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Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XIV, núm. 343 (10), 25 de noviembre de 2010
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

JOSÉ MARÍA LÓPEZ PIÑERO: EL MAESTRO

Javier Puerto
Universidad Complutense de Madrid
JA-PUERTO@telefonica.net

Recibido: 18 de septiembre de 2010. Aceptado: 11 de noviembre de 2010.

José María López Piñero: el maestro (Resumen)

Recorrido subjetivo por la magistral obra intelectual de José María López Piñero. Evocación de mi contacto con la misma y con el autor.

Palabras clave: historia, ciencia, medicina, biografía científica, intelectuales en España, siglo XX.

José María López Piñero: the master (Abstract)

Subjective tour of Jose Maria Lopez Piñero's magisterial intellectual work. Evocation of my contact with his intellectual work and with the author.

Key words: history, science, medicine, scientific biography, intellectual in Spain, 20th century.


La peor noticia de este caluroso verano de 2010, desde el punto de vista personal, ha sido el fallecimiento de José María López Piñero.

Mi admirado colega y amigo, Horacio Capel, me pide una reflexión subjetiva sobre su persona y su obra, la cual acometo como una obligación y un placer: la obligación de reconocer la excelencia y la genialidad ajena en alguien dedicado a un trabajo muy similar al mío, y el placer de no someterme a los parámetros de objetividad que el propio José María me habría exigido.

En mi discurso de ingreso en la Real Academia Nacional de Farmacia dí cumplido testimonio de mis maestros, entre ellos, evidentemente, López Piñero. Tuve la suerte, además, de encontrarme con él a través de sus textos. La suya sobre mí fue una influencia intelectual, no personal.

Como admirador que soy de la literatura, encargado de algunos ciclos en donde Ciencia y Humanidades tratan de complementarse, sé de la dificultad de tratar con ciertos autores geniales. En muchas ocasiones sus peculiaridades personales te hacen aborrecer su obra. Sin llegar a esos extremos, el trato con nuestros maestros, incluso con nuestros padres, tiene siempre un matiz agridulce. Los seres humanos somos especiales y nuestras particularidades se incrementan con los años, las enfermedades o, simplemente, la manifestación contradictoria de ideas y sentimientos.           

A José María lo conocí en torno a 1984, cuando ya había estudiado su obra publicada hasta ese momento, la admiraba y tenía como modelo de trabajo. Desde entonces mantuve una comunicación fluida con él (aunque no excesivamente frecuente). Durante los dos años que permanecí en su área de conocimiento (Historia de la Ciencia) coincidí en dos oposiciones, afortunadamente indiscutibles y luego, al ganar la cátedra en otra área, aunque dedicándome siempre a idénticos menesteres en la docencia y la investigación, no volví a tener contacto con él en el siempre dificultoso ámbito de las plazas académicas, aunque sí me llamaron en varias ocasiones -él y sus colaboradores- para juzgar alguna tesis doctoral, en todos los casos también absolutamente irreprochables. Tuve la suerte, en definitiva, de mantener una relación intelectual sin las dificultades inherentes al contacto cotidiano ni a la pugna de intereses encontrados de la vida académica, lo cual, creo yo, me sitúa en un lugar privilegiado para dar una idea general sobre su actividad intelectual.

Desde mi punto de vista, José María es (fue, quería decir) uno de los más grandes, sino el más grande historiador de la Ciencia que ha existido en nuestro país. No olvido la figura predecesora de Rodríguez Carracido, la de Francisco Vera, los historiadores reunidos en aquella publicación republicana sobre la Historia de la Química, entre quienes se encontraba Rafael Folch, ni la de Millàs i Vallicrosa y su sucesor Juan Vernet. Tampoco me olvido de su maestro Pedro Laín, con quien escribió una primeriza historia de la Ciencia, a quien sí conocí y traté aunque siempre con mucha más distancia (impuesta por el carácter y la posición social de don Pedro) que a su discípulo.

Laín, en sus últimos años, mantuvo que su programa sobre la Historia de la Medicina española lo había desarrollado Sánchez Granjel y sobre la Historia de la Ciencia, José María López Piñero.

El carácter crítico de este último le hizo manifestarse en público, en ocasiones, en contra de la visión filosófica de la Historia de Laín y, seguramente se sintió muy satisfecho al ver como los más jóvenes nos sentíamos mayoritariamente inclinados a una visión cercana a la Historia social de la Ciencia y por tanto a sus planteamientos epistemológicos. La divergencia entre Laín y López Piñero es evidente en el ámbito de la epistemología, pero no en la metodología. José María fue también un historiador de biblioteca, dotado de una poderosísima inteligencia crítica, apartado de la Historia de los grandes personajes, pero tampoco inmerso en la Historia social y mucho menos en el materialismo histórico, sino deseoso de efectuar una historia total en donde las ideas científicas aparecieran enmarcadas en su entorno histórico. Las divergencias se mantuvieron en este plano. Laín reconoció en sus últimas apariciones públicas el valor de su discípulo, con la enorme generosidad de no resaltar los apoyos que él mismo le dio para consolidar su vida académica y José María dedicó su discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia a glosar la obra de Laín, de quien se manifestó discípulo sumiso muy por encima de la realidad de su obra.

En mi juventud investigadora me sentí absolutamente deslumbrado por los textos de López Piñero sobre la introducción de la Ciencia moderna en España, sobre los novatores (tuvo la paciencia de ampliar y corregir su artículo de Asclepio veinte años después de publicarlo por primera vez) y sobre la Ciencia española de los siglos XVI y XVII.

Además de la extraordinaria erudición de sus textos, incluso a su pesar seguramente, había una interpretación de los hechos auténticamente brillante. No sé si tanta brillantez fue positiva o no para el desarrollo de la disciplina en nuestro país. Sus artículos, sus libros y sobre todo los dedicados a la Ciencia en los siglos XVI y XVII producían auténtico pasmo y una cierta sensación de impotencia en el lector especializado. Era difícil entender cómo alguien, en pocos años, había llegado a un estudio tan profundo y sugerente sin apenas antecedentes. La reacción mayoritaria fue, por una parte, de envidia y, por tanto, agresiva entre los menos dotados intelectualmente y de retraimiento hacia esos temas en quienes veíamos las dificultades de modificar sus conclusiones, aunque fuera parcialmente. Pasados los años, cuando algunos historiadores entramos en su parcela y, obviamente, corregimos algunas de sus apreciaciones iniciales, no sólo lo aceptó con absoluta naturalidad, sino que nos apoyó con sus críticas en las revistas especializadas y su aliento personal.

José María se ocupó también de la Ciencia Ilustrada en América, con suerte varia. Aquí prefiero los textos de alguno de sus discípulos como Pardo Tomás, Fresquet; o de Horacio Capel, José Luis Peset, Antonio Lafuente o los más jóvenes como Puig Samper, González Bueno o Pimentel, que no lo fueron. También escribió sobre la Ciencia en los siglos XIX y XX, donde el maestro indudable es José Manuel Sánchez-Ron.

No es que sus textos sean menos brillantes, es que abordó una tarea titánica y, claro está, no pudo hacerlo, es materialmente imposible, desde otras fuentes distintas de las impresas, al igual que su maestro Laín. Los historiadores de las generaciones siguientes hemos sido metodológicamente más correctos, nuestras fuentes se han ampliado, pero las interpretaciones o intuiciones de López Piñero han impregnado lo mejor de los textos de quiénes han escrito tras él para seguirle o criticarle y, sobre todo, han establecido una especie de estilo de lo que debe ser un historiador de la Ciencia, aunque en este ámbito no se debe ser tampoco parvo en reconocimientos con lo efectuado en Madrid bajo la batuta e influencia primera de José Luis Peset.


El biógrafo

Hace ya demasiado tiempo, durante la lectura de una tesis de Historia de la Medicina en la Universidad de Granada, en la que no estaba él, dije que su Diccionario debía ser el libro de cabecera de todos los historiadores de la Ciencia españoles. Alguien, no recuerdo quién, lo que indica que su obra no debe ser excesivamente relevante, hizo sus bromas sobre mi aserto. En esta anécdota se pueden ver el origen de las críticas a la obra de José María: muchos de sus más enconados adversarios, en nuestro ámbito, son prácticamente ágrafos. Para no ser injusto diré que muchos lo son por perfeccionismo: resultan tan perfeccionistas, tan platónicos en su afán historicista, que jamás publican nada. El trabajo de López Piñero en este ámbito, con la colaboración de Víctor Navarro, tan brillante en el estudio de la astronomía renacentista y barroca, de Eugenio Portela y de Thomas F. Glick, aunque muy limitado en su publicación y con algunas lagunas y desenfoques, como es lógico, resulta todavía de consulta imprescindible para quiénes investigamos en la Ciencia española.

Desde la Fundación de Ciencias de la Salud, hace algunos años, conseguí la financiación necesaria para efectuar un gran diccionario de la Ciencia española. Contacté con los más destacados investigadores que quisieron participar; hicimos un plan en donde se contemplaba la participación de absolutamente todos los investigadores españoles y, cuando ya estaba a punto el programa, nos llegó el veto de la Real Academia de la Historia. Estaban entonces empezando con el Diccionario Biográfico y no consideraban pertinente un diccionario parcial. Les intentamos hacer ver que lo uno no quitaba lo otro, pero se mantuvieron inflexibles y, ante su oposición, el Patronato de la Fundación detuvo el proyecto. Ese fue uno de los fracasos de nuestra colaboración. No sé si lo hubiéramos llevado a término, pero si tengo en cuenta que el director de la Fundación era entonces Alfonso Egaña, luego gerente de la Real Academia de la Historia y ahora de un destacado centro de investigación del País Vasco y admirador y amigo de López Piñero, no dudo de que ahora estaría publicado y sería de enorme utilidad no sólo a los investigadores sobre historia de la Ciencia sino a todos los eruditos y curiosos.

Con Egaña visité a López Piñero en Valencia y le hice una larga entrevista –una de las pocas que he efectuado en mi vida- para publicarla en EIDON. Todavía le recuerdo, pálido y trémulo, esperándonos al pie del tren en la estación de Valencia y la paella que nos comimos en su casa, con su esposa, antes de volver a Madrid.

El mismo trío, con otros muchos amigos y compañeros de la Fundación de Ciencias de la Salud, volvimos a pinchar en hueso con motivo de querer publicar todas las obras de Santiago Ramón y Cajal, incluidos sus dibujos. Aquí volvíamos a tener la financiación y los investigadores principales, en este caso Sánchez Ron y José María, pero hubo dificultades insalvables con los herederos. En esta ocasión, afortunadamente, José María sacó a la luz dos libros, uno sobre la bibliografía relacionada con Cajal y otro, renovado, sobre su biografía: algo se salvó del naufragio.

José María, siendo yo muy joven, participó con un folleto en la Historia de la Ciencia que dirigí para la editorial Akal. Luego me pidió un artículo para Arbor, del que me dijo con sorna:

– Hombre, también tú empiezas a entrar por el camino de la filosofía.

Porque me atrevía con una interpretación de la influencia de la Revolución francesa en los proyectos científicos ilustrados. Más tarde me pidió otro artículo para el número de Ayer que coordinó.

Cuando redactaba mi Leyenda verde, el capítulo más conflictivo para con sus interpretaciones sobre la alquimia renacentista, se lo di a leer. Me contestó sin hacerme ninguna corrección. Simplemente me aconsejó lo publicara como libro suelto. No le hice caso y, seguramente, perdió impacto dentro del mamotreto final. Fue extraordinariamente generoso con su crítica cuando se publicó el texto.

En dos ocasiones, al menos, me dijo:

– Javier, quiero publicar un libro contigo.

En ambas le contesté:

– De acuerdo. Pero, ¿sobre qué? Dime el tema y empiezo a trabajar.

Seguramente fue una manera de adularme. Nunca me propuso tema alguno. Me hubiera gustado muchísimo ser el autor de un libro junto a él, pero también me suponía una extraordinaria responsabilidad personal. Mis intenciones de trabajo, desde hace varios años, son esencialmente lúdicas: investigo lo que me divierte y me produce placer. José María era mucho más serio y trascendente en sus planteamientos e infinitamente más riguroso en sus propuestas metodológicas, los cuales nos expuso, por última vez que yo recuerde, durante un congreso internacional celebrado en Valencia sobre la leyenda negra, en donde retomaba lo aprendido durante su educación germana.

Tal vez mis últimos trabajos sobre terapéutica clásica, de los que hablé hace muchísimo con él y el fallecido Luis García Ballester, cuyo libro póstumo es esclarecedor también en éste ámbito, hubieran hecho posible una colaboración en lo referente a la relación entre galenismo, astrología, alquimia y terapéutica, que él podría haber iluminado con su erudición y experiencia. Lamentablemente el arte es largo y la vida breve.


La Historia de la Medicina

Aunque ese fue el ámbito natural de la investigación de José María, no fue en donde más destacó. Sin embargo son muy valiosas las aportaciones a la materia mediante el libro de fragmentos de clásicos de Historia de la Medicina publicado en Triacastela y el manual escrito al final de su actividad académica, incluso ya jubilado, en donde, por cierto, aunque con otros planteamientos más cercanos al método histórico, no se aparta demasiado de la propuesta lainiana sobre historia de las ideas médicas.

En ese ámbito, el número de discípulos e influenciados es numerosísimo en Valencia, Alicante, Granada… yo conozco y admiro la obra de Rosa Ballester, Emilio Balaguer, Guillermo Olagüe, Esteban Rodríguez Ocaña, que no es su discípulo pero trabajó con él en asuntos de historia social de la Medicina y Josep Lluis Barona, cuya obra científica me cautivó, lo mismo que la de José María, desde el primer día en que leí algo suyo.


El lugar de José María López Piñero entre los intelectuales españoles

José María fue un espíritu crítico y resistente: frente al franquismo, frente al populismo, frente a la mediocridad, frente a la estupidez.

Su muerte ha pasado prácticamente desapercibida porque no fue una figura pública, acaso porque no lo quiso, tal vez porque sus limitaciones personales se lo impidieron. En cualquier caso su fallecimiento, el de una de las personas más destacadas de su generación, ha pasado casi desapercibido para la sociedad, para el colectivo de historiadores y para el de médicos. Acaso esa sea su última lección. Él, aunque no lo fuera, se consideraba un resistente, frente a todos los pensamientos únicos, frente a la barbarie estúpida del mercado y del consumo, frente a las modas políticas. Tal vez eso debamos ser los universitarios ahora que cada vez más nos intentan encerrar en un gueto no demasiado aúreo, mercantilizar la universidad, convertirla en algo de usar y tirar al servicio de una sociedad heraclitiana, sometida al cambio permanente como valor absoluto y no en el lugar en donde puedan florecer sabios al estilo de José María. Nuestro destino es el de la resistencia en la excelencia, en la búsqueda de la sabiduría, en la extensión de los valores de la cultura, de la tolerancia provocada por el estudio, de la libertad individual como soporte de la colectiva y desde luego, aunque en eso no sé si fue maestro López Piñero, de la felicidad.              

Mis imágenes de José María son las de un hombre apasionado enseñándome su extraordinaria biblioteca y su incipiente museo, colmándome de libros e ideas siempre que le visitaba. La de una comida al aire libre en la Malvarrosa. La de un hombre de paso incierto por la explanada del Escorial, luego de haber visto la exposición sobre Felipe II comisariada por Carmen Iglesias, cariñosísimo con mi esposa y conmigo, antes de participar en unas jornadas sobre el Rey Prudente. La de su entrada en la Real Academia de Historia, en un salón gélido y devastado por la ausencia de público en donde sólo estábamos cinco o seis incondicionales, porque no se había ocupado de anunciar su ingreso más que a unos cuantos. La de una persona siempre doliente, con un dolor inexplicable, pero que se adivinaba intenso y, mediante el cual, uno suponía hacia sufrir a los más próximos, aunque siempre renacido, como el Ave Fénix, gracias a su inmenso amor no sé si a la vida, pero sí a los suyos y a la materia que practicaba.

José María López Piñero fue un hombre admirado por mí, uno de los auténticos sabios que he conocido en mi vida, una persona con una capacidad intelectual asombrosa, repleta de sugerencias para quienes le leen y un hombre herido por una llaga profunda y secreta, para mí asumible desde los sentimientos, mutuamente amistosos, e incomprensible desde la razón, tan incompresible como la de casi todos los seres humanos que merecen la pena. José María era un amigo, como lo han de ser quienes de verdad lo son, en la lejanía de su libertad y de la mía, presto al apoyo sentimental e intelectual. Sus cartas, sus críticas a mis libros, con las de otros compañeros, son las más preciadas condecoraciones de mi vida académica. Creo que él sabía lo mucho que se les he agradecido siempre.

Ha muerto un maestro. Ha muerto un sabio. Su obra seguirá fructificando. Espero que la tierra le sea más leve de lo que le fue el aire, el agua y el fuego.

 

© Copyright Javier Puerto, 2010. 
© Copyright Scripta Nova, 2010.

 

Edición electrónica del texto realizada por Jenniffer Thiers.

 

Ficha bibliográfica:

PUERTO, Javier. José María López Piñero: el maestro. Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 25 de noviembre de 2010, vol. XIV, nº 343 (10). <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-343-10.htm>. [ISSN: 1138-9788].

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