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Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XIII, núm. 298, 1 de septiembre de 2009
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

IMAGEN CARTOGRÁFICA E IMAGINARIOS GEOGRÁFICOS. LOS LUGARES Y LAS FORMAS DE LOS MAPAS EN NUESTRA CULTURA VISUAL

Carla Lois
Universidad de Buenos Aires

Recibido: 20 de noviembre de 2008. Devuelto para revisión: 14 de mayo de 2009. Aceptado: 30 de julio de 2009.


Imagen cartográfica e imaginarios geográficos. Los lugares y las formas de los mapas en nuestra cultura visual (Resumen)

El interés creciente por el análisis de las imágenes y la visualidad en las culturas contemporáneas ha dado lugar a lo que se denomina visual turn, una revisión de lo visual en casi todas las disciplinas[1]. La geografía no es la excepción: diversas revisiones de la tradición geográfica coinciden en recuperar la relación entre visualidad y conocimiento geográfico. Por un lado, esos análisis asumen que una de las tareas de los geógrafos ha sido desarrollar lenguajes visuales que expresaran gráficamente las concepciones y experiencias espaciales. Por el otro, dentro de esa tradición visual que se le reconoce a la disciplina, la cartografía ha ocupado un papel destacable: tanto entre los geógrafos como fuera de la comunidad académica, el mapa es unánimemente aceptado como uno de “los dispositivos visuales convencionales de la geografía.

Este trabajo examina las potencialidades y las limitaciones asociadas a la propuesta de pensar la imagen cartográfica como parte de la cultura visual contemporánea desde un enfoque que comparta las claves del debate con otros campos de saber que también examinan imágenes.

Palabras clave: imagen, mapa, imaginarios geográficos, cultura visual.

Cartographical image and geographical imagery. Places and shapes of maps in our visual cultura (Abstract)

Increasing interest about images and visuallity in contemporary cultures took shape to a perspective called “visual turn”, which basically calls to the attention for a visual re-examination of almost all disciplines[1]. Geography is not an exception: several revisions of the geographical tradition agree with the necessity to highlight the relationship between visuallity and geographical knowledge. On the one hand, those analyses assume that one of the geographer’s tasks has been to developed visual languages to express spatial conceptions and experiences in graphic terms. On the other hand, within that accepted visual tradition in Geography, Cartography has been given a remarkable place: as for geographers as for the general audience, the map is unanimity accepted as one of the most conventional visual device in Geography.

This article aims to examine potentialities and limitations of conceiving the map conceived as part of the contemporary visual culture and then sharing methods and theoretical debates with other fields of knowledge that also examine images.

Key words: image, map, geographical imagery, visual cultura.

Cuando el astronauta John Glenn regresaba de su primer vuelo orbital expresó con perplejidad: “I can see the whole state of Florida just laid out like on a map[2]. A pesar de la excepcionalidad del punto de vista que tenía Glenn en esa oportunidad, su comentario sintetiza y expresa un modo de percibir los mapas ampliamente compartido en gran parte de las sociedades modernas: parece que los mapas mostraran el mundo y, más todavía, esa posibilidad de visualizarlo que ofrecen a menudo nos lleva a olvidar que, en realidad, nunca tuvimos la oportunidad de observarlo con nuestros propios ojos. La anécdota de Glenn ilustra la elocuencia que han tenido y tienen los mapas para organizar nuestras ideas sobre un objeto que creemos conocer (la Tierra o porciones de ella) aunque, curiosamente, jamás vimos.

Esa elocuencia de las cartografías ha sido desgranada analíticamente por muchos especialistas interesados en entender el funcionamiento social de los mapas. Todos parecen coincidir en un punto: el “poder de los mapas” radica en que todo mapa “sirve a intereses” aunque es perfectamente capaz de enmascararlos[3]. Pero hace tiempo que se ha abandonado la obsesión por develar la mística panóptica y hasta conspirativa que parecía haberse infiltrado en los mapas desde que la cartografía se consolidara como una práctica estatal en el siglo XIX. Incluso se ha resaltado que “los intereses que sirve el mapa pueden ser los suyos” y que “cualquiera puede hacer un mapa”[4]. No obstante ello, estas asunciones no alcanzan a trasvasar fuera de un núcleo relativamente reducido de especialistas. Por el contrario, tanto el público en general como los cientistas sociales siguen mostrándose bastante pasivos frente a los mapas. Así, la metáfora del mapa como ventana ha dejado de ser una figura retórica y se ha vuelto una forma de mirar los mapas: se cree que se mira a través del mapa para ver otra cosa, pero el mapa en sí por momentos parece invisible. Si bien nos interesa más específicamente examinar qué vemos en el mapa y cómo vemos de nuestro mundo en los mapas, tal vez todavía tenemos que empezar un poco más atrás: ¿vemos el mapa? ¿o vemos el mapa y creemos ver el mundo?

Este trabajo se afirma sobre dos premisas básicas. Por un lado, se asume la convicción generalizada de que vivimos un tiempo de imágenes. No consideraré aquí todos los otros “tiempos de imágenes” que aparecen si miramos hacia atrás (la historia moderna está saturada de “tiempos de imágenes”, tiempos en los que la imagen tomó nuevas formas –gracias a la perspectiva, la imprenta, la fotografía, el cine, etc.- y adquirió un nuevo protagonismo en la sociedad, sin contar los efectos que tuvieron el telescopio y el microscopio como dispositivos de visualización de objetos y fenómenos que no podían percibirse a simple vista). Tampoco discutiré la solidez de la presuposición de que vivimos en una sociedad “oculocéntrica” (Dussel y Gutiérrez, 2006, p.11) porque lo que sostendré es que cuando eso se vuelve una creencia compartida genera cierta predisposición hacia las imágenes en general y hacia los mapas en particular.

Por otro lado, daré por sentado que ni el lego ni el académico negarían que los mapas –en cualquiera de sus variantes- son una de las imágenes más familiares y corrientes, que utilizan con fines diversos y reconocen como parte de su cultura visual. Pese a ello, hay pocos trabajos que reflexionen con método y sistematicidad sobre los modos en los que los mapas participan de nuestro “pensamiento visual” (Arnheim, 1969). Una de las escasas excepciones es el libro de Ward Kaiser y Denis Wood (2001): asumiendo que “vemos a través de los mapas” y reconociendo el rotundo “poder de las imágenes para modelar nuestra visión del mundo”, los autores ensayan uno de los pocos intentos por instar a los lectores a adoptar una mirada menos ingenua y más inquisitiva sobre los mapas que usamos en la vida cotidiana.

Tomando como punto de partida que nuestra cultura visual, caracterizada por la sobrecarga visual en lo cotidiano[5], pone en juego una red compleja de asunciones espaciales que, en gran medida, adquieren legibilidad a través de los mapas, este trabajo pretende recuperar esas discusiones para resituar la revisión de la naturaleza de los mapas dentro del horizonte cultural de nuestro tiempo.

En la primera parte, la propuesta de pensar el mapa como imagen es encuadrada en una red de tradiciones teóricas para examinar los límites y las potencialidades de un abordaje de las cartografías desde lo visual. En este sentido, desde un punto de vista historiográfico, aquí se propone que el análisis de los mapas comparta las claves del debate con otros campos de saber que también examinan imágenes.

En la segunda parte se discute la naturaleza de la representación cartográfica, específicamente para revisar si la potencia del mapa radica en lo que parece reflejar o en la memoria que activa.

En la tercera parte se busca problematizar aquello que el mapa activa, es decir, delinear el espesor simbólico de la imagen cartográfica. Con estos elementos de análisis se explora la relación entre los mapas, el sentido común geográfico (compartido en una comunidad muchas veces, de corte nacional y/o nacionalista) y las condiciones institucionales que intervienen para que las imágenes cartográficas operen en cierta cultura visual.

Pensar el mapa como imagen: desafíos teóricos y obstáculos metodológicos

Intelectuales, políticos, periodistas y comunicadores en general afirman que la omnipresencia de la imagen es una marca de nuestra época. Es probable que, en cierto modo, esa percepción tan ampliamente compartida sea una de las motivaciones que mueven a los investigadores a ampliar cada vez más el espectro de los registros utilizados como fuentes -que ya no quedan restringidas a los documentos escritos- y, en particular, a incorporar cada vez más registros visuales. Esto se explica también la fuerza que está adquiriendo el debate en torno a las cuestiones metodológicas aplicadas al trabajo con imágenes en la investigación social[6].

Parece que “la crisis general de la racionalidad, típica de la era postmoderna, ha favorecido en muchos sectores la revalorización del pensamiento analógico” y, en ese contexto, la imagen “conoce una suerte de rehabilitación”[7] que la redime de ese lugar secundario e ilustrativo al que parecía condenada. Desde las reflexiones de los griegos en torno a la razón, la filosofía occidental ha dado primacía a la lógica como método de formulación de la verdad (expresable en categorías simples y relaciones abstractas del pensamiento). En ese contexto, recurrir a la imagen, a la comparación y a la metáfora, se veía severamente reprimido, en todo caso controlado, vigilado, a fin de poner la especulación abstracta al abrigo de las seducciones y de la imprecisión de los juegos del lenguaje[8]. La recuperación del formalismo lógico en las diversas corrientes de pensamiento positivista decimonónico reforzó esa “hostilidad hacia la imagen”[9] que se habría heredado de Platón (Ricouer, 2000), y consagró el papel subsidiario de las imágenes: al no ajustarse a las exigencias del pensamiento formado, fueron asociadas a la “vulgarización de la experticia”[10] y quedaron casi restringidas a la divulgación de temas varios entre un público lego.

Para entender el interés que tiene hoy el análisis de las imágenes y la visualidad en las culturas contemporáneas hay que subrayar el visual turn que resuena en casi todas las disciplinas[11]. La geografía no es la excepción: en las lecturas del pasado de la disciplina, la geografía aparece oportunamente definida como una “empresa tradicionalmente centrada en la representación visual del mundo”[12] e incluso se rescata del olvido que Halfold Mackinder afirmaba que la geografía “es una forma especial de visualización”.

En efecto, diversas revisiones de la tradición geográfica coinciden en recuperar la relación entre visualidad y conocimiento geográfico, fundamentalmente a partir del análisis de los ensayos que se hicieron para desarrollar lenguajes visuales que expresaran gráficamente las concepciones y experiencias espaciales (Driver, 2003; Godlewska, 1999; Schwartz y Ryan, 2003; Cosgrove, 2008). Casi todos ellos admiten que existe un cuerpo sustancial de literatura –particularmente dentro de la geografía histórica, la geografía cultural y la historia de la geografía- que indaga la variedad de culturas visuales en geografía, desde la producción y visualización de paisajes hasta la práctica y el lenguaje del mapeo” (Ryan, 2003, p.232). Sin embargo, todos esos trabajos comparten un malestar: encuentran inexplicable que, pese al reconocido peso de la visualidad en la tradición geográfica, los estudios sobre la relación entre visualidad y geografía son pocos y erráticos. Ante este diagnóstico, los autores adoptan un tono fundacional o inaugural (citan apenas un puñado de estudios recientes que comparten el enfoque, y abren sus artículos con preguntas provocativas que buscan marcar ciertas claves para el debate) y hacen militantes llamamientos a reconsiderar sistemáticamente la visualidad en geografía. Estos autores proponen un distanciamiento explícito respecto de los enfoques tradicionales (que relegaban el estudio de las imágenes o lo incorporan muy esquemáticamente) y, al mismo tiempo, cierto distanciamiento respecto de la moda de sobredimensionar “lo visual”. Por eso algunos insisten en “la necesidad de preguntar en qué sentido exactamente la geografía es visual” (Rose, 2003). Estos llamamientos no pretenden sólo revisar el lugar que la imagen ha tenido en el pasado de la disciplina sino que, más bien, apuntan a instalar que “la cuestión de lo visual en geografía debería demandar mayor atención”[13]. Esto implicaría tanto examinar la solidez (o mejor dicho, la debilidad) de la instrucción visual que propone la disciplina en el ámbito escolar (Hollman, 2008a) como analizar los modos en que las imágenes participan de la disciplina y de la práctica profesional de los geógrafos en la actualidad[14].

Es indiscutible que, dentro de esa tradición visual que se le reconoce a la disciplina, la cartografía ha ocupado un papel destacable: tanto entre los geógrafos como fuera de la comunidad académica, el mapa es unánimemente aceptado como uno de “los dispositivos visuales convencionales de la geografía” (Schawrtz y Ryan, 2003, p.4). Incluso Carl Sauer señalaba que el mapa era fundamental en la educación de un geógrafo y desafiaba a quien dudara de ello: “enseñadme un geógrafo que no los necesite constantemente ni quiera tenerlos a su alrededor, y tendré mis dudas sobre si ha elegido la profesión correcta en su vida”[15]. En nuestros días el debate acerca de la relación entre geografía y cartografía conoce un renovado vigor[16]. No podemos decir que se trata de una preocupación totalmente novedosa (habría que recordar que François Dainville ya se había inspirado en este tema para escribir el maravilloso libro Le langage des géographes. Termes, signes, couleurs des cartes anciennes, publicado 1964 y, desde entonces, ese tema nunca ha desparecido del todo de la agenda académica[17]). Tal vez la novedad reside en las preguntas que se hacen para abordar esos vínculos.

El grupo de trabajo congregado alrededor del megaproyecto editorial, The History of Cartography –encabezado sucesivamente por J.B. Harley, David Woodward y Matthew Edney, desde 1987 hasta la actualidad, en la Universidad de Wisconsin- ha generado un profundo movimiento que devino en la consolidación de una concepción teórica –y, más ampliamente, de un campo de conocimiento- que se distancia considerablemente de aquellos marcos interpretativos. A partir de entonces, numerosos estudios sobre historia de la cartografía desarrollados en las últimas décadas desde una perspectiva cultural asumen explícitamente que el mapa articula una interpretación de ciertas relaciones espaciales y, si bien mantiene determinados vínculos (desde ya, no especulares) con un referente empírico, es más el resultado de un proceso intelectual social e históricamente definido que una reducción gráfica matematizada de un espacio abstracto. Uno de los aportes más perdurables de Harley ha sido proponer una filosofía de la historia de la cartografía, cuyo eje está puesto en “deconstruir el mapa”[18] y echar luz sobre la articulación entre conocimiento, mapa y poder -una articulación que, por cierto, parece haber atravesado la producción cartográfica en las sociedades de todos los tiempos. Recurriendo a una sugerente articulación de diversas perspectivas teóricas (la semiótica, la iconografía de Panofsky y la sociología del conocimiento foucaultiana) propone abordar “las relaciones dialécticas entre imagen y poder [que] no pueden ser encontradas con los procedimientos empleados para recuperar el conocimiento topográfico concreto de los mapas”[19]. La lectura harliana de los vínculos entre mapa y poder, la intencionalidad política y el carácter social de la cartografía se apoya en dos pilares teóricos: Foucault y Derrida, aunque reconoce que su “enfoque es deliberadamente ecléctico porque en algunos aspectos las posturas teóricas de estos dos autores son incompatibles”[20]. Del primero recupera la idea de formación discursiva para pensar la cartografía y para indagar sobre las reglas del discurso que la constituyen en diferentes coyunturas históricas[21]. Del segundo rescata el enfoque deconstructivista para demostrar que incluso en el nivel supuestamente literal, el mapa es intensamente metafórico y simbólico[22].

Incluso aquellas críticas que han objetado el desarrollo filosófico de Harley, algunas de ellas muy sesudas[23], no dejan de reconocer que sus reflexiones fueron un impulso potente para renovar la discusión teórica y filosófica sobre los mapas y sobre la historia de la cartografía. La impronta que ha dejado esta renovación es irreversible, sobre todo si se considera que se trata de  campos que, hacia la década de 1960, no parecían interesar a los “colegas geógrafos, algunos de los cuales habían llegado a comparar la historia de la cartografía con la filatelia, por su interés supuestamente no crítico en la diferenciación y enumeración de objetos materiales”[24].

Debido al profundo impacto que ha generado la filosofía deconstructivista de los mapas propuesta por Brian Harley, la denuncia contra el supuesto desinterés que los geógrafos han prestado a la relación entre representación visual e “implicaciones ideológicas” (tales como modernidad, memoria e identidad) suele eximir explícitamente a los estudios sobre la representación cartográfica[25]. Pero aun así no son pocos los trabajos anclados explícitamente en el campo de la historia de la cartografía que también abren su análisis con quejas parecidas, sobre todo cuando se proponen abordar “mapas menos convencionales”, como los que aparecen en publicidades y en ilustraciones de diverso tipo (Edney, 2007). ¿Cómo interpretar esa insatisfacción repetida y recurrente cuando se comprueba la creciente cantidad de artículos y libros que abordan la cuestión de la geografía, la cartografía y la visualidad?

Para empezar a buscar algunas pistas que ayuden a responder este interrogante habría que considerar que, a pesar de que persiste la “creencia en una relación ‘natural’ entre la geografía y la cartografía [que] circula masivamente en el sentido común”[26], la cuestión cartográfica ha abandonado el reducto de la ciencia geográfica y está interesando a profesionales de áreas diversas, como el periodismo y diseño gráfico (Ovenden, 2003) y el arte (De Diego, 2008). Por otra parte, hay que señalar debidamente los límites de esa revitalización conceptual y metodológica: si bien en las últimas décadas la casi ingenua formulación original de Harley ha alcanzado un grado de refinamiento teórico considerable, su más profunda e irreversible impronta se circunscribe a los trabajos sobre historia de la cartografía y cartografías históricas, mientras que los mapas de nuestro tiempo todavía no fueron puestos bajo la misma lupa y, por tanto, no parecen poder dialogar con otros objetos de su cultura (que sí son analizados a partir de enfoques renovadores variados que, en su conjunto, se identifican como estudios culturales). Bajo estas circunstancias, los análisis tradicionales siguen resultando insatisfactorios.

El diagnóstico preliminar es contundente: rara vez el mapa es interpelado como un objeto significativo de la cultura visual de nuestro tiempo (o de otros) y, más todavía, el tratamiento analítico de los mapas en la investigación social sigue presentando dificultades. Las causas de esas dificultades son varias y de muy diversa naturaleza.

La primera de ellas se inscribe netamente en el sentido común, que percibe el mapa como un objeto técnico y altamente especializado, tal vez un lenguaje cifrado. Es cierto que algunos tipos de mapas están basados en una trama de procedimientos matemáticos y geométricos que nos resultan totalmente ajenos: la altimetría y la planimetría de los mapas topográficos[27] suelen parecer un campo sofisticadamente codificado y ajeno. Eso podría ser la causa para que muchos de nosotros permanezcamos impasibles ante los mapas, casi indefensos. Y también para que muchos investigadores de diferentes disciplinas desechen a priori cualquier tipo de mapa debido a esa “naturaleza extraña”. Sin embargo, esos mapas topográficos forman un grupo muy reducido (no tanto por que se trate de un corpus poco numeroso sino, más bien, porque sus ámbitos de circulación son relativamente acotados). Por el contrario, convivimos con un inmenso número de mapas temáticos[28] que participan de nuestra cultura de modos muy variados. Dicho de otro modo: no somos analfabetos cartográficos: vemos, usamos y decodificamos muchos tipos de mapas… e incluso podemos leer mapas temáticos que han renunciado al espacio euclideano (como los cartogramas) y a otras convenciones cartográficas. Entonces, ¿cuáles son los obstáculos que bloquean ese trabajo?

En primer lugar, todavía hoy hay algunos resabios de concepciones encuadradas en enfoques tradicionales que asumen que los mapas constituyen un reflejo especular y no problemático de su referente empírico, que son productos técnicos y neutrales. Este enfoque ha alcanzado un punto de maduración con la semiología cartográfica de Bertin (1973): retomando las bases del estructuralismo saussureano, sitúa la clave del acto comunicativo en la decodificación “correcta” del significado de cada significante, que estaría garantizada por una acertada selección de las formas de los signos de parte del cartógrafo y por una correcta interpretación de esos signos (ajustada a la leyenda) de parte del lector.

Desde ese enfoque – que se limita al estudio de la materia significante- se asume que los mapas evolucionaron desde imágenes poco precisas hacia representaciones fidedignas. Así, los mapas parecen ser, cada vez más, apenas una expresión del desarrollo de saberes técnicos aplicados a la representación del mundo y a la confección de instrumentos para medir la superficie terrestre. Sólo por señalar uno de los tantos problemas que entraña esta postura diremos que si el corpus cartográfico se recorta siguiendo esas consideraciones, un amplio número de imágenes cartográficas queda “fuera de competencia”. Tal vez haya que empezar, entonces, por reflexionar acerca de la naturaleza del mapa y su identidad gráfica.

La naturaleza cartográfica: ¿qué es un mapa?

La discusión sobre qué es el mapa y cuál es su naturaleza es muy extensa. Los especialistas no ponen en duda que lo que se ha dado en llamar la “idea-mapa” existe desde tiempos muy remotos y, aunque sus orígenes resultan inciertos para gran parte de los historiadores de la cartografía, se sospecha, incluso, que algunas ideas cartográficas aparecieron antes que el lenguaje escrito[29].

A lo largo de la historia y en las diferentes sociedades, los mapas han tenido una gran variedad de soportes o medios, donde las imágenes son producidas y (re)conocidas: desde algunos más tradicionales, como las piedras, el vidrio y los papiros, hasta el propio cuerpo donde se tatuaban los mapas los habitantes del archipiélago de las islas Carolinas (Jacob, 1992). De ello puede legítimamente desprenderse que, a pesar de la importancia que tiene la materialidad del mapa, la naturaleza del soporte no hace sino diferenciar las funciones y los destinatarios de esos mapas, y que, en cambio, no es definitoria acerca de la especificidad de las imágenes cartográficas.

Para hablar de imágenes que hoy consideraríamos mapas pero que han sido producidas cuando no existían entornos institucionales que las invistieran como tales, Smail (1999) elige privilegiar dos rasgos distintivos de la imagen cartográfica: el léxico (los topónimos) y la gramática (el marco que le da sentido al léxico)[30]. En cambio, Christian Jacob sostiene que un mapa se define menos por sus trazos formales que por las condiciones particulares de su producción y recepción, por su estatus de artefacto y de mediación en un proceso de comunicación social[31] en el que las imágenes cartográficas son animadas. Esto permitiría abandonar el significado o ciertas cualidades del significante como criterio determinante para la delimitación del corpus estrictamente cartográfico dentro de un universo mucho más amplio de imágenes.

Más desprendido de las asunciones lingüísticas implícitas en la formulación de Smail, David Buisseret, en cambio, desplaza el foco nodal de la especificidad cartográfica hacia la capacidad de representar relaciones espaciales:

“Lo que en realidad hace que un mapa sea un mapa es su cualidad de representar una situación local; tal vez deberíamos llamarlo ‘imagen de situación’ o incluso ‘sustituto situacional’. La función principal de esa imagen es transmitir información situacional, distinguiéndola así, por ejemplo, de una pintura paisajística que, aunque transmitiendo esa información incidental, busca principalmente un efecto estético. En términos cognitivos, el mapa tiene que basarse en la percepción que el cerebro tiene del espacio más que de la sucesión” (Buisseret, 2003, p.16).

Siguiendo una línea argumentativa muy similar, Tolías finalmente destaca el elemento que parece clave: la representación analógica. En efecto, “un mapa es una forma especializada de lenguaje visual y una herramienta para el pensamiento analógico. Tal como ha remarcado Harley, un mapa sirve, entre otros cosas, como una herramienta mnemotécnica, es decir, un banco de memoria para datos relativos al espacio”[32].

El mapa: de imagen a texto y de texto a imagen

Aunque intuitivamente el mapa es asumido como una imagen por parte de los usuarios, la mayoría de los trabajos que se preocupan del tema imagen (en sus aspectos teóricos, en metodologías de interpretación y en clasificaciones de tipos de imágenes) generalmente ha omitido mencionar cualquier tipo de mapas[33]. Y es llamativo que gran parte de los teóricos de la comunicación visual que sí se han ocupado de la naturaleza de los mapas todavía siga ubicando al mapa dentro del campo de la ciencia positiva y, por tanto, diferente de otras imágenes culturales[34].

En los aspectos más conceptuales, hay cierta resistencia a tratar los mapas como imágenes, en parte, porque esos abordajes todavía son percibidos como herederos de una tradición centrada en teorías de la representación.

Si el linguistic turn y la renovación en el campo de los estudios culturales han quebrado definitivamente las asunciones ilusionistas y la dicotomía material/simbólico que habían subsumido a las representaciones a un estatus inferior y subordinado respecto de “lo real”, el peso de esa tradición quedó firme en el sustrato del imaginario sobre los mapas. La potencia de la semiología gráfica de Bertin y la capacidad instrumental de los mapas han reforzado esos presupuestos. Las visiones dicotómicas que polarizaban la realidad versus la representación ubicaban definitivamente al mapa en el plano de la representación. Esto había llevado a derrapar casi en forma inadvertida hacia lecturas que se centraban en recomponer ese lazo invisible que conectaría la representación con la realidad. Y así, las representaciones fueron evaluadas respecto de cuánto se asemejaban o diferenciaban de la realidad (o de un original). Dicho en otros términos, “la preocupación por las ‘formas’ de lo visual […] suele quedar desplazada, en detrimento de un peso de lo real, de la pregunta por lo real que lo visual parece canalizar de modo privilegiado (peso del contenido, peso del referente)”[35].

Dentro del campo de los estudios culturales ha habido una reacción contra esa tendencia a focalizar el estudio de las imágenes sólo en su dimensión significante. Ciertamente, estos planteamientos emergen cuando la iconografía es acusada de “carecer de dimensión social” y de “mostrar una gran indiferencia por el contexto social”[36] y cuando también la iconología de Panoksky[37] es puesta en cuestión por ser considerada un método “demasiado preciso y demasiado estricto en unos aspectos, y demasiado vago en otros”[38]. Los cuestionamientos parecen concentrar gran parte de sus críticas en los métodos de abordaje y eso ha obligado a rever el uso de las imágenes en el trabajo profesional de los historiadores. Sobre este punto, Burke decía que “los historiadores necesitan la iconografía, pero también deben trascenderla. Tienen que practicar la iconología de un modo más sistemático, cosa que implicaría hacer uso del psicoanálisis, el estructuralismo y especialmente de la teoría de la percepción”[39]. Esta necesidad de trascender e innovar en los métodos tradicionalmente adscriptos a disciplinas y/o objetos para poder analizar las imágenes fue especialmente remarcada por Harley en relación al estudio de la cartografía: para estudiar los “early maps” el historiador

“quizá tenga que volverse experto en las historias de distintos tipos de mapas, saber acerca de las técnicas de navegación y topografía, estar familiarizados con los procesos mediante los cuales se compilaban, dibujaban, grababan, imprimían o coloreaban los mapas, y saber algo acerca de las prácticas comerciales de los libros y los mapas. Cada mapa es producto de varios procesos que involucran diferentes individuos, técnicas e instrumentos. Para entenderlos, necesitamos desplegar un conocimiento especializado de temas tan diversos como la bibliografía, la paleografía, la historia de la geometría y las declinaciones magnéticas, el desarrollo de las convenciones artísticas, emblemas y heráldica, así como las propiedades físicas del papel y los sellos de agua. La literatura correspondiente está igualmente dispersa en un gran número de disciplinas y lenguas modernas que forman parte de la historia de la ciencia, de la tecnología, las humanidades y las ciencias sociales. Sin embargo, el primer paso en la interpretación es la manera en que el o los autores de un mapa lograron hacerlo desde un punto de vista técnico” (Harley, 2001, p.65).

En consonancia con ese rechazo a los métodos iconográficos e iconológicos, una buena parte de los estudios postmodernos dedicados al análisis de la cartografía se ha dedicado a discutir si el mapa es una imagen o un texto, dando por sentado que la idea de imagen suponía una reacción pasiva de los usuarios y que era un resabio de una concepción atada al “sometimiento mimético”[40] sostenida por los cartógrafos. Aparentemente, más sencillo que desarticular ese nudo problemático de raíces estructuralistas, ha sido deslizar la naturaleza de los mapas hacia la textualidad y, de ese modo, incorporar dimensiones que habían quedado marginadas del análisis cartográfico (tales como el poder, la política, el relativismo cultural, la subjetividad y las ideologías).

John Pickles inicia su artículo afirmando que su punto de partida es una “crítica al abordaje tradicional que se afirma sobre nociones de correspondencia y representación” y que los mapas tienen un “carácter textual” debido a que tienen palabras asociadas a ellos, utilizan un sistema de símbolos con su propia sintaxis y funcionan como una forma de escritura (o inscripción) y, sobre todo, porque están discursivamente incrustados dentro de contextos más amplios de poder y acción social[41]. En esa línea, J.B. Harley había afirmado que “los mapas son textos en el mismo sentido en que lo son otros sistemas de signos no verbales como los cuadros, las impresiones, el teatro, el cine, la televisión y la música. Los mapas comparten muchos intereses comunes con el estudio del libro al exhibir su función textual en el mundo y ser ‘sujetos de control bibliográfico, interpretación y análisis histórico’”[42].

Si consideramos que Harley estaba discutiendo con un modo de pensar y hacer los mapas entendido como la producción de conocimiento verdadero, progresivo, preciso, técnico y neutral, podremos alcanzar a ver la fuerte apuesta que implica la textualidad de los mapas que propone y cuán rupturista era eso en la década de 1980. Efectivamente, si hay algo que seduce de la idea de pensar el mapa como texto es la posibilidad de que el mapa sea objeto de lecturas, de interpretaciones y de juicios por parte de quien lo observa. Ubica al mapa dentro de un conjunto de objetos culturales y debilita su (sobrevalorado) perfil técnico. Descarta la noción de decodificación que había quedado sólidamente instalada de la mano de la estandarización de las técnicas de la cartografía y la consagración de la cartografía topográfica como mapa base de una infinidad de mapas temáticos. Invita a “leer entre líneas”[43].

Pero por más seductora que parezca, esa idea resulta engañosa por varios motivos.

En primer lugar, porque las consideraciones que sugieren “saltear” las diferencias entre el texto lingüístico y la imagen dejan, en rigor, de considerar cualidades constitutivas de la imagen misma, su naturaleza gráfica.

En segundo lugar, porque esa conceptualización ha servido también para estudiar mapas en forma aislada, imaginar el “contexto” como algo -totalmente o en parte- exterior al texto y armar catálogos de mapas con exhaustivas descripciones de cada texto cartográfico.

Y finalmente, porque las propuestas de la textualidad de los mapas parecen indicar que lo textual es el modo de aproximación y no son lo suficientemente convincentes de que lo textual sea el objeto, o sea, el mapa[44].

Estas reconsideraciones se inscriben en una tendencia muy reciente y, por tanto, poco consolidada que pretende repensar el estatus epistemológico de los mapas. El núcleo duro de esas propuestas consiste en pensar los mapas como prácticas, en la que el mapa ya no es un objeto estable y unívoco sino un “emergente” que resulta de una mezcla de prácticas creativas, reflexivas, juguetonas, afectivas y cotidianas, todas ellas afectadas por el conocimiento, la experiencia y la habilidad del individuo para mapear y para aplicar esos mapeos para la comprensión de su mundo. El resultado de ello es un objeto que se caracteriza por su “mutabilidad”, una propiedad que deviene de esa “transducción” en la que un “dominio estructura una solución parcial e incompleta a un problema relacional”[45]. Aunque hasta hace muy poco discutíamos si esto es un refinamiento del andamiaje teórico planteado por Harley o si es “un nuevo paradigma”, parece innegable que estamos asistiendo a un giro teorético[46]. Si acordamos pensar el mapa como imagen, arribamos a una discusión que, en términos generales, todavía provoca controversias: ¿qué vemos o reconocemos en esa imagen? ¿Ver se opone a reconocer? Planteado en otros términos más afines con la argumentación que sostenemos aquí: ¿la potencia de la imagen cartográfica radica en lo que captura o en lo que dispara?

Ver / reconocer. Entre la ficción especular y la memoria colectiva

Ver y reconocer no son acciones mutuamente excluyentes ni contradictorias, aunque tal vez sintetizan dos modos de “mirar” el mapa. El ver recrea una ficción especular, la idea de que el mapa es un espejo. El reconocer apela a un recuerdo de algo aprendido y almacenado en la memoria colectiva. ¿Cómo opera la idea de visibilidad que late en ambos casos?

El espejo

Se ha insistido mucho sobre la idea de que el mapa representa algo ausente o algo que no se ve. Svetlana Alpers y Christian Jacob, entre otros, han desarrollado sendas afirmaciones en este sentido: “el mapa permitía ver cosas de otro modo invisibles”[47]; “el mapa invita a ver y a pensar aquello que no se ve ni se piensa cuando se observa el espacio real”[48].

A pesar de ello, la figura del espejo -cuya naturaleza reside en reflejar algo presente- ha sido ampliamente utilizada para pensar el mapa, fundamentalmente desde el Renacimiento, cuando el término “espejo” se transformó en una fórmula habitual en títulos de mapas y atlas[49]. El astrónomo Jacques Focard decía que “así como por el astrolabio se tiene conocimiento de los cielos, por el espejo o mapamundi se lo tiene sobre la Tierra y sus partes”[50] En ese contexto, la figura del espejo entrañaba dos concepciones muy compatibles con la revolución científica y tecnológica renacentista: la fidelidad y la precisión. Desde entonces, tanto la una como la otra devinieron en demandas que las sociedades harían a los mapas en lo sucesivo.

Aunque en la modernidad temprana la pintura y la cartografía compartían el interés por la topografía, el panorama y el paisaje, desde el siglo XVII en adelante, una progresiva bifurcación dio lugar a la “vía paisajística” y a la “vía topográfica”[51]. Esta última –particularmente reconocible en el impulso cartográfico del arte holandés (Alpers, 1980)- retuvo la premisa del isomorfismo y la pretensión comunicativa de cierta información sobre el medio físico. Si bien en un principio esto implicaba la elaboración de representaciones realistas que eran concurrentes con experiencias visuales (tales como las vistas de ciudades denominadas “a vuelo de pájaro” por su perspectiva oblicua), con el correr de los siglos –y especialmente durante el siglo XIX- la representación topográfica fue perdiendo su tradición sensible y fue ganando abstracción[52]. Es curioso que, en ese proceso, la ficción especular mantuviera su vigencia, aunque su legitimidad (o su verosimilitud) dejó de recaer sobre la experiencia visual para pasar a apoyarse sobre la experiencia espacial que permitía el uso instrumental del mapa. Desde entonces, esa capacidad instrumental quedó incorporada de manera absoluta e irreversible a la idea moderna de mapa[53] y sigue pesando –con una reflexividad más o menos explícita- en nuestras concepciones sobre los mapas.

El espejo también sirvió para pensar el mapa por la negativa: Gombrich opone el mapa y el espejo para explicar que “no es posible cartografiar las apariencias” porque mientras que el primero brinda información sobre el mundo físico, el segundo lo hace sobre el mundo óptico[54]. Sin duda, la clave de esta discusión sobre la metáfora especular está en la visualidad que ofrece el mapa.

Al igual que otras imágenes, la presencia icónica del mapa hace visible la ausencia (en este caso, definitiva e inexorable) del objeto que representa. En rigor, el objeto está presente –y estamos parados sobre él-, pero no lo vemos o, mejor dicho, no podemos verlo como objeto total. Es decir, es una ausencia visual y no una ausencia del objeto. Pero la representación del objeto es una imagen que no sólo preexiste al objeto sino que, al constituirse en una mediación permanente, lo reemplaza: la representación construye al objeto. En otras palabras, el mapa nos ofrece “una realidad que excede nuestra visión, nuestro alcance, [...] una realidad a la que no accedemos por otros caminos”[55]. En nuestra mirada sobre el mapa funciona “nuestra voluntad de relacionar instintivamente la presencia a la visibilidad”[56]. En la animación de la imagen cartográfica pareciera que no vemos el medio o soporte: vemos el mapa y creemos ver el mundo. Tal vez, porque “confiamos totalmente en las imágenes para las que no existe un modo alternativo”[57]. Pero también porque el desarrollo de técnicas y procedimientos matemáticos cada vez más sofisticados, pensados para resolver el problema de figurar en dos dimensiones un objeto que tiene tres, ha contribuido a pensar que la cartografía es un objeto transparente respecto del objeto que pretende representar, más “real” que otros objetos culturales, como si la imagen cartográfica fuera el producto necesario de una operación técnica que consistiría simplemente en poner en el papel la realidad de un lugar (incluso, del mundo).

Muchos estudios recientes ponen en discusión la ilusión de transparencia que ofrece la fotografía y analizan los mecanismos que llevan que sea percibida como una verdad no mediada, como una evidencia de lo que representa[58]. A primera vista, la fotografía y el mapa funcionan de modos diferentes: mientras que la primera opera activando una ilusión realista, el segundo cifra el paisaje en clave científica. Sin embargo, en ambos casos es el realismo que irradian –es decir, la percepción de “coincidencia entre una representación y aquello que una sociedad asume como su realidad”[59]- lo que les asegura cierta eficacia comunicacional. Una parte de ese realismo consiste en presuponer que tanto la fotografía como el mapa son registros más circunscritos en su relación con la naturaleza que otras formas de representación en las que, en cambio, el punto de vista es más visible (hasta hace pocas décadas, en la interpretación de las imágenes fotográficas o cartográficas no se reparaba demasiado, sino nada, en el fotógrafo o el cartógrafo). Ahora bien: incluso luego de sopesar la subjetividad de quien produce la imagen, la ilusión de realismo pervive bajo otras claves: si el realismo de la fotografía está basado en la experiencia visual sensible, el del mapa está casi exclusivamente basado en el reconocimiento que resulta del aprendizaje y de la memoria colectiva.

La memoria

Los teóricos de la imagen y la comunicación siguen discutiendo si la experiencia perceptiva es el resultado final de un proceso de categorización previo o si, por el contrario, existen categorías no aprendidas que funcionan dentro de la experiencia directa[60]. Tal vez porque la cartografía está fuertemente asociada a la idea de un lenguaje, el posicionamiento de los especialistas es unánime: el mapa funciona indisociablemente unido a otros procesos cognitivos. Evitaremos entrar en el terreno de la fenomenología y la percepción de los mapas mentales (Gould y White, 1974) porque incluso la “fenomenología de la memoria de los lugares parece presa, desde el comienzo, en un movimiento dialéctico insuperable de des-implicación mutua en cualquier proceso que ponga en relación lo propio y lo extraño. ¿Podría uno considerarse próximo de alguien distinto sin un bosquejo topográfico?”[61]. Planteado en estos términos, incluso la percepción e interpretación individual de los usuarios de los mapas supone necesariamente una experiencia colectiva que le da sentido/s a esa experiencia individual.

Por otra parte, Horacio Capel nos recuerda que la escuela de Piaget concluía que la realización de acciones repetidas y la utilización de numerosos objetos, además de la percepción visual, estaba relacionada con la tendencia progresiva hacia la percepción de un espacio euclidiano”[62]. Entre esos objetos a los que se alude hay que incluir, también, a los mapas. Efectivamente, al preguntarnos si la potencia de la imagen cartográfica reside en lo que la imagen captura o en lo que la imagen dispara, no podemos dejar de reconocer que lo primero que hacemos ante un mapa es conectar esa imagen con lo que sabemos y aprendimos previamente, activar la memoria. La familiaridad con la que reconocemos los referentes geográficos a los que remite la imagen no se apoya en la evidencia empírica (Jacob, 1992, p.442) ni en la experiencia sensible. Más bien, la lectura del mapa exige una cultura compartida acerca de las formas del mundo. Nuestra memoria cartográfica nos permite no solo reconocer ciertos mapas ya aprendidos sino también reproducir formas y figuras diseñadas grosso modo sin ninguna precisión que, a su vez, son reconocidas como objetos geográficos por otros dentro de cierta comunidad. Rudolph Arnheim reproduce nueve esquemas del contorno geográfico del continente americano realizados por estudiantes –y seleccionados al azar- para demostrar que existe “una tendencia hacia –percibir y memorizar- las estructuras mas simples” en tensión con una “contratendencia a preservar y, de hecho, recuperar las características distintivas del patrón”[63].

Cuestiones similares a las aquí planteadas han sido ampliamente discutidas en relación con una de las imágenes del mundo más conocidas: el mapamundi basado en una proyección desarrollada en el siglo XVI (más conocida como proyección Mercator) pero masivamente difundida en el siglo XX como mapa básico utilizado con fines educativos. En efecto, esta proyección permite construir mapas del mundo cuya grilla de coordenadas geográficas está formada por paralelos y meridianos que se cortan en ángulos rectos. Esta propiedad gráfica ha resultado tan útil a diversos fines didácticos que ni siquiera los muchos y bienintencionados intentos que buscaron reemplazar los mapas basados en la proyección Mercator han logrado desplazar las imágenes mercatorianas del mercado (incluso, entre las reacciones que siguieron a ese movimiento crítico se cuenta una nueva versión del mapamundi de proyección Mercator que desplaza el centro y le da protagonismo al océano Pacífico, pero tampoco ha tenido la recepción esperada entre el público masivo de consumidores)[64].

Es bien sabido que la proyección Mercator conserva los ángulos y distorsiona las áreas, y que la distorsión aumenta a medida que aumenta la latitud, y que eso trae algunas implicancias en la imagen cartográfica que resulta: Groenlandia parece casi tan grande como Sudamérica (cuando en realidad su territorio equivale aproximadamente a un octavo del de América del Sur), el hemisferio Septentrional parece más expandido que el Meridional (cuando la proyección toma como referencia un cuerpo esférico) y los Polos son líneas (cuando son puntos). ¿Por qué no vemos en esto un antagonismo? ¿Por qué, aun cuando advirtamos esta falta de correspondencia entre el mapa y el objeto que representa, seguimos interpretándolo como una imagen transparente?

Hay que enfatizar que la proyección Mercator no supone ninguna distribución espacial predeterminada y es dudoso que puedan atribuírsele algunas de las imputaciones de corte político que han buscado impugnarla desde ángulos ideológicos[65]. Sin embargo, las imágenes mercatorianas más difundidas también coinciden en seguir ubicando el océano Atlántico en el centro de la imagen. Independientemente del debate sobre los motivos (intención deliberada o primacía de fines prácticos), esa imagen –que podemos mencionar laxamente como “imagen mercatoriana”, más por el modo en que se la conoce que por atribuirle alguna autoría de Gerard Mercator a esa gráfica- ha tenido algunos efectos en el modelado de nuestras concepciones del espacio y de nuestra capacidad para establecer relaciones espaciales. Por ejemplo, diferentes estudios han demostrado que en gran parte de Europa occidental y en América, tendemos a imaginar un mapa del mundo en el que ubicamos a Europa, Asia y África en el lado derecho, y a América en el izquierdo, y le asignamos a cada continente ciertas propiedades (extensión, forma y proximidad, entre otras) que provienen de ese esquema mercatoriano. A tal punto nos parece normal, que una proyección polar nos desorienta, y reaccionamos buscando y reconociendo las relaciones espaciales definidas por el esquema mercatoriano. En otros términos, encontramos un antagonismo entre la imagen mental mercatoriana que hemos internalizado y otras imágenes cartográficas confeccionadas a partir de proyecciones diferentes[66].

En la representación mercatoriana del mundo parece claro que “las imágenes no sólo reflejan el mundo exterior sino que son parte integral de nuestro pensamiento”[67]. No obstante ello, cuando se piensa en las imágenes cartográficas se sigue asumiendo que tienen una relación umbilical –que se presume, directa- con ese mundo exterior. Aunque se admite sin demasiado problema que esa imagen es el resultado de una reducción (escala), de una adaptación (proyección) y de una selección (simbolización), se ha naturalizado bastante ese referente -o “mundo exterior”, en palabras de Belting- respecto del cual se realizan esas operaciones. La ilusión realista que refuerzan las imágenes satelitarias sirve para postergar más todavía la reflexión respecto de la cuestión del referente (que tradicionalmente ha sido formulada como una pregunta: ¿cuál es el objeto de la representación?).

El problema del referente

Tanto la metáfora del espejo (que refleja “algo”) como la idea de la memoria (que activa una idea o un modelo”) nos recuerdan que la cartografía propone una imagen de un referente. Hay una tensión intrínseca a la representación cartográfica: la tensión entre la copia (el mapa) y el original (el referente): si bien se da por sentado que el “original” de la imagen cartográfica es un referente empírico –es decir, la superficie terrestre, un objeto intuido, calculado y aún circunnavegado, pero nunca visualizado en forma íntegra y simultánea- que el mapa no hace sino retratar lo más fielmente posible dentro de ciertas condiciones de posibilidades técnicas, el original de nuestra imagen del mundo parece ser ese esquema tan naturalizado (que, independientemente de sus formas, representa una distribución relativa de tierras y aguas) y la geografía imaginada asociada a él. Dicho en otros términos, la imagen del mundo cartografiado parece haber tenido la potencia suficiente como para desplazar al objeto Tierra del lugar del original y ocupar ella misma el lugar del original, para funcionar como un canon y un parámetro con el cual medir las otras imágenes cartográficas. Ese desplazamiento del original nos habla de la trascendencia que han tenido algunas imágenes en esos procesos intelectuales.

Ahora bien, después de cuatro siglos de vigencia del esquema mercatoriano, tal vez estemos en el despunte de un nuevo original: el desarrollo de la tecnología digital y los mapas satelitarios recrean la ficción especular que la proyección Mercator había introducido como una novedad, pero ahora esa ficción adquiere renovada vigorosidad porque esas imágenes son cada vez más “precisas” y más parecidas a lo que podríamos llegar a ver con nuestros propios ojos (como pudo comprobar John Glenn). El mapa absorbe el realismo que se desprende de la fotografía: ese nuevo realismo reactiva la idea de transparencia, refuerza la naturalización del mapa y confirma la intuición: el referente del mapa es la realidad.

Esto nos sitúa ante una nueva encrucijada: mientras se multiplican los estudios culturales que, abandonando la búsqueda de un original, problematizan el mapa como artefacto histórico y social, los mapas digitales recrean y fortalecen, la ilusión especular, y parecen prometer la posibilidad de acceder, después de cientos de años de infructuosos intentos y copias malogradas, a un ¿verdadero? original. Sin importar demasiado el camino que tomemos ante esta encrucijada, todavía hay que recordar que las líneas, los colores y las palabras que se inscriben en los mapas (no en la superficie terrestre) nos ayudan no sólo a concebir ese referente sino, sobre todo, a ver lo que no hemos visto (aunque nos resulte reconocible).

Mapas y cultura visual: ¿propaganda o comunicación?

El primer interrogante para la indagación acerca de los modos en que participan los mapas de nuestra cultura visual apunta a identificar contextos o situaciones en los que nos encontramos con cartografías. Es probable que si el lector intenta ensayar una respuesta propia recurra a su memoria para recuperar escenas en que las usó un mapa para algo. Y lo más probable es que recuerde haber usado el mapa como instrumento para definir su posición, diseñar un itinerario, identificar la estación de subterráneo en la que se tiene que bajar. En efecto, nuestra experiencia cartográfica está indisociablemente unida a nuestra experiencia espacial. Sin embargo, hemos señalado que la capacidad instrumental de la cartografía es un rasgo dominante no tanto de los mapas como de nuestra concepción sobre los mapas. En este sentido, aquí nos interesa ponderar esa conexión entre experiencia cartográfica y experiencia espacial en un sentido más amplio, que involucre tanto la experiencia sensible como la memoria e identidad colectivas.

Cualquier teoría de la comunicación admite que el modo de presentar la información incide sobre el mensaje mismo (mejor dicho, forma parte de él), y eso es válido también para los mapas. Se sabe que la elección de signos, colores y tipografías que componen el mapa dispone (con mayor o menor grado de intencionalidad) ciertos efectos de sentido (Mark Monmonier revisa los modos en que diferentes estrategias gráficas pueden sesgar de modos distintos la información en un libro que lleva el sugerente título Cómo mentir con mapas; Monmonier, 1996). Pero no se trata sólo de eso.

Los mapas que representan información estadística gozan, además, de un prestigio adicional, que se apoya en la doble confianza que resulta del cruce de dos lenguajes científicos: el de la estadística y el de la cartografía. En esa autoridad científica que parece respaldar la rigurosidad de los procedimientos que dieron lugar a las imágenes radica gran parte del “poder persuasivo” de esos mapas que los convierte en objetos sumamente convincentes e incontestables. Sólo unas pocas veces se cae en la cuenta de que esos datos son necesariamente manipulados y que esa manipulación puede estar sesgando deliberadamente la información: el modo en que se seleccionan y agrupan los datos así como las variables visuales seleccionadas pueden sugerir relaciones causales o explicativas ambiguas, diferentes o contrarias respecto de otras interpretaciones que se podrían hacer a partir de una disposición diferente de los datos. Esa opaca transparencia de los lenguajes científicos combinados hace que “una de las formas en que los datos estadísticos pueden ser peor interpretados [sea] mediante un mapa”[68].

Podemos desplegar una serie de precauciones para revisar las fuentes de información e incluso los procedimientos de selección y simbolización de los datos. Pero, ¿cómo abordar el carácter también persuasivo de otros mapas que aparecen en publicidades y propagandas de diversa índole, en las que ciertos contornos cartográficos –solos o provistos de la iconografía mas variada- activan ideas, sentimientos o deseos? Para responder esta pregunta es necesario dar algún rodeo y remontarse a los tiempos de los procesos de construcción de la nacionalidad en los estados modernos, cuando el mapa adquiría nuevas funciones: al mismo tiempo que la cartografía se consolidaba como una empresa estatal consagrada al relevamiento topográfico de su territorio y al inventario de todo lo que hay en él[69], el mapa redefinía sus funciones simbólicas.

Cartografías y propaganda nacionalista

Cuando Benedict Anderson conectaba el censo, el mapa y el museo como tres instituciones que moldearon profundamente el modo en que el Estado moderno imaginó sus dominios (“la naturaleza de los seres humanos que gobernaba, la geografía de sus señoríos y la legitimidad de su linaje”[70]) estaba aportando elementos esenciales que permiten inscribir al mapa en un conjunto más amplio de estrategias nacionalizantes. También iluminaba la dimensión institucional de los mapas: el mapa hecho y usado por el Estado en el siglo XIX fue una de esas “nuevas técnicas de vigilancia y archivo [que] ejercían influencia directa sobre el cuerpo social”[71]. En este sentido, el mapa puede ser equiparado con la fotografía y con otras “nuevas técnicas de representación y regulación que tan esenciales fueron para la reestructuración del Estado local y nacional en las sociedades industrializadas y para el desarrollo de una red de instituciones disciplinarias –policía, prisiones, manicomios, hospitales, departamentos de salud pública, escuelas e incluso el propio sistema fabril moderno” (Tagg, 1988, p.12).

Pero se podría ir un poco más allá de esa filiación del linaje institucional si también se piensa en las relaciones que, en ese mismo contexto, los mapas pueden haber establecido con otras imágenes o, mejor todavía, con otras formas de leer imágenes. En términos generales, se trata de una época en la que las clases medias occidentales tendieron a hacer interpretaciones nacionalistas de la literatura, del arte, de la ciencia, de la cultura y del paisaje. Las tradiciones y las iconografías nacionales –se trate de aquellas ya existentes o de otras nuevas, de algunas ya inventadas o de otras emergentes- cargaron el peso de simbolizar, estrechar o sustentar la cohesión de la nación[72]. Se trató de un doble proceso: al mismo tiempo que se popularizaban esas iconografías, se inducía a una “reinterpretación nacionalista” de ciertos elencos de símbolos.

El mundo geográfico también fue capturado en clave nacionalista. En este sentido, las políticas culturales nacionalizantes a menudo implementaron diversas estrategias que apuntaban a “la nacionalización de la naturaleza, que se convirtió en un símbolo de la madre o de la patria”[73], fundamentalmente a través de la idea de paisaje. La eficacia de estas estrategias no puede escindirse de la convicción ampliamente compartida en la época acerca de que el “entorno físico formaba el carácter de sus habitantes y, por lo tanto, los paisajes y las imágenes de paisajes fueron entendidas como representaciones de la esencia del carácter nacional”[74].

En ese contexto, una reelaboración muy particular de la idea romántica del “cuerpo de la nación” consistió en atribuir esa encarnadura al territorio[75]. Dentro de ese horizonte, la metonimia cartográfica le dio visibilidad a ese territorio o, lo que terminaría siendo lo mismo, a ese cuerpo de la nación. A partir de ello, el mapa se transformó en otra imagen nacional en la que los ciudadanos tendrían que reconocerse. ¿Cómo funciona ese reconocimiento? Por un lado, las imágenes cartográficas decimonónicas tendieron a volverse más estables en sus formas y, por tanto, más fácilmente reconocibles. Para ello convergieron dos procesos: a) el desarrollo de la cartografía topográfica concebida como una empresa encarada por los estados, y b) la tendencia a la estandarización de los símbolos cartográficos que se impuso como una necesidad impostergable en la comunidad científica internacional desde fines del siglo XIX.

Por otro lado, al mismo tiempo que el mapa adquiría formas más estables, las instituciones públicas y las empresas privadas recurrieron a esas figuras cartográficas estables como formas sencillas de enunciar el carácter nacional de reparticiones públicas, programas, emprendimientos y productos. Así, “el mapa entró en una serie infinitamente reproducible, que podía colocarse en carteles, sellos oficiales, marbetes, cubiertas de revistas y libros de textos, manteles y paredes de los hoteles. El mapa-logotipo, al instante reconocido y visible por doquier, penetró profundamente en la imaginación popular, formando un poderoso emblema de los nacionalismos que por entonces nacían” (Anderson, 1991, p.245). La repetición en serie de siluetas cartográficas hizo que el mapa nacional se transformara en una imagen tan visible y omnipresente que cualquiera podría reconocerla. Hay que agregar el conjunto políticas que tendieron a cuidar con extrema atención los elementos involucrados en ese logotipo (que en muchos casos incluyeron normas legales que prescribieron la incorporación o modificación de ciertos elementos en los mapas oficiales)[76].

No obstante, la eficacia del dispositivo cartográfico para simbolizar la nación no se debe solamente a esa lógica repetitiva de la reproducción de imágenes ni recae exclusivamente en las estrategias de divulgación y vulgarización de figuras simples. Fundamentalmente debe inscribirse en el marco de tantas otras prácticas e instituciones orientadas a modelar una nueva conciencia nacional, entre las que se destacó la escuela. La institución escolar, fundamentalmente la currícula geográfica, ha garantizado el reconocimiento y la incorporación de la figura territorial del Estado como equivalente de la nación misma. Una multiplicidad de recursos regularon y regulan el aprendizaje del mapa; por un lado, el mapa pegado en la pared que se suele ver en las aulas de las escuelas primarias contribuye, sin duda, para la sedimentación del logotipo territorial del Estado (Jacob, 1992, p.436); por otro, el calcado del mapa y el uso del contorno territorial como base para distribuir un nutrido inventario de datos refuerzan ese aprendizaje.

Los modos en que todas estas dimensiones se articularon presentan tantos matices que se revela la necesidad de seguir realizando estudios apropiados. Sólo para delinear uno de los derroteros que tomó la cuestión cartografía-nacionalismo, aquí apuntaré algunas notas sobre el caso argentino.

Al igual que tantos otros procesos independentistas latinoamericanos, en el caso de la Argentina el estado precedió a la nación. Tras la sanción de la Constitución Nacional (1853), se puso en práctica un conjunto articulado de políticas públicas orientadas a consolidar el aparato estatal, definir el territorio y formar ciudadanos. En las últimas décadas del siglo XIX, al mismo tiempo que se diseñaba un mapa que incluía todas las provincias y los territorios nacionales, nuevas políticas públicas impusieron la obligatoriedad, la gratuidad y la laicidad del sistema educativo. Si ese sistema educativo tenía entre sus principales objetivos “formar argentinos” -crear ciudadanos de un país que no tenía tradición nacional-, el discurso geográfico desarrollado en la enseñanza formal fue absolutamente funcional a ese proyecto[77]: los textos y las imágenes de ese discurso geográfico contribuyeron a instalar, con pocas variaciones, un esquema geográfico monolítico básico que buscaba mostrar la nación como un espacio conglomerado (cuya premisa constitutiva era la complementariedad armónica de regiones diversas, también expresada en la muy utilizada frase “la unidad en la diversidad”[78]). 

Además, el modelado del logotipo cartográfico incluyó una serie de intervenciones legales, muchas de ellas relacionadas justamente con el uso de mapas en el sistema educativo. El decreto n° 75.014 del 18 de octubre de 1940[79] expresa que el Estado tiene la “facultad indeclinable” de supervisar las imágenes cartográficas del territorio argentino y se reserva lo dispuesto por la ley de Propiedad Intelectual para vigilar la cartografía amparándose en el derecho patrimonial y en la vigilia del interés público. El objetivo de esa medida es evitar la divulgación de mapas “con errores” (sic) especialmente en casos “de obras destinadas a la ilustración del pueblo, que se utilizan en la enseñanza” (Boletín Oficial 26/X/1940).

En 1946 se prohibió la publicación de mapas de la República Argentina: a) que no representen en toda su extensión la parte continental e insular del territorio de la Nación; b) que no incluyan el sector Antártico sobre el que el país mantiene soberanía; y c) que adolezcan de deficiencias o inexactitudes geográficas, o que falseen en cualquier forma la realidad, cualesquiera fueran los fines perseguidos con tales publicaciones (Decreto nº 8.944 de 02-09-19446; Boletín Oficial, 28 de noviembre de 1946). Este decreto legitimaba un territorio inventado, que se consagraba en una figura antes que en una realidad política. Esa figura ponía en circulación los pilares del sentido común geográfico nacional: la armónica articulación tripartita de un sector continental, otro insular y otro antártico (cuya consecuencia inmediata es la duplicación de la superficie del territorio argentino[80], al menos, en el plano de la estadística oficial) y la naturalización (despolitizada) de los reclamos de soberanía territorial del Estado sobre áreas que se encuentran fuera de su soberanía o en litigio diplomático.

Las estrategias para intervenir sobre el logotipo cartográfico nunca parecen suficientemente seguras e inviolables. En 1983, bajo gobierno militar, se “sanciona” la Ley Nº 22.963 cuyo artículo 18º prohíbe “la publicación de cualquier carta, folleto, mapa  o publicación de cualquier tipo que describa o represente, en forma total o parcial, el Territorio de la República Argentina, sea en forma aislada o integrando una obra mayor, sin la aprobación de Instituto Geográfico Militar” (Boletín Oficial 8/IX/83). La misma ley determina que el autor “será asimismo punible si éstas contuvieren inexactitudes geográficas que menoscaben la integridad del territorio nacional. Idénticas sanciones se aplicarían a quien hiciese ingresar al país o distribuyese en el mismo, cualquier obra que contenga una descripción o representación total o parcial de la República Argentina no aprobada por el Instituto Geográfico Militar”. El Poder Ejecutivo adosó a este proyecto un texto que justificaba la necesidad de la ley: “A los efectos de consolidar una conciencia nacional del territorio y evitar diferencias en la información geográfica sobre la República Argentina, es indispensable contar con una única versión oficial del territorio sometido a nuestra soberanía, y que toda publicación que toque el tema, en cualquier formato y con cualquier propósito, sea coincidente con ella.” (Nota del Poder Ejecutivo 2/XI/1983; los destacados son nuestros). Esta preocupación por intervenir activamente sobre el diseño de un mapa oficial sugiere, cuando menos, que se asume que la imagen cartográfica es formativa e instructiva respecto de ciertos valores nacionales.

Semejante poder pedagógico, formativo y nacionalizante atribuido a los mapas justificaría por sí mismo la utilización de la metáfora cartográfica en la propaganda política. Los pocos estudios dedicados a la cartografía de propaganda insisten en dos aspectos: a) se trata de mapas “persuasivos” y, por tanto, emparentados con otras imágenes que también buscan deliberadamente influir en el lector; y b) la política y el nacionalismo son los dos tópicos más usados en los mapas propaganda[81]. Bajo estas premisas, esos estudios indagan los contextos (Pickles) y las componentes visuales (Monmonier) que diferencian al discurso propagandístico del científico: el primero busca ser creíble y convincente mientras que el segundo perseguiría el conocimiento verdadero[82].

En la Argentina, la fecunda participación de la silueta cartográfica en los materiales gráficos más variados alcanzó un punto notable en el marco de ciertas políticas comunicacionales en el periodo peronista. La variedad y la cantidad de registros visuales que los gobiernos peronistas (1946-1955) produjeron, publicaron y pusieron en circulación fueron lo suficientemente amplias como para que la dirigencia se asegurara una intervención sostenida en la radio, el cine, la prensa, los espectáculos públicos y en casi todos los dominios de la cultura popular. Específicamente, la Subsecretaría de Informaciones y Prensa[83] desplegó una serie de controles sobre las artes gráficas -concebidas como el vehículo privilegiado para visualizar la acción y los objetivos de gobierno- que se tradujo en una normativa precisa en cuanto a temas y figuras (Gené, 2005, p.19) que circularon bajo diversos formatos y configuraron cierta cultura visual propia de su tiempo. El repertorio temático de ese imaginario visual pivoteó en torno a temas y figuras recurrentes, “que identificaron simultáneamente Movimiento, Partido y Estado”[84]. En términos generales, la iconografía peronista estuvo concentrada en explotar la imagen del trabajador, de la familia, del propio Perón y su mujer Evita; sin embargo no fueron las únicas: el repertorio temático también incluyó la metáfora cartográfica, que fue ampliamente movilizada en los más diversos textos para hablar de la Argentina.

Seleccionemos dos ejemplos. El primero de ellos forma parte un voluminoso libro que llevaba por título el eslogan del Primer Plan Quinquenal (1947-1951)[85]: “Argentina, Libre, Justa y Soberana”[86], publicado por la dependencia Control de Estado de la Presidencia de la Nación (a cargo del Teniente Coronel Vicente A. Sosa Molina) en colaboración con la Subsecretaría de Informaciones. A lo largo de sus casi 800 páginas, una inconexa sucesión de imágenes, gráficos estadísticos y mapas se esfuerzan para comunicar la obra de gobierno peronista –asimilada a la idea de progreso material, modernidad y justicia social. En particular, se apela recurrentemente a la figura cartográfica para sintetizar interpretaciones complejas sobre la organización geográfica y territorial de la Argentina. Se trata de “dibujos cartográficos”: siluetas rellenadas con información estadística, iconografía alusiva y otros elementos de propaganda persuasiva. Es evidente que no se trata de “retratos científicos del territorio”. Sin embargo, a pesar del uso explícito y deliberado de recursos gráficos retóricos y de su aspecto decontracté, las figuras cartográficas están en perfecta sintonía con las mencionadas normativas legales que el gobierno peronista se preocupaba por aplicar a la producción cartográfica oficial general: incluso cuando el mapa forma parte del fondo de la imagen sin ninguna función específica (figura  1) como cuando se lo utiliza para ubicar ciertos fenómenos (figura 2), se repite con insistencia ese recorte territorial por entonces novedoso que incluía el sector antártico y las islas Malvinas.

 

 

Figura 1. Argentina Justa, Libre y Soberana, 1950, p. 63.

 

Figura 2. Argentina Justa, Libre y Soberana, 1950, p. 63.

 

El otro ejemplo corresponde a la portada del número cinco de la revista Argentina –publicado el 1 de junio de 1949. Ninguna otra ilustración parecía más apropiada que un mapa: el título de la publicación es también el título de la imagen.

 

Figura 3. Revista Argentina, n ª 5, 1 de junio de 1949. Buenos Aires.

 

El mapa muestra los contornos de la Argentina continental, insular y antártica, con dos flechas laterales que indican la extensión de los dos “triángulos”: 3.702 km para el cono del extremo continental y 3.339 km para el cono antártico. En la primera página se explica la ilustración de la tapa:

“El mapa de la República Argentina constituye el tema de nuestra cubierta. Es el primer mapa nacional íntegro que se publica en una revista. Incluye totalmente nuestra heredad: tierras del Continente americano propiamente dicho, insulares de nuestra Plataforma submarina y tierras firmes de Antártida argentina. Este mapa, así concebido, presenta en tono rojo lo que es indiscutible y exclusivamente nuestro. Aparte de las razones históricas inconmovibles que asisten a nuestros derechos, señalamos, con la sola presentación gráfica de nuestra configuración física, las también inconmovibles razones de índole geográfica y geopolítica que los confirman, ratifican y certifican. Sobre dos pautas bien visibles en forma de flecha, y con intención informativa, expresamos la longitud de nuestra Patria, superior a los siete mil kilómetros a un solo viento: el que marca la Cruz del Sur. Estas largas mil cuatrocientas leguas equivalen a la distancia que salva el tren rápido entre San Francisco y Nueva York en una semana de marcha, con sus días y sus noches. La Quiaca, allá en el paralelo 22, y el punto más austral de nuestra Antártida, están separados por una distancia igual a siete veces la existente entre Mendoza y Buenos Aires. ¡Y viajando siempre por tierras y aguas argentinas!”.

El texto, si bien innecesario para la comprensión de la imagen, ordena los sentidos que vehiculiza la metáfora cartográfica. Más aún: la utilización del color rojo para pintar homogéneamente todo el “territorio nacional” es un guiño al ritual cartográfico que los Estados imperiales habían instalado para ilustrar sus dominios en los mapas de divulgación (especialmente, Inglaterra usaba el rosa o el rojo para dar visualidad a sus territorios sobre un mapa planisferio[87]). En efecto, en uno y otro caso se trata de mapas que hacen propaganda política que pretenden persuadir al observador apelando a una serie de estrategias gráficas (énfasis de formas “apropiadas”, supresión de información contradictoria, elección de símbolos provocativos o dramáticos) que también se utilizan en otras áreas de marketing (Monmonier, 1996, p.87).

Sin embargo, en vista del arsenal de estrategias que intervienen en el diseño de la cartografía oficial de la Argentina y los mecanismos de control que escudriñan muy de cerca el cumplimiento de esas normas, habría que reconsiderar si el mapa oficial de un Estado, tomado por válido, verdadero y científico, puede ser, al mismo tiempo, un mapa-propaganda cuya eficacia comunicacional se garantiza también con el silencio sobre las políticas que animan esas intervenciones sobre la imagen. Así ha buscado servir para la evangelización de los ciudadanos en la religión del nacionalismo territorial. Suelen caracterizarse por una preocupación sistemática orientada instalar ciertas ideas sobre el territorio y la nación y, en esos casos, los mapas se pronuncian explícitamente sobre disputas fronterizas, territorios en litigio, tierras prometidas, identidades territoriales (incluso en pequeños sellos postales, como analiza Reguera Rodríguez, 2007[88]).

¿Qué pasa si nos ajustamos a esa idea que a priori sostiene que un mapa propaganda es el resultado de una intervención deliberada sobre la imagen a los efectos de sesgar un mensaje, incorporando o eliminando elementos que, en caso de seguirse el protocolo de procedimientos según la ciencia cartográfica, deberían componer la imagen? Entonces no parece pertinente limitar el concepto de mapa-propaganda a las ilustraciones cartográficas que interpelan al observador con fines persuasivos más o menos explícitos y visibles (como la sátira o la caricatura cartográfica). Sin embargo, es cierto, habría que diferenciar la propaganda –podríamos agregar, oficial- que se ajusta a la política cartográfica del Estado y recurre a los lenguajes de la ciencia y de la técnica, de otros tipos de mapas propaganda deliberadamente más encuadrados en el campo de la gráfica y la comunicación. Pero los puentes entre ambos tipos son más sólidos de lo que parecen a simple vista.

El mapa fuera de la cartografía

Hemos visto que la aparente ingenuidad de ciertas imágenes no invalida el poder sugestivo y adoctrinador que puedan tener. De hecho, la capacidad de persuasión de las imágenes ya no se discute en términos de la “fidelidad” ni de ligazón transparente respecto de un referente. Esto es válido también para aquellas formas cartográficas que no formaron parte de un programa estético o político racionalmente vertebrado. Ello se hace evidente con la selección y el uso que los diseñadores gráficos hacen de las imágenes cartográficas en publicidades: el mapa del terruño, las siluetas de territorios nacionales o el globo terráqueo a menudo son llamados para recordarnos un lugar o alguno de sus atributos corporizado en su territorio (el atributo más recurrente es la unidad misma de ese territorio, incluso cuando esa unidad forma parte más de un imaginario que de una realidad).

Por otra parte, es cierto que la recurrencia de las imágenes cartográficas en todos sus géneros forma parte de nuestra cultura visual. Pero, en rigor, la ubicuidad de los mapas no es algo nuevo. Baste recordar los mapas pintados en las paredes de la Galería de los mapas del Vaticano o los mapas colgados en una sala palaciega en El Escorial durante el siglo XVI para rememorar la función ilustrativa y didáctica. O también el juego de naipes con motivos cartográficos que revela la visión inglesa de los pueblos y países del mundo[89]. Es decir: los mapas no están sólo en los libros de geografía. Por el contrario, cada vez son más los mapas que se confeccionan fuera de los ámbitos especializados en la producción de mapas y, más interesante todavía, cada vez son más los mapas que circulan entre “consumidores” que no han recibido un entrenamiento especializado en la interpretación de mapas. Ese amplio abanico de mapas concebidos y consumidos “fuera de la cartografía” se sigue desplegando: hoy en día los mapas son un insumo más para los diseñadores gráficos y, asociado a ello, la inclusión de mapas en materiales de amplia circulación (los mapas del turismo[90], de las publicidades de las líneas aéreas[91] y de los sellos postales[92], entre otros) desafía nuestra capacidad de interpelarlos.

Reconocer las dimensiones que tiene ese desafío nos lleva necesariamente a admitir que sería imposible hablar de todos los mapas en este artículo o hacer generalizaciones que sean válidas para analizar todos los mapas. Por lo tanto no nos queda sino conformarnos con abrir el juego. Es con esa intención que apuntaré algunas consideraciones breves sobre otros dos géneros de mapas que se producen y circulan “fuera de la cartografía” -las caricaturas cartográficas y los mapas en el arte contemporáneo- a partir de los cuales pretendemos articular las propuestas desarrolladas en la primera parte de este artículo.

Convengamos que ambos géneros están habilitados para tomarse licencias respecto de convenciones que no serían admisibles dentro de las reglas que impone el campo de lo que podríamos llamar cartografía científica. Sin embargo, para constituir la identidad de la imagen tienden ciertos lazos con el discurso cartográfico.

Tal vez la primera marca ineludible es la referencia al territorio. En efecto, en muchas caricaturas el mapa ocupa el lugar del territorio para pronunciarse satíricamente sobre disputas territoriales. El territorio aparece cosificado en su imagen cartográfica. La célebre caricatura política Le Gateau des Roys que condenaba la actitud de los principales artífices de la partición de Polonia en un mapa de 1772 –publicada en Londres por el editor y vendedor de mapas Robert Sayer- parece haber funcionado tan bien que fue retomada y reformulada para expresar situaciones similares en otros contextos: en El pudin de ciruela en peligro (1805), James Gillray adapta la idea al Napoleón Bonaparte y el primer ministro británico William Pitt[93].

La frontera es uno de los temas territoriales más recurrentes en las caricaturas políticas. En el análisis que Zusman y Hevilla hacen de la representación de la frontera chileno-argentina en la caricatura política, llaman la atención sobre un punto: mientras que las decisiones políticas que han definido los límites de ambos estados fueron tomadas lejos de la frontera, la mayor parte de las caricaturas publicadas en dos de los periódicos satíricos de mayor circulación de la época (Caras y Caretas y El Mosquito), eligieron hacer uso de la frontera como escenario de los encuentros, los diálogos y los desacuerdos entre los políticos (Zusman y Hevilla, 2004). Hay que decir que en esas caricaturas, la frontera argentino-chilena fue representada con variadas estrategias gráficas (por ejemplo, el dibujo del perfil montañoso de la cordillera de los Andes), pero también con elementos cartográficos. Y, en este sentido, uno de los recursos ampliamente utilizado es la línea de frontera. Esa línea marca con contundencia lo que hay que ver. Esa línea le da visibilidad a uno de los aspectos menos visibles pero, al mismo tiempo, uno de los más vistos cuando se “observa” ese territorio. Es uno de los menos visibles porque la demarcación de la frontera no es continua y, de hecho, es incompleta. Pero es uno de los más vistos por la susceptibilidad que genera la frontera en un contexto de mutua acusación de apropiaciones territoriales.

El territorio hecho papel deja a la vista una ambigüedad que la caricatura, lejos de resolver, desnuda: por un lado, el territorio es tan familiar y reconocible -a partir del logotipo cartográfico- que parece un objeto natural; por otro lado, el territorio dispuesto sobre una mesa bajo la pluma o el compás que amenazan con modificarlo, revela su artificialidad y, por tanto, que es pasible de ser intervenido, repartido, redibujado.

En la mayoría de las caricaturas políticas el mapa funciona apenas como escenario donde se desarrolla la acción, como mero soporte o coordenadas. El escenario toma forma a partir de ciertos elementos cartográficos seleccionados que guían y orientan, como los límites, el trazado urbano o el sistema de referencias geográficas. Pero aun este recurso aparentemente banal activa ciertas fibras sensibles que operan en el discurso geográfico. No se trata de forzar la atribución de cierto discurso territorial al caricaturista (que seguramente estaba más concentrado en combinar estéticamente las iconografías que mejor le permitieran expresar la sátira). Pero precisamente el hecho de que el caricaturista tome esos recursos para articular una imagen de alto contenido simbólico puede ser sintomático de un sentido común geográfico compartido en una sociedad. Desde el punto de vista metodológico, los elementos cartográficos incorporados en una caricatura –tomados como transparentes o, al menos, comprensibles por la audiencia- pueden ser indagados para desarmar aquellos imaginarios geográficos que, de tan consagrados, forman parte del sentido común y no son sometidos a crítica (incluso, en registros explícitamente críticos).

La otra marca que los mapas “fuera de la cartografía” recuperan es el orden o, dicho en términos específicos, las relaciones espaciales. En Map, de Jasper Johns, el mapa es el tema central de la obra (anunciado incluso en el título), pero son los nombres de los estados escritos en letras de molde los que nos hacen buscar el mapa. Por supuesto que podremos identificar ese referente, más allá de que no tiene ningún rasgo preciso (en el sentido que ese término adquiere para la cartografía). Sin embargo, esos topónimos llevan a componer un orden y a tejer las relaciones espaciales que permiten restituir una imagen de Estados Unidos que es de hecho cartográfica. Incluso resulta sugerente que Jasper Johns haya realizado una serie de objetos nacionales (entre los que se destacan las banderas) o, en otras palabras, que en el campo de las artes, la tematización de la cartografía también implique ciertas connotaciones políticas y nacionales.

El hecho de que el mapa entraña un orden preestablecido y, en cierta medida, rígido ha sido mejor percibido por los artistas: aquellos que se sintieron convocados a trabajar con mapas coinciden en alterar su posición, activar un antagonismo. No parece casual el hecho de que los artistas latinoamericanos, “ciudadanos del hemisferio sur”, concuerden en dar vuelta el mapa. El mapa de la Sudamérica invertida del artista uruguayo Joaquín Torres García (1943) se ha transformado en un ícono reutilizado como logo de conferencias académicas y publicidades. La subversión de la posición del mapa es una vía para impugnar el orden intrínseco a la convención moderna de ubicar el norte en la parte superior del mapa y, así, dar primacía a espacios percibidos como postergados o sometidos.

Ya en 1929 el orden mundial había sido criticado por los artistas a partir del rediseño de la imagen cartográfica: los surrealistas crearon un mundo diferente en un planisferio[94], en el que algunos países tienen territorios descomunalmente extensos mientras que otros, sencillamente, fueron borrados del mapa, el Ecuador es una línea inquietantemente ondulada, y el continente europeo aparece “mutilado y reescrito” (De Diego, 2008, p.12). Parece que estar “contra el mapa”[95] es estar contra el orden.

El orden cartográfico, como clave para el reconocimiento o como ideología contra la que se llama a rebelarse, nos recuerda que “los fenómenos de representación –entre ellos, los fenómenos mnemónicos- figurarán asociados regularmente a las prácticas sociales”[96]. Esta reflexión fácilmente desembocaría en la ya tan reiterada denuncia contra el orden social y político impuesto en la cartografía moderna. Pero tal vez sea el momento de dejar de luchar contra los molinos de viento, abandonar los clichés y proponer una mirada menos ingenua acerca de nuestra relación con nuestras representaciones, los modos en que las recuperamos, las construimos, las manejamos, las transformamos y las reproducimos porque eso podría redundar en prácticas sociales también menos ingenuas en todas las escalas posibles.

La polifonía de las imágenes cartográficas tiene que ser una invitación a desandar los caminos que proponen los mapas, también los “mapas extraños”[97]. Todos esos mapas extraños podrían ser blanco de lecturas geográficas si se partiera de una concepción amplia y flexible del objeto. Con estas reflexiones se pretende revisar simultáneamente las dos tendencias a la miopía que afectan la revisión crítica de las imágenes cartográficas: los mapas “científicos” tienen que ser pensados como objetos gráficos de una cultura visual más amplia y no sólo desde sus directrices preformativas alienadas con cierto discurso cartográfico; al mismo tiempo, los mapas producidos fuera de la ciencia cartográfica deben ser examinados en diálogo con el imaginario geográfico (consolidado en el sentido común a lo largo de una serie de prácticas educativas, comunicacionales, políticas e históricas) que interpelan.

Notas finales para un balance provisorio: la búsqueda de la imagen entre los pliegues del mapa

En un contexto en que los imaginarios se han posicionado como objetos de estudio legítimos, relevantes y complejos entre los intelectuales, la imagen adquiere un espesor conceptual que parece redimirla definitivamente de ese destino subsidiario y marginal al que había quedado relegada.

Aunque nadie discute que “ver no es creer, sino interpretar”[98] y también reconozcamos que “la percepción no puede ser confinada a lo que los ojos registran sobre el mundo exterior”[99], en el caso de los mapas todavía no parece saldada la indagación acerca de qué vemos y qué interpretamos cuando miramos un mapa. Por eso cabe preguntarse una vez más sobre qué es lo que muestran los mapas o, mejor dicho, que es lo que vemos en ellos.

Esa inquietud inspira una examinación crítica del mapa en la que el objeto cartográfico es concebido como una imagen que, si bien participa junto a otras de una cultura visual, tiene cierta especificidad en tanto articula características gráficas y funciones que le son propias. Este trabajo ha propuesto una reflexión sobre esas características propias de los mapas con el objetivo de reinsertar al mapa en esa cultura visual y, así, ampliar las preguntas que lo interpelan.

Dos claves de lectura aparecen como nodales: los vínculos con el nacionalismo y la cuestión de la representación. En la práctica académica, estas dos líneas indagación han transitado caminos casi paralelos. No obstante, ambas tienen un cruce ineludible en la cuestión de la visualidad.

Por un lado, la abundante bibliografía que ha examinado los vínculos entre cartografía y nacionalismo desde una perspectiva crítica demuestra sólidamente que las prácticas cartográficas y los mapas contribuyeron a la formación de identidades nacionales. Los matices que se registran en los diferentes casos no invalidan la regla general: las elites intelectuales y profesionales hicieron de los mapas una herramienta para la cohesión social en clave nacional.

Sin embargo, poco se ha indagado acerca de las resonancias que tienen esos procesos fuera de esos ámbitos explícitamente coercitivos en los que los dispositivos cartográficos fueron manipulados “desde arriba”. La creciente cantidad y variedad de figuras cartográficas hace patente la necesidad de explorar esos otros circuitos. El uso del mapa como metáfora de la nación todavía tiene que ser analizado desde un enfoque más amplio que permita introducir materiales empíricos (otros mapas) de apariencia “menos científica” pero articulados en un mismo discurso (territorial y/o nacional). Un repaso del caso argentino ha demostrado que, en diferentes contextos, el uso repetitivo y “loguificado” de mapas aparentemente ingenuos no sólo no contradecía las normas prescritas en el decreto cartográfico que obligaba a la representación “íntegra” del territorio sino que reforzaba un conjunto de ideas geográficas aprendidas en otras instituciones.

Algunos ejemplos puntuales han servido para dejar planteado que, dada la ubicuidad de las imágenes cartográficas dentro de nuestra cultura visual, todo el análisis no puede agotarse en las políticas cartográficas oficiales. Incluso aquellos mapas que también activan (o al menos buscan activar) la fórmula “territorio = nación” muchas veces lo hacen a partir de una reapropiación de sentidos y no como parte de un discurso monolítico. En este sentido, la eficacia de esas prácticas de construcción de sentidos nacionales y nacionalistas en torno a los mapas ha dado forma a cierto sentido común geográfico que circula más ampliamente y que ya no está atado a las políticas de instrucción o de difusión. Esta advertencia, además de prevenir sobre el riesgo de atribuir intencionalidades anacrónicas a ciertos mapas, pretende ser un llamado de atención para reconsiderar más detenidamente las redes culturales en las que las imágenes cartográficas son comprendidas.

Por el otro lado, la filosofía de la representación intrínseca a la idea misma de mapa parece haber llevado a recaer recurrentemente en la revisión de la relación entre la imagen y un original, un modelo, un referente. En esto opera una presunción de realismo compartida con otras representaciones visuales –pintura, fotografía. Mientras que antes se debatía si las imágenes visuales parecían reales porque verdaderamente se asemejaban a lo real o porque representaban con éxito la realidad, ahora existe cierto consenso para afirmar que “las imágenes no se definen por una cierta afinidad mágica hacia lo real, sino por su capacidad para crear lo que Roland Barthes denominó el ‘efecto realidad’. Las imágenes utilizan determinados modos de representación que nos convencen de que son lo suficientemente verosímiles para acabar con nuestra desconfianza. Esta idea no implica en modo alguna que la realidad no exista o que sea una ilusión, sino que más bien acepta que la función principal de la cultura visual es probar y dar sentido a una variedad infinita de la realidad exterior mediante la selección, interpretación y representación de dicha realidad” (Mirzoeff, 1999, p.66). A partir de estas premisas, el diseño cartográfico impreciso deja de ser entendido como un déficit de racionalidad o cientificidad de la imagen para ser interpretado como una reafirmación de la potencia que tiene el logotipo cartográfico para funcionar como una metáfora de la nación y, en este sentido, “para aprehender conjuntos de significaciones anudadas en lo cotidiano”[100]. El efecto realidad no está anudado a la fidelidad respecto de un referente.

La cuestión de la representación cartográfica podría ser iluminada desde un ángulo diferente si las formas dejaran de ser evaluadas desde los preceptos de la mímesis. El mapa como “cuestión visual” (Carli, 2006, p.85) reclama un estudio de sus formas que, por ejemplo, permita volver a discutir la naturaleza de su función representacional. En este sentido, el estudio de sus contextos de producción, de sus connotaciones ideológicas y de su potencia discursiva puede ser enriquecido si se incorpora su dimensión visual. Incluso haría posible darle “entidad cartográfica” a otros mapas que debido a su ethos ilustrativo han sido considerados superficialmente o, incluso, ignorados (tales como las caricaturas cartográficas o las siluetas territoriales en logos de merchandising y otros mapas decorativos). Sus objetivos son menos deliberados y sistemáticos que aquellos que movieron a las burocracias estatales cuando decidieron intervenir sobre la producción y el control de los mapas. Su aspecto es “menos científico” en muchos casos. ¿Acaso debido a ello los geógrafos le han prestado poca atención? ¿Acaso debido a ello algunos de esos mapas han sido estudiados por otros especialistas en sus dimensiones gráfica, iconográfica, estética o comunicacional? Ese universo de mapas -que circulan masivamente y que participan de nuestra cultura visual- todavía espera una examinación crítica que vaya más allá de la casuística. Sobre todo porque esas consideraciones centradas en la estética de los mapas no siempre son la vía para comprender un aspecto crucial de los mapas: los ecos de los imaginarios geográficos que resuenan en sus formas.

La densidad de las imágenes cartográficas no puede ser recluida a su capacidad metonímica para encarnar la nación. Incluso si nos restringimos a los usos de la figura cartográfica del territorio estatal, el universo es más amplio que el que definen las prácticas de la ciencia geodésica y topográfica. El desafío hoy pasa por abordar el mapa interpelando toda su complejidad cultural y su potencia visual. Esto no implica negar ni desmerecer las nada despreciables funciones que efectivamente se le reconocen al mapa (esto es, herramienta para localizar fenómenos o ilustrar textos). Pero es necesario trascender esa forma elemental de concebir la cartografía en la investigación histórica y social. Es probable que ello sea posible si el mapa es instalado definitivamente en el campo de las imágenes y asumido como un objeto cultural que funciona en una cultura visual específica.

Los mapas pueden ser interpelados como parte de una cultura visual si sus formas visuales son recuperadas como algo más significativo que una “superficie gráfica” o, su contracara, la mera expresión de otros discursos que los atraviesan. Los mapas parecen animarse cuando sus formas y su “cuestión visual” son reinstaladas en la red de instituciones, saberes, prácticas, tradiciones, políticas educativas, sentido común geográfico, sentimientos nacionales, estrategias geopolíticas que los hacen comprensibles para una sociedad. Si en lo simbólico “todas las conexiones no están trazadas de antemano” y “el pasaje entre lo sensible y lo inteligible puede ser pensado a la vez como una vía recta y como un laberinto”[101] tal vez es tiempo de usar los mapas para explorar ese laberinto.

Agradecimientos

Este texto es el resultado de unas reflexiones que he tenido la suerte y el honor de compartir con diversos colegas y amigos. Quiero agradecer especialmente las lecturas de Horacio Capel, Matthew Edney, Perla Zusman, Jean-Marc Besse, Luciano de Privitellio, Julián Gómez y Malena Mazzitelli.

 

Notas

[1] La revisión retrospectiva de la dimensión visual de las disciplinas no es exclusiva de la geografía. Entre los aportes teóricos desarrollados en otros campos hay que mencionar, sin duda, el trabajo de Peter Burke (2001) sobre el uso de la imagen como documento histórico. Desde la filosofía, Juan-Jacques Wunenburger (1995) repasa diversas tradiciones filosóficas para reexaminar el “mundo de las imágenes” y Alberto Mangel (2000) nos hace “leer imágenes” siguiendo un recorrido muy personal a través de la historia del arte. Hans Belting (2002) propone una antropología de la imagen que recupere tanto la especificidad de las sociedades en que las imágenes son animadas como la materialidad en la que esas imágenes son reconocidas (Belting, 2007, p. 13-70). Inés Dussel y Daniela Gutiérrez (2006) convocan a especialistas para discutir las políticas y las pedagogías de la imagen en el ámbito educativo.

[2] Citado en Wilford, 1981, p. ix.

[3] Las expresiones entrecomilladas fueron tomadas del título del libro de Denis Wood (El poder de los mapas) y de los títulos de los capítulos: "Los mapas trabajan al servicio de intereses"; "Los mapas están embebidos en la historia que ellos ayudan a construir"; "Cada mapa muestra esto... pero no aquello"; "El interés al que sirve el mapa está enmascarado"; "El interés está incorporado en el mapa en signos y mitos"; "Cada signo tiene una historia"; "El interés que sirve el mapa puede ser el suyo" (Wood, 1992, p. 3, Índice)

[4] Wood, 1992, p. 182 y 184.

[5] Mirzoeff, 1999, p. 27.

[6] Respecto de la discusión sobre las imágenes en la investigación social, una iniciativa notable fue el “Primer Congreso Internacional sobre Imágenes e Investigación Social”, organizado por el Laboratorio Audiovisual de Investigación Social del Instituto Mora (Ciudad de México) en 2002. Véase Aguayo y Roca, 2005.

[7] Wunenburger; 1995, p. 34.

[8] Wunenburger, 1995, p. 35.

[9] Mirzoeff, 1999, p. 28.

[10] Driver, 2003, p. 229.

[11] La revisión retrospectiva de la dimensión visual de las disciplinas no es exclusiva de la geografía. Entre los aportes teóricos desarrollados en otros campos hay que mencionar, sin duda, el trabajo de Peter Burke (2001) sobre el uso de la imagen como documento histórico. Desde la filosofía, Juan-Jacques Wunenburger (1995) repasa diversas tradiciones filosóficas para reexaminar el “mundo de las imágenes” y Alberto Mangel (2000) nos hace “leer imágenes” siguiendo un recorrido muy personal a través de la historia del arte. Hans Belting (2002) propone una antropología de la imagen que recupere tanto la especificidad de las sociedades en que las imágenes son animadas como la materialidad en la que esas imágenes son reconocidas (Belting, 2007, p. 13-70). Inés Dussel y Daniela Gutiérrez (2006) convocan a especialistas para discutir las políticas y las pedagogías de la imagen en el ámbito educativo.

[12] Schwartz y Ryan, 2003, p. 3.

[13] Ryan, 2003, p. 233.

[14] La revisión de la relación de los geógrafos con las imágenes incluye el análisis de los modos en que los geógrafos usan transparencias o presentaciones de PowerPoint en congresos y clases (Rose, 2003) y el análisis de la producción de imágenes por parte de jóvenes que se expresan sobre la cuestión ambiental (Hollman, 2008b).

[15] Carl Sauer, “La educación de un geógrafo”, reproducido en García Ramón, 1984, p. 40.

[16] Algunos trabajos discuten específicamente el vínculo entre geografía y cartografía (Girardi, 2003; Córdoba y Ordóñez, 2001; Quintero, 2007). Pero, además, los lazos que emparentan a los geógrafos con los mapas aparecen como tema central y convocante en reuniones académicas (“El mapa com a llenguatge geogràfic”, Societat Catàlana de Geografia, 29 al 31 de mayo de 2008, Barcelona).

[17] Véase Robinson, 1979; Borchert, 1987; Woodward, 1992.

[18] Una antología de la propuesta teórica de Brian Harley se encuentra sistematizada en la obra póstuma La nueva naturaleza de los mapas. Ensayos sobre la historia de la cartografía (2001). Por otra parte, Matthew Edney narra los orígenes y el desarrollo de las teorías cartográficas de Harley en el número monográfico de Cartographica. The International Journal for Geographic Information and Geovisualization (n° 54, 2005).

[19] Harley, 2001, p. 83.

[20] Harley, 2001, p. 188.

[21] Harley, 2001, p. 189-90.

[22] Harley, 2001, p. 199-200.

[23] Uno de los interlocutores más críticos de Harley ha sido J.H. Andrews, quien ha tenido a su cargo el ensayo que antecede los textos de Harley en el libro La nueva naturaleza de los mapas. Ensayos sobre la historia de la cartografía (2001). Allí Andrews desarrolla algunos de sus cuestionamientos, p. a) rechaza la retórica cartográfica harliana porque ésta asume que los mapas tienen significados intrínsecos (31); b) refuta la idea de “imagen total” que Harley usaba para incluir la ornamentación lateral del mapa como parte del mapa mismo y, en cambio, la ubica como un “ejercicio marginal” (32) que no puede adscribirse al cartógrafo sino a un conjunto de sujetos que participan del mapa ad hoc; c) critica duramente las generalizaciones que, según él, Harley hace sobre la naturaleza política de los mapas y los enunciados simbólicos asociados a ella: ataca el método y afirma que esos enunciados no se desprenden de lo que está escrito en los mapas sino que son inferidos del contexto de producción casi sin considerar el mapa mismo: “Harley muestra a los historiadores cartográficos esencialmente como importadores de ideas, casi nunca como exportadores. (…) Introduce la cartografía en la corriente intelectual dominante de su época y se encuentra con que su esencia se diluye hasta hacerla irreconocible” (55).

[24] Andrews, 2001, p. 23.

[25] Casey, 2002; Schwartz y Ryan, 2003.

[26] Quintero, 2007, p. 557.

[27] Entre los rasgos que definen a los mapas topográficos de siglo XIX suelen mencionarse “el mayor detalle y expresividad de los mapas que se publican, la creciente precisión lograda por el empleo de grandes escalas, la mejora en los sistema de representación del relieve, y la generalización de levantamientos topográficos que se apoyan en redes geodésicas homologadas internacionalmente, [así como la] creciente uniformidad de la producción cartográfica, propiciada por la homogeneización de la simbología y la internalización del sistema métrico-decimal. Falta, no obstante, añadir lo principal. La cartografía del siglo XIX no es tan sólo una cartografía expresiva, precisa y de base científica es, sobre todo [...]  una empresa del Estado” (Nadal y Urteaga, 1990, p. 9; los destacados son nuestros).

[28] El mapa temático se caracteriza por la selectividad de la información que articula y combina, acotada a uno o varios temas. Suele recurrir a ciertas convenciones gráficas (por ejemplo, el uso de símbolos de implantación puntual, lineal o areal) que conocieron una progresiva estandarización en los últimos dos siglos. En particular, el mapa temático es asumido como algo distinto del mapa topográfico (que representa el relieve), aunque las bases y los límites de esa distinción siguen siendo discutidos por los especialistas (¿el relieve no puede ser considerado un tema y, así, el mapa topográfico no sería otra cosa que un tipo específico de mapa temático?). Sin embargo, la diferencia más sustancial parece radicar en las capacidades y las técnicas usadas para hacer uno y otro: mientras que para hacer mapas topográficos se requiere de relevamiento en el terreno e instrumental de medidas, para hacer mapas temáticos alcanza con ordenar sobre un mapa-base un conjunto de datos (con lo cual, la elaboración de un mapa temático deja de ser una experticia propia de un cartógrafo y, en cambio, puede ser asumida por un diseñador o por otros profesionales). Esta bifurcación data de principios del siglo XIX, cuando la cartografía ya mostraba sus límites como herramienta de inventario: luego de varios siglos de acumular y desplegar información sobre el mapa al compás de las exploraciones, el mundo parecía ya capturado en una red de informaciones que podían articularse (encuestas de naturalistas, observaciones meteorológicas, oceanográficas, censos, estudios médicos y sociales). En ese contexto, la carta topográfica no podía seguir respondiendo “a todas las curiosidades sin perjuicio de su eficacia de comunicación” y parecía imprescindible diseñar algún otro instrumento de representación que permitiera “profundizar” esos conocimientos. Para esta síntesis histórica me he basado en el exhaustivo estudio de Gilles Palsky (2003). También véase Joly, 1976, p. 30-31.

[29] Algunos de los historiadores que han trabajado con interpretaciones similares son Harley y Woodward (1987), Wilford (1981), Thrower (1996), Jacob (1992).

[30] Más específicamente, “un léxico cartográfico consiste en todos los topónimos o nombres de lugares que los hablantes de un lenguaje compartido adscriben a su paisaje. Esos lenguajes, en cambio, configuran topónimos según una gramática cartográfica, un marco lingüístico o cognitivo que podríamos llamar plantilla [template, en el original]. Juntos, topónimos y plantilla, constituyen una ciencia cartográfica, o un modo de conocer y clasificar el espacio” (Smail, 1999, p. xi).

[31] Jacob, 1990, p. 29-138.

[32] Tolías, 2007, p. 639.

[33] Para ilustrar esta omisión del asunto cartográfico en estudios sobre las imágenes elegimos citar sólo algunos de los trabajos más sólidos y originales sobre imágenes, cuyos aportes han sido, de todos modos, muy sugerentes para esta investigación: Barthes, 2001; Burke, 2001; Belting, 2002b; Manguel, 2000; Wunenburger, 1995. La ambiciosa colectánea titulada The Visual Culture Reader, editada por Nicholas Mirzoeff (1998), incluye sesenta artículos que recorren una gama muy amplia de temas relacionados con la cultura visual en nuestras sociedades contemporáneas que incluye desde textos clásicos de Jacques Lacan (“What is a Picture?) y Roland Barthes (“The rethoric of the image”) hasta artículos postmodernos, como los artículos de Reina Lewis (“Looking good: the lesbian gaze and fashion imagery”) y Ann McClintock (“Soft-soaping empire: commodity racism and imperial advertising”); sin embargo, ninguno de esos artículos aborda la cuestión de los mapas, como si las imágenes cartográficas no constituyeran un aspecto esencial de nuestras experiencias visuales.

[34] Gombrich, en “El espejo y el mapa: teorías de la representación pictórica” (1982, p. 172-214) reconoce la necesidad de repensar los límites y los alcances de la representación pictórica pero, en cambio, asume concepciones rígidas sobre la imagen cartográfica. Afirma, por ejemplo, que “los mapas presentan al parecer problemas menos esquivos: conocemos el tipo de información que ofrecen, sabemos que contienen una leyenda que explica los símbolos que se utilizan para representar ‘universales’ tales como iglesias, oficinas de correos, líneas ferroviarias y ríos. Sabemos asimismo que su escala nos permite reducir las distancias entre símbolos del mapa a distancias en la ciudad o el campo; sabemos que la cuadrícula nos permite localizar cualquiera de los elementos de la lista en un cuadrado concreto. En seguida aprendemos la aplicación y los límites de estas útiles herramientas. Pero, ¿qué nos dice exactamente la fotografía con gran angular? Dónde están sus límites?” (Gombrich, 1982, p. 174).

Mauricio Vitta (1999) publicó uno de los pocos estudios sobre imágenes que incluye una parte dedicada al análisis de las cartografías. Pero esa parte aparece bajo el título “Imágenes científicas” (capítulo 3 de la tercera parte), lo que en sí mismo define un enfoque limitado sobre la naturaleza de los mapas. Eso queda claramente manifiesto por la oposición que marca respecto del capítulo que lo antecede, “Imágenes del arte” (capítulo 2 de la tercera parte). Este tipo de planteos hace agua cuando se pretende abordar mapas renacentistas, donde el límite entre el arte y la ciencia de hacer mapas no puede discriminarse con tanta claridad.

Santos Zunzunegui Díez (1989), aunque intenta “privilegiar una aproximación a la imagen como lenguaje” (11) –lo que, al menos en apariencia, se ajusta muy bien al análisis cartográfico ya que ése ha sido uno de los enfoques más desarrollados desde la semiótica de Bertin en adelante- apenas hace una mención muy superficial a los mapas (menos de una página de extensión y débil en su contenido) y que sigue la misma lógica de los trabajos que citamos unas líneas más arriba: el apartado “La representación del mundo en imágenes” –que vagamente alude a la cartografía- forma parte del capítulo “XII. El periodo de la imagen única” dentro de la tercera parte denominada “Elementos para una historia de la imagen”.

Harley cita otros trabajos que adoptan enfoques similares, como Umberto Eco en su Tratado de semiótica general y Rudolf Arnheim en New essays on the psychology of art (Harley, 2001, p. 313).

[35] Carli, 2006, p. 86.

[36] Burke, 2001, p. 51.

[37] En la formulación original de Edwin Panofsky (1939), la interpretación de las imágenes se divide en tres niveles. El primero o preiconográfico consiste en la identificación de objetos a partir de “relaciones naturales”. El segundo nivel, el propiamente iconográfico, procura abordar el “significado convencional” o simbólico de la imagen. Finalmente, el nivel iconológico apunta a desentrañar el “significado intrínseco” de la imagen, es decir, los principios que la estructuran. Este enfoque recibió un importante impulso del grupo de Hamburgo –del que participaron Fritz Saxl (1890-1948), Edwin Panofsky (1892-1968) y Edgar Wind (1900-1971), entre otros.

[38] Burke, 2001, p. 52.

[39] Burke, 2001, p. 53.

[40] Harley, 2001, p. 191.

[41] Pickles, 1992, p. 193.

[42] Harley, 2001, p. 62.

[43] Cuando Harley usa esa expresión apunta a “develar la agenda oculta de los mapas”, a partir de una epistemología “alternativa, arraigada en la teoría social más que en el positivismo científico” (Harley, 2001, p. 189). Christian Jacob retoma la idea de Harley y da ese nombre a la introducción de su tratado sobre teoría de la cartografía: “Introduction: Entre les lignes de la carte”. Afirma que “el punto de partida de nuestro primer recorrido es la convicción de que el efecto de sentido propio de los mapas geográficos resulta tanto de los itinerarios y de la hermenéutica del lector como de la intencionalidad y de los artificios visuales del propio cartógrafo” (Jacob, 1992, p. 25).

[44] En este punto cabe una critica a un trabajo anterior, en el que proponía “claves acerca de la textualidad cartográfica” (Lois, 2000). Afirmaba que “conceptualizar los mapas como textos requiere superar las interpretaciones derivadas de la lingüística saussureana” y que “es cierto que si se retoman estas postulaciones, el mapa no puede ser considerado un texto. Pero también es cierto que estas postulaciones se refieren a un tipo de signo específico: el signo lingüístico. En rigor, son estas cualidades del código lingüístico y no del texto propiamente dicho.” Finalmente, el aporte era considerar que las estrategias metodológicas del análisis del discurso eran pertinentes para el estudio de los mapas: “los objetos empíricos textos pueden abordarse en términos de discurso, analizando las huellas (materializadas en las materias significantes) que se manifiestan en el texto y que dependen de distintos niveles de determinación. La interpretación de tales huellas se orientará hacia el análisis de las operaciones discursivas que en el proceso de producción de ese discurso las han investido de sentido” (251).

[45] Kitchin y Dodge, 2007, p. 341.

[46] Si es cierto que estamos construyendo un nuevo paradigma (“procesual” según Kitchin y Dodge; “representacional” según Edney) es porque ya hemos incorporado los planteos de Harley pero necesitamos superarlos para dar respuesta a los interrogantes de nuestro tiempo. Ya no estamos buscando “significaciones ocultas” en los mapas ni creemos que el poder que tienen las cartografías radique en una esencia íntima propia de la naturaleza de los mapas. Esta forma de plantear las discusiones recientes sobre los estudios sobre la cartografía y sobre la historia de la cartografía debe mucho a una conversación que tuve con Matthew Edney en Madison en febrero de 2009. He basado las interpretaciones que expongo aquí en reflexiones compartidas y debatidas, pero lo eximo de cualquier desacierto de mis postulados.

[47] Alpers, 1983, p. 195.

[48] Jacob, 1992, p. 50.

[49] Algunos de ellos fueron: William Cuningham, The Cosmographicall Glasse (1559, Londres); Gérard De Jode, Speculum Orbis Terrarum (1578, Amberes) y Waghenaer, Spieghel der Zeervaert (1583, Amberes). Sobre el uso de la metáfora del espejo, véase Besse, 2003, p. 277; y Harley y Zandvliet, 1992, p. 10.

[50] "Et comme par l’astrolabe on ha la congnoissance du Ciel, par le Miroir ou mapemonde on aura celle de la Terre & de ses parties" (Focard, 1546, p. 147). Poco se sabe de la vida de Jacques Focard de Montpellier. Se conoce el libro sobre astronomía, geometría, trigonometría, geodesia y cosmografía que compuso en Lyon en 1546 del que consulté el ejemplar: Focard, Jacques. Paraphrase de l’astrolabe, contenant les principes de geometrie. La sphere. L’astrolabe, ou, declaration des choses celestes. Le miroir du monde, ou, exposition des parties de la terre. Lyon, 1546. John Carter Brown Library, Providence, E546 F652p.

[51] Casey, 2002, p. 12.

[52] Me ha llamado la atención que Edward Casey mencione que, dentro de cierta historiografía del arte americano, la tradición topográfica es leída como una etapa preliminar o más primitiva, una suerte de “topofilia literalística”, luego de la cual “el retrato dio paso a la pintura” en una suerte de evolución hacia formas más creativas. Es curiosa la coincidencia entre esa descalificación y los modos en que los enfoques historiográficos más tradicionales de la historia de la cartografía afirman, a su vez, que los mapas de ese periodo son “pre-científicos” y que, con el desarrollo técnico, se irían transformando en “verdaderas” representaciones geográficas.

[53] En su crítica a los presupuestos de precisión y realidad que encarnan los mapas hoy, Harley y Zandvliet han identificado en la metáfora del espejo las raíces de ese “rol de verdad” que parece asumir el mapa indiscutidamente: “Es posible rastrear los orígenes de la creencia en la objetividad del lenguaje conceptual de los cartógrafos en el siglo XVI. El ‘rol de la verdad’, escribió Mercator a Ortelius, fue descuidado en muchos mapas, y –agregó- aquellos provenientes de Italia fueron ‘especialmente malos en este aspecto’. En 1592 Petrus Plancius afirmaba que sus mapas eran dibujados con la más grandiosa precisión” (Harley y Zandvliet, 1992, p. 11).

[54] Gombrich, 1982, p. 172-214.

[55] Wood, 1992, p. 4.

[56] Belting, 2002b, p. 12.

[57] Belting, 2002b, p. 12.

[58] Desde La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía, de Roland Barthes (1980), muchos otros han retomado los interrogantes abiertos por el semiólogo francés en torno a la relación entre imagen, realismo y realidad. Específicamente sobre la fotografía y la imaginación geográfica, véase Schwartz y Ryan, 2003.

[59] Bryson, 1983, p. 13,

[60] Un detalle de esta discusión en Arnheim, 1969, p. 81.

[61] Ricoeur, 2000, p. 65.

[62] Capel, 1973, p. 72.

[63] Arnheim, 1969, p. 81-83. En el caso del continente americano, se remarca la tendencia a alinear ambas masas de tierra de forma más simétrica de lo que en realidad están. Esto conecta con la naturaleza simbólica de los mapas: al igual que otros simbolismos, el mapa como imagen simbólica pone en juego “una doble propiedad: por un lado, pertenece a un régimen de violencia intrínseca, de lazo fuerte entre sentido y figura, lo que por otra parte da cuenta de la universalidad y del carácter invariante de […] los símbolos; pero, por el otro, conoce un régimen de libertad interior, de juego, de margen, que facilitad precisamente la creatividad simbólica y permite individualizar los procesos de interpretación” (Wunenburger, 1995, p. 55-56).

[64] En 1923, John Paul Goode, el jefe de la más afamada oficina privada de cartografía de Estados Unidos (Rand MccNally), diseñó una proyección homolosina con el objetivo explícito de “contestar y desafiar las distorsiones perpetuadas por la proyección Mercator”. La tibia respuesta del público hizo que Rand MacNally decidiera publicar los mapas de Goode para el público escolar pero mantuvo los mapas mercatorianos para los productos dedicados al público genera (Shulten,  2001, p. 1-3).

[65] Uno de los debates más resonantes es el promovido por Arno Peters, quien, recuperando una proyección diseñada en 1885 por James Gall, instaló la que vendría a ser conocida como “proyección Peters” al mismo tiempo que militaba en favor del uso de proyecciones equiareales para evitar “lecturas distorsionadas” de la geografía mundial basadas en proyecciones sesgadas políticamente con valores cuestionables, tales como el eurocentrismo. Para una síntesis del debate, véase Monmonier, 2005.

[66] Denis y Kaiser citan el estudio que hizo Thomas Saarinen: el análisis de los mapas del mundo dibujados por 3568 estudiantes de 75 universidades ubicadas en 52 países diferentes revela que, aunque la mayoría tiende a ubicar su propio lugar en el centro del mapa y a dibujarlo con mayor nivel de detalle, la mayoría reproduce algunos “principios mercatorianos”: el sobredimensionamiento del hemisferio norte, la duplicación del tamaño de Europa y la exageración de Groenlandia (Wood y Kaiser, 2001, p. 36).

[67] Belting, 2002a, p. 15.

[68] Huff, 1954, p. 11.

[69] Sobre la relación entre cartografía topográfica y estados nacionales, véase Nadal y Urteaga, 1990; Thrower (1996; especialmente los capítulos 8 “Cartografía moderna: mapas oficiales y semioficiales” y 9 “Cartografía moderna: mapas privados y mapas institucionales”) Capel, 1982; Capel, Sánchez y Moncada, 1988; Harvey, 1990.

[70] Anderson, 1991, p. 229.

[71] Tagg, 1988, p. 12.

[72] El trabajo de Simon Schama (1995) sobre nación y paisaje es una referencia ineludible. Sobre la relación entre fotografía y nacionalismo, véase Jäger, 2003.

[73] Burke, 2001, p. 55.

[74] Jäger, 2003, p. 117.

[75] El estudio más refinado sobre este tema sigue siendo el libro de Thongchai Winichakul (1994).

[76] Un análisis de las normas legales que determinaron cierta representación cartográfica de la Argentina, véase en Lois y Mazzitelli, 2004.

[77] Para el caso argentino, sobre la idea de nación en la escuela, véase Romero et al., 2004 (en particular, el capítulo 3: “Los textos de Geografía: un territorio para la nación”).

[78] La idea de que hay una relación íntima entre “los factores geográficos y la unidad política” ha sido recurrentemente desarrollada, entre otros, por Federico Daus en sus conocidos libros de instrucción geográfica escolar. Véase, Daus (1967), Geografía y Unidad Argentina, Buenos Aires.

[79] Este decreto fue la respuesta a la publicación de un mapa en el primer tomo de la Enciclopedia Sopena con errores en la demarcación de la línea fronteriza y en la mención de lugares poblados (pues no figuran localidades consideradas importantes), y que, además, no incluía los territorios sobre los que el gobierno argentino reclama soberanía. El decreto Nº 75.014 obliga a inscribir en el Registro Nacional de la Propiedad Intelectual cualquier cartografía de la Argentina y a la remisión del mapa a publicar al Instituto Geográfico Militar para que sea inspeccionado con el objetivo de establecer si “contiene datos erróneos” (sic).

[80] Sin el sector antártico, la superficie del territorio argentino calculada en la década de 1920 era los 2.784.360 km2. Con esa anexión, la “nueva” superficie llega a 4.025.695 km2 (Mazzitelli, 2008).

[81] Véase Pickles, 1992; Monmonier, 1996 (especialmente, capítulo 7 “Maps for Political Propaganda”).

[82] Pickles, 1992, p. 199.

[83] La Subsecretaría de Informaciones y Prensa había sido creada por decreto del general Ramírez, presidente militar de facto, en octubre de 1943. Incluía cinco oficinas especializadas: Dirección General, Dirección de Prensa, Dirección de Radiodifusión, Dirección General de Propaganda (que incluía la Dirección de Difusión y la de Publicidad) y la Dirección de Espectáculos Públicos, a las que luego se sumó la Dirección General de Administración, en 1946” (Gené, 2005, p. 32).

[84] Gené, 2005, p. 14.

[85] El gobierno peronista diseñó e implementó dos planes de gobierno (1947-1951 y 1952-1955, el segundo, inconcluso por el derrocamiento del gobierno) que, si bien estaban centrados en la planificación económica y en la nacionalización de los servicios públicos, abarcaban también los sectores de la educación, la cultura, la salud, la seguridad nacional, la justicia, el comercio exterior, el transporte y las obras públicas.

[86] El colofón agrega que "la dirección y realización del trabajo estuvo a cargo del Mayor Luis Guillermo Bähler, secundado por los educacionistas Luis Ricardo Aragón y José Edmundo Caprara".

[87] Benedict Anderson sostiene que el uso de colores como estrategia visual que asocia categorías similares (dominios territoriales de un Estado) y disocia categorías diferentes (dominios territoriales de diferentes estados) -tan popular en los mapas británicos, que además de usar el rojo o rosa para los dominios propios usaba el púrpura para las colonias francesas y el amarillo o marrón para las holandesas- contribuyó a instalar la imagen del mapa-rompecabezas que tan funcional es a la misma idea de mapa-logotipo (Anderson, 1991, p. 244-246).

[88] Mark Monmonier ha llamado la atención sobre la “propaganda cartográfica sutil y no sutil” de ciertos sellos postales argentinos que muestran las Malvinas como parte del territorio argentino (Monmonier, 1996, p. 93).

[89] El juego cortesano de la geografía es un juego de naipes aparecido hacia 1820. Cada uno de los cuatro continentes es (alegóricamente) representado con un palo: Europa, corazones; Asia, diamantes; América, espadas; África, bastos. El as corresponde al mapa del continente, y los países son ordenados (con la numeración) jerárquicamente en el resto de las cartas. Se reservan las cartas de las figuras para los monarcas. El juego incluye una introducción a la geografía con descripciones de los continentes y países representados (Barber, 2006, p. 256).

[90] Fiori, 2005; Lois, Troncoso y Almirón, 2008; Martinelli, 1996; Miranda Guerrero y Echamendi Lorente, 2005;

[91] De Syon, 2007.

[92] Reguera Rodríguez, 2007; Monmonier, 1996.

[93] Barber, 2006, p. 226.

[94] El mapa en cuestión fue publicado en una doble página (27-28) de la revista belga Varietés, bajo el título “Le Monde ou temps de les Surréalistes”.

[95] “Contra el mapa” es el título del sugerente ensayo de la española Estrella de Diego, en el que los mapas producidos en el campo del arte son puestos en escena de un modo provocador. El mapa de los surrealistas abre su discusión, pero la autora hilvana otros mapas y otros contextos en diálogo con los enfoques de análisis derivados de la propuesta de Harley.

[96] Ricoeur, 2000, p. 170.

[97] Esta expresión alude explícitamente a la colección recopilada en el blog <http://strangemaps.wordpress.com>.

[98] Mirzoeff, 1999, p. 34.

[99] Arnheim, 1969, p. 80.

[100] Wunenburger, 1995, p. 43.

[101] Wunenburger, 1995, p. 56.

 

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ZUSMAN, Perla y Cristina HEVILLA. Las caricaturas periodísticas de finales de siglo XIX en la constitución de las fronteras del Estado Nación argentino. Revista Litorales, 2004, año 4, n°5.

 

[Edición electrónica del texto realizada por Gerard Jori]

 

© Copyright Lois, 2009.
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Ficha bibliográfica:

LOIS, Carla. Imagen cartográfica e imaginarios geográficos. Los lugares y las formas de los mapas en nuestra cultura visual. Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. Barcelona: Universidad de Barcelona, 1 de septiembre de 2009, vol. XIII, núm. 298<http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-298.htm>. [ISSN: 1138-9788].


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