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Índice de Scripta Nova

Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XIV, núm. 326, 10 de junio de 2010
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

REPRESENTACIONES DE PAISAJES AGRARIOS ANDALUCES

Juan F. Ojeda Rivera
Departamento de Geografía, Historia y Filosofía – Universidad Pablo de Olavide de Sevilla
jfojeriv@upo.es

 Buenaventura Delgado Bujalance
Departamento de Geografía, Historia y Filosofía – Universidad Pablo de Olavide de Sevilla
bdelbuj@upo.es

Recibido: 25 de mayo de 2009. Aceptado: 17 de diciembre de 2009.

Representaciones de paisajes agrarios andaluces (Resumen)

La variedad de paisajes agrarios de Andalucía ha ido generando a lo largo del tiempo múltiples representaciones de los mismos. A través de dichas representaciones estos paisajes han ganado visibilidad mediática y legal. Desde esta perspectiva, nuestro trabajo se propone una triple tarea:

1º Analizar el proceso de artealización mediante el que las agriculturas andaluzas son reconocidas como paisajes rurales.

2º Sistematizar las representaciones de estas agriculturas a través de los contextos históricos, sociales y culturales que las han creado.

3º Seleccionar aquellos arquetipos que se han impuesto como referentes simbólicos que transciende las imágenes reales del campo andaluz.

Palabras clave: paisaje, representación, generación, literatura, iconografía.

Representations of Andalusian agrarian landscapes (Abstract)

The variety of the agrarian landscapes in Andalusia has been generating multiple representations of themselves throughout the course of time. By means of said representations these landscapes have been gaining visibility in the media and legally. From this perspective our work proposes a triple task:

1º To analyse the process of artialisatión through which the Andalusian agricultures are recognised as rural landscapes.

2º To systematise the representations of these agricultures through the historical, social and cultural contexts that have created them.

3º To select those archetypes which have become established as symbolic referents that transcend the true images of the Andalusian country.

Key words: landscape, representation, generation, literature, iconography.

El paisaje es un producto complejo que se construye lentamente de acuerdo con dinámicas específicas e interrelacionadas de carácter  natural, social y cultural[1]. Pero es su dimensión cultural la que da al paisaje pleno valor como tal (Martínez de Pisón, 1997; Ortega Cantero, 2004), porque debe ser entendido como el resultado de un proceso en el que un conjunto de componentes naturales, que conforman el armazón físico de un ambiente o espacio geográfico, se convierte en territorio o país a través de una secular historia de conquista, apropiación, organización y normalización por parte de una comunidad humana y termina siendo codificado o metamorfizado en paisaje por unas percepciones, representaciones y simbolizaciones culturales (Delgado y Ojeda, 2007).

Desde esta perspectiva, la palabra paisaje se carga de significado, pues su buena lectura implica un cúmulo de saberes vivenciales y emocionados, que nos hablan de formas de contemplar y sentir el mundo y que se expresan en categorías que definen aquellas emociones: tristeza, placer, nostalgia, rechazo...

En este punto, la fenomenología nos aproxima a un método de acercamiento a  esta realidad, comprendiéndola como tensión o dialéctica objetivo-subjetiva de manera que el paisaje se sitúa –según sus raíces taoístas- entre lo perceptible y la percepción, o sea es un fenómeno que emerge de la experiencia polisensorial del mundo organizada en torno a las múltiples percepciones de todos los que lo perciben. Aunque no bastaría la espontánea percepción o contemplación, sino que hace falta una intencionalidad estética que dirija los sentidos y la mirada para convertirlos  en instrumentos capaces de recrear la realidad como paisaje; sin estas percepciones cargadas de sentido el mundo sería un trozo de planeta desconocido e inexistente como fenómeno de nuestra experiencia. En definitiva, para que existan paisajes serán necesarios una serie de elementos objetivos que los compongan, pero sobretodo será ineludible alguien que, tras percibirlos, los convierta en representación identitaria y estética. Si, por otro lado, asumimos la idea de que las percepciones individuales se interpretan socialmente a través de “la intervención de mecanismos psicológicos, fisiológicos, lingüísticos, económicos o ideológicos” (Rodríguez Martínez, 2005, p. 95) así como educativos y existenciales, podemos terminar comprendiendo que el paisaje sea un modo de entender, apreciar y mirar el territorio como forma estética y vivencial vinculada al disfrute desinteresado, a la cultura y a la identidad

La intencionalidad inherente a la interpretación que aquí se maneja implica una multiplicidad de miradas y percepciones; aunque aquí sólo abordaremos las miradas artísticas, pues quizás sea con ellas con las que el paisaje alcanza su dimensión más completa (Berque, 1997; Maderuelo, 2005; Roger, 2007). Estas miradas  se diferencian de las demás (técnicas, administrativas, científicas, económicas)  porque buscan la creación y recreación de la realidad, convirtiendo las percepciones inmediatas o la huella que estas dejaron en la memoria en representaciones literarias e icónicas. Ello les da una dimensión eudémica (Kessler, 2000) o desinteresada, pues su objetivo es provocar la mirada del otro. De este modo, tales representaciones creativas se convierten en catalizadores de miradas: del artista sobre el espacio representado y su obra; del espectador sobre la obra y sobre los referentes o categorías con los que la relaciona.

A través de tal confluencia de miradas se pretende enfocar aquí algunos paisajes concretos, que han sido percibidos y elegidos en función de diferentes filtros o dimensiones: las estéticas o de los creadores, a través de las que éstos pretenden eludir la insatisfacción de lo real; las sociales y simbólicas, en las que el lenguaje se convierte en protagonista creador (Lacan, 2005) y también las individuales, que posicionan la representación en función de diferentes imaginarios. Así se van imponiendo determinados arquetipos y estereotipos mentales (Zarate, 1992) que se expresan diferencialmente a través de generaciones, filiaciones, géneros y, sobre todo, metáforas; muy pocas, pero esenciales para comprender el mundo (Nietzsche, 2001).

Objeto de estudio, hipótesis y metodología

En este punto, nuestro trabajo se centrará en el análisis y la comprensión de aquellos paisajes cuyas elaboraciones los han mantenido más cerca de los ritmos y leyes de la naturaleza. Son los paisajes agrarios andaluces, paisajes seculares que siempre han sido percibidos como claves de la comprensión de Andalucía. Nuestro objetivo es abordar la construcción de estos paisajes como tales, lo que nos lleva a transcender su existencia más objetiva para centrarnos en la vinculada con las vivencias que estimulan creatividades, de las que irán surgiendo las principales representaciones de los paisajes del campo andaluz. El seguimiento del cambio en las vivencias y en las formas de creatividad a lo largo del tiempo nos permitirá una aproximación a su evolución histórica.

Como referencia epistemológica seguimos indagando sobre las posibilidades que  para la teoría paisajística ofrecen las propuestas  de Mathieu Kessler (2000) y Alain Roger (1997). Para el primero, la sensibilidad paisajística es uno de los más tardíos logros del refinamiento de las culturas humanas. En consecuencia el paisaje no se limita a su realidad física, no es un mero escenario geográfico nacido de la naturaleza o de la confluencia de ésta y el trabajo social, sino que sólo existe cuando se produce la mediación de la  percepción emocionada, gozosa, estética y desinteresada. Por su parte, el segundo da precisión a la plasmación de las anteriores ideas al considerar que existe una metafísica, una metamorfosis de país (objeto) a paisaje (representación), producida a través de una artealización in situ y una artealización in  visu.

A partir de estas ideas y como hipótesis de partida consideramos la existencia de dos planos en la configuración compleja de estos paisajes. Un plano en el que la naturaleza y el hombre se limitan a construir las matrices física e histórica del espacio y del territorio. Es el país o paisaje in situ al que le faltan experiencias vividas, emocionadas e intencionales, así como la transmisión de las mismas mediante representaciones creativas de carácter literario o icónico, para transformarse en el paisaje in visu. En el otro plano, la creatividad se convierte en el demiurgo que hace surgir de la realidad país el constructo paisaje verdadero, que solo se hace visible a través de lenguajes literarios (enumeración, descripción, narración y metáfora) o iconográficos (dibujo, luz, color, reproducción, figuración, copia, abstracción).

El ejemplo de la vega o la campiña bética, ya nos permitía mostrar en alguna aproximación anterior (Delgado y Ojeda, 2007) cómo uno de los paisajes agrarios más característicos de Andalucía ha sido representado de  acuerdo con los contextos y los paradigmas específicos de unas obras creativas que los recrean. Las lomas pandas de las campiñas y las planas y fértiles vegas fueron, desde la ilustración, arquetipos de fertilidad, de gratuita riqueza, pero también desde entonces y sobre todo a partir de la crisis finisecular del 98, expresión de la más trágica e injusta pobreza. Más recientemente, en un paradigma urbanita y clorofílico, este campo se convierte en catalizador de emociones ambientales y estéticas.

En definitiva, el elemento objetivo o país campiñés andaluz, se concreta en una síntesis final de acumulaciones históricas que puede emocionar en sí misma -planitud, color, cultivos, horizontes infinitos, falta de arboles, campos abiertos, pequeño y blanco caserío, fertilidad- …al contemplar directamente la vega de Carmona.  En tal caso, la foto plasmaría un proceso de acumulación histórica que hace referencia a formas de relación hombre naturaleza (figura 1). Pero la transformación de este rico país en paisaje se produce final y completamente cuando es representado como “artealizaciones in visu” a través de metáforas literarias (“la vega es esa mancha parda, huérfana de caserío como un mar” (Manuel Halcón, 1959, p. 220) y de recreaciones iconográfica (figura 2).

 

 

Figura 1. Vega de Carmona.
Fuente: Fotografía de B. Delgado, 2006.

 

Figura 2. Vega de Carmona.
Fuente: Óleo de J. Roldan, 1991.

 

Desde esta perspectiva se pretende reflexionar aquí sobre las representaciones de algunos paisajes agrarios andaluces.

Algunos autores (López Ontiveros, 2001; 2006; Ortega Cantero, 2003) vienen señalando el interés del uso de imágenes procedentes de la literatura y de la pintura para el conocimiento geográfico del paisaje. Por otra parte, nuestra propia situación como enseñantes de materias geográficas en Humanidades y Ciencias Ambientales, nos obliga a presentar el paisaje –objeto genuino de nuestra disciplina- tendiendo  puentes desde la propia geografía hacia la literatura y la pintura, buscando arquetipos resilientes que han permanecido, como referentes simbólicos de imágenes del campo que transcienden a su propia permanencia real. Estas imágenes creativas forman una especie de hipertexto virtual que “influye en la interpretación que el conjunto de la sociedad hace de su entorno” (Fernández, 2006, p. 310). En definitiva, aquí  nos centraremos en las dos perspectivas que nos parecen fundamentales en el camino hacia la creciente visibilidad académica y social del paisaje:

Parece claro que, al acercarnos al estudio de los paisajes agrarios andaluces a través de sus representaciones, vamos desde la realidad material y formal a la más representativa, simbólica y abstracta de las imágenes. Con ello, quisiéramos dar un paso más allá de la observación, el análisis y la explicación científica para aproximarnos a la comprensión cultural.

Hasta el momento, el problema de tal propuesta parece encontrarse en las dificultades que genera la búsqueda de una metodología adecuada para efectuar un acercamiento sistemático al estudio de las representaciones artísticas de los paisajes. Josefina Gómez Mendoza (2006, p. 149) llama la atención sobre tal dificultad, aunque también constata que la clave de categorización se encuentra en que “todo texto pertenece a una tradición cultural entendida como sistema de valores del entorno que lo origina y lo impregna”. Desde esta perspectiva, ya López Ontiveros (1988, 2001, 2004, 2006) y Ortega Cantero (1988, 1998, 2003), entre otros, habían señalado la relación de las diferentes representaciones de los paisajes de España con los momentos  culturales en las que se producen.

Nuestra propuesta pretende sistematizar las representaciones de los paisajes agrarios andaluces a partir de varias referencias: el contexto histórico propio de un periodo o de una época nos será especialmente útil para abordar los orígenes de la percepción de paisajes agrarios andaluces en la antigüedad clásica, en la civilización andalusí y en el antiguo régimen; los grandes contextos culturales de la ilustración y el renacimiento nos servirán para abordar los primeros pasos de una percepción plenamente paisajística del campo andaluz; las corrientes literarias y artísticas más contemporáneas nos permitirán abordar las representaciones metafóricas e icónicas que se han producido desde finales del siglo XIX. 

Dentro de aquellas últimas, se prestará especial atención al  hecho generacional, pues parece fundamental para entender la creación de las visiones y arquetipos agrarios andaluces más resilientes, dada su capacidad para generar afinidades y afiliaciones culturales y sociales. No obstante, no puede olvidarse que el concepto de generación resulta controvertido, ya que si para identificar a una generación literaria, Pedro Salinas alude a los criterios exigentes -nacimiento en años muy próximos, que por lo general se cifra en un periodo de unos 15 años; formación muy parecida; vínculos personales; experiencia generacional; caudillaje; lenguaje generacional; pérdida de protagonismo de la generación anterior- (Salinas, 2001), la propuesta de Carmelo Guillén (2003) resulta menos rígida y está basada en coincidencias menos estrictas -un lenguaje generacional,  un pensamiento común vinculado al contexto y  fecha de publicación de los primeros libros- (Guillén, 2003). En bastantes casos, más que de generaciones, habría que hablar de grupos y escuelas. Solo así pueden encuadrarse escritores y pintores que por su amplio recorrido vital, experimentaron con distintas propuestas expresivas.

Por otro lado, no podemos olvidar que el contexto de este trabajo es andaluz, aunque no se limite a creadores autóctonos. De este modo la propia cronología de las obras nos marcará unos criterios generales, que trazarían  un mapa de los paisajes agrarios arquetípicos de Andalucía.

Representaciones artísticas de los paisajes agrarios andaluces

Las plasmaciones de los paisajes agrarios andaluces se caracterizan por su pluralidad. La extensión y diversidad física e histórica de la región y su viejo proceso civilizatorio y cultural dan lugar a numerosos y distintos paisajes in situ, que podrían quedar encuadrados en grandes tipologías (agriculturas campiñesas de secano y regadíos extensivos de la depresión y valle del Guadalquivir, agriculturas extensivas de cultivos herbáceos, olivares y viñedos, agriculturas multifuncionales de dehesas serranas, paisajes forestales mediterráneos, huertas tradicionales, agriculturas periurbanas de las aglomeraciones andaluzas, agriculturas de vanguardia bajo plásticos, agriculturas de condiciones extremas de altiplanos y espacios áridos, regadíos de vega y valles, cultivos marismeños, agriculturas intensivas del litoral, agricultura escalonada de las laderas béticas, campos resecos del poniente almeriense, etc.). La posibilidad de elaborar tipologías sería infinita, porque innumerables son las teselas del mosaico agrícola del país andaluz y muchas más son las imágenes paisajísticas que tal mosaico ha podido ir suscitando. No existe, por tanto, un único y genuino paisaje agrario andaluz sino una multiplicidad de países a los que corresponden diferentes figuraciones y representaciones paisajísticas, que irán alcanzando su máxima difusión conforme Andalucía vaya siendo apreciada en conjunto como materia literaria (Baltanas, 2003) y pictórica. En ambos casos –como se ha visto y se intentará ir demostrando- no sólo se representan realidades objetivas, sino que se transcienden dichas realidades, recurriendo a las metáforas y a las abstracciones como formas de darles sentido completo y de comprenderlas.

Desde tal perspectiva  -que sitúa al paisaje en la charnela entre la realidad objetiva y subjetiva y lo integra en el acervo cultural de una sociedad como hecho sustantivo con entidad propia-  Berque (1995) ha expuesto las cuatro  condiciones en las que se puede considerar que una cultura ha logrado crear dicha entidad: palabras específicas para nombrarlo, representaciones literarias, representaciones pictóricas y reconstrucciones artificiales de la naturaleza. De este modo, termina considerando -junto a Kessler (2000)- que el paisaje es un fruto relativamente tardío de cualquier cultura, porque exige haber superado el nivel primario de la supervivencia. Tal consideración -criticada en ocasiones por eurocéntrica y elitista- resulta asumible aquí, aunque con matices, ya que en  Andalucía, por ejemplo, parece que hasta el siglo XVIII no queda conformado como tal el acervo paisajístico, cuyo origen se encuentra en la intencionalidad de la mirada de los viajeros ilustrados;  pero en una sociedad tan vieja, civilizada y culta también parece lógico pensar que estas miradas y las que seguirán están conectadas y enraizadas con unas percepciones protopaisajísticas antiguas y medievales a las que conviene aludir como precedentes.

Orígenes de las construcciones culturales de los paisajes andaluces

Aunque faltasen algunos de los mencionados requisitos berquianos, sí pueden detectarse ciertas percepciones y valoraciones que se acercaron a una dimensión paisajística ya en la antigüedad clásica.

Andalucía, proverbial colonia de explotación y de poblamiento, es reconocida como tal por las creatividades clásicas mediterráneas, de manera que pueden rastrearse algunos componentes de la construcción cultural de sus paisajes ya desde los primeros testimonios escritos sobre esta tierra. En aquellas fases originarias, este extremo occidental del Mediterráneo es parte de una geografía en la que se mezclan los mitos, las experiencias extraordinarias y la pragmática expectativa de riqueza. Es más, de un modo implícito, se puede detectar una sustancial dimensión estética en la preferencia por emplazamientos tan bellos y bien escogidos como los de la ciudad de Baelo Claudia, el palacio y la ciudadela de Medinat al-Zahara o la mezquita de Almonaster la Real.          

Por su parte, la agricultura sólo aparece en los textos clásicos referidos a la Bética en su dimensión más aparentemente objetiva como paisaje in situ. Se alaba la fertilidad de la tierra, creando un arquetipo de riqueza que ha llegado hasta nuestros días en el corpus de referencias generales que se agrupan bajo el nombre genérico de “Laudes Baeticae”. Se trata de miradas foráneas, condicionadas por una intencionalidad colonial.

En muchos casos, aquellos textos -superficiales y de poco valor literario- son incapaces de profundizar en la realidad y sólo dibujan la epidermis más colorista, trágica o fatalista, deformando la imagen de Andalucía.   Ahora bien, merece la pena destacar la importancia de estas miradas foráneas, creadoras de una geografía mitificada en la que se hipertrofian los rasgos extremos. Así,  Estrabón (29-7 a.C., p. 92) elabora una buena síntesis de algunas percepciones que exageraban la riqueza y la bondad del medio físico como rasgos diferenciales de estas tierras en la antigüedad:

“Esta región llamada Turdetania, se extiende desde la orilla y boca interior del Anas mirando al Oriente hasta tocar la Oretania (….). De ella, pues es preciso hablar con toda la extensión que sea necesaria para dar a conocer la buena condición de sus lugares y la abundancia y fertilidad de toda la región”.

La visión positiva y laudatoria, gestada durante la romanización, se iría enriqueciendo con las diferentes lecturas del territorio de los viajeros árabes que, con una rica percepción polisensorial, construyeron en una síntesis visual, sonora y olfativa una imagen paradisíaca (Otthoffer, 2005). Tras dicha imagen se aprecia un canon estético idealizador de unas tierras que se ofrecían plenas de bondades. Así, viajeros y geógrafos como Al Idrisi (1154, p. 184) se entregarían a minuciosas descripciones de las ricas ciudades y de las tierras más o menos productivas de su entorno. Por ejemplo, de Almería se  destaca su riqueza y ubicación para mostrar “una ciudad muy industrial (...). El valle que depende de ella producía una gran cantidad de frutos (...)veíanse allí numerosas huertas, jardines y molinos.  Está edificada esta ciudad sobre dos colinas,  separadas por un barranco o rambla, donde hay también edificios habitables. En la primera de estas colinas está el castillo, famoso por su fuerte posición”.

Tal como muestran los versos de Ibn Jafaya (m. 1139), en la poesía andalusí se amplia, como contraste con los demás territorios de la Dar al-Islam, esta visión de paraíso utópico debido al verdor y a la fertilidad de su suelo: “¡Oh habitantes de al-Andalus, que felicidad la vuestra al tener aguas,/sombras, ríos, árboles!/ El Jardín de la Felicidad Eterna no está fuera, sino en vuestro territorio;/ si me fuera dado elegir es este lugar el que escogería” (Bejarano, I. 2004, p. 121).

Tras la conquista de Granada y desde otra cultura, se continúa con la misma admiración contemplativa hacia una tierra rica cuya abundancia de bienes se presenta como una imagen deslumbrante, sobre todo, para aquellos viajeros que atravesaron Sierra Morena desde el Norte. Así, Navajero (1525, p. 54) resalta la fertilidad y belleza de unas tierras sevillanas “llenas también de limoneros, cidros y naranjos, y de todas clases de delicados frutos, debido todo lo más a la naturaleza que al arte, porque la gente es tal que pone en esto poquísimo cuidado”.

En relación con las representaciones icónicas de los paisajes andaluces, no parecen existir las vinculadas a la cultura clásica de Roma o las capaces de representar los paraísos agrarios del imaginario islámico. Aunque en algunos mosaicos romanos o atauriques islámicos se descubre un cierto sentido de la naturaleza que apenas va más allá de la representación de elementos aislados (fauna terrestre y marina, árboles cargados de frutos, seres fantásticos del océano).

En definitiva, no será hasta el renacimiento y durante todo el antiguo régimen, cuando empiecen a contemplarse algunos retazos de paisajes andaluces como fondos escénicos o decorados de imágenes topográficas generales, cuyo escaso interés artístico contrasta con su valor histórico y geográfico. Son importantes las series de grabados de Hoefnagel y otros en los que no sólo se recogen perspectivas de las principales ciudades andaluzas, sino con frecuencia también de sus periferias de ruedos, huertos, ejidos y muladares.

Representaciones paisajísticas originarias: De la ilustración al realismo  

Ahora bien, habrá que esperar al siglo XVIII para que el paisaje aparezca como experiencia diferencial y específica de una sociedad. Los viajeros ilustrados eligen Andalucía como alternativa a los destinos habituales del Grand Tour. Buscan un Sur distinto para el que crearán metáforas capaces de plasmar sus diferencias. En ellas proliferan diversos matices, al estar condicionadas por los filtros intelectuales de cada uno de sus  autores o por el momento y lugar de observación (Parejo, 2005). Por lo general no es el campo el principal motivo de sus miradas pero este aparece bajo criterios racionales en un caleidoscopio prácticamente inabarcable. En muchos casos sus textos, superficiales y de poco valor literario, incapaces de profundizar en la realidad, solo dibujan la epidermis más colorista, trágica o fatalista, deformando la imagen de lo que contemplan. No obstante es posible establecer algunas tipologías representativas. Paisajes bellos vinculados a un concepto clásico de belleza como metáfora del orden ilustrado capaz de colonizar una tierra olvidada. De esta forma, los paisajes desolados, de Sierra Morena, de los altiplanos intrabéticos o de los ásperos desiertos de rañas en el centro de la depresión bética, pueden alcanzar la armonía inherente a la tierra fértil y bien cultivada:

“A varias lenguas de Écija se entra en las poblaciones que formó el señor Olavide en estos desiertos de Andalucía, y todo viajero al pasar por allí debe de bendecir su memoria. Estas montañas aterradoras, esa guarida de ladrones y de bandidos que no se atravesaban sino temblando, se han convertido por los cuidados y el genio de un solo hombre, en un país encantador y bien cultivado” (Peyrón, 1780, p. 326).

Pero sobre todo se empezaron a contemplar estas tierras desde claves prerrománticas (López Ontiveros, 2001) para ir destacando los aspectos más pintorescos de un mundo rural que perciben como pobre y atrasado y, por tanto, carente de valores paisajísticos. No podemos olvidar que estos viajeros son  fisiócratas cuando critican el abandono de la agricultura a finales del siglo  XVIII y su reflejo en un paisaje de desoladas “colinas que ya no tienen otro adorno que las plantas con las que la naturaleza las adorna” (Peyron, 1780, p. 285)

Los viajeros románticos, por su parte, cambian de valores, de forma que aprecian lo que los ilustrados habían criticado. El romanticismo introduce nuevos criterios de valoración al considerar lo sublime como categoría estética propia de las cosas “con capacidad de entusiasmar y elevar el espíritu, unido a la grandiosidad del pensamiento y la profundidad de las emociones” (Tatarkiewicz, 2004, p. 205). Desde este momento, el paisaje se convierte en la expresión de una búsqueda de  lo sublime y, con ello, la imagen poliédrica de la región se fragmenta en diferentes arquetipos que invitan al viaje. Ahora bien se buscan las ciudades exóticas y los paisajes más agreste, por ello estos viajeros no son un buen referente del mundo rural, salvo en lo que éste tiene de natural y pintoresco.    

Para los viajeros románticos Andalucía se ha convertido en uno de los paisajes-llamada de su imaginario colectivo. El paisaje se concibe como un evocador de recuerdos generados por el contacto con una naturaleza y una tierra más soñada que conocida. Por eso a veces la realidad decepciona:

“En los últimos días nos habíamos recreado fantaseando con escenas imaginarias en un entorno casi tropical, que Sevilla iba a convertir en realidad (...). ¡Nunca imaginación alguna fue desairada de manera tan inmisericorde por la inexorable realidad de los hechos. Pues al descender por las faldas de Sierra Morena nos encontramos en mitad de un paisaje de lo menos poético” (Roberts, 1859: 184).

Por ello, junto a las nuevas categorías estéticas vinculadas a lo sublime (lo grandioso, lo impresionante, lo terrible) aparece lo pintoresco, entendido como aquello digno de ser pintado por lo que tiene de sorprendente, diferente,  raro o inusitado: un bosque umbroso, unas ruinas, un campo bien o mal cultivado, pero, por lo general, trabajado por campesinos anclados en el pasado y, sorprendentemente, cubierto de árboles que, como el olivo, resultan exóticos para quien viene del norte de Europa. Se comprende así que, dentro de un contexto artístico que suele despreciar la apacible llanura, Andalucía sea una excepción y que se alaben las campiñas del Guadalquivir  como imágenes del paraíso asumidas desde la antigüedad. En estos testimonios foráneos, si se abstraen las referencias simbólicas, se encuentran descripciones elementales de los diferentes aspectos de los paisajes agrarios andaluces: secanos cerealísticos, viñedos jerezanos, huertas periurbanas y campos donde reina el olivo. López Ontiveros (2004, p. 136) cita a R. Ford, para llamar la atención sobre la fascinación y la repulsa que, a un tiempo, despierta en  los viajeros del XIX este árbol que “por muy clásico que sea, resulta poco pintoresco: una hoja cenicienta sobre un tronco desmochado que recuerda más bien un sauce de segunda categoría y que no da ni sombra, ni protección, ni color”.

Apenas hay referencias rurales en los románticos españoles. A estos sólo les interesan los escenarios sublimes y pintorescos. Los primeros como decorados imaginarios de sus dramas (duque de Rivas); los segundos como representación de un mundo aún virgen, feliz y primitivo en los que se destaca el lugar con sus formas de vida populares que se expresan en el folclore. Este romanticismo recoge una realidad idealizada mediante la selección de sus aspectos más pintorescos. Sobre estos paisajes la vida cotidiana se convierte en leyenda (Becquer) y en cuadro de costumbres como los representados por Estébanez Calderón (1847, p. 66):

“Representaos, lindos suscriptores, en vuestra viva imaginación un paisaje tal, cual mi rústico pincel lo delinee, pues antes de pensar en la farsa bueno será prevenir escena donde ponerlo en tabla. Al frente, digo, que os imaginéis una ermita limpia y enteramente pintoresca, cual se encuentra a cada paso en aquel país de poesía. Unos cuantos árboles den frescura al llano que sirve de ante-atrio, y por los troncos suban sendas y pomposas parras (…) un cauce sonante de agua corra por la espalda, moviendo estruendosamente uno o dos molinos, cuyo rumor grave y no interrumpido sirva de bajo musical al contrapunto agudo de las golondrinas”.

Algunos de estos viajeros eran pintores que fueron dejando sus representaciones icónicas de paisajes andaluces naturales, rurales y urbanos. Los ilustrados, movidos por un objetivo informativo y formativo pretendían  reproducir la realidad de forma más fiel, por ello utilizan la cámara oscura  para realizar los calcos que servirán de base a las ilustraciones de los libros de viajes más difundidos. Así en el libro de Laborde, Le voyage pintoresque, trabajaron más de 20 artistas que se esforzaron en recoger aspectos inéditos y pintorescos en los que, con frecuencia, es la presencia humana la que da a la escena un aire rural y campesino.

Los pintores románticos se afanan por reproducir grandes perspectivas en las que la creatividad del artista filtra y transforma la realidad para representar una tierra fértil, luminosa y pintoresca. Roberts (figura 3) destaca entre estos viajeros por realizar un paisaje de carácter que, según Lacomba (2007, p. 43), “oscila entre la concepción de un paisaje histórico y un paisaje rural, pero, en cualquier caso con un ambiente ensoñado”.

La nueva estética iría calando en los pintores españoles que empezarían a contemplar el paisaje como inspiración para su obra. La creación de la cátedra de paisaje en La Real Academia de San Fernando abriría totalmente las puertas a las nuevas tendencias. El sentimiento más genuinamente romántico de la naturaleza estaría representado por su director desde 1845, Gerardo Pérez Villaamil, que encontraría en Andalucía escenarios connotados con los tópicos más comunes (figura 4). Mientras que Barrón, Cortés Aguilar, Aguado Bejarano, Domínguez Bécquer representarían la línea más bucólica dentro de una estética de lo pintoresco que se expresa a través de un imaginario costumbrismo campesino andaluz.  Son paisajes muy genéricos con pocos referentes geográficos concretos, en los que emergen algunos tópicos: tierra luminosa, campos verdes y fértiles, ventas, cortijos, entornos rurales de las capitales de provincia y atmósfera lúdica.

 

 

Figura 3. David Robers, 1833, El Castillo de Alcalá de Guadaira.
Fuente: Museo Nacional del Prado.
 

Figura 4. Pérez Villaamil, 1839, Serranía de Ronda.
Fuente: Ciudad de la Pintura.

 

La ilustración y el romanticismo impulsaron la consagración de Andalucía como materia literaria y pictórica en un fecundo proceso creativo. La imagen vendida en el extranjero atrajo a nuevos viajeros que, en muchos casos, empiezan a convertirse en turistas que recorren el mundo con prisa y solo pueden percibir una parte del paisaje rural. A veces, como en Viaje por Andalucía de Olivares de la Peña (1878)  el autor se limita a transmitir estereotipos irreales entresacados de las guías de viajes.  Otras el panorama se reduce a lo que se contempla desde las ventanillas del tren que en 15 horas recorre los 573 kilómetros que separan Sevilla de Madrid:

“La vegetación, pobre y desmedrada sobre las alturas pedregosas, se hace cada vez más bella y potente, rica en trigo, viñas y olivares, gracias al Guadalquivir que pronto se descubre en el campo que fertiliza. Lo atravesamos en Menjibar, a 366 kilómetros, sobre un puente de hierro de 240 metros de largo y 45 de elevación” (Eschenauer, 1881, p. 419).

Es más, con cada tendencia literaria o pictórica el paisaje asume nuevos significados: marco de un mundo feliz y expresión de la belleza inherente a la naturaleza con el pre-realismo literario de Fernan Caballero (1856, p. 33) que establece, en un incipiente canon burgués de lo que debe ser el paisaje, una visión negativa de los paisajes cotidianos del campo andaluz:

“Para hacer de este pueblo, que tiene fama de ser muy feo, un lugar pintoresco y vistoso, sería preciso tener una imaginación que crease, y la persona que aquí lo describe sólo pinta. En él no se ven ni ríos, ni lagos, ni umbrosos árboles; tampoco casitas campestres con verdes celosías, merenderos cubiertos de enredaderas, ni pavos reales y gallinas de Guinea picoteando el verde césped”.

Un paso más da Alarcón (1873, p. 86) que describe ambientes y paisajes con precisión y detalle, prefiriendo los contextos urbanos, pero cuya obra histórico-literaria sobre  La Alpujarra  es una fiel interpretación de las claves presentes en la construcción de uno de los paisajes agrarios canónicos de Andalucía:

“Lanjarón es un sueño de poetas (…). Lo que yo puedo asegurar que en Marzo, cuando lo vimos nosotros, parecía un verdadero paraíso; pues, en la base del cerro, todo era ya verdor, y hasta fruto; en su cumbre, abundaban aquellos árboles que no pierden sus hojas en el invierno; y, en la parte intermedia, los almendros, los guindos, los cerezos, los perales y los duraznos, si no tenían hojas, tenían algo mejor: tenían flores, hora cándidas, hora rosadas, hora bermejas, asemejándose a esos árboles fantásticos que creemos inverosímiles de la escenografía. Combinad ahora todo esto con infinidad de espumosas cascadas, con las pintas rojas de los naranjos o las amarillas de los limones, con los vistosos matices de las piedras, con el blanco de la nieve y con el azul del cielo; agregad, en primer término, las bruscas líneas de las casas, la torre de la iglesia y el humo de los hogares”.

De esta forma dentro del polimorfismo literario de los paisajes andaluces, se irán decantando determinadas tipologías de paisajes agrarios caracterizados por su amable apariencia. Con realismo minucioso, se describen unos paisajes que, ligados a las personas que los mantienen, muestran caras muy diferentes: el saltus de los paisajes serranos, de apariencia “peñascosa, donde la escasez de capa vegetal no permite el cultivo, donde no hay gente y donde está pelada la tierra” (Valera, 1895). El ager de los valles y llanos donde el agua posibilita los hermosos paisajes de agricultura promiscua. Lo pequeño se introduce en el paisaje recuperando la imagen privilegiada del jardín edénico simbolizada en la huerta descrita también por Valera (1874) en Pepita Jiménez:

“Hermoso sitio, de lo más ameno y pintoresco que puede imaginarse. El riachuelo que riega casi todas estas huertas, sangrado por mil acequias, pasa al lado de la que visitamos: se forma allí una presa, y cuando se suelta el agua sobrante del riego, cae en un hondo barranco poblado en ambas márgenes de álamos blancos y negros, mimbrones, adelfas floridas y otros árboles frondosos”.

Pero, al mismo tiempo, en ese marco de realismo muy regionalista se empieza a recrear, desde el paisaje agrario y natural, la singularidad andaluza frente a las tierras más situadas al norte. Constatando estas diferencias el asturiano A. Palacios Valdés (1889, p. 145) en La Hermana San Sulpicio se esfuerza en construir una pintura exquisita de la naturaleza con  las impresionistas descripciones de la vega de Sevilla bajo la luz del verano:

“En aquel espléndido paisaje mis ojos no veían la riqueza infinita de matices de mi Galicia. El esplendor irresistible de la luz los borra y lo confunde todo. La impresión a pesar de eso, o por eso quizás, era más viva. A falta de colores había destellos. El suelo y el aire ardían como una iluminación universal”.

El carácter figurativo de la pintura paisajística que introduce Haes a mediados del siglo XIX, encontrará su mejor expresión en el realismo de un conjunto de pintores imbuidos de una perspectiva regional en la selección de sus escenas. Entre ellos, está muy bien representada la agricultura atlántica, desde el País Vasco a Galicia  con artistas como Barreta, Artola, Riancho, Virgilio Blanco, Dionisio Fierro, en los que el mundo rural aparece como depósito de conciencia cultural y base de identidad. Mientras que el color, la luz y la variedad serán los protagonistas de las representaciones de paisajes agrarios más levantinos y meridionales. Como es lógico, Andalucía y sus paisajes siguen despertando el interés para pintores de distinta procedencia, de manera que, desde mediados del XIX hasta los comienzos del siglo XX, los paisajes andaluces serían reinterpretados desde diversas miradas individuales y desde tendencias artísticas que van desde un realismo amable a la representación de las sensaciones que genera el contacto con la tierra: captación de la luz, del aire, del color y la sensualidad. Pero, lo que es más importante, con ellos estos paisajes muy demandados por un público burgués empiezan a adquirir visibilidad mediática.

 

 

Figura 5. Arca Perea, 1893, Camino en la Campiña de Sevilla.
Fuente: Fundación el Monte de Sevilla.

Figura 6. Rafael Romero Barros, 1868, Camino de Santo Domingo.
Fuente: Museo Bellas Artes de Córdoba.

 

Sánchez Perrier tendrá un papel protagonista en la difusión de la preocupación del paisaje desde la estética de los impresionistas, aglutinando a un conjunto de pintores, que conectan en torno a una preocupación común por el paisaje y a un lugar: Alcalá de Guadaíra.  La mayoría de estos artistas tratan de transmitir las emociones cambiantes ante una naturaleza tanto más valorada cuanto más se aleje de la domesticación humana; aunque en este afán por transmitir emociones inmediatas,  algunos  representantes de la escuela de Alcalá, como por ejemplo Arpa Perea en su Caminito en la Campiña, atraparán en sus lienzos el paisaje agrario tipo de Andalucía: cielo azul velado por la calima, una venta en el horizonte, un camino polvoriento con un coche solitario aplastado por el sol del medio día, cardos resecos en la cuneta (figura 5). Evidentemente, estos pintores trabajan fundamentalmente con los paisajes de Alcalá y los alrededores de Sevilla, donde tanto Sánchez Perrier como Villegas Cordero se afanan por plasmar la impresión instantánea de un universo agrario amenazado por los primeros ensanches urbanos: el de las huertas extramuros. No obstante, también se representan otras Andalucías y diferentes imágenes de sus campos, prefiriendo, por lo general, los escenarios que se encuentran en el entorno de las capitales de provincias. En estas obras, como en el ejemplo de los cuadros de Romero  Barros (figura 6) que captan la periferia rural de Córdoba, predomina la descripción de elementos para presentar un mosaico polisensorial.

Las generaciones previas a la guerra civil y la búsqueda del alma oculta de los paisajes rurales

La  generación del 98 descubre los paisajes fundantes del carácter español, entre los que el mundo rural castellano es seleccionado como arquetipo metonímico. Así inventan una Castilla mesetaria y rural en la que se conectan las ideas geográficas de Reclús con la visión de la naturaleza de la Institución Libre de Enseñanza. Son muchos los espacios contemplados, pero, desde la perspectiva que aquí se estudia, comprobamos cómo -de forma dicotómica- a la tristeza de Castilla se contrapone las alegres vegas y luminosas campiñas de Andalucía. Es más, detectamos cómo -en dichas visiones contrapuestas- una corriente de miradas foráneas coincide con otra de miradas interiores.

Algunos de los escritores que se acercaron a estas tierras durante la primera mitad del siglo XX fueron viajeros en el pleno sentido de la palabra, porque buscaban una comprensión estética del alma y del sentido profundo de los lugares sin intención práctica aparente. En su contemplación se unía sabiduría, capacidad perceptiva y relación íntima con el espacio geográfico y búsqueda del propio yo a través de un paisaje,  que se entiende como expresión perceptiva de lo que cada cual lleva dentro. Por ello, como piensa Kessler (2000), sólo el viajero es verdaderamente digno del paisaje que contempla y recorre sin método preciso. Así, animados por una intención eudemónica,  van descubriendo unos itinerario y unas perspectivas singulares en unos viajes hacia Andalucía, que conectan con unos viajes interiores hacia las propias almas de los artistas.

La capacidad para leer el paisaje y para captar a través de él la singularidad de la tierra que recorren define a algunos de estos viajeros. Rilke visita Andalucía entre 1912 y 1913 buscando un lugar sagrado que, en comunión con el espíritu romántico, no lo encuentra en el campo sino en la ciudad de Ronda “encaramada sobre altozanos inaccesibles” (Valente, 1998). Por su parte, Somerset Maugham (1930, p. 31-32) escribe Andalusia. Sketches and impressions para evocar, desde un húmedo y frío Londres, los paradisíacos paisajes andaluces de intensa y cálida luz que lo baña todo, ciudades y campos:

“Mi mente se abraza de pronto en su sol, en su color opulento, luminoso y suave; pienso en las ciudades, en las blancas ciudades bañadas de luz, en los desolados arenales con sus palmeras enanas, en las retamas en flor (...). Recuerdo las noches claras, el silencio de las ciudades dormidas y de las desiertas campiñas, las viejas tabernas blanqueadas con cal y los vinos perfumados”.

También el sol ilumina y calienta los paisajes andaluces que describe  el escritor danés Andersen Nexo (1903, p. 159) en Días de sol, cuyo interés y popularidad queda de manifiesto en sus tres ediciones danesas (1903, 1925 y 1995) y en sus sucesivas traducciones a otras lenguas. En sus paisajes, la paleta muy clara y brillante moldea una imagen del Sur en la que la belleza paradisiaca contrasta con el más duro y desigual reparto de la riqueza: “La abrasadora profundidad que suelen tener los cielos”; “el gusto por el blanco deslumbrante”. “Una fantástica naturaleza” acoge a “fantásticas ciudades” e invita a “la fantástica contemplación del paisaje”. Para el nórdico Andersen, la luz es la diferencia de esta Andalucía que recorre, mezclando una crónica certera de sus campos con una emocionada contemplación de la naturaleza:

“Hemos pasado un día tras otro, de la mañana a la noche, sentados en las altas cumbres que rodean la hermosa ciudad de Loja, observando en la distancia como navegaban las águilas sobre lejanas montañas y disfrutando de un aire brillante de sol y silencio de la sierra”.

Pero, en estos paisajes fértiles, luminosos y bellos la confluencia de sol, tierra y agua hace manar una riqueza que no significa prosperidad pues “va a los bolsillos de los terratenientes de las ciudades mientras las gentes de aquí siguen igual de pobres” (A. Nexo, 1903, p. 160).

Sin embargo, en Granada sólo se deleita ante “La Vega envuelta en el aire transparente de la mañana. Por encima de la ladera todo está blanco y rojo de frutales en flor, pero aquí, hacia el  Sur, donde los huertos cuelgan como terrazas unos sobre otros, la floración ya ha pasado; y estamos a mediados de marzo. Los árboles frutales están completamente verdes y las vides trepan, despuntan al aire sus verdes antenas y sacan sus tiernas y pálidas hojas al sol” (A. Nexo, 1903, p. 182). 

Desde París llega a Andalucía el poeta griego Kostas Uranis (1934, p. 123). Huye de sí mismo, por lo que se acerca a los paisajes de la convulsa España de los años 30 con una cierta empatía anímica. Frente a la desnudez austera de Castilla, Andalucía representa para él un mito de tierra fértil y luminosa:

“Si Castilla es una señora católica que vive una vida monótona en un castillo melancólico, austera y aislada, orgullosa de su pasado y despreciando el presente, Andalucía es una joven de pueblo lozana y morena, con labios rojos y mirada ardiente, que ama la vida, la danza y la canción; una mujer jugosa y vivaz,  iletrada pero llena de encantos”.

En todas las imágenes “la gran luz del sol” es la clave: “frente a la tristeza angustiosa de Castilla. Aquí los hombres, con toda su pobreza, parecían alegres porque respiraban la luz” (K. Uranis, 1934, p. 133). El poeta pinta  paisajes que deleitan, independientemente de los acontecimientos de aquellos primeros años de la segunda república: “Tierra de inmensas huertas en flor; jarabe verde sobre el que flota como un trozo de hielo Sierra Nevada” (K. Uranis, 1934, p. 125). Pero bajo tanta belleza se intuye la tragedia:

“Había atravesado en mi camino pueblecitos llenos de luz y de paz, había pasado huertos de limoneros en flor que llenaban de perfume el aire, había visto pastores en los montes, cultivadores en la llanura y, en general, tenía una impresión de paz bíblica y de belleza paradisiaca cuando en la  última curva de la carretera vi desde la altura de un monte extenderse a mis pies completamente blanca delante del azul Mediterráneo Málaga (…) observé que densas humaredas subían de su horizonte (…) eran humos de incendios: el pueblo de Málaga quemaba sus iglesias y sus monasterios” (K. Uranis, 1934, p. 221- 222).

Más objetivo, Eliseo Reclús (1906, p. 346)  había mostrado una región de contrastes en la que la idea de paraíso soñado por los extranjeros puede ser desmentida por una realidad más dura:

“Sin embargo, tiene su parte fea, sus colinas peladas, sus cañadas sedientas, sus polvorientas llanuras, sus lagunas, sus pantanos productores de calenturas, sus pueblecillos fétidos y las aguas amarillas del Guadalquivir”.

Azorín, Unamuno, Antonio Machado y Maeztu,  apoyados en el determinismo geográfico, “inventan una Castilla mesetaria cuya geografía es el espejo en que mirar el pasado y explicar la presente decadencia de la nación entera” (Moreno, 1998). Así, la Meseta de Castilla se constituye en lugar común del 98.  Se van descubriendo los valores estéticos de sus paisajes, destacando un campo en el que la monotonía austera de la llanura terminará por convertirse en tópico.

Pero, al mismo tiempo, aquellos escritores del 98 son viajeros y van desarrollando su pensamiento caminando por otros paisajes españoles, que les sorprenden. Entre todos ellos el paisaje agrario andaluz se convierte en contrapunto arquetípico de Castilla, pero lo importante será la captación y representación de las claves que sostienen la realidad, pues como afirma Ortega y Gasset (1927, p. 93), “todo lo que es, lo que está ahí, lo que tiene formas, sea lo que sea, es producto de una actividad. En este sentido todo ha sido hecho, y siempre es posible indagar cual es la potencia que lo ha programado y que en esa obra deja para siempre la señal de sí misma”. Se imponen así dos visiones contrapuestas: Por un lado, la Andalucía trágica  de Azorín (1904-1905); por otro, en un conjunto de artículos para el Imparcial, Ortega y Gasset (1927) reinventa, en clave irónica frente al Ideal Andaluz de Blas Infante, el mito paradisíaco de la Andalucía alegre y la pobreza gozosa. Pero tal dicotomía no es sino un intento de resumir en dos metáforas todas las imágenes posibles de Andalucía, cuyos arquetipos básicos van consolidando la idea de una tierra diferente que se expresa en imágenes muy diversas:

Al mismo tiempo, hasta la guerra civil del 36, se generó una amplia producción de raíz local para mostrar toda la variedad de matices de los paisajes agrarios andaluces y perfilar con más precisión la doble imagen del mito. La imagen triste de los paisajes de la pobreza, descrita por Muñoz y Pabón en su novela Juegos florales, presenta  una Andalucía calcinada, de luz cegadora y secas mieses, una especie de Sahara africano sin oasis. Frente a ella, la mayoría de escritores prefiere reflejar los aspectos positivos de la dicotomía y  presentar una Andalucía única y privilegiada en contraposición con otras regiones. De hecho, el mismo Muñoz Pabón (1906, p. 47) deja en la novela citada anteriormente una imagen idílica de la región:

“Vega siempre tan en celo y tan exuberante de verdor, tan feraz y tan productiva, amén de risueña y deleitable”.  

En la misma línea, Ricardo León (1909, p. 187) en su Comedia Sentimental compara el opaco y triste norte de  España con el luminoso sur donde la vida es fácil y armoniosa. Una tierra que puede compararse con el jardín de las Hespérides:

“He aquí el jardín de las Hespérides: si te parece mejor en los versos de los poetas, es porque el siempre dulce sentimiento de las cosas es más bello que las cosas mismas”.

De un modo más específico, algunos novelistas como, por ejemplo,  A. Porras (1924)  en El centro de las almas plasman una visión, aun costumbrista del campo andaluz, recogiendo en sus páginas la vida de un mundo amenazado por el cambio: las faenas  agrícolas tradicionales, la siega, la viticultura, la cría de ganado, las fiestas populares. Muchas de estas novelas de autores locales, pese a su brevedad recogen un exhaustivo catálogo de elementos característicos. A. Reyes (1908, p. 113) enumera aspectos característicos del Sur peninsular:

“Una vez salvado el a la sazón seco cauce del río, destacábanse llenas de resueños verdores algunas huertas mal abrigadas de las grandes avenidas por un muro débil y ruinoso; algunas añosísimas palmeras daban algo oriental al paisaje, en el que se confundían en conjunción esplendorosa, bajo un cielo de zafiro, con los tonos ardientes de los campos floridos, la nota blanca de los lagares y la multicolor de las accidentadas laderas en que eternamente parecen jadear a modo de retorcidas greyes, los frondosos olivares”.

Entre los pintores, muchas veces vinculados a generaciones y grupos literarios, se observa también cómo desde distintas corrientes se van produciendo diferentes interpretaciones de los mismos paisajes A comienzos de siglo XX, se aprecia la influencia de las vanguardias europeas en el fondo y en la forma de presentar lo rural: Postimpresionismo, fauvismo, modernismo, expresionismo o surrealismo  van abriendo camino a formas de expresión de los paisajes andaluces cada vez más intensas y muchas veces convertidas en manifestaciones de identidad. Frecuentemente, estas influencias vanguardistas se transforman en miradas interiores y personales de realidades escondidas bajo la apariencia de las imágenes, convirtiendo a estos pintores en creadores de metáforas visuales, que reflejan su visión del mundo simbolizada en un determinado paisaje.

Romero de Torres se sitúa a caballo entre el costumbrismo romántico y la idealización simbólica y estética de la realidad del modernismo para dar su versión particular de escenas campestres (figura, 7). Como un epígono del impresionismo más iluminista, Sorolla presenta la versión mediterránea y colorista de los campos de la depresión Bética con las obras para la Hispanis Society dedicadas a Andalucía o algunos estudios previos dedicados a la vendimia de Jerez  (figura, 8).

 

 

Figura 7. Julio Romero de Torres, 1903, Aceituneras.
Fuente: Museo Reina Sofía.

Figura 8. Sorolla, 1914, Viñas de Jerez.
Fuente: Museo Sorolla, Madrid.

 

A comienzos de los años 20, el influjo de las vanguardias se deja sentir con fuerza. Es más, la vinculación de muchos de estos pintores con la Institución Libre de Enseñanza o con las preocupaciones de los escritores del 98 y del 27 explicaría que los nuevos lenguajes artísticos se pusieran al servicio de una búsqueda espiritual del alma de España a través de sus paisajes. Pero en el caso andaluz los paisajes agrarios interesan por su atraso, paisajes anclados en el pasado, de tierras fértiles mal explotadas y jornaleros hambrientos. De esta forma al relacionarse la situación del campo con la identidad andaluza se despertaría el interés por la representación de sus paisajes como una forma de comprensión de la misma.

Hay una corriente local vinculada a espacios concretos. Cerca de Sevilla, los últimos componentes de la escuela de Alcalá reinterpretan los viejos temas. Las escenas campestres de José María Labrador se acercan a las campiñas del Guadaíra y a los perfiles del pueblo desde una visión de la realidad próxima a Cezanne; en La huerta del Algarrobo, Luis Contreras carga de expresión la policromía de una huerta ribereña invadida de quietud y soledad; Denis Belgrano plasma los paisajes de los montes y de la hoya de Málaga; con reminiscencias costumbrista Marín Gares se acerca a la Vega de Granada; José Nogué con una sensibilidad próxima al simbolismo capta toda la riqueza de matices de los paisajes próximos a Jaén (figura, 9); Rafael Botí se acerca desde el expresionismo a la búsqueda del alma rural de la sierra de Córdobas; Moreno Villa con un realismo lírico y popular interpreta el paisaje rural malagueño y Ruiz Pulido con una caligrafía muy estilizada se enfrenta a los paisajes más desolados de las tierras de Jaén.

 

 

Figura 9. José Nogué, 1925, Sierra Mágina desde la alameda de Jaén.
Fuente: Colección particular.

 

Figura 10. Rodríguez Luna, 1932, Paisaje con nido.
Fuente: Dip. de Córdoba.

 

En los años 30, la libertad invade el arte y los paisajes se convierten en expresión de lo que el artista lleva dentro. Se intentan captar sensaciones anímicas, como la soledad y la calma  de la Aldea del Rocío, pintada por Santiago Martínez. Fascinación poética, a través del uso fauvista del color en el paisaje de la Alpujarra de Gómez Mir; búsqueda expresiva de lo primigenio, sin lugar concreto, pura expresión surrealista del  Paisaje con Nido  de José Luna (figura 10).

Generaciones posbélicas y predemocráticas. El campo como refugio y nexo

La guerra civil y su resultado supusieron un grave impacto a la libertad creativa del arte. El campo y sus esencias se constituyen en refugios de creadores, que vuelven a las raíces de la tierra como medio de recuperación del hilo roto por la contienda.

La literatura viajera muestra una visión poliédrica. Cuando termina la contienda, vuelven algunos de los viajeros extranjeros que habían estado aquí antes y llegan otros nuevos. Ahora estos visitantes intentan profundizar en lo que ya conocen y transmitir su visión de esta tierra, constituyendo el paisaje –muy presente en sus obras- un símbolo de algo más profundo. Gerald Brenan  no se conforma con la epidermis, sino que, cuando en 1957 publica Al sur de Granada, mezcla etnología, antropología y geografía en su mirada sobre Yegén. Por este camino, algunos geógrafos franceses aportaron hipótesis interpretativas válidas de ciertos paisajes andaluces, destacando entre ellos Jean Sermet, que se serviría de la hermenéutica practicada por de Vidal de la Blache, en su Tableau de la Geographie de la France (Caballero, 2006) , para interpretar el sur de España: Primero, con el acercamiento a la fisonomía del territorio a través de una experiencia directa del paisaje; segundo, aunando “la explicación y la comprensión, la razón y la inteligencia de un lado, y la sensibilidad y el sentimiento de otro” (Ortega, 2005, p. 14). De esta forma, Sermet, (1958, p. 63)  disecciona el paisaje y profundiza hasta el entramado que sostiene la imagen de cada lugar. En la Alpujarra exclama: “¡Que espléndido espectáculo esos miles y miles de bancales brillando con todos los matices del verde en las faldas de la sierra!”,  para a continuación reflexionar sobre el trabajo que sostiene estos paisajes serranos “donde los hombres se esfuerzan por no perder nada”.

Poco a poco la imagen de una Andalucía diferente va calando. El mejicano Basave Fernández (1966, p. 15)  descubre la singularidad y diversidad de sus paisajes: “Tras la estepa castellana –sobria, mística- se abren los campos andaluces como una sonrisa del paraíso perdido. Campos de alcornoques y de olivos, huertos y parras, valles y ríos, ganados corpulentos y frutos exuberantes (...). Andalucía es paisaje para la contemplación y la fantasía”. 

Pero Andalucía también es recorrida y reinterpretada desde dentro. Algunos escritores, como Pemán (1958) en Andalucía, siguen repitiendo una visión folclórica  y pintoresca. Pero otros, siguiendo la estela del Viaje a la Alcarria de Cela, intentan conocer la realidad y utilizan la crítica como instrumento de transformación. Dentro del marco del realismo social se denuncia la pobreza generada por un desigual reparto de la tierra. Los paisajes andaluces muestran toda su dureza, pero también su belleza. A. Ferres (1964) presenta una Tierra de Olivos; A. Grosso y López Salinas (1966) recorren el Guadalquivir en El río abajo; Aldecoa (1954) se  adentra en los Filabres y Goytisolo en los polvorientos Campos de Nijar. En cualquier caso, a estos escritores les atrae un Sur diferente con espacios tan singulares como la vega del Andarax, que C. Bayo (1943, p. 25) describe como un oasis africano en medio del desierto:

“Es una vega de color típico no parecido a otra región alguna, mezcla de árabe y español, de andaluz y levantino. Chumberas, higueras, palmas esbeltas como las de África, parras y más parras que tejen la tierra con sus verdes pámpanos, y extensas plantaciones de naranjos y limoneros”.

Desde la poesía, el paisaje es un elemento esencial de la cosmovisión poética (A. Rodríguez, 1998). Por eso, aunque se contemplan los mismos paisajes, son diversas las imágenes que se representan, porque como afirma Juana Castro (1998) son los ojos, las manos y los oídos del poeta los que ponen la diferencia. Entre los poetas, se sigue manteniendo el potente espíritu rural machadiano por parte de Muñoz Rojas (1951, p. 13), quien desde la vega de Antequera nos transmite una emocionada prosa poética del paisaje andaluz que vive y contempla:

“Sé algo de la tierra y sus gentes. Conozco aquella en su ternura y en su dureza, he andado sus caminos, he descansado mis ojos en su hermosura. Los cierro y la tengo ante mí. Tierras duras, alberos y polvillares, breves bujeos, largos cubriales; aquí se riza una loma, allá se quiebra una cañada, se extiende una albina, tiembla un sisón de vuelo lento. Todo el campo vuela pausadamente. La herrizas se coronan de coscojas, aquí una encina huérfana canta una historia”.

En 1947, se funda en Cordoba la revista Cántico. En sus páginas  escriben,  entre otros, Juan Bernier, Ricardo Molina, Pablo García Baena, Julio Aumente y Mario López. Éste último otorga un papel protagonista a los paisajes del Sur,  y más concretamente de la campiña de Córdoba, en su universo poético, como evocación del paraíso perdido de la infancia (Mario López, 1968, p. 128):

“Inauguran las liebres la mañana. / Galgos otean las brisas perdigueras, / el olivar azula y trasverbera/ palomas u hondos ecos de campanas. /
Todo es amable, dulce…En la solana/ bajo los surcos de la sementera/ germina la semilla aún a la espera/ de encañar su verdor por la besana /
Duerme la tierra, amortajada en trinos, / su otoño de cristal en lejanía/ quebrando en luz de oro los caminos”.

De un modo más explícito y en toda su variedad, se describe el paisaje andaluz mediante una producción narrativa que refleja unos paisajes que se mantienen inamovibles tras la contienda. Los paisajes tropicales de la hoya de Motril  llenos de vida y aún ajenos a los cambios de la costa son descritos por P. Barragán (1942, p. 98):

“Nos embriagó la atmósfera tibia y húmeda de los marjales de caña, por donde corría una acequia llena de yerbajos y de florecillas silvestres, donde las ranas con su croar y los sapos con sus modulaciones de flauta se enfrascaban en un concierto en que las cañaveras llevaban gravemente el compas con sus penachos. Sobre los cañaverales, pájaros de vivísimos colores heridos por los rayos solares, refulgían metálicamente”.

Como símbolo de un orden basado en la propiedad de la tierra, el cortijo descrito por los hermanos Cuevas en Historia de una finca (1958, p. 258-259) se convierte en símbolo de la persistencia de un paisaje secular por el que transcurren hombres y acontecimientos:

“El barbecho había sido trazado línea a línea como el rayado hecho por la pauta. Nunca se había labrado mejor San Rafael. La semilla fue esparcida por una sembradora de la que el tractor tiraba suavemente. La finca se sentía completa, redonda (…).

Pero no llovía. Mediado de Octubre y no llovía (…). Díos es en definitiva quien manda sobre el campo”.

En los sesenta y setenta la ciudad empieza a adquirir protagonismo frente a una realidad campesina que comienza a construirse con fragmentos de nostalgia y abandono. No obstante, los paisajes rurales están presentes como testigos de un mundo que tiende a ir desapareciendo. Luís Berenguer (1967) en  El mundo de Juan Lobon, reconstruye los modos de vida de la serranía gaditana en los años 50, para rememorar un mundo que ya no existe porque de él han desaparecido las cosas y las palabras.  En contraposición a la finca de los hermanos Cuevas,  García Cano (1975) refleja en Tierra de rastrojos  la realidad del campo andaluz visto desde abajo.

Paisajes del clima dominados por los ritmos impredecibles del viento de levante magistralmente descrito por Alfonso Grosso  en Testa de capo, una obra que, escrita en 1961, no se publicó hasta 1981. Su fuerza y persistencia en la costa se transforma en ardiente solano que, hacia el interior, angosta las cosechas, seca los jugos de la tierra, deja sin agua las lagunas y limita la vida:

“El mismo viento duro y terrible, llegado de la costa del vecino continente, de los arenosos desiertos africanos y de las altas tierras de la Mauritania, más allá del Atlas y de los llanos estériles y rocosos de los tuaregs, y que parece traer el eco del muecín. El mismo sabor salobre en la lengua y en el paladar y el mismo escozor en los párpados producido por infinitesimales moléculas de arena (...). El Levante totalizó entonces setenta y dos horas. Más tarde –hace cuatro años y siete meses de mi segunda arribada- ha soplado a veces a lo largo de un mes, sin pausa ni respiro, impidiendo no sólo el trabajo en la mar, sino en la campiña a los labradores de los huertos, agostando sus sementeras y en la montanera a los rabadanes obligándolos a buscar para sus ganados las zonas protegidas entre vaguadas, el fondo de las torrenteras y los pinares forestales. Sólo los toros de lidia, los sementales, la vacada y los erales continuaban en sus pastos, como si el viento que silbara sobre sus cuernos diera más bravura y arresto a su casta y fuera una promesa de fiereza este desasosiego que le imprimía el cierzo africano” (Grosso, 2006, p. 222-223).

El paisaje agreste de las sierras y hoyas de los altiplanos andaluces evocado con nostalgia en Impresiones, recuerdos de un paisaje por J. Asenjo (1973, p. 13):

“Allá, la tierra de nuevo se endurece. Tierra de secano, de pan seco, tierra dura y desigual, bendita, mil veces maldita. De lejos, verano, se estremece y, la amapola, juega entre las espiguillas doradas. Montes, montes, montes. Piñar y Moreda. Allí, Hernán Valle. Un temblor de amanecida. La tierra se angustia y un correr de chopos –otoño muerto, nubecillas como guiñapos por el celo- se estremece por la llanura de bronce”.

 

 

Figura 11. Zabaleta, 1954, Animales de la sierra de Cazorla.
Fuente: colección particular.

 

Figura 12. Perceval, 1956, Valle del Almanzora.
Fuente: colección Arturo Medina.

 

 El paisaje matriz y primigenio vinculado por Caballero Bonald (1974, p.9) a la marisma de Doñana sólo sobrevive como museo protegido de la vida salvaje:

“No hay distancia ni contrastes ni puntos de referencia, sólo una inmensa figuración taponando el campo visual, una gigantesca boca de horno vaciándose sobre el espacio calcinado, experimentando la ya consumida superficie de aquella comarca donde apenas un vislumbre de vegetación traspasa la bruma para simular una indecisa frontera de vacío. La tierra y el agua son del mismo color oxidado que el cielo, como si aún no hubiese podido solventarse ningún litigio de elementos contrarios en un paraje transferido de nuevo a su primaria amalgama geológica y, sin embargo, inagotablemente reintegrado a un hervidero de episodios”.

 

 
Figura 13. Rafael Botí, 1955, Campo.
Fuente: colección particular.
  Figura 14. J. Saenz, 1970, Campo de Morón.
Fuente: Catálogo exposición Sala Villasis (1993).

 

Los pintores que permanecen en España se refugian en sus paisajes a los que representarán con estilos muy personales que caminan desde el impresionismo a la abstracción. Todos ellos construyen visiones muy personales de una Andalucía básicamente rural. Zabaleta, como epígono de las vanguardias de preguerra expresa toda la fuerza telúrica que generan los campos de Quesada.  Su obra reducida a un ámbito muy local profundiza en las entrañas de la tierra para comprender a los hombres que nacen y se confunden con su paisaje (figura, 11). Cuando sale de este ámbito, contrasta la serena desesperanza de los campesinos de Quesada con la edénica recreación de la cercana sierra de Cazorla. Perceval plasma la Andalucia mas agreste, olvidada y seca, de duros campos calcinados y sedientos (figura, 12). Rafael Botí sigue interpretando los paiajes rurales del entorno de Córdoba (figura 13), pero ahora su obra adquiere un tono más amable para convertir las verdes y fértiles vegas en símbolo de producción y riqueza.  Entre todos estos creadores, Joaquín Sáenz (figura 14) es el pintor de las campiñas andaluzas: bajo su mirada los campos de Morón,  los trigales de Utrera, las lomas de los Alcores o las onduladas tierras de Conil muestran una comprensión intimista del campo abierto, en la que se mezclan espacio, luz, color y materia.

Representaciones reciente de los paisajes andaluces. Naturaleza, campo y nostalgia

Uno de los caracteres definidores de la situación actual es la identificación de naturaleza –vía medioambiental- con campo. El geógrafo Yi-Fu Tuan (1998) expresa esta idea al considerar que la naturaleza de la que el urbanita actual huye porque le molesta, le conmina paradójicamente a crear otra naturaleza armónica y amigable que es el paisaje medio del campo. El paisaje agrario pasa así a formar parte del nuevo discurso ambiental con su mercadotecnia, que tiende a convertir las connotaciones creativas en productos apetecibles y expresiones virtuales de unos paisajes que muchas veces se han perdido, pero que siguen atrayendo al urbanita. Es en este contexto -afectadamente clorofílico- donde hay que situar hoy el redescubrimiento del interés por el paisaje, como hibridación de miradas –rurales y urbanas- y convergencia de tres categorías muy apreciables: la naturaleza, la historia y la cultura.

Paradójicamente, a la búsqueda de unas tierras y unos paisajes que ya casi no existen, llegan a Andalucía muchos viajeros y, sobretodo, turistas, soñando con los paisajes edulcorados y domesticados que aparecen en una literatura de consumo tópica y sin pulso. En realidad, el turista “no viaja, no busca, no vive el espacio geográfico en el paisaje (...). Desflora el paisaje con su mirada, a la vez pasiva y apresurada, almacena imágenes y, para terminar, vuelve a su casa sin haber perdido nunca ni su costumbre ni su confort” (Kessler, 2000, p. 19). Es un buscador de postales estereotipadas y seleccionadas por otros en libros, folletos y guías (Gartside, 1997).  Para aquel turismo masivo, el campo es un simple decorado  sin especial interés. Según el análisis, efectuado por Cecile Wanko (2000), del turismo francófono que llega hasta Andalucía   -vía Doñana-, la búsqueda más generalizable del mismo podría cifrarse en:  sol, folclore, monumentalidad urbana, naturaleza en el mar y en la playa. Y todo ello asociado a clima benigno, bienestar y placer.

Desde la oferta, un somero análisis semiótico de algunas de los numerosas guías turísticas de Andalucía permite constatar una serie de palabras fuertes que destacan las imágenes anteriores: extraordinario encanto natural, variados paisajes, rica arquitectura popular, luz, flores y carácter de la gente. Sin embargo, de sus campos sólo aparecen referencias muy genéricas en relación a cultivos tan connotados como el  olivo,  el naranjo o la vid.

Como excepción, podría hacerse referencia a un turismo intelectualmente más elitista que  persigue, por un lado, la Andalucía refinada y exótica de influencia oriental -tierra rica en lugares singulares, culta, urbana y literaria-  por otro, la primitiva pureza de los espacios que aún permanecen al margen de la civilización. Ejemplos de estos acercamientos más cultos son algunos viajeros norteamericanos que, con la obra de Michener (1982) Iberia bajo el brazo, buscan las tierras donde aún pacen míticos toros y las planicies anegadas y salvajes de las marismas; así como un selecto grupo de viajeros franceses que llegan a Doñana, entre el Algarve portugués y el Norte de  África, con textos de Caballero Bonald como excepcional guía (Wanko, 2000).

Desde la conciencia de la rápida transformación y, en muchos casos, desaparición de las estructuras agrarias tradicionales se acercan al paisaje rural andaluz diferentes escritores. En ellos el componente social pierde fuerza, a excepción de A. Burgos (1982, p. 126), que llama la atención sobre las percepciones antagónicas que del campo tienen jornaleros y terratenientes. Mientras que los primeros lo contemplan a ras de suelo, los segundos lo ven desde arriba, desde la grupa de su caballo. Don Guido en Las Cabañuelas de Agosto reniega de la dehesa frente a la planitud de la marisma:

“Un campo que hay que subir y bajar no es campo –decía en el casino del pueblo, ante la veneración de los labradores enriquecidos por la ganadería-; esto, diréis lo que queráis, pero no es lo que yo entiendo por campo. Ni es sierra, ni es llano. Este campo para las liebres; a mi dadme un campo con toros, que haya que embarcar corridas, que herrar, que tentar…Esto de las ovejas y los cochinos, diréis lo que queráis, pero para mi no es campo…(…). El campo es dominar el mundo con una garrocha en la mano”.

Sin embargo, muchos de estos escritores se esfuerzan para conservar las raíces de su identidad más ancestral. De esta forma la cultura se convierte en un factor de resilencia de los paisajes andaluces en general y de  los paisajes agrarios en particular. Estos últimos, como paisajes culturales específicos por su vinculación a la naturaleza van a estar presentes en obras como la Guía natural de Andalucía de Aquilino Duque (2001, p. 118). El autor, en un apresurado y documentado viaje por todas las provincias andaluzas, selecciona lugares emblemáticos para describirlos con minuciosa precisión. La hoya de Guadix parece un buen ejemplo: “El río Verde excava y horada las margas amarillentas. Surgen mogotes y cavidades, peñones cónicos y piramidales, poblados de gitanos trogloditas. Entre ellos asoman almendros, olivos, retamas. A lo lejos una gran falla horizontal; al pie, la vega con su ejército de chopos y sus huertas”. En la misma línea, Eslava Galán (2001)  recorre Las rutas del olivo en Andalucía, para describirnos, a través de la mirada de Masaru, la riqueza cultural y botánica de los paisajes andaluces donde domina el olivar.

El paisaje no puede congelarse, por lo que el cambio es uno de sus rasgos inherentes. Ahora bien, a veces este cambio –demasiado brusco y sin el compás apropiado- puede ser valorado como un proceso negativo que destruye rápidamente lo que necesitó siglos para construirse. La literatura se ha enfrentado a esta situación desde la nostalgia y desde la crítica.

Desde la nostalgia se recrean los felices paisajes de la infancia simbolizados en la Arcadia perdida.  M. Halcón en Cuentos del buen ánimo y  J. Cortines en Este sol de la infancia son un buen ejemplo de reconstrucción de los paisajes agrícolas andaluces de los Alcores sevillanos. Por su parte Muñoz Rojas (2006, p. 21) sigue encontrando las bellezas escondidas en los campos de Antequera: Sembrando como se está, la vega se adentra más en el alma y el temor de abandonarla se hace más grave. Vaga crece la mañana por los campos con humos de tierras no del todo dejadas por los calores estivales, con humedades de las lluvias recientes ávidamente sorbidas”.

La huerta siempre es un símbolo recurrente en Muñoz Molina, para quien Mágina es una metáfora de la ciudad real, Úbeda, de cuyo ambiente provinciano espera escapar. En su obra más reciente, -El viento de la luna (Muñoz Molina, 2006)- sólo la huerta familiar pone un contrapunto de nostalgia a ese afán de huída. Pero sobre todo la huerta es la metáfora más evidente del paraíso (Muñoz Molina, 1996, p. 11): El Paraíso terrenal es una huerta en medio de una vega, una huerta de tierra fértil y de agua abundante (...) El mejor paraíso posible es una huerta bien regada en la que un hombre y una mujer trabajan al unísono y se entregan el uno al otro (...) El paraíso terrenal no es una alegoría ni una helada decoración teológica: lo reconocemos en cuanto llega a nosotros, entre las copas de los granados y de las higueras, un aire fresco y grávido de olor a tierra, a vegetación, a ovas y limo, a agua recién brotada de un venero, ese aire que es la brisa inmemorial del Edén”.

Son paisajes a los que siempre se vuelve. Paisajes de olivos  que ya Cervantes en el Quijote valoraba como “una de las más agradables vistas que puedan gozarse” y que  Manuel Piedrahita (2002) exalta como “nuestro paisaje” y “tierra de mis raíces”, llenas de imágenes, sonidos, colores, sabores y olores. 

Paisajes del valle de los Pedroches que sobreviven en la memoria de López Andrada (2008), para rezumar llenos de vida en El libro de las aguas o de nostalgia en  La luz del Verdinal: “En El Viso de los Pedroches me llegó esa especie de luz misteriosa y suave que, de pronto, nos reconcilia con lo que fuimos: humildes raíces atadas al ritmo de las estaciones en un mundo agrario ya desaparecido” (López Andrada, 2008, p.71).

Paisajes serranos, que Parrón Camacho (2004, p. 72), en un poema de raíces machadianas dedicado al río Viar, convierte en metáfora del esfuerzo que no encuentra la recompensa en la riqueza sino en la creación de un paisaje colectivo que nos vincula con el pasado y con el futuro:

Aquí han levantado los hombres su pobreza / castillos de sudor, andando tras el yugo; aquí también se adora al dios de la riqueza / y anidan en las cumbres el buitre y el verdugo. Por estos campos grises, por estas duras sierras, / -talladas por el viento, la lluvia y el arado- pasaron los pastores, los siglos y las guerras, /  sembrando sus vestigios de olvido y de pasado. Va desgranando piedras con puños torrenciales, / no abrieron en su lomo, jamás, una vereda y sin embargo cría cardos y matorrales, / difíciles juncales y mísera arboleda. En esta cima, solo, me veo como antaño, /  pensando que mi patria no es otra que este río, / el día que la muerte no pueda hacerme daño,/ que el delta de este cauce, también pueda ser mío”.

Desde la crítica, se denuncia la destrucción de los paisajes seculares. Los paisajes de García Lorca desaparecen de la vega de Granada: “Este inmenso jardín es casi de las urbanizaciones (...). La ampliación moderna de la ciudad de Granada está malbaratando y cubriendo de cemento los mejores terrenos de la vega...se está malgastando un solar agrícola formidable y se ha obstruido una de las panorámicas más impresionantes del mundo occidental europeo, cubriendo la vega con horrorosas torres de ladrillo” (J. A. Izquierdo, 1998, p. 124 ).

Jose María Requena (1991, p. 226) en Los ojos del caballo enumera aquellos elementos de la agricultura tradicional que va borrando el progreso: “El campo es un campo de sobrecogedora soledad, campo deshabitado ya sin sus mortificadas gañanías, afortunadamente derrumbados los muros nunca blancos de las casillas de los aceituneros, campo tan sólo recorrido por el moscardoneo de los tractores y el poderío mecánico de las cosechadoras, pero que, antes y después de las cosechas, sigue siendo uno de los labrantíos más tristes y solitarios del mundo”.

Así, se va relatando un proceso de destrucción de los paisajes seculares y de aparición de otros totalmente inéditos. Las higueras, los olivos, los almendros y algarrobos han sido arrancados y reconvertidos en elementos decorativos. Proliferan los campos de golf, edenes sintéticos que “con distintas formas y siluetas...ocultan imágenes que sólo pueden trasladarnos de algún modo a un paraíso artificial”. (Montero, 1999, p. 203). El cemento está sellando unos paisajes agrarios periurbanos que en sus periferias se queda sin referentes rurales: “En pocos años han visto desaparecer olivares enteros y viñedos, trocando  sus formas ancestrales por el cansino y mediocre horizonte de miles de casitas adosadas, todas con sus ridículos jardines apestados de barbacoas. Como vieron sustituir las viejas carreteras sin líneas ni arcenes, sinuosas y discretas como senderos entre la hierba, sólo aptas para esa conducción civilizada que permite la conversación y la contemplación del paisaje, por anchas calzadas que los automóviles cruzan enloquecidos quien sabe hacia donde. O dejar baldía la tierra –si no plagada de girasoles- porque las subvenciones de la Comunidad Europea así lo querían” (Serrallé, 1999, p. 125-126).

Paisajes coloniales y cíclicos, donde domina lo imprevisible y en los que nada está quieto, porque -además de explotados coyunturalmente- están sometidos a una   profunda dialéctica entre naturaleza y cultura, que nunca se resuelve en una imagen acabada. Así ocurre en paisajes experimentales, situados en espacios periféricos, baldíos y poco poblados, a los que unos procesos coloniales de conquista y ordenación (Villa y Ojeda, 2008) los han hecho evolucionar en ciclos de aparente y esforzado control del territorio, para volver a los comienzos, cuando el esfuerzo se agota y la naturaleza reclama su sitio. De ellos son ejemplos los paisajes producidos en los arenales del entorno de Doñana por las repoblaciones forestales, a los que describe Juan Villa -en su Crónica de las arenas (2005, p. 21)- como dominados así por la calima del verano:

“A partir de Junio, con la violenta evaporación, la llanura reverbera, erizada y seca como el esparto, donde los pájaros se precipitan exánimes desorientados por los espejismos y los olores agobiantes del monte sarmentoso, enloquecidos por el canto tozudo de las chicharras, y los carroñeros se achatan en sus cubiles (....); solo algún carabinero de descubierta o un arriero con su recua flemática imprimen cierto movimiento al calimoso paisaje”.

Ese propio ambiente de dunas móviles de Doñana, es el descrito por el poeta ciego Francisco J. Cruz, en un poema cargado de ritmo (Maneras dunáticas, 1995), en el que las personificaciones de arenas volanderas y/o pinos dirigen el inexorable ciclo de vida y muerte que va sembrando el insistente viento:

Avanza, ¿avanzan?, sin rostro. / Atónitos pinos esperan /(ni asombro, ni alarma) / la ciega insistencia del viento / que arrea a las masas / de seres de cuerpos cambiantes / y misma constancia. / Los pinos se quedan adentro / de formas en marcha / y, al cabo de un tiempo invisible, / las cruces señalan / la eterna quietud de los pinos / (son palos de nada) / y al dócil rebaño que empuja / con manos fantasma”.

En un mundo tendente a lo virtual, las imágenes icónicas de los paisajes agrarios han ido adquiriendo una creciente demanda social y de mercado, en consecuencia, se asiste a una proliferación de obras en las que conviven verdaderos hitos artísticos con aproximaciones banales y sin alma. Entre los primeros, seleccionamos a los más significativos representantes de  la pintura figurativa actual que, a través de sus obras, no sólo interpretan sus paisajes más próximos y vitales, sino el conjunto de paisajes rurales arquetípicos de Andalucía: campiñas, vegas, olivares, cortijos, pueblos y sierras,   en un recorrido completo, desde el litoral atlántico a los lorquianos secarrales almerienses. Entre los pintores de más larga trayectoria -que ya hemos citado y que ahora, en otro contexto, continúan con sus interpretaciones de paisajes agrarios andaluces- hay que citar a Perceval, que sigue ahondando en el alma de los paisajes almerienses y a Joaquín Sáenz, que deja testimonio de paisajes agrarios muy amenazados en la costa de Conil, como es el de los cultivos en navazos.

 

 

Figura 15. Aguilera, 1985, Febrero en el campo de Ayamonte.
Fuente: Col. López Cano.
 
Figura 16. Regla Alonso, 2004, Embalse de Doña Aldonza.
Fuente: Guadalquivir, acuarelas de Regla Alonso, Agencia Andaluza del Agua.
     

 

Figura 17. Manuel Moral, 1979, Pueblo.
Fuente: Museo internacional de arte Naif.
 
Figura 18. Evaristo Guerra, 1999, Homenaje a la luz de Andalucía.
Fuente: Exposición del Fuerte de Bezmeliana.
     

 

Figura 19. Juan F. Lacomba, 1996, Epifanía.
Fuente: col. autor.
 
Figura 20. Pérez Villalta, 1991, La siembra.
Fuente: Col. Banco de Zaragoza.

 

Y, para terminar, obligados por el propio formato de esta aproximación y en aras de la brevedad, nos hemos atrevido a elegir, como genuinos representantes de las últimas generaciones, a los siguientes pintores:

Conclusiones

 

Notas

[1] Este artículo se inscribe en el Proyecto de I+D del Ministerio de Educación y Ciencia SEJ2006/15331-C02-01.

 

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© Copyright Juan F. Ojeda Rivera y Buenaventura Delgado Bujalance, 2010. 
© Copyright Scripta Nova, 2010.

 

[Edición electrónica del texto realizada por Gerard Jori]

 

Ficha bibliográfica:

OJEDA RIVERA, Juan F. y Buenaventura DELGADO BUJALANCE. Representaciones de paisajes agrarios andaluces. Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 10 de junio de 2010, vol. XIV, nº 326. <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-326.htm>. [ISSN: 1138-9788].

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