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Índice de Scripta Nova

Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XV, núm. 385, 20 de diciembre de 2011
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

DISCURSOS VECINALES SOBRE LA INSEGURIDAD CIUDADANA Y POLÍTICAS DE REHABILITACIÓN URBANÍSTICA: EL CASO DE LOS “ANTIGUOS VECINOS” Y LA ARI-LAVAPIÉS (MADRID) DESDE UNA PERSPECTIVA ANTROPOLÓGICA

Montserrat Cañedo Rodríguez
Dpto. de Antropología Social y Cultural – Universidad Nacional de Educación a Distancia, Madrid
mcanedo@fsof.uned.es

Recibido: 26 de noviembre de 2009. Devuelto para revisión: 16 de marzo de 2010. Aceptado: 14 de julio de 2011.

Discursos vecinales sobre la inseguridad ciudadana y políticas de rehabilitación urbanística: el caso de los “antiguos vecinos” y la ARI-Lavapiés (Madrid) desde una perspectiva antropológica (Resumen)

El barrio madrileño de Lavapiés lleva más de una década definido como Área de Rehabilitación Integral (ARI), en el marco de las políticas públicas urbanísticas para el centro de la ciudad. Como instrumento de intervención, las ARI fueron implementadas desde los años 80 en los principales centros urbanos españoles a partir de un diagnóstico de “crisis urbana” e “inseguridad ciudadana” compartido por vecinos, asociaciones, técnicos y políticos. En todo este tiempo, la ARI-Lavapiés no ha conseguido revertir la sensación de inseguridad que manifiesta sobre todo una fracción de los residentes del barrio, los “antiguos vecinos”. A partir de una aproximación etnográfica al discurso y la vivencia de la inseguridad de este sector de vecinos, mostraremos cómo desde la antropología, y más en general desde el uso intensivo de metodologías cualitativas, se puede contribuir al debate ciudadano sobre la evaluación de las políticas públicas urbanas.

Palabras clave: políticas de rehabilitación urbanística, etnografía de la “inseguridad ciudadana”, Lavapiés, Madrid.

Discourses of insecurity and urban renewal policies among local residents: An anthropological approach to the case of the “old neighbours” and the ARI-Lavapiés (Madrid) (Abstract)

Lavapiés, a central neighborhood in Madrid, has been defined as “Preferential Renewal Area” (ARI) for more than ten years, in the context of public policies for urban renewal. As specific policies, ARIs were developed in the main Spanish city centers from the 80´s, after a diagnosis of “urban crisis” and “urban unsafeness” shared by residents, civil associations, public servants and local politicians. After all these years the ARI-Lavapiés has been unable to eliminate the strong feeling of lack of safeness, which exists among the old residents of the neighbourhood. From an ethnographical approach to the discourse and experience of insecurity among this group of local residents, I will show how anthropology, and the use of qualitative research methods in general, can contribute to urban discussion about public policies evaluation.

Key words: urban renewal policies, ethnography of “urban insecurity”, Lavapiés, Madrid.


El diagnóstico de la crisis del centro y las políticas de la rehabilitación urbana

La construcción política del discurso de la inseguridad y algunas consideraciones sobre los enfoques analíticos del fenómeno

Aunque en los últimos tiempos han sido reemplazadas por otros modelos de intervención, sobre todo en algunas áreas centrales de ciudades como Barcelona[1], la filosofía de la rehabilitación del centro urbano, y las Áreas de Rehabilitación Integrada (ARI) como figuras concretas de intervención, han sido fundamentales en el planeamiento urbanístico en España desde los años 80. A partir de una visión holística que concibe lo urbano como un medioambiente donde se entrecruza lo físico, lo social y lo moral, las ARI implican la delimitación de distintas zonas de la ciudad que son caracterizadas como unidades de carácter histórico y/o funcional que comparten un homogéneo conjunto de problemas. Esto es lo que justifica la necesidad de una intervención pública, que en general ha implicado fuertes inyecciones de capital dedicado a la mejora de las infraestructuras urbanas, los servicios públicos y los equipamientos, así como a las subvenciones a propietarios para la rehabilitación de viviendas[2]. Además, distintas medidas relacionadas con programas sociales, de incentivo económico, o con modelos de intervención policial han venido a complementar este tipo de políticas (por ejemplo a través de la tímida introducción en los diseños urbanos de los presupuestos del Crime Prevention Through Environmental Design, desde la idea de los “espacios defendibles”[3] y el enfoque preventivo de la seguridad urbana[4].

Las ARI[5] desarrolladas en los centros de las ciudades, y especialmente en algunos barrios, han estado marcadas por lo que puede considerarse un potentísimo discurso de la “crisis urbana”, de una gran pregnancia simbólica. Desde este universo discursivo, vecinos, asociaciones civiles, técnicos de la administración y políticos locales han definido el estado de la ciudad en su centro a partir de las figuras de la degradación, el deterioro, el colapso o la crisis, figuras conformadas por una amalgama de problemas que van desde el envejecimiento del caserío a la falta de servicios sociales, la degradación de los espacios públicos, la presencia de la droga y la delincuencia, el desempleo, la pobreza o la exclusión. Este universo de problemas ha ido variando a lo largo de tres últimas décadas, en las que tanto las dinámicas demográficas y socio-culturales como las del mercado de la vivienda, y también los propios efectos de las políticas de rehabilitación, han tenido una incidencia transformadora. Sin embargo, dichos cambios, –de los que hay que precisar que no han ido en una única dirección-, no han minado la presencia de ese sólido discurso de la crisis urbana, que ha permanecido vigente planeando sobre ciertas áreas del centro de la ciudad, y que ha venido funcionando como marco interpretativo compartido, tanto para distintos sectores de la ciudadanía como para las instituciones del Estado. Éstas lo han usado reiteradamente en su búsqueda de legitimación de las políticas públicas urbanísticas que se han ido implementando a lo largo de las últimas tres décadas[6].

El núcleo de sentido fundamental de este discurso sobre la crisis del centro urbano es la omnipresente cuestión de la “inseguridad ciudadana”, un núcleo discursivo que sirve de paraguas y de filtro interpretativo, de gramática cultural, para toda una serie de fenómenos urbanos y para las atribuciones causales y de sentido que los ciudadanos y las instituciones les adjudican. Así, distintas y heterogéneas experiencias y trayectorias de vida en la ciudad que poseen y verbalizan diferentes grupos de ciudadanos adquieren significado y forma –se hacen inteligibles tanto para quienes las enuncian como para quienes las escuchan- en el molde de una suerte de narrativa global de la inseguridad urbana, muy familiar a la opinión pública española[7]. “Deterioro urbanístico”, “suciedad”, “pobreza”, “ilegalidad”, “delincuencia”, “inmigración” y valoraciones morales que van de la “falta de civismo” a la “inmoralidad”, son los interrelacionados nodos dominantes en ese discurso, que en sí mismo funciona como una matriz narrativa general que inspira definiciones y valoraciones del estado de los centros urbanos, y también hace proliferar “narrativas de riesgo”[8], historias locales en las que el hablante (el vecino) trata de dar sentido a una experiencia de “miedo líquido”[9] que parece ser constitutiva del urbanita contemporáneo. Este tipo de enunciaciones, al mismo tiempo particulares y generalizadas (porque comparten un “aire de familia”), en el marco del discurso de la inseguridad ciudadana, está a la base de los diseños de las ARI, como veremos para el caso de Madrid. Lo interesante de este marco discursivo cristalizado en torno a la “inseguridad” es su fascinante y paradójica operatividad para proveer una base para el disenso y el conflicto en torno a asuntos de naturaleza socio-moral de la vida urbana, al mismo tiempo que sirve de vehículo a un consenso hegemónico que refuerza valores y relaciones sociales dominantes en la ciudad (alrededor, por ejemplo, de la propiedad privada, de la alterización radical del inmigrante, o de un cierto sentido del orden social que margina y excluye ciertas prácticas de vida en la urbe, como por ejemplo las de quienes la habitan “sin hogar”; el diseño de las famosas “plazas duras”[10], o la persecución intensiva de acciones como el orinar o el beber alcohol en la calle, van en la línea de la célebre policing neoyorkina de la “zero tolerance”[11].

Lo que procederé a analizar en este artículo es cómo la experiencia de un grupo concreto de vecinos de Lavapiés, un barrio del centro de Madrid que lleva casi quince años definido como ARI, se articula a partir de esa gramática hegemónica de la “inseguridad ciudadana”. Se trata de la experiencia del sector que llamaremos los “antiguos vecinos” (debido a sus características demográficas y sociológicas detalladas más adelante), y que no es generalizable a otros grupos de residentes en el mismo barrio. En lo que pondré el acento no será sólo en la descripción del proceso de articulación de su experiencia en una narrativa sobre la inseguridad ciudadana, sino también en el modo en el que las políticas urbanísticas implementadas en el área, que de entrada recogen y se aplican a satisfacer esa demanda de “seguridad”, no han conseguido en todos estos años revertir el discurso catastrofista ni el miedo como experiencia del habitar el barrio que sigue manteniendo ese sector de vecinos. Para entender alguno de los porqués de este fracaso relativo de la ambiciosa política pública de esta ARI madrileña, hay que observar muy atentamente el proceso por el cual la experiencia social de este particular colectivo de vecinos se articula en la narrativa global de la “inseguridad”, para percibir cómo este marco interpretativo está en permanente amenaza de desbordamiento, de incapacidad de soportar más sentidos de los diversos y numerosos que ya soporta, y que hacen que la “inseguridad” sea un significante flotante, un evanescente y multidimensional objeto que las políticas públicas no consiguen enfrentar. No pretendo afirmar que el discurso de la inseguridad, tal y como es apropiado por estos vecinos, sea una pantalla que oculta los verdaderos sentidos y causas de sus experiencias de temor y sinsentido. Lo que sí sostengo es que existen elementos importantes y definitorios de sus vivencias que estos vecinos expresan claramente, pero que son en gran parte inaudibles (y que se muestran desarticulados incluso para los mismos vecinos que los enuncian), porque no se acomodan al marco discursivo general de la inseguridad ciudadana, que es el que define la arena política en la que se juega la definición de los “problemas” y la valoración de las “soluciones” que afectan a la vida en común en el barrio y en la ciudad. En ese contexto creo que una aproximación de tipo etnográfico puede servir de inestimable ayuda a la evaluación y reformulación de las políticas públicas. En este caso concreto, puede ayudar a reconstruir los horizontes de sentido de las vivencias de inseguridad de distintos colectivos, yendo más allá de las habituales encuestas que, a cierto nivel, no pueden hacer más que ratificar cómo, una y otra vez, la “inseguridad ciudadana” en el centro de Madrid es el eterno problema de ciudadanos y políticos. No creo necesario insistir en el hecho de que una aproximación etnográfica exige cierta demora en el caso particular, con vistas a poder captarlo en toda su iluminadora complejidad, sin tomarlo meramente como ejemplo o ilustración de una abstracta tesis general. Un trabajo de campo, que incluyó observación participante en contextos de sociabilidad habituales de este colectivo de vecinos junto con entrevistas de grupo y entrevistas individuales en profundidad, es la base metodológica del análisis que presento. Más adelante se aporta una consideración más detallada de la metodología empleada.

En este punto parece ineludible situar la aportación de este trabajo en el marco de un análisis espacial de la inseguridad y del delito y en referencia, por lo tanto, a otros enfoques que, en este caso desde la geografía, toman la misma relación (espacio-inseguridad) por objeto de estudio. Frente a anteriores visiones positivistas del delito, la consideración de éste como una compleja construcción social, su vinculación con dinámicas sociales de amplio alcance (en relación, por ejemplo, al control social), y el uso de metodologías cualitativas para su estudio, han sido una constante en los estudios geográficos del delito desde mitad de los 70[12]. En las últimas tres décadas, una amalgama de presupuestos teóricos y programáticos (desde la “prevención”, hasta la introducción de la “participación social” en la planificación de las políticas de seguridad, o la cuestión del “diseño seguro”) han convergido en los enfoques de la llamada geoprevención[13], muy ligados a todo un desarrollo tecnológico de los Sistemas de Información Geográfica, que por su parte han renovado y revitalizado el uso de cartografías y mapas (del delito) como instrumentos de gestión del territorio.

Programáticamente, los análisis del vínculo espacio-inseguridad en el marco de dichos enfoques de la geoprevención (gran parte de los cuales se relacionan estrechamente con las teorías de prevención del crimen a través del diseño ambiental – CPTED por sus siglas en inglés), insisten en la complejidad de la construcción social de la “inseguridad”, y en la necesidad de estudios etiológicos concretos que, más allá de abstracciones generalistas, puedan explican los procesos de génesis tanto de la inseguridad como del delito en lugares concretos. Frente a estudios (y políticas) “desde arriba”, los enfoques de la geoprevención insisten también en la incorporación de los puntos de vista de los ciudadanos, de las comunidades, subrayando la importancia de los procesos de participación comunitaria. En la práctica, sin embargo, el énfasis de estos planteamientos suele cifrarse en el diseño de herramientas urbanísticas, arquitectónicas y tecnológicas para la prevención y la gestión espacial del delito, en un amplio espectro que va desde los visados de seguridad[14] a los mapas del crimen[15]. Algunos autores han querido ver en algunos de estos desarrollos un planteamiento liberal del delito y de su vinculación con el espacio (sobre todo urbano), a partir de su “lógica actuarial”[16] en la que lo importante es la identificación y la gestión de los riesgos sobre el territorio, y no el análisis de sus causas ni el diseño de políticas para actuar sobre ellas. Se sigue de esto una llamada de atención sobre los peligros ideológicos de esta lógica subyacente a las nuevas herramientas de geoprevención, que tienen que ver con efectos de simplificación y distorsión, y con la previsible estigmatización de zonas específicas del tejido urbano (y de sus vecinos), que los mapas señalan como “puntos negros” de la urbe. 

En línea con estas últimas aportaciones, y desde una consideración antropológica del nexo entre territorio e inseguridad[17], quisiera poner de relieve algunos aspectos que pienso de interés para el debate. En primer lugar, el enfoque geopreventivo (o ciertos desarrollos que pueden englobarse bajo dicha etiqueta), no se ha librado de una consideración del espacio físico como mero contenedor de procesos sociales –de construcción de la inseguridad-, procesos que además suelen cosificarse a partir de una tipología de “delitos” (considerados a partir de actuaciones policiales, encuestas de victimización, etc.). Esto sirve de base a una homogeneización ciertamente simplificadora, que permite hablar de espacios más y menos inseguros, sin que la especificidad de los sentidos particulares que tiene la “inseguridad” en cada espacialidad social concreta sea puesta de manifiesto. Se llega así al diseño de soluciones abstractas y casi “para todo uso” –como en las especificaciones del “diseño seguro”-, a veces legitimadas a partir de procesos de participación social que supuestamente hacen emerger la opinión de “la comunidad”, cuando es evidente que cualquier comunidad no es un todo homogéneo sino un espacio de conflicto y un resultado –siempre cambiante y contestado- de dinámicas de hegemonía. Además, las desconexiones de “la inseguridad” (habría más propiamente que hablar de las inseguridades, en plural) de sus condiciones sociales en cada territorio concreto, y la falta de análisis en profundidad, hacen a la larga el juego a las narrativas hegemónicas (por ejemplo a la que liga inseguridad con inmigración). En parte porque son éstas las que proporcionan a los ciudadanos moldes para encastrar sus experiencias, por lo que los procesos de participación sin una previa reflexión en este sentido pueden tener como efecto una legitimación de ciertas políticas represivas que, por otra parte, ni a fuer de reiteradas consiguen atajar la inseguridad, que regresa siempre a la primera plana de la ciudad como una especie de “retorno de lo reprimido”. Creo que un análisis de carácter etnográfico puede servir tanto de complemento analítico como de ejercicio crítico respecto a otro tipo de enfoques centrados también en la relación entre ciudad e inseguridad, cuyo abordaje hoy día debe ser interdisciplinar.

La “inseguridad” como lenguaje de contención para los “antiguos vecinos” de Lavapiés: consideraciones teóricas y metodológicas del enfoque antropológico utilizado y descripción del contexto

Antes de pasar a la descripción del espacio y de los actores, así como de la metodología utilizada, que antecederá a su vez a la discusión de la etnografía que ilustra el caso planteado, ofrezco unas breves notas que profundizan en un concepto teórico clave en este artículo. Voy a considerar el paradigma discursivo de la inseguridad urbana como lo que Roseberry denomina un lenguaje de contención política[18]. Hacerlo supone reconocer, en primer lugar, que el lenguaje y el discurso son actividades de carácter práctico y que, en segundo lugar, están ligados a la conformación de hegemonías en el terreno de la praxis política. Sin embargo, más que como ideologías coherentes de imposición vertical, resulta más adecuado caracterizar la hegemonía como un proceso inacabado en permanente reformulación, que remite a la construcción de marcos simbólico-materiales que de alguna manera contienen la heterogeneidad y el conflicto que caracteriza el proceso político. Estos marcos pueden ser vistos como lo que la teoría procesual en antropología política llama “arenas”[19] o como lo que el mismo Roseberry, en línea con Gramsci, define como campos de fuerzas que integran una compleja unidad de coerción, consentimiento y disenso. En ellos se definen tanto los actores implicados en las dinámicas de alianza/confrontación política, como las líneas de desarrollo de ésta. Hasta las formas de resistencia deben adoptar los marcos y lenguajes correctos, dirigidos a las instancias apropiadas[20]. Pues bien, en los debates sobre la rehabilitación de los centros urbanos –que van mucho más allá del estado de calles y edificios e implican valores morales y formas de construcción de la identidad y la alteridad en la ciudad- la “inseguridad ciudadana” es hoy por hoy un lenguaje de contención. Como tal, es capaz de articular alianzas y situar enfrentamientos, de servir de paraguas que da sentido a distintos posicionamientos y trayectorias vitales, así como de legitimar políticas públicas. Pero también deja fuera del espacio de lo político algunas vivencias, razones y emociones colectivas que, no pudiendo articularse en el marco hegemónico, permanecen como una suerte de “amenaza al sentido”, concretándose en sentimientos difusos, pero intensos, de malestar urbano. Sostengo que ahí puede estar una de las claves del fracaso (relativo) de las políticas públicas de rehabilitación urbanística, tal y como han sido pensadas en las ciudades españolas durante las últimas décadas.

 

Figura 1. Plano de Lavapiés.
Aunque popularmente y por razones históricas se le denomina y considera un barrio, Lavapiés no existe administrativamente como tal. Forma parte del barrio de Embajadores, el cual se corresponde con el gran triángulo azul en la parte baja del plano, delimitado por las calles Toledo, Atocha y las Rondas. Lavapiés, de fronteras imprecisas, viene a constituir en el imaginario urbano unos dos tercios de la extensión de Embajadores, irradiando desde el centro de este barrio, uno de los seis (el más sureño) que constituyen el distrito Centro de Madrid. Una delimitación más precisa puede situar las rondas como el límite sur de Lavapiés, la calle Ribera de Curtidores al oeste, la Plaza Tirso de Molina al norte y la calle Santa Isabel como el límite por el oeste. Fuente: Ayuntamiento de Madrid. Transitar las distancias representadas en esta figura supone recorrer del orden de dos kilómetros si vamos de norte a sur (de la Plaza de Colón a la Estación de Atocha), o cerca de tres y medio si lo hacemos de oeste a este (de la estación de Príncipe Pío al Parque del Retiro).

 

El espacio donde se ha llevado a cabo este estudio es un barrio del distrito centro de Madrid no muy distante de los puntos neurálgicos de la puerta del Sol o la Plaza Mayor, que es conocido popularmente como Lavapiés. Su población en la última década ha oscilado entre los cuarenta y los cincuenta mil vecinos[21], entre los que predomina la pertenencia a una clase social media-baja (la tasa de desempleo estaba en 2008 siete puntos por encima de la media de la ciudad, mientras que la propiedad de la vivienda –incluyendo las que tienen hipoteca- se sitúa en un 57%, muy por debajo del 83% de media en Madrid)[22]. Lavapiés tiene una larga trayectoria en la historia de la ciudad como “barrio bajo”, sede por tanto de los mayores horrores urbanos; si bien también – y aunque pueda parecer paradójico no es infrecuente-, es uno de los barrios caracterizados en el imaginario popular como más típica y “auténticamente madrileño”. Un diagnóstico general compartido por vecinos, asociaciones y políticos lo situó, a principios de los 90, como una de las áreas más deterioradas del centro de Madrid. Desde 1999 ha sido declarado ”Área de Rehabilitación Integral” (ARI-Lavapiés), una figura de planeamiento urbanístico que ha implicado un gasto de varias decenas de millones de euros por parte de las administraciones públicas, gasto que ha ido básicamente orientado a “rehabilitar” el barrio y a terminar con su condición de espacio “inseguro”.

Después de 12 años de vigencia de esta política pública (que ha ido prorrogando sus plazos de ejecución) un 39% de los vecinos declara que el barrio está peor que antes. El problema principal entre los mencionados, y aquel en el que más se ha notado el empeoramiento del barrio es, además, el mismo que motivó en su día la implementación del ARI-Lavapiés: la inseguridad ciudadana[23]. Por si fuera poco, una de las quejas reiteradas de forma generalizada se formula como la “pasividad de la administración” ante la falta de seguridad en el barrio. Sin embargo, los datos que hizo públicos en 2006 la policía municipal con respecto al número y localización de sus intervenciones, sitúan el total de las mismas en Lavapiés, en ese año, al mismo nivel que el resto de barrios del distrito centro, sin que este barrio aparezca, por lo tanto, como un espacio con índices de delincuencia significativamente superiores a su entorno[24]. Además, Lavapiés se ha venido convirtiendo en un espacio de ocio juvenil importante dentro de la ciudad, así como en un espacio muy animado por la revitalización del comercio y la restauración ligada a la nueva inmigración. Todo ello mantiene al barrio lejos del aislamiento y la marginalidad que pudo haberlo caracterizado en otras épocas. Para hacer más complejo aún este panorama, los vecinos del barrio que con mayor intensidad sostienen una percepción negativa del mismo dibujan un perfil bastante definido: se trata de personas de cierta edad (más de 45 años), residentes en Lavapiés durante un mayor número de años con respecto a la media, y en gran parte inactivas (jubiladas). Los más jóvenes y aquellos con menor número de años de residencia en el barrio tienden a mantener una visión general más positiva del barrio, reconociendo ciertas mejorías y señalando ciertos problemas, -algunos similares a los de los vecinos más pesimistas, como por ejemplo “la suciedad”-, pero sin incluirlos en un discurso general catastrofista, en esa narrativa general de la “inseguridad ciudadana”. Tiene sentido –como veremos- hacer una distinción sociológica entre “antiguos”[25] y “nuevos” vecinos, marcada no sólo por la edad, sino por la trayectoria de residencia en el barrio y la trayectoria vital en general, que da lugar a distintos horizontes morales y de valor en los que la distinción generacional es clave.

Es también este perfil de los “antiguos vecinos” el que mayoritariamente señala la inmigración como el tercero de los principales problemas del barrio, después de la suciedad. Ubicar correctamente la cuestión de la inmigración en Lavapiés exige resumir, por más someramente que sea, las dinámicas poblacionales del barrio en su historia más reciente. Lavapiés ha sido característicamente un espacio residencial adonde llegaban las distintas remesas de inmigrantes que, a lo largo de la historia de Madrid y en paralelo a su industrialización, han ido viniendo desde las zonas rurales del país. La crisis económica de los 70, que coincidió con la orientación del mercado inmobiliario a la urbanización de las periferias, provocó tanto un cese de la llegada de nuevos pobladores como una salida de los residentes más jóvenes hacia las nuevas viviendas en barrios o municipios más alejados del centro urbano. Esto trajo consigo despoblamiento, envejecimiento -tanto poblacional como  del caserío-, y toda una serie de dinámicas socio-demográficas que pusieron las bases, en los 80, para la aún persistente caracterización de Lavapiés como un espacio sumamente degradado. Desde la mitad y sobre todo a finales de los años 90, sin embargo, comenzaron a llegar al barrio (y al país) inmigrantes de origen extranjero[26], así como también grupos de gente joven atraídos por la centralidad física de Lavapiés y los (relativamente) bajos precios de la vivienda. Junto a ellos llegaron también okupas y comenzaron a proliferar asociaciones de tipo social y cultural, así como bares y espacios de ocio relacionados con la fracción del universo juvenil más bohemia de la ciudad. De momento estas dinámicas no han ido exactamente en la línea de una gentrificación del barrio, entre otras cosas tal vez porque las condiciones físicas de éste (con un trazado tortuoso y muy densificado y un parque de viviendas muy envejecido y de poca calidad) no lo hacen atractivo para la residencia de clases más acomodadas. Lo que presenta Lavapiés es una complejidad y heterogeneidad socio-cultural importante, visible por ejemplo en un detalle: cómo los discursos ciudadanos (populares, mediáticos, políticos) la presentan, alternativamente y de manera harto contradictoria, bien como la nueva arcadia de la multiculturalidad feliz, o bien como el peligroso y horrendo barrio bajo de reminiscencias decimonónicas.

¿Por qué un sector de vecinos, los “antiguos vecinos”, insisten radicalmente en el empeoramiento de las condiciones de vida en el barrio, en su sensación de miedo, en el fracaso de las políticas públicas de la ARI, y cómo y por qué narran su experiencia en esa matriz narrativa de la “inseguridad ciudadana”? ¿Por qué sitúan tan frecuentemente al inmigrante de origen extranjero como personaje clave en su discurso, como protagonista de una suerte de “robo” del barrio a los que llevan más tiempo siendo residentes? Se trata de un discurso que legitima actuaciones en la línea de lo que Neil Smith llama la “ciudad revanchista”[27], o en relación a lo que Bauman caracteriza con el término “mixofobia”[28]. Algunos vecinos más jóvenes, algunos técnicos de la ARI, o incluso estudiosos de la realidad socio-cultural del barrio han acudido a explicaciones que son en el fondo juicios morales: la dificultad de los más mayores para entender los cambios; su carácter necesariamente “conservador” o “inmovilista”, su escaso nivel cultural y de renta que los transforma en pasto fácil y correa de transmisión del discurso racista, etc. Creo que falta una aproximación más rigurosa y profunda a las vivencias de este sector de vecinos, con el objetivo de desentrañar la lógica social sobre la que se fundan, sin el conocimiento de la cual es difícil que las políticas públicas que buscan reducir la inseguridad y facilitar la convivencia en el barrio estén a la altura de sus objetivos. ¿Qué significa, entonces, la “preocupación por la inseguridad” en el universo y trayectoria vital de estos vecinos? ¿Qué particular –y distintiva- experiencia del mundo y de la vida en la ciudad, inextricablemente cognitiva, emocional y moral, está tomando forma en el discurso prêt-à-porter de la “inseguridad ciudadana”? Recorriendo largamente esta particular y localizada senda con la lente etnográfica puesta, pretendo poder ilustrar cómo la “inseguridad” es un objeto complejo, alejado de un sentido unívoco; al mismo tiempo “más que uno y menos que muchos”[29]. Y también que las formas de su articulación son hoy en día clave, en cada localización urbana, para valorar la incidencia, la legitimidad y los efectos de las políticas públicas ciudadanas. Volveremos sobre este último punto en las conclusiones.

Los datos en los que se basa el análisis que comienza en el siguiente epígrafe están extraídos a partir de una metodología fundamentalmente antropológica, con el desarrollo de un trabajo de campo en el barrio de Lavapiés que, en lo que atañe al tema tratado en este artículo[30], incluyó observaciones participantes durante varios meses en el centro de ocio de ancianos y en el centro de salud del barrio, así como en varias plazas y lugares de reunión de “antiguos vecinos” y en los domicilios de algunos de ellos a partir de mi actividad como voluntaria de la trabajadora social del centro de salud. En paralelo, realicé una investigación documental sobre las dinámicas socio-económicas y poblacionales del barrio, así como cuatro grupos de discusión y veintidós entrevistas en profundidad con este sector de vecinos y siete con varios miembros de la asociación vecinal ATILA, cuya base social es el mismo grupo de residentes. De estos materiales están extraídas todas las citas que introduzco en el análisis.


Los sentidos de una vivencia y un discurso de “inseguridad urbana”: “antiguos vecinos” en Lavapiés

“Lavapiés es un lugar para tenerle miedo”

El mercado de la quincalla:

“Ahí en la plaza de Embajadores se ponen todos esos… a vender y comprar unas cosas que… son increíbles… trastos viejos, tan viejos que están rotos… y los vendedores, como los trastos que venden… viejos, desdentados, oliendo a alcohol... jóvenes con pintas de drogadictos y cosas peores… Yo ya no me atrevo a pasar por ahí. Es una vergüenza y un dolor también ver cómo está el barrio… porque si vendieran algo decente, aunque fuera en la calle, pero venden… ¡madre mía! Zapatos viejos, rotos, hierros que para nada valen, para nada. Ni en la basura se encuentran cosas en tan mal estado. Y dicen que todo lo que hay lo roban, y que lo sacan de la basura… y algo peor, que lo roban de los muertos, de gente que se muere y la desvalijan y le sacan todo el ajuar para venderlo… a personas que viven solas, yo no sé. Esa gente ahí, a mi me da miedo, de que me pase algo, no sé…. Tal y como está el barrio… yo desde luego por ahí no paso”.

El timo del gas:

“Yo no me considero una mujer tonta, ni mucho menos… pero… el otro día vinieron dos hombres… vestidos con mono azul, como dos obreros, ¡vaya! ¡Yo qué iba a saber!. “Que venimos a revisar la instalación del gas”. “Pues pasen ustedes”. Mi casa, claro, es antiquísima… Me dijeron de cambiar la instalación… Luego ya, después de que había pagao y se habían ido llamamos al gas y no sabían nada de ningún instalador. ¡Y parecían gente agradable, muy educada! Me entró un disgusto tan grande… ¡Y pensar que me podían haber hecho cualquier cosa! Y creo que eso le ha pasado a más gente del barrio. Ya de nadie se puede una fiar”.

El riesgo de salir de casa:

“Esto ya no es como era. Antes había muchas tiendas, todos nos conocíamos: “buenos días”, “buenas tardes”… Ahora no puedes salir de casa. El otro día a una amiga la atracaron a la puerta del banco, con la pensión enterita que había cobrado… en un pis, pas. Fíjate que yo vivo en un cuarto piso y me subo la compra pa arriba solita… Y no puedes dejar que nadie te ayude, porque te marchan con la compra corriendo como hay Dios. El otro día mismo estaba yo en la frutería y según pasaba uno, a la carrera se llevó unos espárragos, así sin más…”.

La juventud no respeta nada:

“Procuro ni pasar por la plaza de Lavapiés para no ver el guarrerío, las botellas, las meadas… pena me da ver así la plaza de mi corazón. Se sientan encima de los bancos, ponen los pies, destrozan todo cuanto hay. Cualquier cosa que se pinte nueva, las papeleras… nada dura más de un suspiro cuando se juntan ahí de fiesta”.

Marginales instalados en el espacio público:

“La plaza de Tirso de Molina está muy mal, ahí son mendigos. Es muy difícil echarlos… mean, hacen lo otro… el amor… Llevamos años pero no hay manera de echarlos de ahí… (…) ¡La de historias que te podría contar de cosas increíbles que han pasado en esa plaza!”.

Todas estas historias no son sino una pequeña muestra de las muchas recogidas durante un trabajo de campo en Lavapiés entre los residentes de más edad del barrio. La población mayor de 65 años en Lavapiés, un colectivo de alrededor de once mil personas, representa el 22,7% de la población total del barrio. Un 70,7% de ellos son mujeres[31]. La caracterización puramente demográfica puede completarse con algunos datos socio-históricos relevantes que dibujan el perfil de este sector de vecinos. Su fecha de nacimiento oscila entre 1911 y 1945, lo que señala una trayectoria vital marcada por las experiencias más o menos traumáticas de la Guerra Civil, la escasez de los años de la posguerra y el régimen de la dictadura franquista. Sobre ese trasfondo, la relación de estos vecinos con Lavapiés se establece en la mayoría de los casos a partir de una experiencia de inmigración, en sus años jóvenes, desde la ruralía española a la ciudad de Madrid. Una experiencia que comparte este sector de “antiguos vecinos” y que marca una radical diferencia con generaciones más jóvenes de residentes en Lavapiés (que ya han nacido en la ciudad o que siguen otros patrones migratorios).

Las historias de estos “antiguos vecinos” llaman la atención por varias cosas: primera, porque evidencian un claro patrón narrativo común, que invita a indagar en las claves de construcción del sentido de tales historias. Segunda, porque son la expresión de un desorden cognitivo que, respecto a la vida en el barrio, experimentan estos lavapiesinos, un desorden cognitivo –“este barrio es un sindiós”- que se traduce en la vivencia de una situación de riesgo, de un “estamos en riesgo” (físico y moral) que este grupo urbano se narra a sí mismo en tales historias, vividas con gran intensidad emocional y expresadas en comportamientos temerosos en el espacio público del barrio (miedo a circular por ciertas calles, a ciertas horas, etc.). Otra cuestión llama particularmente la atención. Lejos de ser compartidas, esas “historias de riesgo” son características de este sector concreto del vecindario. Para el grupo de los “nuevos vecinos”, sin embargo, Lavapiés no es especialmente inseguro, ni tampoco un área urbana en la que exista el riesgo de que algo peligroso suceda. Es cierto –dirán estos vecinos- que se puede uno quejar de la suciedad y el ruido de las zonas de ocio nocturno, o de las calles tomadas por el comercio al por mayor (que congestionan el tráfico con las incesantes operaciones de carga y descarga). Es cierto que la imagen del mercado de la quincalla o del grupo de vagabundos borrachos de la plaza puede no ser muy estética, o que ciertamente hay hurtos y trapicheo de droga en algunas esquinas, pero todos estos elementos no se amalgaman en el todo de la “inseguridad ciudadana”, ni se traducen en historias de riesgo. Como mucho se perciben como aspectos de la incomodidad de la vida urbana, de la falta de civismo de los vecinos o de la desidia de las autoridades. En todo caso, como aspectos secundarios de la vida en un barrio del que se resaltan, en general, elementos positivos (el carácter multicultural del paisanaje, su efervescencia cultural, su conservada “vida de barrio”, etc.). La pregunta, entonces, es obvia. ¿Qué hay detrás de esas historias de riesgo que  circulan de boca en boca entre los vecinos de más edad? ¿A qué tipo de experiencia de la vida urbana sirven de vehículo y contribuyen a dar sentido?


“En este barrio, cualquier tiempo pasado fue mejor”: los antiguos vecinos de Lavapiés y la espacialización de un desorden de la experiencia vital

En historias que, del tipo de las anteriormente recogidas, una y otra vez se cuentan en Lavapiés, subyace un patrón narrativo que marca un proceso temporal de decadencia en el barrio. Esa trayectoria de “degeneración” barrial se narra a partir de una demarcación clara entre un “antes” –difuso pero coincidente con los años de juventud de los hablantes- y un “ahora” de la vida en Lavapiés. A pesar de una reconocida “mejoría económica” que caracteriza al tiempo presente, “vivir lo que se dice vivir, antes vivíamos mucho mejor”. El “ahora” es en todas las narraciones el momento del desorden físico y socio-moral del vecindario, perfilado en las escenas y las figuras de los timadores del gas, los robos a la puerta del banco, los hurtos en la compra, o los vendedores de enseres de los muertos. Este “desorden barrial” toma forma narrativa y, expresamente, en narrativas de riesgo, en las que los hablantes comparten un sentimiento intenso de amenaza, donde lo que es amenazado –el objeto en riesgo- es por un lado el hablante mismo, en su integridad física, y por el otro un esquema de valores y expectativas propio de unas generaciones crecidas en las experiencias de escasez de la guerra civil y la posguerra, para las que la “sociedad del bienestar”-que no empezó a apuntar en España hasta muy entrada la década de los 70- llegó ya en su bien entrada madurez.

El principal rasgo definitorio del ayer del barrio -que adquirirá en los discursos unas proporciones míticas- es la cualidad de la relación vecinal, la constitución del barrio como una “gran familia”, como un núcleo de población articulado en la vida diaria a partir de cálidas y estrechas relaciones de vecindad. Estas intensas –e intensamente recordadas- redes vecinales se gestaban a partir de  un origen común de este sector de población en el campo español, que les hacia compartir un estilo de vida y un acervo cultural que se expresaba en aspectos tales como la fiesta, la alimentación y también en el común valor del trabajo y el ahorro como medios para el ascenso social.  La “gran familia” ofrecía –tal y como se recuerda desde el presente-, en el ámbito novedoso y desconocido de la ciudad, seguridad y apoyo psicológico, afectivo y vital, configurando el barrio como un lugar marcado por la confianza e integrado por vecinos “en los que se podía confiar”. Toda una serie de valores y presupuestos comunes determinaba un “sentido del lugar” en el que se enmarcaba una capacidad para reconocer e identificar de manera similar las situaciones de la vida cotidiana. Se trataba, en definitiva, de un sentido moral que era al mismo tiempo de orden cognitivo. Entre los vecinos, muchas veces parientes o paisanos del mismo pueblo, se establecían densos lazos de relación y redes de ayuda mutua. La “gran familia” se articulaba también en el ocio comunitario, en noches de charla y excursiones conjuntas por la ciudad, o en el adorno de las calles o de los patios de las viviendas para las festividades patronales del verano. La “gran familia”, que todos añoran, es básicamente la expresión de un orden social particular que garantizaba un sentimiento de seguridad físico y psicológico. Incluso el delito, la criminalidad y el desorden moral en el Lavapiés del pasado es juzgado de manera diferente al actual. En palabras de una vecina: “Los chicos antes... era otra cosa, eran golfantes de barrio, pero sanos, sanos, que ahora son chulos... agresivos… de otra manera”. El orden vecinal que se identifica con el Lavapiés pasado en los discursos actuales es, además, un orden físico-espacial que se expresa en una estética urbana presidida por el concepto de limpieza. La limpieza es un descriptor del estado ideal de calles y viviendas, pero además una categoría moral que publicita la dignidad de unos vecinos “pobres pero limpios y honrados”.                                                          

Pero no podríamos entender qué significa este orden físico-social-moral que se añora y se postula como un pasado perdido de resonancias míticas si atendiéramos solamente a la descripción que de él hacen los antiguos vecinos. Este pasado lavapiesino es ininteligible sin su referencia al Lavapiés actual, cuya demanda de sentido es la que sirve de motor de para recomponer aquél. El recuerdo es siempre un proceso selectivo que opera a partir de las condiciones del presente. El malestar respecto al Lavapiés actual es el fondo sobre el que recortar la figura de ese pasado mítico que se define por oposición, con referencia al cual ese mismo malestar es construido discursivamente como un malestar ante la “degeneración” y la “decadencia” del barrio. Es muy significativo, en este sentido, cómo en cualquier charla con este grupo de vecinos, trátese de una larga e individual entrevista en profundidad o de una charla casual de grupo en el parque, se termina por aludir a este nombrado declive del barrio que se salpica de contrastes respecto a ese pasado “ideal”. Frente a la “gran familia” de su juventud lavapiesina, el barrio es actualmente un lugar poblado por desconocidos “en los que no se puede confiar”. Los timadores del gas, los sólo aparentemente solícitos vecinos que huyen con las bolsas de la compra ajenas, los que amenazan desvalijar los enseres de los muertos o impedidos… Las narrativas están llenas de figuras que escenifican el drama de la ruptura de la “gran familia”, ruptura que opera en las narrativas como anclaje de un experimentado proceso de desorganización barrial en el triple registro social, moral y físico. Desaparecidos muchos de los antiguos vecinos, las viviendas quedan vacías y se cierran o son -cada vez más- ocupadas por nuevos pobladores con los que no se restauran las pautas de vecindad tradicionales. La transformación social se sigue de una desorganización moral y el antiguo respeto y educación, valores principales que regían la convivencia, se ven suplantados por lo que es percibido como una general grosería y abuso, introducidos sobre todo por estos nuevos vecinos, y en particular por los más jóvenes.                                 

La alteración del orden físico del barrio es la otra cara de la alteración del orden socio-moral: el ruido nocturno, los jóvenes sentados en los respaldos de los asientos, las pintadas en las paredes o los corrillos de desocupados en los espacios públicos a horas que deberían ser de trabajo... Todo se pone como ejemplo de la degradación, que expresa la ruptura de la homogeneidad de un estilo de vida. Esta degradación y desorden urbano que se refieren son el sustrato y la explicación de una sensación de inseguridad que se articula en la omnipresencia del tema de la delincuencia en el barrio. El gamberrismo, las drogas, la violencia y sobre todo los robos son frecuentemente aludidos por este grupo de población a partir de casos, sucesos y anécdotas personales que circulan rápidamente a través del boca a boca. Una sensación de inseguridad que termina por restringir su presencia y movilidad por algunas áreas del barrio, especialmente en horas nocturnas. “Si andas por ciertas calles a ciertas horas, te expones a que te pase algo”. La proclamada degradación del barrio da nombre a lo que corresponde a una desorganización del esquema de cognición de estos vecinos ya que, traspasados los límites en los que se asentaba aquél, “ya no sabe una qué esperar. ¡Vamos, que cualquier cosa es posible!”. Una desorganización que genera sentimientos modulados en el continuum que va de la incertidumbre al miedo, expresados frecuentemente a partir de la tan traída y llevada cuestión de la “inseguridad”.  Pero, ¿qué tipo de orden de la experiencia de lo urbano es el que aparece, para estos vecinos, alterado en el presente, y qué sentidos traduce esta alteración?                 

Una de las características de ese (recordado) Lavapiés del pasado, que hace referencia a una matriz de sentido compartido de la experiencia urbana, se relaciona incluso con un momento anterior a la residencia en el barrio: la decisión de dejar el pueblo y emigrar a Madrid. Se emigraba a la ciudad en busca de un futuro mejor, de unas mejores condiciones de vida que no son factibles en el campo y sí prometidas a través del trabajo asalariado industrial. Se partía de la escasez y por lo tanto el momento de la mejora social no era inminente, sino que se localizaba siempre en un futuro que apunta a la edad madura, anciana, e incluso a la generación de los hijos, el locus por excelencia donde se cumple la promesa del inmigrante rural. La mejora social era más bien un paulatino proceso ascendente cumplido en la situación social de los hijos, con estudios, con trabajo “de oficina” y con piso en propiedad. Pero esa promesa futura de mejora social o de movilidad social ascendente ha de ser perseguida mediante la adopción disciplinada de un particular estilo de vida, que tiene en el trabajo duro, el ahorro y el sacrificio (la limitación) del disfrute en el presente por el bienestar futuro sus máximos exponentes. A Madrid se vino a trabajar “en lo que sea” -y a vivir “en donde sea”-cifrada siempre la esperanza en ese anhelado “día de mañana”. Pero para ello es necesario luchar, aguantar, resistir -un vocabulario característico- unas difíciles condiciones presentes, confiando en los frutos del trabajo y la disciplina como palanca de movilidad social ascendente. En las palabras de distintas vecinas:

Yo me vine del pueblo con 27 años sin faltarme de nada gracias a Dios y me vine aquí a luchar, a luchar porque el día de mañana mis hijos fueran algo. Yo me metí a vivir en un bajo, con un tallercito y allí estuve viviendo cinco años. Luego me cambié a Mesón de Paredes. (...) Yo cosía lo que podía para ayudar a mi marido. Yo me iba a vender manteles de lagartera... Tuve cinco hijos y una niña que se me murió con diez meses y lo que nunca pasé lo pasé con aquella niña. Iba con ella en metro, sin un duro, porque no lo tenía... Gracias a Dios lo he superao todo. Los demás hijos hoy con sus carreras...                                                   

De joven tenías que trabajar. Yo tenía que trabajar porque sino no podía comer. De casada ya no... pero era todo apretar, apretar, tenías que medir el dinero.          

Mi pobrecita madre tenía que asistir porque éramos muchos hijos... y ¿sabes lo que ganaba? Tres pesetas. Iba por aquí por el barrio a señoras que estaban a lo mejor malas o delicadas, pues... o gente que tenían comercios y entonces mi madre iba a lavar... a asistir, así todo. Luego sus hijos se han ido casando, se han ido colocando y bien.                         

Yo entré a trabajar en la Estándar Eléctrica y todo lo que ahorraba era para ir comprando cosas para casa… un mes unos cubiertos, un mantel… Yo lo que quería era retirar a mi madre de fregar, que estaba ya malita y como yo estaba soltera. A mi los bailes y todo eso no me interesaba ni las verbenas ni nada.

(La gente trabajaba) en fábricas, en construcción, había mucha modista, mucha sombrerera, sastras... o sea, había muchos oficios... fontanero, electricistas, había de todo. Antes trabajaba más la gente en estas cosas ¡Y ahora todo el mundo quiere estudiar! A que tú no te has puesto a trabajar y estas estudiando ¿eh, amiga? Porque has querido una cosa mejor que la mía, que me he tenido que levantar a las seis de la mañana y estar doce horas trabajando...                                                                   

En comparación con un presente de abundancia en el que la gente puede elegir esas vidas “mejores que la mía”, las citas subrayan la escasez de las condiciones de vida pasadas y también la compasión y el deber de gratitud con el esfuerzo de los progenitores. El trabajo duro que se suma a un estilo de vida dictado por la contención del gasto. El dinero ganado no se gasta en fútiles diversiones del momento, sino que se ahorra o se invierte buscando esa mejora de la calidad de vida que se expresa sobre todo en una mejora de las condiciones de vivienda o una inversión en la educación de los hijos (y también en el ofrecimiento de una vejez acomodada a los sufridos progenitores). Del mismo modo que con el consumismo sin previsión de la cigarra o la pereza laboral, el orden moral de los antiguos vecinos está manifiestamente reñido con la protesta, la queja o la invocación del “derecho” como vías de mejora de las condiciones de vida en el presente[32]. Un rechazo que se trueca muchas veces en orgullo moral. La vía privilegiada de ascenso social es, sin duda ninguna, el trabajo. Un ascenso que se verifica en la actualidad sobre todo en la propiedad de la vivienda y especialmente el estatus social de los hijos, medido igualmente en relación a la vivienda -propiedad, calidad, localización- y también al empleo y al nivel de estudios.

Pero esta historia de vida de tintes épicos culmina en un éxito final que, -a la luz del espíritu más que de la letra del discurso de estos vecinos,- se nos antoja un éxito de carácter ambivalente o problemático. Y es que la generalizada “mejora” social de estos vecinos, con el correr de los tiempos -y del esfuerzo-, ha ido de la mano de una serie de cambios que transforman el sentido de lo que se perseguía como progreso social. Un determinado modelo de familia fue siempre la célula básica en estas historias de vida. Las mujeres dejaban sus trabajos al casarse para atender a la reproducción familiar, que incluía el cuidado de sus propios padres en la vejez. Sin embargo, el ascenso social de los hijos ha corrido paralelo a una distancia física entre las generaciones –entre otras cosas, por causa de las trayectorias de vivienda- que, junto a las transformaciones en el estilo de vida y la incorporación masiva de la mujer al trabajo asalariado, se traduce muchas veces en una ruptura de las pautas de atención familiar a los que ahora son mayores. Esa relativa desaparición o, más bien, distanciamiento de la familia, se suma a la mayor necesidad de cuidados demandada por esta población, enfrentada al envejecimiento en unas condiciones de habitabilidad –las de sus viviendas en el barrio- que, si bien más o menos mejoradas, son en general incómodas e inadecuadas y muchas veces pésimas. Las pensiones mínimas de viudedad – 587,8 euros en 2010- son en muchos casos el escaso ingreso regular del que disponen, que les impide por ejemplo acceder a servicios profesionales de cuidado y ayuda. La solución que les resta se asemeja bastante a seguir aguantando.

El reconocimiento generalizado de esta situación pocas veces se traduce directamente contra los propios hijos, aunque se asuma como una realidad innegable, incluso como una realidad personal.

Y ahora mis hijos con sus carreras, me han salido buenísimos, me vienen a comer a casa.... ahora yo lo que ese señor dice, esperar a que mis hijos me cuiden, no. Porque si mis hijos tienen un hijo y le llevan a cuidarle a una residencia, ¡a mi me van a cuidar! ... no van a dejar de trabajar. Yo estoy mentalizada de eso.                                     

La razón principal de esta transformación es vista como un signo de los tiempos que afecta al comportamiento de las nuevas generaciones, estableciéndose así un contraste entre la generación anterior -la suya- y la de los hijos, que conlleva una crítica implícita a éstos y a su modelo de vida.  La desaparición de escena de los hijos que “no tienen tiempo para venir” se relaciona con un cambio en el estilo de vida que no puede sino atentar directamente contra el orden moral de los antiguos vecinos. Si antes se trataba de restringir el disfrute del presente para mejorar la situación familiar futura a través del ahorro, la norma parece ser ahora el deseo sin fin de bienes y servicios que lleva a una hiperinflación del consumo y del gasto. Una transformación radical que se expresa sucintamente en las diferencias entre el “ir ahorrando” y el “vivir a crédito”.  En la conversación entre dos vecinas:                                               

- Te voy a decir una cosa, es que nosotros nos hemos conformado con lo que hemos vivido a razón de lo que teníamos y hoy en día yo lo veo en mis hijas, trabajan y tienen sus hijos...
- Y quieren tener más, claro. 
- No terminan de pagar el piso…
- Y se meten a otra cosa.
- Eso. Que tienen el coche... pues se meten al chalé. Entonces están todas trabajando, no han criao a sus hijos, no han disfrutao de sus hijos... Porque nosotros nos criábamos en la calle ¿eh? No estábamos en las casas, todos a jugar a la calle y tan felices. Entre las pandas que éramos no había... porque éramos todos iguales, si había que llevar zapatillas llevabas zapatillas, o sandalitas...

Estas nuevas aspiraciones consumistas, cuyo horizonte es poco menos que el presente inmediato, vienen determinadas por la disponibilidad monetaria -y de acceso al crédito- que se deriva del trabajo remunerado de los dos cónyuges, al que no se puede renunciar –precisamente porque hay que pagar las letras. Una obligación que, si siempre ha sido la del padre, es ahora la de la madre también, cuyo estilo de vida le obliga a renunciar a la dedicación completa de su tiempo a sus hijos (a los que “no se les educa como es debido”), y no digamos de sus padres. Una obligación impuesta por las condiciones de vida de una época que es la que se lleva todas las críticas, disculpando el comportamiento de los propios hijos como una suerte de “mal de los tiempos modernos”. 

Mientras tanto, la vida cotidiana de este sector de vecinos es difícil y precaria, constituyendo uno de los sectores sociales más desprotegidos. Leemos a continuación el análisis de una de las trabajadoras sociales del barrio. Estos antiguos vecinos son uno de los grupos que más atención demanda por parte de los Servicios Sociales.                                                                        

Una de las cosas que más me encuentro es la soledad, en todas sus vertientes. Que puede estar mezclada con muchos problemas, la falta de comunicación me encuentro muchísimo. Porque muchas veces te viene la gente por un tema económico, pero empiezas a indagar un poquito más y es que lo que le está preocupando es eso pero no es eso... le están preocupando una serie de cuestiones que están, como yo digo, disfrazadas. Y luego te encuentras con temas de... la familia ya no está, la familia tradicional... los abuelos, mejor dicho las abuelas necesitan ayuda por su salud... necesitan un apoyo. Que alguien les vaya y les de una vueltita con la casa, o que les hagan la compra, o a lo mejor está encamados y que les hagan un aseo personal... o llegan al fin de sus posibilidades y es una residencia. En Lavapiés la gente es muy mayor, ochenta y tantos años... (...) Y condiciones horribles de vivienda te encuentras, algunas sin baño, con váteres fuera en las corralas, muertas de frío, que eso no te lo encuentras por otras zonas.                                                                    

Unas precarias condiciones de vida que afectarán con mayor intensidad a aquéllos con menores ingresos, menor ayuda familiar o, por ejemplo, a los no propietarios de sus viviendas -que ocupan en régimen de alquiler. A todos los niveles queda patente cómo la propiedad de la vivienda es una vía fundamental de inserción social y un colchón frente a procesos de movilidad social descendente. Para los antiguos vecinos la constatación de la ausencia o lejanía de la familia deja un regusto amargo al saboreado éxito de la mejora social cumplido al final de una vida hacia él orientada. Una amargura que se traduce en un ensalzamiento del pasado frente al cual la modernidad apunta, en realidad, más a una degradación que a un progreso. No deja de ser paradójico cómo para una generación para la que fue vital el control y la administración del salario como promesa de una promoción social a partir sobre todo de la mejora económica, reconozca ahora que el tiempo pasado fue mejor a pesar de que esta mejora económica se ha producido de manera innegable. El sentir de este sector de población se sintetiza en una frase que aparece, además, de manera casi literal en muchas entrevistas: “Económicamente mejor ahora pero vivir, vivir... antes se vivía mejor”. Esto apunta a que el hecho de que la mejora de las condiciones de vida estuviera cifrada en el futuro y basada en los sacrificios del presente no estaba reñido con la satisfacción vital por ese “vivir”, satisfacción asentada en una posesión de la totalidad que era posible a partir de la lenta (si bien cierta) percepción de cómo se iba logrando lo imaginado. La juventud y la ilusión se sumaban a la satisfacción de ir viendo crecer el saldo de la cartilla de ahorros y, al mismo tiempo, a la sanción moral positiva de estar llevando una vida “como Dios manda”.

Pero el presente está radicalmente alejado de ese ayer. Las historias de riesgo, que este grupo de población narra cotidianamente, expresan ese desorden cognitivo y moral que se experimenta cuando el antiguo “sentido del vivir” ha sufrido una mutación demasiado grande y acelerada. Los sentidos que esas narrativas traducen son, como vemos, locales, contextuales, particulares. Y sin embargo las figuras, las escenas, los argumentos de tales historias circulan por circuitos más amplios, dentro de la matriz discursiva de la “inseguridad ciudadana”, que se ha convertido en una poderosa matriz de sentido de lo urbano prácticamente a escala global. Para expresar y ordenar su experiencia particular este grupo de vecinos se apropia de figuras, escenas, argumentos que circulan dentro de la matriz globalizada de la “inseguridad ciudadana”. Las narrativas de los antiguos vecinos se encastran en otras narrativas de riesgo urbano. Las figuras y las escenas de las historias de riesgo típicas de la matriz de la “inseguridad ciudadana” traducen sentidos diferentes, convirtiéndose en significantes condensados de sentidos múltiples. Dicha matriz constituye un consenso hegemónico de sentido urbano, porque es capaz de integrar  y dar una forma consistente, unitaria, a una multiplicidad de demandas y experiencias de sectores de población diversos. Pero, ¿cómo operan en Lavapiés esos procesos de traducción que caracterizan a la producción narrativa del sentido y, en consecuencia, también a la producción y circulación de historias de riesgo urbano?


Dando sentido a un malestar urbano: El inmigrante de origen extranjero como síntoma y causa de la degradación barrial

Sólo desde finales de la década de los 90 Madrid ha empezado a recibir importantes flujos de población inmigrante de origen extranjero, siendo Lavapiés una de las más visibles áreas de residencia urbana de esta inmigración. Esto no es nada nuevo si tenemos en cuenta que Lavapiés ha sido a lo largo de los siglos un área de residencia de nuevos inmigrantes a la ciudad. Sin embargo, una fractura en la consideración social de esta nueva inmigración (con respecto al patrón anterior de inmigración campo-ciudad dentro del país) hace que, en Lavapiés, estos nuevos residentes hayan adquirido, primero, una visibilidad específica como un grupo de población “distinto” y, en segundo lugar, hayan pasado a ser el elemento que marca, para muchos, el tránsito entre el “ayer” y el “hoy” de la vida en el vecindario. El inmigrante de origen extranjero es hoy día una figura omnipresente en los discursos sobre la ciudad, especialmente dentro de la matriz de sentido de la “inseguridad ciudadana”. Los medios de comunicación amplifican y hacen circular los discursos que vinculan inmigración e inseguridad ciudadana, especialmente a partir del operador “ilegal” que convierte a los inmigrantes en esa condición en una suerte de figuras imaginarias del desorden urbano. Analizando los sentidos que se actualizan en las historias de riesgo de los antiguos vecinos de Lavapiés hemos hablado de cambios en la esfera del trabajo, de la reproducción familiar o de los valores culturales que apuntan, entre otras, a la variable generacional como una variable clave en el análisis. En cualquier caso, la inmigración extranjera no parece jugar un papel relevante en estos procesos. O eso parece, porque lo cierto es que en las historias de riesgo y en las glosas y discursos que las acompañan, un punto de inflexión aparece casi siempre marcando el cambio de tendencia entre el pasado ideal y el presente decadente: precisamente, la llegada de la inmigración de origen extranjero ¿Qué es lo que subyace al protagonismo de este sector de población en esos discursos sobre la decadencia barrial puntuados de historias de riesgo? ¿Cómo y por qué es el inmigrante de origen extranjero el señalado como síntoma y como causa del desorden barrial?

La valoración negativa que los antiguos vecinos realizan del estilo de vida de las generaciones jóvenes actuales, -valoración negativa que atañe implícitamente a los propios hijos y más aún a los nietos-, se explicita sin embargo en los discursos aludiendo a sectores sociales concretos. El fundamental es la nueva generación de inmigrantes que, participando en parte del cambio de valores generacional, es el blanco preferido de las críticas porque es el grupo social que sirve para marcar los contrastes con otra experiencia de inmigración -la de los hablantes. Contraste que a la vez sirve de válvula de escape de una frustración que va indirectamente también contra la lejanía de su propia familia y la misma orientación del cambio social -donde los ancianos tienen escasa presencia social. Esta alusión indirecta tiene la virtualidad de no comprometer el “éxito” de la empresa vital de estos ancianos -que se mide en la mejora económica y en la posición social de los propios hijos, “aunque ya no estén aquí”.  Los inmigrantes de origen extranjero serán entonces los protagonistas principales –aunque no los únicos- de actitudes y comportamientos que, de manera más implícita, se hacen extensivos también, puntualmente, a sectores sociales nativos. Básicamente se critica su escasa disposición a “aguantar”[33] malas condiciones de vida y su reclamo de mejorías apoyados en el lenguaje del derecho en vez de en la disposición sin condiciones para el trabajo. “¿Y quiénes exigen? –se pregunta una de estas ancianas- Los que vienen de fuera. A trabajar... bueno, sí, algunos vendrán...”. El trato de favor que se cree les otorga el Estado –a través de sus Servicios Sociales, que los distingue como grupo beneficiario de ayudas específicas- es una idea arraigada que genera agravios comparativos, en un barrio en el que son ambos grupos, ancianos e inmigrantes en situación precaria, los sectores con más necesidad social. El uso habitual de los recursos públicos de la asistencia social pública por parte de un sector de los nuevos inmigrantes contrasta, también, con un menor uso que amplios sectores de los antiguos vecinos hacen de dichos recursos, también a su disposición, bien por desconocimiento o bien por reticencia a aceptar el estigma que en su esquema de valores supone la petición de una ayuda social “que es para pobres y miserables”. En este complejo contexto de convivencia vecinal, y bajo el paraguas de los discursos de la inseguridad que circulan por distintas redes y proveen de personajes, escenas y argumentos de sentido “listos para usar”, emerge ante los ojos de los antiguos vecinos la imagen del nuevo inmigrante no como sufrido trabajador, sino como implacable exigente de derechos, con el beneplácito de un Estado que vuelve la espalda a aquellos que en el fondo se sienten –agravio comparativo mediante- con un derecho más legítimo a recibir su ayuda. Los antiguos vecinos manifiestan un sentimiento de “abandono” por parte de la sociedad -que es sin duda cierto, pero en este caso no tanto porque no sean un colectivo importante para los Servicios Sociales del Estado, sino precisamente porque sí lo son, lo cual no deja de ser sintomático. Aún así, ese sentimiento de escasa valorización pública se manifiesta, -en muchos casos y entre otras cosas-, como un agravio comparativo frente al nuevo inmigrante, que es a la vez otro sector social desfavorecido -y por tanto otro destinatario de los recursos disponibles para ayuda social- y el continuador de una experiencia de inmigración que permite establecer el contraste con la propia experiencia de los antiguos vecinos.            

Mi compañera que está trabajando con el Centro de Mayores casi en exclusivo... porque está haciendo actividades... una vez estaban invitados [los ancianos del barrio] porque había exposiciones de mujeres inmigrantes y ellos les escuchan y les gusta ver otras vivencias pero se sienten... ofendidas: “pero es que yo también he pasado hambre, yo también he ido por agua al río, yo también he lavao a mano y no me lo estés contando tú del África negra, que yo lo hice aquí en España”. “Sí, es cierto, pero vosotros ya habéis alcanzado otro estatus y la inmigración lo quiere alcanzar”. Pero los mayores se sienten como un poco dolidos, ¿no?, es decir, nosotros también lo hemos pasado y no nos hemos quejado. (Mediadora social intercultural en Lavapiés)                                                           

El sentimiento de olvido y abandono que muestra el colectivo se siente como una falta de reconocimiento público de su trayectoria vital. Como si, de nuevo, el éxito de su ascenso social tuviese una cara amarga: la familia lejana, el barrio transformado e irreconocible, los antiguos valores olvidados, el confort residencial mínimo –como siempre, pero ahora con el agravante del envejecimiento y la mala salud.

Otro de los aspectos respecto al que las críticas al modo de vida del nuevo inmigrante son frecuentes se refiere a la visibilidad de su tiempo y prácticas de ocio en el espacio público, que contrastan de nuevo con la etapa activa de los ahora ancianos en la que “no podíamos beber ni un vaso de vino porque costaba equis dinero”. En esta cuestión, es sin embargo claramente visible cómo la crítica es de más amplio alcance y, aunque tantas veces dirigida explícitamente contra el inmigrante extranjero, alcanza en su formulación un destinatario social más amplio, que potencialmente se equipara con la juventud actual.                             

(La Plaza de Lavapiés) está novísima, recién puesta... Pues resulta que el domingo mi gran desilusión, voy a comprar el periódico a la plaza y me encuentro los asientos que estaban ubicados... legalmente guardando una distancia y así, estaban todos en redondel, con lo cual los habían arrancado. No son los españoles los que lo han arrancado... son los señores que están acostumbrados a que viven... cómo lo voy a decir yo... pues todos hechos un montón. Así que yo encantadísima de que haya estao tres meses lloviendo sin cesar porque es la única forma que no había litronas ni tanta guarrería en el suelo.                                            

Hombre, algunos... su idea de libertad es una anarquía total, es hacer lo que me da la gana a mí. Y la prueba la tienes en ocupar los bancos... subiéndose arriba y poniendo los pies encima del asiento. Terminan de beber y a lo mejor rompen la botella, o las dejan por allí... o a las primeras de cambio de un golpecito arman una reyerta, eso es una molestia total.                                            

Con todos los borrachos que tenemos aquí, todo el día en la calle... chicos y chicas jóvenes, insultándose todo el día y borrachos. ¡Aquí no se puede vivir!                                                                

El malestar urbano del grupo de antiguos vecinos –cuya causalidad es más compleja de lo que a primera vista parece- se traduce, sobre todo y por excelencia, en una omnipresencia del temor a la delincuencia. Son pocas las conversaciones, individuales o grupales, mantenidas por este sector vecinal, que no estén jalonadas de anécdotas protagonizadas por los hablantes u oídas contar, en las que se narran robos, asaltos, violencias que parecen ocurrir en cada esquina del barrio a todas las horas del día y de la noche. La añoranza del antiguo Lavapiés se sintetiza en la añoranza de una seguridad ciudadana perdida. Una seguridad ciudadana que, sin embargo, no se mide sólo en las estadísticas de criminalidad barrial. Es una inseguridad psicológica derivada de las propias condiciones de vida, de la pérdida de los referentes tradicionales en el barrio -relaciones de vecindad, pequeño comercio-, de las dificultades de una convivencia intercultural bajo condiciones físico-sociales precarias y también de episodios ciertos, si bien puntuales, de criminalidad que se producen en el barrio contra los propios vecinos del mismo. En general, una inseguridad derivada de la desaparición de un orden urbano que siempre asumieron como vecinos, una desaparición social de su esquema de valores y actitudes vitales y, también, de su presencia pública como sector vecinal protagonista de la cotidianidad de Lavapiés.                                                              

La antropóloga Teresa Caldeira acuña en su libro sobre la ciudad brasileña de Sao Paulo el término “habla del crimen”, al que considera como un tipo de pensamiento clasificatorio con el que se intenta hacer frente a lo que se vive como una desorganización cognitiva y moral[34]. El habla del crimen se refiere a la omnipresencia en los discursos de la criminalidad urbana, cuya función es la de reordenar simbólicamente una experiencia que no sólo está desorganizada por la realidad del crimen, sino también por toda una experiencia de cambio social. En el caso de Sao Paulo, es una situación de decadencia económico-social que determina una pérdida de la experiencia de movilidad social junto a la llegada de nuevos vecinos de inferior estatus, lo que se traduce en una alteración del viejo espacio urbano y de los patrones de sociabilidad, alteración que se transforma en una experiencia de inseguridad psicológica expresada y reordenada simbólicamente en el habla del crimen. En Sao Paulo, el habla del crimen implica la victimización de un grupo de población: los llamados nordestinos, grupo de inmigrantes venidos recientemente a la ciudad, que sirven así como una suerte de chivo expiatorio de una realidad cuya causalidad es mucho más compleja. No nos resulta difícil establecer ciertas similitudes con el caso de Lavapiés, en el que el inmigrante extranjero y su relación con la criminalidad cumplen en la práctica la función de explicar una realidad compleja de “desorden” físico-social-moral urbano, así como de reordenar la realidad barrial. Los inmigrantes de origen extranjero son considerados los protagonistas de un cambio de valores y de una forma de vida orientada ciertamente más al presente y también al consumo, al ejercicio de lo que se consideran derechos ciudadanos, etc. Un cambio que ha implicado, además, una transformación de los roles de género y edad así como del régimen político y, en consecuencia, del modelo de regulación de la vida pública. Una transformación social en la que, en el caso de nuestros antiguos vecinos, se puede incluir una lejanía cuando no desaparición de la familia[35], que agudiza la precariedad de una etapa de envejecimiento en un contexto urbano difícil. Pero la causalidad compleja del malestar urbano de este sector de población se focaliza contra unos recién llegados que “no quieren trabajar”, a los que el estado “regala viviendas”, que “meten ruido” “no respetan”, “no quieren integrarse” y se relacionan directamente con el aumento de la criminalidad barrial. Frustraciones, sentimientos, actitudes, aspiraciones y subjetividades complejas y heterogéneas son articuladas en el marco de la matriz de sentido de la “inseguridad ciudadana”; la figura del inmigrante de origen extranjero es protagonista también en Lavapiés (como en otras zonas de la urbe, como en otras ciudades del país), si bien las narrativas en las que aparece traducen sentidos locales, particulares, contextualizados. Las narrativas urbanas pueden ser expresiones concretas de patrones narrativos de amplia circulación, pero la apropiación de estos es siempre tan creativa, que los sentidos urbanos de la “inseguridad ciudadana” constituyen una trama siempre abierta e inacabada, compleja, heterogénea y, desde luego, imposible de reducir a simplificaciones. Las políticas públicas deben ser sensibles a esta complejidad.


El Estado como interlocutor
: la asociación de vecinos ATILA

El pesimismo de los “antiguos vecinos” respecto al estado actual del barrio constituye el sustrato donde enraíza y adquiere legitimación el tipo de discurso que mantiene una asociación de vecinos y comerciantes de Lavapiés, conocida por el nombre de ATILA[36]. El porcentaje de vecinos de afiliados a la misma es escaso, y los miembros de esta asociación que tienen alguna presencia pública en el barrio son apenas un puñado. Por eso sería absurdo mantener que los puntos de vista enunciados por ATILA, y sus mismos asociados, representan estadísticamente al colectivo de “antiguos vecinos”. Sin embargo, el rol de esta asociación en la traducción del malestar de este grupo vecinal en demandas y propuestas y concretas de actuación dirigidas a los poderes públicos ha sido relevante. Los líderes de ATILA han mantenido contactos puntuales con las administraciones públicas quienes, en el marco de la ARI-Lavapiés, han establecido ciertos procedimientos para el diálogo de técnicos y políticos con representantes del tejido asociativo del barrio.

El (de nuevo central) problema de la inseguridad ciudadana es planteado por ATILA en un marco más abstracto y general que trasciende el ámbito local de Lavapiés. Una sociedad y un sistema político demasiado permisivos, en el que se produce una hiperinflación de la exigencia y la consecución de derechos frente a un abandono de los deberes ciudadanos, es lo que desemboca en una situación de “desorden” social. Una larga cita permite aprehender cómo se engarzan algunos de los núcleos semánticos más importantes en este discurso:                                                                                           

Existe demasiada permisividad social. Yo lo achaco a que yo creo que todavía después de los veintitantos años de democracia que llevamos tenemos una democracia muy débil. Hay un síndrome de dictadura muy grande. Entonces hemos pasado del nada, nada, al todo, todo. Ahora como tú puedes ver no hay vicios, todo son enfermedades... el juego es una enfermedad, la bebida es una enfermedad, si el robo es una enfermedad y el violador es un enfermo, no asumen, no asumen el delito. Y no tienen conciencia de lo que están haciendo y no quieren hacerse responsables. A ese delincuente no se le puede atraer. Siempre salen abogados: que resulta que el violador estaba borracho. ¡Pues que no beba! Y si él no permite... ¡es que es el colmo! que sea recuperado para la sociedad, pues que cumpla y se le haga ver lo que ha hecho, que ha violado, que ha matado, que ha robado, que ha roto cabinas... esto me refiero a los gamberros que hacen pintadas que paga toda la comunidad, que no tienen normas en el metro... El otro día he visto yo a un punki con un perro en el metro, un perro de esos que muerden.  A lo mejor el animal era una delicia, pero llevaba unos pinchos así de grandes. Y salía del metro con un perro... Me quedé helada porque yo buscaba al ciego y el ciego no estaba en ningún sitio. Tú figúrate que a ese animalito le pisan sin querer... Además estoy segura que mordía más el dueño que el perro. Quiero decir con esto, te doy el ejemplo, cómo la sociedad… ehhhh… no tiene resortes o no puede, o no quiere, para que todo eso, que parece que no tiene importancia pero que puede derivar en cosas graves y en molestias tremendas... hasta el punto que estás... acabas muy quemada con esas cosas que parece que no tienen importancia, pero que en la convivencia diaria es peor que si te roban una vez en el año. Es que es eso. Entonces yo pienso que es una sociedad permisiva la que tenemos, muy permisiva. (Vecina miembro de Atila)                                                    

Una sociedad permisiva que se refleja en leyes “que protegen a los vagos y no a los ciudadanos” y en un aparato judicial en el que los delincuentes “entran por una puerta y salen por la otra”, esto es, una carencia de instituciones efectivas de orden y control que pongan coto a ese desorden social que parece campar por sus fueros. En el barrio el desorden social se expresa en la transición entre la “pequeña anarquía”, aquélla en la que “se desinhiben de cosas que se han llevado siempre, se rompen moldes, se rompes formas, se mezcla...” y la “anarquía total, que es hacer lo que me da la gana a mí”. De nuevo esa anarquía total aludida parece tener mucho que ver con una compleja relación de causas en las que el cambio generacional se intuye como una variable importante. Sin embargo, son otra vez los nuevos inmigrantes los sujetos más directamente aludidos como protagonistas del cambio del barrio, que es por supuesto un cambio a peor.

La crítica fundamental se relaciona con una falta de “respeto” a las normas de convivencia en el barrio y por una ruptura de los límites que regulan la convivencia. En gran medida la conexión se establece porque son estos nuevos inmigrantes (inmigrantes sobre todo de origen chino, en este caso) los que regentan la mayor parte de los comercios al por mayor situados en torno a las calles Amparo y Mesón de Paredes. Los horarios ilimitados de carga y descarga -en un espacio ya poco propicio a ese tipo de actividad, dada su angostura-, que provocan incómodos atascos y gran producción de ruido, se suman a un almacenamiento de restos de embalajes en las calles, también a cualquier hora. Un incumplimiento de las normativas municipales que provoca incomodidad, así como un agravio comparativo con el resto de los vecinos.

Y todo el jaleo que tenemos con el tráfico con todas las tiendas al por mayor, que también tiene la culpa el Ayuntamiento. Porque vamos a ver, si los grupos políticos sacan una normativa o una ley y la firman todos, es pa cumplirla. ¡No se cumple ninguna ley! No hay horario de carga y descarga, no hay horario, como hemos pedido, de sacar las basuras. Entonces llega un señor que viene del otro lado del Atlántico, de donde venga y tiene su local, que ha pagado y es que abre por la mañana y todas sus cajas las saca a la calle. Pero es que nadie le ha enseñado que esas cajas, esa basura las tiene que sacar a la ocho o las diez de la noche. Nadie le pide si vive en Pernambuco o en el otro barrio o en el piso de arriba... fíjate que es bien sencillo, ese señor tiene el local aquí y vive en el séptimo piso, es bajar a esa hora... pues no pido eso, ATILA no pide eso, ATILA lo que pide y lleva machacando durante siete años es que ese señor, cuando abre su tienda, tiene que coger sus basuras y metérselas dentro y cuando cierra su comercio, sacarlas. La contestación de algunos: que los locales son pequeños. Ojo, si estamos hablando de un chabolismo vertical con casas de 25 metros y ese ama de casa tiene sus mondas -vamos a hablar coloquialmente pa que se aclare la gente- tiene sus mondas, tiene sus envases y los saca a las once, ni a las diez ni a las nueve. Esa señora, con su basurita, se arregla en los metros cuadrados que tiene. Bueno pues con las tiendas no hay manera y yo le echo la culpa al Ayuntamiento, porque no los ha educado.                                                

Un agravio comparativo que se extiende, cuando muchos de estos vecinos de Atila son comerciantes de barrio, a la gran facilidad de extensión del comercio mayorista frente a las dificultades del pequeño comercio para salir adelante.                                                

Antes había pastelería, ahora no, no hay nada... Teníamos comercios muy entrañables que la Comunidad no ha querido, no ha sabido conservar, el Ayuntamiento no ha sabido conservarlos, porque no le ha dao facilidades con los impuestos ¡no le ha facilitao nada! Las facilidades que le han dado al gran comercio ... y es el pequeño comercio el que da puestos de trabajo que, aunque sean familiares, esos ya no buscan puestos de trabajo en otro sitio, no quitan trabajos.

La incomodidad como problema derivado de la saturación del barrio con la llegada de los nuevos inmigrantes afecta también a otras cuestiones: la gran densidad de población inmigrante por vivienda, las costumbres culinarias y de ocio de éstos -olores, ruidos. Y toda una serie de pequeños problemas derivados de la convivencia en un espacio ya de por si incómodo, con unos nuevos vecinos a que los que se acusa en ocasiones de una falta de voluntad para adaptarse a las reglas, para integrarse a las normas de convivencia que deberían -a su juicio- regir la vecindad. “Tienen que integrase con sus costumbres, que es lógico, pero también las tienen que dejar aparte sin perder su cultura pero integrarse en toda la población. Es lógico que una persona se tiene que integran en treinta y no treinta en una”. Lo que subyace a la cuestión de la integración, según los antiguos vecinos, es la adopción de unas normas de convivencia que se consideran obvias y que los inmigrantes, en su opinión, no respetan ante la pasividad de un Estado que debería “educarlos” en esas normas a partir, entre otras cosas, de un mayor celo en el ejercicio del orden público.

Pero además de la incomodidad, el otro gran problema que se asocia a la “saturación” del barrio por la llegada de nuevos inmigrantes es la inseguridad ciudadana. Aunque se reconoce que Lavapiés ha sido un barrio de inmigración y que muchos de los nuevos inmigrantes han venido a trabajar, no se prescinde de una identificación (en la que los medios de comunicación insisten habitualmente) entre nueva inmigración y delincuencia.

Entonces yo creo que habrá inmigrantes que vengan a propósito para molestar, pero hay otros que vienen a trabajar. Lo que ocurre es que no encuentran trabajo y esos pobres que no encuentran trabajo los absorben otros, otros grupos... es mi pensamiento. (...) Todo el mundo tiene que tener un puesto de trabajo, que sea inmigrante, que sea español... si el inmigrante viene a España a trabajar, bienvenido sea. Pero si ha venido a incordiar, molestar y robar, que sea expulsado, es que lo digo claramente. (..) Pero lo que yo no entiendo es la persona que viene a por trabajo y no encuentra y se ve abocado a robar, lo que yo no entiendo es por qué en ese atraco o en ese pequeño robo tiene que utilizar la fuerza. Tanto que para robar primero pinchan y luego roban.                            

La vinculación totalizadora del inmigrante con el crimen es ejemplificada con algunos sucesos que ocurren en el barrio y que, con la mediación de los medios de comunicación, se convierten en sucesos mediático-políticos de amplia circulación urbana. Fue el caso, por ejemplo, del famoso episodio de la llamada “banda del pegamento”, nombre por el que se conoció a un pequeño grupo de menores marroquíes que se dedicaban al robo con violencia y  que era visible con cierta frecuencia en una plaza del área de Lavapiés. Fue también el caso de la sonada vinculación de algunos inmigrantes supuestamente participantes en los atentados terroristas del 11M con el barrio Lavapiés, donde tenían su residencia y sus negocios. Son episodios que dan lugar a nuevas historias de riesgo que, apropiadas por estos vecinos, actualizan su demanda de intervención de las administraciones públicas en el barrio.

Tuvimos una reunión, por lo de la banda del pegamento, con el Defensor del Menor, Delegación… ehhh… una representante de Asuntos Sociales, una reunión muy buena. Estuvieron de juzgados y dijeron que iban a poner un rayos x para ver la edad [se refiere a la edad de los implicados en los robos]. Pues estuvo por allí un reportero de El Mundo que me hizo una pequeña entrevista. Yo dije que algunos locales los utilizaban para ciertas cosas... algunos, no todos. Según “El Mundo” que yo y algunos vecinos habíamos dicho que todos, dando a entender que las declaraciones eran un poco racistas. Entonces a los tres días va el mismo reportero y empieza a hablar con los tres o cuatro chicos del pegamento ¿tú sabes la contestación? Le dieron dos cortes en el cuello, ¡dos cortes en el cuello! Y yo... no te voy a decir lo que pensé porque me estás grabando, pero pensé una cosa muy fea. No pensé que le hubiera ocurrido nada grave ¿eh? Eso no, pero desde luego le demostramos el racismo que teníamos. Si los chicos del pegamento son marroquíes, o eran, desde luego el barrio no tenía la culpa. El barrio tenía la culpa de aguantarlos, que aguantaron muchísimo.

Ante el problema de la inseguridad, el estilo de intervención pública de Atila se centra en dos elementos. El fundamental tiene que ver con una exigencia de que el Estado resuelva los problemas de barrio, bien a través de campañas de recogida de firmas o de concentraciones, pero sobre todo a partir de reuniones directas de la asociación con distintas instancias administrativas, ante las que se plantean las demandas del sector de vecinos al que representan.  El tipo de demandas se refiere sobre todo a la cuestión de la inseguridad -aunque también al cumplimiento de normativas varias que regulen la vida barrial- y suelen concretarse en la solicitud de una mayor presencia policial, además de en un decidido apoyo a una transformación, de más amplio alcance, del sistema legal y jurídico.

También se lo dije al Delegado del Gobierno en Madrid y estaba de acuerdo conmigo. Con los juicios rápidos que van a poner ahora, ¡a ver si es verdad, a ver si es verdad! Que no cojan a un delincuente con veinte o treinta antecedentes policiales o penales y lo pongan en la calle. Porque lo primero el trabajo de la policía es nulo y de alguna manera el policía se desilusiona, no tiene aliciente en su trabajo. El policía si no se ve respaldado por las autoridades qué va a hacer. ¿Le detiene cuarenta veces? ¡Y con peligro de su vida! Porque esta gente se crece ¿eh? Y una cosa que yo he presenciado es que les hacen cara a los policías: “te vamos a rajar”. Y a los vecinos, por qué les hacen cara: porque no tienen miedo. Y claro hasta que esto lo lleven a cabo pediremos presencia policial. Yo he pedido aquí que se haga una comisaría ambulante porque en el año 90 y 91 ya tuvimos una en el parque de Lara y dio muy buenos resultados. Lo van a estudiar y a ver que contestan.

Las presiones de este sector vecinal y la creación mediática de “sucesos” que ellos narran en historias de riesgo dentro de la matriz de sentido de la “inseguridad ciudadana” han conseguido en ocasiones incrementar la presencia policial en la zona[37], hasta que la “alarma” disminuye y los efectivos policiales son reclamados desde otras áreas de la ciudad –no sin el lamento de este grupo de vecinos lavapiesino, que reclama la presencia social como una garantía de establecimiento de un orden y unos límites para la convivencia que consideran perdidos, y cuya pérdida les atemoriza.

Las reclamadas medidas de orden público, junto a medidas de educación social, han de ser protagonizadas por el Estado y destinadas delincuentes y marginales. La presencia de éstos en las plazas públicas, en Tirso de Molina o en ese rastro del rastro que se conoce por el nombre de mercado de la quincalla, es otro de los problemas del barrio. Un problema que precisamente dio lugar al nacimiento de la asociación allá por los 90, cuando la presencia de la droga en los espacios públicos del barrio estaba en los años de mayor auge. Desde el punto de vista expresado por ATILA la marginalidad, como la delincuencia, exige al alimón control del orden público y educación de los marginales, cuya misma condición marginal, potencialmente ligada a la ilegalidad y el crimen, justifica la intervención en aras del bien público y del suyo privado, sin que medie la voluntad del intervenido: “¿Por qué no se les puede obligar a ir a una residencia donde puedan curarse?”                          

Otras actividades paralelas a la denuncia ante la Administración se encaminan a la organización de celebraciones comunitarias, ligadas muchas veces a las festividades tradicionales y al público infantil como destinatario. Se trata, como ya se pretendía desde los orígenes de la asociación, de que la marginalidad no “robe” los espacios públicos a los vecinos. Una marginalidad que, si bien ya no está directamente asociada a la droga, sigue existiendo y construyéndose como amenaza para el orden barrial. A los drogadictos los sustituyeron los “marginales” dedicados al mercado ambulante de enseres de segunda mano, o a la mendicidad en las calles y plazas del barrio. Pero tras estos –que van desplazándose por el territorio expulsados de las zonas que se rehabilitan- llegan otros vecinos y otros uso del espacio urbano que los antiguos vecinos y sus asociaciones consideran igualmente objetos de riesgo: los jóvenes que en las noches de los fines de semana se concentran para festejar y consumir alcohol en la plaza principal del barrio, o los comerciantes mayoristas que atestan las angostas calles de cartones y restos de embalajes de gran tamaño. Cartones, basuras, botellas, desperdicios… de los jóvenes festivos, de los comerciantes mayoristas o de los del mercado de la quincalla, que son vistos como un peligro para la integridad física de niños y ancianos, de vecinos en general, y como un peligro moral para una forma ordenada de vida en el barrio.


Algunas conclusiones: los nulos (o reforzantes) efectos de las políticas de rehabilitación sobre el sentimiento de inseguridad vecinal

Las políticas públicas de rehabilitación del barrio han tenido en cuenta gran parte de las demandas de este colectivo. La intensidad de la presencia policial, si bien es cierto que fluctuante en función de las noticias mediáticas que van desplazando los “focos de inseguridad” de un lugar a otro del centro urbano, se ha hecho notar en muchas ocasiones, con un patrullaje más frecuente. Ocasional y periódicamente se han llevado a cabo redadas en las plazas públicas del barrio, con prácticas de identificación y detención que han afectado con más intensidad a colectivos de inmigrantes extranjeros indocumentados y personas sin hogar. Los nuevos diseños de las plazas, influidos por los presupuestos del “diseño seguro”, han convertido a éstas en explanadas de cemento sin apenas fuentes, arboles o bancos públicos (elementos tradicionales de las plazas madrileñas), limitados estos últimos a frías superficies sin respaldo y con elementos que impiden acomodarse en ellos.

Este tipo de medidas, como se desprende de un análisis cualitativo y cuantitavo de los puntos de vista de los “antiguos vecinos”, no ha logrado en absoluto reducir su sensación de inseguridad, que va incluso en aumento, y de la que se culpa una y otra vez a la “pasividad de la administración”. La razón es obvia. Atrapadas en ese “discurso de la inseguridad ciudadana” y recibiendo legitimación en su diseño e implementación por parte de los antiguos vecinos del barrio –cuyo discurso está en gran medida articulado en ese mismo marco-, las políticas de rehabilitación han sido incapaces de atajar las dinámicas que están a la base del sentimiento socio-psicológico de inseguridad de este colectivo de vecinos. Apenas tenemos espacio más que para apuntar algunos datos en este sentido.

A pesar de su declarada vocación de globalidad, la política de rehabilitación del barrio en el marco de la ARI-Lavapiés ha estado marcada por una gran descoordinación no sólo en relación a las medidas a implementar sino entre las diversas instituciones públicas encargadas de hacerlo. También, por un énfasis en las medidas de tipo urbanístico (que afectan al entorno físico: calles, inmuebles, infraestructuras). El capítulo de gasto en programas sociales ha sido por comparación casi anecdótico, y los servicios sociales del barrio se encuentran literalmente desbordados por lo ingente de la demanda y la escasez de recursos[38]. El problema de la lejanía familiar, central en la vivencia de la inseguridad sobre todo en aquellos con limitaciones físicas (por vejez o/y enfermedad), no ha merecido el diseño de un programa integral lo suficientemente ambicioso. Apenas algunos voluntarios, o unos pocos “técnicos de ayuda a domicilio” acuden una, dos o tres horas semanales a las viviendas de los ancianos con menor autonomía a ofrecer un poco de compañía y ayuda con la limpieza. En los casos más extremos al anciano se le interna en una residencia, siempre fuera del barrio, lo que le supone una ruptura total con sus redes sociales. Los programas de desarrollo económico –que sobre el papel se declaran imprescindibles para, al menos, equiparar el barrio al resto de la ciudad en niveles de empleo-, no han tenido tampoco prácticamente ninguna concreción práctica en el marco de las políticas de rehabilitación de Lavapiés.

El apartado “estrella” de la rehabilitación ha sido las subvenciones a propietarios para la rehabilitación de un parque de viviendas muy envejecido, con un 43,5% de viviendas cuya construcción es anterior a 1900. Además, respecto al total de viviendas, un 44, 7% están catalogadas como “infraviviendas” (por debajo de los mínimos de habitabilidad, y respecto a las que la ARI-Lavapiés se ha planteado el ambicioso objetivo de su desaparición). La complejidad de esta intervención ha sido grande, como también lo ha sido el presupuesto invertido, y el trabajo de los técnicos implicados. Sin embargo, la valoración final es ambivalente; articulada sobre la figura del propietario, la ARI ha debilitado en muchas ocasiones la figura del inquilino (mayoritaria entre los inmigrantes de origen extranjero y extendida entre los residentes de más edad), sin poder atajar –o incluso contribuyendo- a subidas de alquileres, situaciones prolongadas de mobbing inmobiliario, desahucios, etc.[39] A pesar de las subvenciones, algunos propietarios de escaso poder adquisitivo en inmuebles que se han decidido por la rehabilitación (se trata de una decisión tomada por mayoría en las comunidades de propietarios), no han podido finalmente hacer frente a los costes de las obras (altos a pesar de las subvenciones), y han tenido que hacer frente al desahucio. También por esta vía la ARI ha producido efectos de expulsión de la población económicamente más débil. Sin mecanismos para revertir o encauzar las dinámicas del mercado inmobiliario (en lo que han sido unos años de boom), la ARI ha sido incapaz en muchos casos, y normalmente en los más extremos (inmuebles con infravivienda generalizada), de incidir en las situaciones de precariedad residencial[40]. Muchos vecinos atrapados en viviendas en pésimas condiciones, cuando no al borde de la ruina; amenazados por expectativas inciertas de futuro (en lo referente a su permanencia en la vivienda), con malas condiciones de salud y peores de renta, sin redes familiares próximas, y con servicios públicos de asistencia muy insuficientes, viven amenazados –no es de extrañar- por una sensación de inseguridad. No es justo ni realista decir que su vivencia se deriva de su talante “conservador”, o de su “falta de flexibilidad para entender los cambios sociales”. Y ello a pesar de que es cierto que esa inseguridad, que también está directamente relacionada (como hemos visto) con un cambio de valores generacional, se expresa repetidas veces en el discurso que incide en el binomio inmigración-delincuencia como eje causal, en el marco de esa narrativa hegemónica de la inseguridad ciudadana, de efectos tan negativos sobre la convivencia en la ciudad.

Otros efectos (o carencias) de la ARI-Lavapiés también dejan notar su impacto. Las “plazas duras” y otros elementos del “diseño seguro” desincentivan las prácticas de sociabilidad y ocio de los “antiguos vecinos”, muy ligadas al encuentro y la charla en las plazas públicas. Sin embargo sí han favorecido otros usos, como el consumo de alcohol en la calle por parte grupos de jóvenes durante los fines de semana. Estas prácticas (perseguidas pero muy extendidas y con cierta legitimidad social), exigen un trabajo extra a los servicios de limpieza y refuerzan la imagen de la “irresponsabilidad juvenil” que tienen los antiguos vecinos, debida al contraste de universos de valores en función de la variable generacional.

Los usos disputados de los espacios públicos merecen consideraciones de mayor alcance, que están ausentes en la formulación de la ARI-Lavapiés. Ésta pivota sobre dos objetivos cuya complementariedad no está bien resuelta. Por una parte, se trata de rehabilitar el barrio “para sus vecinos”: mejorar las viviendas y los espacios públicos, crear nuevas dotaciones asistenciales, deportivas, de ocio etc. que favorezcan la calidad de vida y la convivencia barrial. Por otra parte, se trata de “abrir el barrio a la ciudad”, de “internacionalizarlo”, de hacerlo atractivo para los madrileños y para los turistas[41]. Este último objetivo implica pensar la ciudad menos desde el punto de vista de la residencia o la funcionalidad por áreas, que desde el punto de vista de los flujos de población (y capital) que la atraviesan, definiendo nuevas espacialidades urbanas y creando al “usuario” de la ciudad como un nuevo tipo de sujeto, distinto del “residente” o del “trabajador”[42]. En Lavapiés este doble planteamiento, introducido en el corazón de las políticas públicas de la ARI, se ha traducido, en la práctica, y en un contexto urbanístico donde el suelo es escaso y muy caro, en un errático planeamiento de los nuevos equipamientos y servicios públicos. El necesario nuevo centro de salud, o los equipamientos deportivos en un entorno que apenas tiene zonas verdes y lugares de esparcimiento, han sido proyectados en distintas ubicaciones a lo largo de los últimos años y en todas las ocasiones los espacios inicialmente destinados a estas construcciones han sido finalmente destinados a otros usos, ante la perplejidad y el enfado de los residentes. Lo mismo ha sucedido con la biblioteca pública de barrio, la ampliación del centro de ocio de mayores (insuficiente para la gran demanda existente), o las residencias y/o pisos tutelados (inexistentes en Lavapiés) para este mismo colectivo. Por el contrario, esas otras dotaciones públicas que sí han encontrado acomodo en Lavapiés –una sede universitaria, algunos espacios museísticos, un gran teatro-, han estado más relacionadas con lo que se viene a llamar “equipamientos de ciudad”, en detrimento de los “equipamientos de barrio”. Esto, por supuesto, perjudica más a unos vecinos que a otros; fundamentalmente a aquellos con menores rentas, mayores problemas de movilidad y salud, y también con prácticas y estilos de sociabilidad más alejados de los nuevos modelos dominantes de ocio y consumo urbano. Gran parte de los antiguos vecinos (y de los inmigrantes en situación más precaria) se acomodan a ese perfil.

En conclusión puede decirse que toda esta serie de efectos no buscados, fallas y carencias de las políticas de rehabilitación implementadas en Lavapiés, condicionan el que esta política no ataje (e incluso refuerce) los sentimientos de inseguridad vecinal que, en gran parte, motivaron su puesta en marcha. Por más que tantas veces se insista en lo contrario, ni el “diseño seguro”, ni las políticas al modo de la zero tolerance, ni siquiera el mantenimiento per se de las subvenciones a propietarios o la inversión en “equipamientos de ciudad” han traído (ni probablemente traerán) “más seguridad” a todos los vecinos. Espero haber contribuido a entender por qué. Evidentemente, no estoy sugiriendo aquí, ni mucho menos, el fracaso completo de esta política pública de rehabilitación. En primer lugar, me he centrado en los puntos de vista de una sola fracción del universo vecinal, en esos a los que he llamado “antiguos vecinos”, que constituyen un 23% del total del vecindario (si bien es cierto que la valoración general del “empeoramiento” de la situación del barrio la sostiene casi un 40% del total de residentes en Lavapiés). Pero también un 30% opina que el barrio ha mejorado, y esa opinión es mayoritaria entre los más jóvenes. Igualmente entre la población de origen extranjero la valoración es más matizada. Gran parte de las mejoras que el barrio ha experimentado están, según los vecinos, más o menos directamente relacionadas con las políticas de rehabilitación. Las mejoras en los espacios públicos, en los equipamientos, o incluso la misma rehabilitación tout court, son los más subrayados[43]. Durante el trabajo de campo, incluso “antiguos vecinos” que a un nivel general mantenían un discurso catastrofista me han confiado en más de una ocasión una buena opinión sobre alguna reforma o transformación vinculada a las políticas de rehabilitación. Ni siempre, ni toda la imagen es oscura, si bien es cierto que la extensión de lo que vengo considerando aquí una suerte de discurso hegemónico de la inseguridad ciudadana en el escenario político barrial contribuye a que lo parezca. Respecto a las limitaciones, los obstáculos o las carencias de la ARI-Lavapiés, también hay que precisar que las críticas, movilizaciones y aportaciones de muchos vecinos, asociaciones y ciudadanos, así como de gran parte de los técnicos y de algunos políticos locales, están incidiendo en la modificación de los elementos de esta política pública que con mayor intensidad han dificultado el cumplimiento de sus objetivos[44]. Mi objetivo en este trabajo es contribuir al debate público sobre la evaluación de las políticas de la rehabilitación, a partir de la comprensión en detalle -para la que metodología etnográfica es una gran herramienta- de la lógica socio-cultural que funda los puntos de vista de los agentes implicados. Se trata de puntos de vista cuya incomprensión o juicio apresurado dificulta la construcción de una convivencia inclusiva, que en último extremo es el horizonte final de cualquier política pública urbana.


Agradecimientos

Agradezco a mis colegas del Grupo Cultura Urbana de la UNED por el estimulante foro para el intercambio y la discusión de ideas que me brindan en el marco del Proyecto I+D+i “Prácticas Culturales Emergentes en el Nuevo Madrid” financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación (Ref. CSO2009-10780).

 

Notas

[1] Muñoz, 2008.

[2] Para más información sobre el diseño de las ARI puede consultarse, para el caso de Madrid: EMV, 1998 y 1999, y EGL, 2000. Para el de Barcelona el texto “Área de rehabilitación integrada para Ciutat Vella: revitalización del Centro Histórico, Barcelona (España)” en: <http://habitat.aq.upm.es/bpes/onu98/bp443.html> [15 de enero de 2011].

[3] Newman, 1972.

[4] Observatorio de la Seguridad de Madrid, 2007.

[5] Con mayor propiedad habría que hablar no sólo de las ARI sino del conjunto de políticas públicas articuladas alrededor de esta figura, y que en Madrid están en sintonía con lo que quiere ser un plan estratégico general para el centro urbano (el llamado PERCU) que, sin embargo y de momento, no ha terminado de concretarse en tanto instrumento de planeamiento urbanístico.

[6] La sensación de déjà vu que suscitan las continuas actualizaciones del discurso de la “crisis del centro”, así como de sus correlatos, los “planes de intervención”, queda bien recogida en el siguiente titular publicado en El País el 21 de agosto de 2008: “Gallardón enuncia el enésimo plan para rehabilitar el centro”.  En el caso de Barcelona algo similar sucede, por ejemplo, con el barrio del Raval (“El Raval, un barrio prostituido”, en la sección Tribuna del mismo diario, el 8 de septiembre de 2009).

[7] En una dirección similar, a partir de los años 80 se observa un crecimiento generalizado del sentimiento de inseguridad en las grandes ciudades europeas y en sus conurbaciones (Zauberman, 2008).

[8] Mairal, 2008.

[9] Bauman, 2006.

[10] Las “plazas duras” han proliferado en el urbanismo español de los últimos años. Son espacios con suelos de cemento o granito, despejadas (sin árboles, jardines o bancos), diseñadas para dificultar la permanencia prolongada y facilitar el control visual, el tránsito y la circulación, así como en muchos casos para facilitar la celebración de eventos que congregan multitudes.

[11] Vitale, 2008.

[12] Fraile, 2010: 6.

[13] Hernando, 2008.

[14] Hernando, 2008: 15.

[15] Stangeland, 2004.

[16] Fraile, 2007: 7.

[17] No se puede dejar de insistir en que los vínculos entre inseguridad y delito no son, ni mucho menos, lineales ni sencillos.

[18] Roseberry, 1996.

[19] Swartz, Turner y Tuden, 1966; Bailey, 1969.

[20] Roseberry, 1996.

[21] Pérez Quintana, 2010.

[22] Los datos estadísticos referidos a Lavapiés que presento en este trabajo (y salvo que se indique lo contrario) están tomados de la encuesta llevada a cabo por el sociólogo Vicente Pérez Quintana y su equipo, cuyos resultados han hecho públicos en 2010. Cito aquí  la referencia de forma general, para no tener que hacerlo en el texto después de cada dato estadístico proporcionado.

[23] Este problema se amalgama en los discursos al segundo de los problemas barriales más citados por los residentes (según los datos de la encuesta de Pérez Quintana); se trata de “la suciedad”, que se equipara a un desorden físico y visualmente evidente (según los vecinos). Este desorden se vincula más o menos explícitamente a la inseguridad y a la delincuencia, en un marco de sentido en el que resuenan ecos de las teorías criminológicas de las broken windows (Wilson y Kelling, 1982), que también son traídas a colación en los discursos de los organismos encargados de la seguridad urbana en Madrid.

[24] Atlas de la Seguridad Ciudadana de Madrid, 2007.

[25] En este perfil voy a considerar a los mayores de 65 años (edad legal de la jubilación en España), respecto a los que se da una alta incidencia de largas trayectorias de residencia en el barrio, por encima de las dos décadas.

[26] Las cifras pueden darnos una idea del gran impacto de la inmigración extranjera, en el barrio y en la ciudad, en el curso de las dos últimas décadas. En 1999 Madrid tenía alrededor de un 3% de población de origen extranjero, que ascendía a un 10,52% en 2002, a un 15,89% en 2005 y  un 16,79% en 2008. Respecto al barrio de Lavapiés, los datos son: 8,4% en 1999 y 34,58 en 2005. Esta última cifra es muy similar a la de 2008, fecha a partir de la cual el número de inmigrantes se reduce sensiblemente, tanto en el barrio como en la ciudad, en gran parte por los efectos de la crisis económica. Vemos por lo tanto cómo el aumento de inmigración de origen extranjero se ha producido de forma intensiva en unos pocos años (en una tónica que es similar a la de todo el país, que ha pasado de ser históricamente un país de emigración a serlo de inmigración). Lavapiés ha sido uno de los barrios de Madrid, sino el principal, en el que este proceso se ha vivido de forma más acentuada. Si hoy día en torno a un 33% de los residentes son de origen extranjero, este porcentaje sube a más del 50% en la franja de edad de 20 a 29 años. El grueso del sobre el total pertenece a seis nacionalidades distintas: Bangladesh, Ecuador, Marruecos, China, Senegal y Bolivia (Fuente: Padrón municipal (Instituto Nacional de Estadística) y Pérez Quintana, 2010).

[27] Smith, 2005.

[28] Bauman, 2006. De manera general, la cuestión de la vinculación entre inmigración e inseguridad entró de lleno en el debate público en los años 90 (Vallés, 2010). El observatorio sobre migración y comunicación (Migracom) ha llevado a cabo varios interesantes estudios sobre el tratamiento informativo de la inmigración en España, en los que se pone de manifiesto la sostenida vinculación mediática de la inmigración con la violencia y la delincuencia <www.migracom.com>.

[29] Mol, 2002.

[30] El trabajo de campo duró en realidad casi dos años, y tuvo como objeto de estudio las dinámicas constitutivas de la arena política que las políticas públicas de rehabilitación urbanística (la ARI-Lavapiés) definieron en el barrio. (Cañedo, 2006).

[31] Pérez Quintana, 2010.

[32] Esto hay que entenderlo también en el contexto de un régimen político dictatorial que reprimía el asociacionismo y la protesta obrera (sin que esto signifique que no hayan existido) y en un modelo empresarial articulado sobre el paternalismo y la “gran familia”, que rechaza el enfrentamiento en las fábricas, subrayando la mutua necesidad entre patronos y obreros y la armonía como valor social.

[33] Una crítica paradójica porque, a pesar del cambio generacional generalizado en el sentido expresado por los antiguos vecinos, si hay un sector vecinal que comparte el estilo de vida del trabajo y el ahorro es precisamente, sino todos, sí gran parte de estos nuevos inmigrantes de origen extranjero –muchos de los cuales llegan a España con la intención de quedarse tan sólo algunos años, ahorrar lo suficiente y regresar a su país de origen.

[34] Caldeira, 2000.

[35] Al menos de la tradicional convivencia intergeneracional de abuelos, hijos y nietos o la proximidad espacial de sus residencias.

[36] La asociación de vecinos y comerciantes Tirso de Molina-Lavapiés (ATILA) surge en los años 90, en el contexto de las movilizaciones populares en los barrios contra la presencia de la droga en las calles. Desde entonces ha permanecido activa en su lucha contra lo que considera la degradación progresiva de Lavapiés, y también en defensa de los amenazados de expulsión de sus viviendas por las dinámicas del mercado inmobiliario y los conflictos entre propietarios e inquilinos (más datos sobre esto en el epígrafe final de este texto). Más recientemente se han unido a una plataforma ciudadana integrada por diez históricos colectivos y asociaciones de vecinos y comerciantes de todo el distrito centro de Madrid, cuyo primer objetivo es la “rehabilitación de las zonas degradadas en el entorno de la Gran Vía”, un área en la que se ejerce la prostitución callejera. “Desplazar la marginalidad” a partir de una intensificación de la actividad comercial y la presencia policial es uno de sus objetivos, muy contestados por otros sectores del tejido asociativo ciudadano (Diario Qué!, 15/2/2008).

[37] Por poner un ejemplo citamos el llamado “Plan Focus”, implementado por el Ministerio del Interior en la zona centro de Madrid, en octubre de 2002, como respuesta al debate urbano sobre el incremento de la delincuencia en la ciudad. Según explicaron sus artífices el plan suponía incrementar en un 60% el volumen de actuación normal en las calles de Madrid. El plan logró 500 detenciones en una semana, un 80% de las cuales fueron extranjeros, en su mayoría indocumentados. La plaza de Lavapiés fue uno de los puntos urbanos centrales en el desarrollo de este plan de intervención. (ACP Madrid, 16 de octubre de 2002). Otro ejemplo es la propuesta de instalar 36 videocámaras de vigilancia en Lavapiés que hizo el Ayuntamiento en 2008, mencionando el objetivo de “controlar una de las áreas de mayor delincuencia” (El País, 11/10/2008).

[38] Cañedo, en prensa.

[39] Pérez Quintana, 2008.

[40] Es el caso, por ejemplo, de los inmuebles de propietario único alquilados por pisos bajo contratos llamados “de renta antigua”, muy protectores con los inquilinos, que son en su totalidad personas de edad (debido a que esta figura contractual hace tiempo que ya no es aplicable para nuevos contratos de alquiler). Las expectativas de rentabilidad que al propietario le ofrecía la venta del inmueble –previa expulsión de los inquilinos, conocidos como “bichos” en el argot inmobiliario- en un mercado en expansión, hacían que éste se negase en muchos casos a asumir la rehabilitación del edificio porque, incluso con subvenciones y con una –limitada- actualización de la renta a cobrar a sus inquilinos que la ARI preveía, esta opción era menos atractiva económicamente. De este modo, muchos ancianos e inmigrantes generalmente indocumentados malvivían en desastrosas condiciones de habitabilidad en este tipo de edificios, continuamente amenazados (real o imaginariamente, verbal o físicamente) por un casero hostil. Indignados por una situación a todas luces inadmisible (para los vecinos que la sufren, pero también para distintos tipos de asociaciones barriales que la han denunciado numerosas veces, e incluso para los mismos técnicos de la administración implicados, que viven estas situaciones con frustración), la formulación legal de la ARI no ofrece casi ningún margen de intervención a la administración pública en estos casos. En situaciones de este tipo se extiende como la pólvora el juicio colectivo sobre la “pasividad de la administración”, cuando no el de su “connivencia con los especuladores”.

[41] Lavapiés se encuentra muy próximo al eje de museos Thyssen-Prado-Reina Sofía (este último está justo en el límite del barrio), que es una de las áreas más visitadas por los turistas nacionales e internacionales de la capital. La estrategia, recogida en la formulación de la ARI-Lavapiés, de “centralizar el barrio” y “ponerlo en valor”, en la medida en que ha supuesto en ocasiones una reivindicación de las “tradiciones culturales” del barrio, va en la línea de lo que algunos autores han caracterizados como un nuevo modelo de políticas públicas para el centro urbano, basado en estrategias de “brandificación” (Muñoz, 2008b). En el caso del centro de Barcelona es donde se ha llegado más lejos, en España, con este tipo de políticas (Degen, 2008).

[42] Castells, 1996; Martinotti, 2008.

[43] Pérez Quintana, 2010.

[44] Por ejemplo, en la Mesa para la Rehabilitación del Área de Gobierno de Urbanismo y Vivienda del Ayuntamiento de Madrid está en discusión  una experiencia piloto de “intervención por manzanas”, como acción ejemplar que demuestre el compromiso de la administración con la erradicación de la infravivienda en Lavapiés. La principal novedad es el que el sistema de ejecución es por expropiación. (ver Pérez Quintana, 2010: 302 y ss. y diario El País, 1/9/2009).

 

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Edición electrónica del texto realizada por Jenniffer Thiers.

 

Ficha bibliográfica:

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