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Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XVI, núm. 395 (16), 15 de marzo de 2012
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

“Haciendo padres”: entre listas y registros. De la discrecionalidad a la elección profesionalizada

Carla Villalta
Equipo de Antropología Política y Jurídica
Facultad de Filosofía y Letras - Universidad de Buenos Aires / CONICET
carla-villalta@hotmail.com

Recibido: 15 de septiembre 2010. Aceptado: 21 de julio de 2011.

Haciendo padres”: entre listas y registros. De la discrecionalidad a la elección profesionalizada (Resumen)

En la Argentina, la creación en el año 2005 de un Registro Único de Adoptantes ha sido fundamentada en la necesidad de transparentar la adopción de niños y limitar la discrecionalidad de la que gozaban los jueces para elegir a los potenciales adoptantes. En este artículo se contextualiza la creación de este Registro para comprender los sentidos con los que es dotado y las características que en nuestro contexto ha adquirido el proceso de “sanitarización” de la adopción. A su vez, se analizan las acciones que desarrollan sus profesionales en pos de evaluar a los futuros adoptantes así como de transmitir una determinada moralidad familiar que, integrando tópicos como el “derecho a la identidad” de los niños y el respeto por su historia, y privilegiando la actitud reflexiva de quienes quieren adoptar un niño, contribuye a recrear y/o reificar modos de identificación práctica y simbólica de la “clase media urbana”.

Palabras clave: adopción de niños, moralidad familiar, gestión estatal, saberes profesionales.

Making parents”: between lists and registries. from discretionality to professionalized selection (Abstract)

In 2005, the creation in Argentina of the Unique Registry of Adopters was grounded on the need to make the adoption of children more transparent and to limit the discretionality that judges enjoyed to select potential adopters. In this article, we contextualize the creation of the mentioned Registry to understand the senses with which it is endowed and the features that the “sanitization” of the adoption process has acquired in our context. At the same time, we analyze the actions developed by its professionals aimed at evaluating future adopters, as well as at transmitting a certain family morality that – by integrating topics such as the children’s “right to identity” and the respect for their history, and by privileging the reflexive attitude of those who wish to adopt a child – contributes to recreate and/or reify ways of practical and symbolic identification of the “urban middle class”.

Key words: adoption of children, family morality, governmental management, professional knowledge.


En el año 1996 un prestigioso juez de familia, en el marco de una conferencia sobre “la selección de los adoptantes”, refería las dudas que tenía como magistrado cuando debía realizar esa elección: “Dios no hace carpetas. Probablemente Dios exista, entrega muchísimos chicos y nunca hizo carpetas. Si las hace, las hace bastante mal. Derrama espermatozoides y óvulos en forma más o menos equitativa por el mundo, y no se fija mucho en la diferencia entre capacidad de procrear y capacidad de crianza. Entonces, ¿por qué nosotros tenemos que hacer carpetas si Dios no las hace? Eso yo me lo pregunto todos los días”[1].

Proseguía su relato, en tono coloquial, pero crítico hacia las denominadas “carpetas”, expresando que, aun cuando “no se dude de la seriedad profesional” de quien confecciona los informes sobre las potenciales personas adoptantes, no cabían dudas de que la famosa carpeta por más que “a veces lo disfrazamos un poco, sigue siendo un test de aptitud”[2].

Siempre llamó mi atención la forma en que el lugar del juez parecía quedar, en el relato de este magistrado, equiparado al de Dios, quien –al menos para los creyentes– es el que da o no hijos. De tal forma, si Dios no hace carpetas ¿por qué un juez debería servirse de ellas? Sin embargo, al reflexionar sobre su propia práctica, el magistrado concluía hablando sobre la importancia de “un trabajo interdisciplinario de acompañamiento” a esas familias que querían adoptar un niño/a para asesorarlas en ese proceso mediante el cual se transformarían en madre y padre, frente a la idea de guiarse solo por las denominadas “carpetas” –esto es, por los legajos que, conformados básicamente por informes socio-ambientales y psicológicos, contienen información sobre quienes se postulan para adoptar un niño–.

Al poco tiempo de realizarse esta conferencia, se sancionó en la Argentina una nueva ley de adopción. Entre otras innovaciones y reformas, en ella se previó la creación de un Registro Único de Aspirantes a Guardas para Adopción, con la finalidad de centralizar las inscripciones y confeccionar las “carpetas” de quienes se postulaban para adoptar[3]. En sintonía con el espíritu de la nueva normativa, el Registro fue presentado como un elemento más para dotar de transparencia a la adopción legal, con el fin de contrarrestar tanto la discrecionalidad con la que, tiempo atrás, se tramitaban las adopciones como el tráfico de niños[4].

Apenas seis años más tarde fue creado y reglamentado el Registro Nacional, al que solo algunas provincias se adhirieron paulatinamente. En todos estos años, no fueron pocos los debates en torno a la existencia de un registro de este tipo y de sus funciones. Las discusiones versaron alternativamente sobre la jurisdicción del Registro –ya que, al ser Argentina un país federal, cada provincia tiene autonomía para dictar su propia reglamentación sobre el tema–; acerca de si debería centralizar únicamente los datos de las personas potenciales adoptantes o también debería manejar la información relativa a los niños y niñas en “situación de adoptabilidad”; o si los Registros provinciales debían ser “cerrados” o “abiertos”, esto es, si en ellos solo se podían inscribir quienes fueran residentes en esa provincia o si podían recibir inscripciones de quienes vivieran en otras zonas del país.

Más allá de estos debates, actualmente todas las jurisdicciones del país cuentan con Registros de aspirantes a la adopción que poseen algunas características diferenciales, ya que fueron creados en los últimos años mediante la sanción de normativas provinciales específicas. Transparentar el proceso de adopción, brindar a los magistrados/as una lista de aspirantes que hayan sido profesionalmente evaluados y admitidos como tales, así como equiparar las oportunidades de quienes quieren adoptar son algunos de los tópicos más recurrentes que se encuentran en los fundamentos de la creación de tales organismos.

En este trabajo me propongo describir y analizar algunas de las características del funcionamiento del Registro Único de Aspirantes a Guardas con Fines de Adopción de la Ciudad de Buenos Aires (RUAGA). Este organismo público dependiente del Poder Ejecutivo local, en consonancia con los tópicos aludidos, fue diseñado para centralizar y ordenar la información sobre postulantes a la adopción y para “acreditar su aptitud”.

A partir de las charlas y entrevistas con profesionales que trabajan en él, de la participación en los talleres a los que obligatoriamente deben asistir quienes se inscriben en el Registro, así como de la lectura de expedientes judiciales y legajos de aspirantes a la adopción, reflexionaré sobre una suerte de doble función que los agentes de este organismo desempeñan. Por un lado, la referida a limitar la discrecionalidad en la elección, aquella por la cual –parafraseando al magistrado con cuya cita comencé este trabajo– el juez pareciera quedar colocado en el lugar de Dios. Por otro lado, las acciones que estos profesionales despliegan para, según ellos, desterrar creencias y mitos sobre la adopción fuertemente arraigados en la sociedad.

Desde esta perspectiva, me interesa reflexionar aquí sobre cómo el Estado –a través de algunos de sus agentes y organismos– diseña y desarrolla acciones tendientes a transmitir una determinada moralidad familiar, que coadyuvan con el objetivo de “sanitarizar” el proceso de adopción y hacer padres[5].


Eligiendo padres

Durante el trabajo de campo que en el año 2008 realicé en un juzgado de familia de la Ciudad de Buenos Aires, tuve la oportunidad de presenciar una entrevista mantenida por las dos asistentes sociales de ese juzgado con una pareja de postulantes a una guarda con fines de adopción. Esta pareja, compuesta por una mujer de 34 años y su marido de 36 –educadora de primera infancia ella y él ingeniero–, había sido seleccionada para concederle la guarda de Elizabeth, una niña de un año y tres meses, quien desde los primeros meses de vida estaba en un hogar para menores dependiente de una parroquia, adonde había sido derivada desde el hospital donde nació por orden del juzgado.

La entrevista realizada en la oficina del equipo técnico del juzgado –una habitación pequeña, con dos escritorios, un sillón y algunas sillas, y decorada con cuadros, cortinas y plantas, lo que dista bastante de la imagen de otros despachos del juzgado– se desarrolló en un clima bastante intimista. Al comienzo de la entrevista –a la cual pude acceder porque el juez me invitó, aunque él estuvo presente solo algunos minutos–, una de las asistentes sociales preguntó a la pareja cómo estaban y cómo se sentían. Ellos, visiblemente nerviosos y ansiosos, respondieron que estaban bien pero que, desde el día anterior, cuando los habían llamado por teléfono para avisarlos de que debían concurrir al Juzgado, no habían podido dormir. En la entrevista conducida por una de las asistentes sociales, y en la que estábamos presentes otra asistente social, la pareja y yo, esta mujer les contó la historia de la niña. Sentados en el sillón de la oficina, tomados de la mano, la pareja escuchaba en silencio, tratando de contener la emoción, alegría y ansiedad que les suscitaba el relato de la profesional. Gabriela, que a través de esta profesional se enteró que pronto vería concretado su deseo de ser madre, rompió en llanto en varios momentos de la entrevista, mientras su marido la abrazaba, la consolaba y le susurraba algunas pocas palabras al oído.

Las profesionales, respetando esos momentos, agregaban gradualmente algunos pocos datos acerca de la niña, sobre cómo había transcurrido su primer año de vida, incluyendo en el relato que había nacido prematura y que su pronóstico durante varios meses había sido reservado. También enumeraron muy rápidamente las razones por las que el otorgamiento de esta guarda –que según ellas podría haberse resuelto antes– se había demorado. Hablaron de unos tíos biológicos de Elizabeth que, en un momento, se ofrecieron como guardadores pero luego no se presentaron; de las intervenciones que había efectuado otro organismo –del cual dijeron que siempre les ponía “palos en la rueda”[6]–; y de los recaudos que el juez tomaba cada vez que entregaba a un niño o niña en guarda preadoptiva, que no eran otros que cumplir estrictamente los procedimientos enumerados en la ley de adopción “para estar todos seguros y tranquilos”.

En función del tiempo que la niña había transcurrido en el Hogar, la asistente social les informó que habían establecido que la vinculación “debía ser gradual”. Por eso, si bien la idea era que conocieran a Elizabeth lo antes posible, necesitarían al menos una semana, dependiendo de la evaluación que las profesionales del Hogar hicieran del vínculo que ellos establecieran con la niña, para poder llevársela a su casa. Ni Gabriela ni Juan, su marido, pusieron reparo a esta decisión que la asistente social presentaba como una medida respetuosa hacia la niña, hacia sus vínculos y su historia, la mayor parte de la cual había transcurrido en el Hogar.

Ello sirvió como introducción a un tema que, de diversas maneras, se encuentra presente en las charlas brindadas a quienes se postulan como aspirantes a guardas con fines de adopción: el del derecho a la identidad. “Sí, sí, claro, de eso nos hablaron mucho”, “nos lo dijeron en el Registro”, “eso lo vimos en la charla que nos dio la psicóloga cuando nos inscribimos”, mencionaba Gabriela mientras la asistente social les decía que Elizabeth había llevado ese nombre durante un año y que, si bien ellos –como adoptantes– tenían derecho a cambiarlo, era conveniente que de alguna manera lo mantuvieran.

Al cabo de una semana, Gabriela y Juan se presentaron en el juzgado con Elizabeth. La vinculación había sido exitosa. La niña estaba conviviendo con ellos desde hacía dos días y acudían al juzgado para formalizar la guarda. Nuevamente las asistentes mantuvieron una entrevista con la pareja, de la cual participé. En esta oportunidad, las profesionales inquirieron acerca de cómo había sido la vinculación. Luego de escuchar el relato de la pareja, también expusieron los motivos que habían acelerado la decisión de entregar a Elizabeth en guarda preadoptiva. “El miedo, ahora se los puedo decir, era que un matrimonio que trabaja en el Hogar se llevaba la niña a dormir a su casa, se la llevaban de vacaciones a Salta. Cuando nosotras nos enteramos de eso no lo podíamos creer, no lo podíamos permitir”, contaba la asistente social con indignación. Gabriela entonces relató que se habían enterado de “eso” en el Hogar y que recién ahí comprendieron por qué la vinculación debía ser progresiva. También contó que ese señor “que la quería mucho a la nena, nos dijo que le diéramos mucho amor, fue muy emocionante, muy fuerte”.

En ese contexto por demás emotivo, y en el que Elizabeth –ahora llamada Mariela por sus guardadores– tocaba todo lo que encontraba a su alrededor, la asistente social les comentó que en 6 meses tendrían que presentarse con un abogado para iniciar el juicio de adopción. Sin embargo, para tranquilizarlos, y ante las preguntas que Gabriela y Juan realizaban sobre el procedimiento, les decía que no se preocuparan por esa instancia. Mencionó entonces que, en tanto ellos se habían inscripto en un Registro Oficial y que esta niña les estaba siendo entregada por un juez, no iban a tener ningún problema. Además –agregaba la asistente social– “si llega a pasar algo, es el juez el que decide, esto dice la ley”. Entre deseos de buena suerte y felicitaciones, la entrevista finalizó no sin antes sugerir a la pareja que, cuando pudieran, llevaran al Juzgado una foto de la pequeña, porque el juez “tiene en su despacho fotografías de todos los niños que dio en adopción”.

Las asistentes sociales del Juzgado –a quienes apenas conocía cuando esta entrevista se desarrolló, pero con quienes durante los meses siguientes compartí otros muchos momentos y charlas– se mostraban felices con la elección de esta pareja y en repetidas oportunidades calificaron esta adopción como un logro. Así, cuando yo preguntaba respecto a los procedimientos seguidos para otorgar la adopción o las formas de selección de los adoptantes, muchas veces mencionaron como ejemplo el de Gabriela y Juan: una pareja joven, inscripta en el Registro, que había sabido esperar. Si, por un lado, la pareja de adoptantes era la ideal, por otro, también remarcaban que el “peligro”, en casos como el de Elizabeth, venía dado por las relaciones que personas de los Hogares entablaban con los niños. Un peligro que ellas habían podido neutralizar a partir de insistir al juez que declarara el estado de adoptabilidad de la niña y solicitara legajos al Registro[7].

Durante los meses siguientes, mi trabajo de campo consistió principalmente en la lectura y sistematización de los expedientes sobre “protección especial”, “guarda” y “adopción” de menores que tramitaban en aquel Juzgado. Estos documentos jurídicos en los que se acumulan historias diversas presentan, no obstante, un formato extremadamente similar y se caracterizan por homogeneizar expresiones, contener idénticas fórmulas y por mantener una estructura que ordena cronológicamente diferentes sucesos que allí quedan cristalizados en la forma de transcripciones de entrevistas, actas de audiencias, informes, dictámenes, pedidos o presentaciones. En los expedientes judiciales, en los que el juez decreta el “estado de adoptabilidad” de un niño o niña, se acumulan también copias de las “carpetas” o “legajos” que el juzgado solicita al RUAGA para seleccionar a las personas adoptantes. Estos legajos también presentan un formato similar, ya que en todos los casos constan de fotografías de quienes se postulan a una guarda, certificados de ingresos y de trabajo, de antecedentes penales y de los informes socio-ambientales y psicológicos que les son realizados a los postulantes.

Al leer estos informes, en los que se da cuenta de las razones que llevaron a los matrimonios[8] a tomar la decisión de adoptar un niño o niña, en donde se describe la dinámica familiar y –entre otras muchas cosas– se refieren datos acerca de cómo fue la crianza que recibieron en su niñez, recordaba las expresiones de Gabriela en aquella entrevista.

En todos los informes elaborados tanto por el Registro como por equipos privados de adopción –acreditados en el RUAGA–, aparecen dos ítems relacionados: el derecho a la identidad del niño/a y la visión sobre la familia biológica. También casi invariablemente, lo que aparece consignado por las profesionales son expresiones del tipo “respecto de transmitir la verdad de origen al hijo por adoptar, no tienen duda alguna, planteando que entienden que privar a los niños de esta parte de su identidad y de su historia resulta dañino y es atentar contra un derecho que les cabe”; “nos comprometemos a transmitírsela y respetarla. Tiene todo el derecho a conocer sobre su origen”; o “ambos cónyuges mantienen una visión respetuosa de la madre biológica del niño que eventualmente adoptarán”.

La expresión “nos lo dijeron en el Registro”, junto a lo que aparecía escrito en los legajos de los postulantes a la guarda, me llevó a preguntarme por las características de este organismo, cuya función es llevar un registro de las personas aspirantes a guardas con fines de adopción, pero que también se encarga –como es posible advertir al escuchar a los postulantes y/o leer los informes elaborados por sus profesionales– de transmitir determinados valores acerca de la adopción y el parentesco adoptivo.

Este organismo, según la asistente social del juzgado, fundamentalmente brinda una “garantía de seguridad” a aquellos que, en lugar de transitar el camino informal de la adopción, recurren a él y “saben esperar”[9]. Sin embargo, también puede ser comprendido como parte de los esfuerzos que desde el Estado, en nuestro país, se vienen desplegando para institucionalizar completamente la gestión de la adopción o, en otras palabras, para regular y controlar íntegramente las transferencias de responsabilidad sobre los niños/as y la creación de vínculos de filiación. Estas acciones se inscriben en un proceso histórico que, si bien ha tenido lugar en otros países de la región en los últimos años y se encuentra inspirado en las disposiciones de los instrumentos legales internacionales relativos a la adopción –esto es, en las “narrativas hegemónicas”[10]– sobre la forma adecuada de crear familias, en nuestro contexto ha asumido ciertas particularidades. Estas características se encuentran teñidas por valores y significados locales sobre la adopción de niños y niñas, construidos a partir de un marco interpretativo del pasado que lo es, a la vez, del presente.


De la listita al registro

La práctica de realizar “carpetas” o “legajos” de quienes desean adoptar un niño/a se remonta en nuestro país al menos hasta principios de la década de 1960. Si bien en la Argentina la primera ley de adopción es del año 1948, fue con la creación de un organismo de carácter nacional –llamado en esos momentos Consejo Nacional del Menor–, cuando se empezaron a instrumentar procedimientos específicos en relación con la adopción legal de menores en el ámbito de la Ciudad de Buenos Aires.

Este organismo, creado en el año 1957 y del cual dependían los institutos y hogares para menores, tenía como atribución la tutela legal de los niños y niñas allí ingresados. Desde los primeros años de su existencia, contó con un área específica de Adopciones. Con el tiempo, esta oficina fue perfeccionando sus técnicas e instrumentó una serie de requisitos y procedimientos para evaluar a esas personas, como la visita al domicilio de una “visitadora social”, presentación de dos testigos, copias del acta de matrimonio y certificados de salud. Las solicitudes eran, además, evaluadas por un abogado/a de la institución y, si su dictamen era favorable, el matrimonio estaba en condiciones de “llevarse un niño o una niña firmando un acta provisoria”[11].

A su vez, en aquellos años, también comenzaron a conformarse equipos privados dedicados a la adopción de menores. Uno de los pioneros fue el Movimiento Familiar Cristiano, un grupo de laicos dependiente de la Iglesia Católica, que se ocupaba “activamente de la ubicación de niños huérfanos y abandonados en hogares adoptivos” y que llevaba “su propio registro de peticionantes”[12]. Desarrollaba así una suerte de intermediación en el proceso de adopción, que –según el relato de diferentes agentes que entrevisté en mi trabajo de campo– consistía muchas veces en persuadir y convencer a las mujeres que por diferentes motivos no podían criar a sus hijos, de que lo mejor para esos niños y para ellas mismas era que los entregaran en adopción[13].

Sin embargo, en esos momentos, estos primeros procedimientos convivían con una gran informalidad, constatada en el hecho de que determinados procedimientos –fundamentalmente la selección de las familias adoptantes– no estaban institucionalizados ni profesionalizados. Como relataba un entrevistado de gran experiencia en el campo de instituciones de la “minoridad”:

inclusive con intervención judicial, era el juez el que disponía que tal chico abandonado en tal lugar, fuera adoptado por la familia tal. Y en aquellos años hasta el 65, por poner una fecha, hasta la década del 70, el juez decidía con criterios sumamente amplios y caseros, ¿por qué elegía a tal o cual familia?, seguramente porque le habían ido a pedir a él, habían ido a hablar, se habían anotado no en ninguna institución, lo institucional y el cuidado de preparar familias es algo que arranca con algunos grupos privados, el Estado no preparaba mucho las cosas en la década del ‘60. (Entrevista a ex Asesor de Menores).

Así las cosas, lo más usual era que quienes querían adoptar un niño/a se presentaran en los juzgados de menores, contactaran con jueces/zas y/o con empleados/as judiciales, y así pasaran a conformar el listado de adoptantes propio de cada juzgado. Según relataba una entrevistada que trabajó en un tribunal de menores hasta mediados de la década del ’70, los jueces “manejaban con absoluta discrecionalidad” este listado, conocido como la “listita”.

Si me remonto tan atrás en el tiempo, no solo es para dar cuenta –aunque sea muy brevemente– del surgimiento e implementación de diferentes modalidades de selección de adoptantes, sino también porque lo considero útil para comprender cómo actualmente son connotados determinados procedimientos jurídico-burocráticos relativos a la adopción de menores en nuestro país. En infinidad de ocasiones –ya sea al realizar entrevistas o mantener charlas informales– los y las profesionales que actualmente se dedican a gestionar la adopción se refieren al pasado como una época poblada de abusos de distinto tipo, de una gran discrecionalidad y arbitrariedad y, fundamentalmente, de poco respeto a la historia de los niños/as y a su “derecho a la identidad”. De esta forma, muchas veces trazan una clara línea evolutiva en términos de progreso, y explican sus actuales prácticas y procedimientos en oposición a los desarrollados 30, 20 o 15 años atrás. Esta oposición toma además como hito la sanción de la última normativa sobre adopción que, entre otras cosas, prohibió la adopción por instrumento público, dio preeminencia a la adopción simple y reconoció a las personas adoptadas el derecho de acceso al expediente de adopción a partir de los 18 años.

Construir un sentido acerca de las prácticas y procedimientos que actualmente desarrollan no solo les sirve a estos agentes para explicar las particularidades de las actuales prácticas, sino también y fundamentalmente para dotarlas de legitimidad. Una legitimidad extraída de su contraposición con aquellas prácticas “abusivas” y discrecionales, que cobra mayor fuerza en la medida en que se enlaza con la historia política reciente.

No casualmente esas prácticas, por las cuales los jueces manejaban con absoluta discrecionalidad la “listita” de adoptantes, o aquellas otras por las que organismos privados vinculados a la Iglesia actuaban de intermediarios en la adopción comenzaron a ser duramente cuestionadas en nuestro país a la luz de lo sucedido durante la última dictadura militar (1976-1983). Como parte de un plan político-ideológico destinado a disciplinar la sociedad argentina, la dictadura desarrolló un plan sistemático de apropiación de los hijos/as de quienes se desaparecía y mataba. Para esta apropiación criminal de niños/as no solo se utilizaron mecanismos clandestinos e ilegales, sino también procedimientos y rutinas institucionales existentes[14]. Y este hecho –visibilizado y problematizado por quienes buscaron a esos niños/as desde el momento de su desaparición– fue convertido en un acontecimiento político que permitió, entre otras cosas, cuestionar las tradicionales atribuciones de los jueces/zas y otros funcionarios/as públicos para gestionar la adopción.

Desde esta perspectiva, la apropiación de menores puede ser conceptualizada como un evento crítico[15], a partir del cual las categorías tradicionales en torno a la adopción y a sus procedimientos fueron -al menos- puestas en cuestión. Así, en un largo proceso que no tuvo nada de lineal y automático, comenzaron a proponerse otro tipo de procedimientos, a revalorizar la figura de la adopción simple y, fundamentalmente, a intentar limitar las amplias facultades de los magistrados/as y de los agentes de los organismos administrativos de protección a la infancia[16]. Por ello, si a finales de los años ’80 con la promulgación de la Convención sobre los Derechos de la Niñez, en distintos países de la región se discutió el derecho de los niños/as a convivir con su familia y a conocer sus orígenes, a no ser objeto de intervenciones arbitrarias o las características de la adopción plena[17], en el contexto argentino, estos temas tuvieron, para muchos, una asociación directa con lo ocurrido durante la última dictadura, al ser contrapuestos a aquellas prácticas aberrantes.

En este proceso en el que surgieron distintos cuestionamientos a las formas en que se tramitaban las adopciones, también comenzaron a ser cuestionadas las prácticas de los equipos privados de adopción, ya que se sospechaba –y en algunos casos se tenía la certeza– que “traficaban influencias” o, dicho en otras palabras, que hacían lobby en los juzgados con las carpetas de “sus” adoptantes. Estos cuestionamientos adquirieron una nueva potencia cuando, a partir de dos localizaciones –en 2006 y 2008– de jóvenes apropiados cuando niños durante la dictadura militar, se probó lo que se intuía: la participación del Movimiento Familiar Cristiano en la entrega en adopción de niños y niñas nacidos durante el cautiverio de sus madres en centros clandestinos de detención[18].

Aun cuando los esfuerzos por profesionalizar el campo de la adopción e institucionalizar por completo sus procedimientos están lejos de ser privativos de nuestro país, ya que con variantes han sido desarrollados en los últimos años en otros países de la región[19], en Argentina tienen –si se los aborda comparativamente y se los inscribe históricamente– un plus de significación, construido por oposición al pasado reciente y que ha dado forma al proceso por el cual –no sin resistencias de los sectores más tradicionales y debates– se transitó desde la “listita” al Registro. Un Registro público concebido como una forma más de transparentar el proceso de adopción, y además –como ya he planteado– no solo evaluar a quienes que se postulan para adoptar un niño/a, sino también para moldear padres.


El Registro. La importancia de un marco legal

A principios del año 2005, se creó en la Ciudad de Buenos Aires el Registro Único de Aspirantes a Guardas con fines de Adopción mediante una normativa de carácter local. Este organismo público, dependiente del Gobierno de la Ciudad y conformado por psicólogos/as y trabajadores/as sociales, tiene como función evaluar a quienes se postulan para acceder a una guarda preadoptiva[20]. De esta manera, confecciona un listado centralizado de aspirantes a guardas, y los juzgados civiles con competencia en asuntos de familia deben obligatoriamente dirigirse a él para solicitar legajos y elegir entre ellos –formalmente según el orden de prelación en el que se hallen inscriptos– a la persona o matrimonio al que entregarán un niño/a en adopción.

Para inscribirse en el Registro, además de presentar distintos certificados y documentación, las personas deben mantener una entrevista de admisión, participar obligatoriamente en una serie de charlas y ser evaluadas por trabajadores sociales, que las visitan en su domicilio y confeccionan un informe socio-ambiental que se incorporará a su legajo. Luego son convocados para dos o tres entrevistas con los psicólogos/as de la institución, tras lo cual son admitidas o rechazadas en el Registro.

A su vez, las ONGs dedicadas a la adopción –que antes de la creación de este organismo se dedicaban a confeccionar “carpetas” de adoptantes y a gestionar la adopción en los juzgados– deben inscribirse en este organismo, ser evaluadas por él y –si son “aprobadas”– se acreditan. Los legajos que confeccionan –ya que se les permite realizar los informes sociales y psicológicos– son controlados y evaluados por este organismo, y pasan a formar parte del listado oficial de aspirantes a guardas con fines de adopción. Aunque estas ONGs actualmente siguen existiendo –y, en muchos casos, son preferidas tanto por los jueces/zas como por quienes desean adoptar–, deben estar acreditadas en el Registro de la Ciudad para que su actuación tenga validez[21].

Por otro lado, desde el momento de su creación, el Registro se opuso a evaluar a quienes ya convivían con un niño/a y se dirigían a los juzgados para solicitar una guarda preadoptiva, sentando así una postura contraria a lo que en nuestro país se conoce como adopción por “entrega directa”. En los casos en que los juzgados han derivado a aquellas personas a inscribirse en el Registro –dado que la ley de adopción requiere que quienes pretenden adoptar estén inscriptos en él y sean evaluados por sus profesionales–, este organismo se ha opuesto. Sus agentes argumentan que, tal como dice la ley, su tarea es inscribir a “postulantes a guardas” y no a “guardadores”. Y aun cuando actualmente sus profesionales estén revisando esta disposición –debido fundamentalmente a la gran cantidad de adopciones por “entrega directa” que ocurren en el ámbito de la Ciudad–, desde los inicios del organismo el criterio ha sido oponerse a las mismas no convalidando con su actuación lo que consideran un “como si” de adopción legal.

Esta postura y la supervisión y control de las ONGs dedicadas a la adopción forman parte de las acciones tendientes a limitar los abusos y la discrecionalidad existentes en otros momentos, y a controlar íntegramente el proceso de adopción legal. Los profesionales del mencionado organismo –algunos con una larga trayectoria en el campo de la adopción, pero en su gran mayoría jóvenes recién graduados– las interpretan como un avance en la dotación de un “marco de legalidad” a las transferencias de responsabilidad sobre los niños/as. Las adopciones, para ser no solo legales sino también legítimas, deben respetar estrictamente lo que plantea la ley, y procurar la protección de los derechos de los niños/as, es decir, tener en cuenta “el interés superior del niño o niña a tener una familia que respete sus orígenes, identidad y sus derechos plenos”[22].

Por ello, los y las profesionales del Registro plantean que sus funciones no solo consisten en evaluar potenciales adoptantes sino también en explicar las “particularidades” de la adopción. Así, en las charlas y talleres que organizan, además de explicar la ley de adopción y recomendar su lectura, transmiten determinadas ideas sobre la adopción y el parentesco adoptivo que no siempre son compartidas o entendidas por quienes asisten. Las cuestiones del “nombre”, de la “identidad”, de la “verdad” sobre el origen, del acceso al expediente y de la modalidad de la adopción –plena o simple– son los temas que muchas veces suscitan disonancias y que, según los profesionales, son “más difíciles de comprender”.

Estos elementos son integrados en la evaluación de los y las potenciales adoptantes, y vistos –por estos profesionales– como indispensables para la conformación de la “familia adoptiva”.


Moldear a los padres: charlas e informes

Nos abocamos a ver qué capacidad de recibir algo diferente y ajeno tiene o tienen estas personas, y en base a eso, qué capacidad tienen de construir un vínculo paterno filial con las particularidades de la adopción. Que justamente tiene esto, si bien todos los padres construyen vínculos con sus hijos, en este caso es recibir un hijo, alojar un hijo, que viene de otro (…) porque si bien un hijo también es diferente respecto de sus padres, en el caso de la adopción esto tiene un sustento real que, en general, se apoya en la biología… entonces cuando la gente viene con el discurso de que tienen mucho amor para dar, a nosotros nos parece que es una de las condiciones, pero no la definitiva, ni la decisoria. (Entrevista a psicóloga del RUAGA).

Durante el año 2009, como parte de mi trabajo de campo, participé en las charlas a las que deben asistir obligatoriamente las personas que se inscriben en el Registro. En cada serie de charlas participan grupos de 15 a 20 personas, en su mayoría matrimonios que comienzan el trámite para inscribirse pero también participan algunas personas que ya han adoptado y vuelven a inscribirse para adoptar nuevamente[23].

Para que se los habilite a continuar con el trámite de inscripción, deben asistir a tres sesiones que poseen un formato preestablecido. En la primera de ellas, los profesionales explican la finalidad de este organismo y las diferencias entre este y el Registro Nacional, los pasos que deberán cumplir para estar inscriptos y admitidos, las características de la ley de adopción y las diferencias entre adopción plena y simple. Las otras dos toman la forma de “talleres”, en los que las personas deben debatir en pequeños grupos determinados temas propuestos por los/as profesionales y luego exponer lo que hablaron al resto de los participantes. Al finalizar cada sesión, los/as profesionales se reúnen para intercambiar impresiones sobre las personas que asistieron y anotar las preguntas, actitudes e intervenciones que tuvieron. Si bien esta información no constará en el legajo de quienes postulan, es usada por los/as profesionales que deberán realizar las entrevistas sociales y psicológicas con el fin de admitir o rechazar su inscripción.

Así, estas sesiones resultan, tanto para los/as profesionales que las conducen –mujeres en su gran mayoría– como para quienes asisten, espacios de “evaluación”. Aunque no sean presentadas así, quienes asisten se preocupan por “decir lo correcto”, por cuidar la terminología empleada, por entender el sentido de lo planteado por los/as profesionales y, en muchos casos, por responder lo que –en su opinión– quiere ser escuchado. Por otro lado, son también un espacio de difusión de determinadas pautas culturales y/o morales, cuyo grado de aceptación por parte de quienes postulan incide, en buena medida, en la evaluación posterior.

La posibilidad de participar en estos talleres, de hablar informalmente con quienes asisten e intercambiar impresiones con quienes los imparten me permitió identificar algunas de las tensiones que acarrea la transmisión de determinados valores acerca de la adopción que –como plantean los agentes de este organismo– colisionan con los considerados valores tradicionales del parentesco adoptivo. Así, las personas que participan no solo ven confrontado su discurso de “tener mucho amor para dar” –como señalaba la entrevistada antes citada–, sino que también se ven obligados a pensar y expresar sus temores y fantasías sobre la familia de origen, y sobre las formas en que ellas, como adoptantes, garantizarán el “derecho a la identidad” de los niños/as. La participación en estas sesiones me permitió observar también cómo las profesionales –mayormente psicólogas– evalúan lo expresado por quienes participan, qué se convierte en indicio de actitudes “poco respetuosas para los derechos de los niños” y cuáles son las intervenciones que consideran correctas.

En general, quienes se inscriben en este Registro son matrimonios, en menor proporción mujeres solas y, escasamente, hombres solos[24]. Por lo general, son personas que han realizado distintos tratamientos de fertilidad y que, durante muchos años, buscaron un hijo/a por la vía biológica hasta que les recomendaron o pensaron en la posibilidad de adoptar. Como me relataban las profesionales del Registro, muchas veces asisten a estas sesiones con una importante carga de angustia y ansiedad y, por lo tanto, una de las primeras preocupaciones que expresan es la relativa al tiempo que demandará la adopción.

Esta preocupación toma a veces la forma de una pregunta explícita, y otras veces aparece en relación con las “particularidades” de la adopción. Así, cuando las profesionales proponen este tema para debatir, el tiempo es mencionado como una de las características distintivas de la adopción. “No saber cuánto tiempo tardará en llegar” y “no se tiene la certeza que se tiene con un embarazo” son los comentarios más usuales. La espera y el tiempo que demandará concretar la adopción –que no solo los enfrenta a la incertidumbre, sino también a la certeza de que suele ser mucho[25]– aparecen como las cuestiones que más diferencian a la p/maternidad adoptiva de la biológica. Esta diferencia, en algunos casos, los lleva a concluir que en la adopción “el deseo de ser padres está marcado a fuego, mientras que en un embarazo puede no haber deseo de ser madre”. A la “biología”, entonces, se contrapone el “deseo” y también, como planteaba otra participante, la “preparación”: “todo este proceso es tan fuerte que te prepara de una forma diferente, tenés tanta fuerza, tanta garra que… no voy a decir que seamos mejores padres, pero la preparación es muy fuerte”.

Sin embargo, también es usual que quienes participan en estas sesiones se esfuercen por señalar las similitudes de ambos tipos de p/maternidad. Una equiparación que suele ser expresada en los siguientes términos: “yo creo que es lo mismo”, “el deseo de tener un hijo no te hace ver las diferencias”, “el amor que sentís por un hijo adoptivo es igual”. Estas expresiones forman parte de un sentido común bastante extendido que, en pos de no discriminar a los niños/as adoptados, iguala la adopción a la procreación: en palabras de una de las participantes que ya había adoptado un niño y junto a su marido realizaba los trámites para inscribirse nuevamente, “el amor que sentís es tan grande, que yo a veces me olvido, para mí es mi hijo y punto”.

En este punto, se verifica una de las primeras disonancias, ya que –como sostenía la entrevistada con cuya cita comencé este apartado– para estos/as profesionales lo importante es que las personas puedan aceptar “lo diferente”, y que tengan en cuenta que la adopción es una forma “diferente” de construir lazos de filiación. Esta cuestión, como planteaba la misma profesional, los enfrenta a otras preguntas:

En el caso de la adopción, no solo se trata del amor, sino de la aceptación de un otro diferente, y esto es fundamental. Un otro diferente que trae una historia diferente, un origen diferente, una genética diferente, entonces decir que es lo mismo, porque muchas personas dicen para nosotros es lo mismo, y no es lo mismo. Nosotros sostenemos que existen diferencias, y que las diferencias tienen que ser trabajadas en una sociedad desde el lado de la aceptación, porque la diferencia está pensada como algo negativo (…) nosotros apuntamos, señalamos especialmente el tema de los derechos de los niños, del respeto por su identidad y por su origen, por la construcción de su identidad, por el nombre… y desde ahí tenemos preguntas, por ejemplo, si los chicos vienen con nombre. ¿Y cómo no van a venir con nombre? Alguien los nominó, alguien los llamó de determinada forma y eso merece un respeto, no importa si tienen dos horas, días, un mes, impensable en niños mayores. (Entrevista Psicóloga del RUAGA).

El “nombre” es también uno de los ítems que las personas deben debatir y que, en general, es vinculado por ellas con la edad de los niños. Quienes participan en estas sesiones expresan que, si los niños/as tienen más de cuatro o cinco años, se debería respetar el nombre o quizá dejarlo como un segundo nombre. Incluso hay quienes opinan que, si se trata de niños/as de más edad, un cambio de apellido podría ser traumático. Sin embargo, también se preocupan por preguntar si la ley dice algo al respecto, si hay alguna prohibición y si como adoptantes están facultados para cambiarlo, ya que –como planteaban algunos– el nombre del hijo se relaciona con una “elección personal”[26]. En una de las sesiones, una mujer señalaba: “yo entiendo esto, pero es muy personal, yo le pondría el nombre que yo elegí. Yo no me puedo hacer cargo de lo que hizo otra persona”.

Sobre esa “otra persona” o “personas”, también se debate en las sesiones, ya que otro de los temas es el de las “fantasías y temores sobre la familia biológica”. Casi invariablemente se menciona el temor de que las familias biológicas “aparezcan un día…”, pero expresiones de este tipo se acompañan y resultan relativizadas por la revalorización de la “verdad” y del “camino legal”. “Si las cosas se hacen bien, si no se hacen por izquierda”, “si le decís la verdad, difícilmente el día de mañana cuestione su origen”, o “lo importante es poder pararte frente a tu hijo mirarlo a los ojos y contarle todo”, son frases que se escuchan frecuentemente cuando el tema a debatir es la familia biológica del niño/a que eventualmente adoptarán.

Estas fantasías también se relacionan, en la interpretación de los participantes, con la “herencia genética”. La salud del niño, el modo de vida de sus padres, la alimentación o las posibles enfermedades futuras son temas que surgen cuando la pregunta sobre la familia de origen se instala. Y así, en estos casos, la familia biológica importa literalmente por lo “biológico”[27].

Este tema también conduce al de las dos modalidades de adopción, plena y simple. Esta distinción, para la gran mayoría de quienes asisten a estas charlas, resultaba desconocida hasta el inicio de estos talleres[28]. Cuando las profesionales mencionan que la adopción simple es una manera de que el niño/a continúe vinculado de alguna forma con su familia de origen, algunos tímidamente y otros más decididos plantean “nosotros no estamos pensando en una adopción simple, por esto de tener que estar vinculados con la familia de origen, no quisiéramos, no estamos capacitados para poder sostener ese vínculo”; o “preferiríamos evadir una adopción simple, no es por temor, pero creemos que no es un tema menor”.

Ciertamente es posible pensar –como planteaban muchas de las personas participantes– que este no es un tema menor. Aun a riesgo de un exceso de interpretación, es dable considerar que no lo es porque, a diferencia de lo que ocurre en las adopciones internacionales, en este contexto las familias biológicas no constituyen un “otro” lejano, con más o menos exotismo, al que se visitará una, dos o tres veces al año y del que se encuentran separados por un océano[29]. Tampoco, en estos casos, los familiares biológicos del niño son vecinos, conocidos o personas con las que se compartan códigos culturales o de pertenencia, como puede suceder en otro tipo de prácticas de crianza, como la “circulación de niños” analizada por Claudia Fonseca[30]. Por ello, no solo difícilmente estos potenciales adoptantes, que en su gran mayoría provienen de otro sector social, quieran tener vinculación o se sientan capacitados para sostener ese vínculo, sino incluso –y sin negar que quizá muchos lo intenten– les resulta difícil comprender esas otras formas de vida y dinámicas familiares. Como planteaba uno de los participantes de los talleres: “si visita al nene que está en el Hogar cada tres meses, ¿qué clase de madre es? Ya tres días es mucho para un chico, no hablemos de seis meses, ¡es tremendo!”.

Así las cosas, a pesar de que haya un consenso generalizado –o al menos explícito– acerca de la importancia de la “verdad” en el proceso de adopción, que algunos acepten la idea de que los niños vienen con nombre, que si tienen más de tres o cuatro años sería preferible no cambiarlo, e incluso que mayoritariamente expresen que acompañarían a sus hijos/as cuando quieran acceder al expediente de adopción, difícilmente la adopción es pensada en términos de una “filiación aditiva”[31].

Muchos de los participantes de las sesiones a las que asistí muestran su convencimiento acerca de la importancia de que el niño/a conozca sus orígenes, que pueda acceder al expediente y que conozca su historia “anterior”. Esa historia “anterior” aparece así cristalizada en un expediente, al que luego de muchos años esa persona podrá acceder. Por lo tanto, y en general, más que como un continuum de etapas, la historia de ese niño/a es visualizada en términos de un antes y un después de la adopción. Esta manera de pensar la historia del niño/a, tradicionalmente asociada al “corte limpio”[32] promovido por la adopción, a partir de estas sesiones es al menos objeto de reflexión[33].

De parte de las profesionales que las conducen y que coordinan la discusión, prevalece una actitud de “escucha”, y también se esfuerzan por dejar claro que desde el Registro no evaluarán si van a ser “buenos o malos padres”. Al contrario, comentan que lo importante es pensar en distintas alternativas sobre la adopción y que su tarea, principalmente, consiste en instalar algunos interrogantes sobre los que continuar reflexionando y trabajando.

Si las profesionales procuran que las personas reflexionen, que tengan en cuenta –como plantean al inicio de las mismas– que un niño/a no es un objeto que viene a satisfacer una necesidad de los adultos, sino que debe ser visto como un sujeto con derechos propios: una “postura reflexiva” y una mirada atenta a las necesidades del niño/a son las actitudes que rescatan, valoran y evalúan positivamente.

Esta postura y este discurso son tanto mejor recibidos cuando denotan una reflexividad acompañada de años “de diván”, y cuando anteponen el “interés superior del niño” en ese proceso de construcción de vínculos que es la adopción. Comentarios tales como “Ah!, claro, es psicólogo”, en referencia a un hombre que durante la charla había mencionado la importancia de intentar colocarse en el lugar del niño para comprender qué fantasías y temores la adopción le suscitaba a él; o “qué bien esa chica que dijo que el tiempo no es solo algo negativo”, respecto de una joven mujer que planteó que los talleres le habían servido para darse cuenta que el tiempo que demanda la adopción es necesario y puede ser también un “tiempo productivo”, forman parte del intercambio que tras las charlas realizan las profesionales. Estos comentarios permiten pensar que, en esta elección profesionalizada, el universo de ideas a transmitir está poblado de una retórica basada en un “saber” profesionalizado –proveniente centralmente del “campo psi”–, que resulta más accesible a quienes están iniciados en él. Al mismo tiempo, y como consecuencia de ello, recrea y/o reifica modos de identificación práctica y simbólica de la “clase media urbana”[34].

De este modo, en estas sesiones a esos valores tradicionales –que equiparan la adopción a una forma de “salvación”, y que propician el ocultamiento y la “ruptura limpia”– les son opuestos otros valores que al basarse centralmente en los postulados del psicoanálisis, y al ser derivados de una formulación abstracta de derechos, conducen fundamentalmente a legitimar el “marco de legalidad” que necesariamente debe rodear a la adopción. Este marco de legalidad viene dado por la inscripción en el Registro, por la prohibición de cualquier tipo de “entrega directa” y por la gestión completamente institucional de la adopción que permiten –tal como decía la asistente social del juzgado citada– que “estemos todos seguros y tranquilos”. Sin embargo, esta tranquilidad no necesariamente supone que las familias de origen, que actualmente ya no son vistas –ni por muchos de los profesionales del campo de la adopción ni por quienes quieren adoptar un niño– solo y exclusivamente como incapaces, negligentes y por tanto sustituibles, puedan –en caso de quererlo– continuar vinculadas con sus niños/as.


Consideraciones finales

En la introducción planteaba que el objetivo de este trabajo era reflexionar sobre las formas en que el Estado argentino, a través de algunos de sus agentes u organismos, ha desplegado acciones orientadas a limitar los abusos del poder público y a transmitir una determinada “moralidad familiar” respecto de la adopción de menores. Estas acciones, por un lado, pueden ser vistas –y quizá efectivamente lo sean– como límites a la discrecionalidad, el amiguismo o la arbitrariedad que suponía que el juez/a evaluara qué era lo más conveniente para el niño/a y así lo entregara en adopción a quienes él consideraba como “más idóneos” o con “mejores condiciones materiales y morales”. Por otro lado, también pueden ser consideradas como acciones que coadyuvan al objetivo de sanitarizar la adopción[35] a partir de impedir cualquier tipo de contacto previo entre la familia biológica y la adoptante, en la medida en que idealmente los futuros adoptantes deben inscribirse en un Registro, ser evaluados por profesionales que acrediten su aptitud para adoptar y esperar a que un juez seleccione su legajo.

Ahora bien, esta última afirmación puede resultar al menos paradójica ya que, como he señalado en este trabajo, las acciones de los profesionales del Registro Único de Aspirantes a Guardas con Fines de Adopción se encuentran inspiradas en la nueva retórica sobre los derechos de los niños/as y son acompañadas por un discurso que reivindica tanto el lugar de la familia biológica como la aceptación de “lo diferente”. Este universo de ideas prioriza al niño/a, sus lazos y su historia, y recoge muchos de los términos que, a partir de nuestra dolorosa historia reciente, fueron acuñados para pensar el “derecho a la identidad” de los niños/as, y para condenar a quienes investidos legítima o ilegítimamente de autoridad disponían de otros como si fueran “objetos”. Además, estas ideas y términos no solo son sustentados por muchos de los/as profesionales que trabajan en el campo de la adopción, sino también son conocidos y compartidos por amplios sectores sociales.

Por eso, es importante inscribir este proceso de profesionalización de la adopción en nuestro contexto local, ya que esta contextualización posibilita comprender la importancia y la legitimidad que, para determinados sectores, adquiere el “marco de legalidad” en la adopción, del cual el Registro es un componente central y el respeto por los procedimientos de la adopción y por la elección profesionalizada de los potenciales adoptantes son piezas clave.

Sin embargo, este marco de legalidad –que está poblado de aquellos tópicos referidos al derecho a la identidad y al compromiso de los adoptantes a revelar la verdad sobre la adopción– puede obturar, en la medida en que equipara a la “familia de origen” con la “realidad biológica” y a la “identidad” con el “acceso a un expediente”, un trabajo tendiente a integrar los diferentes elementos del universo social del niño/a. En este sentido, me parece importante recordar, como plantea Claudia Fonseca, que “el acento colocado en la identidad individual del niño” puede dispensar de “la necesidad de integrar donadores y receptores de niños en un circuito interpersonal”[36]. En estos discursos en los cuales “el interés superior del niño” –que conlleva una noción particular del niño/a como individuo autónomo– es colocado en primer plano, puede resultar en una interpretación individualizada de su historia personal que sea por tanto más proclive a ser “separada de cualquier relación social que pueda hablar de colectividades”[37]. En otras palabras, la elección profesionalizada de los adoptantes, la promoción de una determinada moralidad familiar –acorde a las expectativas de las capas medias urbanas– y tópicos tales como el “interés superior del niño” y su “derecho a la identidad”, que actualmente constituyen formulismos presentes en todas las sentencias de adopción, pueden contribuir a dotar de legitimidad a la adopción y a brindar tranquilidad a los y las adoptantes, sin por ello modificar o al menos problematizar el lugar de las familias de origen en estas transferencias. Antes bien, en pos de “proteger” a esas familias de las presiones que pueden ejercer los/as potenciales adoptantes –quienes en la gran mayoría de los casos gozan de un status socio-económico superior–, se las continúa excluyendo del proceso de adopción. Y así el lugar que se las asigna parecería quedar limitado a su presencia en un expediente de adopción, al que los niños/as adoptados –en tanto tienen garantizado su derecho a la identidad– podrán acceder cuando cumplan la mayoría de edad.

Por lo tanto, para que esos nuevos valores contribuyan a cambiar algo más que una mera retórica, entiendo que es preciso reflexionar sobre estas paradojas, y tener en cuenta no solo las limitaciones de las nuevas narrativas hegemónicas, sino fundamentalmente que ellas son nada más y nada menos que eso: narrativas que, aun entramadas en valores y significados locales, han devenido “hegemónicas” y que, como tales, pueden constituirse también en límites conceptuales que nos impidan pensar o imaginar otras alternativas de cuidado de los niños/as y/o de construcción de lazos de parentesco.

 

Notas

[1] Cárdenas, 1997, p. 77.

[2] Ob. cit., 1997, p. 80.

[3] En el año 1997 fue sancionada la ley 24.779. Esta normativa introdujo distintos cambios en los procedimientos legales relativos a la adopción: prohibió la entrega de menores mediante escritura pública o guardas administrativas; fijó como requisito para otorgar la guarda de un menor la citación de sus padres biológicos, a fin de que presten consentimiento; estipuló que las personas adoptantes deben acreditar como mínimo cinco años de residencia en el país –prohibiendo de esa forma la adopción internacional a la que el país ya se había opuesto al ratificar la Convención sobre los Derechos del Niño–; estableció que la adopción simple puede ser pedida por las partes y no es atributo del juez decidir cuándo es conveniente uno u otro tipo de adopción; y dispuso que los adoptantes deben comprometerse a hacer conocer al adoptado/a su “realidad biológica” y que, desde los 18 años, las personas adoptadas podrán acceder al expediente de adopción. Además de ordenar la creación de un Registro Único de Aspirantes a la Adopción, determinó que, entre otras causales, será nula la adopción “que hubiese tenido un hecho ilícito como antecedente necesario, incluido el abandono supuesto o aparente del menor proveniente de la comisión de un delito del cual hubiera sido víctima el mismo y/o sus padres” (art. 337).

[4] Para un análisis del proceso de reforma normativa, veáse Elias 2004; Villalta 2010; 2011.

[5] Según el planteo de Françoise-Romaine Ouellette (1995), la “sanitarización” de la adopción, por la cual los participantes de esta transferencia deben ser totalmente ignorantes uno del otro, se vincula a la regulación íntegra de la adopción por parte del Estado. Así, la organización jurídico-burocrática de la adopción deja de lado cualquier perspectiva de transacción o intercambio privado, y pone en manos de agentes profesionalizados entre otras cosas la elección y evaluación de los padres “adecuados” para un niño. Si bien este impedimento de contacto entre las familias adoptivas y biológicas tiene como objetivo evitar que las primeras ejerzan presión sobre las familias de origen, cabe preguntarse no obstante cuál es el lugar que se le asigna a estas segundas en la transferencia de responsabilidades parentales. En esta transferencia, el Estado –a través de sus profesionales- se arroga la capacidad no solo de decidir qué menor está en condiciones de ser adoptado, sino también por quién.

[6] Se referían al Consejo de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes, un organismo dependiente del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que, desde fines del año 2005, es el encargado de tomar las “medidas de protección” que considere convenientes cuando los niños/as se encuentran en una situación de “vulnerabilidad de derechos”. Como me pude enterar al leer el expediente de “protección especial” de Elizabeth, uno de los servicios de ese organismo había contactado con su madre y con unos tíos biológicos, y desarrollaron distintas acciones tendientes a preservar el vínculo de la niña con su familia de origen. La madre de Elizabeth tenía 22 años cuando nació la niña, y hacía un año y medio que vivía en Buenos Aires, adonde había viajado desde Paraguay para conseguir trabajo. Uno de sus hermanos y su esposa –que residían en el país desde hacía cinco años– se ofrecieron para ser guardadores de la niña, pero luego no concurrieron al juzgado para convalidar ese ofrecimiento.

[7] El “peligro” según la interpretación de estas trabajadoras sociales –interpretación que es compartida por otros profesionales del campo de instituciones destinadas a la gestión de la adopción– consistía en que ese matrimonio solicitara la adopción de la niña, amparándose en la guarda que de hecho ejercían sobre la menor. Una situación “peligrosa” en tanto no se condice con lo estipulado en la normativa de adopción, que postula que todas las personas adoptantes deben inscribirse en el Registro de aspirantes a la adopción a fin de que se acredite su aptitud. Sin embargo, también se debe reconocer que otros profesionales y agentes de este campo toleran y hasta fomentan ese tipo de vinculaciones. Además es bastante común que los Hogares –principalmente aquellos que son ONGs que firman convenios con el Estado– se nutran de “colaboradores”, personas que colaboran “desinteresadamente” con la institución, pero que no es extraño que luego peticionen en los juzgados la adopción de menores que estaban allí alojados (Ciordia, 2009).

[8] En el relevamiento de expedientes que efectué en este juzgado, de los 10 expedientes sobre adopción en los que figuraban legajos de aspirantes a guardas solo en uno había un legajo de una mujer que no estaba casada, a la que le fue concedida la adopción de una niña de 7 años.

[9] Para los/as profesionales que trabajan en este campo de instituciones, el camino informal de la adopción está representado por las conocidas adopciones “por entrega directa”, y actualmente en menor medida por la inscripción falsa en el Registro Civil. Si esta última modalidad, que refiere a la inscripción como hijo propio de un niño/a que no lo es, parecería no ser tan común en los últimos años como lo fue en años anteriores, la adopción por entrega directa se encuentra muy extendida. Con este término se designa la entrega que las mujeres –u otros miembros de la familia de origen realizan de sus niños/as a otras personas para que los adopten. Estas personas se presentan luego en un juzgado para formalizar una guarda con fines de adopción de un niño/a que ya convive con ellas. En nuestro país, este tipo adopción ha generado numerosos debates: algunos la cuestionan en tanto la visualizan como una forma encubierta de “tráfico de niños”; otros especialistas la defienden, argumentado que los padres biológicos tienen derecho a elegir quienes serán los adoptantes de sus hijos/as (Villalta, 2009). Ver Santa Maria Ayres (2009) y Oliveira y Abreu (2009) para un análisis de prácticas similares en Brasil, denominadas “adoção-pronta”.

[10] Véase Fonseca, 2002.

[11] “Cómo se tramita una adopción”, Revista Minoridad (Consejo Nacional de Protección de Menores), 1962, p.14.

[12] Exposición de la Dra. Susana Fernández de la Puente, en: Jurisprudencia Argentina, Doctrina, “Adopción”, 1970, p. 500.

[13] Durante el trabajo de campo que desarrollé para mi investigación doctoral, entrevisté a distintos agentes –jueces/zas, asesores/as de menores, trabajadores/as sociales, psicólogos/as– que habían trabajado durante las décadas de 1960 y 1970 en distintas instituciones destinadas a la minoridad. Muchos de ellos señalaban al Movimiento Familiar Cristiano como un organismo pionero en esta suerte de intermediación, y algunos con un fuerte tono crítico planteaban, por ejemplo, que: “Ellos presentaban las familias, sí presentaban las familias, pero a veces también hacían presión sobre la madre para que entregara el pibe. Nefastos realmente, porque al haber un equipo oficial en la Dirección no había por qué hacer estos equipos privados, pero quién se iba a oponer a la Iglesia. Nadie era capaz de levantar un cachito así la voz para oponerse, y ellos entraban, salían, tenían mucho poder, mucho poder” (Trabajadora social, ex integrante del Consejo Nacional de Menor).

[14] Villalta, 2006.

[15] Das, 1995.

[16] Si bien he desarrollado este tema en otros trabajos (Villalta, 2006; 2008) y no es posible abordarlo aquí en toda su extensión, es importante tener en cuenta para dimensionar el impacto de la apropiación criminal de niños y niñas en nuestra sociedad, y en particular en el campo de instituciones destinadas a la protección de la infancia, lo relatado por un asesor de menores en una entrevista que mantuve en el año 2004. Respecto a los debates que en nuestro país se han dado en torno a la adopción plena y simple, este entrevistado planteaba: “la adopción plena que es la francesa (…) es todavía una institución válida, lo que sucede después es que la historia de la Argentina y sobre todo las barbaridades de los 70, hacen que nazca un movimiento anti-adopción de izquierda. Claro, o sea hoy usted tiene a quien dice es inconstitucional la adopción plena no porque dé los mismos derechos que a la descendencia legítima, que esa sería la postura de derecha, sino porque afecta la identidad de origen... entonces, lo que pasa es que hay muchas cuestiones en juego que revelan lo difícil que es la adopción. Yo por ejemplo sostuve cuando sonaba muy fuerte el tema de unificar las dos formas de adopción, a principios de los 80, sostuve que no, que debía mantenerse la adopción simple porque en la Argentina con toda nuestra historia y nuestros problemas la adopción simple debía tener un lugar”. Entrevista realizada a un Asesor de Menores, año 2004.

[17] Fonseca y Cardarello, 1999; Fonseca, 2004.

[18] Villalta, 2008.

[19] Fonseca, 2006.

[20] Antes de su creación, en la Ciudad de Buenos Aires otro organismo público se encargaba de confeccionar las carpetas o legajos de los adoptantes: el Departamento de Adopciones del Consejo Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia. Este organismo también brindaba distintas charlas y sus profesionales realizaban entrevistas sociales y psicológicas a los y las postulantes a guardas. Sin embargo, a diferencia de este nuevo Registro no acreditaba a las ONGs que se dedican a la adopción, ni llevaba una nómina única de aspirantes.

[21] Según la coordinadora del Registro, muchas veces los juzgados “casualmente” piden legajos de personas que se han evaluado –esto es, que realizaron las entrevistas sociales y psicológicas– en ONGs, especialmente en una de ellas vinculada a la Iglesia Católica. Además, en relación con estas Ong’s, reconocía que eran diferentes y de muy distinta trayectoria, pero también remarcaba que no son asociaciones “sin fines de lucro” y que varias de ellas parecen promocionar un “autoplan”, ya que estipulan tiempos de concreción de la adopción para atraer a los y las potenciales adoptantes. Así, esta profesional contaba que para un bebé el tiempo es de 2 años, de 1 año para un chico mayor, y menos tiempo si son hermanos.

[22] Sitio web del RUAGA. www.buenosaires.gov.ar/areas/chicos/servicios/ruaga, consultado el 4/05/09.

[23] En todas las charlas en las que participé, las profesionales del Registro se encargaron de presentarme ante los participantes como “una antropóloga del Conicet que está haciendo una investigación”. Sin embargo, en una de ellas, fui confundida por una mujer que llegó más tarde a la charla. Cuando las profesionales indicaron que había que formar grupos para debatir, esta mujer se acercó decididamente hacia mí y me preguntó si yo también quería adoptar sola. Salvo esta y otra mujer, el resto de los participantes en las charlas a las que asistí eran matrimonios o concurrían con su pareja.

[24] Según las estadísticas del Registro, durante el año 2008 se habían inscripto: 304 matrimonios, 130 “monoparentales femeninos”, y 1 “monoparental masculino”. Cabe aclarar que “matrimonios” únicamente se refiere a uniones legales, mientras que la categoría “monoparentales” puede corresponder a personas solas o “unidas de hecho”, esto es, parejas que no están casadas legalmente. Esto es así porque la ley de adopción únicamente permite la adopción por parte de más de una persona cuando estas son cónyuges.

[25] Constituye un lugar común y un tópico bastante extendido para criticar el sistema de adopción vigente, la referencia a la larga espera que demanda adoptar un niño/a. No solo se plantea que los plazos se extienden debido al burocratismo y los trámites que exige la adopción legal, sino que también se hace referencia a la “insensibilidad” de los jueces que dejan que los niños y niñas permanezcan durante mucho tiempo en instituciones y no declaran su estado de adoptabilidad. Desde otra perspectiva, se plantea que ello se debe a que la cantidad de inscriptos para adoptar es mucho mayor que la de menores en condiciones de ser adoptados, y además que no todo niño/a que se encuentre en una institución está en condiciones de ser adoptado. Más allá de las razones por las cuales esas demoras se producen, para quienes desean adoptar un niño constituye una “certeza” que el tiempo que demanda una adopción es mucho.

[26] Es interesante notar que las personas integrantes de uno de los grupos en los que participé comenzaron, a raíz de este tema, a hablar sobre sus propios nombres. Varios dijeron que llevaban ese nombre porque era el de su abuelo/a, o que en su familia algunos nombres se repetían con frecuencia, y algunos comentaron de dónde venía su nombre y hablaron sobre sus gustos. Esta cuestión, si bien no fue explicitada de esta forma, refiere a la elección del nombre de un hijo/a como algo no tan personal, sino vinculado con la inscripción en un “linaje” y con un símbolo de pertenencia a una familia. Véase Zonabend, 1996.

[27] En relación con estas fantasías, uno de los participantes –en los pequeños grupos que se forman para debatir los ítems propuestos por las profesionales– planteaba que “por eso” algunas personas hacen un seguimiento a la madre de origen, le ofrecen su obra social o le pagan la atención médica durante el embarazo, “para cuidar la salud de la mamá, y para que ese nene sea sano, cosa que yo no veo mal, a cualquiera le preocupa que su hijo sea sano”.

[28] A modo de ejemplo, en una de las charlas, cuando una de las profesionales preguntó si alguien sabía cuáles eran las diferencias entre la adopción plena y simple, solo una mujer dijo que sí. Ante la invitación de la profesional para que contara en qué consistían, esta mujer –que ya había adoptado un niño– explicó “bueno, nosotros sabemos de qué se trata, pero nosotros hicimos todo el proceso legal, nos inscribimos nos llamaron del juzgado, tuvimos la guarda por seis meses y después la adopción” y luego siguió su relato contando cómo había sido la adopción de su hijo. Ante la confusión generada, la profesional preguntó “¿pero la adopción fue plena o simple?”, la mujer mirando a su marido, contestó entonces que no sabía, mientras que el hombre respondía que había sido “plena”. Esta confusión, si bien puede denotar un desconocimiento del lenguaje técnico de la adopción, fue “leída” por las profesionales del Registro, en el intercambio posterior a la charla que mantienen, como una asociación entre la adopción “simple” y la adopción “directa”: aquella mujer dijo que conocía en qué consistía la “simple” pero que ellos habían hecho todo legalmente, denotando una equiparación entre lo simple –en su sentido literal– y la adopción directa.

[29] Para un análisis de los vínculos que los adoptados transnacionales mantienen con sus familias biológicas, véase Yngvesson, 2007; Howell, 2004; Marre, 2009.

[30] Fonseca, 2002; 2007.

[31] Fonseca, 1998.

[32] Yngvesson, 2007.

[33] La idea de pensar en la historia del niño/a adoptado como un continuum de etapas fue trabajada en uno de los talleres. Una profesional la expresaba remarcando que el acceso al expediente no significaba conocer su “historia anterior” sino “su historia”. Así, remarcaba la necesidad de integrar “ese antes” y no interpretarlo como un “estado anterior”.

[34] Como plantean Mariano Plotkin y Sergio Visacovsky (2007), esos modos de identificación pueden ser vistos como operaciones de clasificación que han generado delimitaciones culturales de simultánea homogeneización y distinción. De esta forma, la “clase media” o los “sectores medios” pueden ser comprendidos no sólo en términos de un determinado nivel socio-económico o nivel de ingresos, sino antes bien como un universo cultural y un “estilo de vida”. Además, como señalan estos autores, “para amplios sectores de la clase media urbana (y probablemente no solo entre ellos), el psicoanálisis ha constituido un componente importante de una grilla interpretativa a través de la cual se da sentido a situaciones emergentes de la vida cotidiana, en particular a aquellas situaciones percibidas como conflictivas y traumáticas” (2007, p. 13).

[35] Ouellette, 1995.

[36] Fonseca, 2006, p. 41.

[37] Fonseca, 2006, p. 41.

 

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Edición electrónica del texto realizada por Beatriz San Román Sobrino.

 

Ficha bibliográfica:

VILLALTA, Carla. Haciendo padres”: entre listas y registros. De la discrecionalidad a la elección profesionalizada. Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 15 de marzo de 2012, vol. XVI, nº 395 (16). <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-395/sn-395-16.htm>. [ISSN: 1138-9788].

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