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MI COLABORACIÓN CON LÓPEZ PINERO
Thomas F. Glick
Boston University
tglick@bu.edu
Recibido: 9 de septiembre de 2010. Aceptado: 11 de noviembre de 2010.
Mi colaboración con López Pinero (Resumen)
En estas líneas el autor explica su relación con José María López Piñero y muestra la influencia que este profesor ha tenido en su carrera investigadora.
Palabras claves: José María López Piñero, historia de la ciencia.My collaboration with Lopez Pinero (Abstract)
In these lines the author explains his relationship with José María López Piñero and shows the influence that this professor has taken in his research.
Key words: José María López Piñero, history of science.
Reflexionando sobre la
pérdida de López Piñero, se me ocurre que el contacto entre intelectuales
arraigados en diferentes culturas siempre constituye un componente muy
interesante de la biografía de cualquiera de ellos; pero, en mi caso, es el
tema central, porque mi colaboración con López Piñero ha ocupado la totalidad
de mi vida académica.
Recibí mi título de graduado de Harvard en 1960, en el programa "Historia y Ciencia" dirigido entonces por I. Bernard Cohen (1914-2003), en el cual los estudiantes realizaban la mitad de los requisitos del graduado en una ciencia (en mi caso la biología) y la otra mitad en un tema histórico (el mío fue la Europa medieval). Además, teníamos que escribir una tesina sobre algún tema de historia de la ciencia. El profesor Cohen me animó a elegir algún tema español y yo opté por la controversia sobre la llamada “medicina escéptica” de principios del siglo XVIII, en la cual Martín Martínez y el padre Feijoo cuestionaban las bases de la medicina escolástica. Mi estudio fue dirigido por Juan Marichal (1922-2010), catedrático de Lenguas Románicas, desterrado republicano, un hombre muy fino que siempre se esforzaba en difundir los valores democráticos de la II Republica, que él admiraba tanto. Don Juan me ayudó a centrarme en los problemas ideológicos y sociales subyacentes en esta controversia. De esta manera me fui interesando por el clima social de la ciencia en la España moderna y su interacción con ideas específicas. Aunque nunca abandoné este interés, decidí formarme como medievalista y, provisto de una carta de presentación de Cohen, partí en el otoño de 1960 a estudiar lenguas semíticas en Barcelona con José María Millás Vallicrosa (1897-1970) y Juan Vernet (n. 1923), historiadores de la ciencia así como pedagogos lingüistas, ya que el centro de mi atención estaba en el contacto y conflicto entre musulmanes, cristianos y judíos en la España medieval.
Durante los primeros años sesenta estudié también antropología cultural, ya que en esta especialidad encontré un marco para la comprensión de la interacción cultural en las obras de A. L. Kroeber (1876-1960) y otros antropólogos culturales. En los conceptos antropológicos de difusión y aculturación encontré un marco explicativo que ponía énfasis en los mecanismos y operaciones sociales de difusión cultural y sus obstáculos, para los cuales, debido a su simplicidad y amplia base empírica, tenían una gran fuerza explicativa[1]. Mi contacto personal más significativo en este período fue Oriol Pi Sunyer, con quien traté de las aplicaciones de la teoría de la aculturación en la España medieval. El artículo que publicamos en 1969 define lo que sería mi programa de investigación para el siguiente lustro[2]. A finales de la primavera de 1965, cuando todavía estaba formulando mis ideas sobre aculturación, llegué a Valencia para empezar la investigación de mi tesis doctoral, un estudio del sistema de regadío en la huerta medieval, tema que combinaba mi interés por los conflictos sociales y por los conflictos de la difusión tecnológica. Al mismo tiempo, decidí mitigar las largas horas de investigación en archivos con un proyecto, por aquel entonces fuera de mi vocación: investigar el impacto de Darwin en la España del siglo XIX. Con esta idea, me presenté a finales del mes de septiembre en la Cátedra de Historia de la Medicina, entonces en el sótano de la Facultad de Medicina, donde fui recibido por el catedrático y su adjunto Luis García Ballester. Se sorprendieron de ver a un norteamericano como yo entrevistándose con historiadores vestidos con el inverosímil atuendo de batas de médico. Mi sentimiento de encontrarme en un sitio especial se intensificó cuando ellos se identificaron como demócratas, y yo empecé a mirar a esta Cátedra como un recinto especial, en el cual me encontré como en mi propia casa, compartiendo valores comunes con los que trabajaban allí. Ahí fui introducido en la bibliografía sobre la ciencia española del siglo XIX, lo que, visto retrospectivamente, fue la pieza clave para construir mis estudios sobre la ciencia del siglo XX, que estaban ya prefigurados.
En 1969 volví a Valencia para presentar dos ponencias sobre el darwinismo en España en el III Congreso Nacional de Historia de la Medicina, organizado por López Piñero y García Ballester. En aquel momento cambió mi relación con López Piñero, pasando de una simple relación en la que él me alentaba a otra en la cual los dos buscábamos un lenguaje común. Había traído en mi equipaje dos libros que habían empezado a cambiar la manera de pensar de los historiadores norteamericanos de la ciencia sobre la estructura de la ciencia; el de Derek Price Little Science, Big Science, y el de Thomas Kuhn The Structure of Scientific Revolutions. El libro de Kuhn representa para mi el principio del constructivismo social en la historia de la ciencia norteamericana, y sentí su relevancia para el estudio de la ciencia española. Pero, algo sorprendentemente, López Pinero recibió la obra de Price, de fuerte orientación estadística (cómo hacer “la ciencia de la ciencia”, en palabras de Price) como una revelación, la clave para entender la vertebración de la ciencia española. Y se metió inmediatamente a fomentar estudios cuantitativos de la ciencia española, hasta el punto que –años mas tarde, al terminar la serie de la bibliometria de la ciencia española del XVI– me aseguro que “conocemos la estructura de la producción científica de este país mejor que en cualquier otro”. Aunque no compartí su fe en el método bibliometrico, reconocí el valor de la representación estadística de la ciencia nacional, y no había duda de que él controlaba muy bien el perfil de esa ciencia en su totalidad.
Empezamos a hablar de cómo la actividad científica de los siglos XIX y XX en España había sido construida socialmente tanto en términos de Price (dimensiones cuantitativas de la producción científica) como en los de Kuhn (en particular, la extensión sociológica del concepto de paradigma kuhniano, para abarcar la manera en que los cambios de paradigma fueron asimilados por los científicos españoles). De estas conversaciones surgió mi programa de investigación para los siguientes decenios: el impacto de las ideas científicas revolucionarias en la España contemporánea.
En 1968 había aceptado un puesto en el Departamento de Historia de la Universidad de Texas, donde mi interés extradisciplinario cambió de la antropología a la sociología, y como resultado mi preocupación por el tema de la aculturación me llevó a interesarme por los conflictos sociales. Además fui introducido en la teoría social por Joseph Lopreato y John Higley. La perspectiva sociológica me permitió completar mi imagen del intercambio social en la España medieval, desarrollando la relación sobre las escisiones culturales y sociales entre los tres grupos religiosos. Llegué a entender, a diferencia de Américo Castro, cuyo retrato del intercambio cultural es excesivamente idealista, que el fenómeno cultural refleja la dinámica social, y que hay una intensa realimentación entre ambos. Al mismo tiempo, el impacto de la sociología en mi investigación sobre historia de la ciencia fue todavía mayor. Una lectura fortuita de Karl Mannheim me sugirió una cuestión que es el meollo de mi actual investigación: presentar a los grupos sociales y culturales como dispuestos diferencialmente a aceptar o rechazar ideas específicas. En este contexto, la exagerada polarización política fue tan prominente en la aceptación española de Darwin que me proporcionó el punto de partida de lo que evolucionaría hasta convertirse en una investigación sobre los controles sociales e ideológicos de la recepción de las ideas científicas en la sociedad española.
A medida que profundizaba mi interés por la ciencia española, iba encontrando numerosos puntos de contacto entre el trabajo de López Piñero y el mío. En primer lugar, había llevado a cabo numerosos estudios de recepción (por ejemplo, el impacto en España de Vesalio, Paracelso, Galileo y Harvey), los cuales eran modelos en el género. En segundo lugar, trabajó con un modelo de difusión implícito, referente a las barreras institucionales precisas, sociales y cognoscitivas a la innovación en la España moderna. El aporte bibliométrico reforzaba su convicción de que la unidad de análisis en historia de la ciencia tiene que ser la disciplina y de que cada disciplina tendría su cultura disciplinaria distintiva. Aunque encontré muchos puntos de contacto en sus estudios de los siglos XVI y XVII, estaba más influido por su trabajo sobre la medicina del siglo XIX. En primer lugar, él definía claramente la relación entre la producción científica y las tendencias políticas y sociales amplias que produjeron las modalidades características de la ciencia contemporánea en España; un ejemplo es el efecto negativo del autoritarismo en la producción científica, visto en los períodos de destrucción de la actividad científica y su recuperación en la forma de "generaciones intermedias". En segundo lugar, y más específicamente, pone énfasis en el papel del conflicto social en el desarrollo de las relaciones ciencia-sociedad, como en sus estudios del papel social de la medicina en la sociedad autoritaria del siglo XIX en España. En tercer lugar, deja claro que las fuerzas sociales se interrelacionan con la ciencia mediante instituciones y disciplinas específicas, el estudio de las cuales nos da las bases de nuestra comprensión de la fortuna de la ciencia en la España contemporánea.
Cuando me trasladé a la Universidad de Boston en 1972 me fue posible viajar a España más a menudo, y a mediados de 1974 nuestra relación entró en una nueva fase de activa colaboración. Primero, la formulación de Hispaniae Scientia; más tarde, el Diccionario histórico de la ciencia moderna en España, la idea del cual la tuvimos los dos simultáneamente, aunque independientemente, como reacción a los primeros volúmenes del Dictionary of Scientific Biography (cuyo primer tomo había salido en 1970). Aquí se nos presentó una oportunidad de complementar el estudio bibliométrico de sendas disciplinas científicas españolas con biografías de los personajes que ya sabíamos eran las figuras mas destacadas. Componer el Diccionario era una verdadera aventura mediante la cual nosotros dos, junto con Víctor Navarro y Eugenio Portela—los otros dos miembros del equipo editorial—nos divertimos mucho explorando las relaciones cognitivas entre nuestros biografiados.
En mi año sabático acontecido en 1979-1980, me integré físicamente en la Cátedra de Historia de la Medicina, donde López Piñero me concedía un despacho. La interacción era intensa y tuve la sensación realmente que estaba en mi lugar, precisamente por hallarme entre un nutrido grupo de colegas con quienes compartía intereses temáticos. En mi país siempre fui, y sigo siendo, un lobo solitario. El proyecto que pensaba realizar aquel año era un libro sobre la recepción del psicoanálisis en España. Pero resultaba que 1979 era el centenario del nacimiento de Albert Einstein y, pocos días después de mi llegada, la Fundación March sugirió a López Piñero la posibilidad de dar una conferencia allí sobre Einstein, tema que no le interesaba en absoluto. Les dijo eso, pero añadió que tenia en la Cátedra a un americano que quizás se interesaría. Como era imposible investigar el impacto de Freud mediante el estudio de la prensa diaria (método predilecto mío) sin darse cuenta del impacto de Einstein, ya que sus ideas llegaban al mismo tiempo, de modo que ya tenia muchos datos. La conferencia, que tuvo lugar en Madrid el 6 de noviembre, se titulaba “Einstein y los españoles”, investigación que terminó, unos años más tarde, con la publicación de un libro del mismo título. Me informó que su querido maestro, don Pedro Laín Entralgo, estaría presente, con lo que pude conocer personalmente a esta gran figura.
Un día Bernard Cohen me preguntó por casualidad si conocía el dibujo del megaterio (el famoso mamífero fósil) que algún español hizo llegar a Jefferson. Eso resultaba ser un dibujo hecho por Juan Bautista Bru y Ramón que fue enviado al presidente por un diplomático norteamericano en París en 1789. Yo estaba seguro que López Piñero, aunque era un apasionado admirador de Bru, desconocía el episodio y como siempre me aproveché de cualquier oportunidad para tomarle el pelo. Fui a verle estando en Valencia para algún congreso, y le pregunté: “¿Supongo que tú, con tu gran interés en Bru –empecé hablando con máxima pomposidad y grandilocuencia– estás enterado del dibujo del megaterio que envió a Thomas Jefferson?” El quedó pasmado y a la vez sobremanera entusiasmado, y eso condujo a la monografía que firmamos juntos, El megaterio de Bru y el presidente Jefferson (1993).
Nuestra colaboración era, principalmente, programática. Sospecho que miraba mi adicción al difusionismo como excesiva. Tuvimos una calurosa discusión en su seminario de 1980 sobre la distinción entre el camino que, por un lado, las ideas y, por el otro, las técnicas se difunden. Desde mi punto de vista, la recepción de la relatividad por los científicos del siglo XX y la adopción del arado por los agricultores primitivos, pueden ser descritas en términos análogos. Ambas innovaciones nacen mediante agentes que utilizan análogos métodos de difundir información, encontrando en el proceso una diversidad de barreras, ya sea a que circule la información o bien a la aceptación de la innovación. Para un historiador de las ideas, una aproximación de este tipo puede parecer reduccionista y no útil porque parece que infravalora los procesos de conocimiento y las tradiciones intelectuales que resultan en ideas complejas. Para un historiador de la cultura –en el sentido antropológico–, los procesos mismos son los centros de mayor interés. Puedo ilustrar esta diferencia en perspectiva aludiendo a un pasaje de López Piñero en Ciencia y técnica en la sociedad española de los siglos XVI y XVII, donde considera la ciencia del barroco bajo el prisma de la noción de Maravall de cultura dirigida, indicando los obstáculos que una sociedad autoritaria pone a la libre investigación científica[3]. Encuentro útil este concepto, pero quisiera extender su significado para comprender (como hacen los antropólogos) que la cultura es, por definición, directiva, y no es menos directiva que en sociedades donde se fomenta la ciencia.
Notas
[1] La bibliografía está resumida en VVAA 1954.
[2] Glick y Pi Sunyer 1969.
[3] López Piñero 1979, p. 372.
Bibliografía
GLICK, Thomas F. y Oriol PI SUNYER. Acculturation as an Explanatory Concept in Spanish History. Comparative Studies in Society and History, 1969, nº 11, p. 136-154.
LÓPEZ PIÑERO, José María. Ciencia y técnica en la sociedad española de los siglos XVI y XVII. Barcelona: Labor, 1979. 511 p.
LÓPEZ PIÑERO, José María y Thomas F. GLICK. El Megaterio de Bru y el presidente Jefferson. Una relación insospechada en los albores de la paleontología. Valencia: Instituto de Estudios Documentales e Históricos sobre la Ciencia, 1993. 157 p.
VV.AA. Acculturation: An Exploratory Formulation. American Anthropologist, 1954, nº 56, p. 973-1.000.
© Copyright Thomas
F. Glick, 2010.
© Copyright Scripta Nova, 2010.
Edición electrónica del texto realizada por Jenniffer Thiers.
Ficha bibliográfica:
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