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Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. 
ISSN: 1138-9788. 
Depósito Legal: B. 21.741-98 
Vol. X, núm. 218 (87), 1 de agosto de 2006 

MEDIOS DE TRANSPORTE, MOVILIDAD Y CAMBIO URBANO.
REFLEXIONES DESDE LA PINTURA (1900-1939)

José Costa Mas
Departamento de Geografía Humana
Universidad de Alicante


Medios de transporte, movilidad y cambio urbano (1900-1939). Reflexiones desde la pintura. (Resumen)

A través del repertorio iconográfico legado por el arte de la pintura, desde el impresionismo y las primeras vanguardias a la llamada “vuelta al orden”, y con un enfoque transversal afín a la geografía humanística y perceptual se estudia las diferentes percepciones que los pintores, como verdaderos cronistas, nos transmiten de las múltiples facetas que la modernidad asumió en el marco de las capitales y metrópolis del occidente europeo. Tres son los planos interactivos de la reflexión: los medios de transporte urbano y su notorio progreso, coetáneo de las primeras revoluciones industriales; sus implicaciones en el campo de la movilidad y accesibilidad intraurbanas; y finalmente, las repercusiones de ambos sobre la estructura funcional y social, y la morfología de las ciudades.

Palabras clave: Medios de transporte urbano, movilidad, espacio público, ciudad europea, pintura artística, geografía humanística.



 

Means of transportation, mobility and urban change (1900-1939). Reflections from the painting. (Abstract)

Through the iconographic repertory handed down by the painting from the first vanguards  and the New Objectivity, applying one transversal point of view  related to the Humanistic Geography and to the Perceptual Geography we study the different perceptions that the painters, like real feature writers, giving us the multiplies aspects  that the modernity assumed  in the framework  of the big cities and European west. Three interactive plans of reflection: means of transportation and his noticeable progress, contemporary of the second industrial revolution; his consequences in the  mobility and urban accessibility; and finally, their impact in the functional and social structure, and the city morphology.

Keywords Urban means of transportation, mobility, public space, European city, artistic painting, humanistic geography.



El siglo XX se levanta en buena medida sobre el triunfo de la tecnología, que es también la expansión del conocimiento. El progreso tecnológico tiene un impacto inmediato en el territorio, singularmente sobre el espacio urbano y asimismo transforma la conducta y la experiencia cotidianas, el cómo se vive la ciudad y la manera de percibirla.

En los albores de la centuria la modernidad va de la mano del maquinismo y de la gran ciudad. Los avances técnicos son muy considerables,  casi frenéticos, y tendrán una amplia repercusión sobre la cultura y las manifestaciones artísticas. Las innovaciones tecnológicas revolucionaron los transportes y cambiaron las sensibilidades y la manera de ver la realidad.

Durante el primer tercio del siglo XX y de forma prioritaria en el marco de la gran ciudad del occidente industrializado una tripleta de innovaciones conmociona el mundo del transporte urbano: a la revolución tecnológica –que luego referimos- se suman las mejoras introducidas en su gestión y organización. Las redes de transportes, consideradas como servicios colectivos, sobre todo en Europa, se amplían  e integran los diferentes medios, aumenta la frecuencia y la velocidad y, como corolario, el costo disminuye y el transporte se populariza. La movilidad  ciudadana, por consiguiente, da un importante salto cualitativo y cuantitativo (Miralles, 1997: 107-115).

Como expuse en otra ocasión “la Geografía tiende puentes hacia la Historia del Arte principalmente a través de una corriente o enfoque epistemológico conocido como Geografía Humanística que, conectado con la fenomenología, relanza o enfatiza los conceptos de paisaje, de lugar, de territorialidad, de imagen e identidad, de vivencia y sentimiento de los lugares…El concepto de imagen no parte de un reflejo mecánico de la realidad, sino de las experiencias personales, los valores culturales, los juicios estéticos y, en suma, de imaginación. De ahí la utilización de métodos y técnicas de carácter cualitativo y globalizador y el recurso a fuentes asimismo cualitativas”. Para el enfoque humanístico “los paisajes captados y representados con sensibilidad e inteligencia por los artistas, su percepción sensorial del espacio urbano y su preferencia o valoración respecto a los lugares y paisajes constituyen una importante fuente para el conocimiento de la imagen colectiva que en cada momento se ha tenido de la escena urbana y de los vínculos que unen a los ciudadanos con los lugares sentidos y vividos” (Costa, 20003: 259-276).

Esta es la filosofía que subyace en el presente empeño de establecer puentes entre el arte y los espacios de la movilidad en el ámbito de las grandes ciudades europeas (París, Berlín, Milán…) durante las primeras décadas de la pasada centuria.

A continuación se exponen los contenidos  en cinco apartados. El primero analiza el imaginario plástico que toma como motivo los diferentes medios de transporte urbano. En el segundo comentamos unas imágenes significativas de la “gran ciudad”  como espacio complejo y condensador de la modernidad. Los dos siguientes versan sobre las áreas urbanas centrales, enfatizando en un caso el uso y valoración de los espacios públicos abiertos en relación con la movilidad, y en el otro, la cuestión de la centralidad funcional y los desplazamientos centrípetos de la población. Por último, se calibra la expansión e intensificación de las áreas suburbanas en función de sus requerimientos en materia de transporte.

Todo ello, siempre bajo la mirada de aquellos artistas que, con su sensibilidad, inteligencia y experiencia de la vida, supieron legarnos una doble fuente, de información y de sensaciones, que constituye un preliminar muy valioso para acceder al conocimiento global de los fenómenos espaciales.

La historiografía del arte agrupa las principales manifestaciones plásticas de la época en tres amplios movimientos: el futurismo, el expresionismo y la Nueva Objetividad.

El talante con que los futuristas abordan la realidad es el de una extrema fascinación por la tecnología, el progreso y la urbe moderna, en ocasiones no exenta de ingenuidad. Configuraron por ello una estética maquinista, donde el automóvil, encarnación de la velocidad, y la metrópoli industrial, plena de dinamismo, fueron los asuntos más relevantes. Los expresionistas, por el contrario, aunque no exentos de ambivalencias (atracción e impulsión, a la vez), a menudo se mostraron ácidamente críticos respecto a la trilogía técnica-industria-gran ciudad. Especialmente esta última es rechazada por su condición de condensadora de conflictos y por su carácter deshumanizador. Con todo, ambos ismos tuvieron una meta común, la creencia de que el arte podía contribuir a la renovación del hombre y de la sociedad. Por último, la llamada Nueva Objetividad se enmarca en la “vuelta al orden” o nuevos realismos que surgen tras el agotamiento de las vanguardias. Tuvo gran predicamento en la Alemania de entreguerras, tendiendo a  ciertas dosis de pesimismo y de espíritu crítico.


Los transportes urbanos en la mirada de los pintores

A partir de los años  ochenta del siglo XIX el mundo occidental asiste a una segunda revolución de los transportes. La movilidad urbana,  acrecentada por la disociación  progresiva entre los ciudadanos y sus espacios de trabajo, fue la beneficiaria principal del desarrollo de la tracción eléctrica aplicada a la construcción de tranvías y del metro. Los motores eléctricos permitieron la multiplicación de las redes de transporte colectivo y, consiguientemente, la expansión de periferias urbanas cada vez más densas.

La nueva forma de energía mecánica benefició asimismo a los trenes en aspectos múltiples como la adquisición de mayor velocidad, el acrecentamiento de la capacidad de carga y la superación de rampas y desniveles. La electrificación de las líneas férreas progresó notablemente en las décadas de 1910 y 1920. La tracción térmica conoció un fuerte impulso en la década siguiente, cuando los motores de explosión son adaptados a la locomotora y  otros medios de circulación.

El motor de explosión es asimismo la innovación mecánica que posibilita el despegue del transporte individual y, con ello, una mayor libertad a la hora de elegir la localización de la vivienda. Desde que Ford comenzara su producción en masa (Detroit, segunda década del siglo XX) el automóvil devino el símbolo de la organización científica del trabajo y de la modernización industrial. Alemania e Italia fueron pioneras en la construcción de autovías durante los años 1920 y 1930, más por entonces la tasa de motorización en Europa era sensiblemente menor que la norteamericana.

Otros medios de transporte participan  de esa revolución técnica. Los buques sustituyen sus máquinas de vapor por la motorización diesel, lo que permite multiplicar su capacidad de carga y, con ello, un descenso notable de los costes de transporte. Por último, este período conoce la invención del aeroplano, si bien el transporte aéreo tendrá una difusión restringida hasta el advenimiento en los años 1960 del motor a reacción. No se consideran en el presente estudio, centrado en los medios de transporte urbanos que son, por antonomasia, los terrestres. Con todo, se harán algunas alusiones al transporte por vía del agua continental (río, canal) y a la aviación como motivo pictórico.

El ferrocarril

 El tren, que ya fuera objeto de constante atención en la pintura del siglo XIX (Dethier, 1994; Litvack, 1991), continúa formando parte de la iconografía pictórica de las vanguardias y del arte de entreguerras. Es en la corriente futurista, por supuesto, donde adquiere categoría de objeto de culto y admiración, como tantas veces sucediera en el arte decimonónico. Pero hay respecto a éste  una diferencia categórica en cuanto a contenido: los futuristas se desentienden de la fisicidad de la máquina para glorificar la velocidad.

Dentro del futurismo encontramos dos maneras de acercamiento al tema. La primera centra la atención en el tren en marcha, como exponente máximo de la velocidad. En la segunda el motivo primordial es la estación y los elementos que conforman su ambiente (locomotoras, viajeros…).

El principal representante de la opción  primera es G. Severino. “Trenes de suburbio llegando a París”, “Tren blindado en acción” y “El tren de los heridos”, pintados en 1915, son buenas muestras de su quehacer. La aceleración como experiencia visual, la sucesión rápida y la superposición diluyen el paisaje, y el artista despliega todo un repertorio de formas propias del simultaneísmo y la reconstrucción cubista. Mallados de líneas de fuerza marcan los cambios direccionales y expresan la cualidad cinética.

“El romanticismo de la vida moderna se expresa en la nostalgia de las estaciones, de las llegadas y de las partidas”, dijo De Chirico. Y.-M. Charbonnier (1991:24) añade: “Ses gares sont des lieux de silence et de solitude, sous la présence menaçante del horloges”. Prueba de ello es su conocida obra “Estación de Montparnasse. La melancolía de la partida” (1914) o bien “La alegría del regreso” (1915). En la primera, el helado quietismo de la mole arquitectónica de corte clasicista entra en simbiosis con el reloj sobre pedestal de ladrillos y con la humeante y ya muy lejana locomotora. En la segunda, la silueta negra del tren que acaba de entrar en la ciudad aparece en el centro de las fachadas grisáceas. En medio de la insólita y contradictoria tensión entre el mundo clásico y la contemporaneidad, la pintura metafísica De Chirico nos remite a la percepción de la realidad que se oculta bajo la apariencia superficial de las cosas; en suma, a los estados del alma.

Carlo Carrà capta en “La estación de Milán” (1911) la multiplicidad de percepciones simultáneas y amalgama de forma dinámica muchos motivos con ingredientes futuristas. Pero la aportación pictórica más importante a este tema es la de Humberto Boccioni.

La estación ferroviaria sirvió de excusa a Boccioni para conseguir un ambiente emocional mediante sensaciones dinámicas. Se trata de una serie de tres cuadros titulada “Estados de ánimo” (1911), con vínculos narrativos y temporales entre ellos. El subtitulado “Las despedidas” constituye el núcleo inicial. La escena es una estación atestada de potentes locomotoras en tránsito y de bullicioso gentío. Las máquinas del tren  parecen expandir su dinamismo por el espacio circundante, ocupado por parejas que se abrazan. Las formas y los colores vibrantes intentan traducir el movimiento interior: “a la componente sentimental del ferrocarril que parte –el viaje como alejamiento-, se yuxtapone la puramente sensorial del viaje como movimiento o velocidad” (Aracil y Rodríguez. 1998, p. 160-161). En “Los que se van” las pinceladas oblicuas sugieren las prisas, el tren en marcha, los flashes de las señales y las luces de los vagones, mientras que la mirada fugaz, en veloz desplazamiento, segmenta y entremezcla figuras y paisaje. Por el contrario, las resonancias dechiricianas son patentes en “Los que se quedan”, donde la verticalidad de los trazos se asocia a la melancolía. Un recurso formal que Marcel Duchamp repite en “Joven triste en un tren” (1911), donde la verticales paralelas sugieren las posiciones sucesivas del doble desplazamiento, humano y máquina (Charbonier, 1991:18-19).

El arte germánico del primer tercio del siglo XX ha sido prolífico en la representación del tren, si bien por lo que respecta a la simbiosis tren-ciudad conocemos pocas obras de interés que contextualicen la máquina en el marco urbano.

Es más usual la figura del tren asociada a un paisaje campestre o natural, en visión más o menos panorámica, como en “De noche a través de Europa” (1926), de E. Schiele, y en “Tren”(1926), de Ernest Thoms. O en todo caso, el tren que se dirige a un núcleo habitado, todavía lejano, como en el óleo de Kandinsky “Tren a Murnau”(1909).

Quizá la excepción más conocida a esa regla sea un pintor berlinés, de la Nueva Objetividad, Hans Baluschek, hijo de un ingeniero de ferrocarriles, que volcó su obra hacia motivos urbanos e industriales. Fue uno de los pioneros en descubrir la “belleza positiva” de la tecnología. Una y otra vez pinta trenes, estaciones, factorías, puentes, presas… con un estilo realista que tiene que ver con la Nueva Objetividad, aunque con cierta impronta del impresionismo francés. Buena muestra de ello es su “Bahnhofshalle”(1929), imagen de un diáfano vestíbulo de estación, cubierto con la clásica marquesina de hierro y vidrio, en cuya humeante atmósfera locomotoras y vagones ciñen un andén repleto de personas. Es un “espacio tecnológico” en el que los hombres coexisten en reconciliación con la máquina (Michalski, 2003: 45,49).

El tranvía

Los tranvías, por entonces el  medio más usual de transporte colectivo en las ciudades, fueron un motivo recurrente en la iconografía plástica de las primeras vanguardias. En el lienzo “Fuerzas de una calle” (1911), Humberto Boccioni sitúa como núcleo central de la pintura el tranvía, pleno de energía, hacia el cual convergen haces de luces y sombras que se interpenetran con los edificios y figuras humanas produciendo efectos de dinamismo. El tema a destacar es la velocidad mecánica, que organiza el espacio. Carlo Carrà se muestra más contenido en “Lo que me dijo un tranvía” (1910), pero la disolución de los contornos y la descomposición de formas favorece la sensación de movimiento.

Los artistas germánicos también representan a menudo este motivo, tan característico de la civilización mecánica y urbana. En sus obras los tranvías aparecen como un elemento más o menos secundario enmarcado por el tema prioritario que es la escena urbana.

Exponentes de ello son dos óleos pintados en los años treinta: una plaza de Munich, de W. Heisse, casi repleta de tranvías de dos cuerpos, y una vista de H. Kralick sobre un cruce de calles casi vacío donde el tranvía es el único elemento de transporte (Michalski, 2003: 128,176). Son representaciones realistas, “objetivas”, que nada tienen que ver con “El tranvía” (1919) pintado por Otto Dix, quien al contrario de los futuristas, lo muestra pesado e inerte, con estética entre el cómic y la caricatura (el conductor semeja un mono de juguete mecánico). Una broma aparentemente plácida, pero tras la cual es difícil no suponer la reprobación paródica de los fervores futuristas.

El metropolitano o tren subterráneo

La separación de tránsitos a diferentes niveles fue una innovación técnica que, adoptada en el siglo XIX, cobra fuerza en la ciudad del XX. La incorporación del metro ofreció una nueva oportunidad a las ciudades para rebajar la congestión de las vías públicas de superficie. Era un paso de gigante en la racionalización del tráfico.

La primera línea de ferrocarril metropolitano, subterráneo, se abre en Londres en 1863 –el metropolitan railway- y posteriormente, este sistema de transporte, que convenía singularmente a la ciudad por no interferir con el tráfico callejero, fue implantado en París y otras ciudades de occidente finalizando el siglo, cuando el metro ya se  beneficiaba de la electrificación.

El subsuelo suele escapar a la atención de artista, pero dentro de la corriente futurista se encuentran interesantes excepciones. En 1900 se inaugura el primer metro de París, la línea tendida entre Montmatre y Montparnasse (precisamente dos focos de la bohemia artística de las vanguardias; Joan Miró recordaba haber sido usuario recurrente). Es la protagonista de un inspirado cuadro del futurista  G. Severino, “Le Nord-Sud” (1912). El artista simultanea imágenes del plano topológico, visibles al exterior del vagón (rótulos y señales indicadoras), con figuras de viajeros. Nos recuerda que en el metro el sentido de la vista es el más socorrido. Prima la mirada, el otro, la alteridad. La representación es, además instantaneísta: las sensaciones ópticas (sortie, Louvre, Pigalle, St. Lazare…) corresponden a diferentes espacios y tiempos del recorrido, pero, éstos son amalgamados en la fragmentada composición como si de una fotografía instantánea se tratase, a modo de una sorprendente transposición de un mapa cognitivo o mental del espacio urbano.

Otro conocido futurista, representante de la segunda generación, Fortunato Depero se trasladó a Estados Unidos y trabajó entre 1928 y 1930 en Nueva York. Rendido ante su vitalidad, las creaciones de Depero remiten al complejo tecnomaquinista de la gran urbe y a la efervescencia de su modo de vida. El metro neoyorquino es una referencia muy usual en sus obras. En sus paisajes de un Manhattan dominado por los rascacielos y la movilidad de superficie, Depero abre el subsuelo para mostrar los túneles y vagones del metro, pletóricos de gente. En “Subway, folla ai tren sotterranei”(1930) la intrincada red de túneles y la multitud de usuarios que pulula por sus entrañas constituyen el único asunto. En los vagones abigarrados la individualidad se diluye en una masa móvil y eventual. Depero la describe con figuras que recuerdan las de los ballets mecánicos y las marionetas. Marc Augé define el metro como una colectividad sin festejos y la soledad sin aislamiento.

La construcción de redes de metro constituyó un paso de gigante en la  racionalización del tráfico urbano. La segregación de tráficos a niveles distintos de circulación se vislumbra como la panacea, y de ello se hicieron eco los arquitectos futuristas como A. Sant’Elia o V. Marchi que en sus diseños premonitorios conciben ciudades megaestructurales, con inmuebles grandiosos atravesados e interconectados por túneles, autovías elevadas y pasos exclusivos para peatones. Es la visión  profética y revolucionaria de un urbanismo vertical que, a diferencia del rascacielos norteamericano aislado, propone una conectividad orgánica y una estructura global.

El automóvil

La presencia icónica del automóvil en el arte irrumpe con fuerza de la mano de los futuristas, para quienes posee una gran carga simbólica como emblema de la modernidad. Ya  el primer Manifiesto Futurista (Marinetti, 1907) sacraliza la estética de la velocidad a él asociada: “Un coche de carreras… un automóvil que ruge, que parece correr sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia”. El futurismo, pues, sentará las bases para que la inserción del auto en el imaginario colectivo del siglo XX llegase a ser tan potente y concienzuda como la del ferrocarril en el siglo XIX.

Tanto Luigi Russolo (“Dinamismo, automóvil”, 1912) como Giacomo Balla (“Coche de carrera, estudio de velocidad”, 1913) hallaron en el automóvil un formidable motivo para la creación artística. A la novedad mecánica convenía la innovación pictórica, con empleo de recursos expresivos como vectores, dardos, paralelas repetidas que atraviesan la atmósfera… y todo entra en vibración, como “purs signes de l’epifania de l’energia en moviment” (Lista, 1994: 76). El tema no es tanto el auto como la velocidad. Es premonitorio: como si anunciara la derrota de la fricción de la distancia, esa variable tan geográfica.

Canal y río, avión.

El británico Christofer Nevinson pinta “El camino de sirga en Camden Town, de noche” (h.1912). Con la excusa de un idilio en medio de la bruma, la escena aparece dominada por una enorme factoría instalada a orillas del canal navegable (de ahí su camino de sirga), que es su vía de servicio. La pareja de enamorados remite a la nostalgia de una pérdida irreparable, al estilo de Turner: el mundo rural ha cedido ante la invasora industria.

Un significativo exponente del papel desempeñado en la ciudad industrial de esta época por el transporte fluvial se halla en “La pasarela de hierro” (1922), donde Max Beckmann muestra un tramo de un canal o quizá del propio río Maine a su paso por Frankfurt. La ciudad, en segundo plano, muestra un skyline dominado por la torre-campanario de la catedral y por la chimenea industrial. Bajo la pasarela discurre una gran  barcaza, movida a vapor y sobre el muelle se amontonan unas pirámides de materiales que una gigante grúa metálica trajina desde/hacia la barca varada a la orilla, mientras un carro, de tracción animal, permanece a la espera. El tema de la ruptura de carga, con la interface agua-tierra, está  patentizada con todo detalle.

Aunque el avión, otra innovación del período, es un medio de conexión interurbana, ajeno pues al tema del tráfico urbano, mencionaremos un episodio del “segundo futurismo”, vinculado por cierto al fascismo italiano, que fue la aeropittura, cuyo manifiesto data de 1929. La aeronáutica, exponente cumbre del progreso técnico en materia de transportes, inspiró a pintores como Ambrosi y Crali, los cuales celebraron los alardes de la aviación con una visión renovada que, enraizada en la estética de la velocidad, permitía un enfoque cosmogónico, globalizador, del hecho urbano y  del paisajístico en general.


La gran ciudad, Medios de transporte y crecimiento urbano

La ciudad, nacida frente a los nómadas como paradigma de la sedentarización, se llena ahora de incesante movimiento. Los artistas de la época, fascinados por su nueva esencia, la incorporan como sujeto crucial de sus obras, intentando captarla en toda su riqueza polisémica.

Desde los albores del siglo XX en Berlín se apuesta por la Gross-Stadt, la “gran ciudad”, expresión que dará nombre a un nuevo concepto de ciudad. Ésta deviene un sistema productivo cuya organización racional debe inspirarse en la taylorización  fabril. En este contexto, como bien dice Carme Miralles (1997: 102 y ss.), las infraestructuras y los transportes pasan a ser instrumentos del desarrollo económico y se consideran servicios colectivos a insertar en una red integrada.

Las innovaciones ya descritas que se suceden en materia de medios de transporte (cuya adopción se explica por el crecimiento urbano, más  que a la inversa), favorecen la movilidad mecánica. Ésta gana en ubicuidad, en frecuencia y, sobre todo, en baratura, con lo cual se extiende a la población trabajadora. Como las líneas de transporte se alargan, pero su estructura es básicamente radial, el conjunto de factores antedicho inducen un doble proceso: de centralidad funcional (red convergente hacia el centro) y de suburbanización (más dilatada y más densa que en la etapa anterior).

La amplitud de los cambios suscitados por la segunda revolución  industrial sobre la ciudad, sorprendió a los artistas contemporáneos. Algunos muestran signos de confusión y de rechazo; otros loan las imágenes de la modernidad. Es el doble rostro de la ciudad, Jano bifronte, cara y cruz del “progreso”. Sobre la faz oscura se lanzan “gritos amargos”, en expresión de H. Capel (2001), mientras que la otra cara es enaltecida como producto de la civilización, factor de progreso económico y de calidad de vida, y centro de creatividad e innovación.

Desde la perspectiva del arte, L. Gervereau (1994: 68) resume así la citada  antinomía: “De la ciutat-esperança a la ciutat-malefici s’esbossa un llenguatge que perdurarà i que expressa, d’una banda, la perspectiva de la velocitat, de la tecnología, de la llibertat, i de l’altra, l’aillanemt dels individus, la seua servitut, la pol.lució.”

El contraste de pareceres sobre la ciudad opone, en clara antinomia, la visión exultante y sacralizadora de los futuristas, que ven en la gran ciudad la síntesis del progreso técnico y de la modernidad, y de otro lado, las posturas de expresionistas, dadaístas y parte de los veristas y realistas de entreguerras, que oscilan entre una dubitativa ambigüedad y el cuestionamiento más radical.

Entre las obras que transmiten una valoración, positiva o negativa, de la metrópoli en su conjunto, como entidad global, figuran el lugar eminente una de Boccioni y algunas de Grosz. “La ciudad se levanta” (1910-1911), de Umberto Boccioni, encarna para todos los expertos en la materia, una loa apoteósica a la gran ciudad, que emerge pujante, como “nuevo altar de la vida moderna, vibrante y dinámico”, en palabras del propio pintor. El simbolismo es bien evidente: los caballos alados, encabritados y llenos de energía, transmiten la sensación de potencia inherente a la condición metropolitana. Aparecen  rodeados de edificios en construcción –“la ciudad se levanta”- y de chimeneas, postes de telégrafos y tranvías entre los que transita la gente. El cuadro, que viajó por media Europa, devino el paradigma del futurismo.

El dadaísta Paul Citroën resume esa ambigüedad en el célebre montaje fotográfico “Metrópolis” (1923). La escena abigarrada amalgama arquitecturas histórico-patrimoniales con modernos rascacielos y con fábricas y gasómetros, sin olvidar las infraestructuras de comunicación como viaductos, puentes y túneles. La totalidad del espacio es artificio, sin horizonte, ni cielo, ni naturaleza.

El horror vacui del artista remite directamente a concentración y acumulación. La interpretación es, con todo, dual. ¿Una loa  a la riqueza y complejidad de la metrópoli? o por el contrario ¿un laberinto congestionado, sofocante e inhumano?  El incoherente puzzle de piezas urbanas expresa bullicio y desorden a la vez.

A menudo, los artistas han volcado esa percepción bifronte sobre el hecho metropolitano y sus componentes, entre los que se incluye el maquinismo y los transportes. El mayor contraste de pareceres, como se ha venido exponiendo, se registra entre el futurismo, decidido exégeta del progreso y de la gran ciudad, y el expresionismo y una parte de la “vuelta al orden” de entreguerras, que sostiene una postura crítica o  al menos ambivalente.


Las áreas urbanas centrales (I). Movilidad y espacio público

Las representaciones plásticas de la metrópoli correspondientes a las vanguardias y a la Nueva Objetividad evidencian el proceso de transformación que experimentan los espacios públicos abiertos durante las primeras décadas del siglo XX en su doble condición de colectores del tráfico rodado y de la movilidad peatonal.

A comienzos de la centuria esos espacios aún “funcionaban considerablemente bien, con las dimensiones y los objetivos para los que habían sido realizados, porque en ellos la cantidad total de móviles y su velocidad media estaban dentro de unos límites que hacían posible emplear el espacio público de una manera plural” (García Espuche. 1999: 16). Quizá no fuera tan “ideal”, ni generalizable en la doble dimensión espacio-tiempo (tipos de calles, hora del día…), pero lo cierto es que esa situación de partida, donde prima la compatibilidad de usos en los espacios abiertos, es efectivamente percibida y reflejada por diversos pintores.

En este sentido, Ernest L. Kirchner privilegia en su pintura urbana las escenas en que los ciudadanos son peatones que recorren pausadamente las calles y gozan del ritual del paseo y de mirar los escaparates (como acontece de manera recurrente en la serie que pintara A. Macke sobre las “tiendas”). Es lo que se desprende, sobre todo de sus “Paisajes urbanos” pintados en Dresde, donde todavía baña de armonía la escena urbana y “funde en una unidad a los hombres, las calles y las fachadas de las casas” en opinión de D. Elger, para quien durante la posterior estancia del artista en Berlín,  las personas de sus cuadros se aíslan del entorno arquitectónico y la megaciudad  parece “una entidad irreal, amenazante, inhumana” (Elger, 1988: 34-38). El mejor cuadro exponente de esta segunda visión es, a mi entender, su “Puente sobre el Rhin” (1914), donde el colosalismo, exagerado, de la estructura metálica empequeñece y aplasta a los transeúntes.

El lienzo del alemán R. Gessner “París de noche” (1927-1928) muestra una gran plaza  que aparece envuelta por una atmósfera teatral, extrañamente iluminada por luces de farolas. (Michalski, 2003: 131-132). Lo que más nos interesa de la escena es la apropiación del espacio público por  unas gentes (por su atavío, de clase media y acomodada) que se emplazan y dialogan o que tranquilamente se encaminan a las terrazas, cafés o restaurantes. Semiocultos entre el gentío apenas se entrevén algunos automóviles, el medio de transporte que conviene a la burguesía y a la noche.

A partir de la segunda década del siglo XX la intensificación del tráfico urbano provoca que en las ciudades mayores, singularmente en sus áreas centrales, las calles y las plazas comiencen a ser destinadas de forma preeminente a la movilidad, con el resultado de una  pérdida de sustancia del espacio público abierto    que sufre una erosión continua de sus características tradicionales en cuanto a pluralidad de usos y a lugar para la sociabilidad.

La polarización y el progreso de las funciones centrales va acompañada de un incremento de los desplazamientos cotidianos de signo centrípeto, entre ellos las que conectan residencia con el lugar de trabajo.

La necesidad de desplazarse hacia y por el centro urbano para realizar actividades obligadas y cotidianas fue facilitada  por las nuevas tecnologías y organización del transporte de forma que la clase trabajadora fue incluida masivamente en los movimientos pendulares residencia-lugar de trabajo (Miralles, 1977: 114). En este contexto, la coincidencia de un espacio–encrucijada con un tiempo–hora punta de la movilidad obligada era una situación tendente a provocar graves problemas en la circulación urbana. Es el tema de “Stiglmaierplatz en Munich” (1935), un óleo de W. Heise. Se trata de una ciudad dinámica, a mediados de los treinta, es decir, con zonificación de usos, suburbanización y transportes desarrollados en buena medida. El escenario: un nudo vital del centro, gran plaza y convergencia radical de calles. El momento: deduzco una tarde invernal, ya anochecido, a la hora del regreso acabada la jornada laboral. Circulaciones de todo tipo se despliegan por el espacio público. Peatones en las aceras y, sobre todo, una profusión variopinta de medios entre los que hay tranvías, algún autobús, automóviles, coches de caballos, motos y bicicletas. Apenas se entrevé la calzada. En una esquina un trailer de gran longitud, que aparece atravesado sobre unas líneas de tranvía, ha provocado un tremendo atasco. La sensación es de caos y agobio.

En  “La plaza de Pigalle” (1932), del Museo Carnavalet de París, el pintor Lucien Lièvre organizia el espacio escénico movido por dos motivos, el paisaje arquitectónico (con el Sacre Coeur de fondo) y la plaza que da título al cuadro, y lo que de ella le obsesiona es el tema de la movilidad. Dos largos andenes estructuran la calzada que acoge los medios de locomoción mecánica, en función de los cuales se disponen, esperan o se mueven, las personas.

Muy similar es el planteamiento de E. L. Kirchner cuando pinta “La Puerta de Brandemburgo” (1929). Tanto el monumento doricista, hito fijo en los mapas cognitivos de Berlín, como los jardines laterales semejan elementos accesorios del motivo central que es, de nuevo, el tráfico motorizado que discurre sobre un triple eje, tres calzadas convergentes hacia el gran nudo de conectividad que es la propia puerta . El pintor atiende a diversos detalles de la organización del  “espacio-ruta”: la señal y el guardia de tráfico y las islas de peatones.

Como no podía ser de otra forma, las pinturas que son referentes de la exacerbación de la movilidad tienen casi siempre una referencia coincidente: la escena se sitúa en una plaza, que suele ser un centro neurálgico, funcional y conectivo, de la respectiva ciudad.

 Si en Berlín es la Puerta de Brandenburgo, en Londres es “Picadilly Circus” (1912), título del óleo de Charles Ginner que es bien expresivo de la conversión de la calle en vial y del peatón en viandante. En la isleta central, completamente sitiada por los automóviles y autobuses de dos pisos que protagonizan la escena, aparece una florista ambulante, como  último reducto de la tradicional prurifuncionalidad del espacio público.

Es en la corriente futurista donde encontramos las expresiones más acabadas del binomio que se establece entre hipermovilidad mecánica y erosión del espacio público. Buena muestra de ello es el lienzo “Plaza del Duomo” (1910) de Carlo Carrà, donde un amasijo de tranvías y multitudes en plena efervescencia atiborra por completo el ágora milanesa reconvertida de lugar para la sociabilidad a espacio de flujos.


Las áreas urbanas centrales (II). Aspectos de la centralidad funcional

Inmersos en el contexto de cambio que impulsa la segunda revolución industrial, los espacios centrales de la gran ciudad, inusualmente identificados con los límites de la misma e inclusivos de funciones variadas (residencia, industria y comercio) experimentaron transformaciones muy sustanciales durante las primeras décadas del siglo XX.

La inmutable estructura radial de las redes de transporte comportó un fuerte crecimiento de la accesibilidad al centro, lo que unido al desarrollo económico de las ciudades, indujo una selección de usos del suelo y por consiguiente, una mayor terciarización  y una ganancia notable de centralidad funcional. Los centros devienen imanes de intensos flujos centrípetos: la población, en desplazamientos  pendulares u ocasionales, acudía al centro para trabajar y hacer uso de la oferta de comercios, servicios y ocio. Como resultado, cobra carta de naturaleza en las áreas centrales  la agobiante irrupción de las multitudes.

Los mensajes icónicos de muchos artistas otorgan preponderancia a escenas urbanas donde muchedumbres abigarradas ocupan los espacios públicos en unos centros dotados de monumentalidad y, sobre todo, de un equipamiento servicial y comercial importante. A menudo, incluyen la representación de los medios de transporte que en buena medida hacen factible esas concentraciones.

En “Metrópolis” (1916-1917), de la Thyssen-Bornemisza, George Grosz tiñe de tonalidades intensas de rojo el escenario nocturno de la “gran ciudad” bañada por la luz eléctrica. La referencia es el Spittelmarkt berlinés. Una arquitectura emblemática, decimonónica, preside una encrucijada de calles absolutamente congestionada por el gentío, de modo tal que la concentración humana parece desbordar el soporte urbano y aún el propio lienzo. La centralidad funcional  del lugar es bien patente por la profusión de rótulos, que publicitan marcas emblemáticas y que anuncian lal presencia del terciario servicial en referencia concretamente a hotel, cafés, pasaje comercial, etc. Por supuesto, no faltan los medios de transporte, desde el tranvía a los carruajes de caballos. Nuestro escritor Francisco Ayala, centenario en este 2006, homenajeaba en la prensa de 1997 el cuadro de Grosz significándolo como “mito de la gran ciudad deshumanizada” y expresión de “un espíritu idealista enfrentado a una realidad insoportable”. Y es que en Grosz hay una percepción pesimista de la vida urbana. Por añadidura, lo pintó durante la hecatombe terrible de la I Guerra Mundial. Al año siguiente repetiría la visión dantesca de la ciudad en su “Dedicatoria a Oskar Panizza”, donde una muchedumbre grotesca acompaña a un funeral a modo de versión moderna de la medieval danza de la muerte y  compendio de las patologías urbanas. En este discurso pesimista se inscribe el tríptico de Otto Dix “La gran ciudad” (1927-1928), estigmatizada aquí como antiparaíso, un mero espejismo de felicidad que esconde detrás de la fachada el vacío y la miseria del desengaño. Es la jungla urbana, cara y cruz del progreso.

“Escena de calle en Berlín” (1921), de N. Braun, muestra una calle muy animada, donde las fachadas de los edificios laterales aparecen abiertas, sin pared frontal, para mostrar la oferta de actividades, comerciales y de servicios, que tiene su  correlato en el gentío que deambula por aceras y calzada, entre un tranvía, un autobús y un coche de caballos. En este caso el  pintor ha percibido y nos transmite la condición de centralidad funcional del espacio y la coexistencia aún no problemática entre tráfico rodado y peatones.

Dos epígonos de las ideas futuristas pintaron en ciudades de rango no metropolitano escenas emparentadas con el tema en cuestión. El británico Stanley  Cusiter en “Lo que se siente al cruzar la calle, West End, Edimburgo” (1913), recurre a la fragmentación y multiplicidad de planos para expresar el nerviosismo y la agitación que acompañan a la profusión de viandantes y de medios de locomoción mecánicos en los espacios abiertos. La presencia de un reloj público, bien visible, parece remitir a los ritmos apresurados de la vida moderna. Otro reloj, el del edificio de la universidad, preside el cuadro del uruguayo Rafael Barradas “Calle de Barcelona” (1918) que, inspirado en las Ramblas, recoge el espíritu vitalista y ubérrimo de este fabuloso espacio público, siempre pletórico de gentes y actividades (rótulos y carteles, motores y sonidos…). Los centros urbanos son fuente de estimulación nerviosa y de continuas sensaciones.


Medios de locomoción y suburbios. Las miradas de los artistas sobre el despliegue periférico de la ciudad

Una nueva realidad urbana del período, los suburbios, atrajo asimismo la atención de los pintores. La ciudad industrial podía desparramarse desbordando sus límites en la medida en que la técnica y el maquinismo asociados a los sistemas de locomoción posibilitaban la resolución del problema de la distancia y acortaban la duración de los desplazamientos. En su proceso de avance, en forma tentacular por lo general, los suburbios comenzaron a ser servidos por el tranvía, el ferrocarril y otros medios de transporte. La escasez y/o desconocimiento de imágenes artísticas significativas sobre los suburbios londinenses nos ha impedido la inclusión  de consideraciones específicas sobre su particular estructura, basada en el asentamiento de clases medias en vivienda unifamiliar. Analizamos, pues, el  suburbio obrero-industrial propio de las ciudades del continente.

“La periferia. Fábricas en Porta Romana” (1909) es una obra paradigmática de la percepción optimista que algunos pintores futuristas proyectaron sobre los nuevos espacios suburbanos, símbolos de la pujanza de la ciudad moderna. En el cuadro Umberto Boccioni representa un suburbio obrero y fabril del sector septentrional de Milán, la ciudad italiana más avanzada industrialmente y en la que reside el artista. Él escribe: “Quiero pintar lo que es nuevo, el producto de nuestra era industrial”. El panorama suburbial es presentado con colores alegres, claros, luminosos como apuesta inequívoca por el dinamismo de la metrópoli. Colonizando los campos fronterizos, cuyos retazos ocupan el primer plano, por doquier surgen calles rectas, orladas por bloques de viviendas para los trabajadores y por modernas fábricas. El topónimo Porta Romana es significativo; recuerda la secular expansión de los arrabales junto a las puertas de las murallas, que son también los nodos hacia los que se orientan posteriormente las líneas de tranvías.

Otro exponente de esa mirada entusiasta es el lienzo “Un día de un trabajador” (1904), donde Giacomo Balla  plasma tres escenas de la jornada laboral de los obreros que se ocupan en la construcción de un nuevo edificio. Una vez más el motivo escogido recae en la producción del suelo urbano como variable que mide la potencialidad de la metrópoli. Tema que se manifiesta en “La ciudad se levanta”, el lienzo de Boccioni ya comentado, y que medio siglo después, retomará el tema un heredero del futurismo, Fernand Léger, en “Los constructores”.

Mientras que la postura optimista y venturosa de Boccioni ante el nuevo panorama urbano no deja lugar a dudas, la obra de otro italiano, Mario Sironi, muy volcada precisamente hacia los suburbios como motivo repetido, ha suscitado interpretaciones dispares. Para Claudia Gian Ferrari (1994: 234-235) la periferia obrero-industrial milanesa es percibida por Sironi como un espacio energético donde se levanta un mundo nuevo, la civilización maquinista, hacia el cual este pintor vuelca su entusiasmo y gran parte de su producción artística posterior a la I Guerra  Mundial y enmarcable en un singular neoclasicismo vinculado al “regreso al orden” imperante en ese momento. Sus paisajes suburbiales no contienen crítica social, sino que son metáfora de la modernidad y simbolizan la reconstrucción material y moral necesaria tras la guerra.

Por el contrario, ha habido quien ve en la serie “Periferias” de Sironi una expresión del maleficio urbano, exponente de la no ciudad y del urbanismo indiferenciado, que sería producto del trauma de la Gran Guerra y de la crisis subsiguiente, cuando cunde la desilusión ante el maquinismo causante, entre otros males, de disparidades socio-espaciales. Sus cuadros destaparían, pues, la tirste condición de los sombríos suburbios de Milán, compuestos de bloques obreros, cuadrados y macizos, entre fábricas abandonadas, grúas y gasómetros, siempre  vacíos y espectrales. En este sentido un buen exponente es “Periferia” de 1920, donde un conjunto de instalaciones industriales, de formas escuetas, oscuras e inhóspitas, que evocan soledad, tristeza y desolación. Lo que en Boccioni es una loa, en Sironi sería un rechazo a la urbanización masiva y descontrolada.

Un dato a destacar en el cuadro comentado es la profusión de medios de circulación que Sironi asocia al suburbio fabril: a su derecha se distinguen las vías de ferrocarril y hacia el centro, un camión y un tranvía. Como buen observador, está ratificando el decisivo papel desempeñado por las infraestructuras del transporte en la expansión moderna de la gran urbe.

La percepción del suburbio en el expresionismo es más negativa. Un conspicuo representante del movimiento. Conrad Felixmüller pinta obreros extenuados en el momento que dejan la instalación industrial al término de la dura jornada laboral y en “Distrito del Ruhr II “(1920) muestra a unos guardias patibularios patrullando armados  por un desolado escenario nocturno donde los bloques de vivienda obrera se entremezclan con el gasómetro y las naves industriales.

El belga Frans Masereel publicó en 1925 “La ville”, un conjunto de grabados –xilografías, de herencia expresionista- movido por su querencia por la ciudad.  Parte de esta serie destapa los problemas emanados de la revolución industrial: las áreas de vivienda popular mixtificadas con fábricas polucionantes, la huelga obrera, su represión… Es la obra de un artista preocupado por la cuestión social.

El tema del suburbio es observado por varios de los pintores de la Nueva Objetividad. En el estudio de S. Michalski (2003: 46, 108,173) se reproducen  algunas  obras que subrayan este motivo, de los que selecciono tres que parecen más significativos. Tienen en común la presencia de los medios de transporte (salvo el automóvil privado). Rudolph Dischinger en  “Suburbios con tranvía”(1926) lo dibuja circulando por un páramo solitario al fondo del cual se levanta un gran bloque de viviendas entre varios edificios de poca altura y posiblemente de carácter tradicional, lo cual remite a un incipiente proceso de sustitución tipológica vinculado a la ganancia de accesibilidad en el periurbano. Las otras obras son sendos lienzos que presentan un motivo común, como indican sus títulos: “Underpass in Spandau” (h.1927), de G. Wunderwald, y “Railway Underpass”(1932), de Max Radler. Sabemos que el primer artista realizó varios estudios fisionómicos de los bordes urbanos, ese lado de la metrópoli tan alejado del glamour. En el citado óleo plasma un paisaje sobrio, dominado por una carretera en trinchera sobremontada por un puente metálico, bajo el cual pasa un tranvía y por encima se siluetean dos altas chimeneas humeantes. Al fondo campean algunas casas dispersas (¿rurales?) y más allá se insinúa un skyline urbano, de bloques y fábricas.

 El segundo cuadro es de un pintor muniqués, especialista en paisajes ferroviarios. Presumiblemente se trata de una vista de un extrarradio de Munich. Una amplia trinchera entre dos taludes verdeantes es atravesada por un puente de dos ojos, por el cual se desliza un tren de carga. Debajo pasa un tranvía y más adelante se observa un camión cargado de hulla. Sobre el nivel superior de los taludes, dotados de sendas escaleras, se levantan las casas y las instalaciones fabriles en aparente desorden. La traza de los cuatro raíles tranviarios encuentra su símil en las líneas que dibujan en el cielo los cables que, permiten la tracción eléctrica. Una vez más se trata de una “frontera” sin carácter ni identidad.

En suma, esta obra, como varias de las anteriores, evidencian como la mirada de los artistas percibe la relevancia del movimiento en su doble dimensión, la social, significada en el suburbio por los desplazamientos de las capas obreras, y la industrial, es decir, la movilización para la industria de las materias primas y los productos, representada por los medios de transporte pesado.


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© Copyright José Costa Mas, 2006

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Ficha bibliográfica:
 
COSTA MAS, J. Medios de transporte, movilidad y cambio urbano (1850-1939) Reflexiones desde la pintura.  Scripta Nova. Revista electrónica de geografía y ciencias sociales.  Barcelona: Universidad de Barcelona, 1 de agosto de 2006, vol. X, núm. 218 (87). <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-218-87.htm> [ISSN: 1138-9788]
 
 
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