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Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XIII, núm. 299, 15 de septiembre de 2009
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

 FUNCIONES ECOLÓGICAS DEL ESPACIO LIBRE Y PLANIFICACIÓN TERRITORIAL EN ÁMBITOS METROPOLITANOS: PERSPECTIVAS TEÓRICAS Y EXPERIENCIAS RECIENTES EN EL CONTEXTO ESPAÑOL

José Mª Feria Toribio
Departamento de Geografía, Historia y Filosofía. Universidad Pablo de Olavide
jmfertor@upo.es

Jesús Santiago Ramos
Departamento de Geografía, Historia y Filosofía. Universidad Pablo de Olavide
jsanram@upo.es

Recibido: 3 de abril de 2008. Devuelto para revisión: 28 de septiembre de 2008. Aceptado: 19 de febrero de 2009.


Funciones ecológicas del espacio libre y planificación territorial en ámbitos metropolitanos: perspectivas teóricas y experiencias recientes en el contexto español (Resumen)

El espacio urbano puede ser entendido como un paisaje ecológico, en el cual tienen lugar procesos naturales que inciden de forma notable en la calidad ambiental de la ciudad. El espacio libre juega un papel básico como soporte de dichos procesos, y también como elemento estructural fundamental para la integración armónica del tejido urbano en el entorno natural y rural circundante. El reconocimiento de las funciones ambientales y territoriales del espacio no construido implica necesariamente un cambio en nuestra forma de entender, estudiar y ordenar los ámbitos urbanos y metropolitanos. El concepto de servicio ecológico aplicado al espacio libre, así como la adopción de planteamientos teóricos y metodológicos vinculados a la ecología del paisaje, pueden facilitar esta adaptación de la práctica urbanística hacia unos planteamientos más sostenibles. Algunas experiencias recientes de ordenación en el contexto español, como los planes de las áreas metropolitanas de Sevilla o Córdoba, sirven de ejemplo de este cambio de perspectiva.

Palabras clave: áreas metropolitanas, ecología urbana, espacio libre, planificación física, servicios ecológicos.

Ecological functionality of open spaces and physical planning in metropolitan areas: theoretical approaches and recent experiences in the Spanish context (Abstract)

Urban areas can be perceived as ecological landscapes, in which several natural processes take place and influence the global environmental quality of the city. Urban open spaces play an important supporting role for these processes, an also act as a key factor for a harmonious urban-countryside relationship. The recognition of this environmental functionality of open spaces must lead us to change the way we conceive, study and plan urban and metropolitan areas. The concept of ecosystem services, as well as the theoretical and methodological bases provided by landscape ecology, are useful tools that can help to achieve a more sustainable approach to urban and metropolitan planning. Some recent planning experiences in Spain, like the metropolitan plans of Sevilla and Córdoba, are good examples of this ongoing process of change in the context of physical planning.

Keywords: ecosystem services, metropolitan areas, physical planning, urban ecology, urban open spaces.

El importante papel que juegan o deben jugar las ciudades en las estrategias orientadas a la sostenibilidad es ampliamente aceptado en la actualidad. No obstante, la implementación de criterios ecológicos sólidos y de determinaciones ambientales efectivas en los instrumentos de ordenación de los ámbitos urbanizados aun parece, a día de hoy, claramente insuficiente. Esta situación no se debe tanto a una carencia de conocimiento científico sobre la ecología de las ciudades, como a una cierta inercia en la práctica del urbanismo, que ha tendido a lo largo de su historia a subordinar el papel de los procesos y elementos naturales en relación a la construcción física de la ciudad. La notable influencia de las ciudades en la problemática ambiental global, y el deterioro de las condiciones de vida en los ámbitos urbanos a causa de procesos como la contaminación atmosférica, la alteración del clima local o la pérdida de espacios de considerable valor natural y paisajístico, invitan a revertir esta tendencia de la práctica urbanística, y a incorporar progresivamente la dimensión ecológica en los procesos de planificación. Si tenemos en cuenta las estimaciones que indican que, en el momento actual, la población urbana supone alrededor de un cincuenta por ciento de la población global (Naciones Unidas, 2008), y que este porcentaje tenderá a aumentar en las próximas décadas, este reto se convierte en una cuestión aun más urgente.

Desde un punto de vista ecológico, la ciudad o, en mayor medida, el territorio metropolitano, pueden ser entendidos como un mosaico de hábitats, es decir, un paisaje ecológico heterogéneo y complejo. En este sentido, el espacio libre (entendido aquí, desde una óptica vinculada más a la ecología del paisaje que a la tradición urbanística, como espacio no construido) engloba un conjunto muy diverso de ecosistemas fragmentarios y con un diferente grado de alteración. Estudios recientes en el campo de la ecología urbana demuestran que estos espacios constituyen el soporte de importantes procesos ecológicos que subsisten a las presiones antrópicas derivadas de las actividades propias de la urbe, y que en última instancia son la base de una serie de servicios ecológicos (Daily, 1997) de notable incidencia en la calidad ambiental del medio urbano (Bolund y Hunhammar, 1999; Whitford et al., 2001; Pauleit et al., 2005; Tratalos et al., 2007). Dichos servicios abarcarían desde la regulación de los fenómenos hidrológicos en el tejido urbano hasta la mejora de la calidad del aire, la moderación de la temperatura o la provisión de espacios para el refugio de la biodiversidad. Esta funcionalidad ecológica actúa además como complemento a la tradicional funcionalidad pública de muchos espacios abiertos, dado que el mantenimiento de los procesos ecológicos y de un cierto grado de naturalidad en entornos urbanos y periurbanos constituye un magnífico recurso de cara a la educación ambiental y a la formación de una conciencia ecológica entre la ciudadanía.

El reconocimiento de la funcionalidad ambiental del espacio libre conduce necesariamente a un replanteamiento de la forma en que, por norma general, se vienen ordenando los espacios urbanos y metropolitanos. El espacio no urbanizado no puede ser considerado un ámbito residual, siempre disponible para el crecimiento de la ciudad, ya que, como expresión de la matriz territorial y soporte de procesos de naturaleza tanto socioeconómica como ecológica, ejerce una función intrínseca muy valiosa para el conjunto del sistema urbano y constituye, en definitiva, un recurso fundamental para la consecución de una deseable articulación armónica entre la ciudad y el entorno natural y rural (Llop, 2003). A pesar de que, ya desde finales del siglo XIX, se han venido desarrollado propuestas teóricas y modelos urbanísticos (cabe citar, por ejemplo, la obra de pioneros como Howard o Mumford) que con carácter anticipatorio defienden una visión más “sostenible” de la integración de la ciudad en su entorno y del papel de los espacios abiertos, se puede afirmar que la práctica común del urbanismo no ha asumido aún de forma generalizada estos presupuestos. No obstante, algunas experiencias recientes de ordenación han comenzado a tener en cuenta esta perspectiva a la hora de ordenar el crecimiento de ámbitos metropolitanos, rompiendo al menos en parte la tradicional dicotomía campo-ciudad. Desde el punto de vista ecológico, ambos conceptos no son excluyentes, sino que se constituyen como componentes de un sistema unitario y complejo, el ecosistema del territorio metropolitano (Feria, 2001; Belil, 2003). 

El principal objetivo del presente artículo es profundizar en el estudio de esta perspectiva de ordenación de ámbitos metropolitanos, vinculando la reciente reflexión metodológica y conceptual en torno a la ecología del espacio libre con ejemplos concretos de aplicación de la misma. En ese sentido, su reflexión es fundamentalmente metodológica, en el campo de la ordenación territorial, intentando aportar algunos elementos teóricos y operativos que puedan servir de referencia para un nuevo entendimiento y enfoque (sostenible) del espacio libre en la ordenación territorial. De acuerdo a lo anterior, el texto responderá a la siguiente estructura. En primer lugar, se expondrá muy brevemente una revisión genérica de las bases teóricas de la ecología de los ámbitos urbanos y metropolitanos, y se introducirá el concepto de matriz territorial en relación con el espacio libre, para posteriormente analizar algunos de los servicios ecológicos que aporta éste como recursos para la calidad ambiental. En el marco de estos planteamientos teóricos, se realizará a continuación un examen de la problemática asociada a la inserción de la componente ecológica en los instrumentos de planificación física, haciéndose un especial énfasis en los obstáculos y problemas que hasta el momento han dificultado la incorporación de esta perspectiva, así como los nuevos horizontes que se abren por los recientes desarrollos conceptuales e instrumentales en este campo. Como ejemplo de ello, finalmente, se llevará a cabo una revisión de dos experiencias recientes de ordenación de ámbitos metropolitanos, los casos de Córdoba y Sevilla, que vienen a mostrar la progresiva incorporación de la dimensión ecológica en la planificación de las aglomeraciones urbanas en España. A modo de conclusión, se expondrá una breve reflexión sobre las perspectivas de futuro en este campo de trabajo, así como sobre algunas de las principales necesidades de cara al avance en nuestro conocimiento de la ecología de los ámbitos urbanos.

La ecología de los ámbitos urbanos y metropolitanos. Aproximación ecológica al concepto de espacio libre

La mayoría de los estudios sobre la ecología de las ciudades tienden a adoptar uno de los siguientes enfoques teórico-metodológicos: por un lado, es posible centrarse en el análisis del metabolismo urbano, o lo que es lo mismo, de los flujos de materia y energía que circulan a través del ecosistema-ciudad; por otro, se puede asumir una perspectiva de análisis territorial, entendiendo el territorio urbanizado como un paisaje ecológico heterogéneo y fragmentado, en el cual se produce una interacción entre las actividades antrópicas y los procesos ecológicos que, más o menos modificados por la mano del hombre, subsisten en el ámbito de la ciudad o el área metropolitana. En líneas generales, se podría denominar a ambas vertientes, respectivamente, como “ecología de la ciudad” y “ecología en la ciudad” (Marzluff et al., 2008, p. viii). No se trata, en todo caso, de dos aproximaciones excluyentes, sino más bien de puntos de vista complementarios, sin los cuales la caracterización del sistema ecológico urbano estaría incompleta, y que en tiempos recientes tienden a confluir en una única visión más global e integradora (Marzluff et al., íbid., p. ix) .

El primero de estos enfoques puede vincularse por ejemplo a instrumentos habituales de análisis como la conocida huella ecológica (Wackernagel y Rees, 1996) u otros indicadores ambientales; en el plano de la gestión ambiental, esta perspectiva está estrechamente ligada a políticas locales como la gestión del ciclo del agua, el reciclaje de residuos urbanos, o el control de la calidad del aire, así como a herramientas de intervención de carácter global y estratégico como la Agenda Local 21. Atendiendo al balance de energía y materia, la ecología urbana entiende la ciudad como un sistema disipador, que consume recursos naturales del medio exterior y devuelve al entorno productos de desecho y energía en un estado menos aprovechable (Terradas, 2001, p. 35-36). En este sentido, una ciudad o aglomeración urbana puede ser considerada como un ecosistema artificial heterótrofo (Odum, 1983), susceptible de ser analizado con los mismos parámetros de medida y en los mismos términos en que lo son los ecosistemas naturales. No obstante, el ecosistema-ciudad presenta ciertas características definitorias que lo diferencian del resto de ecosistemas, siendo precisamente estas particularidades del metabolismo urbano las que explican el papel de la ciudad como fuente de impactos en la biosfera a escala local, regional y global. Entre dichas características cabe citar la elevada tasa de consumo de recursos en comparación con un ecosistema natural (Odum, 1983, p. 61-68), el predominio de los procesos exosomáticos (externos a los organismos vivos que integran el ecosistema) en el metabolismo de la energía y los materiales (Terradas, 2001, p. 45-46), y el alto grado de transformación de los productos residuales de la actividad urbana (vertidos, residuos, gases contaminantes), que suelen ser extraños (y por ello especialmente dañinos) al medio receptor (Nebbia, 1998, p. 219).

La segunda de las dos aproximaciones mencionadas a la ecología de los ámbitos urbanos asume una óptica que podemos denominar territorial, considerando la ciudad como hecho físico antes que como sistema abstracto, y teniendo en cuenta de forma explícita la dimensión espacial de los procesos ecológicos urbanos. La perspectiva territorial conlleva un cambio conceptual con respecto al enfoque metabólico: la unidad de análisis no es tanto el ecosistema-ciudad, entendido como entidad homogénea y global, como el conjunto diverso y heterogéneo de ecosistemas urbanos que, observados a una escala lo suficientemente amplia, conforman un paisaje ecológico complejo. En consecuencia, el territorio urbanizado puede ser entendido como un mosaico de hábitats (Bettini, 1998, p. 131), dentro del cual se alternan usos de suelo meramente urbanos (residenciales, comerciales, industriales) con espacios abiertos en los que subsiste o emerge, en un grado variable de alteración, lo que se podría denominar como matriz biofísica del territorio (Folch, 2003, p. 35, 284).

Tradicionalmente, desde esta óptica se ha puesto especial énfasis en el rol de las zonas verdes y los espacios abiertos de la ciudad y su entorno como refugio de comunidades bióticas en el seno de un ámbito intensamente antropizado (Sukopp, 2002). Los hábitats urbanos presentan una serie de rasgos distintivos que los diferencian del resto, como son por ejemplo su marcado carácter fragmentario, el elevado nivel de impactos antrópicos que soportan, y el alto índice de presencia de especies exóticas e invasoras (Sukopp y Werner, 1991). Dadas estas características, aproximaciones como la biogeografía de islas o la teoría de las metapoblaciones resultan de especial interés en el análisis de los ecosistemas urbanos (Niemela, 1999, p. 62). Tal es el caso, asimismo, de la aplicación de modelos ecológicos convencionales al medio urbano, como la adaptación del modelo CSR de Grime (1979) llevada a cabo por Gilbert (1989; citado por Bettini, 1998, p. 143); en este ejemplo quedan recogidos todo un amplio espectro de hábitats urbanos que abarcarían desde parques y jardines a terrenos cultivados, pasando por espacios baldíos, márgenes de cursos de agua o escombreras.

Si asumimos una escala de observación más amplia, ligada a ámbitos de carácter metropolitano, resulta de especial interés la visión aportada por la ecología del paisaje. Esta disciplina puede definirse como el estudio de las interacciones entre patrones paisajísticos y procesos ecológicos, y más específicamente, de la influencia de dichos patrones en los flujos de agua, energía, nutrientes y biota (Castro, 2002, p. 19). Si asumimos una visión del paisaje urbano a escala territorial, la ecología del paisaje realiza dos aportaciones fundamentales: establece relaciones entre la estructura del paisaje y aquellos procesos ecológicos relevantes por constituir bienes y servicios ambientales, y proporciona un marco jerárquico para interpretar la estructura, función,  cambio y estabilidad considerando la escala de análisis y estableciendo relaciones entre distintas escalas (Castro, 2002, p. 20). Si bien esta disciplina se ha venido aplicando principalmente a ámbitos naturales y rurales, poniéndose un especial énfasis en lo que respecta a la mejora de conectividad ecológica entre hábitats de especial interés, su traslación al medio urbano resulta perfectamente viable (Sukopp, 2002, p. 382), ya sea para el diseño de redes verdes metropolitanas o para la conservación de funciones ecológicas en el territorio sometido a las dinámicas de crecimiento urbano. Según Burel y Baudry (2002), la aplicación actual de la ecología del paisaje se caracterizaría por los siguientes factores: considerar el espacio de forma explícita, incluir al hombre como parte integrante del sistema ecológico, y reconocer la heterogeneidad espacial de los medios estudiados. Se trata en todo caso de tres pilares imprescindibles a la hora de abordar el estudio de un medio ecológico tan particular como el territorio metropolitano, así como para implementar de forma eficaz los resultados de la investigación en los instrumentos de planificación física (Santiago, 2008).

Como se ha apuntado, el análisis ecológico de un ámbito metropolitano desde una aproximación territorial o paisajística, pondrá el énfasis en el estudio del espacio libre, su estructura, su dinámica y su funcionalidad ambiental. En términos territoriales, puede entenderse el espacio libre como el “suelo no dedicado a usos urbanos o paraurbanos, es decir, espacio mayoritariamente exento de construcciones, sea de uso forestal, pastoral, agrícola o plenamente silvestre, con independencia del estaturo jurídico o del régimen de propiedad a que esté sometido” (Folch, 2003, p. 281). Esta perspectiva, con su consideración explícita del espacio rural y natural como elementos básicos del espacio libre, no debe ser considerada excluyente con respecto a una aproximación más cercana al urbanismo tradicional y vinculada en mayor medida al uso público del espacio. Como indica Sabaté (2003, p. 192) la integración de ambas acepciones parece ser la adoptada por diversas experiencias de planificación a partir de la década de los noventa: en ellas, el sistema de espacios libres se muestra como un conjunto interconectado de parques, jardines y avenidas, interconectados a su vez con parques periurbanos, espacios rurales y naturales del ámbito municipal y otros elementos territoriales como la red hidrológica. Estos planteamientos de carácter sistémico son asumidos, por ejemplo, por la Administración andaluza a través de las recomendaciones recogidas en documentos como “El Medio Ambiente Urbano en Andalucía” (Junta de Andalucía, 1997) o el “Diagnóstico ambiental de las ciudades de más de 30.000 habitantes de Andalucía” (Junta de Andalucía, 2001).

Esta concepción integradora del espacio libre es particularmente adecuada como base conceptual para el análisis de la funcionalidad ambiental que aporta el espacio no construido al medio urbano o metropolitano; funcionalidad que no sólo comprende aquellos procesos relacionados con el mantenimiento de la biodiversidad en ámbitos urbanizados o la provisión de corredores para fauna (Adams y Dove, 1989), sino también servicios de índole hidrológica, microclimática o vinculados a la calidad del aire (Bolund y Humhammar, 1999), que serán abordados con cierto detenimiento en el siguiente apartado. Como es lógico, la naturaleza y función específica de cada espacio concreto, así como de los procesos a los que pueda dar soporte, es variable en función de sus características particulares y su localización. En la periferia, los espacios abiertos conforman una trama que constituye el soporte para el crecimiento de la ciudad, actuando al mismo tiempo como ámbito de transición entre las zonas centrales, de mayor densidad, y el entorno rural y natural. Conforme nos desplazamos hacia el centro urbano, los espacios abiertos representarán normalmente fragmentos aislados e intensamente intervenidos por el hombre, insertados en una matriz densamente edificada; su importancia radica en este caso en su papel como refugio para la biodiversidad y el mantenimiento de ciertos procesos naturales en un contexto fuertemente antropizado y artificial. No obstante, tanto si nos situamos en el centro como en la periferia urbana, el espacio libre mantiene una característica esencial, que es la que determina en última instancia su rol ambiental: constituye el elemento -o, si se prefiere, conjunto de elementos- del tejido urbano donde se preserva la funcionalidad ecológica del territorio.

Atendiendo a los aspectos anteriores, queda patente que el espacio libre tiene un valor ambiental intrínseco en la ordenación de ámbitos urbanos y metropolitanos, por lo que no puede ser considerado meramente como el “negativo” del espacio construido. En términos ecológicos, la definición de espacio libre debe considerar de forma explícita su funcionalidad ambiental, directamente vinculada con la noción de matriz biofísica del territorio. Como se ha mencionado, no se trata de un espacio “en blanco” siempre disponible para el crecimiento de la ciudad o para la implantación de diferentes usos en función de necesidades más o menos circunstanciales, tal y como se ha venido interpretando habitualmente en la práctica de la planificación física. En contraste con el rol pasivo que con frecuencia se le ha adjudicado, el espacio libre se manifiesta como un componente activo del sistema urbano y, como tal, posee unas características estructurales y funcionales propias que deben ser tenidas en cuenta en el proceso de ordenación del espacio urbano o metropolitano. Espacio libre y espacio construido son en definitiva elementos complementarios, íntimamente interrelacionados en el plano físico y funcional, por lo cual el estudio o la ordenación de uno de ellos no puede prescindir de la consideración del otro.

La matriz territorial como fuente de servicios ecológicos

La funcionalidad ambiental del espacio libre, o lo que es o mismo, de la matriz territorial de un ámbito urbano o metropolitano, puede ser analizada tomando como punto de partida el concepto de servicio ecológico (Daily, 1997). La noción de servicio ecológico hace referencia al conjunto de beneficios que la sociedad obtiene de los ecosistemas, ya sea en forma de bienes materiales (materias primas, alimento, energía fósil, etc.) o de servicios en sentido estricto (regulación del clima, regulación de la composición atmosférica, formación de suelos, control de procesos hidrológicos, mantenimiento de recursos genéticos, etc.). Se trata de un concepto de vocación eminentemente práctica, que nos permite cuantificar, evaluar o incluso valorar en términos económicos todas aquellas funciones de la naturaleza que, derivándose de procesos ecológicos, permiten el mantenimiento de las condiciones necesarias para el desarrollo de los sistemas humanos. Tradicionalmente, muchos de estos servicios han sido ignorados tanto por el mercado como por los procesos políticos de toma de decisiones, bien porque se los consideraba (erróneamente) garantizados por la propia dinámica de la biosfera, o bien simplemente porque se ignoraba su importancia para el sostenimiento de los sistemas económicos. De hecho, se ha señalado que este carácter marginal otorgado a los servicios ecológicos está en el origen de la desaparición a escala planetaria de numerosos ecosistemas (Newcome et al., 2005), ya que el valor de las funciones aportadas por estos sistemas naturales no ha sido tenido en cuenta a la hora de sopesar los costes y los beneficios ligados a las diferentes alternativas de intervención en el medio. De esta forma, el beneficio económico más o menos inmediato se ha constituido como el factor de mayor peso en la toma de decisiones, conduciendo indirectamente a un menoscabo progresivo de numerosos sistemas provisores de servicios vitales para la sociedad.

Siguiendo esta misma línea de razonamiento, es posible llevar a cabo una reflexión similar con respecto al tratamiento del espacio libre en los ámbitos urbanos y metropolitanos. La infravaloración de los servicios ecológicos aportados por la matriz territorial, ya sea por la carencia de un marco de ordenación adecuado o por la primacía de criterios de índole estrictamente económica, ha sido determinante para la adopción de modelos de ciudad claramente ineficientes desde el punto de vista ambiental. En muchos ámbitos urbanos, la consideración del suelo no construido como un mero soporte para los procesos de urbanización ha conducido a la degradación o pérdida de numerosas funciones ecológicas, cuya importancia para el mantenimiento de unos niveles aceptables de calidad ambiental en las ciudades comienza ahora a ser suficientemente reconocida.

Si bien en un principio la noción de servicio ecológico se aplicó de forma restrictiva a los ecosistemas naturales, al considerarse éstos la fuente más importante -y, a la vez, más sensible a la intervención humana- de los servicios básicos para el mantenimiento de la vida en el planeta (Daily, 1997), con el tiempo se ha ido aceptando de forma progresiva que los sistemas manejados por el hombre pueden actuar también como generadores de beneficios ambientales para la sociedad (Newcome et al., 2005). Este reconocimiento es cada vez más amplio en relación con los sistemas agroecológicos (Bjorklund et al, 1999; Zhang et al., 2007); aunque en menor medida, también se ha comenzado a analizar el valor de los servicios ecológicos urbanos, ligados fundamentalmente al espacio libre. En el marco de uno de los primeros estudios centrados en esta cuestión, Bolund y Hunhammar (1999) identificaron seis servicios básicos proporcionados por los ecosistemas urbanos de la ciudad de Estocolmo; los servicios analizados, fácilmente extrapolables a cualquier otro ámbito urbano del planeta, son: filtrado del aire, regulación microclimática, reducción del ruido, drenaje de la precipitación, tratamiento de aguas residuales, y valores recreativos y culturales. A esta lista básica de servicios se pueden añadir otros de igual relevancia;  por ejemplo, la función de los ecosistemas urbanos como refugio para la biodiversidad, la funcionalidad del espacio libre en relación con el urbanismo y la integración de la ciudad en el medio natural, o las funciones vinculadas a nuevas formas de uso público que, como la educación ambiental, están íntimamente ligadas al mantenimiento de procesos ecológicos y de un cierto carácter natural en el medio urbanizado. Sin ánimo de realizar un análisis exhaustivo de esta materia, revisaremos a continuación algunos de los servicios que juegan un papel más destacado en la ordenación sostenible de ámbitos metropolitanos.

En el plano de la hidrología, el impacto de mayor magnitud que conlleva el proceso de urbanización de un territorio es la eliminación de la cobertura natural del suelo y su sustitución por superficies y estructuras impermeables (Hough, 1998, p. 39). La impermeabilización del suelo reduce el proceso natural de infiltración del agua, mientras que la pérdida de cobertura vegetal supone una disminución del porcentaje de agua que, procedente de la precipitación, es interceptada por la vegetación o eliminada del medio urbano por medio del proceso de evapotranspiración (ver figura 1). Como resultado, se produce un notable aumento del porcentaje de agua que circula por escorrentía, y que acaba desembocando en el sistema de alcantarillado para, en los puntos de retorno a la red hídrica, provocar un fuerte aumento puntual del caudal en cauces externos al medio urbanizado. Entre los daños que esto conlleva en la red hidrológica se encuentran: el aumento de la erosión y los cambios en la estructura geomorfológica de los cauces (Arnold y Gibbons, 1996), el incremento en el riesgo de desbordamiento (Faulkner, 2004), y un mayor grado de contaminación debido a la concentración de sustancias arrastradas por el agua de lluvia a su paso por las superficies urbanas (fenómeno conocido como contaminación difusa) (Badhuri et al., 2000). Ante esta problemática, la función hidrológica básica que aporta el espacio libre es la provisión de superficie permeable y de un cierto grado de cobertura vegetal, con objeto de contrarrestar los efectos negativos del crecimiento urbano sobre el funcionamiento hidrológico natural de un territorio. Por ejemplo, se ha estimado que a partir de un 10 por ciento de cobertura impermeable en una cuenca de drenaje comienzan a producirse impactos sensibles en la dinámica del cauce receptor, pudiendo hablarse de impactos severos a partir de un 30 por ciento de impermeabilización (Schueler, 1992; citado por Arnold y Gibbons, 1996, p. 246); atendiendo a estos datos, el equilibrio entre espacio construido y espacio libre debe ser tenido muy en cuenta en los procesos de planificación de los crecimientos urbanos. Otra potencial función hidrológica del espacio libre es la provisión de reservorios de agua (naturales, como un lago o un humedal, o artificiales, como un estanque) que permitan un retardo en el retorno del agua de lluvia a la red hidrológica, minimizándose así los riesgos asociados a un fuerte aumento de caudal de carácter puntual. Asimismo, la conservación de humedales en el medio urbano se ha demostrado útil como mecanismo natural de purificación del agua, al ser soporte de procesos que eliminan de forma eficaz compuestos contaminantes como nitratos, fosfatos o metales (Hough, 1998, p. 73).

 

Figura 1. Efecto de la impermeabilización del suelo en los componentes del ciclo hidrológico.
Fuente: Arnold y Gibbons, 1996.

 

En relación con la calidad del aire, el papel que juega el espacio libre está vinculado a la capacidad de la vegetación y el suelo para captar gases contaminantes y partículas presentes en la atmósfera urbana. En este sentido, uno de los aspectos mejor conocidos es la absorción de CO2 por parte de la vegetación arbórea en las ciudades. Estudios realizados para diversas áreas urbanas del mundo demuestran la importancia cuantitativa de esta función por parte de los ecosistemas urbanos. Por ejemplo, vegetación arbórea de la ciudad de Pekín almacena en forma de biomasa 224.000 toneladas de C y presenta una tasa de absorción de 11.373 toneladas de C al año (Yang et al., 2005, p. 73). No obstante, una limitación importante de este proceso es el hecho de que la tala de un pie arbóreo supondrá la devolución a la atmósfera de todo el C acumulado por dicho árbol a lo largo de su vida. Por ello, la máxima tasa de absorción por cada unidad de área que soporta un pie arbóreo es la equivalente a la de un único árbol (Nowak et al., 2002, p. 113); de manera consecuente, la selección adecuada de las especies y la elección de determinadas técnicas de mantenimiento (que pueden implicar emisiones de CO2 si requieren del consumo de energía fósil) son determinantes para el grado de  efectividad de este servicio ecológico contra la emisión urbana de gases invernadero. En cualquier caso, si a la absorción de carbono por parte de la cobertura arbórea urbana sumamos la tasa de absorción que presenta el suelo, que según diversos estudios viene a representar más de un 50 por ciento de la absorción total por parte de los ecosistemas urbanos (Jo, 2001, p. 22), la magnitud de este servicio ecológico aumenta de forma notable. Con respecto a otros contaminantes (PM10, O3, NO2, SO2), los datos cuantitativos son también relevantes; por ejemplo, la tasa de absorción estandarizada estimada para diversas ciudades norteamericanas es de 9,4 g/año · m2 de cobertura arbórea en el caso de Sacramento, 10,6 en Atlanta, 12,2 en Baltimore, y 13,7 en Nueva York; en Pekín, la tasa asciende a 27,5 g/año · m2, probablemente debido a la mayor concentración total de contaminantes registrada en la metrópoli china (Yang et al., 2005, p. 74-75).

El microclima urbano es otra variable ambiental que se ve afectada por la abundancia relativa, la configuración espacial y la composición vegetal del espacio libre urbano. Como es sabido, los materiales y superficies artificiales que componen mayoritariamente el espacio construido presentan una serie de propiedades térmicas que redundan en una modificación del clima local, dando lugar a unas condiciones particulares conocidas comúnmente bajo el nombre de “isla de calor urbano” (Salvador Palomo, 2003, p. 115). La isla de calor (figura 2) implica una distribución heterogénea de las temperaturas a lo largo del espacio urbano, percibiéndose una mayor temperatura en el centro de la ciudad, que disminuye a medida que nos desplazamos hacia la periferia; en el momento de máxima intensidad de este fenómeno, normalmente entre tres y cinco horas después de la puesta de sol, se pueden alcanzar fácilmente diferencias entre el medio rural y el núcleo urbano de 3 a 5 grados centígrados (McPherson, 1994, p. 152). La modificación del clima supone además una situación de inversión térmica, lo cual lleva asociados una mayor estabilidad atmosférica y la disminución de la velocidad de las corrientes de aire (Bolund y Hunhammar, 1999, p. 296); como consecuencia, se dificulta la renovación del aire y se fomenta una mayor concentración de contaminantes atmosféricos en el medio urbano. La vegetación urbana contribuye a paliar en parte estas condiciones microclimáticas, fundamentalmente a través de dos procesos: la evapotranspiración y el efecto de sombra sobre las superficies y estructuras que absorben calor. En lo que respecta a la evapotranspiración, se ha estimado que un pie arbóreo adulto puede transpirar hasta 450 litros de agua al día; este proceso implica el consumo de 230.000 kilocalorías de energía de evaporación, produciéndose así una disminución pareja de la temperatura del aire (Federer, 1970; citado por Hough, 1998, p. 258). En relación con el efecto de sombra, se han llevado a cabo diferentes estudios que demuestran la potencialidad de este mecanismo para disminuir la temperatura en edificios, con el consiguiente ahorro de energía destinada a refrigeración. Según algunos autores, un adecuado diseño de las plantaciones alrededor de edificios pueden proporcionar un ahorro de energía de entre un 10 y un 50 por ciento (McPherson et al., 1995, p. 153). Una consecuencia indirecta de este proceso es la disminución de emisiones contaminantes asociada al consumo energético urbano, por lo que esta función del espacio libre tiene también un impacto en el balance ecológico global de la ciudad (McPherson, 1994, p. 162).

 

Figura 2. Isla de calor urbano.
Fuente: Salvador Palomo, 2003.

 

La magnitud de la regulación térmica es variable en función de la escala de estudio que adoptemos: si analizamos esta función a la escala de un parque urbano, podemos observar que los efectos combinados de evapotranspiración y sombra producen un efecto intenso de disminución local de la temperatura (Shashua-Bar y Hoffman, 2000), llegando a crear lo que se ha venido a denominar islas frías (cool islands) dentro del tejido urbano. El efecto se prolonga más allá de los límites de los parques y espacios ajardinados, si bien la intensidad disminuye progresivamente con la distancia. El efecto del arbolado de las calles en la temperatura depende en gran medida de la distribución de los pies arbóreos y de la adaptación del diseño de plantación a los condicionantes específicos de cada caso concreto (McPherson et al., 1995, p. 156-157), variando los criterios de ordenación según nos encontremos en un clima cálido (donde se debe potenciar al máximo el efecto sombra), frío (donde será necesario permitir la penetración de la luz en invierno a la vez que se intenta disminuir las corrientes de aire) o templado. Sumando la contribución de los espacios verdes y del arbolado urbano, el efecto total sobre las condiciones microclimáticas de la ciudad puede llegar a alcanzar un valor más que significativo. Por ejemplo, un estudio realizado para el conjunto de Estados Unidos estima que el efecto de plantar 100 millones de árboles maduros en las ciudades estadounidenses equivaldría a una disminución del consumo energético en 30 billones de Kw / hora, lo que conllevaría una reducción de las emisiones de CO2 en 8 millones de toneladas por año (Akbari et al., 1988).

En lo que respecta a la biodiversidad urbana, antes de analizar el papel del espacio libre es necesario destacar algunos aspectos básicos de la composición florística y faunística de las ciudades que resultan a menudo ignorados en los procesos de planificación. A diferencia de lo que pudiera parecer en un principio, el medio urbano presenta un notable índice de diversidad de especies como consecuencia, por un lado, de la heterogeneidad y la diversidad del mosaico urbano, y por otro, de la elevada presencia de especias exóticas que han sido introducidas por el hombre o bien se encuentran adaptadas a las condiciones ecológicas particulares de la ciudad (Sukopp y Werner, 1991; Duhme y Pauleit, 1998; Stadler et al., 2000). La diversidad no es homogénea en todo el tejido urbano (ver figura 3). El número total de especies tiende a ser mayor sobre todo en el espacio de transición entre el medio estrictamente urbano y el entorno rural y natural (Sukopp y Werner, 1991, p. 94 y ss.); de hecho, se puede afirmar que los ámbitos periféricos representan un ecotono donde la especial complejidad estructural, la diversidad de usos y un grado intermedio de perturbación ecológica determinan la presencia de especies adaptadas a muy diferentes condiciones ambientales (Niemela, 1999). Aunque es posible encontrar especies adaptadas a la vida en estructuras artificiales (edificios, muros), como es lógico la mayor parte de las especies vegetales y animales que habitan la ciudad y su entorno inmediato tiene su hábitat en el espacio libre, y es precisamente en el ámbito de la periferia donde se encuentra habitualmente una mayor abundancia de espacios abiertos.

 

Figura 3. Efecto de los tipos de usos urbanos en la biodiversidad.
Fuente: Blair, 1996.

 

A la hora de plantear estrategias para potenciar la biodiversidad asociada al espacio libre urbano, o bien para proteger la presencia de especies en ámbitos rurales y naturales acosados por el crecimiento de la ciudad, es necesario tener en consideración ciertos criterios. En primer lugar, la diversidad total de especies no debe convertirse en un objetivo en sí mismo: fomentar la presencia de especies autóctonas y con un cierto valor de conservación en el medio urbano tiene sin duda un mayor interés que incrementar el número total de especies incluyendo especies exóticas e invasoras. En segundo lugar, la configuración estructural del espacio libre es un factor básico de cara a proporcionar un hábitat adecuado para aquellas especies que se consideren prioritarias. En este sentido, no existe un modelo predefinido que sea aplicable a todos los casos, sino que la planificación del sistema debe ser adecuada a la casuística concreta de cada ciudad y de las especies consideradas. No hay, por ejemplo, un consenso en lo relativo a si es mejor disponer de un mayor número de espacios de pequeño tamaño, o concentrar la superficie libre en un número reducido de grandes áreas verdes (Godefroid y Koedam, 2003). No obstante, se puede asumir que la disponibilidad de un sistema de espacios bien conectados y organizados de forma jerárquica, constituye una opción óptima desde el punto de vista ecológico. La conectividad es un parámetro básico para el mantenimiento de ciertas especies, no sólo en lo que respecta a la comunicación entre diferentes zonas verdes, sino también en cuanto a la conexión entre el tejido urbano y el territorio circundante. En términos generales, se puede afirmar que, teniendo en cuenta estos criterios y adecuando el diseño de los espacios concretos a los requerimientos específicos de cada contexto biogeográfico (potenciación de especies autóctonas, minimización de las labores de mantenimiento, fomento del desarrollo de forma autónoma de procesos ecológicos) es posible conseguir una cierta riqueza biológica en el medio urbano, perfectamente compatible con el desarrollo de las actividades antrópicas.

Aparte de aquellos servicios ecológicos que, como los analizados hasta ahora, presentan un carácter estrictamente ambiental, es necesario recalcar también el papel del espacio libre como soporte de funciones vinculadas a la presencia de procesos ecológicos en el medio urbano, pero al mismo tiempo íntimamente ligadas al uso público y la percepción social. Por ejemplo, como ya se ha apuntado, es posible potenciar la educación ambiental a través del mantenimiento de un cierto carácter natural en los espacios abiertos; en este sentido, la experiencia directa de los ciclos biológicos, el reconocimiento y valoración de especies autóctonas, o la concienciación sobre problemas ambientales urbanos (contaminación de aguas y alteración de cauces, degradación de espacios naturales, impactos paisajísticos…), son aspectos perfectamente abordables en el contexto de las actividades de educación ambiental al aire libre. Por otro lado, el mantenimiento de procesos y elementos naturales en el seno del territorio urbanizado contribuye a contrarrestar una cierta tendencia a la homogeneización global de los ámbitos urbanos, fenómeno que no sólo está vinculado al plano meramente arquitectónico, sino también biológico (puesto de manifiesto por la presencia de las mismas especies animales y vegetales en ciudades de todo el mundo, ya sea por adaptación a las condiciones urbanas o directamente a causa de la introducción humana y las labores de mantenimiento) (McKinney, 2005). En la medida en que el espacio libre permita una cierta conservación de los recursos naturales locales y paisajísticos frente al proceso de desarrollo urbano, se hace posible preservar elementos de diferenciación y potenciar, con ello, los vínculos identitarios del ciudadano con su entorno vital.

 

Cuadro 1.
Atributos de la flora vascular urbana en diversas zonas del antiguo Berlín Occidental

Parámetros florísticos

Zonas

Desarrollo de alta densidad

Desarrollo de baja densidad

Margen interior

Margen exterior

Especies por km2

380

424

415

357

Número de especies raras por Km2

17

23

35

58

Especies no nativas (%)

49,8

46,9

43,4

28,5

Especies nativas (%)

50,2

53,1

56,6

71,5

Anuales (%)

33,6

30,6

33,4

18,9

Cobertura vegetal total (%)

32

55

75

95

Fuente: Kunik, 1974; tomado de Zerbe et al., 2003, p. 144.

 

Asimismo, cabe señalar que una presencia mayor de la naturaleza en los ámbitos urbanos y su entorno inmediato puede actuar como contrapeso al fenómeno emergente de la explotación residencial y turística de determinados ámbitos de elevado valor natural. La afluencia masiva de los ciudadanos a espacios naturales con fines meramente recreativos, y la construcción de segunda residencia en áreas de gran calidad ambiental y paisajística (proceso que se ha dado en llamar naturbanización; Prados, 2005), se distinguen cada vez más como dos importantes vectores de impacto; ambos fenómenos están ligados a la necesidad de escapar del ambiente saturado y estresante de la ciudad  y, en última instancia, a una cierta necesidad de contacto con la naturaleza que parece inherente al ser humano (Chiesura, 2004). La toma en consideración de esta función de “desconexión” del medio urbano y de “experiencia” de lo natural, como criterio básico para la ordenación y el diseño de los espacio libres, vendría a responder a las preferencias y demandas que, según apuntan algunos estudios (Tyrväinen, 2001; Tarrant y Cordell, 2002; Chiesura, 2004), muestran los habitantes de las ciudades en relación al disfrute de parques y zonas forestales.

Para finalizar este breve repaso a la funcionalidad del espacio libre, es necesario hacer referencia a las funciones de carácter urbanístico y territorial. Bajo este concepto se pueden englobar todos aquellos servicios ecológicos que, ligados potencialmente a una ordenación racional de los espacios abiertos, conducen a una mejor articulación del tejido urbano con su entorno, o lo que es lo mismo, a una integración armónica de la ciudad en el territorio que la acoge. Así, se puede hablar de la capacidad de ciertos elementos del espacio libre para articularse en una red de transporte no motorizado, que permita a los ciudadanos la accesibilidad de los ciudadanos al medio rural y natural, y al mismo tiempo haga posible la conectividad entre los espacios libres destinados al uso público (Erikson, 2006). También se puede identificar una función de amortiguamiento del crecimiento urbano, a través del establecimiento tanto de zonas de protección en ámbitos sensibles o de especial valor, como de zonas de transición donde, a través de la implementación de un gradiente de intensidades de uso, se minimicen los impactos ambientales derivados de las actividades urbanas (Junta de Andalucía, 1997). En general, si analizamos desde una perspectiva amplia el conjunto de las mencionadas funciones ambientales, sociales y urbanísticas del espacio libre, es posible reunirlas todas bajo un concepto unitario, que podríamos denominar como funcionalidad territorial; en base a esta idea, el espacio libre, entendido como expresión de la matriz territorial, se convierte así en un elemento clave, activo e imprescindible en la ordenación sostenible de los ámbitos metropolitanos. De cara a potenciar esta funcionalidad a través de las estrategias de planificación, es necesario tener en cuenta algunos aspectos básicos como son la escala de ordenación, la delimitación del ámbito de intervención, y la importancia de la dimensión espacial de los procesos ecológicos y antrópicos considerados.

En lo que respecta a la primera de estas cuestiones, parece claro que, si uno de los objetivos de la ordenación es mantener o fomentar el desarrollo de procesos y funciones ecológicas en el territorio urbanizado, la escala asumida por el planificador debe corresponder a la escala de los fenómenos abordados. Mientras que algunos de los procesos que han sido descritos tienen lugar a una escala más o menos local o de sitio (p. ej., el efecto de sombra del arbolado, o la absorción de contaminantes por la vegetación), otros se manifiestan a una escala que supera ampliamente los límites del espacio urbanizado en sentido estricto (p. ej., los procesos hidrológicos, que afectan al conjunto de la cuenca hidrológica en la que se inserta el desarrollo urbano). Ello nos lleva a sugerir que la funcionalidad territorial del espacio libre no puede abordarse si no es mediante la asunción de una aproximación multiescalar. No obstante, con objeto de abarcar en su totalidad el abanico de funciones del espacio libre, y en respuesta a la naturaleza sistémica del mismo, es necesario adoptar de forma global una escala amplia de análisis, que resulta determinante además para la delimitación del ámbito de ordenación. Queda claro que la continuidad del espacio libre y de los procesos que en él se desarrollan trasciende los límites administrativos municipales; por ello, una ordenación fragmentaria del territorio articulada en base a planes de escala municipal, sin una estrategia unitaria o al menos unos principios rectores comunes, puede suponer un serio menoscabo a la provisión de diversos servicios ecológicos. Aspectos como la conectividad (tanto biológica como relativa al uso público), la articulación del espacio libre con ámbitos externos (reservas naturales, zonas forestales, etc.), o la relación entre la impermeabilización del suelo y los impactos en el conjunto de la cuenca vertiente, nos sugieren la necesidad de adoptar una perspectiva que abarque, no ya la totalidad del territorio metropolitano (tanto construido como libre), sino también su entorno rural y natural, es decir, su contexto geográfico inmediato.

En relación con el análisis integrado de las diversas funciones ambientales, parece necesario encontrar vínculos que permitan establecer conexiones entre procesos naturaleza de tan diversa como los que se han venido exponiendo a lo largo del presente apartado. Un nexo común es la incidencia de los aspectos espaciales en la materialización de los diferentes fenómenos abordados. La distribución de usos de suelo, la estructura del espacio libre (fragmentación, conectividad) o la dinámica de cambio del paisaje, son parámetros que influyen de forma determinante en la magnitud con que se manifiestan los procesos ecológicos. En este sentido, los planteamientos teóricos y metodológicos que aporta la ecología del paisaje, disciplina centrada precisamente en el análisis de la expresión espacial de la dinámica de los sistemas ecológicos, se muestran como un recurso clave a la hora de afrontar el estudio de los procesos ecológicos en el espacio urbanizado; asimismo, la consideración explícita de la componente espacial de las funciones y servicios ambientales del espacio libre facilita la incorporación de los resultados analíticos a los procesos de planificación.

El espacio libre y la planificación física

No cabe duda de que la planificación física se constituye en un instrumento esencial para materializar cualquier iniciativa de protección, desarrollo, puesta en valor o creación del espacio libre en los ámbitos urbanos. Para los propósitos de este trabajo, se utiliza aquí el término de planificación física para englobar las dos tradicionales corrientes en nuestro país de intervención sobre el territorio: la urbanística, de ya larga experiencia y recorrido desde que a mediados del XIX se pusieran en marcha los planes y leyes de ensanche (Terán, 1999), y la más reciente vinculada a la ordenación del territorio, en su vertiente de ejercicios de planificación física de ámbitos supralocales (Pujadas y Font, 1998).

En cualquiera de estas dos corrientes de planificación física, sin menospreciar otros instrumentos y aproximaciones, se centran en principio los más importantes recursos técnicos y administrativos para poder configurar un sistema de espacio libre en ámbitos urbanos, dado que tal sistema tiene, como dimensión básica, una naturaleza territorial que es la que se ordena con la planificación física. Y ello incluye desde los criterios de calificación y clasificación del suelo –entre ellos, el dedicado al espacio libre-, como los de una equilibrada distribución de usos y actividades, hasta el establecimiento de los mecanismos y procedimientos para garantizar la disponibilidad de suelo destinado a dicho espacio libre.

Debemos empezar por señalar algo relativamente obvio, como es que el hecho de que en la experiencia de planeamiento urbanístico dominante, la aproximación al espacio libre que aquí se plantea ha estado generalmente ausente. Ello puede constatarse en diferentes aspectos, pero nos centraremos en dos de los que consideramos más relevantes.

El primero de ellos es el referido a la condición claramente subordinada del espacio rural –entendido en sentido amplio-, frente al urbano y al urbanizable, en el campo del planeamiento urbanístico. Para entender esto cabalmente, es necesario entender los antecedentes históricos y el componente claramente corporativo del ejercicio disciplinar de la actividad urbanística. Como heredero que es de la tradición decimonónica del ensanche y la reforma interior, el objetivo central y casi único del plan urbanístico ha sido regular y ordenar el proceso de crecimiento y cambio urbano y definir con claridad los deberes y derechos de los actores del proceso de urbanización, esto es, lo que técnicamente se denomina el régimen urbanístico de la propiedad del suelo. Por ello, nada más alejado de la realidad material que la declaración de la antigua Ley del Suelo estatal, que definía a los Planes Generales de Ordenación como “instrumentos de ordenación integral del territorio” (art. 10), porque si se profundiza en el articulado que desarrolla esta Ley – en su Reglamento de Planeamiento- se comprueba que en lo que respecta al suelo no urbanizable, las únicas determinaciones que se contemplan son: la determinación de las áreas de especial protección, con las medidas que sean necesario establecer para asegurar dicha protección, y la definición de las características de la actividad edificatoria y constructiva en el suelo no urbanizable. En definitiva, este suelo –como su propia denominación apunta- se constituye en un territorio residual, en expectativa para próximos desarrollos urbanísticos o, en el mejor de los casos, sometido a un régimen de especial protección por sus valores ecológicos y paisajísticos. No se planteaban para ellos, por ejemplo, la posibilidad de integrarse en el sistema de espacio libre o de comunicaciones del territorio municipal, o propuestas de ordenación física de determinados componentes de este espacio (p. ej. una red de viario rural, el acondicionamiento del dominio público o la dotación de equipamientos en áreas de uso público).

No debe ignorarse, sin embargo, que aunque la Ley no planteaba este tipo de aproximaciones al no urbanizable, tampoco las negaba, y ello nos lleva a un segundo grupo de razones para entender la poca atención dedicada al tratamiento del espacio rural en el planeamiento urbanístico. Estas no son otras que las derivadas de un ejercicio disciplinar monopolizado por profesionales que, por su formación e intereses intelectuales, y salvo honrosas excepciones, estaban poco atentos y predispuestos a incorporar planteamientos de naturaleza distinta a lo que es la mera intervención y construcción del espacio urbano. Sólo hay que realizar una ojeada a tradiciones más abiertas, en el ámbito disciplinar, como la británica o la holandesa (Hall, 1996) para comprobar que era posible un acercamiento más positivo y activo a la ordenación del espacio rural.

El segundo de los aspectos que manifiesta una aproximación al espacio libre lejana a los planteamientos aquí expuestos, es el propio sentido y contenido que se da al concepto de sistema de espacio libre en el planeamiento urbanístico. Porque, en efecto, en la legislación, el sistema de espacio libre adquiere el rango de sistema estructural, al mismo nivel que el de comunicaciones y transportes o el de equipamientos y servicios. Sin embargo, en las propuestas de ordenación plasmadas en los planes, es notorio que el primero de los mencionados constituye el auténtico armazón y esqueleto del proceso de construcción urbana, mientras que el espacio libre pasa a jugar un  papel secundario, desarrollando funciones y ocupando lugares residuales. La manifestación más evidente de ello es la configuración del sistema de espacios libres constituido por una serie de bolsas de suelo desconectadas físicamente entre sí y sin una clara relación funcional; es decir, no se conforma como una red interconectada y complementaria de espacios, que es lo que le otorgaría la condición de sistema. Además, en la propia definición de los tipos de espacio libre predomina una visión formalista y de uso recreativo que condiciona su dotación y ordenación. Así, se habla de parques, jardines, áreas de esparcimiento, etc., continuando una larguísima tradición de intervención urbana (Capel, 1992), pero que en definitiva no reconoce, o no presta atención, al papel del funcionamiento natural y ecológico del espacio libre.

Si estos son aspectos que efectivamente han mediatizado históricamente la intervención planificadora sobre el espacio libre, es cierto, sin embargo, que los nuevos desarrollos conceptuales e instrumentales producidos en el ámbito normativo de la planificación física en nuestro país están transformando significativamente este contexto y permitiendo un entendimiento del espacio libre más cercano a lo que son los planteamientos aquí expuestos. Ello es especialmente visible, en primer lugar, en el tratamiento y consideración de una de las dos cuestiones antes reseñadas, el del tratamiento del Suelo No Urbanizable, que incorpora perspectivas mucho más amplias y comprehensivas.

En efecto, frente a la escasísima atención, como antes se ha subrayado, que anteriormente se prestaba al No Urbanizable, los nuevos desarrollos legislativos promovidos por las Comunidades Autónomas en cumplimiento de la Ley del Suelo, otorgan a este suelo un papel mucho más relevante en la ordenación del territorio municipal. Si tomamos como ejemplo la Ley de Ordenación Urbanística de Andalucía de 2002, se comprueba que el No Urbanizable deja de ser el territorio residual para convertirse, junto con el Urbano, en los dos referentes básicos de la ordenación. Ello se concreta en los diferentes motivos que justifican –o recursos que requieren- la preservación de la condición de No Urbanizable, y por tanto en su consideración y aceptación como criterios de ordenación territorial. Lógicamente, no vamos a entrar en un análisis detallado de tales elementos y recursos, pero una simple enumeración de algunos de ellos puede mostrar el avance conceptual realizado. Así, un suelo debe adscribirse como No Urbanizable por, entre otros motivos: tener la condición de dominio público; estar sujeto a algún régimen de protección para “la preservación de la naturaleza, la flora y la fauna, del patrimonio histórico o cultural o del medioambiente en general”; en razón de los valores e intereses en ellos concurrentes de carácter territorial, natural, ambiental, paisajístico e histórico; para la protección del litoral; para la utilización racional de los recursos naturales; por considerarse necesaria la preservación de su carácter rural, por razón de su valor actual o potencial, agrícola, ganadero, forestal o análogo; o ser improcedente su transformación teniendo en cuenta razones de sostenibilidad, racionalidad y las condiciones estructurales del municipio.

Aunque toda esa enumeración no exprese explícitamente el principio de funcionamiento integral del territorio, tanto desde el punto de vista antrópico como en el ecológico, dicho funcionamiento integral está reconocido implícitamente a través de las razones y elementos territoriales dignos de ser tomados en consideración y que constituyen, como fácilmente puede deducirse, un valioso catálogo de recursos para plantear un modelo distinto de intervención sobre el espacio libre.

En segundo lugar, también se abren nuevas perspectivas con el desarrollo de instrumentos de ordenación territorial. Aunque algunos tipos de estos instrumentos  aparecían ya en la Ley de Suelo, su prácticamente nula puesta en práctica –el Plan Director Territorial de Coordinación de Doñana es la excepción (Gómez Orea, 2002), y obviamente no corresponde a un ámbito metropolitano- hace que sea toda la generación de Leyes de Ordenación del Territorio de las Comunidades Autónomas, ya en el marco constitucional, las que planteen un tipo de Plan que por sus contenidos y escalas permita una nueva aproximación al espacio libre.

En relación a los contenidos, prácticamente todos los instrumentos recogen, como función básica de los planes, la ordenación de los usos del territorio y para la protección y mejora de los espacios naturales y el paisaje, de los recursos naturales y del patrimonio histórico. Está función básica, además, se va fortaleciendo, por distintas razones, frente a otras tradicionales de la ordenación del territorio –como las referidas al sistema urbano o la promoción de la actividad económica- adquiriendo un carácter central en las Leyes más recientes. Manifestación de este proceso es que, cada vez en mayor medida, las leyes y la organización administrativa de la ordenación del territorio se vinculan al ámbito del Medioambiente, como puede comprobarse en un estudio reciente sobre la experiencia comparada autonómica en esta materia(Feria, Rubio y Santiago, 2005).

Pero son, sin duda, las nuevas perspectivas y escalas de ordenación que plantean estos instrumentos de ordenación territorial, el elemento que de forma más relevante puede contribuir a una mejor aproximación al tratamiento del espacio libre. En efecto, como se ha podido  comprobar en los apartados anteriores, una mayoría de los procesos naturales y ecológicos que deben estar en la base de la planificación y ordenación física, sobrepasan con claridad los límites municipales, que en ese sentido se configuran como un ámbito de reducida capacidad de intervención.

Por ello, son aquellos instrumentos de ordenación –ya se denominen Territoriales Parciales, Supramunicipales, Subregionales, etc.- los que mejor pueden servir, por su escala, para afrontar aspectos decisivos del tratamiento del espacio libre en ámbitos metropolitanos, ya sea la inclusión de espacios de dominante natural, sectores relevantes de cuencas hidrográficas o una auténtica propuesta de protección y puesta en valor del paisaje. Esto es aún más evidente en los ámbitos metropolitanos, donde la extensión del proceso urbanizador y sus impactos sobre el medio, hace más complejo encontrar los recursos necesarios para ese nuevo tratamiento del espacio libre.

Experiencias de planificación en ámbitos metropolitanos

Las perspectivas que abre el nuevo desarrollo normativo y conceptual antes descrito están todavía en gran medida por explorar, pero es posible plantear algunos ejemplos que recogen una nueva orientación del tratamiento del espacio libre y el paisaje. Nos centraremos en describir dos estudios de caso, básicamente porque en su formulación ha trabajado uno de los autores de este artículo, pero no debe dejar de reseñarse que la experiencia acumulada en este tipo de aproximaciones va empezando a ser significativa en nuestro país.

En ese sentido, merece la pena reseñar la línea de trabajo que se lleva a cabo desde hace una década en Cataluña y, más concretamente, en la región metropolitana de Barcelona en relación a esta cuestión, y que ya tuvo su precedente en el debate y el proceso de decisión en torno al Plan Especial del Parque Natural del Montseny (Fracasso, 2006). Una parte sustancial de las iniciativas puestas en marcha están descritas en dos publicaciones de referencia en estos temas (Folch, coord., 2003; Forman, 2004), por lo que remitimos a las mismas para su conocimiento en detalle, pero conviene resaltar aquí algunas de sus características básicas.

En principio, el hecho más reseñable es que todas las aproximaciones tienen como soporte teórico la ecología del paisaje, disciplina definida en sus perfiles básicos en los apartados anteriores. Fundamentalmente, lo que plantean estas aproximaciones es un modelo de organización territorial basado en el juego de manchas o teselas (según se traduzca el término original del inglés: patches) y corredores aplicado a ámbitos fuertemente antropizados.

En segundo lugar, es significativo el hecho de que una parte sustancial de los especialistas que están liderando estas iniciativas sean ecólogos, con una formación de base claramente biológica, pero que muestran una decidida apuesta por el valor de la aproximación territorial. De hecho, Richard T. Forman, considerado el padre de la ecología del paisaje, nunca ha negado los antecedentes claramente geográficos de sus planteamientos metodológicos, entre los que cabe destacar la obra del geógrafo alemán Carl Troll (1939).

Finalmente, en tercer lugar, estas iniciativas se han materializado en proyectos de diferente naturaleza, pero en ningún caso en planes de ordenación territorial como parte de una propuesta de ordenación general. Así, por ejemplo, hay propuestas/proyectos concretos sobre el Parque Agrario del Baix Llobregat (Sabaté, 2003), la montaña de Montjuich o el delta del Besos (Folch, coord. 2003); desarrollos instrumentales como el Sistema de Información Territorial de la Red de Espacios Libres de la provincia de Barcelona (Castell, Beltrán y Margall, 2003), que supera ampliamente la escala metropolitana; o ejercicios propositivos sin vinculación normativa como el realizado por Forman en su propuesta de Mosaico territorial para la región metropolitana de Barcelona (2004), realizado por encargo de Barcelona Regional.

Los ejemplos que se van a exponer aquí presentan una cierta diferencia con esa experiencia, fundamentalmente en dos aspectos relevantes: de un lado, forman parte integrante y significativa de las propuestas de planes de ordenación del territorio, normativamente reconocidos como tales, desarrollados en el ámbito regional andaluz. De otro lado, poseen una orientación metodológica relativamente distinta, de base más comprehensiva, geográfica, donde la componente biologista juega un papel importante pero no determinante sobre otras estructuras y procesos, fundamentalmente los de naturaleza cultural y los vinculados al uso público.

La actividad de ordenación del territorio está regulada en Andalucía por la Ley 1/94, que incluye, entre sus instrumentos, los planes de ordenación del territorio de ámbito subregional –debe leerse, supramunicipal o comarcal-, los cuales establecen los elementos básicos para la organización y estructura del territorio en su ámbito. Entre esos elementos se incluyen “la ordenación y compatibilización de los usos del territorio y para la protección y mejora del paisaje, de los recursos naturales y del patrimonio histórico y cultural” (art. 11.c). Desde su aprobación, se ha puesto en marcha –aunque no todos han llegado a su aprobación definitiva- un numeroso conjunto de planes subregionales, fundamentalmente pertenecientes al litoral y a las áreas metropolitanas (Feria, 2006). Dos de estos últimos será los aquí analizados.

El primero de ellos es el que afecta al área metropolitana de Córdoba. Se trata de un ámbito que abarca nueve municipios y algo más de 350.000 habitantes, con unos procesos metropolitanos todavía incipientes. Más del ochenta por ciento de los habitantes pertenecen al municipio central, que tiene una extensión en torno a los 1200 Km2, por lo que además concentra en su interior una parte mayoritaria de los procesos de suburbanización típicamente metropolitanos.

La estructura territorial del ámbito es extraordinariamente nítida, con tres grandes unidades que se disponen de Norte a Sur. En el sector septentrional se encuentra la sierra, la cual es parte de Sierra Morena, elevándose entre 200 y 300 metros sobre la vega del Guadalquivir, que alberga importantes extensiones de formaciones forestales mediterráneas e interesantes valores paisajísticos, con un ralo poblamiento tradicional y la colonización reciente de urbanizaciones residenciales. Como eje central se sitúa la Vega del Guadalquivir, un espacio topográficamente llano y profundamente humanizado en el que se localizan los principales núcleos de población y actividad del ámbito, los grandes ejes de comunicación y una agricultura de regadío. Finalmente, al Sur, la campiña presenta un relieve alomado característico, un paisaje dominado por la agricultura de secano y un poblamiento aún más escaso que en la sierra, porque a la debilidad del tradicional se une el poco atractivo para los desarrollos urbanos recientes.

En síntesis, puede indicarse que estamos ante un territorio con una enorme cantidad de recursos potenciales para un adecuado tratamiento del espacio libre y el paisaje, sobre todo por la especial riqueza y diversidad de los elementos del espacio rural y del medio natural, que en un contexto de menor incidencia de los procesos urbanos metropolitanos –a diferencia de lo que sucede en otras áreas metropolitanas andaluzas-, permiten plantear propuestas de gran calado imposibles de abordar en ámbitos metropolitanos más maduros.

La propuesta, que se materializó en términos administrativos como documento de “Criterios y Objetivos de ordenación para el área metropolitana de Córdoba” (COPT, 2004) parte de la idea de intentar recomponer una relación más equilibrada y ordenada entre el medio natural y el urbano en el doble sentido de introducción de los procesos naturales en los ámbitos urbanos a la vez que en el de uso y disfrute de la naturaleza por los ciudadanos. Este objetivo puede materializarse a través de la integración física y funcional de las matrices urbana, rural y natural del territorio, no como elementos que se niegan e ignoran unos a otros sino como partes indisolubles de un sistema o sistemas territoriales con características, valores y personalidad propia.

La intervención en la dirección señalada se realiza a través de un tratamiento más profundo y positivo –no meramente defensivo- de dos componentes relevantes del territorio metropolitano: el sistema de espacios libres y el paisaje. El primero como conjunto de elementos superficiales (espacios forestales, embalses, áreas recreativas, etc.), lineales (sistemas fluviales, vías pecuarias, etc.) y puntuales (elementos patrimoniales singulares, nodos de conexión, etc.) que, entendidos como una red, constituyan un sistema estructural de articulación física y vinculación integral de todo el territorio. El segundo, como expresión sintética de la relación entre el medio y el hombre, tanto en su dimensión más objetiva como en la perceptual.

En relación al sistema de espacios libres, debe señalarse que estos se contemplan fundamentalmente desde una perspectiva dominante de uso público y no tanto desde la funcionalidad ecológica, aún cuando esta se tiene en cuenta para adecuar la capacidad de carga del uso público, es decir como una variable limitante. De acuerdo al modelo antes señalado, el sistema de espacios libres se compone de tres tipos de elementos: espacios, nodos y redes, que pueden a su vez ser jerarquizados y diferenciados según su diferente naturaleza y función (ver figura 4).

 

Figura 4. Esquema del sistema de espacios libres del área metropolitana de Córdoba.
Fuente: Junta de Andalucía, Consejería de Obras Públicas y Transportes. Caracterización territorial del área metropolitana de Córdoba. Criterios y Objetivos de Ordenación (documento inédito). Sevilla, 2004.

 

Entre los espacios se distinguen de un lado los Parques periurbanos, los montes públicos con potencial recreativo y los espacios libres o parques urbanos de escala y funciones metropolitanas. De otro se encuentra la red de embalses con potencial recreativo. De ambos tipos de elementos hay una abundante presencia en el ámbito metropolitano, concentrados básicamente en el área de Sierra Morena, lo que le dota de un nivel de recursos difícilmente igualable en cualquier otra área metropolitana española.

Entre los nodos se distinguen, en el nivel superior de la jerarquía, varios conjuntos del patrimonio cultural de interés para el uso público, como Medina Al-Zhara o el castillo de Almodóvar. Junto a ellos, una red de adecuaciones recreativas y un conjunto de elementos puntuales que reflejan el rico patrimonio natural y cultural del ámbito y permiten diversificar las condiciones y tipos del uso público del territorio. Finalmente, la red de miradores se asocia a la potenciación y el reconocimiento de los valores paisajísticos del espacio, aprovechando las cuencas visuales extraordinariamente amplias y de gran riqueza que posee el ámbito.

Todo este conjunto de elementos se interconecta y es accesible a través de una red de elementos lineales, que es la que en definitiva permite que todo él se constituya como un sistema de espacios libres y no como un mero agregado de piezas heterogéneas y dispersas. Tres tipos de recursos se utilizan para tal función: red de vías pecuarias y caminos rurales; vías verdes; y la red viaria y ferroviaria con funciones específicas de acceso al sistema de espacios libres.

En cuanto al segundo gran componente de la propuesta, el paisaje, su tratamiento se articula a través de los Objetivos de Calidad, siguiendo una idea central de la Convención Europea del Paisaje, que los define como “aspiraciones de las poblaciones en cuanto se refiere a las características paisajísticas del entorno en el que viven” (Zoido, 2006). La propuesta está organizada en relación a las tres grandes unidades territoriales del ámbito, La Sierra, La Vega y la Campiña, que poseen valores y características diferenciadas que requieren un tratamiento separado.

Muy sucintamente, para la Sierra se plantean tres grandes objetivos de calidad paisajística: la puesta en valor de los recursos paisajísticos de la sierra como elementos de identificación social de la población del ámbito con su entorno y como componente básico de los objetivos de calidad de vida; la corrección de los impactos generados por las infraestructuras viarias y de las actividades mineras y extractivas; y la recuperación de espacios sometidos a fuertes degradaciones por un uso recreativo intensivo y no ordenado (ver figura 5).

 

Figura 5. Sierra Morena. Elementos territoriales de ordenación paisajística.
Fuente: Junta de Andalucía, Consejería de Obras Públicas y Transportes. Caracterización territorial del área metropolitana de Córdoba. Criterios y Objetivos de Ordenación (documento inédito). Sevilla, 2004.

 

En cuanto a la Vega se propone la preservación del paisaje agrícola de regadío; la mejora de la integración paisajística de la red viaria; la corrección ambiental y paisajística del espacio urbanizado y las parcelaciones urbanísticas; la recuperación de los espacios intersticiales que han quedado aislados como consecuencia del trazado de las infraestructuras viarias y ferroviarias; y la recuperación de los cauces y arroyos que en su transcurso por la Vega drenan hacia el Guadalquivir.

Finalmente, los objetivos de calidad paisajística para la Campiña se dirigen principalmente a la recuperación de condiciones mínimas de biodiversidad en el paisaje agrario (ver figura 6), moderando la impronta del actual monocultivo a través sobre todo de las políticas agroambientales de la Unión Europea; la potenciación del papel de los elementos lineales del territorio y el dominio público a ellos asociados (red viaria, cauces fluviales, vías verdes); la corrección de procesos erosivos; y la recuperación y protección de los elementos más valiosos del hábitat rural (cortijos, haciendas).

 

Figura 6. Campiña. Elementos territoriales de ordenación paisajística.
Fuente: Junta de Andalucía, Consejería de Obras Públicas y Transportes. Caracterización territorial del área metropolitana de Córdoba. Criterios y Objetivos de Ordenación (documento inédito). Sevilla, 2004.

 

Como puede comprobarse, a través de los objetivos de calidad del paisaje se retoman, desde una perspectiva a la vez concreta e integral, muchas de los aspectos individuales considerados en el sistema de espacios libres, dotando así de coherencia al tratamiento de un territorio metropolitano como es el de Córdoba con gran cantidad de recursos y donde todavía predominan los procesos naturales.

Situación completamente distinta es la que presenta el área metropolitana de Sevilla. En este caso nos hallamos ante una realidad urbana que abarca casi 5.000 Km2, más de 40 municipios y en torno a 1.400.000 habitantes. Se trata de una realidad metropolitana plenamente consolidada, aunque sólo muy recientemente se ha reconocido su auténtica extensión, pues en los documentos y propuestas que se han venido utilizando se manejaba un ámbito metropolitano restringido, que sólo abarcaba a unos veinte municipios. Sin embargo, el decreto de formulación del Plan de Ordenación del Territorio de la Aglomeración Urbana de Sevilla, de Noviembre de 2006, y que es el que vamos a analizar en las líneas siguientes, finalmente asume la auténtica dimensión del área metropolitana de Sevilla (Feria, 2001), incorporando un conjunto de espacios que, teniendo una menor carga urbanística, aporta recursos territoriales básicos para un tipo de propuestas como las que aquí se han desarrollado.

Sin poseer, por obvias razones, los valores y cercanía de los recursos territoriales del área de Córdoba, el área de Sevilla abarca a unos espacios diversos y complejos de gran riqueza y personalidad. Y se trata de una cuestión crítica, relevante, porque lógicamente una correcta consideración de estos elementos y valores suponen un importantísimo recurso de ordenación para la construcción de la ciudad metropolitana, mientras que por el contrario un desconocimiento o negación de ellos implica la pérdida o destrucción de dichos valores.

El área de Sevilla se sitúa dentro de la depresión del Guadalquivir, que es una llanura de inundación reciente resultado de un doble movimiento de subsidencia. Durante finales del Terciario y principios del Cuaternario se organizó la red fluvial y se produjo la excavación de los depósitos terciarios, de los que quedan los más resistentes, que aparecen como relieves residuales en la zona (Aljarafe y Alcores) y que tienen una gran importancia para la configuración de ciertos hechos físicos y humanos en el área. Esta breve descripción nos permite hablar de la presencia de varias unidades territoriales diferenciadas que, a la vez que dotan al conjunto de la aglomeración de una singular complejidad y personalidad, determinan en gran medida sus procesos de crecimiento y su configuración actual (ver figura 7).

 

Figura 7. Unidades territoriales del área metropolitana de Sevilla.
Fuente: Junta de Andalucía, Consejería de Obras Públicas y Transportes. Plan de Ordenación del Territorio de la Aglomeración Urbana de Sevilla (Documento para la Información Pública). Sevilla, 2007.

 

La primera de ellas es la que corresponde al eje ribereño del Guadalquivir y sus vegas asociadas, que constituye el eje principal Norte-Sur de organización del territorio. Forma un espacio con una topografía plana constituida por la llanura de inundación del río y sus terrazas bajas. Precisamente el carácter inundable de gran parte del eje y la extrema fertilidad de los suelos limosos aluviales han contribuido al desarrollo de un paisaje agrario de regadío bastante potente en el que se mezclan desde restos de sistemas de explotación basado en la gran propiedad con iniciativas de colonización, contribuyendo a la complejidad y solidez de este espacio rural en un entorno fundamentalmente urbanizado.

En dirección Este-Sureste, a partir del eje ribereño, se extienden las Terrazas y los Alcores, con un relieve ondulado que va ascendiendo progresivamente hasta las elevaciones de los Alcores, adoptando un relieve en cuesta que cae de forma relativamente abrupta sobre la Campiña, estableciendo un imaginario límite a la expansión de los procesos de urbanización metropolitanos.

En el sector occidental, el Aljarafe constituye una unidad territorial perfectamente singularizada. Se trata de una plataforma tabular que se eleva alrededor de un centenar de metros sobre los valles de los ríos Guadalquivir y Guadiamar. Su contacto con estos y con la depresión periférica al Norte se manifiesta desde el punto de vista morfológico a través de un fuerte escarpe que constituye un elemento clave de referencia paisajística en la aglomeración. Internamente, la parte central de la plataforma está surcada por una red hidrográfica que ha modelado una característica topografía alomada. El elemento central de esta red es el arroyo Riopudio, que atraviesa de Norte a Sur la plataforma. Su mencionada posición central y la amplitud del valle que conforma hace que el mismo se convierta tanto en eje para los procesos de ordenación rural y las comunicaciones internas como en elemento que permite diferenciar un área oriental y otra occidental en el Aljarafe, importante a los efectos de la cuestión aquí tratada. El medio rural también presenta una clara singularización frente al entorno. Dentro de una matriz en la que domina claramente el olivar, aparecen importantes áreas de viñedo en la zona central, aunque éste está en claro retroceso. Junto a estos cultivos, que han constituido tradicionalmente los elementos de referencia básicos del paisaje rural aljarafeño, también nos encontramos con plantaciones de cítricos y áreas de huerta y, completando la cobertura de usos, pequeños bosquetes de pinos y formaciones de ribera más abundantes cuanto más al sur de la plataforma.

Estas tres unidades territoriales constituyen el corazón de despliegue de los procesos de crecimiento metropolitano. Pero en torno a ellos existen otros, también importantes en la medida en que constituyen recursos presentes y futuros para la conformación de un área metropolitana equilibrada y sostenible. Por ejemplo, la Sierra Norte y los Arenales poseen recursos de carácter ambiental a tener en cuenta para todo el conjunto de la zona, pues se trata de unidades territoriales con elementos de elevado valor ecológico, que convenientemente protegidas, acondicionadas y mejoradas pueden contribuir al equilibrio ambiental de aglomeración urbana, aportando sus recursos y convirtiéndose en áreas de ocio, educativas y de esparcimiento para la población metropolitana y de sus comarcas circundantes.

Junto a ellas, las diferentes tierras de campiña que constituyen una orla no continua en torno al núcleo del área metropolitana representan unas unidades territoriales estratégicas para el futuro del área metropolitana. Se trata fundamentalmente de la Campiña de Gerena, el campo de Tejada al Oeste del Aljarafe y toda la zona de campiñas y vegas del Guadalquivir al Sur de Los Alcores. Desde el punto de vista territorial poseen dos valores extraordinariamente importantes para cualquier política de ordenación. De un lado, un paisaje agrario extraordinariamente estable basado en la gran y mediana propiedad y dedicado principalmente a cultivos herbáceos y olivar. Por otro lado, un sistema de asentamientos relativamente poderoso, constituido por núcleos de cierto tamaño.

En este contexto, el Plan de Ordenación del Territorio de la Aglomeración Urbana de Sevilla (2007) plantea una propuesta que supone un giro conceptual en la consideración del sistema de espacio libre, y que está basada en las condiciones de funcionamiento natural y ecológico del territorio expuestas al principio de este artículo. Por ello, se obvia el abordaje tradicional de este sistema de espacio libre como un conjunto de elementos verdes inscritos en la matriz urbana, para considerar el territorio como un mosaico de matrices interconectadas –la urbana, la rural y la natural- que deben articularse en equilibrio, fundamentalmente a través de las teselas y los corredores. Entre las primeras, se presta especial atención a los espacios con mayor valor ecológico y naturalístico, sean de origen natural o antrópico, y a los que en función de dichos valores se plantean fundamentalmente diferentes regímenes de protección y uso público. Por su parte, los corredores son entendidos como los elementos que interconectan físicamente los anteriores para conformar auténticos sistemas de integración natural, ecológica y de uso del espacio metropolitano. Estos elementos están constituidos básicamente por la red fluvial y el sistema de corredores asociados al dominio público viario, pero en cualquier caso deben tener la suficiente entidad territorial como para no sólo servir a la conexión vial no motorizada y su correspondiente acceso al uso público de los espacios, sino también para poder preservar los flujos y relaciones ecológicas.

En función de estas bases conceptuales se plantean una serie de criterios y propuestas para el conjunto del sistema, que muy brevemente pueden resumirse en los siguientes contenidos.

Comenzando por las teselas con valores naturales singulares y que mejor reflejan los ecosistemas originarios del área, su protección y uso público está ya regulado por la legislación ambiental e incluidos en la Red Natura 2000. La mayoría de ellos son periféricos en el área, como los límites Norte del Parque Nacional y Natural de Doñana, o el Paisaje Protegido del Corredor Verde del Guadiamar, y su función básica es alimentar los procesos ecológicos naturales del conjunto del área. Pero junto a ello, aparecen buen conjunto de zonas forestales dispersas por el ámbito, que tienen una función ambiental, recreativa y paisajística que debe preservarse y reforzarse. Incluye tanto masas de bosque mediterráneo en el piedemonte de Sierra Morena como repoblaciones de coníferas al Sur del Aljarafe (ver figura 8).

 

Figura 8. Sistema de Protección Territorial del área metropolitana de Sevilla.
Fuente: Junta de Andalucía, Consejería de Obras Públicas y Transportes. Plan de Ordenación del Territorio de la Aglomeración Urbana de Sevilla (Documento para la Información Pública). Sevilla, 2007.

 

Junto a estos dos tipos elementos relativamente evidentes en cuanto a su papel en el sistema de espacio libre del área metropolitana, el Plan apuesta por otros dos que hasta el momento no han merecido una consideración adecuada. Se trata, en primer lugar, de los escarpes de las plataformas del Aljarafe y Los Alcores, que, en un territorio con una topografía eminentemente llana, constituyen las únicas formas de relieve relevante y representan por tanto un elemento esencial del paisaje metropolitano. En ellos se plantean, en aquellos lugares donde no ha entrado aún la urbanización, el mantenimiento del cultivo tradicional del olivar o, cuando este haya desaparecido, un programa de reforestación. El segundo tipo corresponde a aquellos elementos extensos del patrimonio cultural –como el conjunto romano de Itálica o el área arqueológica de El Gandul-, que tienen un papel esencial en el uso público y la conservación del patrimonio del ámbito.

El segundo gran conjunto de componentes del modelo es el que se refiere a los corredores, que se nutren de dos tipos básicos de elementos: La red hidrográfica y el sistema de caminos rurales asociados al dominio público. Respecto al primero, se establece un nivel de protección vinculado al dominio público hidráulico y al riesgo de inundación, a la vez que se plantea una red de ejes fluviales como elementos vertebradores del territorio protegido, cuyos componentes básicos son el Guadalquivir, el Guadaira, el Rivera de Huelva, el Riopudio y el Guadiamar. A ellos se les asocia, sin posteriores especificaciones, tanto la función de conectividad ecológica como la de espacios recreativos.

Por su parte, el dominio público asociado al viario rural (vías pecuarias, caminos rurales, vías de servicio a infraestructuras, etc.) se plantea en primer lugar como una red de corredores verdes para asegurar la conexión no motorizada y al acceso al uso público de los espacios libres (ver figura 9). Junto a ello, y con una funcionalidad específica, se propone para un determinado conjunto de vías pecuarias, la condición de corredores ecológicos, lo que implicaría un fuerte programa de reforestación.

 

Figura 9. Espacios de uso público del área metropolitana de Sevilla.
Fuente: Junta de Andalucía, Consejería de Obras Públicas y Transportes. Plan de Ordenación del Territorio de la Aglomeración Urbana de Sevilla (Documento para la Información Pública). Sevilla, 2007.

 

Finalmente, las dos matrices dominantes del territorio metropolitano, la rural y la urbana, reciben un tratamiento específico desde el punto de vista del funcionamiento ecológico y del paisaje. En ese sentido, en cuanto al espacio rural, el Plan protege una serie de espacios con una dominante rural tanto en función de su alta capacidad agrológica –como los suelos de la Vega- como en lo que respecta a su calidad paisajística (teselas de olivar del Aljarafe, campiña del Corbones, el entorno agrario del Guadaira, etc.). En cuanto al espacio urbano, éste se trata desde la perspectiva de su integración en un entorno paisajístico de calidad, asegurando una buena relación entre aquellos espacios urbanizados y el medio circundante para permitir la visualización, percepción e interpretación adecuada de los componentes territoriales. Ello incluye identificación de itinerarios de interés paisajístico integrado en el sistema de espacios libres, el análisis de cuencas visuales, la delimitación de zonas de protección visual, intervenciones de regeneración ambiental y paisajística, etc.

Conclusiones

El presente artículo ha explorado algunos desarrollos recientes en lo que se refiere a la consideración de los procesos ecológico-naturales en la ciudad y su adecuado tratamiento en la planificación territorial. El cada vez mayor convencimiento, tanto en medios académicos como políticos, de que una parte sustancial de los problemas y retos ambientales de la actualidad se concentran en nuestras ciudades, está conduciendo a una creciente mejora en el conocimiento de la naturaleza y funcionamiento de dichos procesos en el medio urbano. Nuestro objetivo ha sido presentar una de esas líneas de trabajo, conectando la reflexión metodológica y conceptual con el ejercicio planificador, de manera que pueda servir a geógrafos, ecólogos, urbanistas, etc. implicados en la ordenación y gestión territorial, para plantear nuevas alternativas y propuestas en la materia.

La línea de trabajo elegida es la que puede aglutinarse bajo el concepto de servicio ecológico, que sitúa el foco de atención en las funciones que desarrollan los procesos naturales en lo que se refiere a la mejora y sostenibilidad del medio ambiente urbano. Como se ha visto, la incidencia de los servicios ecológicos urbanos en la calidad ambiental de la ciudad es cuanto menos notable, abarcando funciones de naturaleza diversa, perfectamente compatibles con la funcionalidad pública del espacio libre y con el resto de actividades propias del medio urbano. Hasta el momento, las aproximaciones metodológicas al análisis de estos servicios se han revestido de un carácter fundamentalmente descriptivo, es decir, se han orientado más que nada a cuantificar la magnitud o la relevancia de los procesos ecológicos urbanos; esto ha constituido, sin duda, un primer paso necesario de cara a reclamar para las funciones ambientales del espacio libre la atención que merecen en los procesos de toma de decisiones y de planificación. No obstante, parece obligatorio avanzar en el desarrollo de metodologías de carácter más dinámico, que nos permitan modelizar y predecir cómo varía la provisión de servicios ecológicos urbanos en función de los cambios en la estructura del tejido urbano y los usos de suelo. En este sentido, aquellas aproximaciones que, sensibles a la dimensión espacial de los procesos ecológicos urbanos, permitan llevar a cabo una evaluación de diferentes alternativas de planificación, resultarán especialmente interesantes de cara a establecer criterios o recomendaciones que guíen el diseño y ordenación de los nuevos crecimiento urbanos.

Dentro de estas perspectivas teórico-metodológicas, resulta obvio que es la planificación física, como instrumento de intervención sobre el territorio, la herramienta que mejor puede materializar en la práctica el nuevo entendimiento sobre la función de los procesos ecológicos en el medio urbano, fundamentalmente a través de la ordenación del espacio libre. Tradicionalmente, la aproximación a esta cuestión ha sido básicamente de raíz formalista y, en el mejor de los casos, centrada en el uso público. Sin embargo, el cambio de paradigma teórico, la consolidación del cambio de escala de la ciudad -que es ya definitivamente metropolitana- y los nuevos desarrollos normativos permiten una aproximación distinta que centren su atención en las funciones y procesos ecológico-naturales en los medios urbanos. En ese sentido, el bagaje conceptual y metodológico que aportan tanto la geografía como la ecología del paisaje puede servir como un sólido soporte para plantear esa reciente aproximación al espacio libre.

Los ejemplos existentes en la literatura académica en torno al tema y los dos ejemplos aquí analizados muestran sin duda que dicha aproximación es teóricamente posible. Ahora bien, el análisis de dicha experiencia nos señala, de un lado, la todavía débil y escasa materialización de estas propuestas en procesos de planificación consolidados y normativamente operativos; por otro lado, aún quedan por definir y precisar con mayor claridad y detalle, desde el punto de vista del concepto de servicio ecológico, las características y funciones de los diferentes elementos del sistema, especialmente en lo que se refiere a los corredores y al papel del espacio rural. Los primeros porque siguen siendo presa de una importante ambigüedad funcional, siendo necesario que se definan con precisión si se está hablando de corredores estrictamente biológicos (movilidad de especies), ecológicos (flujos de biota, materia y energía) o verdes (uso público). En cuanto al espacio rural, porque todavía no se reconoce plenamente, ni desde el urbanismo ni desde la ecología, su auténtica dimensión y valor como parte fundamental de la estructura y del funcionamiento natural del territorio.

Nos encontramos todavía, por tanto, ante una aproximación con debilidades conceptuales e instrumentales, lo que unido a la idea socialmente dominante de la “bondad” intrínseca del crecimiento urbanístico y a un saber disciplinar poco interesado en estas cuestiones, hace que sean muy serias las dificultades para su plena puesta en práctica. Sin embargo, con ella se abre el camino para una reconsideración radical del tratamiento de los procesos naturales y, en concreto, del espacio libre en los procesos de planificación territorial, que es absolutamente imprescindible para la configuración de ciudades ambientalmente sostenibles.

 

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© Copyright Feria Toribio y Santiago Ramos, 2009.
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Ficha bibliográfica:

Feria Toribio, José Mª; SANTIAGO RAMOS, Jesús. Funciones ecológicas del espacio libre y planificación territorial en ámbitos. Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 15 de septiembre de 2009, vol. XIII, nº 299. <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-299.htm>. [ISSN: 1138-9788].


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