mineros, llaneros y otros supuestos ladrones de ganado, cumbes y palenques de esclavos huidos o “rochelas”, núcleos de campesinos pobres y libres, zambos, mulatos, mestizos, blancos y negros, todos tácitamente aceptados porque lo fundamental era que acataran la autoridad real y también porque no había otro remedio.

III

La fragmentación de los términos municipales a manos de los intendentes, promotores también con frecuencia de nuevas poblaciones, redujo el poder de las ciudades tradicionales y facilitó su control, pero también favoreció el establecimiento de otras y legalizó núcleos poblados existentes, presentados a veces como fundaciones establecidas por ellos o sus empleados en el curso de alguna expedición benemérita y meritoria. Y en paralelo, frente a la tradición de narración paradisíaca barroca, las reformas urbanas expresaron el ideal de las ciudades ilustradas como máquinas cuyos mecanismos se encontraban en perpetua construcción. De ahí que las más importantes experimentaran una profunda transformación, fundada en una nueva idea de civilidad. En adelante, el espacio público se querrá separado del privado y desgajado de los ámbitos de lo íntimo (concernientes a la vida privada oculta, pues la exterior debía mostrar comportamiento adecuado) con una pretensión de transparencia absoluta[10]. La rapidez de este cambio fue tan asombrosa que se puede hablar de una revolución de los modelos descriptivos, que pasaron de fijarse en la abundancia a hacerlo en la inmundicia. Todavía en 1777 Juan de Vieyra señaló en su Breve y compendiosa relación de la ciudad de México que el interior de la plaza mayor, adornada por “la famosa fuente que forma un perfectísimo ochavo”, era “un abreviado epílogo de maravillas”, con toda clase de frutas y hortalizas expuestas, “que ni en los mismos campos se ve junta tanta abundancia”. En 1788, sin embargo, un anónimo Discurso sobre la policía de México señalaba:

“Domina en esta ciudad un desorden en la manipulación y venta de alimentos condimentados y preparados con fuego, que apenas hay plaza y aún calle donde no se fría o guise, causando no sólo las contingencias de incendios sino el humo, olor u otras incomodidades inseparables”[11].

Los representantes del nuevo urbanismo neoclásico, que pretendieron imponer unidad, regularidad, simetría, proporción y perspectiva, en aras de su proyecto de ciudad orientada a la felicidad de sus habitantes mediante la ciencia y la industria y la implantación de conductas higiénicas, morales y racionales, percibieron la antes laureada plaza mayor como “muy fea y de vista muy desagradable”[12]. Pero lo peor era el elemento humano que la habitaba: “Lo desigual del empedrado [… ] los montones de basura, excrementos de gente ordinaria y muchachos, cáscaras y otros estorbos la hacían de difícil andadura”. La famosa fuente fue denigrada sin contemplaciones:

“Esta pila fue una gran inmundicia, el agua estaba hedionda y puerca, a causa de que metían dentro para sacar agua las ollas puercas de la comida de los puestos y también las asaduras para lavarlas. Las indias y gente soez metía dentro los pañales de los niños estando sucios para lavarlos fuera con la agua que sacaban […] el enlosado de afuera estaba lamoso y resbaloso a causa de la jabonadura que despedía la ropa que lavaban al derredor”[13].

Por entonces se perdieron las primeras iglesias de México, como la del Amor de Dios, reemplazada por una tienda y una vivienda; la de San Felipe, convertida en casa de vecindad; la de San Pedro y San Pablo (1784) y la capilla del Gallo, pero por contraste aparecieron la Real Academia de San Carlos (1784), modeladora del nuevo gusto, o el formidable palacio de minería del valenciano Manuel Tolsá (1797-1813). Como si el escenario narrativo estuviera dispuesto para que su “incomparable celo” lo convirtiera en el restaurador de las pasadas glorias de la ciudad, el virrey habanero Juan Vicente de Güemes (1789-1794), conde de Revillagigedo, se convirtió durante su mandato en el impulsor de toda clase de mejoras. Fue él quien hizo “desembarazar totalmente la plaza mayor de sus puestos y sus cabañas”, limitar el mercado a la explanada del Volador y disponer la limpieza, empedrado y regularización de las calles y la recogida de las basuras. El arquitecto jefe de la ciudad Ignacio Castera recibió el encargo de levantar un plano con el objeto de “conciliar el mejor orden de policía y de construcción futura”. Es interesante anotar que las obras pretendieron restaurar la ciudad a “la hermosura material y la salubridad del aire” que había tenido en sus orígenes cortesianos, perdidos por las irregularidades abiertas en la traza, los callejones y vericuetos.

Que en el curso de las obras en la plaza aparecieran el calendario azteca de la piedra del sol y el monolito de Coatlicue, la diosa terrestre de la vida y la muerte, representada por una mujer con una falda de serpientes y un collar de corazones de sacrificados, no menoscabó el fervor transformador del virrey[14]. La exhuberancia normativa de su programa también se hizo patente en los bandos que establecieron “una casa de alquiler de coches y cupés decentes, situando algunos en parajes públicos para fletarlos solamente por horas, a precios cómodos”, o castigaron al que rompiera o robara el alumbrado: “el que quebrare algún farol, [de los que existían 1.128 en la capital] aunque sea descuido lo pagará y si no tuviere con qué, se le aplicará a donde lo devengue con su trabajo”. No era cuestión de broma; quien se enfrentara a los guardias que los cuidaban podía arriesgarse, según los casos, a tres años de trabajos forzados, destierro y multas.

No son menos significativas las conocidas órdenes de Revillagigedo para que hubiera vigilancia militar en los paseos de la Alameda y Bucareli. Allí, los soldados debían ordenar el tráfico e impedir la entrada de “gente de mantas o frazadas, mendigos, descalzos, desnudos o indecentes”. Los vendedores de dulces fueron permitidos a condición de que no los fabricaran allí y vinieran vestidos[15]. La desnudez se consideraba en general una consecuencia de la ociosidad y madre de otros vicios, como la afición desmedida a la bebida en las pulquerías y la entrega desenfrenada al juego, que llevaba al común de las gentes a perder la ropa en envites perdedores. Era práctica habitual que los plebeyos vendieran o empeñaran su ropa en las pulperías (tiendas de abastos) para continuar jugando. En esta materia, Revillagigedo obtuvo un gran éxito, pues impuso a los 5.000 hombres y 2.000 mujeres que trabajaban en la gigantesca Real Fábrica de Puros y Cigarros -cuyo edificio neoclásico levantado entre 1793 y 1807 fue un logro de la arquitectura industrial a escala mundial-, así como a los 500 operarios de la Casa de la Moneda, la compra de una vestimenta adecuada con cargo a su salario[16]. El testimonio del peninsular José Gómez, que residió en México en su etapa de gobierno, la resumió con la concisión exigida a una Relación de mando:

“En su tiempo se hicieron agujeros por toda la ciudad y se sacaron varios ídolos del tiempo de la gentilidad [...] En su tiempo se quitó el repique de las campanas con esquilas [cencerros pequeños] en todas las iglesias [...] por mandado del virrey se mataron más de 20.000 perros. Se pusieron en todas las calles faroles y unos hombres que los cuidaban que se llamaban serenos y que estaban toda la noche gritando la hora que era y el tiempo que hacía. Se pusieron unos carros para la basura y otros para los excrementos de casas, con su campana. Todos los miércoles y los sábados de la semana se barrían todas las calles y se regaban todos los días y si no se multaba a los vecinos con 12 reales. Se quitaron de palacio todas las imágenes que había de Cristo y de la Virgen [...] Se pusieron en todas las calles o esquinas los nombres y los números de las casas en azulejo. Se pusieron coches de providencia que no los había ni se habían visto”[17].

Lo cierto es que Revillagigedo fue tanto un gobernante singular como el representante de un estilo de mando visible en muchas ciudades de la América española en las últimas décadas del siglo, cuyo programa de obras públicas solía conllevar la construcción de un cuartel, un hospital, el traslado extramuros del cementerio, la mejora y construcción de nuevos puentes y caminos, fuentes de agua potable, sistemas de alcantarillado, paseos, teatros, plazas de toros, jardines y alamedas, así como una serie de mejoras de las condiciones de habitabilidad, entre las que se contaban aquellas relacionadas con la limpieza, empedrado, alumbrado y jardinería. Su contemporáneo en el Perú, el marino Francisco Gil y Lemos (1790-1796), estableció en Lima una academia de bellas artes, un gabinete anatómico, un hospital y una escuela náutica[18]. Sus habitantes encontraron gran esparcimiento en la alameda de los descalzos, arreglada con fuentes, esculturas y parterres, el escenario perfecto para las seductoras tapadas, que usaban un rebozo para taparse medio ojo y causaban estragos entre los limeños. Al final del siglo, el virrey O'Higgins mandó construir la carretera Lima-Callao con tres calzadas: una central empedrada para vehículos y dos laterales apisonadas para peatones. Esta iniciativa supuso el salto definitivo de la muralla y la apertura de una nueva etapa urbanística.

En Buenos Aires, una ciudad guarnición llevada a la opulencia por la industriosidad y maña de sus grandes comerciantes, un virrey novohispano, Juan José de Vértiz (1778-1783), descubrió al llegar la fealdad de las construcciones, las dificultades de la circulación provocadas por el cieno y el peligro para la salud pública de las carroñas de la vacas sobre las calzadas, que atraían multitud de roedores. De inmediato, junto al intendente Francisco de Paula y Sanz, puso en marcha medidas como la prohibición de arrojar basuras a la calle o las orillas del río, la nivelación y empedrado de las calles y la eliminación de cactus de los alrededores de la plaza mayor, que según creían le otorgaba un aspecto rústico. También ordenaron abrir calles cerradas de manera arbitraria; los pulperos recibieron orden de no cortar leña en la calle y se exhortó a los artesanos a entrar a sus casas las mesas y bancos de trabajo que colocaban donde les apetecía, a fin de no entorpecer la circulación de los viandantes. Las calles se iluminaron con faroles de grasa de vaca, pero con frecuencia fueron robados o rotos. Vértiz también fundó el protomedicato, un hospicio, un corral de comedias, una imprenta y una casa de expósitos. A comienzos del siglo XIX se acometió la reforma de la plaza mayor, que fue dotada de arquerías; la planta baja se ocupó con tiendas y el primer piso tuvo depósitos y habitaciones. El mercadeo permanente de toda clase de objetos y alimentos sólo se detenía en ocasiones especiales, cuando el recinto acogía fiestas, espectáculos, corridas de toros o ahorcamientos de delincuentes, cuyos cadáveres eran a veces cortados en trozos y las cabezas y manos arrojadas a los lugares donde habían perpetrado sus crímenes[19].

En Santiago de Chile sucesivos gobernantes favorecieron las obras en la plaza mayor, la audiencia, el palacio del capitán general, la nueva catedral (1775), la aduana, el cabildo (1790), el palacio de la moneda (1805) y el consulado (1807), mientras en Quito fue el barón de Carondelet (1799-1807) quien ordenó restaurar el palacio de gobierno, el atrio y portadas de la catedral y poner en marcha un servicio de limpieza y basuras. En Caracas, en tiempos del gobernador Manuel González (1782-1787) se edificaron los puentes de Carlos III y la Trinidad, un corral de comedias y una alameda según el modelo del Paseo del Prado madrileño, con el fin de

“contribuir al mayor lucimiento de esta ciudad y que al mismo tiempo haya una diversión pública que sirva para establecer en sus moradores la sociedad política y de alivio a los que ejercitándose en el trabajo de sus respectivos oficios soliciten el recreo del ánimo en aquel cómodo rato dedicado al descanso”[20].

Como en otros casos, la alameda no sólo rompió la tradición reticular, con todo lo que ello significaba de novedad, sino que ofreció a las nuevas clases acomodadas un lugar de renovación de aires y encuentro social, dedicado a intercambiar impresiones y miradas, al margen de los viejos espacios y estilos. En Santafé de Bogotá el virrey Ezpeleta (1789-1796) mandó construir el puente sobre el río Bogotá, llamado “del común”, empedrar la calle real, abrir un hospicio “para la recolección de mendigos y para que los miserables forasteros y errantes disfrutaran del asilo que demandaba su condición de invalidez o calamidad”, estableció escuelas para niños, orquestas, tertulias y hasta logró que se construyera un teatro. En su apertura, se representó la comedia “El monstruo de los jardines”, de Pedro Calderón de la Barca[21].

El efecto de emulación de las grandes capitales fue considerable. Donde era posible se mejoraba el suministro de agua; mientras México consumía de manantial, Caracas y Popayán de río, Cartagena de lluvia, Querétaro y Santiago de Chile de río y manantial, Veracruz de río y lluvia y Lima de río, manantial y pozos, mientras que Buenos Aires recurría a la de río, lluvia y pozos. Por sus calles, como en Lima y otras ciudades, la vendían los populares aguateros, por lo general negros esclavos que tenían en esta actividad remunerada su “peculio”, o derecho a adquirir mediante trabajo personal el dinero destinado a su manumisión. El agua “gorda” se reservaba para la plebe y la “delgada” para los pudientes, pero las enfermedades atribuidas a sus deficiencias, catarro, garrotillo, asma o litiasis, aquejaban a todos por igual. A pesar de importantes novedades médicas, como la vacuna, introducida por aquellos años en toda la América española, todavía hacían estragos mortíferas epidemias.

La limpieza y eliminación de las calles de estiércol, perros sin dueño, animales muertos y otros desperdicios se consideraron parte sustancial de una buena imagen urbana y la “desagradable fetidez” de Cuzco o San Luis Potosí fueron combatidas con disposiciones que obligaron a los vecinos a limpiar y sacar las basuras. El empedrado de las calles se acometía por lo general con piedra huevillo (guijarros de río) en las calzadas y losas o piedra tallada en las aceras; Buenos Aires, en cambio, tuvo aceras de ladrillo debido a la carencia de piedra. En cuanto a la iluminación, era un asunto “de policía”. De ahí que los bodegoneros, mercaderes y dueños de pulperías tuvieran que poner faroles en las puertas de sus establecimientos o pagar un arancel al cabildo para su mantenimiento. En Veracruz su instalación se justificó por el decoro debido a toda “población culta”, el “carácter expuesto” de su plebe y la frecuente presencia de marineros[22]. Además de los fijos, existían faroles ambulantes, que eran portados por guardianes -tres en el caso de Santafé de Bogotá- o por esclavos que prestaban este servicio, como en Córdoba, a la orden de “Ah, muchacho, el farol y vente presto”[23].

La ciudad americana de casas caídas, iglesias apuntaladas y calles llenas de basura, barro y aguas fecales había quedado atrás. Aunque Panamá ofrecía un aspecto lamentable en 1761, se acometió la construcción de empedrado, alcantarillado, una nueva plaza y se repararon iglesias y edificios. Veracruz tenía en 1797 empedrado, acueducto y alumbrado de aceite; el cementerio se había trasladado extramuros. La importancia del empedrado era extrema en ciudades tropicales porque reducía el riesgo sanitario. El ingeniero militar O’Dally utilizó los adoquines del lastre de los buques para empedrar las calles de San Juan de Puerto Rico; Cartagena también fue adoquinada. En La Habana se adornó la plaza mayor con ceibas y jardines, se empedraron las calles, se abrieron las alamedas de Paula y el Nuevo Prado y se inauguró el alumbrado; en la nueva Guatemala, en cambio, estos trabajos tropezaron con grandes dificultades por las peculiaridades del terreno. En época de lluvias, el agua cubría las aceras y la sangre del matadero bajaba como un arroyo pestilente desde los barrios altos de Habana y Capuchinos. No resulta extraño que algunos pobladores de la vieja ciudad pretendieran seguir en ella tras el terremoto de 1773 y para mostrar su voluntad de permanencia se esmeraran en la limpieza de sus calles y plazas, destinadas por imperativo legal a la evacuación forzosa.

IV

La reordenación del espacio urbano obedeció a políticas de largos alcances, cuya persistencia en el tiempo era imposible de prever. Pero además el escenario físico y humano de las ciudades americanas fue más difícil de transformar de lo que una voluntad política, por muy regalista y despótica que fuera, podía lograr: no era tan fácil devolver el equilibrio de la virtud perdida al “paraíso estropeado” en que habían devenido. Algunas investigaciones apuntan que el deterioro y abandono de los centros históricos existió en el siglo XVIII y se produjo de una manera “natural”, ajeno a reestructuraciones tecnocráticas del tejido urbano. Es innegable que la división en barrios y cuarteles fue determinante, porque impuso una geometrización de innegable efecto urbanístico, fiscal y propagandístico. Sin embargo, algunas investigaciones muestran que estos simulacros de orden podían encubrir la soledad y la escasez dramática del número de españoles peninsulares, pero también de criollos americanos, en el seno de la “innumerable multitud” de “color quebrado” que habitaba las ciudades. También es constatable la exitosa aproximación de mestizos, mulatos, indios y negros libres hacia los centros urbanos, antaño reservados a los conquistadores beneméritos y sus descendientes, apenas contrarrestada por la escapada de viejos y nuevos patricios hacia las haciendas, estancias, cosos y chacras de residencia, recreo y abastecimiento de las afueras[24].

No debió ser ajeno a este fenómeno, en unas regiones más que en otras, el aumento exponencial de las áreas extramuros de algunas urbes, que se extendían por el término pero también presionaban hacia el antiguo casco. En Guatemala, los indios ladinos se habían aposentado en las cercanías de la plaza mayor y era habitual la presencia de mestizos y mulatos en cofradías y gremios, casados además, para escándalo de algunos, con blancas de orilla. En Panamá el deterioro de intramuros y el olvido de los patrones jerarquizados originales era ostensible, a pesar de que el amurallamiento había expulsado al arrabal a los indigentes y gentes de castas y la división de solares (en torno a 300) había pretendido consagrar de manera matemática el dominio de las familias principales, pues no había lugar para nadie más. En México el centro era tan comercial como popular. Tras la revuelta de 1692 allí se había levantado el Parián, llamado así por el distrito comercial al menudeo controlado por los chinos en Manila; en 1816 tenía 180 tiendas de gran tamaño. Al occidente estaba el portal de mercaderes y un callejón de tiendas al por menor; al sur se hallaba el portal de las flores, donde se aposentaban mujeres indígenas y en la propia plaza mayor las mulatas vendían sobre esteras de palma y tela toda clase de artículos y mojigangas. En Lima los artesanos, confinados en los arrabales, se las habían arreglado, quizás sacando ventaja de la crisis económica y el daño sufrido por las familias principales a causa de la fundación del virreinato del Río de la Plata y la implantación del comercio libre, para regresar al centro del que habían sido expulsados un siglo atrás. Lo importante para ellos era dejar atrás los terribles obrajes y las infernales panaderías de las afueras, que funcionaban como lugares de castigo. En Buenos Aires, una ciudad donde el número de negros y mulatos siempre fue elevado, había hasta morenos libres que poseyeron esclavos, vendieron sitios y casas y promovieron construcciones[25]. En Cartagena, una tercera parte de la población vivía en el fortificado arrabal de Getsemaní, comunicado con el casco por el puente de San Francisco. La importancia del servicio doméstico, la artesanía, el comercio y las instituciones militares implicó un tráfico permanente de personas que configuró una urbe con un alto porcentaje de negras y mulatas libres dedicadas a toda suerte de oficios, oficiales, marineros y soldados en tránsito y un buen número de libres, artesanos y militares pardos con una elevada posición social: 241 de ellos tenían reconocido el título de “don” o “doña”[26].

Al fin, frente a la sólida imagen de la metrópoli barroca americana como Jerusalén celestial tocada por un designio de Dios, enriquecida con todos los dones de la naturaleza y habitada por gentes austeras y virtuosas, los esfuerzos denodados de los reformistas por levantar y narrar ciudades americanas como urbes ilustradas, la expresión de un orden material y humano perfecto , apenas lograron un éxito coyuntural y parcial, en la antesala ya de la independencia y la ruralización que caracterizó el siglo XIX, con un retroceso de la ciudad. En sus calles, cualquiera se encontraba con la temible “altanería”, la grosería y desinhibición de sus habitantes, indígenas por doquier, blancos de orilla, mulatos y morenos libres que amenazaban, según algunos alarmistas, con la “pardocracia”. Todo estaba allí para el que lo quisiera contemplar. Como el andaluz Simón de Ayanque, que en 1792 había trazado en Lima por dentro y por fuera el retrato fiel de una urbe en la cual lo realmente prodigioso eran, claro, sus habitantes:


“Que divisas mucha gente,
y muchas bestias en cerco,
de las que no se distinguen,
a veces sus propios dueños.

Que ves muchas cocineras,
muchas negras, muchos negros,
muchas indias recauderas,
muchas vacas y terneros.

Que ves a muchas mulatas,
destinadas al comercio,
las unas al de la carne,
las otras al de lo mesmo.

Verás varios españoles,
armados y peripuestos,
con ricas capas de grana,
reloj y grandes sombreros.

Pero de la misma pasta
verás otros pereciendo,
con capas de lamparilla,
con lámparas y agujeros.

Que los negros son los amos
y los blancos son los negros
y que habrá de llegar día,
que sean esclavos de aquellos.

Verás también muchos indios,
que de la sierra vinieron,
para no pagar tributo,
y meterse a caballeros.

Verás con muy ricos trajes,
las de bajo nacimiento,
sin distinción de personas,
de estado, de edad ni sexo.

Verás una mujer blanca,
a quien enamora un negro,
y un blanco que en una negra,
tiene embebido su afecto.

Verás a un título grande,
y al más alto caballero,
poner en una mulata
su particular esmero”[27].

Notas

1 Proyecto “España desde fuera” (BHA2003-01267), Ministerio de Educación de España.

2 “Las ‘repúblicas locales’ adquirieron relevancia y valor como centros de ejercicio de una actividad ciudadana en la monarquía. Su identidad política se reconocía en unas ordenanzas municipales que se entendían como constitución local. Así se descubrió un medio, el municipal, en el cual la virtud era socialmente practicable ‘y no acaparada por el príncipe’”; J. Mª Portillo Valdes,  2000, p. 57.

3 F. Fernández Christlieb,  2000, p. 71.

4 Véase, por ejemplo, “Que un oidor por turno revea las cuentas que el cabildo tomare” de propios, pósitos, obras públicas y fiestas como el Corpus Christi; Libro IV, Tít. IX, Ley XXVI, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681), Tomo II, Madrid, 1973, p. 98.

5 J. Lynch,   2000, p. 55.

6 Mientras en el consulado había representadas nueve familias tituladas criollas y once que no lo eran, en el cabildo hubo 16 regidores perpetuos, 19 regidores honorarios y doce alcaldes ordinarios pertenecientes a familias de la elite virreinal entre 1780 y 1810; J. E. Kicza,  1982, p. 441 y 451.

7 La referencia data de 1776; cit. en F. de Solano, 1987, p. LXXIX.

8 “Mi soberana voluntad es […] igualar enteramente la condición de todos mis vasallos de la Nueva España”; Ordenanza de Nueva España (1786) In  G. Morazzani y  Pérezde  Enciso, 1972, p. 66.

9 Cit. en J. A. García, 1998, p. 280.

10 E. Amodio 1996, p. 198.

11 Cit. en J. Monnet, 1990, p. 741.

12 E. Sáncehz de Tagle. La remodelación urbana de la ciudad de México en el siglo XVIII: una crítica de los supuestos. Tiempos de América, nº 5-6, Castellón, 2000, p. 15; F. Fernández Christlieb.  Europa y el urbanismo neoclásico en la ciudad de México, p. 72 y ss.

13 Cit. en J. Monnet. ¿Poesía o urbanismo? Utopías urbanas y crónicas de la ciudad de México (Siglos XVI a XX).  Historia mexicana, vol. XXXIX, nº 3, México, 1990, p. 742-743.

14 El hallazgo fue objeto de la Descripción histórica y cronológica de las dos piedras, publicada en 1792; S. Gruzinski., 2004, p. 116.

15 Bando comunicando la creación del servicio público de coches, México, 6 de agosto de 1793; Bando del virrey anunciando las penas que se aplicarían a los que destruyeran el alumbrado de la ciudad de México, México, 7 de abril de 1790; Ordenes para que exista vigilancia militar en los paseos de la ciudad de México, se impida la entrada de mendigos y malvestidos y se regule el tráfico rodado por la alameda y el paseo nuevo de Bucareli, México, agosto de 1791.  F. de Solano (Ed).1996,  tomo II,  p. 275-289.

16 En el primer caso, los hombres llevarían calzones blancos de manta, camisa de puntiví, calzones de paño azul, chupa de paño, capatón o mancelles (en lugar de la frazada) de paño de la tierra, sombrero, medias y zapatos; las mujeres, enaguas blancas de manta, armador o monillo sin mangas de bramante (hilo gordo o cordel muy delgado hecho de cáñamo), paño de rebozo, medias y zapatos. La mayor parte de los operarios eran indios y castas, pero también había españoles. El 94 por ciento trabajaba a destajo y el resto a jornal fijo y sueldo; Mª A. ROS,  1978, p. 49; N. F. Martín, 1972, vol. XXIX, p. 273.

17 Cit. en S. Gruzinski, 2004, p. 111-112.

18 M. E. Rodríguez García, 2002
19 C. Bernard, 1999, p. 77-79.

20 Cit. en C. Leal, 1990, p. 72.

21 S. P. Rodríguez Avila, 2004, p. 35.

22 C. Blázquez Domíguez, 2000, p. 33.

23 D. Ripodas Ardanaz, , 2003, p. 207.

24 En 1790 los españoles europeos apenas suponían en México capital el 2,24% de la población y en 1805 el 2,25 por ciento. En 1802, había 67.500 blancos. En 1811, de 15 barrios de los que existe información censal, once estaban habitados sólo por indios. En Caracas, en 1810 los blancos eran un 31,8 por ciento, los indios un 1,96 por ciento, los pardos un 36,10 por ciento, los negros libres un 8,41 por ciento y los esclavos un 21,63 por ciento, para un total de 31.721 habitantes. En Panamá había en 1794 un total de 7831 habitantes, de los cuales eran esclavos 1.676, negros libres 5.112, blancos 862 e indios 63. En Cartagena había en 1777 un total de 10.470 habitantes. De los 5.001 sobre los cuales hay información étnica, 309 son blancos, 2.875 mestizos, mulatos y pardos libres, 1.720 esclavos, 15 indígenas y 82 eclesiásticos. Una muestra de población de 95 ciudades elaborada a partir de los datos de la obra de D. de Alsedo y Herrera 1789, con un total de 1.038.318 habitantes, muestra que eran indios 58,5 por ciento, españoles 26,8 por ciento, mestizos 7,26 por ciento, mulatos 7,04 por ciento y negros 0,4 por ciento; C. Esteva Fabregat,1983, p. 578.

25 M. A. Rosal, 2001, p. 510.

26 A. Meisel y M. Aguilera Rojas,  1997, p. 54.

27 Cit. en J. L. Romero, 1996,  p. 130-132.
 

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Ficha bibliográfica:
 
LUCENA GIRLADO, M. El pariso estropeado. Imágenes ambiguas de las ciudades americanas a finales del siglo XVIII. Scripta Nova. Revista electrónica de geografía y ciencias sociales.  Barcelona: Universidad de Barcelona, 1 de agosto de 2006, vol. X, núm. 218 (70). <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-218-70.htm> [ISSN: 1138-9788]
 

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