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Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. 
ISSN: 1138-9788. 
Depósito Legal: B. 21.741-98 
Vol. X, núm. 218 (73), 1 de agosto de 2006 


DE LA REPÚBLICA DE INDIOS A LA CORPORACIÓN CIVIL. VIVIR BAJO PERMANENTE AMENAZA

Margarita Carbó
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM


De la República de Indios a la corporación civil. Vivir bajo permanente amenaza  (Resumen)

La unidad económica y social de carácter comunal llamada república de indios en el orden administrativo novohispano, fue desde un principio vulnerable ante las ambiciones de tierras y de trabajadores baratos de los propietarios privados españoles, criollos y mestizos. La monarquía borbónica implementó la primera ofensiva legal contra ella (contrariamente a lo que había hecho la monarquía austriaca que la creó y la proytegió), pero habrían de ser los liberales mexicanos del siglo XIX los que generaran el orden jurídico necesario para depojarla de prácticamente todos sus bienes patrimoniales, cuando ya se llamaba oficialmente corporación civil.

Palabras clave: pueblo, comunidad, privatización


From the Republic of Indians to the civil corporation. To live under permanent threat (Abstract)

The Republic of Indians was the communal economic and social unity during Colonial times in Mexico. From its inception it was vulnerable vis a vis the ambitions of land and cheap workers exhibited by Spanish, Criollo and Mestizo land owners. The Bourbon crown implemented the first legal offensive against it. However it was the Mexican liberals of the 19th century who created the legal framework that deprived the Republic of virtually all its material possessions, at a time when it had acquired the official status of civil corporation.

Key words: pueblo, community, privatization.


Un proyecto explícito en materia agraria recorre la historia de México desde las reformas económicas implementadas por el rey Carlos III de España, hasta la segunda década del siglo XX, en que ciertas banderas que se consideraban ya olvidadas para siempre, aquellas que reivindicaban el derecho de los pueblos a poseer y administrar sus bienes como mejor les pareciera, fueron de nueva cuenta enarboladas para poner en tela de juicio, en aras de la más elemental justicia, los postulados de modernidad y progreso sostenidos durante un siglo y medio, por quienes se consideraban a sí mismos, adelantados en la procuración de los cambios que habrían de ser benéficos para todos.

A lo largo de tan prolongado lapso de tiempo, la Nueva España se transformó en México después de once años de guerra con su metrópoli; pasó de virreinato a imperio y acto seguido a república, se dio sucesivas constituciones federalistas y centralistas, se vinculó al capitalismo mundial, escribió su propia historia, fue atacada y ocupada por potencias extranjeras, perdió más de la mitad de su territorio, vivió una serie de golpes de estado y cuartelazos más o menos cruentos y una guerra civil que duró tres años. Después construyó un aparato estatal sólido y duradero y fue gobernada durante cuatro años por un archiduque austriaco sostenido por un ejército mayoritariamente francés, para recuperar después su independencia y terminar la centuria pajo la autoridad de un tirano honrado, conocido como el héroe de la paz y del progreso, quien habría de dar culminación al proyecto agrario del que se ocupa el presente artículo, emprendido por el despotismo ilustrado.

Los antecedentes del largo proceso que comentamos son remotos, pero es necesario comenzar por el principio.

El territorio de la Nueva España, con sus fronteras siempre en movimiento, fue siendo organizado por las autoridades enviadas a Indias por la España conquistadora y colonizadora del siglo XVI, al siguiendo el ritmo de los acontecimientos y de acuerdo a las realidades concretas de la sociedad sometida.

En el espacio geográfico y cultural llamado Mesoamérica, el tránsito del neolítico a la sociedad estatal, había tenido lugar sin que ello implicara la destrucción de la aldea, en su carácter de unidad productiva comunitaria, usufructuaria de un territorio específico.

Si nos atenemos a la información existente (muy abundante por cierto), sobre el llamado imperio mexica, la aldea se encontraba vinculada al aparato del Estado por la vía tributaria sin haber perdidos su cohesión interna, y sus autoridades habían pasado a formar parte de la compleja burocracia encabezada por el hueytlatoani. Tributaba en especie y en trabajo y servicios. Se llamaba altépetl y sus barrios calpulis. El crecimiento y logros culturales de todo tipo alcanzados por las civilizaciones precortesianas, tuvieron por base el tributo de la comunidad aldeana, en México llamada pueblo.

Cuando se produjo la conquista española y pasado el período de la guerra y la dispersión de las gentes, derrotada y desaparecida o coptada la élite gobernante, la Iglesia y la Corona vieron en la preservación del viejo sistema tributario la posibilidad de amplios beneficios para ambas y también para sus nuevos vasallos, que sólo podrían ser salvados de la extinción si se les permitía seguir produciendo para su propia manutención y para generar excedentes cuya mayor parte se canalizarían hacia las arcas de sus protectores. [1]

Nació así la República de indios, diferenciada en términos legales de la República de españoles, porque conservaba su original carácter comunal e inclusive a sus autoridades tradicionales, sus tlatoanis o señores, sujetos a los nuevos funcionarios españoles, y sus asambleas. Muchas cosas cambiaron para sus integrantes, por supuesto, empezando por el hecho de la evangelización masiva a la que fueron sometidos, los cambios en el vestido y muchas cosas más.

El precio de la supervivencia implicó también el sometimiento a una estricta reglamentación de sus actividades: sólo podrían dedicarse al trabajo del campo y al ejercicio de ciertos oficios. Podrían practicar el comercio de poca monta y a cortas distancias, tendrían que pedir autorización para salir de sus pueblos y no podrían ser soldados ni trabajar en minas ni obrajes.[2]

La República de indios fue concebida como un espacio aislado, incontaminado, en el conjunto de la sociedad novohispana en construcción, y suyo el dominio concesionado del campo productor de abastos, que finalmente resultó ser lo más importante, porque significaba que los vencidos seguirían usufructuando sus tierras, aguas y monte. El territorio habría de seguir siendo posesión suya.

Esta intención original, sin embargo, pronto se vio impugnada en los hechos por quienes, dispuestos a obtener riqueza y prestigio en Indias, siguieron la ruta de los primeros conquistadores. La “chusma incivil de la que habla Nicolás Guillén, que al no encontrar especies ni oro ni plata (después los encontrarían en grandes cantidades, como es sabido), vio en la tierra y el trabajo barato de los indios su posibilidad de hacerse de caudales y de adquirir categoría social.

La Corona hubo de ceder a la presión y al signo de los tiempos y después de intentar mantener el control total sobre sus nuevos dominios, estableció el pleno derecho de propiedad privada del suelo y de sus productos, sin renunciar al principio jurídico según el cual, la entera extensión del imperio pertenecía originalmente al monarca.

Esta ponencia podría haberse inscrito -y era la intención primera de la autora- en  la mesa “Territorios y sociedades en riesgo”, porque precisamente a partir de la situación arriba descrita, las Repúblicas de indios, sus territorios y sus habitantes, se vieron justamente en riesgo de ver reducido o perdido su patrimonio y secuestrados o aventados por ahí sus habitantes, y debieron vivir a la defensiva para siempre jamás. Su historia desde entonces fue, sobre todo en el centro de México, una historia de inseguridad y zozobra. El patrimonio ancestral reconocido y ratificado por la Corona de España estaría permanentemente bajo amenaza.

Iban contra la corriente de la historia y llevaban las de perder, y de manera puntual fueron perdiendo por etapas. Al principio lentamente, porque los Habsburgo, como se dijo, les proporcionaron soporte legal para entablar litigios ante amenazas y despojos, que muchas, tal vez las más de las veces ganaron.

Fue la llegada de los Borbones al trono la que marcó el inicio de la gran ofensiva.  Los aires de la modernidad burguesa habían cobrado fuerza y sus valores de productividad y eficiencia condujeron a las autoridades correspondientes a la formulación de reformas, encaminadas a potenciar los recursos y a agilizar las actividades económicas tendientes a lograr una rápida acumulación de capitales.

En la Nueva España, se obligó a los indios comuneros a poner en arrendamiento todas sus tierras que no fuesen de común repartimiento, es decir, aquellas que excedieran de la superficie ocupada por las parcelas familiares hereditarias, y también se les privó del derecho a seguir administrando sus cajas de comunidad, en las que guardaban las ganancias obtenidas por la renta de tierras a particulares o a parroquias y conventos, y las obtenidas del trabajo colectivo de los terrenos indivisos. La administración de dichas cajas pasó entonces de manos de los pueblos a manos de las autoridades hacendarias. De pasada, perdieron así mismo sus tradicionales prerrogativas políticas y de justicia. [3]

Después, la Constitución de Cádiz de 1812, en su loable afán de establecer la igualdad jurídica entre los habitantes de todo el Imperio, determinó la reconversión de las Repúblicas de indios en Ayuntamientos, que habrían de adoptar la forma y la organización de aquellos centros de población de fundación española. Así, la corporación municipal dispondría de ciertos bienes necesarios a su función, los ejidos, propios y arbitrios, pero perdería la posesión y la organización de aquellos que habían sido consubstanciales a la antigua institución indiana.

A nivel mundial, desde mediados del siglo XVIII modernidad significó individualización en los órdenes social y político y privatización en el orden económico.

Para el mundo católico, los obstáculos más importantes a vencer para alcanzarla, fueron el poder corporativo de la Iglesia y la existencia de numerosas entidades cuyas formas de organización, de posesión o propiedad, de relaciones laborales y de distribución de los bienes materiales, eran opuestas a las tendencias de avanzada; se trataba de gremios, comunidades campesinas, instituciones municipales, asistenciales y educativas y descontada la Iglesia, en el México decimonónico el que fue considerado enemigo principal del cambio, del progreso, de la incorporación del país a las luces del siglo, como se decía, fue el indio entendido como entidad legal y en tal sentido asociado a su ancestral organización comunera, no en vano, dirían los liberales, protegido por la caduca monquía hispana.

La categoría social indio, fue una creación española originada en la naturaleza del antiguo régimen, que debía desaparecer en el México independiente. El indio estorbaba al propósito modernizador porque en su calidad de posesionario y usufructuario corporativo de bienes materiales de producción, constituía la antítesis de los ideales privatizadores e individualizadores en ascenso. [4]

España lo había protegido y el México independiente debería acabar con él. Todo mexicano moderno debía considerar que nacía a la historia para ser parte del momento de las grandes transformaciones. Ni indio ni español, descendía de Miguel Hidalgo, y tal como lo había hecho el primero de los insurgentes de 1810, su obligación debía ser la de luchar por ver realizadas las grandes transformaciones que el país requería, por liberarlo definitivamente de los lastres del pasado. [5]

Los indios eran uno de esos lastres, por lo cual, era urgente sacarlos del siglo XVI en que aún vivían, para ponerlos de una vez en el siglo XIX, cosa que no podría hacerse más que privándolos de sus vínculos corporativos y lanzándolos a competir libremente por la supervivencia, por la superación individual, por la propiedad privada y en resumen por la ciudadanización. [6]

La antigua República de indios, ya municipalizada en 1812, adquirió entonces, para efectos de su más expedita desarticulación, el rango de corporación civil.

Pero además, por debajo de las consideraciones de carácter teórico, sus tierras y su trabajo fueron considerados imprescindibles para el crecimiento económico y la acumulación capitalista, y el incremento en la demanda de productos de alto valor comercial en los mercados internacionales, así como la mayor demanda interna de alimentos básicos debida al aumento de la población, desencadenaron una intensa ofensiva sobre las posesiones patrimoniales de los pueblos. [7]

A lo largo de las tres primeras décadas de nuestra vida independiente, se teorizó y se legisló de manera esporádica con la intención de impulsar procesos fragmentarios y aislados de desamortización de bienes tanto eclesiásticos como civiles. En algunas entidades federativas se impulsó la escrituración de las parcelas de cultivo a nombre de sus posesionarios. En 1830, 1835 y 1849 se emitieron leyes y reglamentos de alcance nacional cuyo propósito era distribuir y colonizar tierras baldías y mientras tanto, se estudiaba la mejor manera de dividir y privatizar los bienes comunales, pero dada la situación de inestabilidad política y de fragilidad económica que vivía el país, en ningún caso se obtuvieron resultados tangibles. [8] (AGN. Fondo Gobernación. Serie Tierras, caja 2, legajo 1634). Habría de ser la dirigencia del movimiento rebelde iniciado en Ayutla, Guerrero, en 1854 [9] , la que finalmente elaborara una ley general que parecía de fácil y rápida aplicación, y en la cual confió para resolver los ya demasiado graves problemas que representaba la sustracción a la circulación mercantil, considerada sólido fundamento de la riqueza social, de los cuantiosos recursos que las corporaciones amortizaban, como claramente expresaron una mayoría de diputados durante los trabajos del Congreso Constituyente de 1856-1857. [10]

La Ley Lerdo o Ley de Desamortización de Bienes de Corporaciones Civiles y Eclesiásticas [11] , promulgada el 25 de junio de 1856 durante el gobierno de Ignacio Comonfort, hacia referencia a los bienes inmuebles. En el caso de los eclesiásticos, establecía que serían adjudicados en propiedad a los arrendatarios en caso de que los hubiera, por el valor que se infiriera del alquiler calculado como rédito al 6% anual. Aquellos que no estuvieran arrendados se venderían en almoneda pública. Además, en todos los casos la Hacienda pública cobraría la alcabala correspondiente, que sería su único beneficio en la transacción. Por lo que hacía a la corporación civil, se haría la misma adjudicación a favor de quienes a la fecha de la publicación de la Ley Lerdo, poseyeran a censo perpetuo o indefinido, tierras rústicas o urbanas del común.

En el artículo octavo, sin embargo, se exceptuaba de la desamortización a los edificios e instalaciones que se ocuparan para el servicio u objeto de la corporación afectada, como eran las iglesias y conventos, casas curales y episcopales, hospitales, hospicios y colegios y en el caso de los ayuntamientos, las casas consistoriales y los ejidos y terrenos en general destinados al servicio público.

El texto establecía, perentorio, que a partir de la fecha de la promulgación de la Ley ninguna corporación podría adquirir bienes inmuebles, y que si en un plazo máximo de tres meses no procedía a autodenunciar los que ya obraban en sus manos ante las autoridades, éstas se harían cargo de la subasta de en su exclusivo beneficio.

Tanto la Iglesia como las corporaciones civiles reaccionaron de inmediato contra los planes desamortizadores de los liberales. La primera apoyándose en el llamado partido conservador, y proporcionándole, al menos en parte, los elementos pecuniarios que necesitaba para movilizarse. El resultado fue que las tensiones políticas condujeron con gran celeridad en una guerra civil llamada de Reforma o de Tres Años (1858-1860), pero ello no fue todo, porque mientras auspiciaba el alzamiento militar contra la nueva Constitución y demás leyes impías previas a ésta escritas y publicadas por los gobiernos de Juan Alvarez e Ignacio Comonfort en los años de 1855 y 1856, la Iglesia blandía su alma ideológica más temida: la excomunión, que habría de caer sin remedio sobre quienes denunciaran, compraran o vendieran bienes eclesiásticos. [12]

Los comuneros, a diferencia de la Iglesia dispersos y aparentemente débiles y desorganizados, actuaron de diversas maneras para eludir o combatir la acción legal. Los que vivían lejos de los centros urbanos, en lugares aislados o de difícil acceso, ignoraron o fingieron ignorar las novedades legislativas, aunque también es necesario decir que por su ubicación geográfica, fueron los menos amenazados en el corto plazo. Aquellos mejor comunicados hicieron, salvo raras excepciones, caso omiso de la obligación que tenían de autodenunciarse y, en todo caso, argumentaron, en escritos que enviaron preferentemente al ministerio de Gobernación, que siempre habían poseído en común y que esa era su tradición su uso y su costumbre, y que además siendo muy pobres, no tenían dinero para pagar la alcabala y menos aún el precio de la parcela, por muy barato que fuera..

En algunas ocasiones se defendieron adelantándose a denunciar los despojos de que eran víctimas, por parte de los propietarios colindantes o de los funcionarios locales, como habían hecho a lo largo de las más de las dos centurias precedentes, y  en última instancia, pidiendo justicia por parte de un gobierno que se decía defensor de la libertad y de los derechos del pueblo. [13]

Las comunidades acudieron también a la sublevación como medida extrema, y el segundo semestre de 1856 se registraron levantamientos armados y múltiples motines y alborotos de diferentes tamaños en diversos lugares. Hubo alzamientos en una amplia zona del centro de México de oriente a poniente en la Sierra Gorda de Querétaro, Guanajuato, Michoacán, Jalisco, San Luis Potosí, Hidalgo, Veracruz y la Sierra de Puebla.

En Nayarit al occidente, se produjo un movimiento reivindicatorio de los derechos de las naciones indias de la región, que habría de mantenerse en pie durante más de quince años, y en el sur, las amenazas de desmantelamiento de la comunidad llevaron a las armas a los pueblos de la región de la Mixteca, del istmo de Tehuantepec y de la Costa Chica. [14]

En Sonora, en el extremo noroeste del territorio nacional, en los valles de los ríos Mayo y Yaqui y asimismo en la Sierra Tarahumara de Chihuahua, los indios se movilizaron para defender su patrimonio ancestral y sus formas de vida y de organización autonómica, y también la devolución de superficies usurpadas en años anteriores por mestizos avecindados.

Estas rebeliones produjeron proclamas, que en ocasiones invocaban la protección de Santa María de Guadalupe y que hablaban de la rapiña de que era objeto el hombre laborioso y trabajador por parte de los liberales [15] , o que acusaban al gobierno de ultrajar las creencias religiosas y elevar a rango de ley la expoliación de los bienes de las corporaciones [16] . En una de ellas se decía: Declaramos la guerra a muerte a la propiedad para que quede por consiguiente la tierra de todos los hombres para que gocen de ella a su gusto. [17]

Sin embargo, y no obstante el grado de inconformidad y de rebeldía aquí descrito, en la mayor parte de los casos los cabildos municipales amenazados de perder sus bienes patrimoniales, apelaron pacíficamente ante las autoridades al tiempo que aprovechaban hábilmente, como lo habían hecho durante los seis lustros anteriores, las pugnas entre los bandos políticos, porque antes del estallido de la guerra civil, aunque ni lo liberales ni los conservadores les ofrecieron nada en concreto respecto de sus demandas agrarias, tampoco quisieron verse privados de su colaboración o al menos de su neutralidad, en vista del enfrentamiento que se veía venir.

El resultado de esta suma de circunstancias fue que, salvo excepciones, los pueblos iban logrando sobrevivir  a los efectos de la Ley lerdo, hecho que desesperaba a los juristas y autoridades, por lo que, para alentar a quienes debían autodenunciarse y no lo hacían, el día 9 de octubre del propio año de 1856, su autor efectuó una reforma a la misma, justificándola con el argumento de que, dado que había gente que abusando de su ignorancia, hacía creer a los indios que la disposición legal de junio era perjudicial a sus intereses, se establecía que  los “labradores pobres” tendrían garantía de que nadie podría comprar sus tierras si ellos no renunciaban previamente por escrito a adquirirlas a título individual después de su parcelación; se exentaría del pago de la alcabala a las transacciones con terrenos de menos de 200 pesos, y los adjudicatarios no requerirían escritura notarial para ser considerados propietarios en pleno derecho, pues sería suficiente el título otorgado y sellado por la autoridad política. [18]

Las facilidades otorgadas no tuvieron ningún efecto significativo, y la evidencia de que los comuneros lo que pretendían era seguir siéndolo, volvió a impacientar a dirigentes e intelectuales liberales, entre ellos a Ignacio Luis Vallarta, José María Lafragua y el propio Miguel Lerdo, quienes aconsejaron entonces proceder sin dilación a aplicar la ley de Desamortización, y lamentaron que quienes se suponía que habrían de ser sus principales beneficiarios, interpretaran de manera errónea la intención de la misma. Así lo expresó Lafragua en una circular dirigida a los gobernadores de los estados en septiembre de 1856:

...ha habido ya hasta sublevaciones de los pueblos de indios, que creyendo equivocadamente que los principios de libertad y de progreso que ha proclamado y sostiene la actual administración, entrañan el trastorno del orden social, pretenden no sólo poner en duda los títulos de propiedad, sino destruir ésta y establecer de hecho la división de los bienes ajenos. [19] .

Mientras tanto, congruentes con sus convicciones ilustradas y liberales y con su proyecto de país, los diputados constituyentes, que habían iniciado sus trabajos en febrero de aquel mismo año, ratificaron la Ley Lerdo que fue incorporada al texto de la Carta Magna despojada de su artículo 8%, lo cual significaba que también los ejidos y otros terrenos de uso y utilidad pública, serían en lo sucesivo susceptibles de ser adquiridos por particulares. [20]

En el seno del Congreso Constituyente el campo mereció poca atención y resulta comprensible que así fuera, cuando era el problema político el que requería la mayor consideración y reflexión por parte de los legisladores. El desmantelamiento del antiguo régimen y la enmienda de los desatinos de la reciente dictadura santanista resultaban una tarea difícil y absorbente.

Las escasas voces que osaron sostener la idea de que era necesario y justo poner límites a la propiedad rústica y que denunciaron la virtual esclavitud de los peones agrícolas y el antieconómico y socialmente perjudicial acaparamiento de tierras, aguas y bosques, fueron acalladas por la abrumadora mayoría de los diputados, que defendieron el irrestricto derecho de propiedad y se opusieron, en nombre de la libertad individual, a cualquier reglamentación de los derechos de los hacendados y de las relaciones laborales entre éstos y sus trabajadores que no fuese establecida por ellos mismos de forma privada; todo ello, al tiempo que  ignoraban la propuesta de volver a exceptuar de la desamortización los ejidos y propios de los pueblos y ciudades, según lo establecido en la redacción original de la Ley Lerdo. [21]

Fueron los diputados Isidoro Olvera, José María Castillo Velasco y Ponciano Arriaga, los únicos en exponer en votos particulares, la necesidad de establecer reglamentos protectores de los jornaleros del campo y de su trabajo y salario, legislar acerca de la distribución equitativa del agua y, sobre todo, fijar la superficie máxima de suelo agrícola que pudiera poseer un solo individuo. Arriaga inició su discurso y propuesta en la tribuna con las siguientes palabras: “Mientras que pocos individuos están en posesión de inmensos e incultos terrenos, que podrían dar subsistencia para muchos millones de hombres, un pueblo numeroso, crecida mayoría de ciudadanos, gime en la más horrorosa pobreza, sin propiedad, sin hogar, sin industria ni trabajo.” [22]

La Ley Lerdo desencadenó la mayor corriente de transferencia de propiedad en la historia del México independiente hasta ese momento. Ya en 1857 se habían rematado tierras, en su mayor parte eclesiásticas, por un valor de 45 a 50 millones de pesos según datos del ministerio de Hacienda, y había surgido una pléyade de nuevos propietarios, mientras que otros habían incrementado sustancialmente la extensión y número de sus fincas; se calcula que entre unos y otros debieron ser aproximadamente nueve mil. [23]

El Estado necesitaba hacerse de recursos con urgencia porque las arcas públicas estaban vacías, y porque se vivía un clima de enfrentamiento que hacía necesario prevenirse de una casi segura reacción violenta de los conservadores, que contaban con el Ejército, y ambos con la Iglesia como aliada y proveedora. Fue por ello que se apresuró a vender bienes secularizados a quienes pudieran pagar por ellos, a precios muy por debajo de su valor real. [24]

Cuando la guerra estalló al finalizar el año de 1857, el proceso privatizador se detuvo parcialmente, porque el gobierno conservador derogó en la ciudad de México toda la legislación producida por los liberales entre 1855 y 1857, pro en realidad se trató solamente de un respiro momentáneo, porque no obstante sus precarias condiciones en el campo militar, el gobierno constitucional, instalado en el puerto de Veracruz, reemprendió pronto los procedimientos de denuncia y adquisición de bienes desamortizados y no sólo eso, procedió a redactar un conjunto de leyes llamadas de Reforma, entre las cuales se encuentra la del 7 de julio de 1859 que estableció la nacionalización de todos los bienes mueles e inmuebles de la Iglesia. [25]

Por lo que respecta a la corporación civil, durante la guerra, a las oficinas correspondientes de ambos gobiernos no cesaron de llegar  múltiples exposiciones de agravios, denuncias de despojos y exigencias de justicia, y al triunfo de Benito Juárez y su ejército de chinacos en diciembre de 1860 [26] , la situación no cambió sustancialmente, porque el campo siguió movilizado y las reclamaciones, alegatos, ocursos y representaciones continuaron llegando a las oficinas gubernamentales.

La estrategia de los integrantes de las comunidades consistió entonces en cambiar el discurso, para hacer hincapié en que estaban apelando a la vocación democrática y popular de los vencedores, y en que por tal razón pedían reconocimiento a su derecho a poseer y trabajar sus recursos como siempre lo habían hecho, y a la vez a solicitar defensa legal ante las agresiones y despojos a que los sometían los hacendados. La antigüedad fue argumento recurrente de legitimación, pero conscientes de los tiempos que corrían y de con quienes se las habían, apelaron en su defensa al principio de la igualdad natural de los hombres y al de la correspondiente igualdad política, que tan decididamente habían defendido y sostenido los vencedores en la reciente contienda. [27]

La Iglesia, única instancia de poder a la que eventualmente hubieran podido arrimarse en busca efectiva de apoyo, no se mostró dispuesta en absoluto a defenderlos porque finalmente, sus intereses estaban puestos en una alianza con los poderosos señores de la tierra que eran la mayoría de los que conformaban el bando conservador, elitista y clerical, que a su vez contaba con los caudales eclesiásticos para imponer su proyecto político. Las diferencias de clase resultaban mucho más determinantes, a la hora de buscar aliados, que el hecho de tener enfrente a un enemigo común. Por otra parte, la desamortización de las tierras comunales de los pueblos promovida por los liberales, era igualmente bien vista por los conservadores, que consideraban abierta, con su aplicación, la posibilidad de hacer grandes y jugosos negocios.

Graves acontecimientos, ésta vez los de carácter internacional, sin embargo, impidieron a la administración liberal implementar de manera firme, las medidas conducentes a llevar a cabo su proyecto agrario, porque al cabo de algo más de dos años de la reinstalación de su gobierno en la ciudad de México, y cuando en el espacio geográfico del país se estaba muy lejos aún de lograr la estabilidad y la paz necesarias para aplicar a cabalidad las medidas de gobierno que condujeran a la consolidación del nuevo modelo político, Benito Juárez y su gabinete debieron abandonar de nuevo la Capital con rumbo desconocido, porque los ejércitos de la Intervención francesa fueron ocupando prácticamente todo el territorio nacional.

El Consejo de Regencia, establecido en marzo de 1863, decretó la nulidad de todas las enajenaciones de bienes muebles e inmuebles hechas o por hacer, a las corporaciones que reconocieran al gobierno monárquico, y ordenó a quienes habían adquirido dichos bienes que los devolvieran a sus dueños con las indemnizaciones correspondientes [28] , pero como eran los franceses quienes en realidad mandaban, y sus altos mandos manifestaron desde que tuvieron conocimiento de ellas, acuerdo y afinidad con el proyecto y la legislación juaristas, cuando ocuparon la ciudad de México echaron abajo las disposiciones de la Regencia. De hecho la legislación de la Reforma nunca fue derogada por las autoridades de imperio de Maximiliano de Habsburgo, porque éste, al llegar a tomar posesión del trono en junio de 1864, también las consideró adecuadas y benéficas para el país, con gran desesperación de los conservadores, incluida la jerarquía eclesiástica, que se sintieron burlados y traicionados. [29]

Sin embargo, el llamado Imperio fue en cierto sentido un paréntesis por lo que a la aplicación de la Ley Lerdo a los bienes comunales civiles se refiere, porque a pesar de que  ésta no fue derogada, hábilmente se detuvo su aplicación a fin de estudiar, se dijo, cada queja y cada reclamación en particular con todo detenimiento, y mientras esto se hacía, se decretó que los terrenos de comunidad no podrían ser contemplados en proyectos de colonización. En diciembre de 1864 se dispuso que un visitador real visitara el país a fin de esclarecer la verdadera situación de los pueblos en sus conflictos entre sí o con los propietarios privados y las autoridades[30] , y finalmente en abril de 1865 se creó la Junta Protectora de las Clases Menesterosas dependiente del Ministerio de Gobernación, que se debería encargar de resolver problemas derivados de usurpaciones de tierras, de conflictos de límites, de la aplicación amañada o dolosa de leyes y reglamentos, de litigios sobre aguas y montes, y también de quejas de jornaleros agrícolas y trabajadores de obrajes y fábricas.[31]

Se planteó igualmente la necesidad de liberar a los llamados peones acasillados, de abolir los castigos corporales, de establecer una jornada máxima de trabajo y la obligación patronal de proporcionar escuela y atención médica en centros de trabajo tanto rurales como urbanos. [32]

En 1866 se emitieron dos leyes agrarias; la primera, de fecha 26 de junio, disponía que las tierras de común repartimiento que hubieran pasado a manos de terceros, serían devueltas a sus antiguos usufructuarios, y que quedaba a partir de ese momento estrictamente prohibido, afectar los ejidos, los propios y el fundo legal de las poblaciones. [33] La segunda ley, publicada el 16 de septiembre, establecía el derecho a obtener fundo legal para las comunidades que alcanzaran los cuatrocientos habitantes, y también ejidos, si carecían de ellos, a las que llegaran a sumar dos mil. [34]

Este cúmulo de disposiciones y medidas, obedecía fundamentalmente a la necesidad que tenían las nuevas autoridades de debilitar la resistencia chinacas atrayendo hacia sí, con el señuelo de la justicia agraria, a un sector amplísimo de la población que estaba solo en su resistencia y su empeño de ser escuchado. Necesidad de aislar al gobierno constitucional y de pacificar a un país en que los liberales contaban y se sostenían en las clases medias rurales, pero en que los campesinos hacían su propia guerra autónoma, sin ningún aliado político que tomara su bandera, aunque sólo fuera para contar con ellos como fuerzas de combate.

De cualquier manera, el esfuerzo las leyes y los logros obtenidos en las negociaciones con los comuneros rebeldes de nada sirvieron, porque la intervención extranjera terminó en derrota. A mediados de 1867 Porfirio Díaz recuperó la ciudad de México, Mariano Escobedo tomó Querétaro Maximiliano fue fusilado y Benito Juárez volvió a Palacio Nacional a derogar todas las disposiciones del Imperio. [35]

Se inició entonces la llamada etapa de la segunda independencia y también de la reconciliación nacional, expresión, esta última, cuyo significado real consistió en que, pasados los primeros años y sus necesarias tensiones y ajustes de cuentas con los más decididos cómplices mexicanos de la Intervención y del Imperio, los antiguos enemigos políticos se habrían de ir agrupando en torno a los doblemente vencedores,, no sin que se registraran conflictos de poder entre grupos cercanos a las personalidades más destacadas del bando liberal, para finalmente constituir un bloque que en el lapso de una década fue prácticamente monolítico, esto a partir de la llegada al poder del general Porfirio Díaz el año de 1877.

Un bloque de propietarios que al margen de ideologías, se habría de seguir repartiendo , ahora ya sin obstáculos derivados de amenazas internas o externas, el botín de los bienes nacionalizados a las corporaciones eclesiásticas al tiempo que se lanzaba, ya sin temores ni consideraciones de orden político, sobre las tierras comunales de los pueblos, barrios y parcialidades.

No se tienen datos precisos, sobre las transferencias de los bienes de las corporaciones civiles a manos privadas en el período que va de 1856 a 1867, pero independientemente de las cifras, a partir de la última de esas fechas, sobre los campesinos organizados de manera corporativa pesó como nunca antes la amenaza de aquella ley cuya aplicación generalizada solo había sido detenida por la compleja coyuntura política de la última década, y es un hecho que a partir de la restauración de la República se intensificaron las compras de terrenos de los pueblos y con ellas los infructuosos reclamos de éstos ante las autoridades, para pedirles que los ayudaran en su desigual enfrentamiento con las haciendas, cosa que raramente sucedió, porque los propietarios privados de tierras y las autoridades, estaban unidos en el intento de acabar con ellos y con sus tradicionales y antieconómicas, según los parámetros del pensamiento liberal y capitalista, formas de trabajo y distribución del producto. [36]

En México, las acciones enfocadas a la destrucción de las relaciones premodernas de producción a la postre no tuvieron los resultados económicos, sociales y políticos esperados, porque la ofensiva del medio siglo contra la Iglesia, la comunidad campesina y las organizaciones gremiales y corporativas de todo tipo, no fue respaldada por el campo tradicional que incluía a la mayor parte de la población, y en consecuencia no produjo un régimen democrático, representativo y popular cual era el propósito explícito y consagrado en leyes de sus promotores, sino una dictadura cuyo carácter militar es lo de menos; fue la dictadura de y para las clases propietarias, fue la dictadura de los hacendados.

Y volviendo a las acciones de los comuneros en defensa de sus intereses, además del recurso de la vía legal, cada vez más desatendido e infructuoso, los comuneros acudieron de nuevo a la insurrección violenta. Así se produjo una importante rebelión en Chiapas, en Nayarit se reinició la lucha en la sierra de Alica y se registraron movilizaciones en Querétaro, Guanajuato, Michoacán, Guerrero, Morelos, Estado de México, Hidalgo, Tlaxcala y Puebla [37] , la mayor parte muy tradicionales y hasta mesiánicas como la ocurrida en Chiapas, donde por mandato de las hipotéticas órdenes emitidas por ciertas piedras parlantes, se crucificó a un joven tzeltal que habría de proporcional a los pueblos que la protagonizaron un redentor propio [38] .aunque por otra parte, en Chalco, muy cerca de la ciudad de México, simultáneamente tuvo lugar un levantamiento armado en defensa de las tierras comunales, que terminó derrotado, como, por otra parte , todos los demás, cuyo principal cabecilla murió fusilado con el puño en alto gritando ¡Viva el socialismo! [39]

En los extremos noroeste y sureste de la geografía mexicana, los yaquis y los mayos y los mayas, por su parte, continuaron defendiendo , y lo harían por mucho tiempo todavía, sus tradicionales espacios de territorio y de autonomía, hasta ser derrotados, a la postre, como todos los demás pueblos y naciones indios.

Los liberales mexicanos de la generación de la Reforma se vieron a sí mismos y además lo fueron, nacionalistas, anticlericales, federalistas, mestizos en términos de conciencia al menos, y don Justo Sierra los consideró forjadores del México moderno. Los criollos, pensaban y decían, añoraban la época colonial, los indios, cuando eran pacíficos, defendían sus desechos y aspiraciones con argumentos del siglo XVI y cuando se soliviantaban desencadenaban arcaicas guerras de castas. Ellos en cambio representaban el futuro. Este país tenía en aquella porción de sus hijos a los grandes forjadores del progreso, la civilización y la auténtica grandeza mexicana.

Con la restauración republicana una nueva etapa histórica había empezado para México. El país ingresó a la modernidad derrotando a la Iglesia, la más poderosa, la más cohesionada, visible y representativa de las instituciones del intrincado antiguo régimen del mundo hispánico. En consecuencia la vida se secularizó y las instituciones políticas se democratizaron, pero ello no significó  gran cosa para las mayorías campesinas, y la original intención de los hombres de la Reforma, de propiciar y facilitar el acceso a una finca, una huerta o un rancho a innumerables pequeños propietarios que se convertirían por esa vía en los protagonistas de una productiva revolución económica agrícola tipo farmer, fue, como ya se dijo, un rotundo fracaso. En lugar de repartirse para hacer la felicidad y la tranquilidad de muchos, la tierra se concentró cada más y las relaciones laborales de los latifundistas se endurecieron en lugar de mejorar. La desamortización no condujo a la conversión de los comuneros en pequeños propietarios privados sino si no a su transformación en jornaleros o peones en sus propias tierras, ahora en manos de los hacendados.

El mapa del territorio mexicano había ido cambiando de fisonomía. Haciendas y ranchos fueron pintando con sus propios colores los espacios que antes pintaban los de los pueblos de indios. A fin de siglo el riesgo el riesgo planteado al inicio de este artículo se había concretado en una dolorosa realidad. Las corporaciones civiles, jurídicamente inexistentes desde 1856 seguían ahí en gran número y representaban en torno al 30% de la población total, pero sólo conservaban el 2% de la superficie de cultivo o pastoreo y el futuro se avizoraba aún más negro, como efectivamente lo fue. Cuando México celebraba su llamada segunda independencia y se aprestaba a iniciar la era de la paz y del progreso que auguraba la derrota del enemigo extranjero y la restauración del orden constitucional, para la milenaria institución campesina lo peor estaba aún por vivirse.

Los acuerdos entre propietarios privados, autoridades y ordenamientos legales, decían los comuneros de Cocula, Jalisco en un documento fechado en 1865, “...lo blanco lo vuelven negro y nos arrancan de cuajo aún la esperanza del remedio.” [40]
 

Notas
 

[1] Semo, Enrique, Historia del capitalismo en México 1521-1763, México. Editorial ERA, 1973, p.67.
 
[2] Recopilación de las leyes de los reinos de Indias, Libro VI, título III, folio 299, Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1973.
 
[3] Terán, Martha, y Norma Paez, Miguel Hidalgo:  ensayos sobre el mito y el hombre (1953-2003), México, CONACULTA INAH, 2004, p.279.
 
[4] Montalvo, Enrique, Revolts and peasant movilizations in Yucatán: Indians, peons and peasants from the cast war to the revolution en Friedrich Katz, Riot, rebelion and revolution: rural social conflict in México, Chicago/México, 1987 p.414, Manuscrito.
 
[5] Ramírez, Ignacio, México en pos de la libertad, México, Empresas Editoriales, 1949, p.86.
 
[6] Covo, Jacqueline, Las ideas de la Reforma en México, México, UNAM, 1983, p.592.
 
[7] García de León, Antonio, Las grandes tendencias de la propiedad agraria en Enrique Semo, coordinador, Historia de la cuestión agraria mexicana, México, Siglo XXI Editores/CEHAM, 1988, pp.13-85.
 
[8] AGN, Fondo Gobernación, serie Tierras, caja 2, legajo 1634.
 
[9] Dela Torre, Ernesto, Historia documental de México, México, UNAM, 1974, p.263.
 
[10] Zarco, Francisco, Crónica del Congreso Extraordinario Constituyente, 1856-1857, México,  El Colegio de México, 1957, pp.200-201.
 
[11] Matute, Alvaro, México en el siglo XIX. Fuentes e interpretaciones históricas, México, UNAM,  1972, p.151.
 
[12] Vigil, José María, La Reforma en Vicente Riva Palacio, México a través de los siglos, México, Editorial Cumbre, 1987.
 
[13] AGN, Idem, serie Tranquilidad Pública y serie Reclamaciones de Municipalidades o de Indios.
 
[14] Reina, Leticia, Las rebeliones campesinas en México (1818,1906), México, Ediciones Siglo XXI,  1980.
 
[15] AGN, Idem, Serie Tranquilidad Pública, legajo 1419, expediente 4.
 
[16] Ibidem.
 
[17] Vargas, Rea, Luis, Rebelión y Plan de los indios huastecos de Tantoyuca, 1856,  México, Editor Vargas Rea, 1956, p.19.
 
[18] AGN, Idem, serie Reclamaciones de Municipalidades o de Indios, caja 1, legajo 144.
 
[19] González Navarro, Moisés, La Reforma y el Imperio, México, Sep.Setentas, 1972, p.47.
 
[20] Carbó, Margarita, La Reforma y la Intervención, el campo en llamas en Enrique Semo Historia de la cuestión agraria mexicana,  México, Siglo XXI Editores/CEHAM, 1988, p.125.
 
[21] Zarco, Francisco, op. cit.
 
[22] Silva Herzog, Jesús, El agrarismo mexicano y la reforma agraria,  México, Fondo de Cultura Económica,  1964, pp.77-79.
 
[23] Bitar, Marcelo, La vida económica en México de 1824 a 1867, México,  Escuela Nacional de Economía de la UNAM, 1964, p.149.
 
[24] Bazaant, Jan, Los bienes de la Iglesia en México, 1856-1875, aspectos económicos y sociales de la revolución liberal, México, El Colegio de México, 1977.
 
[25] Matute, Alvaro, op. cit. p.154.
 
[26] Vigil, op. cit. p.181.
 
[27] AGN, Idem, serie Terrenos de varios dueños o poseedores, serie Reclamaciones de Municipalidades o de indios, serie Tierras.
 
[28] AGN, Idem, serie Circulares, caja 1, legajo 1753, expedientes 1 y 2, y serie Desamortización del Gobierno, legajo 1641, expediente 1.
 
[29] AGN, Idem, serie Secretaría de Justicia, Decretos, legajo 1336, expediente 3.
 
[30] De la Torre, op. cit, pp330-333, y AGN, Idem, serie Visitador Imperial de los Pueblos y Posesiones de Indios, legajo 1770.
 
[31] AGN, Indice del Ramo de la Junta Protectora de las Clases Menesterosas, 1977.
 
[32] AGN, Idem, serie Terrenos de varios dueños o poseedores, legajo 1144.
 
[33] AGN, Idem, serie Circulares, caja 2, legajo 1735, expediente 10.
 
[34] Ibidem.
 
[35] De la Torre, op. cit., pp.334-335.
 
[36] Powell, T.G., El liberalismo y el campesinado en el centro de México, México, Sep.Setentas,  1974, p.127.
 
[37] Reina, Leticia, op.cit., pp.45-47.
 
[38] García de León, Porfirio, Resistencia y Utopía, México, Editorial ERA, 1895,  p.90.
 
[39] Anaya Pérez, Marco Antonio, Rebelión y Revolución en Chalco Amecameca, Estado de México, 1821, 1921, México, INERM-Universidad Autónoma de Chapingo,  1997.
 
[40]AGN, Idem, serie Terrenos de varios dueños o poseedores, caja 1, legajo1144.

 
 
© Copyright Margarita Carbó Darnaculleta, 2006
© Copyright Scripta Nova, 2006


Ficha bibliográfica:
 
CARBÓ, M. De la República de Indios a la corporación civil. Vivir bajo permanente amenaza. Scripta Nova. Revista electrónica de geografía y ciencias sociales.  Barcelona: Universidad de Barcelona, 1 de agosto de 2006, vol. X, núm. 218 (73). <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-218-73.htm> [ISSN: 1138-9788]