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Índice de Scripta Nova

Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XIV, núm. 316, 1 de marzo de 2010
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]


JUSTICIA AMBIENTAL. DEL CONCEPTO A LA APLICACIÓN  EN PLANIFICACIÓN Y ANÁLISIS DE POLÍTICAS TERRITORIALES

Antonio Moreno Jiménez
Dpto. de Geografía – Universidad Autónoma de Madrid
Antonio.moreno@uam.es

Recibido: 28 de abril de 2008. Devuelto para revisión: 25 de septiembre de 2009. Aceptado: 26 de noviembre de 2009.

Justicia ambiental. Del concepto a la aplicación en análisis de políticas y planificación territoriales (Resumen)

En las últimas décadas el concepto de justicia ambiental ha emergido con notable impulso como principio necesario para valorar situaciones geográficas y para orientar la toma de decisiones territoriales. En el presente artículo se pretende, primero, exponer de forma sucinta su emersión y significado; segundo, presentar una revisión de un conjunto de recientes estudios de caso centrados en su medición y evaluación; tercero, proporcionar algunas orientaciones generales para desarrollar diagnósticos geo-ambientales en esa línea y proponer instrumentos de medida para ello. Finalmente, se realiza un balance del estado de la cuestión y se apuntan algunas perspectivas de profundización.

Palabras clave: justicia ambiental, índices de justicia ambiental, planificación territorial, políticas territoriales, sistemas de información geográfica.

Environmental justice. From the concept to application in land planning and spatial policy analysis (Abstract)

In recent decades the concept of environmental justice has remarkably emerged as a compulsory principle for assessing geographical situations and guiding territorial decision making. In this paper, three objectives are intended: firstly, to expose shortly its emersion and conceptual meaning; secondly, to revise a wide set of recently published case studies focused on its measurement and assessment; thirdly, to provide some general guidelines for carrying geo-environmental assessments in this line, and to propose measurement tools to this end. Finally, a balance of the state of art is drawn up and some further perspectives are outlined.

Key words: environmental justice, environmental equity indices, land planning, spatial policies, geographical information systems

Desde hace ya bastantes décadas, y al igual que otras disciplinas, la Geografía ha aceptado explícitamente que la organización espacial, más allá de su análisis descriptivo, explicativo o interpretativo, debe ser sometida a valoración[1]. Ello implica asumir que ciertos principios o valores, calificados colectivamente como deseables, deben constituirse en referencias obligadas para establecer el grado de bondad o conveniencia de la organización del territorio en sus diferentes escalas y componentes o facetas. Naturalmente tales valoraciones no se entienden como un mero ejercicio académico, sino que, muy al contrario, su aspiración última estriba en, tras la oportuna formación de juicios fundamentados, propiciar la eventual toma de decisiones y puesta en práctica de los planes o actuaciones pertinentes. En definitiva, se avalan así las ya bien conocidas tareas de evaluación y proposición que en el ámbito investigador y en la consultoría aplicada han cobrado plena carta de naturaleza. Desde una perspectiva más amplia podría decirse que ello constituye otra de las manifestaciones más apreciables de la sociedad del conocimiento, por cuanto se trata de desarrollar habitualmente estudios (e. g. diagnósticos, evaluaciones, etc.) que permitan abordar, paliar o solventar, de la manera mejor y más efectiva, problemas de la organización del espacio. Tal actitud es bien observable en muchas obras académicas y, por supuesto, en informes o publicaciones derivados de estudios aplicados o profesionales en los que se trata, bien de analizar críticamente situaciones geográficas existentes, bien de enjuiciar (para eventualmente respaldar o desautorizar) actuaciones realizadas, bien de proponer políticas territoriales acordes con algunos de esos principios.

La cuestión que merece la pena plantear someramente aquí estriba en el elenco de principios que deberían ser adoptados como referentes de valor. No constituye ese el objetivo de esta contribución, pero una somera ojeada al panorama reciente conduce a destacar tres consideraciones al respecto.

En primer lugar, que los principios relevantes para juzgar la realidad territorial son variados: desarrollo, competitividad, cohesión, equilibrio, calidad de vida y bienestar, igualdad y equidad territorial, justicia ambiental, eficiencia espacial, económica y ambiental, sostenibilidad, diversidad, etc. son ejemplos conspicuos de ese repertorio de conceptos-valor evocados y usados profusamente en nuestro tiempo. Dicha pluralidad permite anticipar que su aplicación a evaluaciones analíticas desemboque en conclusiones a menudo dispares, cuando no contradictorias. Un claro ejemplo de ello es la ya bien conocida contraposición entre equidad y eficiencia espacial.

En segundo, que el conjunto de tales principios varía en el tiempo, de suerte que aparecen nuevos, otros parecen cambiar su importancia relativa, etc. Ello es bastante congruente con el devenir histórico de la atmósfera de ideas y valores sociales, pero aboca a los estudiosos ante una ineludible relativización de sus análisis; los principios cobrarán sentido y legitimidad plenos en cada contexto espacio-temporal y deberían ser ponderados comparativamente de la manera más justificada posible en cada caso.

Y finalmente, que de las dos anteriores consideraciones brota la conveniencia de fomentar aportaciones y debates teóricos, de cara a establecer y revisar periódicamente ese “catálogo” de principios o metas relevantes en cada momento histórico, de suerte que constituyan un marco de referencia lo más universal posible. Los resultados de esa labor tendrían varias virtualidades: por un lado, contribuir a introducir, clarificar, asentar y reconsiderar valores socialmente compartidos; por otro, avalar y encauzar de manera más consistente los fines y objetivos de las políticas y de la planificación del territorio;  y, finalmente, orientar la labor de los expertos a la hora de realizar los estudios de diagnóstico, evaluación y formulación de políticas territoriales. La comunidad científica puede y realiza ya en este sentido aportaciones sustantivas, desembocando naturalmente en planteamientos metodológicos y operativos, que ayudan a extender y normalizar los protocolos adecuados para dichos análisis. Respecto a éste último punto cabe añadir que se cuenta con aportaciones valiosas, especialmente abundantes sobre aquellos principios que exhiben una tradición de estudio larga e incipientes sobre los de eclosión más reciente (vid. por ejemplo, García Durán, 1980; Smith, 1980; Bailly, 1981; Hardy y Zdan, 1997; Naciones Unidas, 1998; European Communities, 2001; Zoido y Caballero, 2001; Zoido y Ojeda, 2003; Pedregal, Torres y Zoido, 2006; Moreno y Vinuesa, 2006; Moreno Jiménez, 2006-07; VVAA, 2007; Moreno Jiménez, 2006-07).

Como una contribución en esta línea, el presente artículo avista varios objetivos concretos. En primer lugar, se tratará de abordar el entendimiento de la justicia ambiental, presentando sucintamente su eclosión y significado actual, de suerte que el lector pueda obtener una comprensión precisa y asequible del mismo. A tal fin se procederá a una revisión de las principales aportaciones teóricas. En segundo lugar, y puesto que dicho concepto ha inspirado el desarrollo de un cierto número de investigaciones y trabajos, ora de carácter metodológico, ora de tipo empírico (estudios de caso), resulta conveniente establecer qué aproximaciones se han adoptado al respecto y sus rasgos más conspicuos. Como es bien sabido, arribar a formulaciones operativas de conceptos suele conllevar una etapa de experimentos metodológicos hasta alcanzar un cierto consenso sobre su efectividad. Por tal razón, y mediante un examen de los publicados recientemente se tratará de proporcionar un estado de la cuestión, que permita apreciar los elementos básicos que se integran en los intentos de dilucidar la existencia o no de justicia ambiental. Sobre la base de todo lo anterior, y como aportación propositiva, en el artículo se enuncia, en tercer lugar, una serie de planteamientos generales de cara a abordar metodológicamente la evaluación de la justicia ambiental y se proponen e ilustran algunas técnicas de medición para ello. Como colofón, se concluirá con un balance de la relevancia actual del concepto, de las limitaciones detectadas para su evaluación y de las potencialidades y perspectivas de futuro. En última instancia, con este trabajo se espera favorecer una toma de conciencia del interés de dicho principio, su consideración como referencia necesaria en muchas de las políticas e intervenciones sobre el territorio y su medición mediante instrumentos como los propuestos aquí.

Una acotación final merece ser explicitada en este punto al objeto de establecer uno de los límites en el alcance de este artículo. Los problemas de justicia ambiental pueden ser originados por razones y causas muy diversas y una distinción importante al respecto podría basarse en las causas de dichos problemas, humanas o naturales. Por razones de extensión en este trabajo apenas se considerarán las “injusticias” de origen físico-natural, sin que ello signifique minimizar su trascendencia e implicaciones.

La justicia ambiental: la emersión de un concepto complejo

La eclosión del ideal de la justicia en la ciencia geográfica no es un hecho reciente. Aunque podrían rastrearse antecedentes lejanos más o menos implícitos, es particularmente en el último tercio del siglo XX cuando en nuestra disciplina se formulan de manera más nítida y palmaria los alegatos en pro de su adopción como un marco conceptual inspirador de investigaciones e instigador de acciones, i. e. políticas y planes, para conseguir situaciones territoriales más acordes con ese principio. Las expresiones de igualdad, justicia y equidad espacial o territorial han menudeado y son ya de sobra conocidas en la bibliografía geográfica (vid. por ejemplo, Smith, 1994 y Moreno Jiménez, 2007a). Como atinadamente apuntan Jacobson, Hengartner y Louis (2005, p. 23) el concepto de justicia territorial tiene mucho en común con el de justicia ambiental, pues ambos comparten un planteamiento similar: valorar la distribución de los beneficios y perjuicios generados por agentes humanos -en buena medida calificables de externalidades[2]- entre lugares y grupos de población, con el fin de determinar si existe discriminación seria o no. No debe extrañar, pues, que existan también numerosas concomitancias y afinidades de orden metodológico entre las líneas de trabajo generadas en torno a los mismos.

Sin embargo, pese a los notorios puntos comunes con la idea de justicia espacial, la emersión y desenvolvimiento histórico reciente del concepto de justicia ambiental ha tenido unas particularidades que merecen ser reseñadas, aunque sea de forma somera, puesto que están confiriendo a este principio y a sus derivaciones aplicadas unas virtualidades diferenciadas y, podríamos decir, más intensas y efectivas.

Los rastreos realizados por varios autores evidencian que la expresión justicia ambiental emergió en los años setenta, al socaire de los movimientos de base que se oponían a la desigual y racialmente discriminatoria distribución espacial de los residuos peligrosos y las industrias contaminantes en los EEUU (Gelobter, 1994; Sarokin y Schulkin, 1994; Cutter, 1995; Goldman, 1996; Harvey, 1996; Comacho, 1998; Gleeson y Low, 2003). Por tanto, más que a la versión positiva del concepto en sí, en realidad los orígenes se vinculan a situaciones caracterizadas claramente por la “injusticia ambiental”, cuya manifestación empírica resultaba más fácil de evidenciar que un escenario ideal justo.

Las dinámicas espontáneas en dicho país adquirieron paulatinamente un grado superior de influencia[3] en varias direcciones, de las que algunos hitos, por su eco, merecen señalarse:

“Elaboración de informes, como el archicitado de la United Church of Christ (1987), evidenciando que la raza era un factor más importante que la renta en la exposición a los riesgos químicos en los EEUU. Organización de conferencias como el First National People of Color Environmental Leadership Summit celebrado en Washington en 1991, donde se aprobaron 17 importantes principios de justicia ambiental. Acciones ante instancias políticas y de la administración pública para propiciar cambios orgánicos que atendiesen de forma sustantiva al análisis y evaluación de los riesgos e impactos ambientales, por ejemplo, la creación en 1992 de la Office of Environmental Equity dentro de la US Environmental Protection Agency (Reilly, 1992). Cambios legislativos, como la conocida Executive Order 12898 del presidente Clinton en 1994, que exigía a todas las agencias federales que evaluasen los efectos de sus políticas y programas sobre la salud y bienestar de las comunidades minoritarias y grupos de bajas rentas”.

Las derivaciones ulteriores han concernido a manifestaciones tales como:

“Implicación de la comunidad investigadora[4], que desde hace un tiempo está aportando fundamentación teórica a la expresión y también sugerentes métodos y análisis de casos, facilitando así bases para sustentar la valoración y el juicio de los agentes involucrados en los problemas[5]. Al respecto, y aunque no se abordará aquí, merece reseñar que la complejidad de valorar los perjuicios y responsabilidades ambientales, en particular cuando involucran a los llamados “bienes públicos” globales o colectivos, está propiciando sugestivos análisis académicos y jurídicos (vid. por ejemplo, Beato Espejo, 1996 a y b; Lowry y Edmunds, 2000; Vicente Gómez, 2002; y Marín Quemada y García-Verdugo, 2003). Reivindicación de cambios en el sistema político acordes con un entendimiento nuevo de la participación ciudadana en las decisiones colectivas sobre asuntos ambientales (Faber, 1998; Schlosberg, 1999; Novotny, 2000). Proyección a la palestra internacional, a partir de la toma de conciencia de la dimensión global de ciertos riesgos y problemas ambientales, y reclamación de ambiciosos cambios superestructurales (políticos, jurídicos, etc.) tales como una constitución mundial para el medio ambiente y la justicia ecológica, un tribunal internacional del medio ambiente, etc. (Gleeson y Low, 2003, p. 464). Cristalización de iniciativas apoyadas en Internet para estudiar, denunciar, difundir y movilizar ante injusticias y conflictos ambientales[6].

De ser solo una iniciativa ciudadana, el mensaje embrionario de los movimientos sociales de base pasó a adquirir, por tanto, una dimensión política, una plasmación administrativa, una traducción jurídica y un contenido conceptual cada vez más aquilatado.

Como concepto, la expresión justicia ambiental ha ido evolucionando también de forma progresiva. Si inicialmente la definición que el Diccionario de Geografía Humana (Johnston et al., 2000) ofrece como “movimiento sociopolítico que busca articular las cuestiones ambientales desde la perspectiva de la justicia social” podía ser aceptable, con el tiempo se ha evidenciado limitad (Gleeson y Low, 2003, p. 455), pues enfatizaba básicamente la faceta del activismo que vehiculó las reclamaciones.

Para Sarokin y Schulkin (1994, p. 121) la expresión posee ante todo una naturaleza conceptual, haciendo gravitar su significado en torno al hecho de que ciertas poblaciones 1) están sometidas a mayor riesgo de contaminación ambiental que otras, 2) sufren más perjuicios ambientales, y 3) están excluidas del acceso a los procesos de formulación y toma de decisiones.

Towers (2000, p. 23) prolonga esos argumentos, afirmando además que la justicia ambiental se aplica a escala de la humanidad y apela tanto a la justicia distributiva, como a la procedimental. La primera (también referida como equidad en los logros o resultados, “output equity”) implicaría que los usos del suelo nocivos estuviesen distribuidos imparcialmente entre comunidades y que toda la gente tuviese derecho a igual protección por las leyes y regulaciones ambientales y de salud pública. La segunda establece el requerimiento de que el público interesado (los “stakeholders”) tenga voz en la formación de decisiones que generan amenazas ambientales. Es decir, se refiere al mecanismo causal (decisiones políticas, empresariales, etc.) que debería conducir a una distribución espacio-temporal justa de los beneficios y cargas. Se percibe en este último entendimiento de la justicia ambiental la aspiración a un sistema político capaz de garantizar una participación democrática de manera plena y efectiva a la hora, no solo de repartir el “output”, sino de decidir sobre los procesos (e. g. de producción,  ordenación y gestión territorial) cuyos costes y beneficios “sensu lato” serán luego distribuidos, cuestión de un alcance político sin par en nuestro desigual mundo. Generalmente en la bibliografía, como refiere Lake (1996, p. 163), el énfasis de la expresión justicia ambiental recae en la dimensión distributiva de las amenidades y desventajas entre individuos y grupos.

Uno de los autores que ha abordado con mayor amplitud teórica el concepto de justicia ambiental ha sido Wenz (1988). En su obra se examina el significado del mismo desde varias perspectivas (teorías libertaria, eficientismo, derechos humanos, derechos de los animales, utilitarismo, coste-beneficio y doctrina de Rawls), en sus ventajas y limitaciones. En cualquier caso, subraya, todas ellas conciernen a la manera como los beneficios y cargas deben ser repartidos, es decir, a la dimensión distributiva de la justicia.

Se realiza justicia, afirma el autor, cuando la gente consigue lo que merece o lo que se le debe (Wenz, 1988, p. 22). La clave entonces radica en estimar lo que se merece o se debe a cada cual para, así, establecer o valorar las asignaciones de manera imparcial. La “regla de equidad”, simple de enunciar pero de compleja instrumentación, sería: la parte justa para cada persona ha de ser la misma que para cualquier otra que sea igual en todos los aspectos relevantes (Ibid.). Pero, dado que cada persona y situación es diferente en algunos aspectos respecto a cualquier otra, la discusión debe centrarse en dilucidar “qué tipos de diferencias deben marcar una diferencia” a efectos distributivos, esto es, qué diferencias son relevantes para establecer cuándo dos personas deben ser tratadas de forma igual y cuándo de forma diferente (Id., p. 23).

Tras explorar los fundamentos de las diferentes doctrinas para tal fin, sus fortalezas y debilidades, el autor se decanta en una actitud ecléctica, por una concepción pluralista de la justicia por cuanto, aduce, “ninguna teoría da lo que consideramos respuestas razonables a todas las cuestiones relevantes de la justicia ambiental”... “sobre ciertas cuestiones hallamos más plausible la respuesta dada por una teoría que la dada por otras” (Id., p. 312). Para evitar el relativismo al que tal conclusión conduce (elegir unos principios u otros según convenga en cada situación), propugna una “perspectiva de círculos concéntricos” en la que las relaciones morales se describen según esa geometría. El núcleo de la concepción postulada por Wenz (1988, 316-317) reside en que “cuanto más próxima es nuestra relación a alguien o a algo, mayor es el número de nuestras obligaciones en dicha relación y / o más fuertes son nuestras obligaciones en ella”. La proximidad definiría a modo de círculos concéntricos respecto al individuo y estaría correlacionada (pero no ligada por definición) con la familia, la amistad, el empleo, la etnia y la ubicación física.

En su teoría Wenz (1988, p. 316-317) enumera diez principios independientes[7] con los que intenta, a la par que proporcionar un entendimiento de la justicia ambiental concretar unas bases para elegir el principio apropiado en cada situación, puesto que distintas teorías o principios pueden dar respuestas contradictorias. Sin duda, la aportación del autor amplió notablemente el significado de la justicia ambiental, poniendo en evidencia facetas novedosas y relevantes, pero ni obvia la relatividad ni por supuesto ahonda en su operacionalización.

Claramente, la teoría de Wenz intenta esbozar una gradación de obligaciones desiguales –no exenta de ambigüedades– referidas a lo que otro autor, Dobson (1998), ha definido como la “comunidad de justicia”, es decir el conjunto de seres a considerar a la hora de dilucidar quiénes son sujetos (dispensadores y receptores) de la justicia distributiva. En su obra, Dobson (1998) adopta, como método para su indagación de las relaciones entre justicia distributiva y otro principio muy en boga, la sostenibilidad ambiental, el planteamiento de una serie de preguntas radicales (Id., p. 39): qué sostener, porqué, cómo, los objetos de interés (deseos y necesidades humanas y no humanas, presentes y futuras) que le llevan a identificar las principales dimensiones de la justicia social (Id., cap. 3) en términos ambientales: amén de la comunidad de justicia[8], el significado básico del concepto (v. gr. procedimental, “consecuencialista”, i.e., enfocada a los resultados, etc.), el contenido de lo que se distribuye y el principio de distribución.

El autor concluye con ocho tesis que vinculan sostenibilidad ambiental y justicia social (Id., p. 242-247) de entre las que cabe reseñar dos por su relevancia aquí. En la segunda tesis asevera que “ni la sostenibilidad ambiental ni la justicia social tienen significados determinados” por lo que ello “da a los gobiernos la posibilidad de realizar un juego de legitimación” (Id., p. 242-243), en el que a los ciudadanos les puede quedar, como defensa, solo el conocer el terreno en el se desarrolla el juego. En otras palabras, la pluralidad de entendimientos de dichos conceptos remite inexcusablemente su concreción práctica a la arena política. En la sexta tesis, Dobson (1998, p. 245-6) se posiciona claramente al afirmar que “las teorías liberales de justicia son ampliamente compatibles con las concepciones más comunes de sostenibilidad ambiental” suscribiendo “el mérito como un principio de distribución, una vez resuelta la satisfacción de las necesidades básicas”. Como es lógico, dicha posición es solo una más de las varias que legítimamente pueden postularse.

Por su parte, el abordaje de Harvey (1996, cap.13, p. 366-402) al tema de los problemas de carácter ambiental, más en clave sociopolítica que conceptual o filosófica, ha sido tangencial, pudiendo reseñarse que básicamente contrapone dos posiciones básicas:

“La que denomina visión o “perspectiva estándar” de la gestión ambiental en las sociedades capitalistas avanzadas (compatible, por tanto, con el sistema capitalista), que propende a intervenir solo “después de los hechos” (actitud reparadora o remediadora) y que ha postulado el principio del uso inteligente (“wise use”) de los recursos ambientales comunes. El movimiento de la justicia ambiental, opuesto al anterior, y para el que el autor postula una redefinición de objetivos hasta incluir “la totalidad de las condiciones de vida en nuestras comunidades – aire y agua, trabajo seguro para todos con salarios dignos, vivienda, educación, salud, prisiones humanas, equidad y justicia” (Id., p. 391).

La reciente contribución destacable sobre el tema que han realizado Elvers, Gross y Heinrichs (2008, p. 836) ha planteado, como novedad, el entendimiento de la justicia ambiental a modo de “proceso operativo que puede servir como marco analítico y prescriptivo para el análisis y optimización de los procesos políticos relativos a la justicia ambiental”. Tras establecer ocho dimensiones o facetas de la misma[9] se propugna que las mismas pueden asimilarse a campos de acción abordables en un proceso de acción-reacción en cuatro fases (análisis, transformación, interpretación e implementación) orientado hacia la justicia ambiental. La visión “europea” que los autores apelan ofrece, entre otras, una diferencia notable respecto a la “norteamericana”: su mayor amplitud de miras al contemplar de forma más completa las relaciones socio-ambientales, si bien recogen buena parte de las aportaciones conceptuales y procedimientales previamente descritas aquí. Pragmáticamente aspiran a impulsar una estrategia que integre ciencia, políticas e intereses económicos desde la cooperación,  para avanzar hacia procesos de planificación-implementación ambientalmente justos y sustentados en el consenso y compromiso.

En resumen, de las reflexiones y posicionamientos de los autores mencionados cabe concluir que el concepto de justicia ambiental progresivamente se ha ido enriqueciendo con nuevas ideas atingentes a la justicia y responsabilidad intergeneracional, internacional[10] e interespecies, a que la naturaleza también puede ser objeto de justicia, a su naturaleza procesual, etc. de suerte que de nuevo cabe reconocer con Gleeson y Low (2003, p. 463) que no hay un concepto simple y único de justicia, sino que ésta debe contemplarse como una idea dialéctica que estimula nuevas ideas y prácticas políticas y, sobre todo, que revela nuevas verdades sobre las relaciones entre los individuos, sus sociedades y la naturaleza. Gelobter (1994, p. 842) enunció de forma muy sintética el alcance de ese principio, el cual abogaría por equilibrar las “estructuras y situaciones derivadas de la discriminación ambiental y, particularmente, el racismo ambiental. La discriminación ambiental brota de las acciones y prácticas emanadas de las ideologías individuales y las estructuras sociales, que mantienen y refuerzan la dominación de grupos subordinados en lo concerniente al medio ambiente”. El mismo autor asevera adicionalmente que “la injusticia ambiental [aparece entonces como] un nexo tridimensional de la injusticia económica, la injusticia social y la incidencia injusta de la calidad ambiental, todo lo cual asegura de forma aplastante la opresión continua de las comunidades de color y de bajas rentas en materia ambiental” (Ibid.).

Todo ello ha iluminado extraordinariamente el entendimiento y significados de la justicia ambiental, en cuyo núcleo central se albergan los componentes de no discriminación de beneficios y perjuicios ambientales y los mecanismos participativos de decisión que puedan viabilizar un reparto equitativo de aquéllos entre una comunidad de justicia compuesta por entes (sujetos y objetos) localizados, actuales y futuros, los cuales pueden ostentar derechos y obligaciones desiguales. En todo caso, la aplicación práctica del mismo habrá de afrontar dos fases ineludibles. Por un lado, la elección justificada del criterio o aspecto relevante de justicia ambiental pertinente en cada situación. Al respecto, y parafraseando a Harvey (1996, p. 397-402), cabe reconocer la escabrosidad de determinar, ante los distintos discursos y principios de justicia social, “cuál es la teoría socialmente más justa de justicia social” (aunque él, desde su fidelidad a los valores tradicionales del socialismo, suscribe una profundización del movimiento por la justicia ambiental, que se enfrente a los procesos subyacentes fundamentales que generan las injusticias ambientales y sociales). Y por otro, la instrumentación o trascripción operativa del mismo. En los apartados siguientes, se expondrán diversos intentos y propuestas metodológicas para ello, en los que explícita o implícitamente late una elección conceptual y se adoptan decisiones métricas concretas apoyadas en sistemas de información geográfica.

Una revisión de estudios de caso sobre justicia ambiental

La toma de conciencia por la comunidad científica ha ido poniendo en la agenda investigadora el tema de las injusticias ambientales y como resultado se ha ido generando una buena cantidad de indagaciones empíricas, que están aumentando de forma inequívoca. Sin pretender una revisión completa de las aportaciones, resulta  procedente traer a colación un conjunto seleccionado de ellas por su enfoque genuinamente geográfico, su contribución y su relevancia como antecedentes obligados en esta línea de trabajo. Reseñaremos someramente sus rasgos y hallazgos principales.

Un pionero análisis de Handy (1977) versó sobre la relación espacial (coeficientes de correlación lineal) entre un conjunto de índices de contaminación atmosférica en la ciudad de Hamilton (Canadá) y otro conjunto de variables socioeconómicas, constatando que las secciones censales con más bajas rentas estaban expuestas a superiores concentraciones de contaminantes que las rentas altas.

Mohai y Bryant (1992), tras revisar quince estudios sobre el tema, concluyeron que los mismos aportaban “evidencia clara e inequívoca de que la distribución de los riesgos ambientales está sesgada por la renta y la raza”.

Bowen et al. (1995) analizaron la asociación espacial entre la localización de los focos emisores industriales tóxicos y el status racial y socioeconómico de las poblaciones próximas en Ohio y Cleveland. En su investigación examinaron la cuestión usando dos tipos de unidades espaciales, los condados (para el estado de Ohio) y las secciones censales dentro de un condado de Cleveland. Para el primer caso, la discriminación negativa hacia las minorías se manifestaba estadísticamente, para el segundo no fue así. Pusieron, de esta forma, en evidencia la ya conocida importancia de la escala y las unidades espaciales, a la hora de desarrollar investigaciones geográficas y su impacto sobre las conclusiones alcanzables.

Cutter, Holm y Clark (1996) investigaron el papel de la escala de análisis y las unidades espaciales (condado, secciones censales y grupos de manzanas censales) en Carolina del Sur para comprobar las coincidencias espaciales entre instalaciones industriales contaminantes y de almacenamiento de residuos peligrosos y atributos raciales y de renta de la población. De sus conclusiones merecen reseñarse que las relaciones estadísticas arrojaban resultados bastante diferentes y contrapuestos según la unidad de análisis, en coherencia con los hallazgos de otros autores sobre la unidad espacial modificable. Postulaban  que la sección censal y el grupo de manzanas eran las unidades más apropiadas para la evaluación de la inequidad ambiental y recomendaban tratamientos con unidades espaciales más grandes para aproximaciones a nivel nacional y para comprobar la robustez y consistencia de los hallazgos.

Chakraborty y Armstrong (1997) se plantearon una cuestión de carácter más metodológico al evaluar los atributos raciales y económicos de la población incluida en las zonas afectables por las instalaciones industriales con emisiones tóxicas en Des Moines (Iowa, EEUU). Frente al más extendido método de delimitar zonas circulares en torno a los puntos de emisión, desarrollaron un modelado del “penacho” de difusión espacial para un conjunto de situaciones meteorológicas tipo. Así mismo discutieron la manera de estimar la población incluida en las zonas afectables, partiendo de datos que aparecen disponibles solo por secciones censales o agregados análogos. En sus conclusiones, por un lado insistían en que los resultados dependían de la forma de delimitación del área próxima y de agregación de los datos demográficos, y por otro en que la proporción de minorías raciales y grupos económicamente desaventajados era consistentemente superior dentro de dichas áreas próximas. Con una intención similar, Bahadur, Samuels y Williams (1998) abordaron para el conjunto de los EEUU la cuantificación de la población perteneciente a minorías y grupos económicamente desfavorecidos en las proximidades de los depósitos de residuos peligrosos. Su análisis, apoyado en SIG, se centró en explorar y constatar los efectos de la desagregación espacial de los datos sobre los resultados (el problema de la unidad espacial modificable).

Jerrett et al. (2001) en su estudio, de nuevo sobre la ciudad canadiense de Hamilton, sobre la relación entre la cantidad de partículas suspendidas en el aire (modelada mediante “kriging” universal a partir de 23 observatorios) y un conjunto de variables socioeconómicas, arribaron a similares conclusiones  las de Handy (1977) acerca de la inequidad ambiental que penalizaba a los grupos de menor status socioeconómico. Metodológicamente el trabajo aportó como valor añadido el uso de dos indicadores de exposición (la exposición media crónica y la probabilidad de exposición a situaciones extremas de contaminación a lo largo de 10 años).

Bosque, Díaz y Díaz (2001-2) abordaron los desequilibrios territoriales en la distribución de instalaciones de gestión de residuos sólidos en la Comunidad de Madrid, detectando una notable concentración de personas de bajo nivel socioeconómico en las poblaciones próximas a dichas instalaciones.

Brainard et al. (2002) estudiaron para la ciudad inglesa de Birmingham el patrón espacial (modelado) de dos contaminantes atmosféricos (monóxido de carbono y dióxido de nitrógeno) y el de edad, etnia y pobreza (con datos por “enumeration districts”). Una relación estadística notable se manifestó asociando mayores niveles de contaminantes y pobreza y minorías étnicas, pero no así con la edad.

Brainard et al. (2003) analizaron la exposición potencial al ruido urbano, tanto durante el día, como en la noche, en la ciudad de Birmingham, usando una amplia gama de variables socio-demográficas (población total, grupos de edad, grupos étnicos e índice de privación de Carstairs). Se evidenciaron desigualdades en la exposición al ruido entre los diferentes niveles de privación (aunque no emergió un sentido claro en dicha relación), diferencias bastante débiles entre algunos grupos étnicos y nulas entre grupos de edad. Técnicamente el análisis se sustentó en la aplicación de estadísticos descriptivos simples y el test de Kolmogorov-Smirnov para dos muestras (comparando las distribuciones de frecuencias entre grupos).

Moreno y Fernández (2003) examinaron la calidad ambiental expresada a través de un indicador, el confort térmico, de los distintos ámbitos residenciales de Madrid según su nivel de renta, constatando que si bien no se podía hablar de una contundente discriminación climática en contra de los grupos de bajas rentas, sí se insinuaba una cierta tendencia: en términos proporcionales, los grupos de mayor renta evitaban las zonas de mayores rigores invernales y estivales del clima mediterráneo continental madrileño y los de menores rentas tenían más presencia proporcional en dichas zonas.

Buzzelli y Jerrett (2004) se centraron en la polución atmosférica por partículas totales en la ciudad de Hamilton, elaborando el mapa de dicho contaminante mediante interpolación (Kriging universal) y confrontándolo con indicadores de estatus socioeconómico y grupos étnicos. Las relaciones espaciales mutuas se cuantificaron recurriendo a varias técnicas estadísticas (correlaciones, regresión ordinaria y espacial -método autorregresivo condicional-). Los hallazgos avalaron una discriminación que perjudicaba al grupo de los latino-americanos, en tanto que las áreas de viviendas caras y los asiáticos aparecían con una relación estadística negativa con dicho contaminante (i.e. menos expuestas).

Wheeler (2004) acometió una indagación abarcando la mayor parte del territorio del Reino Unido (Inglaterra y Gales) en la que contempló cuatro índices ambientales (alusivos a calidad del aire, emisiones químicas atmosféricas, depósitos de residuos y actividades calificadas de alto peligro). Mediante SIG se generaron áreas de afección potencial y se cotejaron con características socioeconómicas (índice de privación de Carstairs y las variables integradas en él) y territoriales (ciudad-campo). Con diversas técnicas estadísticas de asociación y regresión comprobó la existencia de inequidad ambiental, aunque su concreción variaba según los índices involucrados y el entorno urbano-territorial.

Jacobson, Hengartner y Louis (2005) emprendieron un estudio enfocado sobre la proximidad a las principales autopistas en la ciudad de Nueva York. Aunque éstas generan innegables ventajas para el transporte y el comercio, también someten a las poblaciones adyacentes a riesgos ambientales varios. Los autores buscaron dilucidar si en dichas zonas próximas había especial presencia de ciertos grupos étnico-raciales, de renta o de origen (nacidos en los EEUU o no). A tal fin propusieron un método para medir la equidad-inequidad basado en la distribución conjunta de los niveles de exposición y de los atributos socioeconómicos mencionados. Tras aplicar también, con fines comparativos, otras técnicas estadísticas (regresión lineal y logística e índices de Gini y de entropía de Theil) concluyeron que desde el punto de vista metodológico su propuesta parecía superior a otras y que la hipótesis de equidad-inequidad ambiental se revelaba de compleja determinación, requiriendo de valoraciones matizadas. Los inmigrantes e hispanos sí presentaban mayor exposición a esas infraestructuras, pero la clase (renta) mostraba una relación desigual, evidenciándose mejor su efecto cuando se segmentaba por grupo demográfico. En todo caso, ninguna de las medidas empleadas lograba altos niveles de explicación, estadísticamente hablando.

Moreno Jiménez (2007b) ha realizado, en esta línea, un estudio para determinar el grado en que el ruido ambiental urbano excesivo afecta de manera igualitaria o desigual a los lugares donde residen los grupos de altas, medias o bajas rentas en Madrid. El método propuesto combina varios instrumentos estadísticos, gráficos y sistemas de información geográfica para aproximarse en cierto modo a un “justiciómetro“ acústico-ambiental. Los hallazgos empíricos evidencian que las zonas habitadas por los grupos más ricos tienen una ligera ventaja acústico-ambiental, en tanto que las rentas medio-altas soportan una carga proporcionalmente mayor. Las zonas más pobres no aparecen discriminadas en este sentido.

Moreno Jiménez y Cañada Torrecilla (2007), siguiendo un planteamiento metodológico similar, han tratado de dilucidar si las externalidades negativas, asociadas a la contaminación atmosférica por SO2, afectan desigualmente a las zonas ocupadas por los distintos grupos de renta en Madrid en dos años recientes, 1995-2005. A tal fin han usado los datos de renta per cápita por secciones censales y los de polución registrados en los observatorios de vigilancia (tras generar, por interpolación con un SIG, capas raster del grado de concentración de ese contaminante). El estudio de la distribución espacial de ambos indicadores, resumida en una tabulación estadística posibilitó determinar la magnitud de la afección potencial sobre cada grupo de renta en cada uno de los dos momentos e interpretar, en términos de equidad ambiental, la política adoptada de sustitución de calderas de calefacción y la consiguiente reducción de emisiones de dióxido de azufre. En síntesis, y para ambos años, los niveles más elevados de contaminación por SO2 seguían afectando proporcionalmente más a las zonas con rentas más elevadas.

Como balance, de los hallazgos alcanzados en este frente de estudios se coligen varios hechos:

Del concepto a la formulación metodológica: algunas cuestiones básicas

Como anteriormente se citó, la Executive Order 12898, Federal actions to address environmental justice in minority populations and low-income populations (Clinton, 1994, p. 1) implicó la obligación normativa de aplicar dicho principio al establecer que “cada Agencia federal asumirá como parte de su misión el logro de la justicia ambiental, identificando y abordando, como proceda, los efectos desproporcionadamente altos y adversos sobre la salud humana y sobre el ambiente derivados de sus programas, políticas y actividades sobre poblaciones minoritarias y de bajas rentas en los Estados Unidos”. En la práctica ello significó la puesta en marcha de iniciativas de diverso tenor para responder a la necesidad, impuesta por tal orden, de evaluar los efectos de las políticas federales estadounidenses, en el sentido de conocer con rigor si conllevaban resultados discriminatorios, contra quién, en qué grado y forma, etc.

Entre las consecuencias de ese impulso merece citar algunas de notable significación. Por un lado el posicionamiento e implicación en el asunto de la administración pública federal estadounidense a través de sus agencias. Ello es bien visible, por ejemplo, en el portal[11] mantenido por la U.S. Environmental Protection Agency (EPA) donde se distribuye abundante documentación sobre normativas, estrategias, directrices y procedimientos relativos a la justicia ambiental o en las orientaciones publicadas por el U.S. Department of Transportation (1997) o la Federal Highway Administration (1998), que atañen al asunto en materia de transportes.  Destacable en este sentido, por su carácter netamente metodológico y práctico, resulta el volumen promovido por el  Transportation Research Board, vinculado a la Federal Highway Administration de los EEUU, que versa sobre cómo medir operativamente la equidad / inequidad ambiental en los proyectos, programas y políticas de transporte (vid. Forkenbrock y Shelley, 2004).

La extensión de esta iniciativa a las políticas y prácticas de planificación de otros países parece aún escasa. En opinión de Buzzelli y Jerret (2004, p. 1873), tanto en Canadá como en el Reino Unido, las propuestas políticas sobre justicia ambiental están  aún en la infancia, lo que ha retrasado en cierta medida la atención por las comunidades científicas y también por los profesionales de la planificación y evaluación de políticas.

Por tal motivo, y en aras de estimular investigaciones geográficas sobre este importante concepto, puede resultar de interés exponer algunas cuestiones generales de índole metodológica, que ayuden a adoptar un planteamiento más consciente y atinado. Con ellas no se trata de agotar aquí este crucial punto, que habrá de ser perfilado según los objetivos y contexto de cada estudio, así como tampoco postular una única aproximación válida, sino más bien de resaltar una serie de aspectos importantes de la cuestión y proponer algunas orientaciones prácticas. Conviene recordar, como al principio se advirtió, que el énfasis aquí recaerá en las injusticias ambientales derivadas de actividades humanas y no tanto en las originadas por amenazas físico-naturales.

Como punto de partida conviene sintetizar el planteamiento general que Forkenbrock y Shelley (2004, p. 6-8) han enunciado y que reordenamos a continuación de manera más acorde con la lógica del trabajo de los expertos o de las investigaciones.

En segundo lugar, parece que un abordaje desde el concepto de externalidad espacial resulta bastante pertinente, lo que conllevaría obviar los beneficios y costes internos del proceso o actividad causante, los cuales se asume quedarían “equilibrados” de forma justa por el mecanismo de los precios de mercado de los productos o servicios obtenidos en dicho proceso. Aunque ello puede parecer un reduccionismo serio, desde la óptica de la relevancia social resulta bastante justificado, por cuanto dichas externalidades representan las utilidades / desutilidades repercutidas sobre otros (lugares y entes) sin compensación alguna. Al respecto, y como en otro lugar ha formulado Moreno (1995), el diagnóstico o evaluación de los efectos derivados de una actividad en la que se externaliza una parte de los resultados o “outcomes” (por ejemplo bajo la forma de alteración –degradación o mejora- ambiental), implica una serie de agentes y dimensiones que pueden ser enunciados como clarificadoras preguntas de esta guisa:

  1. ¿Quién realiza la actividad causante y por tanto genera los “outputs”?
  2. ¿Qué tipo de beneficios y perjuicios externos se producen?
  3. ¿Que intensidad o cantidad de tales beneficios y/o perjuicios se ocasionan?
  4. ¿A quién afecta negativamente el desarrollo de la actividad, i.e. quién soporta la carga?
  5. ¿Quién obtiene los beneficios externos de la actividad?
  6. ¿Dónde se obtienen dichos beneficios y perjuicios?
  7. ¿Cuándo se generan los beneficios y perjuicios, i.e. durante qué período?

Plantearse esa batería de preguntas constituye una sugestiva fase de reflexión previa, de cara a clarificar y concretar una investigación empírica sobre justicia ambiental, especialmente cuando ciertas actividades humanas están involucradas. Como puede suponerse el reto posee un alcance notable, especialmente desde el punto de vista métrico, asunto que se abordará en el apartado siguiente.

 

Figura 1. Diferentes patrones posibles del reparto espacial de externalidades positivas y negativas; las situaciones b, c y d pueden ser interpretadas como desviaciones respecto al principio de justicia ambiental.
Fuente: Smith, 1980, p. 198.

 

Desde la perspectiva geográfica, el planteamiento debería de prestar especial cuidado a la territorialidad de los beneficios y perjuicios ambientales “sensu lato”, es decir, a la correcta georreferenciación y medición espacial de los mismos. Hace bastantes años, Smith (1980) lo apuntó certeramente de forma gráfica en una ilustración que se reproduce aquí (figura 1) por su vigencia. En ella cabe visualizar la desigual extensión de los ámbitos afectados, lo que permitiría delimitar la zona a estudiar como la resultante de la unión del conjunto de externalidades consideradas.

Hacia una medición de la justicia ambiental: problemas, aproximaciones y propuestas

Una somera ojeada a la bibliografía sobre cambios o efectos ambientales generados por el hombre pone inmediatamente de manifiesto cuán dispares son las premisas desde las que se ha partido y el problematismo inherente a la medición y comparación de los mismos. La raíz de todo ello habría que buscarla en la pluralidad de disciplinas involucradas, o quizá mejor, de las epistemologías subyacentes a las tradiciones de investigación vigentes y a las cuales se adscriben los científicos especialistas.

Si nos circunscribimos, a título de ejemplo, a la disciplina económica el asunto se ha identificado como el problema de la conmensurabilidad, es decir, la posibilidad de que objetos o situaciones distintas sean medidas mediante un instrumento o unidad común. La aceptación de tal premisa conllevaría la extraordinaria ventaja de una fácil comparación entre los valores resultantes. Tal es la posición de la economía neoclásica y, más concretamente, de la parcela conocida como economía ambiental, dentro de cuyo marco epistemológico se contempla la viabilidad de cuantificar monetariamente de los efectos y externalidades ambientales (vid. Martínez Alier, 1999, p. 7-34; Martínez Alier y Roca Jusmet, 2000, p. 257-275).

Si se asumiese tal postura, habría que abordar primero un pormenorizado cómputo, a la vez social, territorial y temporal, de los costes y beneficios ambientales ocasionados por una determinada actividad o proyecto, para poder luego dilucidar si el reparto de los mismos es justo o no. En tal caso, y como criterio para medir el grado de justicia en el reparto de esos beneficios y perjuicios ambientales, podría proponerse una fórmula general de este tenor:

[1]

Siendo:

εijk = índice de equidad / discriminación ambiental para el grupo i en el lugar j durante el período k;
Cijk = carga o perjuicio ambiental soportado por el grupo i en el lugar j y período k;
Bijk = beneficio ambiental obtenido por el grupo i en el lugar j y período k;
Ck = carga o perjuicio ambiental total soportado en toda la zona por todos los grupos en el período k;
Bk = beneficio ambiental total obtenido en toda la zona por todos los grupos en el período k.

La expresión, que es sólo una aproximación necesitada de concreción ulterior, intenta reflejar en qué medida la relación entre perjuicios y beneficios ambientales percibidos durante un período estándar k por un grupo determinado i sito en un lugar j es similar a la que existe en toda la zona para el conjunto de los grupos. El índice se referiría a cada subzona y grupo. La situación teóricamente justa vendría dada por cocientes unitarios; las desviaciones respecto a la unidad marcarían inequidad, bien por discriminación negativa (εijk > 1), bien positiva (εijk < 1). La comparación cuantitativa o cartográfica entre los εijk permitiría apreciar las inequidades entre grupos en el espacio.

Parece asumible que ciertos efectos o impactos ambientales son cuantificables monetariamente de forma aceptable y que para algunos fines de política ambiental, e. g. la implantación del régimen del comercio de emisiones (tal como queda establecido por la Directiva 2003/87/CE de la Unión Europea, vid. Méndez, 2007) o la determinación de compensaciones económicas por servicios ambientales e indemnizaciones por daños, ese enfoque y los métodos desarrollados bajo él – sin entrar en su rigor e idoneidad – apuestan por una alternativa también necesaria.

No obstante lo anterior, las serias dificultades para lograr una valoración monetaria rigurosa para la totalidad de externalidades y efectos ambientales parecen de momento insalvables y así, desde otra parcela de la misma ciencia, la economía ecológica, la postura es diametralmente opuesta, por cuanto bajo su marco epistemológico se postula el principio de incomensurabilidad. Ello significa aceptar la legitimidad y conveniencia de adoptar escalas y unidades de medida distintas para aprehender los efectos y variables ambientales; además se reivindica la posibilidad de comparación entre ellos, aunque el rigor de la misma pueda ser mayor o menor. En resumen, se admite la capacidad de adoptar otras métricas distintas de la monetaria y de integrar datos plurales (e. g. indicadores y variables de distinto nivel de medida) para sustentar decisiones racionales, por ejemplo mediante la evaluación multicriterio (vid. Martínez Alier, 1999, p. 7-34; Martínez Alier y Roca Jusmet, 2000, p. 257-275).

Esta última posición está además cimentada en la tradición de muchas otras disciplinas científicas que abordan cuestiones ambientales o humanas[12]. Baste recordar la serie de conceptos acuñados, y ya bien aceptados, como los de amenaza, exposición, vulnerabilidad, riesgo, impacto, afección, calidad / degradación ambiental, etc. que conforman una base de referencia amplia y obligada a partir de la cual especificar y adoptar indicadores, e. g. variables descriptivas de niveles de polución o mejora ambiental, tasas de afección o molestia derivadas, probabilidades de ocurrencia de eventos, etc. (vid. por ejemplo, Ziegler, Johnson y Brunn, 1983; Blaikie, 1994; Hewitt, 1997; Díaz Muñoz y Díaz Castillo, 2001-02; Paustenbach, 2002; o la revista Risk Analysis).

A mayor abundamiento, la amplitud del problema de abordar el conjunto total de externalidades ambientales generadas en un proceso, únicamente como costes y beneficios monetarios, explica que el asunto se suela afrontar de manera pragmática y con un alcance más limitado, centrándose exclusivamente en alguna o algunas de las externalidades o efectos. Se suelen acotar, en consecuencia, ciertas facetas del problema ambiental, aunque solo sea por razones prácticas de viabilidad o prioridad. Ello es especialmente constatable en el caso de las externalidades y efectos negativos, los cuales provocan el mayor problematismo por cuanto se asocian a una percepción de injusticia ambiental, cobrando entonces pleno sentido la reivindicación y conflictividad social.

Aceptando lo antedicho como un avance táctico, dentro de una estrategia de progreso hacia un planteamiento cognoscitivo holista, se podrían avistar opciones métricas en las que los elementos a integrar fuesen, por un lado, la magnitud de la externalidad o efecto considerado y, por otra, los entes o grupos de población afectables. El índice de equidad / discriminación ambiental contemplando exclusivamente en “una” de las externalidades, Elijk, podría entonces expresarse como una función de ambos componentes, es decir,

Elijk = f (Clijk, Pijk)

[2]

Siendo Clijk la externalidad o efecto de tipo l afectando al grupo i en el lugar j durante el período k y Pijk = los entes (e. g. grupo de población) de la categoría i en el lugar j durante el período k.

El cotejo de la distribución de ambos componentes podría realizarse con diversas técnicas estadísticas como las manejadas en las investigaciones revisadas en apartados anteriores. En aras de avanzar hacia la concreción de unos instrumentos métricos de la justicia ambiental asequibles y fundados, se exponen seguidamente la lógica y operativa de algunos procedimientos. Al respecto procede advertir que el objetivo buscado puede recaer ora en obtener un índice global de equidad para el conjunto de la zona considerada, ora para cada grupo socio-espacial, es decir si tal o cual grupo recibe una carga o beneficio ambiental desproporcionado y, por tanto, injusto. De esta forma, cabría comparar la situación de cada grupo respecto a la de los otros. Se asume, pues, que es posible contar con información como la sugerida por la expresión [2], traducida mediante indicadores de un nivel de medición apropiado[13].

Metodológicamente cabría reconocer dos situaciones distintas, que podrían conducir a aproximaciones métricas ligeramente diferentes: A) Un primer caso sería aquél en el que se dispone de un estándar de referencia (legal o magistral) que fija un valor por encima del cual no es admisible o soportable la afección o externalidad. Ejemplo de ello son los niveles críticos de contaminantes de la atmósfera (gases, partículas, ruido, radiaciones, etc.), del agua, del suelo, etc. B) El segundo caso sería aquél en el que se carece de tal norma, pero sí es posible conocer las diferencias de la afección, esto es, el indicador denota una gradación en intensidad, discreta o continua (v. gr. la magnitud de la polución o de la amenaza). Aunque técnicamente podrían usarse los mismos estadísticos, la lógica comparativa es ligeramente distinta. Se expondrán a continuación algunos de tales instrumentos de medida.

En el supuesto de disponer de un valor crítico ambiental de referencia es legítimo dicotomizar la afección en cada lugar-momento como una variable 0/1 (hay / no hay) a la hora de cuantificarla estadísticamente. Si nos circunscribimos a una externalidad o efecto negativo cualquiera 1, un índice de equidad ambiental para el grupo socio-espacial i, E1ik, podría ser divisado de esta guisa:

[3]

Siendo Clik = la afección ambiental de tipo 1 excediendo la norma y recibida por el grupo i en el período k, Pik = los entes (e. g. población) del grupo i en el período k, Clk = la externalidad o afección ambiental de tipo l excediendo la norma y recibida por todos los grupos en toda la zona en el periodo k y Pk = el total de entes afectables (e. g. población) en el período k en toda la zona de análisis. Desde el punto de vista operativo, una variable candidata para expresar los valores Cl.. podría ser la población afectada.

Puede observarse que la fórmula adapta la lógica del conocido índice de localización de P. Sargant Florence, por lo que, en analogía con aquél, el escenario equitativo arrojaría valores del índice unitarios, siendo mayor que 1 en los casos de discriminación negativa y menor que 1 en los de discriminación positiva para dicho grupo socio-espacial. Un índice de 2 para dicho grupo indicaría una discriminación o “carga” doble respecto a la sufrida por el conjunto de la población de la zona, en tanto que un índice de 0,5 marcaría una “carga” menor (la mitad exactamente) de la que le correspondería en la zona.

A título de ilustración en la figura 2 y tabla 1 se muestran tres escenarios ficticios, la correspondiente apreciación cualitativa de la equidad-discriminación ambiental y la tabla de cuantitativa asociada. La magnitud proporcional de cada grupo dentro o fuera de la zona de afección (plasmada en los tamaños de los cuadrados) podría servir de base para la evaluación. En la tabla 2 del Apéndice se muestran los índices E1ik obtenidos.

 

Figura 2. Situaciones hipotéticas de distribución espacial de una externalidad ambiental negativa y de dos grupos sociales, con su valoración desde la justicia ambiental.
Nota: las cifras podrían aludir a los entes afectables, e. g.  población. Las cantidades están en porcentajes.
Fuente: Elaboración propia.

 

En el supuesto de carecer de un estándar o norma crítica podría adoptarse un procedimiento distinto, pero inspirado igualmente en la valoración del reparto de la afección (variable en intensidad) entre los diferentes grupos socio-espaciales. Ahora la afección no debería ser necesariamente dicotomizada (hay/no hay), sino que el análisis podría contemplar la magnitud desigual (grados de intensidad) de la carga soportada por cada grupo socio-espacial.

 

Cuadro 1.
 Ilustración cuantitativa del reparto de una externalidad ambiental en los escenarios de la figura 2
 

CASO A
AFECCIÓN (%)

CASO B
AFECCIÓN (%)

CASO C
AFECCIÓN (%)

GRUPO SOCIO-ESPACIAL

NO (Baja)

SI (Alta)

NO (Baja)

SI (Alta)

NO (Baja)

SI (Alta)

Total

1 – Bajo

40

60

0

100

25

75

100

2 – Alto

40

60

100

0

80

20

100

Total

80

120

100

100

105

95

 

 

Con el fin de expresar el nivel de equidad-inequidad que concierne a cada grupo resulta defendible caracterizar el escenario equitativo como aquél en el que la carga que afecta a un grupo dado es proporcionalmente igual a la que soporta el conjunto de todos los grupos (e. g. la población total). Ello equivale a asumir que a cada grupo le corresponde asumir una carga proporcional a su presencia en el ámbito de estudio (aunque ella podría ser susceptible de ponderación según algún criterio). Estadísticamente tal escenario es equivalente al que se derivaría de aplicar el supuesto de independencia entre los “sucesos” nivel de afección y grupo socio-espacial. Por el contrario, la existencia de relación (dependencia) implicaría que hay desequilibrios en la distribución, o lo que es lo mismo, injusticia distributiva.

A los efectos aquí buscados conviene recordar que la probabilidad de la intersección u ocurrencia de dos sucesos A y B se escribe:

P (A∩B) = N (A∩B) / N (S)

[4]

Siendo N la frecuencia, bien de la intersección de ambos sucesos (A∩B), bien del conjunto total (S). Como es bien sabido, existe independencia entre dos sucesos, A y B, si se cumple que:

P (A∩B) = P (A) . P(B)

[5]

Computadas ambas expresiones, sería cuestión de confrontar la probabilidad empírica de tales intersecciones entre los sucesos nivel de afección y grupo socio-espacial con respecto a  las probabilidades teóricas en el supuesto de independencia, para determinar así la divergencia o similitud respecto a la situación de igualdad proporcional (equidad) en el reparto de la carga (que vendría dada por la situación de independencia). Tales probabilidades tienen, además, la ventaja de constituir un instrumento cuantitativo fácilmente comparable al estar en unidades idénticas y con amplitud entre 0 y 1.

Una vía entonces para dirimir en qué medida un grupo sufre o disfruta de niveles de afección desproporcionadamente altos o bajos, estribaría en la expresión[14]:

iq = P (Gi∩C1q) – P (Gi) . P (C1q)

[6]

Siendo P (Gi∩C1q) = probabilidad de pertenecer al grupo i y a la vez soportar la afección ambiental 1 con intensidad q (suceso o subconjunto intersección), P (Gi) = probabilidad de pertenecer al grupo i en el conjunto de la zona analizada y P (C1q) = probabilidad de soportar la afección 1 con el nivel de intensidad q en el conjunto de la zona estudiada.

Parece evidente que cuando los valores de ∆iq à 0 entonces el grupo i soportará una “carga” proporcional, y por ende justa, teniendo en cuenta a la vez, no solo la presencia relativa de los grupos, sino también la distribución de los niveles de afección (e. g. polución) en la zona. Si asumimos que se trata de una externalidad o afección negativa (e. g. ruido) entonces ∆iq positivos indicarían que el nivel de ruido q afecta más que proporcionalmente a dicho grupo i; si se tratase de alto ruido ello significaría perjuicio extra (injusticia por discriminación negativa); si por el contrario se tratase de ruido bajo ello indicaría un “beneficio” ambiental  extra, esto es, discriminación positiva; por el contrario, ∆iq negativos implicarían que dicho grupo i soporta / disfruta de una carga / beneficio menor del que le correspondería bajo el supuesto de igualdad (equidad).

Para los escenarios de la figura 2 el examen de tales valores permitiría apreciar detalladamente las divergencias respecto al principio de equidad de cada combinación (intersección) entre grupos socio-espaciales y niveles de afección. En el cuadro 3  y figura 3 del Apéndice se ilustran los resultados para los supuestos de la figura 2. Nótese en el caso A de la figura 3 que la existencia de equidad conduce a una suerte de equilibrio (vectores horizontales) en la “balanza” de la justicia ambiental, en tanto que la inequidad se plasma en vectores inclinados (casos B y C).

La dilucidación de qué grupos socio-espaciales globalmente se alinean mejor con el principio de equidad ambiental y cuáles, por el contrario, sufren más inequidad podría ser determinada también mediante algún estadístico como la prueba de Kolmogorov-Smirnov de una muestra (vid. Siegel, 1972, p. 69-74; Ruiz-Maya, et al., 1995, p. 80-83). Se trata de un test de bondad de ajuste mediante el que, una vez ordenados los datos de frecuencias  según la variable a analizar (e. g. el nivel de afección), se comparan las funciones de distribución (distribución acumulada) de una muestra dada (e. g. los afectables de cada grupo socio-espacial) con una distribución teórica o de referencia y se averigua la máxima discrepancia entre ambas. Es decir,

D = máxima |Fr(X) – Fi(X)|

[7]

Siendo Fr(X) = función de distribución de referencia y Fi(X) = función de distribución de la muestra i. El estadístico D puede ser comparado con un valor crítico (obtenible en  tablas publicadas) para aceptar o rechazar la hipótesis nula de que las dos distribuciones sean similares (en realidad que la muestra tenga una distribución análoga a la de referencia), con un nivel de significación prefijado.

Si se toma como distribución teórica la que afecta al conjunto de los grupos (e. g. la población total), se podrían ir cotejando con ella las distribuciones de cada grupo socio-espacial según los niveles de afección. Ello permitiría determinar cuáles de ellos están más cerca de la distribución de referencia (equidad) o más lejos (inequidad). En la tabla 4  se muestran los resultados de tal estadístico para los escenarios de la figura 2.

Finalmente, si el objetivo estribase en averiguar el grado de equidad / inequidad global de una situación o escenario dado, se puede recurrir a diversas técnicas estadísticas, como las investigaciones comentadas anteriormente aquí ilustran bien. En todo caso, y a tenor de los ensayos metodológicos publicados, parece que por el momento las más eficaces son aquéllas que, partiendo del patrón espacial de los grupos sociales relevantes y de la magnitud de la afección o externalidad (dicotomizada o no), generan primero una “contabilidad” a modo de distribución conjunta de ambos (i. e. tabla de doble entrada) a la que se aplican índices de asociación, por ejemplo los conocidos coeficientes C, φ (Phi), V de Cramer, ρ (rho) de Spearman, γ (gamma) de Goodman y Kruskal, etc., para medir la equidad global (vid. Brainard, 2003; Jacobson, Hengartner y Louis, 2005; Moreno Jiménez, 2007b). Algunos de tales instrumentos poseen la ventaja de variar entre unos valores máximos y mínimos definidos, lo que posibilita una apreciación más exacta del grado de equidad / inequidad existente. En la tabla 5 se muestran algunos de tales coeficientes calculados para los escenarios de la figura 2. En ella merece señalar que para el caso o escenario A todos los coeficientes arrojan el valor 0, alusivo a equidad; para el caso B, que representaba la inequidad completa o máxima, los coeficientes alcanzan su valor máximo o extremo, reflejando de manera exacta tal hecho. Recuérdese que el coeficiente C tiene un máximo para tablas de 2 x 2 igual a 0,707, en tanto que φ (Phi) y V lo tienen en 1, sea cual sea el número de filas y columnas de la tabla. El coeficiente γ (gamma), dado que permite detectar, además de la intensidad, el sentido de la relación (positivo o negativo), arroja en este caso el valor mínimo denotando que el grupo alto no sufre afección alguna, en tanto que el grupo bajo la sufre en exclusiva. En el caso o escenario C los coeficientes muestran unos valores intermedios entre el máximo y el mínimo, significando un cierto grado de injusticia ambiental.

Balance y perspectivas

Del abanico de reflexiones y estudios recogidos aquí acerca del concepto de justicia ambiental parece evidenciarse la existencia de un núcleo teórico común bastante compartido acerca del mismo (las facetas distributiva, procedimental e intergeneracional), si bien las nuevas aportaciones doctrinales han suscitado cuestiones que están aún en la mesa de debate. La aceptación de aquel núcleo medular supone ya un logro importante por cuanto, además, ha abierto la puerta a los intentos de medición que, lógicamente se circunscriben y están limitados a los presupuestos metodológicamente asumidos. Aún así, no se puede decir que dispongamos de un método unánimemente aceptado, pero sí se observan convergencias claras en un mismo sentido.

Al respecto parece aceptable adoptar, como premisa para la evaluación operativa de la justicia ambiental, que la no discriminación de un determinado grupo o clase socio-espacial implicaría, por ejemplo, que la carga o externalidad ambiental negativa que soportase dicho grupo no fuese superior a la que le correspondiese. Análogamente, cabría sostener que si ciertos grupos gozasen de una calidad ambiental en su entorno mejor que lo que les correspondiese, debido a externalidades ambientales ventajosas, podría hablarse de discriminación, en este caso positiva o favorable. La cuestión central radica entonces en dilucidar “lo que corresponde a cada grupo o clase socio-espacial”. Como se ha puesto de manifiesto por parte de diversos autores (vid. Moreno, 2007a), dirimir el asunto obliga a recurrir a algún criterio “justo” de entre los diversos que se han postulado, lo que complica dar una respuesta incontestable o determinante. En este artículo, se ha optado como alternativa operativa plausible, expresar la carga o beneficio a soportar equitativamente por cada grupo socio-espacial en función de su presencia poblacional en la zona afectada por externalidades, si bien dicha presencia podría ser susceptible de ponderación según algún criterio fundado (v. gr. la vulnerabilidad). En todo caso, el tema adquiere una dimensión y complejidad mayor aún si se considera, no solo el universo de los afectados por las externalidades, sino también los agentes que las “producen” y las proyectan en el espacio, trasladando así a terceros agentes y a otros ámbitos, una parte del resultado (“outcome”) de sus actividades, aunque reteniendo, es decir, internalizando como beneficios o costes una parte sustantiva del mismo. En sintonía con el ya mencionado  Smith (1980), Ziegler, Johnson y Brunn (1983, p. 35-37) reiteraron certeramente que la consideración conjunta de las zonas donde se obtiene el beneficio y donde se soportan los costes de una actividad hace posible una visión geográficamente más completa y atinada de la cuestión, lo que requerirá esfuerzos metodológicos notables.

Pero circunscribiéndonos a la cara relativa a los impactos externalizados que pueden afectar a los ciudadanos, es patente que la diana de la indagación sobre justicia ambiental se ha centrado en esclarecer si los ambientes indeseables o favorables inciden (o coinciden) de manera desigual en los diferentes lugares, teniendo presente ciertos atributos de los residentes en dichos lugares (v. gr. el status socio-económico o étnico-racial). Los análisis se han focalizado en el lugar de residencia de la población, criterio muy significativo, pero que no aprehende más que parcialmente la realidad de la localización variable de la población. La movilidad diferencial de las personas (e. g. según edad, estatus social, nivel cultural, etc.) en el tiempo les somete a condiciones ambientales muy diferentes a lo largo de los períodos estándar (i.e. día, semana, etc.) lo que les hace escapar del espectro de datos usados habitualmente en los estudios realizados. Como en otro lugar se ha propuesto (Moreno, 1995), la medición de los impactos ambientales sobre las personas precisa de un abordaje mucho más completo y exigente, tanto de datos, como técnicamente, para contemplar el proceso de emisión-difusión-recepción de las externalidades en el espacio-tiempo.

En cualquier caso, debe enfatizarse además que en los análisis hasta ahora desarrollados ha prevalecido el uso del concepto de exposición potencial de la población, ante la generalizada carencia de datos o registros personalizados. Poco se ha avanzado en cuanto a datos sobre la exposición real a las inmisiones, los efectos sentidos sobre el bienestar personal y social, o las consecuencias a  medio y largo plazo sobre la salud, lo que constituye todo un reto de futuro.

Desde el punto de vista metodológico, aunque en las indagaciones publicadas se han realizado ya aportaciones de notable interés, al proponer aproximaciones razonablemente aceptables a cuestiones nada triviales sobre las relaciones hombre-entorno, se puede decir que estamos aún a las puertas de disponer de contrastados y fiables “justiciómetros” socio-ambientales. La fase de solventar las incertidumbres inherentes al método y a las técnicas asociadas aún no está superada. Como una aportación en esa línea, en la parte final de este artículo se ha propuesto y aplicado un conjunto de instrumentos estadísticos que, en su lógica y formulación, resultan apropiados para cuantificar la equidad ambiental referida a un solo tipo de afección y con grados de detalle variables: desde índices globales, pasando por índices desagregados por grupo socio-espacial, hasta técnicas numérico-gráficas particularizadas por grupo socio-espacial y nivel de afección. Aunque con ello no se agotan todos los supuestos o situaciones ambientales, ni las necesidades de medición, al menos constituyen un punto de partida para lograr valoraciones separadas para cada tipo de afección o carga ambiental en unidades cuantitativas comparables y sin exigir unos datos de partida homogéneos, por ejemplo monetarios. Con tales herramientas y el imprescindible apoyo de los sistemas de información geográfica (vid. Maantay, 2002) es factible avistar diagnósticos de situaciones, planes o proyectos de forma ágil y precisa, ayudando así a una toma de decisiones bajo el principio de justicia ambiental.

Cuando se repasan los análisis empíricos realizados, se constata otro rasgo notable: en los EEUU la atención prestada a la discriminación étnico-racial ha sido especialmente intensa, en tanto que en países europeos como el Reino Unido (Wheeler, 2004, p. 804) o en España -según los trabajos publicados hasta ahora-  se ha mirado más a las injusticias ambientales relacionadas con el estatus socioeconómico y la privación. Ello podría interpretarse como resultado de la distinta sensibilidad social y política en unos países u otros, en función de la relevancia y gravedad de los problemas de discriminación y segregación socio-espacial. Como propuesta, y desde una perspectiva geográfica amplia, parece que lo acertado estribaría en partir de las situaciones y formas de segregación socio-espacial (de origen y concreción variadas), es decir, estableciendo primero grupos socio-espaciales significativos, a diversas escalas y en diversos ámbitos (e. g. intraurbanos o regionales), para abordar luego la evaluación de las eventuales injusticias ambientales y, finalmente, bien postular propuestas correctoras, bien integrar esa dimensión en la elaboración de los planes territoriales y sectoriales atentos a ese principio.

En otro orden de cosas, cabe señalar que hasta ahora los análisis muestran un carácter eminentemente parcial, por cuanto se circunscriben solo a ciertos componentes (alteraciones) del medio ambiente, expresados con uno o unos pocos indicadores. A día de hoy parece un ideal lejano conseguir un escrutinio sintético de la justicia ambiental en un territorio, contemplando una multiplicidad de aspectos e indicadores, que permitiese aproximarse de forma amplia y representativa a un “balance contable” desde tal principio. Ese es un ambicioso desafío a largo plazo.

Así mismo, otra línea de desarrollo de investigaciones prometedoras radica en los modelos de localización óptima para instalaciones o actividades, basados en el criterio de justicia ambiental, los cuales habrán de jugar un papel creciente como técnicas de apoyo a las decisiones. Aunque hay ya un cierto camino recorrido en esa dirección (vid. Moreno Jiménez, 1998; Bosque Sendra y Moreno Jiménez, 2004), quedan aún mucho por hacer, tanto en aplicaciones, como en el desarrollo de modelos más sofisticados, capaces de generar de forma exploratoria esquemas de localización y afección, y de  evaluarlos sistemática y comparativamente.

Finalmente, no parece infundado sostener que el espíritu imperante en las normativas atingentes a impactos ambientales concuerda sobre todo con el principio, muy importante, de eficiencia, en el sentido de que se prioriza minimizar la magnitud total de los efectos negativos generados, por ejemplo la cifra de personas expuestas o la extensión del territorio degradado (e. g. Gómez Delgado y Bosque Sendra, 2001), con insuficiente o nulo miramiento a las inequidades derivadas. Sin restar valor a tal criterio, parece conveniente reivindicar también el principio de justicia ambiental como una herramienta conceptual de obligada incorporación en los procesos de diagnóstico de situaciones y formulación de políticas y proyectos geo-ambientales. Tal reconocimiento contribuiría a diseminar una cultura de valoración de las desigualdades territoriales integrando una faceta, la de las externalidades ambientales espacializadas, positivas y negativas, cuyo escrutinio riguroso está apenas en sus albores. La paulatina toma de conciencia y responsabilidad universal hacia ese principio permitiría, en última instancia, encauzar de manera sistemática el progreso hacia estadios menos injustos e indeseables. Lamentablemente, el antecedente que supone la adopción regular de este principio como referencia para la planificación y políticas en los EEUU ha sido aún poco asumido en otros países. Tal logro naturalmente requerirá de acuerdos y compromisos, sobre todo por parte de las diferentes instancias políticas, pese a los obstáculos que cabe imaginar para su efectiva implantación. La emersión de observatorios focalizados hacia la denuncia, detección y medición de esta faceta de la discriminación[15] constituye una esperanzadora vía para coadyuvar a la concienciación y ulterior contemplación normativa de este importante principio.

Agradecimientos

El autor desea reconocer las útiles críticas que los dos evaluadores anónimos han realizado a la versión original artículo y que han permitido mejorar diversas partes de la versión final.


APÉNDICE

Cuadro 2.
Índice de equidad E1ik

GRUPO SOCIO-ESPACIAL

CASO A

CASO B

CASO C

1 – Bajo

1

2

1,58

2 - Alto

1

0

0,42

 

Cuadro 3.
Desviación de la equidad para cada grupo socio-espacial y nivel de
afección, ∆iq (en diferencias de probabilidades).


GRUPO SOCIO-ESPACIAL

CASO A
AFECCIÓN

CASO B
AFECCIÓN

CASO C
AFECCIÓN

NO (Baja)

SI (Alta)

NO (Baja)

SI (Alta)

NO (Baja)

SI (Alta)

1 – Bajo

0

0

-0,25

0,25

-0,1375

0,1375

2 - Alto

0

0

0,25

-0,25

0,1375

-0,1375

 

Caso A
 
Caso B
 
Caso C
 
Figura 3. Las “balanzas de justicia ambiental” a partir de los datos del cuadro 3. Cada línea representa un grupo socio-espacial y los extremos a los platillos de la balanza. El caso A (equilibrio horizontal) denota una situación justa, los casos B y C expresan inequidad.  
Nota: el eje Y representa diferencias aritméticas entre probabilidades.

 

Cuadro 4.
Estadístico D de Kolmogorov-Smirnov

GRUPO SOCIO-ESPACIAL

CASO A

CASO B

CASO C

1 – Bajo

0,0

0,5

0,275

2 - Alto

0,0

0,5

0,275

Nota: Dado N = 200 y un nivel de significación de 0,01 resultaría que valores de D > 0,115  (casos B y C) implicarían aceptar que el grupo socio-espacial en cuestión exhibe inequidad (aunque el estadístico no permite diferenciar si se trata de discriminación positiva o negativa).

 

Cuadro 5.  
Coeficientes de asociación entre grupo socio-espacial y nivel de
afección para los tres casos de la figura 2

Índice

CASO A

CASO B

CASO C

Coeficiente de Contingencia de Pearson

0,0

0,707

0,482

Phi

0,0

1

0,551

V de Cramer

0,0

1

0,551

Gamma de Goodman y Kruskal

0,0

-1

-0,846

Nota: el coeficiente gamma presupone dos variables ordenadas, por lo que permite identificar el signo de la relación, además de la intensidad.

 

Notas

[1] Se agradecen las consideraciones críticas realizadas sobre la primera versión del artículo por parte de los evaluadores anónimos.

[2]Como es conocido, las externalidades aluden a beneficios o perjuicios generados por un agente y que afectan a terceros sin que exista una compensación económica por ellos.

[3] Un panorama de la geografía de los movimientos sociales por la justicia “sensu lato” se halla en el número monográfico de la revista Environment and Planning A, 2007, vol. 39, nº 11.

[4] En los países europeos la emersión del discurso y tradición de estudio sobre justicia ambiental ha sido más tardía. Según Elvers, Gross y Heinrichs (2008, p. 839-841) en el Reino Unido data de finales de los años ochenta del siglo pasado, habiendo aflorado en Alemania solo a mediados de los noventa.

[5] Entre las obras recientes recopilatorias de estudios pueden mencionarse las de Novotny (2000),  Shepard, et al. (2002, eds.) y  Harding (2007).

[6] Entre ellas cabe mencionar el Environmental Justice Resource Center de la Clark Atlanta University http://www.ejrc.cau.edu/ en los EEUU, Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales - OLCA - chileno, www.olca.cl, la African Network for Environment and Economic Justice – ANEEJ - http://www.aneej.org, el Center for Environmental Justice and Children’s Health de París, http://www.nd.edu/~kshrader/cejch.html, etc.

[7] Brevemente los diez principios son: 1) La proximidad (closeness) es función de la fuerza y obligaciones de uno para los demás; 2) Las obligaciones emergen de interacciones reales o potenciales; 3) La justificación de las obligaciones se halla en una amplia serie de razones, no cerrada ni rígidamente jerarquizada (e. g. haber recibido ayuda de otros, hallarse en buena posición para ayudar, etc.); 4) La mera relación biológica no justifica obligaciones (no se avalan pues el racismo o “especismo”); 5) “Ceteris paribus” mis obligaciones para con otros son mayores en tanto se sitúan en círculos más interiores; 6) “Ceteris paribus” mis obligaciones son mayores respecto a los derechos positivos de otros, en tanto se sitúan en círculos más interiores; 7) “Ceteris paribus” tengo más obligación de responder a los derechos positivos que a la satisfacción de las preferencias, aunque los detentadores de aquéllos me sean más remotos que los de éstas; 8) Los animales no humanos no poseen derechos positivos (excepto los animales domésticos y ganaderos); 9) Los derechos negativos se aplican a todos los sujetos vivos , pero no son absolutos y pueden ser invalidados; y 10) Los componentes no sensibles del medio ambiente no tienen derechos, pero tenemos la obligación de mejorar los impactos ambientales destructivos de nuestra civilización industrial.

[8] Dobson (1998, p. 245) condensa la cuestión apuntando que las teorías de la justicia ambiental deben acomodar una configuración triangular de la comunidad de justicia con los vértices formados por las presentes generaciones humanas, las futuras generaciones humanas y el mundo natural no-humano.

[9] En breve serían: a) nivel de impacto: considerar el ambiente tanto natural, como social; b) nivel de efecto: considerar los impactos en salud, calidad de vida y bienestar subjetivo; c) integrar no solo la evaluación de riesgos, sino también los imprevistos o precauciones  (debido a incertidumbres); d) contemplar no solo la evidencia científica de los impactos, sino también las percepciones individuales de los efectos; e) requerimiento no solo de una distribución justa de la exposición, sino también una participación democrática en la formación de decisiones; f) proceder buscando dónde existen cargas desproporcionadas (déficit en calidad de vida o bajo bienestar subjetivo); g) adoptar un enfoque proactivo e integrador de políticas ambientales y sociales; y h) garantizar una información transparente y completa e impulsar el “empoderamiento” (empowerment) de la sociedad civil para lograr una democracia más participativa (Elvers, Gross y Heinrichs, 2008, p. 841-847).

[10] Merece citarse al respecto que, entre los 10 principios para las sociedades sostenibles postulados por Cavanagh et al. (2003, p. 75-104) con vistas a formular alternativas a la globalización económica, se incluye la equidad.

[11] Vid. U. S. Environmental Protection Agency, enlace Environmental justice en: www.epa.gov/compliance/environmentaljustice/index.html.

[12] Cabe remitirse a la conocida teoría de la medición, desarrollada y bien aceptada en las ciencias sociales; vid. Castro Aguirre (1980).

[13] A priori cabría admitir no solo de escala de medida cuantitativa, sino también ordinal e incluso nominal.

[14] Por simplicidad se ha omitido el subíndice del período, k, que se incluyó en las formulaciones previas.

 

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© Copyright Moreno Jiménez, 2010.
© Copyright Scripta Nova, 2010.

 

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