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Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XIV, núm. 330, 20 de julio de 2010
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

ENTRE EL PUERTO Y LA ESTACIÓN. LA  INFLUENCIA DE LAS INFRAESTRUCTURAS DE TRANSPORTE EN LA MORFOLOGÍA DE LAS CIUDADES PORTUARIAS ESPAÑOLAS (1848-1936)

Carmen Delgado Viñas
Departamento de Geografía, Urbanismo y Ordenación del Territorio – Universidad de Cantabria
carmen.delgado@unican.es

Recibido: 23 de septiembre de 2009. Devuelto para revisión: 10 de diciembre de 2009. Aceptado: 18 de enero de 2010.

Entre el puerto y la estación. La influencia de las infraestructuras de transporte en la morfología de las ciudades portuarias españolas (1848-1936) (Resumen)

La mayoría de los autores que se han ocupado de estos aspectos desde diferentes áreas de conocimiento suelen destacar, de manera casi unánime, la extraordinaria repercusión que tuvo la accesibilidad proporcionada a las ciudades por los nuevos medios de transporte, entre otras razones porque redundó en la adquisición de centralidad económica. Esos mismos medios, en particular el ferrocarril, representaron el primer gran estímulo para el desarrollo de las economías urbanas y la modernización urbanística de nuestras ciudades.

Pero, asimismo, la presencia de las infraestructuras de transporte, vías férreas, estaciones de ferrocarril y puertos, indujo grandes transformaciones en la morfología del espacio urbano, además de tener significativos efectos en la modificación de la jerarquía del sistema urbano.

Palabras clave: geografía urbana histórica, historia urbana, morfología urbana, ciudades portuarias, infraestructuras de transporte, ferrocarriles.

Between the port and the railway station. The influence of transport infrastructure on urban morphology of the Spanish harbor cities (1848-1936) (Abstract)

Most authors who have dealt with these issues from different areas of knowledge tend to emphasize almost unanimously the extraordinary impact the new means of transport had on cities by making them more accessible, among other reasons because this led to the acquisition of economic centrality. These same means of transport, particularly rail, represented the first major stimulus for the development of urban economies and the urban modernization of our cities.

Likewise, the presence of transport infrastructure, railways, railway stations and ports, prompted major changes in the morphology of urban space, as well as having significant effects on changing the hierarchy of the urban system.

Key words: urban historical geography, urban history, urban morphology, port cities, transport infrastructure, railways.

P. Sica (1981) afirmaba hace unos años que el ferrocarril ha sido el elemento más incisivo sobre la organización territorial y urbana y el primero que afectó a la morfología de las ciudades tradicionales[1]. Este aspecto ha sido abordado también recientemente por H. Capel (2007), quien ha puesto al día el estado de la cuestión insistiendo, sobre todo, en el impacto de la configuración de las redes ferroviarias sobre el desarrollo territorial y los sistemas urbanos[2].

Las ciudades que más beneficio obtuvieron de la modernización de las infraestructuras de transporte fueron, sin lugar a dudas, las ciudades portuarias, que funcionaron como nodos intermodales en los que tenía lugar la ruptura de carga[3]. No puede olvidarse, bajo este enfoque, que la mayor parte de las solicitudes y concesiones de construcción de caminos de hierro tuvieron el propósito de enlazar con los puertos para, desde ellos, exportar materias primas y productos elaborados, como se puede concluir a partir de la observación del propio trazado de la red ferroviaria[4] (Figura 1). Este hecho resulta particularmente destacable en las ciudades que habían tenido una larga y acreditada dedicación a actividades mercantiles ligadas al transporte marítimo, pero aún resulta más llamativo en el caso de aquellas otras cuyos puertos, nuevos o renovados, quedaron integrados en el desarrollo de nuevas funciones productivas, en particular industriales y comerciales.

 

Figura 1. La conexión de las ciudades portuarias españolas por medio de la red de ferrocarriles en 1900.
Fuente: Biblioteca Nacional.

 

Con algunas diferencias entre unas y otras, durante el período de tiempo considerado las ciudades portuarias españolas se convirtieron en lugares centrales de áreas de mercado a distintas escalas. Además de servir como nodos articuladores del intercambio y la distribución de bienes, fueron objeto de un importante desarrollo de actividades manufactureras y fabriles relacionadas con el equipamiento y el mantenimiento de los barcos y con la transformación de las materias primas y los productos semielaborados que llegaban a sus puertos. Como afirmaba Ildefonso Cerdá: “…en las comarcas marítimas la savia de la vida urbana que arranca del mercantilismo, aviva y empuja a los elementos agrícola e industrial, manteniéndolos, empero, siempre subordinados al que en tales localidades les ha dado el ser y la vida”[5].

A través de mi análisis pretendo ahora hacer hincapié en los aspectos estrictamente morfológicos y urbanísticos derivados de la relación espacial de las infraestructuras ferroviarias, viales y terminales, con otras infraestructuras de transporte, las instalaciones portuarias, a las que los ferrocarriles estuvieron decididamente vinculados desde el principio[6]. Para alcanzar ese objetivo he utilizado como referencia lo acaecido en las principales ciudades portuarias españolas, una veintena, entre la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX.

El estudio se ha realizado a partir del examen de la práctica totalidad de las ciudades peninsulares e insulares cuyos puertos fueron clasificados de interés general, de primer y segundo orden, por la Ley de Puertos de 1880[7]. En vez de seleccionar un reducido número de modelos como muestra, he optado por analizar todas las ciudades portuarias de dicha categoría para tratar de evitar los posibles errores que pudieran derivar de cualquier tipo de sesgo en la elección de los casos de estudio.

El análisis individual de cada ejemplo ha tenido como punto de partida el acopio de la información proporcionada por los estudios monográficos disponibles, realizados desde distintos enfoques y disciplinas. Aunque el número de los artículos y libros publicados sobre cada ciudad varía mucho, así como múltiples y dispares son también los criterios y puntos de vista desde los que están realizados, la cifra de referencias bibliográficas consultadas ha sido siempre elevada a fin de cotejar y completar la información proporcionada por diferentes autores y desde diversas perspectivas.

Después, los datos obtenidos sobre cada espacio urbano han sido verificados y ampliados a partir del análisis cartográfico realizado sobre una amplia serie de planos. Se ha consultado en todas las ocasiones un mínimo de cuatro ejemplares, correspondientes a mediados del siglo XIX, el último cuarto de esa centuria, los primeros años del siglo XX y alguna fecha de la tercera década de ese mismo siglo.

Igualmente se han aplicado técnicas de reconocimiento y trabajo de campo directo en cada una de las ciudades examinadas mediante la observación directa de los vestigios materiales, funcionales o relictos, de las infraestructuras de transporte generadas en la época estudiada, tanto las que aún permanecen en pie como las que, ya desaparecidas, han dejado una huella visible en los espacios urbanos presentes.

Una vez  comprendidas, por separado y en su interrelación, las diferentes formas de influencia de cada una de las infraestructuras de transporte sobre la trama urbanística, se ha procedido a confrontar las ciudades portuarias consideradas a fin de avanzar hacia la identificación de pautas y patrones de influencia y la delimitación de las oportunas tipologías.

El examen individual y comparado de los documentos cartográficos manejados me ha permitido establecer varias hipótesis de partida.

En primer lugar, y en función del enfoque aquí adoptado, la certidumbre de que, además de significativos efectos territoriales en la modificación de la jerarquía del sistema urbano, la presencia de las infraestructuras de transporte, estaciones de ferrocarril, puertos y la conexión física entre ellas, impulsó grandes transformaciones en la morfología de nuestras ciudades. No obstante, aunque esta aserción pueda sostenerse de forma general, el impacto urbanístico de los nuevos medios de transporte no pudo ser siempre idéntico, sino que debieron producirse resultados diferenciados territorialmente a causa, en gran medida, de las condiciones previas y de las circunstancias específicas de cada espacio urbano.

Pese a los indudables paralelismos existentes entre los elementos urbanísticos y arquitectónicos comunes a todas las ciudades portuarias españolas (alamedas y paseos marítimos, barrios marineros y pesqueros, nuevos muelles, aduanas, embarcaderos, etc.), aquéllas presentan significativas diferencias en relación con las características del emplazamiento de las infraestructuras de transporte y de las exigencias espaciales impuestas por la ubicación relativa de unas y otras.

Al realizar  en paralelo el examen de la evolución urbanística de las principales ciudades portuarias españolas se observan, al menos, cinco situaciones diferentes derivadas de las diversas formas de localización relativa de las instalaciones portuarias y la infraestructuras ferroviarias, en particular las estaciones.

Este hecho permite esbozar una tipología básica a partir de la cual  se pueden ir perfilando detalles y matices:

Esta realidad diversa no pone en cuestión, en cualquier caso, que las infraestructuras de transporte, nuevas o renovadas, puedan ser consideradas como uno de los principales instrumentos responsables del crecimiento espacial y de la transformación de la estructura morfológica de los espacios urbanos españoles desde mediados del siglo XIX hasta que el estallido de la guerra civil, y las circunstancias postbélicas, impusieron un largo paréntesis a estos procesos.

El precedente de las “nuevas poblaciones” portuarias

Entre las formas de influencia de los puertos en las ciudades se ha destacado la producción de conjuntos residenciales alineados a lo largo de jardines, alamedas y paseos peatonales, o en torno a plazas, que constituyeron, unos y otras, nuevos frentes marítimo-portuarios. Tal es, entre otros, el caso paradigmático de la hilera de las Casas del Muelle de Santander, las manzanas de casas y los jardines de Méndez Núñez de La Coruña, las Alamedas de Vigo, Málaga y Santa Cruz de Tenerife, el Paseo de Alfonso XII de Cartagena, el Parque de San Telmo de Las Palmas de Gran Canaria, el Paseo de la Explanada de Alicante, la Plaza de Palacio y el Paseo de Colón de Barcelona, por poner sólo algunos ejemplos. Se trata siempre  de nuevas piezas integradas en el tejido urbano que, junto a funciones residenciales e institucionales, servían como espacios de ocio y esparcimiento privilegiados, lugares de relación social y ostentación de la burguesía. 

En ciertas ocasiones, éstas y otras áreas urbanas fueron realmente “nuevas poblaciones” que se edificaron sobre los terrenos generados por los rellenos realizados para la ampliación de los puertos y la construcción de nuevos muelles y otros elementos portuarios. Sirvan como ejemplo los de La Barceloneta en Barcelona, las nuevas poblaciones de La Marina de Tarragona y de Vigo, el barrio de La Magdalena de El Ferrol, el de Georgetown (Villa Carlos) en Mahón, La Malagueta y los ensanches de Heredia en Málaga, el de Fomento en Gijón, de Maliaño en Santander, o los respectivos barrios de El Arenal de Bilbao y Sevilla.

Un caso precoz de influencia del puerto en la creación de nuevos espacios urbanos fue la construcción del barrio de pescadores de La Barceloneta, proyectado por J. Martín Cermeño, en 1753, en parte para realojar a los vecinos del antiguo barrio de La Ribera, que había sido demolido para construir en sus terrenos la fortaleza de La Ciudadela (Figura 2)[8]. La edificación del barrio vino precedida por la habilitación del puerto de Barcelona para el comercio con América a través de la construcción de un muelle de piedra. Sobre los terrenos de relleno, y también por orden del Marqués de la Mina, Capitán General que fue del Principado de Cataluña, se levantó un nuevo barrio de trama ortogonal, concluido en 1765, de “700 casas todas a cordel, formando calles hermosas de 8 a 9 varas de ancho”[9].

 

Figura 2. El barrio de La Barceloneta en Barcelona, 1787. A. Ponz.
Fuente: Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona.

 

Aunque más modesta en sus dimensiones, a finales del siglo XVIII también se proyectó en Tarragona una “nueva población de la marina” que fue levantada en los primeros años del siglo XIX. La rehabilitación del puerto tarraconense se inició en 1789 y poco después comenzó el proceso de planeamiento de un nuevo barrio que se llevó a cabo, de acuerdo con los proyectos de Joan Smith Sinnot y Antonio López Seseña, a partir de 1807 (Areste, 1982 y de Ortueta, 2006).

Resulta paradigmático, asimismo, el caso de El Ferrol como ejemplo de una ciudad generada ex novo directamente por la actividad industrial-portuaria[10]; una ciudad que apenas alcanzaba los 1.000 habitantes a mediados del siglo XVIII, que rondaba los 25.000 en 1787 y llegaba a 55.000 en 1900 y a 85.000 en 1930.

El nuevo Ferrol nació en el siglo XVIII a partir de la instalación del Real Arsenal; en sus inmediaciones el marino Jorge Juan Santacilia y los ingenieros militares Francisco Montaigú, José Petit de la Croix, Miguel Marín, Francisco Llovet y Julián Sánchez Bort realizaron los proyectos de trazado del puerto, civil y militar, de sus defensas y de una flamante ciudad próxima a los núcleos originarios de El Ferrol Viejo y la aldea de Canido. Así, en 1750 se alzaba en Esteiro un nuevo barrio de trazado reticular para asentar a la población obrera del Real Astillero y en 1760 se iniciaba la construcción de una “nueva población”, La Magdalena, como espacio residencial del personal vinculado a la construcción del Arsenal de la Armada. Los nacientes asentamientos se fueron consolidando en la segunda mitad del siglo XVIII y se concluyeron, en la práctica, en las primeras décadas del XIX[11].

Frente a la impactante incidencia del Arsenal y el astillero militar, verdadera fachada marítima de la ciudad, el puerto propiamente dicho, el comercial de Curuxeiras, vinculado físicamente al casco histórico de origen medieval, quedó desde el siglo XVIII en una posición marginal, sin apenas incidencia en la expansión y articulación del espacio urbano (Figura 3).

 

Figura 3. La fachada marítima del Arsenal y los nuevos barrios de La Magdalena y Esteiro de El Ferrol, 1872.
Fuente: La Ilustración Española e Iberoamericana.

 

Uno de los ingenieros que plantearon el barrio de La Magdalena de El Ferrol, Francisco Llovet, realizó entre 1765 y 1768 el proyecto de construcción del muelle de La Ribera en el puerto de Santander, que había sido autorizado para participar en el comercio colonial ese mismo año[12]. También ideó la edificación de un nuevo barrio, interpretado como precursor de los ensanches decimonónicos, con la intención de prolongar la calle de La Ribera, o del Muelle Viejo, desde la plaza de la Aduana hasta el flamante muelle del Martillo. La “nueva población”, levantada sobre los rellenos realizados para la construcción del muelle, consistió en una serie de manzanas exentas con edificios de tres plantas a los que se dio una doble función,  residencial y comercial (Figura 4).

El muelle y el barrio modernos fueron concebidos desde el principio como la fachada marítima emblemática de la capital cántabra y sirvieron como punto de partida de las ampliaciones realizadas, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, desde la plaza del Príncipe hasta la dársena de Molnedo, en particular a partir del Plan General de Mejoras del Puerto de Santander de Juan de Orense en 1875. Los proyectos se fueron completando en los decenios interseculares, durante los que tuvo lugar la puesta en práctica de los planes de Lequerica, el de Mejoras del Puerto, en 1878, y el de Ensanche de la ciudad aprobado en 1882 y reglamentado en 1902.

 

Figura 4. La fachada marítima de la ciudad de Santander formada por las casas del muelle, 1851.
Fuente: Jourdan y Turgis, Ports de mer d’Europe.

 

Se produjo así, por primera vez, la apertura de la ciudad al mar con la consiguiente conversión del puerto en gran eje urbano en cuya proximidad debería haberse puesto en práctica un proyecto más ambicioso, el de otra “nueva población”, la del fallido Ensanche de Maliaño (1865) sobre el terreno ganado al mar por relleno en el área concedida a Pablo Emilio Wissocq, ingeniero encargado, precisamente, del tendido del Ferrocarril del Norte.

La modificación de la trama preexistente y la producción de nuevas áreas urbanas

Sin llegar al extremo de generar nuevas piezas de tejido urbano, pero en muchas más ocasiones, las infraestructuras portuarias, primero, y las ferroviarias y las conexiones entre ambas, después, fueron directamente responsables de la ampliación de las ciudades históricas y de la transformación de su plano. Un hecho que puede constatarse a través del análisis de la mayoría de los Planes de Ensanche y de Reforma Interior de muchas ciudades.

Pese a que algunos autores han afirmado que desde mediados del siglo XIX empieza a romperse la integración funcional y morfológica entre los puertos y las ciudades, en la mayoría de los espacios urbanos españoles este hecho no resulta tan evidente hasta casi un siglo más tarde[13];  por el contrario, en numerosas ocasiones se observa un incremento de la articulación espacial entre las áreas portuarias y el resto del tejido urbano.

Durante ese tiempo, en la práctica totalidad de las ciudades costeras se remodelaron las instalaciones portuarias y se construyeron las infraestructuras ferroviarias, próximas a aquéllas y vinculadas entre sí y con el resto de la ciudad. A menudo, el trazado de las vías y la ubicación de las estaciones de ferrocarril se subordinaron al servicio del puerto; algo que ya fue tempranamente tenido en cuenta por el propio Ildefonso Cerdá, quien juzgaba el puerto, en referencia particular al de Barcelona, como una infraestructura imprescindible para el futuro desarrollo de la ciudad y de su tejido industrial. Por esa razón puede considerarse a Cerdá como uno de los primordiales urbanistas, si no el primero, que propugnaron la integración de las infraestructuras portuarias y ferroviarias en los proyectos de expansión y renovación del espacio urbano. Así lo hace en su Plan de Reforma Interior y de Ensanche de Barcelona de 1859, en el que incluyó el proyecto de ampliación del puerto, diseñado por José Rafo, recogiendo además las diferentes líneas de ferrocarril existentes y el esquema básico de conexiones que había elaborado en 1855[14]. En aquel Plan, Cerdá ubicaba la estación central de ferrocarriles, una gran “estación de estaciones”, en los terrenos que se sitúan entre la Ciudadela y La Barceloneta por el oeste y que ocupan la franja costera comprendida entre el final del Ensanche y el mar en dirección al río Besós, en los aledaños del puerto, convertido en centro neurálgico de su esquema de comunicaciones marítimo-terrestres.

Al igual que hiciera entonces Ildefonso Cerdá en sus proyectos, hoy no es posible dejar de resaltar el extraordinario condicionamiento que la localización de las estaciones de ferrocarril en relación con los puertos representó, de hecho, en la morfología urbana.

Desde esta perspectiva es relevante recordar que la sola llegada y presencia de los ferrocarriles, el tendido de las vías férreas, la construcción de las estaciones, almacenes, naves y depósitos de material y otras instalaciones precisas, así como el trazado de las calles que debían articular el casco urbano con aquéllas, determinaron la configuración y la morfología de las ciudades, y aún siguen haciéndolo en muchas ocasiones.

En general, se suelen diferenciar dos formas de implantación del ferrocarril en los espacios urbanos decimonónicos: en el interior del casco histórico, incluso dentro de las murallas antes de su demolición, en unos pocos casos y, sobre todo, en los bordes del espacio urbano consolidado, en la periferia inmediata de la ciudad, generando nuevas piezas del tejido urbano que atrajeron hacia sí el crecimiento de la ciudad en la mayoría de las ocasiones. Desde el punto de vista urbanístico fue trascendental la posición de la estación (Santos, 2007), porque en ambos casos, de una u otra forma, las infraestructuras terminales del ferrocarril se convirtieron en las nuevas puertas de la ciudad. Fueron, por ello y además, el eje de articulación y el horizonte de atracción del crecimiento urbano, de manera que en la mayoría de las ciudades españolas la arteria urbana que unía el centro histórico con la estación se convirtió en el foco de expansión de la ciudad, incluso en el apoyo principal de su ensanche. Es esa la función que desempeñan casi siempre las numerosas calles, avenidas y paseos de la Estación omnipresentes en la toponimia de casi todas nuestras ciudades.  

Aunque sea sólo de forma breve y sintética, no se puede dejar de aludir a la transformación de los puertos españoles desde el siglo XVIII, cuando la mayoría de ellos únicamente disponían de unas instalaciones elementales, prácticamente reducidas a pequeños espigones perpendiculares a la línea de costa, que ofrecían un abrigo insuficiente a las embarcaciones, y algunos precarios tinglados construidos sobre muelles rudimentarios[15].

Desde finales de aquella centuria, y durante la primera mitad de la siguiente, se iniciaron obras de remodelado, casi siempre poco eficaces, que fueron acrecentándose en las décadas siguientes a través de la puesta en práctica de numerosos proyectos. Su finalidad era aumentar la profundidad de los puertos, el calado, mejorar la capacidad de abrigo y facilitar la carga  y descarga de mercancías mediante el dragado y la construcción de nuevos diques, dársenas y muelles. Con ello se pretendía adecuar las instalaciones portuarias a las recientes necesidades del tráfico marítimo y de los nuevos barcos, de vapor y de mayores dimensiones.

En cuanto a su relación con la ciudad, muchos de los puertos tradicionales habían permanecido mal conectados físicamente con sus respectivos espacios urbanos de los que, en ocasiones, habían constituido una pieza marginal o, incluso, trasera. A partir de las inevitables remodelaciones efectuadas en las instalaciones portuarias, la mayoría de los puertos se convirtieron en la fachada principal de la ciudad, cuidadosamente tratada; muchas veces sirvieron también como línea básica de apoyo de la expansión urbana y de los proyectos de ensanche en cuyo entorno fueron surgiendo áreas funcionales muy diversas (industriales, comerciales, residenciales, de comunicación y transporte, etc.). De ello son buenos ejemplos los de Santander y Alicante (Figura 5); en ambas ciudades, y en bastantes más, el frente portuario se dispuso como una pieza urbana privilegiada, tanto para un uso residencial prestigiado como para desempeñar funciones terciarias vinculadas al tráfico portuario.

 

Figura 5. Las nuevas fachadas marítimas urbanas: Alicante, Paseo de la Explanada (arriba), y Santander, casas del muelle (abajo), a principios del siglo XX.
Fuentes: Archivos Históricos Municipales de Alicante y Santander.

 

Una de las transformaciones fundamentales llegó de la mano del perfeccionamiento de las condiciones de accesibilidad y conectividad de los puertos mediante su articulación con un nuevo medio de transporte, el ferrocarril, para poder realizar la ruptura de carga en los propios muelles. El traspaso de las mercancías directamente de los vagones de los trenes a las bodegas de los barcos, y viceversa, pudo hacerse realidad mediante la utilización de un elemento auxiliar, las grandes grúas, primero de vapor y luego eléctricas, que, junto a distintos modelos de cargaderos de mineral, tinglados y almacenes, se integraron como elementos indisociables del paisaje portuario hasta muy avanzado el siglo XX.

Por todo ello, adquiere una extraordinaria relevancia urbanística la posición de puertos y estaciones y, en particular, las formas de conexión establecida entre unos y otras.

La situación de las estaciones ferroviarias en relación con los espacios portuarios: aproximación a una tipología

En este sentido es obligado resaltar que en la mayor parte de los casos las estaciones ferroviarias, a veces más de una, se edificaron en lugares inmediatos al puerto, incluso sobre terrenos ganados al mar por relleno. Así, las estaciones se integraron en el propio frente portuario, del que pasaron a formar parte, como sucedió en Santander, Gijón, Huelva, Cádiz, Sevilla y Tarragona, por citar sólo los prototipos más representativos. En estos casos, como resulta obvio, no fue necesario trazar viales de interconexión más allá, y no siempre, de alargar los ramales para acceder a todos los muelles del puerto. Por otra parte, y de forma habitual, el acceso de las vías férreas a la estación portuaria solía hacerse siguiendo la línea costera, de manera que no era preciso hacerlas entrar en la ciudad.

En otras ocasiones las estaciones se situaron próximas a las instalaciones portuarias, pero algo distanciadas de ellas; así ocurre, por ejemplo, en La Coruña, Vigo, Málaga, Almería Cartagena y Alicante. Por regla general, entre una y otra infraestructura no se interponían áreas urbanas con usos diferentes a los vinculados a las actividades de transporte, por lo que la traza obligada de viales de conexión no interfería mucho en el tejido urbano y casi nunca atravesaba áreas residenciales. Bien es verdad que, en contrapartida, se producía una acusada segregación y discriminación funcional entre las amplias zonas especializadas en las actividades logísticas y vinculadas al transporte y las zonas urbanas destinadas a otros usos (residenciales, terciarios, etc.).

A veces las estaciones ferroviarias se localizaron en un borde urbano alejado de la zona portuaria, de modo que se convirtieron en un nuevo foco de centralidad y en otro horizonte de crecimiento del espacio urbano. Las formas de interconexión entre ambas infraestructuras son bastante heterogéneas y, en consecuencia, sus efectos urbanísticos también difieren bastante; los ejemplos no son muy numerosos, pero sí bastante significativos: San Sebastián, El Ferrol, Palma de Mallorca. En la mayoría de los casos la relación entre la estación y el puerto se estableció a partir de distintas fórmulas de transporte urbano, en particular diversos tipos de tranvías, de tracción animal primero y eléctricos después, que aseguraban la llegada de las mercancías a los muelles y a los andenes. Pero, en general, tales fórmulas de transporte apenas tuvieron incidencia urbanística ya que los trazados solían adaptarse a la trama viaria urbana preexistente, aunque no dejaron de producir efectos socioespaciales dignos de tenerse en cuenta desde la perspectiva de la segregación socioeconómica del espacio urbano.

Los de Barcelona, Bilbao y Sevilla son casos que constituyen una categoría propia por sus dimensiones, por el elevado número de estaciones ferroviarias que se construyeron en áreas urbanas diferentes y por el extraordinario impacto urbanístico que en estas ciudades tuvieron las infraestructuras de transporte.

Mención aparte merecen los casos de las ciudades cuyos puertos se encuentran muy alejados del espacio urbano consolidado, hasta el punto de que, en principio, pueden considerarse como núcleos distintos, como sucedió en Las Palmas de Gran Canaria, Valencia y Castellón. En esta ocasión, el efecto espacial más espectacular del distanciamiento físico entre ambas infraestructuras parece residir, sobre todo, en la celeridad de la urbanización de los espacios intersticiales.

La ubicación  de las estaciones ferroviarias junto a las propias  instalaciones portuarias

En Santander, la primitiva estación del Ferrocarril de Isabel II (más tarde de la Compañía del Norte)[16], que unió la capital cántabra con Alar del Rey y el Canal de Castilla en 1866, se ubicó entre el puerto, junto al antiguo Muelle de las Naos y el nuevo Muelle de Maliaño, y los terrenos del proyectado Ensanche del mismo nombre. Muy cerca se emplazaron las estaciones de la línea de Ontaneda (1902) y del Ferrocarril de la Costa (1907), común a los ferrocarriles de vía estrecha que enlazaban Santander con Bilbao y Oviedo (Figura 6).

 

Figura 6. Estación de los Ferrocarriles de la Costa situada junto a los nuevos muelles del puerto de Santander, 1910 ca.
Fuente: Archivo Histórico Ferroviario.

 

El complejo portuario-ferroviario así formado ha pervivido casi hasta nuestros días ya que ambas estaciones subsistieron hasta 1937, cuando fueron unificados los recintos ferroviarios y construidos en su localización actual, levemente retranqueada respecto a la posición originaria.

En contraste con lo señalado antes para el puerto, la fachada emblemática de la capital cántabra sin lugar a dudas, las estaciones ferroviarias santanderinas apenas tuvieron impacto real en la expansión y articulación de la ciudad tradicional, de la que quedaban separadas por un espacio topográficamente más elevado sobre el que se asentaban varias calles longitudinales, de orientación oeste-este, sin más nexo que la vía trasversal de la Rampa Sotileza, de tortuoso trazado y difícil acceso. Por otro lado, buena parte del espacio urbano en torno a las estaciones fue trágicamente destruido tras la explosión del vapor Cabo Machichaco, en 1893, y el Ensanche de Maliaño, en cuya cabecera se situaban precisamente las instalaciones ferroviarias, resultó un proyecto frustrado durante décadas.

Por unos y otros motivos, las estaciones ferroviarias permanecieron sin tener un enlace directo con el centro urbano hasta que, en el contexto del proceso de reconstrucción de la ciudad tras el incendio de 1941, se realizó el desmonte y rebaje de parte de la alargada culminación que separaba el casco urbano de la costa y se procedió al trazado de varias vías en disposición trasversal, incluido el Pasaje subterráneo de Peña.

No obstante, las infraestructuras ferroviarias, terminales y viarias, han tenido un impacto negativo sobre la articulación del espacio urbano al segregar la ciudad tradicional, y su expansión occidental, del área de crecimiento construida durante la segunda mitad del siglo XX sobre los terrenos de la antigua Concesión Wissocq, en el lugar previsto para el malogrado  Ensanche de Maliaño; una situación que perdura hasta el presente aunque, al parecer, por poco tiempo.

Por el contrario, el puerto tradicional, remodelado en diferentes ocasiones, sí funcionó desde entonces como frente marítimo prestigiado sobre el que se apoyaron los sucesivos ensanches, desde el Paseo y los Jardines de Pereda hasta la Calle Castelar.

 

Figura 7. Los Ensanches de Fomento y de San Lorenzo de Gijón, 1881.
Fuente: Biblioteca Nacional.

 

Gijón había empezado a desarrollarse como ciudad portuaria a finales del siglo XV, si bien su afirmación como tal se sustentó en el Plan de Mejoras diseñado por Jovellanos y aprobado en 1782, coincidiendo con la adquisición de la capitalidad marítima de la región[17]. Pero el hecho decisivo en su afianzamiento como ciudad decididamente industrial fue su conversión en el principal puerto de remesa del carbón de las cuencas asturianas a raíz de la inauguración del ferrocarril Sama-Gijón, en 1856, y unos años después, en 1884, de la apertura de la línea que enlazaba el puerto asturiano con León a través del puerto de montaña de Pajares (Alvargonzález, 1977 y 1985).

La terminal ferroviaria se erigió junto al espacio en que se había ampliado el puerto gijonés, el dique de Santa Catalina, el “muellín” y la dársena de Fomento, a partir de los proyectos previos de los ingenieros Flachat (1848-1850), Elduayen (1853) y de Mesa (1856). En 1889 se construyeron las vías que enlazaban la estación de Langreo con la dársena de El Muelle en cuya proximidad se construyó también, años más tarde, la estación de la Compañía del Norte. Al mismo tiempo se empezó a estudiar la construcción de un nuevo “puerto de refugio”, el de El Musel, que no fue realidad hasta principios del siglo XX.

El puerto y las estaciones delimitaron el nuevo espacio residencial del Ensanche de Fomento, construido desde 1872 sobre terrenos ganados al mar y urbanizados, que continuaba morfológica y socialmente el tejido intramuros hacia el oeste, actuando de enlace entre aquél y los arrabales industriales del Natahoyo y La Calzada (Sendín, 1995). Diferenciado de este espacio urbano, portuario e industrial, se proyectó el ensanche oriental situado tras el arenal de San Lorenzo (1867) con funciones residenciales y terciarias de mayor prestigio (Figura 7). Quedó así configurada una fachada marítima organizada a partir de dos áreas netamente segregadas, funcional y socialmente, separadas por la península ocupada por la ciudad histórica, la portuaria al oeste y la residencial al este.

 

Figura 8. El cerco de infraestructuras marítimo-ferroviarias en torno al espacio urbano de Huelva, 1910-1915 ca.
Fuente: Ed. Alberto Martín.

 

En el caso de Huelva es impresionante la incidencia que tuvo en la organización del espacio urbano el conjunto de las infraestructuras portuarias y ferroviarias, que formaron un complejo entramado en la margen izquierda del río Odiel[18]. La ciudad tradicional quedó prácticamente rodeada y constreñida por el norte, oeste y sur donde se iban sucediendo, hasta casi formar un férreo cerco, las vías, los depósitos de minerales, los muelles, la estación del ferrocarril de Zafra a Huelva (1888)[19], tinglados, almacenes, la estación de la línea Sevilla-Huelva y los talleres de Río Tinto, junto a los que se  construyó el barrio obrero de esta compañía minera (Figura 8).

Una situación muy diferente a la experimentada en Cádiz, donde tuvo escasa influencia en la modernización urbanística decimonónica la presencia del puerto y la estación de ferrocarril construida junto a él[20]. Sin embargo, es en este borde litoral donde se produjeron las escasas actuaciones de renovación urbana que tuvieron lugar en la ciudad a partir de la destrucción de las murallas en 1902.

 

Figura 9. Instalaciones ferroviarias y muelles proyectados para la ampliación del puerto de Cádiz, 1890 ca.
Fuente: Archivo Histórico Municipal de Cádiz.

 

Desde una perspectiva urbanística el hecho determinante para iniciar la vinculación física y funcional entre la ciudad y el puerto fue la demolición casi total de la muralla del mar, lo que representó la sustitución del frente marítimo fortificado por una fachada portuaria abierta. Sobre los espacios liberados por el  derribo se organizó el centro financiero y comercial gaditano, vinculado al tráfico portuario, en torno a la Plaza de Isabel II (actual de San Juan de Dios), el Paseo y los Jardines de Canalejas, paralelos al muelle de Puerta de Sevilla, y la Plaza de España, donde se erigió el monumento a las Cortes de Cádiz.

Previamente, en 1863, se había puesto en marcha un proyecto (Martínez Villa) para construir un nuevo barrio, concebido como núcleo del comercio marítimo, sobre terrenos de relleno ganados al mar más allá del borde de la muralla. El proyecto fue coincidente con el debate sobre la ubicación del puerto, que finalizó en 1865 con la Real Orden que fijaba su ubicación definitiva en el emplazamiento tradicional en la ciudad. Con posterioridad se esbozaron diversos proyectos de reforma del puerto, que no llegaron a realizarse, en tanto que se iba consolidando el muelle de Vinegra Valdés en Puntales, en el istmo, hacia el que se orientó el crecimiento extramuros de la ciudad, más allá de Puerta de Tierra (Figura 9).

El ferrocarril llegó a Cádiz en 1861 y la estación ferroviaria se localizó también en el exterior de la ciudad amurallada, entre el baluarte de Puerta de Tierra y junto al renovado muelle de la Reina Victoria, en el puerto tradicional, pero sirviendo de nexo de aquél con las nuevas instalaciones industriales y los flamantes muelles situados en el sector septentrional del istmo. De esta forma, la línea férrea, que tampoco tenía muchas más opciones de trazado, sirvió como otro eje inductor del crecimiento de la ciudad sobre el istmo, a la vez que funcionó como frontera entre el área portuaria-industrial de Puntales y el área residencial obrera y de usos turísticos que se va a ir generando a lo largo de la Playa de la Victoria.

 

Figura 10. Situación de los terrenos del Ensanche entre el casco histórico y la “nueva población” portuaria de Tarragona, 1882.
Fuente: Biblioteca Nacional (fragmento).

 

El  caso de Tarragona no puede dejar de considerarse bajo el enfoque de la  influencia del puerto en la organización de las tramas de las áreas de ensanche[21]. La estación pasante de Tarragona se instaló en los años sesenta del siglo XIX junto al puerto, entre éste y la playa del Milagro. Ambas infraestructuras, además de las vías férreas de las líneas de Valencia a Barcelona y de Tarragona a Lérida, ocuparon toda la franja costera que, así, quedó aislada del resto del espacio urbano. Más tarde se presentó un proyecto de construcción de una estación central de ferrocarriles, fuera de la ciudad y lejos del puerto, que no llegó a hacerse realidad.

Por su emplazamiento costero y a menor altitud que la ciudad tradicional, era difícil hacer el enlace directo entre la estación y el centro urbano; finalmente se estableció el nexo entre el extremo oriental de la Rambla de San Juan, o Rambla Nueva, a través de la Cuesta de Toro.

Por todo ello, mientras que la influencia de las infraestructuras ferroviarias apenas se dejó sentir en la traza urbana, fue mucho mayor el impacto del puerto. Primero como generador de una nueva población bastante distanciada del casco histórico y, más tarde, como inductor del crecimiento del espacio urbano en el área  intersticial entre ambos núcleos (Figura 10).

El plan de Ensanche de Tarragona de 1890 afectaba a todo el territorio comprendido entre la ciudad alta y la nueva población del puerto, la ciudad baja, que ya había empezado a rellenarse de manera espontánea con anterioridad. La articulación del eje principal del Ensanche, la Rambla Nueva o de San Juan, con el casco histórico y el área portuaria se realizó mediante una arteria trasversal, segmentada en las calles de San Francisco, La Unión y Apodaca, que desembocaba en la Plaza de Los Carros o de Olózaga ante la misma puerta de acceso al puerto.

La localización de las estaciones ferroviarias en áreas urbanas distanciadas físicamente del puerto

En otro significativo número de ciudades españolas las estaciones ferroviarias se emplazaron en zonas del espacio urbano que, aunque próximas, no eran contiguas a las instalaciones portuarias, lo que obligó a realizar trazados viarios de enlace entre unas y otras que, generalmente, se entrelazaban en el tejido urbano, exigían la adaptación a ellos de la trama callejera y, en consecuencia, imponían mayores condicionamientos urbanísticos.

 

Figura 11. Espacio proyectado para el Ensanche entre el casco histórico y las nuevas infraestructuras marítimo ferroviarias de La Coruña, 1880 ca.
Fuente: Biblioteca Nacional.

 

La ciudad de La Coruña había sido objeto de actuaciones urbanas precoces en el siglo XVIII en relación con la apertura de su puerto al comercio con América[22]; entre ellas cabe destacar, en particular, el proyecto de Paseo Marítimo trazado por el ingeniero J. Martín Cermeño en el frente de La Pescadería, sobre el que se llevó a cabo la expansión de la ciudad moderna.

Sin embargo, el puerto coruñés vivió a lo largo del siglo XIX una permanente situación de inestabilidad que se tradujo en la demora del desarrollo industrial y comercial de la ciudad y, por ende, de su expansión urbana. Durante la primera mitad del ochocientos sufrió un importante declive comercial del que se empezó a recuperar a partir de finales de la centuria,  cuando experimentó un continuo crecimiento que culminó durante la I Gran Guerra. En esa etapa, el de La Coruña se convirtió también en un importante puerto carbonero y en base de reparaciones y avituallamiento de agua y pertrechos para los barcos españoles y europeos que realizaban comercio con América.

Cuando al fin se produjo, la mejoría económica alentó numerosas intervenciones sobre el puerto y la ciudad: la construcción del malecón hasta La Marina y del muelle de hierro frente a la plaza de la Aduana, la apertura del paseo de Méndez Núñez, de la Plaza de Galicia y del Paseo de Linares, sobre los que se apoyó el frente portuario del ensanche cuyo proyecto, reglamentado en 1904, se extendía hacia el suroeste a partir del istmo, entre la ensenada de Orzán y el puerto.

También en el último cuarto del siglo XIX se había logrado establecer la conexión ferroviaria con el interior, aunque con gran retraso; en 1875 se inauguró el tramo de Lugo a La Coruña de la línea férrea que llegó hasta Palencia en 1883. Fue entonces cuando se construyó la estación de término coruñesa, con una función más expedidora que receptora de mercancías que, a causa de las deficitarias instalaciones, quedaban largo tiempo detenidas en La Coruña (Mirás, 2008).

La estación fue erigida en las inmediaciones del puerto (Muelle de la Palloza o de San Diego), pero tangencial a él, en un área industrial algo distante tanto del casco histórico como del arranque del ensanche en el istmo (Figura 11). Con bastante probabilidad, esa es una de las razones de la escasa influencia directa que tuvo en la configuración del tejido urbano. No obstante, el tardío crecimiento espacial de la ciudad en las primeras décadas del siglo XX se orientó hacia el sur y sureste del casco histórico en dos direcciones, una de las cuales seguía la línea de base de los muelles del puerto ampliado y las nuevas dársenas y tenía como horizonte el área de Castiñeiras, Cuatro Caminos, Gaiteira y Monelos, donde estaba ubicada la estación de San Diego; muy cerca de ella pero bastante más tarde, en 1943, se construyó otra estación para la línea de La Coruña a Santiago, la de San Cristóbal.

La otra importante ciudad portuaria de Galicia, Vigo, también se consolidó como tal con mucho retraso, probablemente como consecuencia de que fue uno de los últimos puertos españoles que dispuso de conexión ferroviaria[23].

En el año 1821 su puerto fue declarado de primera clase y, a partir de entonces, se iniciaron las primeras obras de acondicionamiento y modernización consistentes en la construcción de un pequeño muelle. Pero las obras fundamentales se retrasaron hasta la segunda mitad del siglo XIX, en particular la construcción, en 1853, del muelle de piedra de A Laxe, sobre la estructura básica de principios de siglo, y el comienzo de los trabajos del ensanche, la “nova poboación”. Varias décadas de parálisis precedieron al verdadero inicio de la configuración del puerto vigués, a partir de finales del siglo XIX, con la construcción del muelle de hierro, núcleo germinal del puerto actual. El estímulo fundamental fue la llegada del ferrocarril en 1878, fecha en que se inauguró la línea de Vigo a Orense que, a través de un ramal, conectaba con la de La Coruña a Madrid.

El puerto parece haber sido el principal elemento articulador del primer crecimiento en superficie de Málaga, el barrio de La Malagueta y el Ensanche de Heredia, que se ubicaron a uno y otro lado del espacio portuario[24]. Entre ambas piezas urbanas se reordenó el frente marítimo a partir de dos paseos: uno algo separado de la línea de costa, la Alameda Hermosa, inaugurada en 1785 y convertida en el espacio malagueño burgués por excelencia durante todo el siglo XIX,  otro sobre el mismo borde litoral y abierto al mar, el del Parque, ribeteado por los principales edificios institucionales (la Aduana, el Ayuntamiento, Correos y Telégrafos). La reforma se completó con la apertura de varias vías perpendiculares a aquéllos, más anchas y rectas, para unirlos al casco medieval; entre otras la Calle del Marqués de Larios (1891), un excelente ejemplo de la urbanística haussmanniana, que enlazaba la Plaza de la Constitución con el Paseo de la Alameda y la Plaza de la Marina, la “gran puerta” del frente portuario (Figura 12).

 

Figura 12. Proyecto de remodelación del puerto, 1880 (arriba) y del espacio urbano portuario (Joaquín de Rucoba) de Málaga, 1897 (abajo).
Fuente: Archivo Histórico Municipal de Málaga.

 

La estación ferroviaria de la línea Córdoba-Málaga fue construida al oeste del espacio urbano consolidado, pasado el cauce del río Guadalmedina y relativamente alejada del sector portuario. Eso puede explicar los tempranos proyectos de prolongar la Alameda en esa dirección, que resultaron frustrados en tanto no se procedió a la urbanización del cauce del río, y la menor influencia de las infraestructuras ferroviarias en la morfología del centro urbano, aunque en su entorno se fueran configurando el área industrial y los principales barrios obreros malagueños.

Además, Málaga contaba con otra línea férrea, la de los Ferrocarriles Andaluces, que entraba en la ciudad también por el oeste siguiendo la costa para, tras atravesar el Guadalmedina, acceder al muelle de Heredia. La estación estuvo situada entre éste y el Muelle del Marqués de Guadiaro, prácticamente en el centro del puerto, a la altura de la Plaza de la Marina. En el extremo de La Malagueta se encontraba la estación de los ferrocarriles suburbanos que se dirigían hacia el litoral oriental.

Este amplio conjunto de vías e infraestructuras de término establecían una solución de continuidad entre el frente portuario propiamente dicho y el espacio residencial y la fachada marítima urbana, formada por el Paseo de Heredia, la Plaza de la Marina y el Paseo del Parque.

 

Figura 13. Las instalaciones portuarias y ferroviarias de Almería separadas del espacio urbano residencial por la Rambla del Obispo, 1897.
Fuente: Biblioteca Nacional.

 

En Almería el área portuaria careció de verdadera incidencia en la renovación de la trama urbana[25]; su remodelación se organizó a partir del Paseo del Malecón, trasversal al casco histórico con el que se articulaba por medio de las pequeñas y estrechas calles tradicionales  y a través de una nueva vía construida sobre la Rambla del Obispo.

Tampoco las infraestructuras ferroviarias tuvieron una repercusión directa substancial. Tras un intento fracasado en los años setenta, el tren llegó tarde a Almería, en 1895, cuando sólo quedaban por conectar por ferrocarril otras dos capitales de provincia (Soria y Teruel). Y lo hizo de la mano de los intereses mineros que propulsaron la línea Linares-Baeza-Almería, un ferrocarril cuya finalidad específica era sacar por el puerto almeriense el mineral de hierro extraído en Sierra Nevada y la Sierra de Filabres.

La estación ferroviaria, que quedó relativamente alejada del espacio urbano consolidado y en una posición tangencial al puerto, no parece haber tenido en su momento influencia en la trama urbana más allá del trazado de una amplia vía, la Avenida de la Estación, que enlazaba con la Rambla del Obispo, convertida así en el principal nexo entre la ciudad, la estación y el puerto (Figura 13).

Por otra parte, la conducción del mineral de hierro desde los vagones del ferrocarril hasta los barcos se realizó mediante la construcción de un embarcadero en la playa de las Almadrabillas. Sin embargo, y siguiendo los modelos de otros embarcaderos similares en las costas españolas, se optó más tarde por levantar un imponente muelle metálico de 108 m de longitud, conocido con el nombre de Cable Inglés, al que accedían los trenes por una rampa desde las vías de la estación de ferrocarril y, por gravedad, depositaban el contenido en unos depósitos que se encontraban en el interior del embarcadero. La concesión para la construcción del embarcadero, a nombre de la sociedad minera The Alquife Mines Railway Company Limited, propietaria de las minas granadinas del mismo nombre, se hizo en octubre de 1901 y las obras se prolongaron entre 1902 y 1904.

 

Figura 14. Proyecto de Ensanche de Cartagena, 1896, e infraestructuras portuarias y ferroviarias.
Fuente: Archivo Histórico Municipal de Cartagena.

 

Pese a la extraordinaria importancia de Cartagena como ciudad portuaria a partir de la instalación a mediados del siglo XVIII del Real Arsenal que, igual que en el caso de El Ferrol, transformó radicalmente su vida económica y duplicó el tamaño de la superficie urbana, la remodelación del plano apenas estuvo condicionada directamente por la presencia de las instalaciones portuarias, tal vez por el carácter militar de las mismas[26].

Tras la decadencia sufrida por la ciudad durante el primer tercio del siglo XIX, la nueva fase de auge, experimentada a partir del crecimiento de la extracción de mineral de plomo (galena argentífera) y de la actividad fabril, impulsó el proyecto del puerto comercial, en 1866, y la construcción del muelle de Alfonso XII, en funcionamiento desde 1887. Paralelo al muelle, sobre los terrenos ganados al mar, se trazó un espacioso paseo marítimo, al que se dio también el nombre de Alfonso XII, convertido en la primera fachada urbana que tuvo la ciudad.

Unos pocos años antes Cartagena había sido enlazada por ferrocarril. En 1859 se concedió la línea Albacete-Cartagena de la compañía M.Z.A. y se edificó la estación ferroviaria fuera del perímetro amurallado, entre el puerto y el espacio industrial de Santa Lucía, al nordeste del casco histórico con el que conectaba a través de la puerta de San José y la calle de San Diego. Poco después se construyó la línea que ponía en comunicación el puerto de Cartagena con las áreas mineras de la sierra, lo que convirtió este sector urbano en un nudo de infraestructuras ferroviarias directamente vinculadas a la expedición del mineral a través del puerto.

Una vez terminado el edificio definitivo de la estación en 1907, se remodeló el área urbana que le servía de antesala construyendo, entre aquélla y la puerta de San José (las murallas no se derribaron hasta 1916), una plaza circular, la actual de Basterreche, en la que confluían la calle de San Diego y la principal vía de conexión del puerto con el ensanche del Almarjal.

Es evidente que la  estación cartagenera estaba directamente ligada al servicio del puerto, hacia el que se extendió inmediatamente la línea a través de ramales que se prolongaban hacia el interior del barrio fabril de Santa Lucía. Por ello, la estación y la red viaria tuvieron escasa influencia en el resto de la trama urbana; apenas estimularon la transformación morfológica del casco histórico ni condicionaron el tejido del Ensanche, si bien la vía de entrada a la ciudad atravesaba de norte a sur el sector más oriental de aquél.

Los proyectos de ampliación y los planes de Ensanche se desarrollaron fundamentalmente en un área alejada de la estación ferroviaria y del puerto, en el Almarjal, un espacio pantanoso e insano que había quedado aislado del mar tras la construcción del Arsenal en el siglo XVIII. A finales del siglo XIX se volvió la vista sobre este espacio con el Plan General de Reconstrucción de 1887 y el Proyecto de Ensanche, Reforma y Saneamiento de 1896[27] (Figura 14). Coincidiendo con estos proyectos se trazó la primera vía importante de comunicación entre el centro urbano y el puerto, la Calle Gisbert (1878-1893), pero ha permanecido hasta hoy una barrera entre ambas piezas del tejido urbano, la Muralla del Mar, que sólo se abrió y conectó con el Paseo de Alfonso XII en 1917 mediante la construcción de una escalinata.

Al igual que en Santander o Málaga, el puerto fue en Alicante la línea en la que se sustentó la modernización económica y urbanística de la ciudad (Figura 15)[28]. En relación con el primer aspecto es imprescindible destacar que Alicante fue la primera ciudad costera española que fue conectada por ferrocarril con Madrid, en 1858. Esta circunstancia estimuló la actividad portuaria hasta el punto de que la ciudad se convirtió en una puerta de entrada por mar de personas y mercancías, que desde allí se desplazaban en ferrocarril hasta la capital, al tiempo que se reforzaba el papel tradicional del puerto de Alicante como puerta de salida de los productos agrarios (vinos, lana y cereales) de la región castellano-manchega.

El aumento del trafico impulsó la reforma y ampliación de las instalaciones portuarias en cuya proximidad, pero extramuros y a cierta distancia del espacio urbano consolidado, se construyó la nueva estación ferroviaria. La exigencia de unir el puerto y la estación fue utilizada como justificación para emprender el derribo de las murallas que ceñían la ciudad, lo que permitió su apertura al mar.

Poco después se inició la reforma interior y el trazado de nuevas vías de enlace con el área portuaria. Además de la alineación de la Rambla de Méndez Núñez, se diseñó la Avenida de Dr. Gadea, que articulaba el espacio de ampliación de la ciudad con su puerto, y se promovió la construcción sobre el malecón de una fachada integrada por tres paseos marítimos sucesivos: de este a oeste, el Paseo de Gomiz, junto a la playa del Postiguet, construido entre 1890 y 1892, el Paseo de Los Mártires o Explanada de España, espacio preferente de instalación de la burguesía alicantina, y el Parque de Canalejas, inaugurado en 1908.

 

Figura 15. El puerto remodelado como elemento central de articulación de la ciudad de Alicante a principios del siglo XX.
Fuente: Archivo Histórico Municipal de Alicante.

 

El Ensanche propiamente dicho se proyectó en 1887 y fue aprobado en 1893, si bien su construcción se retrasó hasta 1898. De manera modélica, el espacio del Ensanche quedaba delimitado por el puerto en el sureste y la estación de término de la compañía M.Z.A. en el noroeste.

Como prolongación del Ensanche cabe considerar el barrio de Benalúa, erigido, desde 1883, a partir de la iniciativa privada de la sociedad “Los diez amigos” con la finalidad ser el espacio residencial de pequeños empresarios y trabajadores cualificados. Las vías férreas que conectaban la estación con el puerto, el ferrocarril del puerto, delimitaban el área del ensanche y establecían la frontera entre éste y el barrio de Benalúa, que quedaba, así, aislado del resto del espacio residencial. Más tarde se construyó otra estación ferroviaria en el propio puerto especializada en el tráfico de mercancías, la de Murcia, conocida también como estación de los andaluces, cuyas vías de acceso cerraban por el sur el  barrio de Benalúa aislándolo de la línea costera.

El emplazamiento de las estaciones ferroviarias separadas del puerto por áreas urbanas con funciones no ligadas al transporte

En unas pocas ocasiones las infraestructuras ferroviarias y portuarias han ocupado zonas de la ciudad distanciadas no sólo físicamente sino, sobre todo, separadas por la interposición de sectores del espacio urbano con usos y funciones que no estaban directamente relacionados con el transporte; a veces, entre el puerto y la estación se intercalaba la práctica totalidad del casco urbano histórico. Pese a lo que se pudiera conjeturar de antemano, en esos casos, en general, estaciones y puertos tuvieron menos efectos sobre la morfología urbana que en los expuestos hasta aquí. Pero, incluso entonces, nunca dejaron de ser las puertas de entrada en la ciudad, en un caso, y las ventanas que las urbes abrieron en el siglo XIX, a veces por primera vez, para mirar el mar, en el otro. Los ejemplos de esta situación son muy diferentes en cuanto a las causas que explican el menor peso del área portuaria en la modificación del plano.

 

Figura 16. Ensanche y expansión del espacio urbano de San Sebastián al margen del puerto y las infraestructuras ferroviarias, 1910-1915 ca.
Fuente: Ed. Alberto Martín.

 

La ampliación y la transformación del espacio urbano de San Sebastián tuvieron lugar al margen de su puerto, ubicado junto al casco histórico que había sido reconstruido, siguiendo con bastante fidelidad la trama de la ciudad antigua, tras el saqueo y el incendio sufridos en 1813 a manos de las tropas mandadas por el duque de Wellington.

La ciudad obtuvo la capitalidad provincial en 1854 frente a Tolosa e, inmediatamente, inició su embellecimiento con la construcción de nuevas plazas, como la de Guipúzcoa, y el reforzamiento de los usos residenciales y terciarios, sobre todo el turístico, considerado por algunos historiadores como el factor fundamental del desarrollo urbanístico de la ciudad en conjunto y del entorno de La Concha en especial (Larrinaga, 1998 y 2006a).

Casi al mismo tiempo, entre 1851 y 1858, se produjo la ampliación de las instalaciones portuarias a partir del proyecto de Manuel Peironcely, consistente en la construcción de una dársena y en la ampliación de los muelles antiguos (Larrinaga, 2004 y 2007). No obstante, el puerto apenas desarrolló su potencialidad industrial y comercial, funciones que cumplió en mayor medida el de Pasajes en tanto que el donostiarra se especializaba en las funciones terciarias, en general, y turísticas, en particular. También el ferrocarril contribuyó a potenciar la actividad turística facilitando el acceso de un mayor número de veraneantes.

Casi coincidiendo con la finalización de los trabajos de reconstrucción y de remodelación del puerto, en 1857 se iniciaron las negociaciones para el derribo de las murallas de la ciudad donostiarra, que ya era un activo centro comercial e industrial. De inmediato se aprobó el proyecto de Ensanche de Antonio Cortázar (1864-1882), que implicaba la expansión del espacio urbano sobre el tómbolo, pero sin relación ni articulación directas con el área portuaria (Calvo, 1983 y Martín, 2004).

En esta reordenación del espacio urbano, el puerto quedó vinculado a la ciudad vieja y no tuvo influencia explícita sobre la nueva ciudad burguesa, respecto a la cual ocupaba una posición tangencial y, hasta cierto punto, marginal. Algo que resulta lógico si, además, se tiene en cuenta que el puerto quedó separado y alejado de las estaciones ferroviarias que se erigieron en los bordes de la ciudad por esas fechas: la estación pasante de la línea Madrid-Irún inaugurada en 1864, ubicada en la margen derecha del Urumea y conectada con el Ensanche del lado opuesto a través del puente de María Cristina, y la estación de término de los ferrocarriles de vía estrecha, edificada en 1895 en el barrio de Amara al fondo del Ensanche (Figura 16) (Muñoz, 2004 y Larrinaga, 2006b).

El proyecto de Ensanche implicaba, de hecho, la elección de un modelo de desarrollo basado en el progreso del comercio a partir del ferrocarril y del puerto. Es esto lo que explica, en gran medida, la insistencia en la necesidad de establecer un nexo entre la estación de tren de la Compañía del Norte y el puerto mediante una vía férrea, expuesta, entre otros, por el propio Antonio Cortazar a partir de varias alternativas posibles. Finalmente los proyectos no se llevaron a efecto y se optó por la construcción de la Alameda del Boulevard, la opción urbanística vinculada al modelo de ciudad turística, aprobada por Real Decreto de 29 de mayo de 1866. En relación con esta alteración desapareció de manera definitiva la idea de enlazar el puerto con la estación de tren y se suprimieron parte de los usos portuarios previstos sobre el espacio en que luego se construyó la Alameda.

 

Figura 17. Ciudad y espacio portuario de Santa Cruz de Tenerife, 1878.
Fuente: Museo Naval.

 

Santa Cruz de Tenerife aprovechó bien las ventajas de su puerto sobre el de La Laguna  desde finales del siglo XVIII[29]; la remodelación de las instalaciones portuarias fue acompañada en los años ochenta del trazado en su entorno de una Alameda similar, y casi contemporánea, a la Las Palmas. Un siglo más tarde la capital tinerfeña proyectó un Ensanche bastante alejado del puerto, pero articulado con él a través de un eje viario que se prolongaba desde la Rambla de Pulido, Plaza de Weyler y calle de Alfonso XIII (Figura 17).

 

Figura 18. La interposición del casco histórico entre la estación de ferrocarril y el puerto de Palma de Mallorca, 1896.
Fuente: Biblioteca Nacional.

 

Pese a que ya en 1856 se había proyectado enlazar por vía férrea las ciudades mallorquinas de Palma, Inca, Manacor y Felanitx, la primera línea de ferrocarril de Mallorca, la de Palma a Inca, se puso en servicio en 1875 con la finalidad prioritaria de hacer confluir hacia el puerto de Palma los productos agrarios de las prósperas comarcas situadas al norte de la isla (Molina y Morey, 2006)[30].

Superados los graves inconvenientes que derivaban del carácter de plaza militar amurallada de la ciudad de Palma, y desestimados varios proyectos, entre otros uno de construcción de la estación de término del ferrocarril en el interior del recinto amurallado, ésta se situó fuera del perímetro defensivo, en el borde norte de la ciudad, junto a la Porta Pintada, entre los baluartes de Santa Margarita y Sanoguera, en posición opuesta al puerto y distante de él.

En aparente contradicción con el extraordinario impacto socioeconómico y territorial que tuvieron en la isla las infraestructuras ferroviarias, sus efectos urbanísticos en la capital fueron mucho más modestos. La estación, en la que confluyeron las líneas de Palma a Soller y de Palma a Manacor, no parece haber tenido mucha influencia en la transformación de la morfología y el tejido urbano preexistente (Figura 18). No se construyeron vías férreas que atravesaran la ciudad hasta alcanzar el área portuaria, si bien, en 1877, se inauguró la línea de tranvías que enlazaba con el puerto siguiendo un trazado que rodeaba la muralla hacia el oeste y seguía el antiguo cauce del torrente de Sa Riera; la línea periurbana del puerto, electrificada más tarde, permaneció a nivel hasta su soterramiento en 1931.

Tampoco se trazó el clásico eje viario urbano de conexión entre centro histórico y estación, más allá de la construcción de una amplia plaza sobre el solar de la antigua muralla, que servía de antesala de la estación, y del hecho de que la estación quedase envuelta en la malla del extenso ensanche proyectado para rodear la ciudad por todos sus lados, excepto el frente portuario.

No obstante, es preciso reconocer que el trazado de las nuevas calles del Ensanche estuvo condicionado en este sector por la presencia física de la estación ferroviaria, que ocupaba un extenso solar (Ladaria, 1992). Asimismo, hay que reseñar que fue precisamente el área comprendida entre las carreteras de Inca, Manacor y Soller, donde se ubicó la estación, en la que se organizó el primer espacio urbano proyectado hacia el norte, entre la estación y el Pont de Inca, a partir de parcelaciones particulares que dieron origen a espacios de preferente localización industrial y de vivienda obrera. En este sentido hay que entender que las infraestructuras ferroviarias condicionaron la expansión de la ciudad hacia el norte y marcaron la estructura funcional y social del sector urbano septentrional, así como su trama urbanística (Molina y Morey, 2006).

Tampoco el puerto desempeñó verdaderamente la función de fachada marítima de la ciudad, ni tuvo un significado relevante en el proyecto de Ensanche de Bernardo Calvet (1901), que organizaba el nuevo espacio urbano a partir de varias vías radiales coincidentes con los principales ejes de penetración por tierra en la ciudad tradicional. Sin embargo, las vías trapezoidales concéntricas atravesadas por dichos ejes radiales se apoyaron sobre la línea de costa y, parcialmente, en el puerto. El área portuaria, sin carácter residencial, quedaba enlazada con el resto de la ciudad a través de dos ejes de conexión con salida a uno otro lado del puerto: uno exterior, la vía de ronda occidental, la Ronda de Poniente, y otro interior, el paseo del Borne y la calle de la Marina. Eso puede explicar que la apertura del espacio urbano al mar se retrasara hasta el derribo de las murallas realizado entre 1902 y 1934.

Las ciudades portuarias con varias estaciones y un complejo entramado de vías férreas

Los de Barcelona, Bilbao y Sevilla, por su magnitud y complejidad, constituyen casos especiales que aglutinan y reflejan total o parcialmente lo dicho para los modelos anteriores.

En Barcelona, si se deja de lado la edificación precoz, antes reseñada, del barrio marinero de La Barceloneta, el hecho que podemos considerar como punto de partida de la construcción de la fachada marítima fue el derribo del Portal del Mar, en 1822, para ampliar la Plaza de Palacio[31]. En 1833 se proyectó otro nuevo, en estilo neoclásico, con el designio de convertir la plaza, más tarde denominada de la Constitución, en el centro institucional urbano y en el nudo de enlace entre el paseo marítimo de La Barceloneta y el Paseo de las Ramblas, que había sido regularizado y alineado en 1772. Pero la apertura completa hacia el mar tuvo que esperar a la demolición de las murallas y baluartes, iniciada en 1854, y, en particular, al derribo de la Muralla del Mar, “frontera” histórica entre el espacio urbano y el marino.

Uno de los aspectos menos conocidos del proyecto del Ensanche de Ildefonso Cerdá para Barcelona, aunque sea de los más reveladores bajo nuestro enfoque, es el hecho de que propusiera el trazado de tres grandes vías a fin de conectar el área del Ensanche, el puerto y el casco histórico; cabe indicar, no obstante, que sólo se ejecutó una de ellas, la vía Layetana.

Por otra parte, el puerto barcelonés fue experimentando importantes transformaciones estructurales y de equipamiento a lo largo de todo el siglo XIX, sobre todo en las últimas décadas de la centuria y las primeras del XX. En el entorno del Puerto Viejo y la playa de la Mar Vella (Mar Vieja), en La Barceloneta, se construyeron las dotaciones destinadas a cumplir los requerimientos y cubrir las necesidades del tráfico comercial y de viajeros, impuestos, unos y otras, por la navegación a vapor.

Entre 1895 y 1905 se levantó la nueva Aduana, en 1903, una vez que fue derruido el andén de la Riba, se erigió un conjunto de tinglados en los muelles de La Barceloneta y de Bosch i Alsina y, finalmente ese mismo año empezó a funcionar el dique flotante y de poniente; poco después, entre 1904 y 1905, se construyó el Muelle de España en medio de la Dársena del Puerto.

Además de la modernización tecnológica en las tareas de carga y descarga, se organizó una buena estructura de recibimiento de pasajeros, instalando una estación marítima en el muelle de Barcelona y un embarcadero de pasajeros, el Mundial Palace, inaugurado en 1907 en la Puerta de la Paz (Figura 19).

También el área portuaria fue ámbito preferente de localización de los primeros usos de ocio marítimo organizado, como los establecimientos permanentes de baños de mar y otras instalaciones adecuadas para el desarrollo de prácticas lúdicas y deportivas: en 1902 se fusionaron el Real Club de Regatas y el Real Yacht Club bajo el nombre de Club Marítimo y en 1907 se creó el Club Natación de Barcelona.

 

Figura 19. La renovación de los espacios urbanos situados junto al puerto de Barcelona, Paseo de Colón, 1900-1910, (arriba); Puerta de la Paz, 1915-1925, (abajo).
Fuente: Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona.

 

Asimismo, y casi a la vez, se procedió a remodelar y embellecer el entorno portuario. La primera noticia que tenemos de la intención de urbanizar un paseo marítimo en la playa de Mar Vella (Mar Vieja), en La Barceloneta, data de 1895; a pesar de estas iniciativas, el paseo marítimo no llegó a hacerse realidad y sólo se llevaron a cabo actuaciones parciales. Únicamente el paseo de Colón (Figura 19) experimentó una serie de mejoras al construirse en él edificios emblemáticos, como el de Correos y Telégrafos, la sede la Compañía Transmediterránea y el Gobierno militar, mejorándose la fachada del de Capitanía. También, al final, se urbanizó definitivamente el Paseo Nacional de La Barceloneta “con un proyecto acorde con los interés de los propietarios” (Tatjer, 1996).

Las instalaciones ferroviarias parecen haber tenido una repercusión aún mayor en la organización del espacio urbano barcelonés[32]. La primera línea de ferrocarril de España, de Barcelona a Mataró, se inauguró en 1848 cuando Barcelona, considerada como plaza fuerte, todavía seguía estando cercada totalmente por las fortificaciones. Entre 1848 y 1860 se trazaron las cuatro grandes líneas ferroviarias del área de Barcelona, desde la capital a Mataró, Martorell, Granollers y Tarrasa. Desde entonces, y durante los cincuenta años siguientes, Barcelona quedó enlazada por tren con un gran número de ciudades españolas (Tarragona, Gerona, Lérida, Zaragoza, Madrid, Valencia) y con la frontera francesa[33], lo que obligó a construir varias estaciones ferroviarias más y a tender las vías para acceder a las terminales a través del tejido urbano.

Las primeras estaciones de ferrocarril de la capital catalana se construyeron, salvo una, fuera del recinto amurallado pero en el borde del mismo, de modo que la expansión de la ciudad las rebasó sobradamente y muy pronto pasaron a formar parte de las áreas urbanas centrales.

La estación de ferrocarril de la línea a Mataró se construyó en un espacio situado entre La Barceloneta y la Ciudadela, próxima al nuevo Portal del Mar y al puerto barcelonés. Habida cuenta de que el trazado de la línea discurría íntegramente por la fachada litoral, las vías apenas se adentraban en el espacio urbano en el municipio de San Martín de Provençals. La segunda estación de término, la estación de Francia de las líneas de Granollers y Tarrasa, se erigió cerca de la anterior, en terrenos del glacis de la Ciudadela, pero dentro del recinto amurallado. Por el contrario, la estación de la línea Barcelona-Martorell se situó también fuera del recinto amurallado, pero en el borde noroccidental, en el lugar aproximado en que confluyen hoy la Rambla de Cataluña y la Ronda de la Universidad.

Quedaron así configurados, y con una centralidad muy reforzada, los dos ámbitos preferentes de emplazamiento de las infraestructuras ferroviarias. Uno al noroeste del casco histórico (en la parte alta de las Ramblas, en el entorno de la actual Plaza de Cataluña), en el espacio de articulación de aquél con el Ensanche, algunas de cuyas calles resultaron altamente condicionadas por el trazado de las vías férreas en su travesía del espacio urbano. El otro junto al puerto, en el borde de la ciudad tradicional, en el contacto entre la Ciudadela, La Barceloneta y San Martín de Provençals (Figura 20). En este sector, el más afectado por el impacto de las infraestructura ferroviarias, las vías desempeñaron con frecuencia el papel de “frontera” entre el espacio urbano residencial y el portuario. La conexión entre las principales estaciones y el centro urbano se efectuaba a través de una gran vía, el Paseo de Colón, que llegaba hasta la Plaza de Palacio, convertida ésta en la puerta  de la ciudad y aquél en su principal fachada marítima.

Entre 1860 y 1900 se construyeron tres nuevas estaciones de término en localizaciones inmediatas a las preexistentes, pero en un espacio urbano liberado ya del cinturón de murallas. La nueva estación de Vilanova para la línea del ferrocarril de Barcelona a Zaragoza, la Estación del Norte, y la del ferrocarril de Barcelona a Sarriá. La primera fue edificada en el área portuaria, cuya especialización funcional quedó definitivamente apuntalada cuando, poco después, se estableció en el sector más cercano al puerto la estación del ferrocarril de Barcelona a Zaragoza, cuya fachada principal se orientaba hacia la Plaza de Palacio. La segunda se erigió en terrenos sobre los que más tarde se construyó la Plaza de Cataluña, muy próxima a la estación del ferrocarril de Barcelona a Martorell. La estación del ferrocarril de Barcelona a Vilanova y Valls fue levantada en terrenos próximos a las Atarazanas; en 1917 esta estación se trasladó al Morrot, cerca del Poble Nou, instalándose sobre terrenos ganados al mar y convirtiéndose en la gran estación de mercancías del puerto de Barcelona.

 

Figura 20. Trama urbana e infraestructuras ferroviarias de San Martín de Provençals en Barcelona, 1882.
Fuente: Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona.

 

Al compás de la edificación de las estaciones, se fue perforando el tejido urbano para hacer el trazado de las vías que servían de acceso a aquéllas y de los enlaces ferroviarios internos, unas y otros ejecutados a nivel o en trinchera. Se completó así la construcción de la red interior de ferrocarriles del puerto de Barcelona y su conexión con las principales estaciones y la red exterior. En 1912 dicha malla, con una longitud total de 9 Km., conectaba el puerto con las estaciones de MZA del Morrot, de Francia y Pueblo Nuevo, y disponía, a partir de 1913, de una estación de pasajeros denominada Barcelona-Puerto (Alcaide, 2005).

Al final de este proceso el municipio barcelonés estaba atravesado por cinco líneas de ferrocarril de vía ancha, pertenecientes a dos compañías ferroviarias, a las que hay que añadir dos líneas de ferrocarriles suburbanos de vía estrecha y otras dos líneas de ferrocarril metropolitano.

La trama de algunas áreas de la ciudad, en particular San Martín de Provençals, o calles como las de Balmes (Figura 21), Aragón y La Marina, quedaron indeleblemente marcadas por la presencia de esta red viaria intraurbana y de algunas instalaciones terminales, como la estación-apeadero inaugurada en 1902 en el cruce del Paseo de Gracia con la calle Aragón. Pero, además, como afirma el mismo autor, las estaciones y las vías intraurbanas “determinaron que Barcelona, a finales del siglo XIX, estuviese rodeada por un cinturón ferroviario que entorpecía el pleno desarrollo urbanístico del Plan de Ensanche diseñado por Ildefonso Cerdá entre 1855 y 1863” (Alcaide, 2006). Con mayor contundencia, si cabe, otros estudios ponen de manifiesto que el trazado ferroviario provocó “problemas de continuidad en el desarrollo urbano, ya que establece una muralla de hierro alrededor de la ciudad, aislando áreas (como por ejemplo la zona del Poble Nou) y estableciendo cortes (como sucedía en la avenida Meridiana, la calle Balmes, o la calle Aragón)” (Salas, 2002). Además de contribuir a acentuar la segregación funcional y social, como la que provocaba el paso del ferrocarril por la calle Balmes, que separaba el sector derecho del Ensanche, especializado en actividades terciarias de mayor nivel y área residencial burguesa, y el sector izquierdo, dedicado a actividades marginales y espacio de vivienda de clases trabajadoras.

 

Figura 21. Paso del ferrocarril por la Calle Balmes de Barcelona, 1905-1915.
Fuente: Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona.

 

La primera solución, arbitrada en 1882, fue la construcción, a través de la calle Aragón, de una rasa que comunicaba las líneas de Barcelona a Francia y de Barcelona a Tarragona. Más tarde, a partir de la segunda década del siglo XX, se inició la “permeabilización de la muralla ferroviaria” urbana a través del soterramiento de algunas líneas, empezando por la de calle Balmes. Pero el problema no se resolvió por completo, lo que obligó a la elaboración del Plan de Enlaces Ferroviarios de Barcelona de 1933  (Alcaide, 2006).

Por otro lado, el ámbito portuario-ferroviario funcionó desde muy pronto como un espacio de localización industrial, como ha resaltado en varias ocasiones M. Tatjer. En la parte baja del Raval, la más cercana al puerto, es donde se configuró el primer gran complejo fabril moderno; en el barrio de La Barceloneta se instalaron numerosas industrias metalúrgicas, vinculadas unas, inicialmente, a la reparación naval (Nuevo Vulcano, 1834), pioneras otras en la construcción de maquinaria de vapor (Fundición Doménech, Talleres Alexander), amén de la emblemática Maquinista Terrestre y Marítima en 1856 (Tatjer, 2006).

Asimismo, más tarde, las áreas próximas y en torno a las estaciones se fueron configurando como espacios de concentración de actividades industriales, como sucedió en el Poble Nou y el Clot y en los ejes del Llobregat y el Besós. Aquí, la gradual instalación de las fábricas se llevó a cabo, preferentemente, en el lado interior de la vía férrea de Barcelona a Mataró, quedando entre ésta y la línea de costa pequeños espacios, sin uso determinado, conformados bien por arenales bien por zonas de terreno situadas a pocos metros sobre el nivel del mar en el que terminaban de forma abrupta. En estos espacios fue donde se empezaron a construir, desde 1879, los primeros grupos de barracas que, más tarde, conformarían los barrios marginales del Somorrostro, Bogatell, el Camp de la Bota o Pekín (Figura 22).

 

Figura 22. Barriada marginal de Pekín en Barcelona, 1932.
Fuente: Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona.

 

Lo mismo ocurría en otros lugares extremos de la ciudad, especialmente en aquéllos donde el trazado del ferrocarril había creado espacios intersticiales en los que, por su extensión o su situación, no resultaba factible la construcción de talleres, almacenes o fábricas. Así, en las cercanías de la estación del Morrot, entre la montaña de Montjuïc y el mar, surgieron diversos poblados de chabolas como Can Tunis o, posteriormente, Jesús y María, entre otros. El conjunto de estos barrios marginales de Barcelona, que también empezaban a extenderse por algunos sectores de la montaña de Montjuïc,  agrupaba en 1922 un total aproximado de 4.000 barracas en las que se hacinaba una población de en torno a 20.000 personas.

El germen del desarrollo industrial de Bilbao se encuentra, sin duda alguna, en las actividades de su viejo puerto fluvial y, en relación con ellas, en la consolidación de una burguesía mercantil ligada al comercio marítimo y a la construcción de navíos (Serrano, 2008)[34].

El espacio urbano tradicional estaba constituido por dos entidades espaciales, el casco, ubicado sobre un meandro de la ría, y los arrabales, continuación de aquél ría arriba y abajo (Achuri, Bilbao la Vieja y Ascao-La Sendeja). Las funciones portuarias se realizaban en el dique del Arenal en tanto que la anteiglesia de Abando servía como espacio de asentamientos protoindustriales y tinglados de construcción naval; en Zorroza se levantaba el, ya inactivo, Real Astillero y Cordelería de Zorroza. En realidad, puede afirmarse que todo Bilbao era “un puerto que se extendía desde San Antón hasta Olaveaga” (Serrano, 2006).

A finales del siglo XVIII (1786-1792) Nicolás Loredo elaboró un proyecto para ordenar el espacio portuario en torno al Campo Volantín, que fue paralizado desde el Ayuntamiento por la propia aristocracia tradicional bilbaína. En 1807 Silvestre Pérez diseñó el proyecto de construcción del Puerto de la Paz en la anteiglesia de Abando, que tampoco vio la luz a causa del estallido de la guerra al año siguiente.

Tras los planes fallidos de renovación de las instalaciones portuarias, la ciudad vivió una etapa de declive comercial y portuario en la primera mitad del siglo XIX, al tiempo que emergían en áreas próximas las actividades fabriles vinculadas a la industria siderúrgica (Santa Ana de Bolueta, 1843, Nuestra Señora del Carmen, 1860) que cimentaron un portentoso proceso de modernización económica a partir del segundo tercio de la centuria.

Sin embargo, las condiciones físicas de la ría del Nervión-Ibaizabal eran un obstáculo casi insuperable para la navegación cada vez en mayor medida. En estas circunstancias resultaron determinantes las intervenciones de encauzamiento de aquélla y de organización del puerto interior, calificadas de verdadera “construcción” de la ría (García Merino, 1981 y 1987), que se realizaron entre 1878 y 1887 desde la Junta de Obras del Puerto bajo la dirección de Evaristo de Churruca. Ello permitió la continuidad del emplazamiento central del área portuaria, lo que tuvo una gran incidencia en el desarrollo del espacio urbano que se produjo de inmediato.

La transformación urbanística de la pequeña ciudad de Bilbao en una gran urbe se inició, tras la frustración del proyecto de Amado Lázaro de 1862, con el Plan de Ensanche elaborado en 1873 por Achúcarro, Alzola y Hoffmeyer (Figura 23), aprobado tres años más tarde, modificado en 1895 y ampliado en 1907.

La realización de estos proyectos implicó el desplazamiento de la mayor parte de la ciudad a la margen izquierda de la ría del Nervión, donde no existía hasta el momento nada más que el pequeño barrio de Bilbao la Vieja. Cerca de este núcleo, precisamente, se había proyectado en 1845 la estación del ferrocarril que debía unir Bilbao con Tudela y con la red ferroviaria nacional a través de Miranda de Ebro; en  las proximidades se levantaban también las más importantes instalaciones y equipamientos portuarios. Así, sobre la vega de Abando, ubicada en la terraza aluvial de colmatación de un meandro del río, creció el nuevo Bilbao articulado por las actuales Gran Vía y Alameda de Recalde, como ejes principales, y por varias vías diagonales que facilitaban el enlace con la estación de ferrocarril del Norte y el puerto interior[35].

El plan de Ensanche prestaba especial atención al impulso de las funciones portuarias de la ciudad bilbaína. En consecuencia, contemplaba dos áreas funcionales diferenciadas: la propiamente residencial en la parte alta de la meseta de Abando y la portuaria e industrial en la parte baja, en los terrenos que se extendían desde Ripa a Olaveaga, aprovechando la proximidad de la dársena y el ferrocarril. La línea del ferrocarril del Norte y la de Bilbao a Portugalete, como continuación de aquélla hasta Olaveaga, constituían un indiscutible soporte para el puerto, de modo que las infraestructuras ferroviarias y portuarias sirvieron como fundamento y condicionante del nuevo espacio urbano. 

 

Figura 23. Proyecto de Ensanche de Bilbao de Achúcarro, Alzola y Hoffmeyer (fragmento), 1876.
Fuente: Instituto Cartográfico de Cataluña.

 

La estación del ferrocarril de viajeros, la de la Compañía del Norte, la principal y más próxima al puerto, encabezaba el ensanche cuyo eje principal, la Gran Vía de López de Haro, desembocaba precisamente en la entrada de la estación de Abando. Algo alejada de ella se construyó la estación de mercancías en la que confluían el ferrocarril de vía estrecha de la línea Bilbao a Santander y el ferrocarril minero de Bilbao a Portugalete, que hizo durante largo tiempo de “frontera” entre el área residencial del ensanche y el área portuaria de la ría (Figura 24).

En la margen derecha de la ría tenían su asiento las estaciones de los Ferrocarriles Vascongados, del ferrocarril de Bilbao a Lezama y del ferrocarril de Bilbao a Plencia. Las tres terminales estaban situadas en el Casco Viejo de la villa y muy próximas entre sí. Además, la mayoría de las compañías ferroviarias disponían de líneas directas de acceso a sus propios muelles en la ría, que servía de elemento articulador entre unas y otras (Macías, 2002). El moderno espacio urbano, la nueva ciudad burguesa, quedó, así, completamente rodeado por el “cinturón de hierro” de las vías de estas líneas principales y los ramales que conectaban con el puerto, además de otras secundarias, como el ferrocarril industrial de Azbarren y el ramal a Olaveaga.

Las áreas urbanas inmediatas a las estaciones ferroviarias mejoraron su centralidad y, según la autora citada (Macías, 2002), atrajeron la instalación de actividades terciarias de alto nivel y se convirtieron, al menos hasta comienzos del siglo XX, en áreas residenciales de la alta burguesía (entorno de la de Abando), de las clases acomodadas (cercanías de las terminales de vía estrecha), en tanto que los sectores más alejados de las estaciones fueron ocupados por las clases sociales más modestas.

En paralelo, se realizó el acondicionamiento del frente portuario en la margen derecha del Nervión mediante el trazado de tres paseos sucesivos, el de los Caños, el del Arenal y el del Campo de Volantín, concebido como barrio residencial burgués en el fallido proyecto de ensanche de Lázaro, enhebrados por el tranvía a Deusto y Las Arenas. A partir de estas actuaciones, la expansión de la ciudad adquirió una disposición longitudinal tomando como eje central las dos márgenes de la ría del Nervión y el puerto interior situado sobre ellas.

 

Figura 24. El puerto interior, 1893, (arriba) y la primitiva estación de la línea Bilbao-Portugalete, 1900 ca. (abajo).
Fuente: Archivo Histórico Municipal y Museo del Ferrocarril.

 

La zona portuaria proyectada en el Plan de Ensanche se extendía a lo largo de la margen izquierda de la ría, desde el puente de El Arenal hasta Olaveaga, estructurándose en dos subáreas: una de ellas, Ripa, enclavada en las inmediaciones de la Plaza Circular (actual Plaza de España), que articulaba las vías de comunicación de la nueva población que había de asentarse en Abando, y la otra, la correspondiente a Uribitarte y a los futuros muelles de Churruca, Abando y Helguera hasta enlazar con “Diques Secos” (emplazamiento posterior de la factoría naval “Euskalduna”), un área de nueva configuración en terrenos que se ganarían al acometerse las obras de mejora de la ría.

A efectos teóricos del plano adoptado, el modelo de trama urbana propuesto para esta zona portuaria e industrial no rompía la cuadrícula del Ensanche residencial, ni distorsionaba tampoco la imagen de conjunto del mismo, pero se impuso una realidad bien distinta. En la práctica no se aplicó ordenamiento alguno al área portuaria por lo que ese espacio se desarrolló con grandes carencias urbanísticas y se configuró como un enclave aislado, caracterizado por la amalgama de usos y la heterogeneidad edificatoria.

El proyecto preveía la comunicación entre ambas áreas a través de varios viales, pero esta articulación fue imposible en la práctica porque las vías férreas de la línea Bilbao-Portugalete, el desnivel topográfico entre uno y otro espacio y la disparidad de funciones, actuaron como fronteras casi insalvables entre el uso residencial y el portuario. Así, el puerto desempeñó el papel de instrumento de segregación física en relación con la nueva ciudad burguesa, pero también con el casco histórico al que no quedaba enlazado por puentes.

La falta de integración entre ambos espacios urbanos no anula, más bien al contrario, el impacto del puerto en la trama urbana. El puerto participó en la vida de la ciudad pero sin integrarse urbanísticamente en ella, aunque condicionó el urbanismo bilbaíno de forma casi absoluta al ser una zona de máxima actividad e impacto visual y medioambiental en pleno corazón de la ciudad, limítrofe con usos residenciales de elevada calidad e interpuesta, como un elemento de desarticulación, entre el Ensanche y el casco antiguo.

El problema intentó resolverse más tarde a través de varios proyectos de reforma interior, sobre todo el de Secundino Zuazo de 1920 que proponía actuar no sólo en el casco antiguo sino, además, potenciar la arteria principal de Bilbao, su ría y puerto, y devolverles el protagonismo visual, arquitectónico, funcional y urbanístico. El proyecto volvía la mirada al puerto, considerándolo como parte integrante de la ciudad, y tomaba como eje urbano central la línea portuaria, apoyándose en la centralidad geográfica, urbanística y funcional de ese espacio. Se trataba, al menos en teoría, de recuperar el puerto para la vida pública y para los ciudadanos, si bien parece que detrás del proyecto de reforma se ocultaba el interés lucrativo de Zuazo, su propio beneficio económico en una operación inmobiliaria de gran amplitud (Serrano, 2006); lo que explica, en gran medida, la negativa del municipio a tramitar el proyecto.

Más adelante, se intentó de nuevo corregir el problema de desarticulación mediante la aplicación del Plan de Extensión Urbana de Bilbao (1927-29). En él se contemplaba la construcción del canal de Deusto con objetivos de ordenación muy ambiciosos en relación con la vinculación de las áreas portuarias, las infraestructuras ferroviarias y el espacio urbano residencial. Pero el canal de Deusto no se abrió al tráfico hasta 1968 (Serrano, 2008).

Tampoco se dio una solución adecuada a los problemas generados por la ausencia de una estación que centralizase todo el tráfico ferroviario y por las múltiples vías que atravesaban y ceñían el espacio urbano. En 1922 se encargó el plan de reforma urbanística al arquitecto Ricardo Bastida, quien elaboró un proyecto de unificación de todas las líneas de vía ancha, de mercancías y viajeros en una estación  de término monumental, la de Abando.

El proyecto no se había hecho realidad aún cuando, en 1933, el Ministerio de Obras Públicas presentó el Plan de Enlaces Ferroviarios de Bilbao, paralelo al de Barcelona, que pretendía centralizar los servicios de viajeros de las principales líneas en una sola estación, enlazar las dos líneas de vía ancha, la del Norte y la de Portugalete, por un lado, y las de vía estrecha de las compañías de Vascongados y Santander, por otro (Macías, 2002). Más que urbanístico, el objetivo último era económico: mejorar la articulación entre la red ferroviaria y las infraestructuras portuarias de Bilbao para estimular el desarrollo de las actividades comerciales. Este Plan tampoco se puso en práctica nada más que, parcialmente, desde 1941.

 

Figura 25. El “dogal” de infraestructuras ferroviarias del casco histórico de Sevilla, 1884.
Fuente: Biblioteca Nacional.

 

Sevilla, como lugar central de un amplio y feraz territorio, organizaba el comercio de los productos agrarios del sector meridional del valle del Guadalquivir y de los minerales de la Sierra Norte través de su puerto fluvial[36]. El desarrollo de estas funciones se vio reforzado en la segunda mitad del siglo XIX por la llegada a la ciudad de cinco líneas ferroviarias diferentes: la de Córdoba inaugurada en 1859, la de Cádiz en 1860, la de Alcalá de Guadaira en 1873, la de Huelva en 1880 y la de Mérida en 1885 (Rodríguez, 2002). Unas y otras confluían en dos estaciones distintas correspondientes a compañías competidoras entre sí.

La estación de término de la línea de Córdoba tuvo su emplazamiento en la Plaza de Armas, al oeste del casco histórico, junto al río y el puerto. En el borde opuesto de la ciudad, en una posición también tangencial pero al sureste y a cierta distancia del puerto, entre el Prado de San Sebastián y la Huerta del Rey o de la Borbolla, se construyó la segunda estación ferroviaria sevillana, la de San Bernardo, como terminal de la línea de Cádiz.

Al fracasar los intentos de establecer una estación única al sur de la ciudad, el remedio adoptado en 1861 fue edificar una tercera estación al norte, la de San Jerónimo, a fin de establecer una ensambladura entre las dos líneas principales. El tendido viario entre la nueva estación y la de la Plaza de Armas, paralelo al Guadalquivir, ha constituido hasta hace pocas décadas una frontera insalvable entre la ciudad y la ribera del río. Además, en 1927 se construyó una cuarta estación al nordeste, la de Santa Justa, dedicada entonces al tráfico de mercancías.

De esta forma la capital sevillana quedaba prácticamente cercada por las infraestructuras ferroviarias y, salvo por el sector nordeste, sus posibilidades de expansión en superficie resultaron gravemente comprometidas entre el río, las instalaciones portuarias, las vías de acceso y las líneas de conexión con el puerto[37]. Hasta casi producirse una situación de estrangulamiento por el sur, por donde discurría el ramal de enlace entre la estación de Cádiz y la zona portuaria que, además, dejaba el barrio de San Bernardo físicamente aislado del resto de la ciudad (Figura 25); una situación que pervivió hasta la remodelación urbanística que tuvo lugar con motivo de la Exposición Iberoamericana de 1929.

Por estas y otras razones, Sevilla tuvo una limitadísima expansión superficial hasta el primer tercio del siglo XX; no obstante, el remodelado urbanístico más significativo se produjo precisamente en torno al espacio sobre el que se asentaban conjuntamente las principales infraestructuras de transporte, el puerto fluvial y la estación ferroviaria de la Compañía de Córdoba de la Plaza de Armas. Siguiendo el muelle, junto a los antiguos barrios de La Cestería y La Carretería, se trazó el Paseo del Arenal o del Malecón (actual Paseo de Colón), enlazado con el casco medieval a través de las calles de Alfonso XII y Reyes Católicos; esta última, a su vez, unía la ciudad con el arrabal de Triana, al otro lado del Guadalquivir, por medio del puente de Isabel II o de Triana.

La disposición de las estaciones ferroviarias y de las instalaciones portuarias en diferentes núcleos urbanos

Atención especial requieren los casos de las ciudades cuyos puertos quedaban a mucha distancia de los respectivos espacios urbanos consolidados, pese a lo cual dejaron sentir su influencia en la traza urbana, en mayor o menor medida; son buenos ejemplos de ello los de Las Palmas de Gran Canaria, Valencia y Castellón.

Las Palmas de Gran Canaria es una de las ciudades portuarias que experimentó un crecimiento de población espectacular (11,5 por ciento anual entre 1857 y 1920) a causa, esencialmente, de la vigorización de sus actividades comerciales tras la construcción de un nuevo puerto como alternativa al desprotegido muelle del puerto histórico de La Vegueta[38].

El Puerto de la Luz, que se inició en 1883 y estuvo plenamente operativo desde 1902, se instaló bastante lejos de la ciudad tradicional, en la bahía de La Isleta[39]. En torno a él se configuró un nuevo conjunto urbano-portuario formado por edificios destinados a albergar actividades comerciales, oficinas, talleres y almacenes y, también, nuevos habitantes, armadores, consignatarios, comerciantes y trabajadores procedentes de otras islas del archipiélago, en particular de Lanzarote y Fuerteventura.

 

Figura 26. El crecimiento dual del espacio urbano de Las Palmas de Gran Canaria, 1910-1915 ca.
Fuente: Ed. Alberto Martín.

 

En consecuencia, desde comienzos del siglo XX la ciudad de Las Palmas evolucionó a partir de dos áreas de expansión, el núcleo ancestral de Triana y el flamante espacio urbano del Puerto de la Luz. Ambos tendieron a conectarse a partir de un crecimiento lineal de sur a norte, desde La Vegueta a La Isleta (Delgado, 1997). Este área intermedia se convirtió, desde la primera década del siglo XX en el principal sector de crecimiento urbano mediante la urbanización del istmo de Guanarteme (Las Canteras, La Isleta, Santa Catalina y Alcaravaneras), hasta enlazar con el  ensanche no planificado de Triana y Los Arenales, proyectado entre 1862 y 1868 a uno y otro lado del antiguo muelle de Las Palmas (Figura 26).

 

Figura 27. Casco histórico y Ensanche de la ciudad de Valencia separados de los núcleos portuarios de Vilanova del Grau y Poble Nou de la Mar, 1883.
Fuente: Archivo Histórico Municipal de Valencia.

 

El puerto de Valencia, el Grao, tuvo escasa importancia hasta mediados del siglo XIX[40]; desde esas fechas, la dinamización de la actividad portuaria se apoyó en un factor de despegue indiscutido, el fabuloso desarrollo de las producciones agrarias (cítricos, arroz, vinos).

En estricta correspondencia entre ambos hechos, la primera reforma importante para modernizar las instalaciones portuarias tuvo lugar entre 1852 y 1869 con el propósito de adaptar la “raquítica capacidad” del puerto histórico, el que estaba más próximo a Madrid tras la construcción del ferrocarril, a las nuevas necesidades del comercio agrícola (Sorribes, 2007). Poco después, en 1880, el puerto del Grao de Valencia fue declarado de interés de primer orden y unos años más tarde, en 1897, quedó incorporado al de Valencia el territorio del Grao (Vilanova del Grau y Poble Nou de la Mar, el actual Cabanyal -Cabañal-), que había constituido hasta entonces un municipio independiente (Figura 27).

Unos años antes, en 1852, se había inaugurado el tramo de ferrocarril Grao-Valencia, alargado luego a Játiva y Almansa, donde enlazaba con la línea Madrid-Alicante, y a Tarragona (línea Valencia-Sagunto-Castellón, 1862). La primitiva estación ferroviaria se situó sobre las huertas del desamortizado convento de San Francisco; su sola presencia indujo la revalorización de un área urbana que se convirtió inmediatamente en el centro de localización de la actividad institucional y comercial de la ciudad (Sorribes, 2007).

No puede sorprender, en consecuencia, que la mayoría de los fallidos proyectos de ensanche escogieran el entorno de este sector urbano como área preferente de construcción de la nueva ciudad burguesa. Tampoco es casualidad que uno de los principales promotores de la reforma portuaria, José Campo, lo fuera, asimismo, de la renovación urbana en la etapa isabelina y que el arquitecto que realizó, en 1858, el primero de varios proyecto de Ensanche frustrados, Antonio Sancho, fuera también miembro de la Sociedad Valenciana de Crédito y Fomento fundada por aquél.

 

Figura 28. Proyecto de Ciudad Jardín entre la ciudad consolidada y el Grao de Valencia, 1931.
Fuente: Archivo Histórico Municipal de Valencia.

 

El  primer plan de Ensanche aprobado, en 1887, articulaba el nuevo espacio urbano, entre el núcleo de Russafa y el sector de San Francisco, a través de  tres ejes (las calles Navarro Reverter, Sorní y Ciril Amorós) que confluyen en el Puente de la Mar, lo que parece apuntar la intención de orientar la expansión de la ciudad hacia el núcleo portuario.

Por otra parte, una de las actuaciones más importantes de reforma interior fue la remodelación de la zona que rodeaba la Puerta de la Mar hasta enlazar con el Puente de la Mar y el antiguo camino del Grao, así como la alineación de la calle Mayor del Grao. Ambas intervenciones parecen poner de manifiesto el interés por resolver el viejo problema urbanístico, latente todavía hoy, de enlace de la ciudad con el Grao, con el que estaba unida desde 1876 a través del tranvía de Valencia al Grao, transformado en tranvía de vapor en 1892 y electrificado en 1900.

Ya en 1865 el arquitecto Manuel Sorní elaboró un primer proyecto de nexo de la ciudad con la fachada marítima a través de la construcción del Paseo de Valencia al Mar (casi coincidente con actual Avenida de Blasco Ibáñez) para enlazar la ciudad del Turia con Poble Nou de la Mar, como eje de un crecimiento lineal del espacio urbano similar a la propuesta posterior de Ciudad Lineal que haría Arturo Soria para Madrid (Boira, 2000). El plan no se llevó a cabo en ese momento, pero puede considerarse como precedente directo del realizado a finales del siglo XIX por Casimir Meseguer. Varios proyectos posteriores contemplaban la colmatación del espacio intersticial entre la ciudad y el puerto mediante la edificación de nuevos barrios con la tipología de la ciudad jardín (Figura 28).

En 1912 un nuevo proyecto de ordenación de la zona de Russafa preveía la construcción de una Gran Vía perpendicular, hecha realidad treinta años después, la de Ferrán el Catolic, y de una nueva estación de ferrocarril en la intersección de ésta con la Gran Vía interior proyectada desde el Puente de San José a Russafa (Aymaní y Mora), la Estación del Norte, que fue terminada en 1917. Quedó así liberado el espacio en el que se levantaba el antiguo convento de San Francisco que, tras su demolición total, pasó a ser ocupado por la actual plaza del Ayuntamiento unida a la nueva Estación del Norte por la calle de Amalio Gimeno (después Marqués de Sotelo), enlace con el casco histórico.

 

Figura 29. Articulación viaria entre el núcleo urbano de Castellón de la Plana y el espacio portuario del Grao, 1881.
Fuente: Biblioteca Nacional.

 

El Grao de Castellón de la Plana, también estaba bastante distanciado de la ciudad y no tuvo una incidencia directa en la trama urbana, pero sí indirecta al estimular su desarrollo económico a partir del activo comercio de productos agrarios y cerámicos[41]. Eso explica la temprana unión del puerto a la ciudad a  través del ferrocarril de vía estrecha conocido como la panderola, que también lo conectaba con otras entidades de población de la provincia (Figura 29). Además, uno de los primeros planes parciales que precedieron al de Ensanche aprobado en 1914, el plan parcial aplicado en 1890 al sureste de la ciudad, desde el Camino de la Huerta al del Grao (Calle del Mar), trataba de ordenar el crecimiento tentacular espontáneo que se estaba produciendo a lo largo de la carretera del Grao (barrio de Tenerías) y la de Valencia.

La estación ferroviaria castellonense fue construida en el borde noroeste de la ciudad sin conexión directa con el espacio portuario, situado en el sureste a varios kilómetros de distancia. La presencia de la estación dejó sentir una modesta influencia en la ampliación del espacio urbano de su entorno, en forma de pequeñas piezas de ensanche y en la conexión con el centro histórico mediante una nueva vía, el Paseo de San Vicente, en uno de cuyos lados se ubicó el Parque de Ribalta.

Conclusiones

No resulta fácil, ni es mi intención por el momento, establecer unas conclusiones definitivas acerca de la influencia de las infraestructuras de transporte, ferroviarias y portuarias, en la organización espacial de las ciudades españolas durante el proceso de transición urbana. Para ello sería preciso contar con un mayor número de estudios monográficos que explorasen en profundidad, con rigor y desde perspectivas similares, las transformaciones urbanísticas que tuvieron lugar en nuestras ciudades durante esa etapa. Lo que, desgraciadamente, no es el caso.

Es cierto que disponemos de un buen número de monografías que estudian, con mucho detalle a veces, la evolución de las principales ciudades portuarias españolas; de esa plétora que, en parte y sin pretensión de exhaustividad, reflejo en las referencias bibliográficas que acompañan al cuerpo de este artículo, me he beneficiado científicamente y de ella es deudor este intento de síntesis integradora. Pero los criterios y enfoques de esos estudios, en general, son muy dispares y no siempre resulta factible conocer a través de ellos, de manera explícita, las claves explicativas de los procesos de transformación urbanística de la ciudad histórica. Y, menos aún, percibir con claridad la correlación entre los cambios funcionales y morfológicos y la presencia de las infraestructuras de transporte en cada espacio urbano concreto.

No obstante, y a la espera de disponer de un volumen suficiente de casos que nos permitan profundizar en la investigación desde la perspectiva aludida y establecer modelos y tipologías más depurados, sí resulta viable conseguir el propósito, más modesto, de apuntar algunas de las pautas y patrones que pueden percibirse tras este primer análisis.

Ante todo, no es factible definir una pauta o patrón de comportamiento único u homogéneo válido para todas las ciudades. Por el contrario, se vislumbra un número reducido de situaciones diferenciadas que se corresponden, en lo esencial, con las diversas formas de ubicación de las instalaciones portuarias y las infraestructuras ferroviarias en el contexto espacial urbano.

Parece que, por regla general, la mayor influencia sobre la construcción o reconstrucción física del espacio urbano la han tenido los puertos, que generaron nuevas centralidades y se convirtieron en las fachadas principales de las ciudades, tratadas con esmero hasta en algunas que habían vivido de espaldas a las instalaciones portuarias o en las que éstas habían estado situadas en una posición tangencial o marginal. Con mucha frecuencia, la línea de muelles sirvió como base sobre la que gravitaron la expansión urbana y los proyectos de ensanche. En determinadas situaciones, incluso, la remodelación del puerto fue directamente responsable del nacimiento en sus inmediaciones de nuevos fragmentos de espacio urbano. Por el contrario, es muy reducido el número de puertos que tuvieron una influencia limitada en la configuración urbana o que quedaron poco o mal integrados en el tejido urbano.

Algunas áreas portuarias desempeñaron durante la transición urbana el papel de nuevas puertas simbólicas de la ciudad, una función compartida con algunas estaciones ferroviarias, que, independientemente de su posición en relación con el puerto, también generaron nuevas centralidades en su entorno.

Por lo que se refiere al impacto de las infraestructuras ferroviarias sobre la reorganización y ampliación del espacio urbano, la casuística es bastante más compleja si bien, en general, se produjeron dos formas de incidencia, no excluyentes entre sí casi nunca. En la mayoría de los casos, las estaciones fueron, como se ha apuntado más arriba, las nuevas puertas de acceso a la ciudad, en cuyas inmediaciones ésta se expandió a partir de la colmatación y urbanización de los espacios intermedios de articulación entre las instalaciones ferroviarias y los cascos históricos. Los nuevos barrios, a modo de espejo que debía mostrar al visitante la imagen hermoseada de la ciudad, fueron dotados de los rasgos más valorados de la modernidad y de la centralidad recién adquiridas.

A pesar de ello, esas mismas estaciones y, sobre todo las áreas a través de las que accedía a ellas el haz de vías férreas, ocasionaron impactos muy negativas para la ordenación y ampliación de la superficie urbanizada. Por un lado, se produjo el llamado efecto barrera, la segregación de los barrios que quedaban aislados del resto de la ciudad por los tendidos viarios; por otro, establecieron un límite físico a la ampliación del espacio urbano; y, finalmente, contribuyeron a la degradación de las áreas especializadas en algunas de las actividades estrechamente relacionadas con las infraestructuras (talleres, fábricas, almacenes, etc.). En este sentido, fue bastante habitual que en las proximidades de las estaciones surgieran zonas industriales y barrios obreros, como ocurrió, entre otras, en torno a las de Gijón, Cádiz, Málaga, Cartagena, Valencia y Barcelona.

Desde la perspectiva de la ubicación de las infraestructuras ferroviarias en relación con las portuarias, se puede constatar que la proximidad entre unas y otras es la pauta de localización predominante en la mayoría de los casos.

En un elevado número de ciudades las instalaciones ferroviarias se dispusieron sobre el propio puerto o en sus alrededores, resultando prácticamente integradas con los equipamientos portuarios, pero la influencia de estos conjuntos infraestructurales sobre la morfología urbana no fue idéntica.

Las instalaciones ferroviarias se colocaron más o menos alejadas del puerto en otro significativo número de ciudades. El distanciamiento entre unas y otras infraestructuras y, sobre todo, la localización de las estaciones en el borde exterior del espacio urbano consolidado, parecen explicar, por un lado, la menor influencia de las estaciones en la remodelación del tejido urbano tradicional y, por otro, el mayor impacto que tuvo el trazado de las vías férreas al tener que atravesar la ciudad para enlazar con las instalaciones portuarias, cuando así sucedió.

Las ciudades en que la separación espacial entre ambas infraestructuras fue mayor  experimentaron un crecimiento dual del espacio urbano, con tendencia a la soldadura de las dos áreas de expansión por colmatación  edificatoria de los espacios intermedios entre el puerto y la estación. Un proceso que tuvo distintos ritmos en relación con el dinamismo económico y poblacional de cada ciudad.

Pocas fueron las ciudades en las que se levantaron más de dos estaciones ferroviarias pero en ellas, en mayor o menor medida, la localización de las estaciones y, en particular, el entramado de vías férreas que circundaban y/o se imbricaban en el espacio urbano tuvieron un impacto extraordinario. En algunas ocasiones los efectos urbanísticos de la ubicación de algunas estaciones pueden calificarse como positivos puesto que aumentaron la centralidad y la apreciación socioeconómica del espacio del entorno. Pero el predominio parece corresponder a los impactos de signo negativo. El complejo de vías y estaciones se convirtieron pronto en nuevos cinturones férreos que acordonaban amplias áreas del espacio urbano con más dureza, si cabe, que los antiguos cercos de murallas y baluartes que se estaban derribando. En  la mayoría de los casos, el perímetro de vías férreas ejerció el efecto de barrera que impidió o, al menos, dificultó la expansión del espacio urbano. La solución, propuesta en todos los casos, pero no hecha realidad en ninguno hasta la segunda mitad del siglo XX, pasaba por la unificación de las infraestructuras ferroviarias en una sola gran estación de término, central y próxima al puerto, que concentrase el tráfico ferroviario y los múltiples accesos viarios.

 

Notas

[1] La investigación en la que se apoya este artículo ha sido financiada con el Proyecto del Plan Nacional de I+D+i Ref. HUM2005-06164/HIST, que ha tenido como objetivo estudiar la transformación de los espacios urbanos españoles entre los siglos XIX y XX a partir de un enfoque multidisciplinar. Una versión previa y abreviada ha sido presentada al V Congreso de Historia Ferroviaria celebrado en Palma de Mallorca en octubre de 2009.

[2] Sobre este aspecto, véase también H. Capel (1983a, 1983b, 2002, 2003 y 2005), C. Delgado (1995) y J.L. García (1992).

[3] Un hecho que fue tempranamente puesto de manifiesto por Charles H. Cooley en su obra The Theory of Transportation (1894) en la que resalta la trascendencia territorial de los puntos de intersección de medios de transporte, como en el caso del barco y el ferrocarril. Asimismo se han ocupado del impacto territorial de las ciudades portuarias, entre otros,  J. Alemany (2006) y C. Rozenblat (2004)

[4] Tal es el caso de los proyectos de las líneas Jerez-El Portal (1829), Jerez-Puerto de Santa María-Sanlúcar de Barrameda (1830), Reus-Tarragona (1833), Burgos-Bilbao (1831), Barcelona-Mataró y  Madrid-Cádiz (1843), Madrid-Avilés (1844) (Wais, 1987).

[5] CERDÁ, I. Teoría general de la urbanización. “De las comarcas urbanas adyacentes al mar”. Madrid, 1867.

[6] Los efectos de las infraestructuras de transporte sobre los espacios urbanos han sido estudiados antes, de forma general, por R. Castejón (1991), F. Cayón, M. Múñoz y J. Vidal (2002), C. Ducruet (2008), B.S. Hoyle (1992 y 1997), H. Meyer (1999), F. J. Monclús y J.L. Oyón (1996), J. Pozueta (1984 y 2006) y L. Santos (2007).

[7] La ley definía 13 puertos de interés general de primer orden (Alicante, Barcelona, Bilbao, Cádiz, Cartagena, El Ferrol, Málaga, Palma de Mallorca, Santander, Sevilla, Tarragona, Valencia y Vigo), 9 de interés general de segundo orden (Almería, Avilés, Ceuta, La Coruña, Gijón, Huelva, Pasajes, San Sebastián y Santa Cruz de Tenerife) y 6 de refugio (Los Alfaques, Algeciras, Muros, Musel, Rosas y Santa Pola); además de los numerosos de interés local. De este extenso listado únicamente no han sido objeto de análisis aquellas entidades portuarias que no podían ser consideradas como ciudades en aquel momento (Pasajes) y aquellas otras en las que el ferrocarril llegó más tarde y tuvo escaso impacto urbanístico (como sucede en Ceuta tras la inauguración de la línea a Tetuán en 1918).

[8] Sobre este nuevo espacio urbano véanse fundamentalmente los estudios realizados por M. Tatjer (1973 y 1988).

[9] BERAMENDI, C. Viage (sic) por España, vol. 2, 1791-1796 y E. Escartín (2008).

[10] Los principales estudios sobre El Ferrol han sido realizados por J.M. Cardesín (2005), B. Castelo (2000), E. Clemente (1984), R.C. Lois y A. Pérez (1992), A. Martín (2008) y A. Vigo (1984).

[11] El 13 de octubre de 1858 Isabel II promulgó el Real Decreto que concedía a El Ferrol el rango de ciudad.

[12] El precoz y modélico crecimiento urbano de Santander ha sido objeto de análisis, entre otros, de J.L. Gómez (2005), R. Lanza (2005), E. Martín et al. (1998), T. Martínez (1983), Ortega (1994) y Pozueta (1985).

[13] Es cierto, sin embargo, que a mediados del siglo XIX se inició la segregación administrativa del área portuaria respecto al resto del espacio urbano lo que, a la larga, originaría, junto a otras secuelas, diferencias y conflictos entre ambos. Según Meyer (1999) se producirá, además, la distinción entre un dominio público socializado y un dominio público puramente funcional. Así, el diseño de la parte socializada corresponderá al planeamiento urbano, y la parte funcional o “espacio público tecnocratizado” será competencia exclusiva de la ingeniería civil.

[14] Cerdá, que había estudiado el trazado urbano de un ferrocarril urbano en la ciudad francesa de Nîmes, asumió la necesidad de ordenar la ciudad de acuerdo con los planteamientos de infraestructura que requerían los nuevos medios de comunicación (J. Suriol, 2002 y R. Alcaide, 2005).

[15] Sin ánimo de ser exhaustivos, entre los trabajos dedicados al conjunto de los puertos españoles podemos citar los de J. Alemany (1991), J.M. Delgado y A. Guimerá (2000), J. Fortea y J. Gelabert (2006), A. Guimerá y D. Romero (1996) y la obra colectiva editada por el Ministerio de Obras Públicas, Transporte y Medio Ambiente en 1994.

[16] R. Ferrer y Mª L. Ruiz (2002)

[17] Son abundantes los análisis económicos y urbanísticos de la ciudad de Gijón; entre ellos cabe destacar los realizados por R. Alvargonzález (1977 y 1985), R. Alvargonzález, A. Fernández y S. Tomé (1992), M. Llorden (1981 y 1994), F. Quirós (1980), C. Roces (2006) y M.A. Sendín (1995 y 1999).

[18] Hasta fechas recientes Huelva ha sido objeto de muy pocos estudios, con la excepción de la obra de Amador de los Ríos (1891) y, mucho más tarde, de M. González (1978); un vacío que empieza a llenarse a partir de los trabajos de A. Mª Mojarro (2007 y 2008) sobre el puerto de Huelva.

[19] J.M. Jurado y A. Perejil (1997) y A. Perejil (1995).

[20] Para la ciudad de Cádiz pueden consultarse los trabajos de J. M. Barragán (1995) y J. Pérez (1991 y 2006). Este mismo autor, en una obra conjunta con A. Román (2006), insiste en los avatares de la concesión y el trazado de los ferrocarriles gaditanos.

[21] Además de los trabajos de J. Areste (1982) y E. de Ortueta (2006), citados antes, para Tarragona disponemos también de los estudios realizados por J. Alemany, J. Blay y S. Roquer (1986), C. Escoda (2002) y D. López y S. J. Rovira (1986).

[22] Los principales estudios en relación con La Coruña son los de X. R. Barreiro (1986), T. González (1984), E. Grandío (1994), J. Mirás (2004 y 2008), J. A. Parrilla (1996), Mª J. Piñeira (2005), M. Rodríguez (1996) y M. C. Saavedra (1995).

[23] Sobre Vigo disponemos, entre otros, de los trabajos de J. Barreiro (1999), J. Garrido (1990), R. Jacome (2005), Mª A. Leboreiro (2000), J. Rodríguez (1980) y X. M. Souto (1990).

[24] Han analizado la ciudad portuaria de Málaga desde una perspectiva urbanística histórica M. Burgos (1979), F. Cabrera y M. Olmedo (1994) y M. Morales (1989).

[25] El espacio urbano de Almería ha sido objeto de estudio de A. García (1990), J.A. Gómez y J.V. Coves (1994) y J.J. Lara (1989).

[26] El primer análisis de geografía urbana de Cartagena fue realizado por J. Bosque (1949); más recientemente ofrecen gran interés desde nuestra perspectiva los trabajos de investigación sobre esta ciudad de J.L. Andrés (1982 y 1989) y F.J. Pérez (1986).

[27] En 1898 se presentó un estudio sobre el ensanche, la reforma y el saneamiento de la ciudad de Cartagena firmado por Ramos Bascuña, Francisco Oliver y el ingeniero de caminos Pedro García Faria. Cartagena era en esa época una ciudad en pleno desarrollo minero para la obtención de diversos metales y, por ese motivo, se consideró la posibilidad de consolidar una industria transformadora que evitase la importación de productos manufacturados desde el exterior. En relación con todo esto, se consideró conveniente proyectar un ensanche de la ciudad como medio para integrar en ella las zonas industriales que iban surgiendo en la periferia.

[28] Véanse los estudios de J.V. Coves y J.A. Gómez (1990), A. Medina (2000), A. Ramos (1984) y S. Salort (2007).

[29] Santa Cruz de Tenerife ha sido estudiada  por G. J. Delgado (1988 y 2006), L.M. García (1981), P. García (1997) y E. Murcia (1975). Sobre La Laguna véase C.G. Calero (2001).

[30] Además de los citados, existe un gran número de trabajos de investigación sobre Palma de Mallorca: P.J. Brunet (1994, 2000 y 2001), N.S. Canellas (1990 y 2001), Mª D. Ladaria (1992), R. Molina (2000), J. Pou (1974), F. Pujalte (1999), A. Quintana (1974), J. Mª Seguí (1980) y J. Tous (2002).

[31] El número de referencias bibliográficas disponibles para Barcelona es muy cuantioso; entre las que han sido consultadas para este estudio destacamos las siguientes: R. Alcaide (2005 y 2006), J. Alemany (2002), H. Capel (1994, 1999), C. Carreras (1993), R. Castejón (2001), J. Clavera (1992), J.M. Montaner (1994), J. Nadal y X. Tafunell (1992), J.L. Oyón y F.J. Monclús (1990), R. Salas (2002), A. Sánchez y M. Pomés (2001), J. Suriol (2002) y M. Tatjer (1973, 1988, 1996 y 2006).

[32] “La llegada del ferrocarril a la ciudad de Barcelona en 1848 propició una serie de profundos cambios en la estructura urbana de la ciudad y determinó, en parte, el posterior desarrollo del ensanche barcelonés diseñado por Ildefonso Cerdá.” (Alcaide, 2005).

[33] Ildefonso Cerdá, que ya había participado en 1851 en la elaboración del Plan de Ferrocarriles como diputado, intervino de manera directa o indirecta en la planificación y trazado de  algunas de dichas líneas de ferrocarril, como las de Barcelona a Granollers, Barcelona a Sarriá o Barcelona a Montcada.

[34] También es muy copiosa la bibliografía disponible sobre Bilbao; las principales referencias utilizadas han sido los estudios de A. Azpiri (2000), J.Mª. Beascoechea (2003), E. Clemente (1981), J.A. Ereño y A. Isasi (2000), L.V. García (1981 y 1987), M. González (2001), O. Macías (2002 y 2005) y S. Serrano (2002, 2006 y 2008).

[35] Con anterioridad, una Ley de 7 de abril de 1861 había autorizado la expansión territorial de la villa hacia Abando y Begoña, con lo que se incorporaban  al espacio urbano 160 hectáreas añadidas a las 32 originarias.

[36] Entre los estudios sobre la evolución histórica del espacio urbano sevillano han sido de especial utilidad para nuestro trabajo los de J. Almuedo (1996), V. Fernández (1992), J. López (2003) y E. Rodríguez (2002).

[37] La línea de Córdoba fue obligada por el propio Ayuntamiento en 1856 a alargar su tendido hasta el puerto. La compañía de la línea de Cádiz también tuvo que trazar un ramal hasta el puerto en 1888.

[38] El caso paradigmático de Las Palmas de Gran Canaria fue estudiado tempranamente por J. Ramonell (1917) y, más tarde, por E. Burriel (1972), E. Cáceres (1980), G. Delgado (1997), F. Martín (1984) y M. Suárez y J.L. Jiménez (2008).

[39] “En el Puerto de La Luz, no existía antes de la construcción de las obras del dique y del muelle más que unas contadas casitas de pescadores; hoy existe una población con buenas calles y edificios, de más de 20.000 habitantes; la Ciudad de Las Palmas, ha duplicado su vecindario, extendiéndose hacia el Puerto, a lo largo de la carretera, siendo muy contados y cortos los trayectos de esta que no estén edificados (Ramonell, 1917, p. 2).

[40] Numerosos investigadores se han ocupado del estudio de la ciudad de Valencia; entre ellos es pertinente reseñar los trabajos de I. Aguilar (1995 y 2007), I. Aguilar y J. Vidal (2002), J.V. Boira (1997 y 2000), J.V. Boira y A. Serra (1994), A. Llopis, L. Perdigón y F. Taberner (2005), J.L. Pinón (1997), M. Sanchís (1972 –reedición 2007), J. Sorribes (2007) y Mª J. Teixidor (1976 y 1982).

[41] Sobre la evolución del espacio urbano de Castellón de la Plana y su articulación con el Grao pueden  consultarse los trabajos de E. Burriel (1971) y V. Ortells (1999).

 

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© Copyright Carmen Delgado Viñas, 2010. 
© Copyright Scripta Nova, 2010.

 

[Edición electrónica del texto realizada por Gerard Jori]

 

Ficha bibliográfica:

DELGADO VIÑAS, Carmen. Entre el puerto y la estación. La influencia de las infraestructuras de transporte en la morfología de las ciudades portuarias españolas (1848-1936). Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 20 de julio de 2010, vol. XIV, nº 330. <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-330.htm>. [ISSN: 1138-9788].