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Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XII, núm. 270 (145), 1 de agosto de 2008
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

SOBRE LA NOCIÓN ACTUAL DE HECHO HISTÓRICO: ENTRE CONTINGENCIA Y CONSTRUCCIÓN

Xavier Gil
Universidad de Barcelona
mailto: xgil@ub.edu


Sobre la noción actual de hecho histórico: entre contingencia y construcción (Resumen)

Los importantes cambios metodológicos en la historia y en las ciencias sociales durante los últimos años han comportado una nueva reflexión sobre qué constituye un hecho histórico y sobre las relaciones entre hecho, documento y mirada del historiador. Estas relaciones se reconocen ahora como mucho más complejas de lo que se admitía anteriormente. Así se comprueba en las tres grandes corrientes que aquí se toman en consideración a estos efectos: la microhistoria, el giro lingüístico y el postmodernismo. Las nociones de hecho histórico resultantes oscilan entre entenderlo como fruto imprevisible de la contingencia y como construcción por parte del historiador.

Palabras clave: Hecho histórico, microhistoria, giro lingüístico, postmodernismo, empirismo, contingencia, narrativa, construccionismo.


On the current notion of historical fact: between contingency and construction (Abstract)

The major methodological changes in history and the social sciences over the last years have prompted new reflections on what a historical fact is and on the relationship among fact, document and the historian’s eye. Such relationship is now acknowledged to be much more complex that assumed until recently, as it is shown in the three trends taken into account in this paper: microhistory, the linguistic turn and post-modernism. Resulting notions on historical fact fluctuate between seeing it as the impredictable effect of contingency and as the construct by the historian.

Key words: Historical fact, microhistory, linguistic turn, post-modernism, empiricism, contingency, narrative, constructivism.


En su reciente discurso de ingreso en la Real Academia Española, el novelista Javier Marías ha razonado sobre las dificultades insuperables de contar cabalmente hechos sucedidos. La inabarcable variedad de circunstancias concurrentes, la multiplicidad de puntos de vista, la intermediación de la palabra para referirlos, la contaminación de lo real por lo ficticio son argumentos que le llevan a concluir que tan sólo lo inventado, lo no sucedido, puede ser contado sin enmiendas ni contradicción. En su contestación, el historiador de la literatura Francisco Rico ha comentado algunos de estos argumentos, se ha preguntado si esa facultad que Marías atribuye al autor no reside más bien en el lector y ha esparcido algún que otro contrapunto sobre conclusión tan redonda (Marías y Rico, 2008).

Los pagos por los que académicos de la lengua y escritores y críticos literarios discurren sobre estas materias parecían más bien ajenos a los historiadores, empeñados, por mor de su formación, en averiguar –según frase célebre-- lo que realmente sucedió. Pero de un tiempo para acá no pueden sustraerse por completo a semejantes cuestiones. La noción de hecho histórico y su relación con la realidad y con el historiador han concitado una atención quizá inusual, tanto desde dentro como desde fuera de la disciplina.

Uno de los autores que más influencia ha ejercido, a lo largo de las dos últimas décadas, en la Historia y en las ciencias sociales, el antropólogo Clifford Geertz, publicó en 1995 un amplio balance sobre su dilatada trayectoria como académico e investigador. La tituló After the facts y explicó que el título guarda tres significados: la tarea básica de ir en búsqueda de los hechos; la constatación de que toda búsqueda e interpretación son inevitablemente post facto; y una crítica a la concepción simple sobre los hechos, propia del empirismo y del realismo positivista, y la consiguiente advertencia que el término “hecho” constituye un asunto delicado. Junto a estas observaciones, Geertz reflexionó sobre otras cuestiones de notable calado epistemológico: los medios para acceder a la realidad, la mejor manera de designar esa realidad (prácticas, epistemes, formaciones sociales…), las relaciones entre lo que un investigador escribe y aquello sobre lo cual escribe, el papel del lenguaje en la descripción de lo observado, el canon de la prueba antropológica, sin dejar de admitir, al final, que, con todas estas cautelas analíticas, la tarea esencial de su disciplina es exponer el objeto estudiado “tal como es” (Geertz, 1995: 2, 17-20, 127-130, 167-168).

Las cuestiones abordadas por Geertz no son en modo alguno privativas de la antropología, sino que, en mayor o menor medida, afectan al conjunto de las ciencias sociales y humanas. El acusado cambio de paradigmas que se ha producido en el curso de las décadas de 1980 y 1990, representado sobre todo por los revisionismos y por los llamados giro lingüístico, postmodernismo y deconstruccionismo, han empujado a los estudiosos a volver a preguntarse sobre las raíces, posibilidades y objeto de estudio de sus respectivas disciplinas. A título de ejemplo, Roger Chartier y otros estudiosos de la cultura se han preguntado sobre qué define realmente a un texto, según sea su literalidad, su soporte material o la intervención que autor y tipógrafo tengan en su confección (Chartier, 2006); y el filósofo Hilary Putman ha hablado de The collapse of the fact, en el sentido de que es difícil discernir entre hechos y juicios de valor, por el peso que éstos últimos tienen en la tarea intelectual de establecer cuáles y qué sean primeros (Putnam, 2002; Gómez, 2004). Así las cosas, también la noción de hecho histórico se ha visto sometido a interrogaciones de diverso tipo. Abordo la cuestión atendiendo sobre todo a la producción histórica sobre la Edad Moderna.

En 1986 apareció el Dictionnaire des sciences historiques, dirigido por André Burguière, que puede ser considerado como un amplio compendio del saber historiográfico –sobre todo de matriz francesa-- acumulado en las décadas anteriores, del mismo modo que, unos años antes, lo habían sido los volúmenes Faire de l’histoire (1974). Las voces “Fait historique” y “Document” de ese diccionario registran los cambios producidos a lo largo de gran parte del siglo XX tanto en el estatuto del hecho histórico como en la consideración del documento de archivo. Tales cambios han consistido esencialmente en el paso desde una noción positivista e ingenua de “hecho” (único, objetivo y no reproducible, que el historiador conoce gracias a documentos que hablan por sí mismos) a otra noción que, por un lado, incluye los presupuestos o hipótesis del historiador que maneja documentos y establece hechos y, por otro, se inclina por los hechos repetitivos, susceptibles de tratamiento estadístico. Al compás de este cambio, la historia relato, centrada en la corta duración, se vió sustituída por una historia de fenómenos de cambios lentos en la larga duración (Dumoulin, 1986).

En su brevedad, la información aportada por esas dos voces es correcta. Pero, a la altura de 1986, era también un tanto conservadora. Y es que las nuevas corrientes antes mencionadas, que por entonces estaban asentándose, obligaban ya a reconsiderar la naturaleza del hecho histórico.

A estos efectos, el punto de partida puede fijarse en la década de 1960. Por un lado, las reflexiones de E.H. Carr en su clásico ¿Qué es la historia? (1961) convencieron a sus muchos lectores de los condicionantes que el investigador lleva consigo al archivo y, por consiguiente, de los límites de la objetividad histórica; por otro, la noción de histoire problème de la escuela de los Annales proclamaba abiertamente que la información a obtener de los documentos no dependía primeramente de ellos mismos, sino más bien de la pregunta con que el historiador acudiera a leerlos. Ambos planteamientos, presentados con fuerte capacidad persuasiva, resultaron muy influyentes entre estudiantes e historiadores, cuyo número, además, estaba entonces incrementándose en gran medida. Pero no sólo ambos planteamientos compartían con las tendencias anteriores una confianza parecida en las capacidades de la disciplina, sino que, además, ninguno de los dos afectó, en el fondo, a las nociones vigentes acerca del hecho histórico de modo apreciable. El empirismo historiográfico inglés, tan característico, siguió descansando en la confianza de que la oportuna toma de consciencia por el historiador sobre esos condicionantes y la crítica textual a que los documentos deben ser sometidos aseguran una capacidad más que suficiente para reconstruir los hechos y progresar en el conocimiento del pasado. Cierto que Geoffrey Elton, abanderado a lo largo de muchos años de una confianza quasi suprema en la capacidad por reunir, ordenar y analizar hechos, ha sido objeto recientemente de crítica por parte de Quentin Skinner, que le ha reprochado profesar un “culto al hecho”, a cuenta de algunas incongruencias o puntos oscuros en su noción no problemática de lo que es un  hecho histórico. Pero, en conjunto, las diferencias entre las sensibilidades que representan un Carr y un Elton acerca de la naturaleza de los hechos históricos no son insalvables (Skinner, 2002: cap. 2; Cannadine, 2005: 13). Parecidamente, pasada la etapa más combativa de Annales y recuperada la necesaria perspectiva, la histoire-problème ha sido considerada por los mismos seguidores de esta escuela como más continuista con la anterior tradición positivista de lo que inicialmente parecía, habida cuenta de la común exigencia de rigor documental y de otros requisitos propios del oficio de historiador (Le Goff y Roussellier, 1995: 7-8).

Han sido otras corrientes las que, cada una a su manera, han lanzado un desafío a este respecto: la microhistoria, desde dentro del ámbito de la propia disciplina; y el giro lingüístico y el post-modernismo, desde fuera. Vistos por estas tres corrientes, la noción  de empiristas críticos y annalistes sobre los hechos y su relación con los documentos aparece más bien como convencional.

En primer lugar, la microhistoria, así como el retorno de la narrativa –con la que a veces se la asocia—, fueron síntomas, a finales de la década de 1970, de un perceptible agotamiento en las capacidades analíticas de la historia social y de la historia estructural, de base cuantitativa, precisamente las líneas que habían aportado los mejores impulsos renovadores a la disciplina a lo largo de las tres décadas anteriores. A su vez, ciertos excesos en el uso de categorías como clase social (con el consiguiente eclipse de los individuos en el seno del grupo al que supuestamente pertenecían) y cierto mecanicismo a la hora de establecer las causas de los cambios históricos (que empujaba a explicaciones teleológicas o deterministas) cuestionaban la validez de los grandes sistemas de conocimiento, como el materialismo histórico, el funcionalismo y el estructuralismo, o de los grandes esquemas explicativos, como el de la modernización. Los hechos parecían encaj

Partiendo del reconocimiento de que el pasado es más opaco a ojos del historiador de lo que se solía pensar, la microhistoria encontró ángulos desde los que analizarlo de modo satisfactorio, indicios o signos a partir de los cuales reconstruir un mundo que, aún así, sigue siendo reconocido como ajeno al observador. Es lo que Carlo Guinzburg llamó paradigma de la información disponible (evidentiary paradigm). De modo parecido, la expresión “descripción densa” de Clifford Geertz se hizo familiar entre los historiadores, que aprendieron a sacar provecho a determinados actos o rituales de culturas distantes, fueran primitivas o pretéritas. La clave estaba en acotar una parcela de observación relativamente pequeña y leer esas prácticas como textos. Y así, una determinada mirada y un determinado sentido de la distancia entre observador y objeto observado son los que permiten acceder a los hechos (individuos y acciones), respetando su naturaleza y aprovechando, al mismo tiempo, sus capacidades informativas sobre la sociedad en la que están insertos. Lo cualitativo, detenidamente contextualizado, parecía ahora tener más capacidad explicativa que lo cuantitativo (Geertz, 1973; Ginzburg, 1989).

La reacción de Lawrence Stone a los primeros frutos de la microhistoria, especialmente el libro de Ginzburg I formaggi e i vermi (1975) y a otros libros que habían analizado ciertos episodios muy locales o individualizados, fue crítica y se hizo bien conocida, según expuso en su célebre artículo sobre la narrativa: “El problema es el mismo de antaño: que la argumentación mediante ejemplos selectivos no es filosóficamente convincente, que es simplemente un recurso retórico y no una prueba científica”. Y remachaba su crítica hablando de “la trampa historiográfica en la que hemos caído” (Stone, 1989: 117).

La inescapable cuestión de la representativdad del hecho individual saltaba a primer término. Precisamente los temas amplios o el tratamiento cuantitativo parecían haber solventado el asunto: la estadística proporcionaba el mejor criterio para establecer el grado de representatividad de los hechos manejados. Ahora el criterio estadístico no parecía el único aplicable. Los microhistoriadores no eludieron la cuestión, antes al contrario, si bien sus reflexiones fueron posteriores a sus primeros libros, pues, según ellos mismos manifestaban, su método consistía ante todo en una práctica. Y cuando abordaron esta reflexión, aceptaron –como no podía ser de otro modo— la singularidad de los casos y temas estudiados, pero allí donde Stone veía defectos o limitaciones, ellos veían posibilidades de análisis. Según su planteamiento, se trata, ante todo, de una cuestión de escalas. Y, así, con la perspectiva apropiada, los estudios de caso (un individuo, una comunidad, un episodio) han permitido apreciar mejor la acción de hombres y mujeres dentro de sistemas normativos que no eran tan acabados como el funcionalismo presumía: activos en los intersticios del tejido social y político, los sujetos individuales recuperaban su perfil, su capacidad de ser actores de su propia vida y su facultad de sentirla como experiencia. Acción humana, contexto social, experiencia heredada y adquirida y transcurso del tiempo (un tiempo que típicamente no es ni la courte ni la longue dureé, sino el tránsito de una generación) componen un marco adecuado para la identificación y estudio de los hechos y de los acontecimientos (Levi, 1993). Admitiendo que sus casos estudiados no son “típicos” en el sentido convencional del término, los microhistoriadores arguyen, empero, su validez para conocer zonas que la investigación dejaba aún en penumbra, márgenes geográficos o humanos de las sociedades del pasado. Es lo que Edoardo Grendi llamó “excepcional normal”. Lo hizo en referencia a documentos y testimonios que permiten conocer tales casos y que, precisamente por ello, resultan relevantes, en un temprano ensayo que se ha erigido como una de las referencias de rigor (Grendi, 1977, esp. 512).

Conforme estas reflexiones se iban desarrollando, el goteo de estudios sobre individuos o sucesos que podían parecer “poco típicos” no hizo sino incrementarse a lo largo de los años subsiguientes: el gascón Martin Guerre de Natalie Davis, Benedetta, la monja lesbiana de Judith C. Brown, los cónyuges florentinos Giovanni y Lusanna de Gene A. Brucker, la visionaria madrileña Lucrecia de León de Richard Kagan, el zurrador y dietarista barcelonés Miquel Parets de James S. Amelang, una matanza de gatos parisinos de Robert Darnton… De hecho, que individuos pertenecientes a clases populares o subalternas pudieran ser biografiados con tal detalle ya hace de ellos algo poco típico. Pero su singularidad radicaba, además, en que sus experiencias vitales (reconstruidas mediante testimonios personales de primera mano que dejaron escritos o bien mediante procesos judiciales en los que se vieron involucrados) nos resultan conocidas precisamente como experiencias vivid

En particular, y según observa Carlo Ginzburg, la singularidad de los hechos y casos estudiados por la microhistoria ha obligado a replantear nada menos que la cuestión de la relevancia en historia. Así, la relevancia no es algo que se desprenda de modo inmediato de los mismos hechos, sino que –explica este autor—a lo largo de los últimos veinte años ha surgido una diferenciación entre los temas cuya relevancia viene dada a priori (como la Revolución Francesa) o aquellos otros que les viene reconocida a posteriori, gracias a los resultados de la investigación (casos o sucesos menores, debidamente iluminados) (Ginzburg en Pallares-Burke, 2005: 243). La cuestión es capital y por ello Giovanni Levi ha mantenido la guardia en alto al respecto. Según una temprana admonición suya, no sólo la textualización de unos comportamientos no escritos y la fijación del significado atribuido a algunos de esos episodios son problemáticas sino que, además, los criterios de verdad, validez y relevancia pueden resultar arbitrarios o apriorísticos (Levi, 1998: 244- 249).

En cualquier caso, el número y éxito de este tipo de estudios individuales lograron que los márgenes de la sociedad quedaran, en efecto, iluminados, y la capacidad creativa de la gente común, puesta de relieve. Por consiguiente, los lindes que antes se consideraban aceptados entre lo central y lo marginal, entre lo representativo y lo excéntrico, han quedado ahora poco reconocibles. Natalie Z. Davis hizo título de esa referencia espacial en su Women on the margins, cuyo ingenioso prólogo, además (en el que concibe un diálogo entre las tres mujeres cuya vida estudia y ella misma), salva otra barrera, la que separa a autor y personaje estudiado (Davis, 1995). Y posteriormente ha manifestado expresamente que encuentra los márgenes tanto o más significativos que los fenómenos centrales (Davis en Pallares-Burke, 2005). No es de extrañar que la noción de “excepcional normal” se haya generalizado. Y, además, esta noción ha sido utilizada para solucionar las relaciones entre los niveles micro y macro en que, según se argumenta, se articula la sociedad (Peltonen, 2001).

Pero la microhistoria ha supuesto otra aportación crucial, la denuncia de lo que Jacques Revel ha llamado, con acierto, tiranía del fait accompli (Revel, 198: xv). Es decir, la denuncia del supuesto de que un hecho, por el puro motivo de haber sucedido, fuera prácticamente el único que pudo suceder. En sus afanes de cientifismo, no poca de la labor historiográfica de las décadas de 1960 y 1970 participaba, en mayor o menor medida, de este supuesto. Carr, en concreto, daba implícitamente por sentado que los hechos ocurridos estaban históricamente justificados, postura que podía alimentar cierto determinismo en la explicación de la génesis de los mismos (Evans, 2005: 25).

Advertida de los peligros del teleologismo, la mejor historia política ya había mostrado esta sensibilidad por capturar el paso del tiempo, por mantener el ritmo expositivo de manera que el lector, aun conociendo el resultado final de la situación estudiada, asiste al desenlace de la misma, que se despliega ante sus ojos, lento o súbito, predecible o imprevisto (Hexter, 1979: 37- 40; Elliott, 2001: 17; Gil, 2007: 216). Pero ahora, la prevención ante el teleologismo y el determinismo que subyacían en muchas explicaciones de los fenómenos políticos en clave de historia social, sobre todo para la Revolución Inglesa y la Revolución Francesa, se ha hecho más evidente. Y para subrayar la indeterminación de algunos sucesos clave en la génesis de la Guerra Civil inglesa en 1642, Conrad Russell ha acuñado una nueva categoría de hecho: el no hecho, el non event o acontecimiento no sucedido pese a que, en aquel contexto, era perfectamente posible que sucediera. Y así, identificó una secuencia de siete acontecimientos y no acontecimientos que llevaron al estallido de la guerra civil de un modo que los coetáneos no pudieron predecir de antemano (Russell, 1990: 10-25).

Llamar la atención sobre hechos que no sucedieron es un buen procedimiento para no caer en la inmediatez o necesidad del fait accompli. Ayuda a ello conocer las oportunidades perdidas, los que han sido llamados “momentos perdidos de la historia” (Trevor-Roper, 1988). Y un paso más en esta dirección es recurrir a explicaciones contrafactuales: imaginar situaciones históricas nacidas de hechos que no llegaron a suceder. Naturalmente, el historiador sólo puede permitirse semejante licencia con el objetivo de iluminar que, en unas circunstancias determinadas, eran varias las salidas posibles, de las cuales sólo una se materializó, con el objetivo de dejar espacio en su reconstrucción de los hechos a la indeterminación, al error humano, a los efectos no buscados, al azar, cuando así intervinieron. Geoffrey Parker ha recurrido con tino al elemento contrafactual para sopesar posibles consecuencias en dos momentos altamente decisivos: el viaje que Felipe II estaba resuelto a realizar a Flandes en 1576, durante las primeras fases de la revuelta calvinista, y que, por una suma de imponderables, finalmente no realizó; y el éxito de la Armada de 1588 y desembarco de sus tropas de infantería en suelo inglés, caso este último para el que utilizó datos procedentes de la arqueología submarina de pecios de buques españoles hundidos entonces (Parker,  1986; Parker, 2002). Si bien la noción de “no acontecimiento” de Russell puede no complacer a todos, no hay duda de que la contingencia y la incertidumbre han sido rescatadas como factor que el historiador en modo alguno puede desconocer y así ha sido señalado de manera expresa desde distintos ángulos analíticos (Revel, 1989: xxiii, xxvii; Elliott, 2001: 14, 18; Hernández Sandoica, 2004: 504).

Todavía la microhistoria ha influido en otra faceta a propósito de los hechos y su naturaleza: no entiende lo social ni el poder como un objeto dotado de propiedades definidas, sino como un conjunto de relaciones cambiantes en el seno de configuraciones humanas en proceso de ajuste y adaptación constantes (Revel, 1989: xii, xxviii, xxx). Otras dos tendencias han confluido en este terreno. Por un lado, la historia social clásica, que --entre otros varios desplazamientos que ha conocido en sus temas principales de estudio-- ya no se interesa tanto en la exposición de hechos como en la expresión de sentimientos, los cuales pueden parecer menos definidos que aquéllos (Amelang, 2008: 134). Y por otra parte, la filosofía del lenguaje, que entiende determinadas instituciones económicas no como normas u organismos establecidos, sino antes bien como relaciones interpersonales que descansan en una serie de valores compartidos (Searle, 2006). Situados entre semejantes tejidos de relaciones, los hechos históricos como tales pueden haber perdido visibilidad.

La mencionada filosofía del lenguaje nos lleva al segundo de las grandes corrientes de que estamos tratando: el llamado giro lingüístico. Tanto este giro como el post-modernismo (la tercera corriente mencionada) han obligado también a los historiadores a reflexionar sobre la relación que mantienen con los documentos que manejan y con los hechos que quieren conocer. No debe subsumirse a ambas corrientes en un grupo único, máxime cuando la primera ha tenido un fuerte impacto entre los historiadores y la segunda, en cambio, no. Pero, dado que una y otra han acompañado a la práctica de la historia de modo más o menos simultáneo, aquí puede tratarse de  ambas de manera conjunta.

Si bien las primeras formulaciones del giro lingüístico surgieron a mediados de la década de 1960, su repercusión sobre los historiadores se demoró durante una década o más. Fue como reacción al dominio ejercido por una historia social y económica que relegaba los fenómenos culturales a un estadio mediatizado y dependiente respecto de las bases materiales de la sociedad que algunos estudiosos recurrieron a la lingüística, la cual, con su consideración del lenguaje como elemento constitutivo de la consciencia y de la acción humanas, les permitió restituir a la cultura su condición autónoma --aunque contextualizada-- y eminentemente creativa. Pero la lingüística que gozó de mayor favor fue la estructuralista, que proclamaba el primado analítico del lenguaje sobre individuos y realidad por igual. Según quedó sintetizado en la famosa proclama de Derrida “Il n’ya pas de hors texte”, no podía existir una aprensión directa de la realidad, de manera que incluso

Con todo, el giro lingüístico en la historia ha tenido también otra manifestación, inspirada en Wittgenstein, Quine y la filosofía del lenguaje. Esta manifestación, capitaneada sobre todo por Quentin Skinner, es la que se ha erigido como la más influyente, sin duda. Skinner se  significó como uno de los historiadores más receptivos a la teoría de los actos de habla (speech acts), considerados como un determinado tipo de hechos, del mismo modo que las palabras también son vistas como tales (deeds). Este entendimiento de la acción lingüística obliga a una comprensión más detenida de las intenciones de sus actores o autores y de los significados de sus declaraciones (Skinner, 2002: introducción, caps. 4-6). Parecidamente, J.G.A. Pocock ha reconocido que los textos son acontecimientos (events), acciones verbales ejecutadas en el seno de contextos lingüísticos, de los cuales obtienen su misma posibilidad. Estos contextos son también los que proporcionan a los escritores un bagaje de recursos léxicos y conceptuales, de modo que acción y contexto se encuentran en una situación de paridad (Pocock, 1985; Pocock, 1987). Ambos postulados, estrechamente relacionados entre sí, han tenido consecuencias importantes para el estudio del pensamiento político.

Al mismo tiempo, la crítica cultural postmoderna lanzaba otro desafío a la Historia. Encabezados por Hayden White, los nuevos estudiosos de la literatura y de la textualidad negaban autonomía epistemológica a la Historia por cuanto, a su juicio, ésta no podía ser más que otra forma de novela, poética o creación literaria. Si, en primer lugar, los historiadores manejan fuentes documentales que ya son, de por sí, figuraciones sobre la realidad, a continuación, a la hora de analizar esas fuentes y ordenar la información obtenida, recurren forzosamente a tramas (plot, emplotment), sean éstas narrativas o no, que son las que les permiten redactar y presentar sus trabajos. Así pues, la historia es, en realidad, una metahistoria y su verdad no sería de naturaleza muy distinta a la verdad literaria (Ankersmit, 1996; Ankersmit, 1998). Una insalvable hipoteca de relativismo, cuando no nihilismo, gravaría a la historia. Para subrayarlo, los seguidores del postmodernismo, no sin desdén, gustan de escribir la palabra “hechos” entre comillas.

A diferencia del giro lingüístico, que ha sido recibido y discutido expresamente entre los historiadores, los planteamientos postmodernistas han sido mirados más bien con curiosidad y un punto de incredulidad. Las reacciones han sido variadas. Desde posiciones clásicas, fundadas en el empirismo crítico de siempre y cargadas de sensatez, Gertrude Himmelfarb descalificó sin contemplaciones tales planteamientos, junto a otros que les están relacionados. Los tachó de “huída respecto de los hechos”, una huída que liberaría a los estudiosos del pasado de las más elementales reglas de argumento, verificación y causalidad, es decir, de los requisitos (el “canon de los datos”, canon of evidence, como le llama), que hacen de la historia una disciplina (Himmelfarb, 1992). Desde un ángulo distinto, Anthony Pagden, estudioso él mismo de los lenguajes políticos, censuró el círculo hermenéutico trazado por esta corriente, señaló debilidades inherentes en la obra de algunos de sus principales practicantes y presentó un balance de sus aportaciones para la historia más bien pobre (Pagden, 1988). Aún así, pasados los primeros momentos de la irrupción del postmodernismo, la mayoría de los historiadores que posteriormente se han pronunciado sobre esos desafíos se han reconocido sensibilizados al respecto, en mayor o menor medida: si bien siguen haciendo pie en las fuentes documentales --fundamento definitorio y diferenciador de la disciplina--, han adquirido una nueva conciencia acerca de la naturaleza discursiva de las mismas y también de la de sus propios escritos. Roger Chartier, R.J.W Evans y António M. Hespanha, cada uno desde su campo de estudio y tradición académica respectivos –más cercanos a Foucault el primero y el último, ejemplo de empirismo crítico el segundo-- confluyen en una postura bastante extendida al observar que los historiadores no sólo saben ahora que lo que escriben no puede dejar de contener elementos de relato, sino que, además, admiten de manera más aguda que las fuentes y documentos no son obvios en sí mismos, sino una representación del pasado, o, según dice Chartier --haciendo suya una expresión de Paul Ricoeur--, una representance o lieutenance del pasado (Chartier, 1998: 15- 16; Evans, 1998; Hespanha, 2002: 20-22, 49-50, 53-54). Visto así, lo que sea un hecho histórico resulta menos inmediato, también más variopinto.

La imagen del documento como lugarteniente del pasado, que ocupa su puesto por delegación, sin ser genuina ni plenamente el pasado, ayuda a cobrar conciencia de la doble brecha que se abre entre pasado y documento y entre documento e historiador. En algunos casos, el carácter discursivo de los documentos y su distancia respecto de los hechos sucedidos es deliberada, hasta el punto de que fabrican una realidad. Se trata de los relatos que ciertos condenados franceses urdieron acerca de sus vidas para alcanzar la benignidad y el perdón de sus jueces, y los relatos de vida que reos del Santo Oficio imaginaron al responder a los inquisidores con el mismo fin (Davis, 1987; Kagan y Dyer, 2004). La naturaleza judicial de tales testimonios favorece que los encausados recurrieran al relato para intentar dotarse de otras personae y encubrirse con ellas. En cualquier caso, esos testimonios son útiles para iluminar los bordes entre conductas juzgadas aceptables o inaceptables en la época y también para mostrar que, lejos del determinismo favorecido por la lingüística estructuralista, personas modestas como aquéllas se hallaban en pleno dominio de los recursos discursivos en el brete en el que se encontraban.

Aún sin llegar a los extremos desvelados por los dos libros citados, la historiografía posterior al giro lingüístico y también la historia cultural (que le es tan próxima) se inclinan por subrayar las capacidades de acción de los individuos (agency), su capacidad de dotar de sentido a sus vidas y acciones, su habilidad en manejar los recursos culturales y lingüísticos a su alcance. Esto ha abierto la puerta a admitir que el pasado no puede tener voces que sean realmente auténticas. Y, a su vez, ha propiciado que también los historiadores hablen ahora de la construcción discursiva de la realidad, que entiendan la experiencia como algo construido y que se hayan acostumbrado a detectar el carácter performativo del lenguaje. El hecho histórico no es tanto un hecho dado como un hecho representado o construido (Pagden, 1988: 525; Iggers, 1995: 104; Medick, 1998: 168, 181; Chartier, 1998: 129- 130; Evans, 1998: 9, 22, 31; Skinner, 2002: vii; Hespanha: 2002: 17, 20, 49, 53-54; Hernández Sandoica, 2004: 31-32, 132; Spiegel, 2005: 11- 17; Burke, 2006: cap. 5). A tenor de esta sensibilidad actual, Peter Burke ha incorporado un nuevo apartado en la reedición de uno de sus libros clásicos sobre historia y sociología, en el cual expone que la frontera entre hecho y ficción se ha visto sensiblemente erosionada (Burke, 2005: 181- 183).

Por otra parte, estas inquietudes han dado pie a algunas iniciativas para conocer la noción o nociones de “hecho” vigentes en la época moderna. A estos efectos, y con carácter general, se ha señalado la singularidad de los hechos, la cual es, a su vez, requisito para su valía analítica, razón por la que debe procederse a una historización de los hechos y a establecer su relación –a través de la experiencia— con los eventos. Y, de modo más concreto, se ha argumentado que –antes que la comúnmente aceptada “invención baconiana” de los hechos— fueron las pruebas jurídicas durante el Renacimiento las que resultaron decisivas, particularmente en el common law inglés, con su inclinación a diferenciar entre matters of fact y matters of law. De nuevo queda de relieve la singularidad de la documentación jurídica y judicial: no sólo los procesos generaron una parte importante de las fuentes de que disponen los historiadores sino que, además, esa documentación nació con el objetivo de establecer hechos por la vía de contrastar testimonios y opiniones. En este terreno, pues, los hechos tampoco eran dados, sino establecidos al culminar el proceso judicial (Cerutti y Pomata, 1999; Cerutti y Pomata, 2001; Shapiro, 2000).

Hay motivos para una noción constructivista de los hechos. Pero semejante constructivismo se marca unos límites. Los mismos historiadores que defienden los postulados analíticos mencionados rechazan de plano que el discurso absorba toda la realidad o que ésta no sea aprehensible ni por el documento ni por el historiador, postulados postmodernistas que consideran no ya excesivos sino falsos. Cerutti y Pomata recuerdan que, por mucho que el neopositivismo esté obsoleto, lo que hacen los historiadores es reconstruir hechos, no construirlos (Cerutti y Pomata, 1999: 202). Esta postura es el “término medio” de que habla Gabrielle Spiegel, en el cual ella misma se sitúa, no sin constatar un retorno reciente a la fenomenología y a la historicidad (Stein, 2001: 261; Spiegel, 2005: 12-13, 24-25). Y un cualificado coro de voces se ha manifestado en términos parecidos, cada una con su acento particular, algunas de ellas a raíz de pregunta expresa al respecto, formulada repetidamente en un libro de entrevistas a varios historiadores significados en estos terrenos: Burke, que recuerda que el efecto péndulo de los debates suele empujar a los polemistas hacia posturas extremas (esta vez a propósito de hechos o construcción) hasta que se logra un nuevo equilibrio posterior, se sitúa en ese nuevo equilibrio y se reconoce como “relativista blando”; Skinner manifiesta encontrarse en un estadio al que llama postempírico, desde el que elabora su  programa –antes referido-- para obtener información fiable de la documentación; Chartier considera necesario proclamar que la historia está orientada por una intención y un principio de verdad, que el pasado es una realidad exterior al discurso y que el conocimiento de la misma es posible; Darnton invoca la necesidad de ceñirse a los hechos, sin adjetivos, a través del trabajo en el archivo; Hespanha aboga por una lectura “densa” de las fuentes y advierte de los límites en la capacidad de construir significados; y Ginzburg se reafirma en los métodos probados de investigación y análisis históricos y se resuelve a combatir a los escépticos en su mismo terreno, el de la retórica y la prueba (Burke y Darnton, en Pallares-Burke, 2005: 163- 165, 197- 199; Skinner, 2002: 1-2, 5; Chartier, 1998: 16-18; Hespanha, 2002: 42, 50, 54; Ginzburg, 1999: 1-37; Amelang, 2008: 138).

El postmodernismo causó inicialmente cierta turbulencia entre los historiadores, pero, a fin de cuentas, su nihilismo ha sido rehusado, bien mediante estas tomas de posición acabadas de mencionar, bien de modo tácito mediante el continuado trabajo en el archivo. Según lúcido balance reciente de Keith Thomas, los historiadores saben de sobras que los documentos no son meros espejos de la realidad, que los hechos son objeto de discusión y que los acontecimientos pueden ofrecer matices distintos a ojos distintos; admiten que en el estadio historiográfico actual no se atribuye tanta importancia a los hechos “objetivos” sucedidos como al significado que tuvieron para sus actores; han adquirido una aguda conciencia sobre la alteridad del pasado y sobre las convenciones retóricas subyacentes en los libros que escriben, razones por las cuales son ahora más exigentes metodológicamente; pero también saben –concluye-- que los sucesos ocurrieron realmente en el pasado y que su disciplina, en lenta y continua transformación, está capacitada para saber y analizar lo que fueron (Thomas, 2006).

Es propio de los historiadores ser receptivos al utillaje conceptual o terminológico de otras disciplinas de las ciencias sociales y, en cambio, no aventurarse muy adentro por los caminos de la filosofía de la historia. Tras la asimilación de la antropología y la lingüística y tras los importantes cambios metodológicos e historiográficos experimentados en el curso de las dos últimas décadas, les sigue siendo propio el paciente trabajo en los archivos, en búsqueda crítica y razonablemente confiada de los hechos del pasado, unos hechos que ahora se les presentan en una paleta más variada de matices y manifestaciones.

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Referencia bibliográfica

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