Menú principal

Índice de Scripta Nova

Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XVI, núm. 409, 1 de agosto de 2012
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

EL PAISAJE RURAL SEGÚN EL PARCELARIO CATASTRAL Y SUS MEMORIAS DE LA RIQUEZA RÚSTICA DE 1899. EL TÉRMINO MUNICIPAL DE CÓRDOBA (ESPAÑA)

Martín Torres Márquez
Depto. de Geografía y Ciencias del Territorio – Universidad de Córdoba (España)
martin.torres@uco.es

Recibido: 1 de septiembre de 2010. Aceptado: 23 de febrero de 2012.

El paisaje rural según el parcelario catastral y sus Memorias de la riqueza rústica de 1899. El término municipal de Córdoba (España) (Resumen)

Uno de los documentos catastrales que constituye un hito relevante en el desarrollo del sistema administrativo y fiscal para el conocimiento de la riqueza imponible española es el Catastro de 1899. En cierto modo, la elaboración de estas pesquisas catastrales es uno de los síntomas de modernidad que caracterizó al panorama político, administrativo, social y económico del siglo XIX, en post de un estado más funcional y alejado de principios históricos caducos. Su propósito fue alcanzar un sistema analítico de la riqueza rural del país, eficaz y funcional que tasara con objetividad la valía de la riqueza territorial. Esta inquietud culminaría, como resulta bien conocido, con la promulgación de la Ley de 27 de marzo de 1900, impulsada por el ministro conservador Fernández Villaverde. En ella se mejoran algunas disposiciones anteriores y se consigue un paso de gigante en el diseño de un registro catastral de cultivos que tuviera como base los trabajos topográficos y agronómicos llevados a cabo por técnicos independientes del Ministerio de Hacienda, a lo que se unió la elaboración de un registro fiscal de predios rústicos y ganadería que debían permitir un mejor conocimiento de las auténticas bases tributarias de la agricultura.

Son tales labores y averiguaciones topográficas y económicas las que permiten, utilizando la cartografía catastral conservada y los cuadernos agronómicos, ofrecer en este artículo una reconstrucción del paisaje rural de los más de 1.200 Km2 que constituyen el actual municipio andaluz de Córdoba, capital de la provincia homónima.

Palabras clave: catastro, paisaje rural, cultivos, aprovechamientos, Córdoba.

The rural landscape according to the cadastral parcellary and their Memories of the wealth rustic of 1899. The municipality of Córdoba - Spain (Abstract)

One of the land registry documents which is a milestone relevant in the development of the administrative system and prosecutor for the knowledge of the wealth spanish tax is the Land of 1899. In a way, the development of these cadastral enquiries is one of the symptoms of modernity that characterized the political landscape, administrative, social and economic of the nineteenth century, in post of a state more functional and away from historic principles obsolete. Its purpose was to reach an analytical system of wealth rural of the country, effective and functional that valued with objectivity the worth of wealth territorial. This concern culminate, as is well known, with the enactment of the Law on March 27, 1900, driven by the minister conservative Fernández Villaverde. It will improve certain earlier provisions and get a giant step forward in the design of a land registry of crops to take the basis of the work topographic and agronomic carried out by independent technical of the Ministry of Finance, to which he joined the elaboration of a register prosecutor of land rustic and livestock that should allow a better understanding of the genuine tax bases of agriculture.

Are such work and inquiries topographical and economic allow, using the cadastral mapping preserved and notebooks agronomic, offer in this article a reconstruction of rural landscape of the more than 1,200 square kilometers that constitute the current municipality andaluz de Córdoba, capital of the homonimous Province.

Key words: cadaster, rural landscape, crops, land uses, Córdoba.


La Ley de 27 de marzo de 1900 y su posterior labor catastral tuvieron unos precedentes relevantes tanto desde el punto de vista histórico como geográfico. Los amillaramientos de la segunda mitad del XIX y la Ley de 24 de agosto de 1896[1] fueron, sin lugar a dudas, los cimientos primigenios del sistema impositivo de la riqueza rústica del país a partir de principios del siglo XX.

Los amillaramientos, a mediados del XIX, constituyen un medio de suplir la falta de un catastro fidedigno que sirviera de base para definir la contribución de inmuebles, cultivos y ganadería. A pesar de las virtudes que, sin duda, poseían los amillaramientos como ensayo precatastral, el Estado, bajo el impulso del Ministerio de Hacienda y con el apoyo técnico del Instituto Geográfico, reemprende los trabajos para acometer mejoras en el sistema catastral del país. En 1872 el referido Instituto aborda el avance catastral con el levantamiento de la topografía municipal por masas de cultivo de cada uno de los municipios de la provincia de Córdoba. Así, la provincia se convierte en la primera del país que contará con un levantamiento topográfico que permitirá disponer de una planimetría “moderna”, fiable y actualizada del territorio, en la que, además, se expresarán accidentes y elementos geográficos como la red hidrográfica, vías, asentamientos humanos, cotas altimétricas de enclaves culminantes, etc, todo ello a una escala aceptable de 1/25.000.

Este avance catastral de 1872, en el que se puso de manifiesto la ocultación de tierras que se había dado en los amillaramientos, germinará con la disposición de una nueva norma que habrá de suponer un singular impulso al proceso de fiscalización de la riqueza rural de Córdoba y España: la Ley de 24 de agosto de 1896.


La Ley de 24 de agosto de 1896 y algunas de sus herramientas

No es éste el lugar para estudiar la normativa sobre el Catastro ni el Catastro en España, ya que para ello existen trabajos especializados que ilustran a la perfección los avatares técnicos, políticos y sociales del proceso[2]. Sólo nos centraremos en el análisis de la norma referida que, a la postre, derivaría en la realización de la planimetría catastral por masas de cultivos de 1899, que, junto a las memorias pertinentes, nos permitirán reconstruir los usos y aprovechamientos agrarios del término cordobés a finales del XIX.

La ausencia de documentos fiables que fueran un reflejo de la realidad económica rural, a pesar de las experiencias previas, impedía acometer un verdadero catastro, alejado del sistema de los amillaramientos. Es cierto que a lo largo del siglo XIX se intentó la elaboración de un catastro basado en el conocimiento del valor inmueble de la propiedad pero no siempre se propuso con ahínco la ejecución de este tipo de catastro. Existían demasiados intereses particulares y colectivos que veían con recelo la práctica de unas pesquisas catastrales que mermaran la autonomía y el poder económico-social de ciertos grupos de poder que, precisamente, cimentaba dicho poder sobre ese patrimonio rural[3]. La importancia social del proyecto catastral estaba en perfecta armonía con los principios liberales del momento y contra el modelo rural caciquil. Así, en 1915 Marcelo Martínez Alcubilla decía al respecto: “la falta de catastro es una de las armas más poderosas del caciquismo, alma de nuestros partidos, puesto que, careciendo de bases sobre las cuales hacer la imposición de las contribuciones, el capricho del que manda ha de sustituir a la justicia y en lugar de hacer el reparto de los tributos con arreglo a la equidad, se ha de ajustar a este otro principio digno de Maquiavelo: la contribución para los amigos y contra los adversarios”[4].

Centrándonos en lo dispuesto por la Ley de 24 de agosto de 1896, publicada en la Gaceta de Madrid dos días después, el proceso de revisión catastral conllevó la elaboración de una considerable documentación sustentada “en los trabajos planimétricos ya realizados por el Instituto Geográfico en varias provincias y términos municipales, rectificando y poniendo al día los datos en ellos asignados”. La cuestión catastral, como es natural y dado su propósito fiscal, debía conjugar dos importantes facetas. En principio el conocimiento del territorio y sus caracteres, pero, al mismo tiempo, se hacía necesaria una permanente actualización estadística de la economía y las rentas, así como de los aprovechamientos del suelo, su modernización, situación de los mercados, etc, ya que todo ello debía repercutir de algún modo en la base imponible catastrada.

El resultado de los itinerarios con brújula, bosquejos o croquis, levantamientos topográficos, etc., habrían de derivar en un rica y profesional planimetría catastral, con la expresión de un parcelario de masas de cultivos, que se completaba con las descripciones textuales recopiladas en las Memorias de la riqueza rústica y pecuaria que hemos podido investigar gracias a las copias que se conservan en el Archivo Histórico Provincial de Córdoba (AHPC) [5].


El plano parcelario catastral de Córdoba según masas de cultivos de 1899

Entre la abundante y pormenorizada documentación exigida por la Ley de 24 de agosto de 1896, considerándola quizás como el colofón de tan arduas labores técnicas, se halla precisamente la confección de los planos catastrales por “masas de cultivos y calidad de los terrenos”[6].  Las distintas brigadas técnicas llevaron a cabo una cuidadosa labor técnica y de campo. Elaboraron los croquis correspondientes según masas de cultivos, tomaron referencias de caminos, construcciones, vías pecuarias y toponimia, a la par que desarrollaron, por primera vez, un exhaustivo estudio de la evaluación de costes, rentas y beneficios que generaban los diferentes aprovechamientos rurales que se daban cita en la provincia de Córdoba y su término municipal. Esta información, junto a la evaluación de sus respectivas bases imponibles por unidad de superficie, habría de permitir la adecuada articulación y la más justa imposición fiscal sobre el patrimonio rural[7]. Son prolijos al respecto los estudios publicados por los profesores Muro, Nadal y Urteaga, en los que se desentraña la verdadera perspectiva territorial, estadística y política que suponía esos esfuerzos por conocer y computar los recursos de un país[8].

Obviamente este plano catastral del municipio de Córdoba para 1899 contemplaba la totalidad del municipio, si bien, los principios de escala y detalle apropiados, obligaban a la segregación del territorio en distintas secciones cartográficas con denominación alfabética (Figura 1). Así mismo, tomando como base el mapa topográfico confeccionado por Dionisio Casañal de 1884, el detalle y la abundancia de información planimétrica es considerable, haciendo referencia a elementos del paisaje rural como las vías de comunicación, hábitat rural, toponimia, medio urbano, caminos, vías pecuarias, hidrología, fuentes y manantiales, etc. Tales datos, unidos a la expresión cartográfica de las unidades de cultivo, y junto a las descripciones textuales de las Memorias de la riqueza rústica, nos permiten reconstruir en el presente trabajo el aspecto y caracteres principales de ese paisaje rural del municipio de Córdoba a finales del XIX.

 

plano%201%20masa%20de%20cultivos%201899

Figura 1. Plano catastral de masas de cultivo de Catastro de 1899. Área de la Sección A (NO del municipio de Córdoba).
Fuente: Elaboración propia según Plano Catastral por masas de cultivos del Término Municipal de Córdoba.

 

Las Memorias de la riqueza rústica de la Comisión Central de Evaluación y Catastro en el término de Córdoba

Aunque la geografía no ha profundizado suficientemente en esta importante documentación catastral, quizás debido al interés territorial y cartográfico de otros documentos catastrales, las Memorias que hemos podido consultar en el AHPC se muestran como una fuente de extraordinario significado geográfico y socioeconómico. Por ello, aprovechamos estas líneas para ponderar en su justa medida el interés geográfico de esas memorias, interés que se sustenta principalmente en dos aspectos. Primero debemos dejar constancia del detallado y minucioso procedimiento establecido en el Reglamento General para la ejecución de la Ley de 24 de agosto de 1896; procedimiento que determina una tipología de documentos amplia, bien concebida desde el punto de vista diplomático, y elaborada minuciosamente por los ingenieros responsables. Esta primera  singularidad le otorga a las memorias el valor de la veracidad de lo que exponen, lo que les confiere una indiscutible valía como instrumentos idóneos para la reconstrucción del paisaje rural de la época.

El segundo aspecto que avala el interés geográfico de las Memorias y su objetividad es que éstas son un reflejo directo y fidedigno de la realidad económica y social de las poblaciones y términos que describen, sin intermediarios partidistas o injerencias políticas; y sin la subjetividad que otros documentos catastrales, generados por las Juntas Locales, solían tener debido a que los promotores y redactores de los mismos, en muchas ocasiones, eran los propios caciques locales, quienes se veían influenciados por sus intereses particulares o por el colectivo al que pertenecían.

Estas Memorias son una descripción precisa de la geomorfología y del clima, de la situación de los transportes y de las vías de comunicación, de los progresos industriales de finales del XIX y de las innovaciones tecnológicas. Además, como hace notar Esther Cruces[9], las memorias son también, y es un aspecto muy destacable, documentos válidos para estudios etnográficos, económicos, ambientales y arqueológicos, o como ya  hemos aludido, para la reconstrucción del paisaje y su evolución[10]. El estudio de esta documentación es prolijo, curioso y revelador de la situación económica, social y política de cada pueblo a lo largo de los años durante los que se mantuvo, así como su análisis nos ofrece una magnífica reconstrucción del escenario rural que habría de servir de substrato a los profundos cambios y al desarrollo rural que acontecería a lo largo del siglo XX de la mano del Regeneracionismo, la introducción del regadío a gran escala, la implantación de nuevos cultivos, etc.

Los estudios que abordan el análisis de la documentación catastral abundan sobre todo en la calidad y valía de la documentación gráfica, sobre la amplia y compleja planimetría realizada, sustentada en los magníficos trabajos topográficos de Dionisio Casañal y otros[11]. Y es precisamente ese espectacular valor cartográfico el que ha oscurecido e infravalorado, incluso desechado, el análisis de la documentación textual de las Memorias, en apariencia más simples técnicamente, pero con mayor calidad informativa, llenas de matices y de información cualitativa y cuantitativa que difícilmente podemos hallar en la rica cartografía catastral[12].

La estructura de las Memorias contempla de manera secuencial los siguientes apartados: situación del término municipal, clima, descripción agrológica, situación económica, constitución de la propiedad, capitales agrícolas, población, sistemas de cultivos, etc. A esta detallada información que, como puede intuirse, supera con creces los datos representados en la cartografía aneja, se suman observaciones de increíble interés como: el valor del agua para riego; existencia y necesidades de guardería rural; almacenaje; remuneración del capital empleado; aperos de labranza y útiles domésticos de las viviendas rurales: mobiliario mecánico; seguros; transportes necesarios; replantación y repoblación; sistemas de explotación; datos relativos a cultivos singulares; etc. En definitiva, con sólo este breve esbozo de contenidos, no cabe la menor duda del increíble valor geográfico de la información que nos suministra estos documentos, y que, sin duda, se completan con el estudio del referido Plano Catastral por masas de cultivos.este


Usos y aprovechamientos del suelo según el Catastro de 1899

El análisis conjunto del Plano Parcelario por masas de cultivos y las Memorias de la riqueza rústica y pecuaria para el término de Córdoba, nos permite describir y reconstruir el paisaje de usos rurales, verdadero propósito de los referidos documentos, ya que su fin, como hemos mencionado, habría de ser la delimitación y valoración de las masas de cultivo existentes en el área de estudio. El examen muestra un absoluto predominio de los agrosistemas extensivos en régimen de secano, mientras las fórmulas intensivas y el regadío poseían una representación testimonial en el conjunto del término. Así mismo, también cabe citar la existencia, especialmente en el área serrana, de amplias extensiones de tierras no labradas ocupadas por pastizales arbolados y sin arbolar con vocación eminentemente pastoril. A la vista de esta clasificación genérica de las masas de cultivo, abordaremos nuestra reconstrucción paisajística.


El secano y sus diferentes modalidades

Esta modalidad de cultivo se desarrollaba principalmente por las Vegas y Terrazas del Guadalquivir, extendiéndose de manera masiva por las amplias tierras onduladas de la Campiña cordobesa.

Aunque generalmente solía presentar un tipo de paisaje homogéneo y continuo, acentuado si cabe por el predominio de los campos abiertos u “openfields”, la realidad del secano ofrecía una complejidad considerable según el tipo de cultivo, prácticas agrícolas y rotaciones. Así, intentando establecer una clasificación sencilla y, al mismo tiempo, clara de la complejidad del secano cordobés para finales del XIX, iremos dirigiendo nuestra atención a los diferentes cultivos y sistemas de cultivos identificados por los Trabajos Agronómicos y Catastrales de la Comisión Central de Evaluación y Catastro.


Secano cerealístico “trienal” o “al tercio”

La modalidad más común de explotación extensiva en secano eran los terrenos de Campiña y Vega dedicados al cultivo de cereal “al tercio”, que desde antaño se reconocía como “sistema de cortijo”[13]. Esta modalidad era “el cultivo característico de las Campiñas de toda Andalucía y por sí sólo ocupaba, a no dudar, mucho más de la mitad del término de secano que en esta parte de la Península se destina a la producción de granos. Es el aspecto típico del gran cultivo en esta región, y constituye buena parte, con el del olivo, de la producción agrícola casi total de Andalucía”[14]. También se designa como “terrenos no estercolados, a trigo, cebada y centeno”[15].

De las 124.000 Has que la Comisión Central de Evaluación y Catastro asigna al municipio de Córdoba en 1899, algo inferior a las actuales 125.500 Has[16], el sistema de cereal “al tercio” ocupaba unas 68.000 Has, lo que venía a representar el 54´8 % del término jurisdiccional.

Aunque aparentemente, por su común representación en el paisaje agrario andaluz y cordobés, pudiera considerarse un agrosistema sencillo, nada más lejos de la realidad. Las grandes extensiones y las unidades de explotación, generalmente de dimensiones considerables, ofrecían en el siglo XIX una más que razonable complejidad productiva, poniendo en práctica unidades de producción que perseguían, además de la obtención de cosechas comercializables, la constitución de células agropecuarias autosuficientes, en las que se intentaban plasmar los ideales empresariales y autárquicos abanderados por los expertos del momento[17].

Tal ideal no debía contar con muchos ejemplos en España y en las tierras andaluzas, sobre todo por la presencia de ese regadío autónomo que Mellado consideraba como esencial. España, aún sin un necesario plan hidrológico y con una modesta difusión de la cultura del regadío, quedaba todavía distante de la pluralidad de sistemas que garantizaran la viabilidad empresarial de las explotaciones y la también deseable subsistencia autárquica de propietarios y trabajadores.

Pero, en el seno de una agricultura de secano y eminentemente cerealística, el mediodía peninsular y, sobre todo, la Depresión del Guadalquivir disfrutaba del tradicional y secular sistema cerealístico “al tercio” que, con una realidad más modesta que el ideal esgrimido por Mellado, poseía una fórmula de rotaciones y cultivos de clara vocación autárquica.

Las explotaciones de cereal “al tercio”, propias de los cortijos campiñeses y de la Vega, contaban, en aras de esa autosuficiencia productiva y de la conservación de los recursos, con un sistema de rotaciones complejo. Así describía la Comisión Central de Evaluación y Catastro este típico modelo de explotación cordobés y andaluz: “la característica de este cultivo consiste en dividir en tres partes iguales la superficie del predio, cultivando trigo en una de ellas, dejando otra de erial para la producción de pastos y barbechando la tercera. Esta división queda señalada en el terreno con líneas de terreno inculto que, cuando el cortijo ocupa sitio céntrico, suelen converger en dicho punto. En el año siguiente la hoja de trigo queda de erial, la de erial se barbecha y la de barbecho se siembra (de trigo)” (Figura 2).

Sin embargo, a este sistema de rotación en tres “soles” u hojas, se sumaba un manejo del predio algo más complejo, que permitía un mejor aprovechamiento de los abonos y una mayor actividad a lo largo del año agrícola, proporcionando al sistema de “cortijo cerealístico” una modesta intensidad de la explotación y la expresión de un modelo agrosistémico con propósitos de autarquía. Por ello, a la habitual rotación de trigo, erial y barbecho antes aludida se añadía unas operaciones y aprovechamientos complementarios, que se conocían como “ruedos”, “huertos”, “libertades de cortijo”, etc. Veamos como los estudios agronómicos del Catastro de 1899 aludían a los “ruedos de cortijo”: “con el fin de aprovechar los abonos y la mayor actividad de que pueden ser objeto los alrededores del cortijo, y con el fin también de disponer, además de trigo, de granos diversos que sirvan de alimento a los obreros y al ganado, se señala alrededor del cortijo una extensión llamada ruedo o huerto de cortijo que tiene igual extensión en cada una de las hojas del tercio, donde se suministra el abono que produce el cortijo, y su rotación es: cebada en la hoja de trigo, trigo en la de erial y habas en la de barbecho”.

También se alude, al margen del referido “ruedo de cortijo”, a la existencia en los predios acortijados de las denominadas “libertades de cortijos”, área de explotación que solían ser responsabilidad de los arrendatarios y que, en sentido amplio, venían a ser ruedos sin estercolar que diversificaban aún más el modelo trienal que singularizaba a las explotaciones cerealísticas. Estas “libertades de cortijos” quedan expresadas y descritas por los trabajos agronómicos del catastro del siguiente modo: “a más de esto, fuera del ruedo (del cortijo) y en lugar apropiado y variable de cada hoja, se destina una pequeña parte a cultivo distinto del que le da nombre. A este cultivo cuya extensión no puede pasar de ciertos límites, según los contratos de arrendamiento, se le llama libertades del cortijo y viene a ser un segundo ruedo sin abono y sin asiento fijo, en el que se cultivan escaña en la hoja de erial y garbanzos y alverjones en la de barbecho”.

Considerando que la descripción precedente puede ser compleja de comprender, utilizamos un ejemplo para un cortijo hipotético de 600 unidades o, si se prefiere, de 600 fanegas de tierra calma o de cortijo cerealístico. El esquema de la distribución de hojas “al tercio”, “ruedo” y “libertades de cortijo”, así como el de las rotaciones propias, sería como queda expresado en la figura 2, donde se presenta la situación de las diferentes hojas y sus rotaciones.

 

Figura 2. Esquema de la explotación del sistema “al tercio” con expresión de sus aprovechamientos plurales según un cortijo de 600 unidades o 600 fanegas.
Fuente: Elaboración propia según AHPC (1899): Trabajos Agronómicos-Catastrales de la Comisión Central de Evaluación y Catastro en el término de Córdoba. Provincia de Córdoba. Sección Hacienda. Libro 1814 (Cartillas evaluatorias de la riqueza rústica).

 

En virtud de la pluralidad funcional del cortijo cerealístico de sistema trienal o “al tercio”, uno de los aspectos más relevantes de esa explotación tipo elegida por el estudio catastral es el cuidadoso análisis de las demandas ganaderas que la explotación requería. El sistema de cortijo, definido por el desarrollo de una explotación agropecuaria y necesitado de una más que significativa cabaña de labor, debía contar con una notable y variada ganadería. Observemos en el cuadro 1 la expresión de esas necesidades para un cortijo de finales del siglo XIX.

El análisis ganadero expuesto convierte al cortijo en una verdadera explotación pecuaria. Su aprovechamiento, además de facilitar las labores agrícolas y de transporte, también otorgaba autosuficiencia económica y sustento a los habitantes estables y temporeros, generaba rentas comercializables en la ciudad y, cómo no, aportaba una considerable producción de estiércoles que eran consumidos por los “ruedos del cortijo”. También esta significativa cabaña explica la importante extensión media de las dependencias cortijeras dedicadas a la habitación, sustento y cría de las cabezas del ganado.

Muy interesante y curiosa nos resulta también la meticulosa descripción que el catastro de 1899 hace de los enseres o el “mobiliario mecánico” que era necesario en un cortijo de finales del XIX. A todos nos resulta familiar la comprensión global del cortijo tradicional como un edificio de dimensiones considerables y numerosas dependencias especializadas, aislado en el contexto agrario de nuestras tierras cerealísticas. Sin embargo, menor es la consideración y conocimiento de ese rico, variopinto y complejo utillaje que servía para las labores comunes o, sencillamente, para el sustento de sus habitantes permanentes o temporeros. Pues bien, veamos, de la mano del estudio catastral, cuáles eran y qué valor comercial tenían esos objetos muebles a finales del XIX (Cuadro 2).

 

Cuadro 1.
Relación de especies ganaderas necesarias en un cortijo “al tercio” de 367 Has situado en el término de córdoba en 1899

Propiedad del ganado

Especies

Nº de cabezas según clase de tierra

Permanencia en el cortijo(Meses)

Tiempo de pastoreo en el cortijo (Meses)

Importe del pastor/meses/cabeza (Ptas)

Del cortijo o propiedad

Bueyes de labor

18

12

10

12

6

3´75

Vacas

18

20

22

6

6

3´75

Burras

6

7

7

12

6

2´00

Mulos

4

4

4

12

1

5´25

Yeguas

12

12

12

4

4

5´25

Cerdos

30

30

30

12

12

0´50

Acogidos

Vacas

30

30

30

4

4

3´75

Cabras u ovejas

150

150

150

6

6

-

Fuente: AHPC (1899): Trabajos Agronómicos-Catastrales de la Comisión Central de Evaluación y Catastro en el término de Córdoba. Provincia de Córdoba. Sección Hacienda. Libro 1814 (Cartillas evaluatorias de la riqueza rústica).

 

Cuadro 2.
Mobiliario habitual y su coste en un cortijo cerealístico “al tercio” de 367 Has en el término de Córdoba para 1899
[18]

15 años de duración

10 años de duración

4 años de duración

1 año de duración

Enseres

Ptas.

Enseres

Ptas.

Enseres

Ptas.

Enseres

Ptas.

2 trillos

100´00

3 sartenes

7´00

10 bieldos

5´00

8 cántaros de agua

3´00

1 llar

3´00

3 ollas de hierro

8´00

5 rastros

2´50

4 macetas

0´60

1 arcón para el pan

6´00

1 caldero

9´00

4 palas

4´00

1 cántaro para aceite

0´37

   

1 tinaja de agua

2´00

5 cribas y arneros

7´50

1 cántaro para vinagre

0´37

   

1 caldereta

1´50

2 redes para la paja

12´00

1 candil

0´50

   

1 mesa

10´00

1 escalera para almiar

12´50

1 tenazas

1´00

   

2 bancos de madera

4´00

1 bieldo para la paja

2´00

4 colleras

8´00

   

6 horcas

10´00

2 cuartillos para medida

3´00

50 sacos

25´00

   

3 cargaderos de hierro

3´75

4 azadas

10´00

   
   

1 hornilla

2´50

2 azadones

8´00

   
   

4 angarillones

10´00

2 sillas

1´50

   
       

6 pares de soga

15´00

   
       

6 escardillos

6´00

   
       

Azuela, martillo, etc.

10´00

   

Fuente: AHPC (1899): Trabajos Agronómicos-Catastrales de la Comisión Central de Evaluación y Catastro en el término de Córdoba. Provincia de Córdoba. Sección Hacienda. Libro 1814 (Cartillas evaluatorias de la riqueza rústica).

 

Estos eran sólo algunos instrumentos, los más importantes, del utillaje de los cortijos a lo largo de la historia agraria de nuestra “tierra calma”, enseres que conocieron nuestros padres y abuelos, y que hoy nuestros hijos sólo podrán contemplar y conocer si visitan alguna colección o museo de artes y costumbres populares. Empero, no podemos olvidar que la mayor parte de nuestra historia social agraria ha girado precisamente alrededor de nuestros cortijos y, en particular, junto a sus cocinas, sus mesas y una maceta repleta de gazpacho o migas tostadas.


Cultivo anual de cereal y leguminosas en secano

Menos común y extendido era el sistema denominado de “cultivo anual de cereal y leguminosas de secano”, que, por lo general aparece concentrado en los ruedos de Córdoba. Así, para nuestra zona de estudio, esta fórmula de explotación se situaba a levante y poniente del casco urbano de la ciudad de Córdoba, sobre terrazgos como el Alcaide, Cabana, Espartera, la Salud, el cortijo de Lubián, el cortijo de Turrueñuelos, cortijo del Aljibejo o la Hacendilla de Baena.

Generalmente su forma característica de explotación era el “colonato” y representaba en el término cordobés un ejemplo de pequeña propiedad en secano de explotación indirecta, cuyas hazas se conocían como “pegujares” y sus explotadores recibían el calificativo de “pegujareros”[19]. Solían ser superficies de explotación segregadas de predios mayores de cultivo “al tercio”, que se entregaban a guardas, aperadores y administradores para que las cultivaran por su cuenta y en concepto de pago en especie por sus responsabilidades y tareas anuales en los amplios cortijos cerealísticos. Dadas las dimensiones reducidas de tales unidades de explotación, que oscilaban entre las 20 y 30 Has, el colono o agricultor elegía un sistema de mayor intensidad que el tradicional sistema cerealístico trienal, facilitando la incorporación de cultivos como la cebada, habas, trigo y garbanzos. Lo más relevante de este modelo o sistema era la inexistencia de hojas destinadas a erial o barbecho, lo que facilitaba una fórmula o rotación sin intermisión de cereal y legumbres.

La rotación anual utilizada en estas hazas, que ocasionalmente podían no encontrarse  bajo una misma linde, suponía la alternancia de los cuatro cultivos aludidos, empleando como regla básica el hecho de que al cultivo de cereal (cebada o trigo), le sucedía la siembra de legumbres (habas o garbanzos). La rotación, por tanto, venía a ser una especie de “año y vez con barbecho semillado” a pequeña escala. A la hoja sembrada de cebada le sucedía las habas; y a la cosecha de trigo, la siembra de garbanzos.

La explotación permitía una considerable producción anual, ya que un mismo año agrícola se obtenían grano y semillas de trigo, cebada, habas y garbanzos, además de la paja correspondiente y sus rastrojos. Tales producciones conseguían, según el estudio de evaluación realizado para el catastro de 1899, unos ingresos brutos anuales por hectárea de 385´03, 314´19 y 243´90 Ptas. respectivamente en virtud de la presencia de tierras de 1º, 2º y 3º clase.

Pero no cabe duda que esta modalidad de cultivo sin intermisión debía contar necesariamente con labores, enmiendas y mejoras que impidieran el agotamiento de los suelos. La principal mejora reparadora de los caracteres edáficos, a falta de eriales o barbecheras, era el uso común del estiércol. El abono, utilizando las mimas palabras que el estudio agronómico evaluatorio del Catastro de 1899, “se adiciona en (la hoja destinada al cultivo de) las habas, sirviendo para la rotación, a razón de 100 cargas de 120 kilogramos por término medio en fanega de tierra”. Esta proporción de suponía la necesidad de proporcionar de 14 a 12 toneladas de abono orgánico por fanega cultivada, o sea, entre 22´871 y 16´337 t. por hectárea.

El aporte del abono referido, a un precio de 4´17 Ptas. la tonelada, procedía principalmente de la ciudad o de las granjas y establecimientos ganaderos situados en su ruedo. Esta circunstancia aseguraba tanto la disponibilidad de las cantidades necesarias como la proximidad de su abastecimiento, lo que venía a suponer un notable abaratamiento de su transporte, ya que las distancias desde el área de producción hasta el pegujal sólo variaban entre “500, 1.000 y 2.000 m”.

En lo que se refiere a la presencia de casa, asiento o construcción, la mayoría de las tierras destinadas a este sistema no contaban con edificación propia, compartiendo asiento con el cortijo matriz al que pertenecía la titularidad del haza, donde, además, se custodiaban los aperos y enseres propios del pegujarero o incluso éste podía utilizar los que ya existían en el cortijo. En relación con la guardería, necesidad que se hacía especial por tratarse de hazas próximas a la población urbana de Córdoba, solía ofrecerse de manera compartida a lo largo de los meses más sensibles al hurto de las cosechas. Así, el documento que venimos estudiando expresa esta circunstancia con las siguientes palabras: “se reúnen de 6 a 8 pegujareros y entre todos pagan un guarda a 2 pesetas diarias durante 4 meses, de 1º de marzo a 30 de junio”, lo que significaba un jornal de 244 Ptas. a lo largo de los 122 días en los que se hacía necesaria la custodia de la explotación.


Cultivo de “año y vez”

También ofrece una distribución muy precisa de las tierras de secano cultivadas de cereales con rotación de “año y vez”. El referido sistema está considerado por la documentación catastral de 1899 como “una excepción del cultivo al tercio” y, según sus argumentos, su empleo estaba motivado por la enajenación de las tierras de algunos cortijos del término cordobés que, al segregarse en hazas o predios de medianas dimensiones, veían alterada la tradicional rotación trienal. Pero la información al respecto es aún más rica y reveladora. Los peritos catastrales asocian el empleo del sistema de “año y vez” a los propietarios agricultores oriundos de la cercana localidad de Fernán Núñez (Córdoba), quienes, ante la exigua dimensión de su término propio, no dudaron en convertirse en ávidos compradores de tierras situadas en los municipios vecinos, a lo que se suma precisamente que fueron estos agricultores quienes, ya en el siglo XVIII, comenzaron a introducir en su municipio la alternativa más intensa del “año y vez”[20].

La singularidad de estas explotaciones cerealísticas estriba en el modelo de rotación empleado, ya que el predio se dividía en dos hojas. Una se cultivaba de cereal (trigo o cebada), mientras la otra se barbechaba. Así la describía la Memoria del Catastro: “al trigo sigue barbecho y a éste cebada seguida también de barbecho. No tiene ruedo porque los abonos producidos por las bestias de labor se utilizan en los ruedos de Fernán Núñez”.

El cultivo que proponía esta modalidad campiñesa, que se extendería por numerosos cortijos a lo largo del XIX, también alcanzó al término cordobés, sobre todo de la mano de los agricultores procedentes de la villa cordobesa de Fernán Núñez, que no dudaron en exportar esta variante de la rotación trienal. Empero, esta alternativa de “año y vez” documentada para el término cordobés y considerada como originaria de la localidad campiñesa de Fernán Núñez no contaba con “barbecho semillado”. Se trata de una fórmula un tanto peculiar, adaptada para ser aplicada  en porciones concretas de una explotación más amplia; es decir, es una concreción complementaria a las rotaciones que estos agricultores desarrollarían en las tierras acortijadas del entorno de Fernán Núñez. La clave está en que, puesto que el abono de que se dispone (estiércol) se empleaba en las tierras de Fernán Núñez, aquí la fórmula del “año y vez” con barbecho semillado se “desintensifica”, sustituyendo el “barbecho semillado” por barbecho desnudo, blanco u holgón, a lo que añade la rotación del trigo y la cebada como cultivos principales. También en esto se nota el carácter complementario de la explotación,  porque el año que se sembraba cebada es evidente que ésta se destinaba a alimentar al ganado de labor de los otros cortijos donde se obtenía el cereal panificable, principal objetivo de las tradicionales economías cerealistas.


Explotaciones olivareras de Sierra y Depresión del Guadalquivir

Otra de las masas que cuenta con relevancia superficial en el contexto rural del municipio cordobés a finales del XIX es el cultivo del olivar, si bien su extensión se encuentra a notable distancia de las explotaciones cerealísticas, o de las significativas dimensiones de prados y dehesas que se repartían por la Vega y Sierra. Además, se hace necesaria la distinción de dos modalidades de olivar en el municipio cordobés: “el olivar de la Sierra o de la Campiña, o lo que es lo mismo, según que esté situado al Norte o al Sur del río Guadalquivir”. Los predios olivareros de la Sierra constituían un modelo de producción propio, disperso en fincas como el Lagar de Don Sancho, Pedrajas, la Jarosa, las inmediaciones de Santa María de Trassierra, el lagar de la Cigarra, los alrededores del monasterio de San Jerónimo o las hazas situadas en las proximidades de Vallehermoso, a levante de Córdoba la Vieja.

Por otro lado se encontraban las explotaciones olivareras emplazadas al mediodía del tendido ferroviario Córdoba-Sevilla, ejemplificadas por los predios de Alameda del Obispo, Olivos Borrachos, el Higuerón, Quintos, Majaneque y el cortijo de Los Frailes, que se convertía en la unidad olivarera más extensa del área que venimos describiendo en el presente estudio. En estas fincas se seguía una explotación olivarera económicamente diferente y más propia del paisaje campiñés que de la serranía de Córdoba, lo que justificaría su distinción desde la perspectiva impositiva o fiscal, a la par que también explica el desarrollo de un paisaje rural propio en el contexto municipal.

La primera diferencia que salta a la vista entre uno y otro olivar es que el situado en la Sierra ofrecía menores rendimientos y, al unísono, unos gastos más significativos que los olivares de la Vega y Campiña. Comparemos en el cuadro 3 los productos y gastos de uno y otro tipo de olivar para comprobar la diferencia de rendimientos. Nótese, a la vista de las cifras ofrecidas por el catastro de 1899, cómo, por ejemplo, en el apartado de productos comercializables, el olivar de Campiña superaba significativamente a los ingresos del olivar de Sierra. Mientras que en las tierras de primera calidad los ingresos del producto en la Sierra hacían un total de 151´60 Ptas/Ha/año, esa misma variable superaba en la Campiña las 155 Ptas/Ha/año.

Ocurría el fenómeno inverso en el capítulo de gastos. Aunque los capítulos de gastos en una y otra localización eran los mismos, las singularidades geográficas de una y otra unidad natural permitían diferenciar las cuantías que el propietario de los predios debía invertir. La Sierra y su olivar, sobre terrenos más fragosos, difíciles y con peores comunicaciones, debía desembolsar generalmente mayores cantidades de dinero que las explotaciones de la Vega y Campiña, con relieve más fácil y mayor accesibilidad (Cuadro 3)[21].

 

Cuadro 3.
Productos, cuentas de gastos y líquido imponible del olivar de Sierra y Campiña en el término municipal de Córdoba para 1899

OLIVAR DE SIERRA

OLIVAR DE CAMPIÑA

Productos (Ptas/Has/año)

Productos (Ptas/Has/año)

 

Tierras de 1ª

Tierras de 2ª

Tierras de 3ª

 

Tierras de 1ª

Tierras de 2ª

Tierras de 3ª

Aceite claro

137´26

97´94

57´91

Aceite claro

142´98

107´24

71´49

Aceite turbio

3´40

2´50

1´43

Aceite turbio

3´57

2´68

1´79

Orujos

3´37

5´23

3´10

Orujos

5´71

4´28

2´86

Leña

2´11

1´50

0´91

Leña

2´11

1´50

0´91

Pastos

1´46

1´46

1´46

Pastos

1´46

1´56

1´46

Total

151´60

108´63

64´81

Total

155´83

117´16

78´51

Gastos (Ptas/Has/año)

Gastos (Ptas/Has/año)

 

Tierras de 1ª

Tierras de 2ª

Tierras de 3ª

 

Tierras de 1ª

Tierras de 2ª

Tierras de 3ª

Labores de arado, poda, cava de pies, transportes, etc.

98´86

66´63

46´22

Labores de arado, poda, cava de pies, transportes, etc.

84´92

68´51

56´36

Líquido imponible (Ptas/Has/año)

Líquido imponible (Ptas/Has/año)

 

Tierras de 1ª

Tierras de 2ª

Tierras de 3ª

 

Tierras de 1ª

Tierras de 2ª

Tierras de 3ª

Base

52´74

42´00

18´59

Base

70´91

48´65

22´15

Fuente: Elaboración propia según AHPC (1899): Trabajos Agronómicos-Catastrales de la Comisión Central de Evaluación y Catastro en el término de Córdoba. Provincia de Córdoba. Sección Hacienda. Libro 1814 (Cartillas evaluatorias de la riqueza rústica).

 

A resultas de esta relación económica de la cuenta de productos y gastos del olivar del término cordobés, los peritos catastrales conseguían calcular el líquido imponible de una y otra tipología olivarera. Como no podía ser de otro modo, los líquidos imponibles más elevados se alcanzaban en las tierras campiñesas, mientras los más modestos se registraban en el olivar de Sierra. Por supuesto, ello redundaba desigualmente en la presión fiscal aplicable (Cuadro 3).


Viñedo

Menor aún era la extensión ocupada por la vid en régimen de secano, hecho que podría asociarse tanto a la escasa cultura agraria vinculada a esta producción en el municipio, como a las consecuencias que se pudieron derivar de la plaga de la filoxera[22]. Era, por tanto, un cultivo escaso y exclusivamente asociado al área serrana del término cordobés, constituyendo pequeñas parcelas en las que raramente la vid era el único cultivo, ya que solía convivir de forma promiscua con otras cosechas y usos[23]. Según las observaciones de los peritos del catastro, lo habitual era que las explotaciones de vid se situaran en hazas “inmediatas a los lagares” (nombre que se aplica a los olivares), en las que se plantaban tres o cuatro fanegas de vid. Esta superposición entre explotación de vides y olivar no resultaba extraña en la geografía cordobesa y, ya en el siglo XVIII, tal circunstancia se detectaba en las viñas de los pagos de Moriles, en las que “se contempla siempre como un todo la molienda de la aceituna y el pisado de la uva”[24].

En respuesta a la escasez de superficie sembrada de vid y al poco cuidado que se ponía en su manejo y explotación, el aprovechamiento de las viñas que salpicaban la serranía cordobesa se restringía al “consumo en verde de la uva en primer término, y, en segundo, a la fabricación de vinagre del cual consume la población andaluza grandes cantidades en todo tiempo, especialmente en verano”. A la vista de tales afirmaciones, sólo nos queda confirmar que, al menos a finales del XIX, las vides del término cordobés no constituían una producción de vinos, reservando sus reducidas cosechas a la obtención de uva de mesa y a la fabricación de vinagre. Aunque no se disponía de información sobre la proporción que existía entre la cosecha de uva para mesa y la destinada a la transformación en vinagre, el análisis del catastro de 1899 suponía que “por cada parte de uva destinada al verdeo, dos se dedicaban a fabricar vinagre”. Así, con el fin de mostrar de forma sintética la información recopilada por el catastro, adjuntamos el cuadro 4, en el que se expresan las singularidades morfológicas y productivas más representativas de los contados viñedos que se repartían por las tierras de la serranía cordobesa, teniendo presente que, debido a su escasa superficie, la información suministrada se ofrece para una calidad de tierras única, ya que no cabía establecer diferentes calidades de suelo para esta explotación.

El marco utilizado en las plantaciones era de unas 2 varas castellanas o burgalesas, y, a resultas de dicha proporción espacial, la densidad media de las explotaciones era de unas 3.500 cepas por hectárea, si bien debemos tener presente que la extensión media de las explotaciones solía ser de 3´84 Has, siendo la mayor finca que se registraba de sólo 10 Has.

La venta del producto dejaba cierta riqueza gracias a su comercialización en el mercado local de Córdoba. “La arroba de uva se vende en Córdoba a 2 Ptas; y el vinagre a 2´25 ó 2´50 Ptas/arroba”; mientras que subproductos como las heces, orujos, sarmientos y pámpanos, dadas sus exiguas producciones y rendimientos, no eran objeto de comercialización alguna, incorporándose como materia orgánica a la explotación. Según tales pesquisas catastrales, una hectárea de viñedo serrano en Córdoba generaba sólo los dos productos comercializables aludidos: la uva de verdeo y el vinagre. La primera importaba unos ingresos medios anuales por hectárea de 140´34 Ptas; mientras el vinagre representaba unos ingresos medios brutos anuales de 140´94 Ptas/Has.

La explotación, como es obvio, producía gracias a la necesaria inversión. Los gastos de las vides municipales contaban con partidas destinadas a la poda, cava, bina, recolección, azufrado, elaboración de vinagre, seguros, etc. La totalidad de los gastos por hectárea y año ascendía a 218´72 Ptas, considerando que la mayor parte de las labores referidas solían ser responsabilidad de mujeres.

 

Cuadro 4.
Caracteres de cepas por hectárea y producción de las viñas del término de Córdoba en 1899

Conceptos y unidad de medida

Calidad de la tierra única

Marco usual de las cepas (2 varas) (m.)

1´67

Nº de cepas por hectárea (nº)

3.585

Pérdidas de cepas muertas o que produzcan fruto (el 10 %)

358´6

Nº de cepas productoras de uva (nº)

3.227

Producción de uva por cepa (Gramos)

750

Producción de uva por hectárea (Quintales métricos)

24´20

Uva destinada al verdeo o de mesa (Quintales métricos)

8´07

Id. destinada a la fábrica de vinagre (Quintales métricos)

16´13

Producción de vinagre a 60 l /Quintal (Hectolitros)

9´68

Fuente: AHPC (1899): Trabajos Agronómicos-Catastrales de la Comisión Central de Evaluación y Catastro en el término de Córdoba. Provincia de Córdoba. Sección Hacienda. Libro 1814 (Cartillas evaluatorias de la riqueza rústica).

 

Otras modalidades y explotaciones en secano

A las explotaciones de secano referidas se sumaban otras con muy inferior representación superficial y marcadas por la promiscuidad de cultivos. Las que cita la información catastral son: olivar de secano asociado a cereales de cultivo anual en los ruedos de la ciudad; el olivar asociado a cereales de secano “al tercio”; el cultivo de cereales “al tercio” con encinar; y el cultivo de la vid asociado al olivar.


Explotaciones no labradas y forestales

El paisaje del término municipal de Córdoba, aún lejos del grado de urbanización actual, contaba con una Sierra Morena que, desde tiempo atrás, había jugado un papel relevante en la imagen de la ciudad. Su localización, altitud y características formales y económicas la convertían en un ideal escenario o “frons scaenae” para la ciudad, su Vega y Campiña. Estas últimas habitadas y convertidas en el ámbito donde evolucionaban los actores humanos, sociales y económicos; la Sierra, en contraste paisajístico con la Depresión del Guadalquivir, era el medio natural de esa especie de teatro municipal, que se recortaba en el cielo cordobés y simbolizaba lo pintoresco y lo paradisíaco, tan valorada por los viajeros del XVIII o XIX[25].

Las citas a la serranía como símbolo romántico de la composición paisajística cordobesa son abundantes, sobre todo de la mano de la literatura. Pero dichas referencias no serán las únicas, ni quedan restringidas a las descripciones literarias más o menos cargadas de artificio estético. Ese mismo carácter simbólico, natural y escénico, también se deja notar en las descripciones geográficas y científicas de mediados del XIX. Así se refería a la Sierra cordobesa en 1859 el Anuario Estadístico de España: “la pintoresca Sierra de Córdoba tiene una vegetación leñosa muy variada y lozana. Háyase adornada de boscaje siempre verde, en el que descuellan el mirto, loro, coscoja, acebuche, terebinto y lentisco. Campean sobre este matorral algunos rodales de pinos derechos y de nudosos alcornoques, y en el fondo de los valles la vid y otras trepadoras tejen laberintos impenetrables con fresnos, alisos, olmos y álamos hermosísimos, a cuya poética sombra la industria harinera utiliza casi patriarcalmente los arroyos, que serpentean entre peñascos grotescos y adornados con espesísimas adelfas. Las cañadas del río Cuzna, Guadalbarbo y Guadiato son soledades misteriosas y eminentemente estéticas”[26].

Sin embargo, ese carácter escénico y natural sempiterno de la Sierra cordobesa, de indudable repercusión en la imagen acumulada por la ciudad, también constituía un medio económico primordial para Córdoba y sus pobladores, un área de producción que habría de hacerse compatible y complementaria a las actividades más intensas que se desarrollaban en la Vega y Campiña, unidades éstas últimas que también presentaban, antes del desarrollo del regadío a gran escala, no pocas extensiones de pastizales y dehesas ganaderas. Vemos una sucinta descripción de los usos no labrados y forestales más sobresalientes que ocupaban la serranía cordobesa y ciertos enclaves de la Vega cordobesa a finales del XIX.


Prados y pastizales

A los sistemas de cereal, olivar o viñedos se sumaban las todavía extensas fincas no labradas de secano destinadas a prados naturales, conocidas con el apelativo de “dehesas”, término que aludía a la condición jurídica de tierra acotada con fines ganaderos y con escaso o incluso inexistente arbolado. Entre estas dehesas latifundistas próximas a Córdoba cabe citar las de Córdoba la Vieja, el Aguilarejo, el Higuerón, el Lavadero, Cuevas Altas, Jarillas, Gorgojuela o cortijo de los Frailes, cuya localización no sólo se restringía a la Sierra, sino que también se extendían por la Vega y terrazas del Guadalquivir. A la vista del catastro de masas de cultivo, no cabe duda de que persistía, aún a finales del XIX, una más que razonable presencia pecuaria en el término cordobés, representada por la subsistencia de extensas fincas que, unidas a las dehesas arboladas de la inmediata Sierra Morena, ofrecían “el mejor alimento durante el invierno a todo el ganado de renta del término, excepción hecha de las especies menores”[27].

Los estudios catastrales confirmaron que la renta bruta generada por una dehesa de prado natural en la Vega cordobesa, para finales del XIX, podía ser de 81´22 Ptas/Has/año para tierras de primera calidad; de 54´91 Ptas/Has/año en tierras de segunda; y de 28´59 Ptas/Has/año en suelos de inferior o tercera calidad.

En lo concerniente al número de cabezas que podían mantenerse con los pastos de esta masa de aprovechamiento, el estudio también aporta una detallada información a la hora de fijar la carga ganadera soportable por los prados naturales de Córdoba la Vieja y otros latifundios próximos. Según sus cálculos, limitando la información a la especie bovina, la carga  ganadera por cada 100 Has de prados variaría según la calidad de las tierras explotadas. Los suelos más aptos podrían suministrar alimento suficiente a 2´71 cabezas de ganado bovino por hectárea; mientras las tierras de tercera clase, menos capaces por su pendiente, caracteres edáficos, encharcamiento, etc, sólo podrían facilitar una carga ganadera de 0´95 cabezas.

En lo referente al precio por cabeza de dicha carga, la misma fuente nos informa que “cada cabeza de ganado mayor con sus crías de menos de un año y de clase bovina pague por los pastos de 8 meses a razón de 8´75 pesetas mensuales, o sean 30 pesetas en el referido período”.

Los gastos derivados del mantenimiento, acondicionamiento y explotación de las dehesas que constituían esta cuenta de producción eran varios, aunque muy inferiores a los existentes en los aprovechamientos cultivados cerealísticos descritos con anterioridad. Tales gastos se señalan con las siguientes expresiones: “no tiene la dehesa más gasto que las de la habitación de los animales y el riesgo de la cosecha, o sea la merma de renta producida por escasez de pastos, (circunstancia) no general en la comarca, porque entonces se aumentaría el precio de estos”. Como vemos, los gastos e inversión necesaria para el mantenimiento de la explotación de los prados naturales prácticamente se restringían a la necesaria construcción y conservación de la habitación para el ganado y a la contratación de los seguros que, por lo general, según parece, no se solían contratar para este tipo de uso.

La habitación para el cuidado del ganado se concretaba en la existencia en la dehesa de “corralizas construidas para albergue”, obras que generalmente eran semejantes a las existentes en los tradicionales cortijos. Su construcción se tasa en unas 10 Ptas/m2, considerándosele los mismos gastos anuales que para la cuenta del secano del cereal “al tercio”. A las instalaciones ganaderas había que sumar las también necesarias habitaciones para el personal que cuidaba del ganado durante su estancia en la dehesa, considerando que “cada piara de ganado vacuno de veinte cabezas exige un hombre y un zagal, los cuales deben disponer, junto a las corralizas, de una edificación al mismo coste que la anterior de 25 metros cuadrados, siendo igual a 0´125 metros cuadrados por cabeza de ganado”. También existía la necesidad de contar con una casa para el guarda con una superficie total construida de unos 100 m2.


Encinar y encinar adehesado

Este tipo de uso, más propio de la Sierra de Córdoba y sus laderas, contaba con una variada producción a pesar de ser un medio no labrado. El producto de estos predios serranos se sintetizaba en el aprovechamiento de la madera, leña, bellota, pastos de dehesa y la práctica de la caza. Empero, los estudios catastrales de finales del XIX no contaban con datos locales que pudieran facilitar el descubrimiento de los líquidos imponibles del monte de encinar. La dirección del proceso de evaluación rústica, ante esa falta informativa, se vio obligada a establecer un procedimiento de investigación ponderada. Tal circunstancia se expresa en los siguientes términos: “no ofreciendo la información local datos de conjunto suficientes para determinar la producción típica, procedió la brigada sobre el término a hacer conteo de árboles y examen de estos por los medios analíticos usuales. Para ello se midieron en los encinares de 1ª y 3ª (calidad de tierras) distancias entre pies, circunferencias de troncos y producciones de cada árbol. (…) Para el cálculo de distancias medias y producciones se han tenido en cuenta todos los pies adultos, y para diámetros y alturas sólo los que tenían aquél superior a 0´24 metros”.

A la vista de tal análisis empírico, la producción del monte alto de encinar que coronaba buena parte de la franja septentrional del término de Córdoba se expresaba del siguiente modo. La madera de las encinas que adornaban fincas como la Bastida se calcula aprovechable para un período de 150 años, período que se obtiene “de la diferencia entre la edad que pueden tener los pies más jóvenes entre los maderables y la vida media de la encina”. Tal circunstancia confiere a esta explotación un largo período de aprovechamiento como consecuencia del lento crecimiento de la especie, ya que se le presupone un crecimiento anual de sólo el 1 %. Así mismo, se da noticia del desigual aprovechamiento maderero entre las tierras de primera calidad y tercera. Las primeras contaban con una media de 41 pies maderables por hectárea, mientras los suelos menos aptos sólo arrojaban la cifra de dos pies maderables por la misma unidad superficial. En virtud de tales resultados, el mismo estudio aclara que la venta de la madera se llevaba a cabo “sobre el terreno y árbol en pié a tanto alzado”, considerando que el metro cúbico de la madera enajenada rondaría las 22´27 Ptas.

Para la obtención de leña se establecía un turno de 50 años, con un crecimiento del 5 %. Esta producción se dedicaba casi en su totalidad a la fabricación de carbón vegetal, actividad que contaba en toda la Sierra cordobesa con una considerable trayectoria histórica. La leña, al igual que la madera y según costumbre, también “se vendía en el mismo monte y sin cortar por la mitad del carbón que produce”, evaluando que un metro cúbico de la referida leña producía 0´300 m3 de carbón, fijándose que un metro cúbico de carbón valía en el monte 2´61 Ptas.

El producto estrella del monte arbolado de encinar era, sin lugar a dudas, la bellota, que, junto al arrendamiento de los pastos adehesados, era  la producción que más ingresos originaba a los propietarios de los predios. Generalmente se destinaba a la alimentación del ganado, siendo el de cerda la principal especie que se beneficia de la “montanera”.

La comercialización de la montanera seguía un proceder sustentando en la costumbre del paisaje adehesado de encinar de buena parte de la Sierra Morena cordobesa. “La costumbre corriente para el arrendamiento de la bellota es pesar el ganado al entrar en la montanera y al salir; por cada arroba de aumento de peso percibe el propietario del encinar 10 Ptas. Se sabe además que para que un cerdo aumente una arroba de peso necesita conseguir en muy poco tiempo 4 fanegas colmadas de bellota avareada”. Pero esta evaluación general debía contemplarse con precaución, ya que existían circunstancias que matizaban la producción y consumo de bellota por parte del ganado porcino. “No toda la bellota de la dehesa produce aumento de peso en el ganado. Por lo pronto hay que restar un 10 % de la producción por los riesgos que ésta corre del ataque de la lagarta (L. dispar) y luego tener presente que no todos los cerdos de la piara se destinan a engorde, sino que buena parte de ella es de ganado joven que sólo consume ración de conservación sin engordar por el granillero[28]; es decir la bellota no avareada sino desprendida de la encina naturalmente, esta bellota es además de la que cae antes del avareo, la que está en la mitad superior de la encina, fuera del alcance de la vara. Hay además otra parte de fruto que queda sin aprovechamiento o por caer en mal sitio o por podrirse o por ser consumido por los animales salvajes, de modo que no quedaremos muy alejados de la verdad al suponer que sólo produce engorde la mitad de la bellota producida después de rebajarla en un 10 %”. Considerando los argumentos referidos, las dehesas y monte de encinar del término producían anualmente y por hectárea unas 26´10 Ptas en tierras de primera calidad, y 15´40 y 4´60 Ptas/Has/año en aquellos suelos de segunda y tercera aptitud.

Junto a la bellota, eran los pastos adehesados los que mayores rendimientos económicos generaban a los propietarios de esta masa de aprovechamiento. Los pastos eran consumidos por distintas clases de ganado, asemejándose mucho a los pastos naturales de secano. Sin embargo esa similitud contaba con matices que la evaluación catastral contempla, ya que el aprovechamiento del pastizal herbáceo de las áreas de encinar poseía menores rendimientos comparados con las rentas que se obtenían en los pastizales puros situados en la Vega cordobesa. Los técnicos expresan tal circunstancia considerando que “si aquí supusiéramos igual aprovechamiento incurriríamos en dos errores que redundarían en perjuicio del propietario porque equivaldría esto a suponer que hay tal abundancia de capitales destinados a la ganadería que se aprovechan todos los pastos que la tierra produce y que la sombra del arbolado no produce merma alguna en la producción herbácea de pastos”. Por ello, la Memoria evaluatoria catastral decide reducir de manera significativa las rentas generadas por el aprovechamiento de pastos de encinar en relación con los pastizales sin arbolado de las ribera del Guadalquivir, reduciendo sus rendas por arrendamiento a la mitad de estos últimos. Así, según tales argumentos justificatorios, se considera que el arriendo de pastos a finales del siglo XIX vendría a suponer un producto bruto por hectárea y año de 40´80 Ptas en las mejores tierras de encinar, si bien las tierras de tercera calidad sólo podían generar unos ingresos brutos de algo más de 14 Ptas/Ha/año. Según tales cifras, era precisamente el consumo y arriendo de los pastos la partida de producción más voluminosa del monte alto de encinar cordobés, ya que por sí sola generaba el 53 % de los ingresos brutos por hectárea y año de una finca serrana. A dicha partida le seguía, como hemos citado con anterioridad, los ingresos procedentes del arrendamiento de la montanera de la bellota, que participaba en la producción bruta total con el 34 % de los ingresos de la propiedad.

Finalmente, como se había hecho desde tiempo inmemorial, las zonas forestales o adehesadas de encinar eran también objeto de explotación cinegética, si bien no todos los encinares del término cordobés disfrutaban de esta práctica a finales del siglo XIX. En aquéllas en las que se tenía constancia de la práctica venatoria, el estudio catastral de evaluación de la riqueza estima que en un coto que tuviera entre 1.000 y 1.500 fanegas se pagaban unas 500 Ptas/año por practicar la caza; sin embargo, al mismo tiempo, tal cuantía se considera desproporcionada y necesitada de revisión. Se considera más acertada una evaluación de renta por caza de 250 ó 330 Ptas/año, ya que la mayoría de los cotos del término no contemplaban la caza como su principal objeto de arrendamiento. Según esto, una hectárea de monte de encinar podía proporcionar a la propiedad unos ingresos brutos medios anuales de unas 0´33 Ptas por su explotación cinegética.

En lo que respecta a los gastos que las explotaciones de encinar debían acometer, el estudio considera que tales se derivaban principalmente de la edificación de las instalaciones para los animales, la existencia y mantenimiento de la casa del guarda, la vigilancia del predio, las labores de tala y la contratación de los seguros pertinentes. Todo ello, según los cálculos expuestos, ascendía al 2 % del producto bruto de la explotación.


Alcornocales

Una variedad del monte alto, con una representatividad superficial en el municipio muy inferior al encinar, era el denominado “monte alto de alcornocal”. Este tipo de explotación forestal sin labranza, transcribiendo lo recogido por la fuente catastral, “no tiene gran desarrollo forestal en la Sierra del término de Córdoba; no obstante hay en ella algunos centenares de hectáreas que se omiten en el cuadro de superficies del Instituto Geográfico y que no pueden en modo alguno despreciarse ni sumarse a otras producciones”. La razón que se esgrimía para no despreciar estas explotaciones, además de las estrictamente fiscales, estribaba en la existencia y explotación de los alcornocales y su corcho, producto que alcanzaba precios relevantes en los mercados. Como ejemplo de tal importancia podemos citar que, según los datos allegados por la fuente catastral de 1899, una hectárea de tierra de primera calidad de alcornocal podía arrojar por la venta de su corcho un precio bruto medio de 37´22 Ptas/año[29]; al que se sumaban otras producciones derivadas del consumo de la bellota, pastos, madera, leña y caza. El objeto principal de esta masa de aprovechamiento rústico era, sin lugar a dudas, la recolección del corcho. Su producción a finales del siglo XIX, teniendo presente que sólo se catalogan dos calidades de tierras, era como se expresa en el cuadro 5.

A la vista de las cifras, podemos comprobar como la producción media de una hectárea de alcornocal generaba un total de 278 Kg. de corcho en las tierras de primera calidad; mientras que los suelos de peor calidad y más inaccesibles por presentar relieves difíciles, sólo alcanzaban a recolectar 14 Kg/Ha. En lo referente a la producción de materia prima según calidades, las mejores tierras o de calidad superior ofrecían producciones semejantes entre el corcho de 1º, 2º y 3ª, circunstancia que se repetía en el caso de las tierras de segunda calidad, aunque estas producciones eran muy inferiores a las que se alcanzaban en los primeros terrenos.

También hace hincapié el estudio catastral en la producción de madera y leña, considerando el precio de dichas materias en el mercado local de Córdoba a 5 Ptas/m3. Según el estudio analítico realizado por la brigada responsable, a falta de datos locales ciertos, se fijaba que la obtención de la madera y leña de alcornoque exigía turnos de uso de 50 años, y que, según este principio, ello permitía la obtención media de 2´267 m3/Has/año en las tierras de primera calidad; y sólo 0´063 m3 en los suelos inferiores.

El producto de la montanera de bellota resultaba evidentemente inferior a la misma práctica en el encinar, al igual que también era inferior la producción de pastizal para el ganado, ya que “la mayor espesura del alcornocal hacía menor la producción de pastos”. De tal forma que los pastizales que se generaban en el alcornocal se igualaban a los que germinaban en las tierras de 3ª calidad del encinar. A título de ejemplo, podemos observar la menor productividad de los pastos de alcornocal con respecto a los pastos de encinar, teniendo presente que el producto de los pastos en el alcornocal de tierras de 1ª producía un promedio de 14´40 Ptas./Ha./año[30], mientras las mismas tierras generaban en el monte de encinar adehesado un producto por arriendo de pastizal de 40´80 Ptas/Ha./año. Del mismo modo, mientras la explotación de los pastizales de encinar solía permitir una carga ganadera de 1´36 cabezas/Ha, las mismas tierras de alcornocal sólo permitían el pastoreo de 0´48 cabezas/Ha.

 

Cuadro 5.
Producción media por hectárea de corcho en los alcornocales del término de Córdoba. 1899

Conceptos evaluados y unidades de medida

Calidad de tierra

1ª calidad

2ª calidad

Peso de un m3 de corcho (Kg.)

240

240

Peso del corcho producido en una hectárea (Kg.)

278

14

 

Corcho de 1ª calidad (Kg.)

92

4

 

Corcho de 2ª calidad (Kg.)

93

5

 

Corcho de 3ª calidad (Kg.)

93

5

Fuente: AHPC (1899): Trabajos Agronómicos-Catastrales de la Comisión Central de Evaluación y Catastro en el término de Córdoba. Provincia de Córdoba. Sección Hacienda. Libro 1814 (Cartillas evaluatorias de la riqueza rústica).

 

Finalmente, el alcornocal se beneficiaba de las condiciones ecológicas de sus formaciones forestales y del hábitat natural que éstas favorecían. El resultado, incluso en mejores condiciones que el encinar adehesado, era la presencia de interesantes cazaderos, cuya explotación venatoria generaba unos ingresos brutos anuales por hectárea de 0´33 Ptas.


Pinares

El paisaje estrictamente forestal y no labrado de la serranía cordobesa se completaba con una modesta pero paisajísticamente valiosa masa de pinar. En términos generales se reconoce que “esta especie jamás alcanza en el mediodía de España el desarrollo ni la importancia que en el centro y Norte, de modo que desde luego debe tenerse por entendido que los pinares de la tierra de Córdoba no son comparables ni en producción ni en extensión con los otros puntos de la Península. Pero si bien es verdad esto en términos absolutos, hay que reconocer que los pinares de este término son importantes comparados con los del resto de la provincia”.

Al valor paisajístico y natural de los pinares de la serranía cordobesa, concentrados en los alrededores de Trassierra y en otros enclaves próximos al cerro Torreárboles, se sumaba una incuestionable producción económica, si bien esa explotación, según las observaciones catastrales, carecía de sistema y, sobre todo, practicaba unas operaciones poco conservadoras de los recursos naturales. El estudio catastral alude a los pinares y al modelo de producción seguido en ellos de forma muy negativa, criticando la inexistencia de un verdadero modelo de explotación, hecho que posiblemente se debía a la falta de tradición y cultura rural en el aprovechamiento de estos bosques. El estudio evaluativo del Catastro dice al respecto: “hay que decir que el sistema de aprovechamiento usual no tiene base racional alguna, es decir no es tal sistema; los dueños, cuando les parece, talan los pies que mejor les cuadra sin regla ni método alguno, pero pudiendo asegurarse, desde luego, que siempre es mayor el promedio anual de extracción de madera que el de producción del monte, de modo que éste desaparecerá tarde o temprano si antes no se cambia el método de explotación”. Dicho de otro modo, el pinar cordobés, se explotaba sin reglas forestales precisas, se talaba lo que buenamente se consideraba y, además, la falta de conocimientos de los propietarios y responsables de las fincas ocasionaba una acentuada sobreexplotación de los recursos, sin atender a las tasas de recuperación forestal, índices de crecimiento, reforestaciones y edad de los ejemplares. El resultado, como menciona el propio estudio catastral, habría de ser la progresiva “extinción del pinar cordobés”.

La producción principal, aunque no única, de los pinares del término era la obtención de madera para la construcción y el laboreo de minas. Este aprovechamiento contaba con diferencias significativas según el área y calidad de las tierras pinariegas. Así, la Memoria de la riqueza rústica del Catastro de 1899 establecía una clara distinción entre los pinares situados en tierras de 1ª, 2ª y 3ª. “En las de 1ª calidad se incluyen los verdaderos pinares productores de madera para construcción y rollizos utilizables en el laboreo de minas. En la 2ª sólo hay piezas de esta clase; (si bien) algunos de los pinares incluidos en este grupo podrían llegar a ser de 1ª. La clase 3ª ofrece dos aspectos: o el de pinar muy espeso pero sin piezas utilizables para otra cosa que sea el carboneo, pero que podrá convertirse con el tiempo en 2ª y aun en 1ª; y el de pinar muy claro con pastos de monte bajo y piezas maderables de regulares dimensiones que nunca se convertirán en pinar de 1ª, ni de 2ª”. Estas observaciones tenían como objeto el discernir la presencia de tres tipos de pinares en el término, con el fin de argumentar que sólo el pinar de primera clase podía considerarse como “verdadero pinar” con fines madereros, mientras que el monte enclavado en tierras de 2ª y 3ª calidad, en ámbitos de topografía compleja y suelos descarnados, sólo podían considerarse útiles para el aprovechamiento de pastizales y monte bajo con fines ganaderos.

Según el estudio abordado por la brigada del catastro, las existencias maderables por hectárea, en virtud de las condiciones naturales de los pinares y sus diferentes calidades de suelo, oscilaban de forma muy significativa entre los bosques de primera clase y los restantes. Mientras que los pinares de primera clase podían contar con un promedio de 235´420 m3/Ha. de madera y una densidad de 726 pies/Ha; las tierras de segunda calidad sólo poseían unas existencias medias de madera de 9´326 m3/Ha y 211 pies/Ha; y las de tercera calidad le correspondía una media de madera de 5´729 m3/Ha y sólo 48 pies/Ha.

Los turnos para la explotación de la madera de pino también variaban según la edad de los pies, el tipo o calidad del suelo, los ritmos de crecimiento de la especie, etc. Para calcular los turnos temporales de corta se siguió el siguiente procedimiento: “para determinar el turno basado en la edad se procedió como se ha dicho, resultando que en 1ª los árboles más jóvenes entre los aprovechables tienen 20 años y los más viejos 70. En 2ª los más jóvenes 25 años y los más viejos 50; y en 3ª los más jóvenes 57 y los más viejos 120 año. Según el método de Bekmman, el turno debe ser la diferencia de edades entre los pies más viejos y más jóvenes entre los aprovechables”, de modo que, según dicho argumento, los turnos para el aprovechamiento maderero, analizando los tocones que existían en las propiedades forestales del municipio, se establecieron del siguiente modo según la calidad de los terrazgos: en tierras de 1ª calidad, turno de 50 años; en tierras de 2ª, turno de 25 años; y en tierras de 3ª, turno de 63 años.

La producción maderera de los pinos se vendía en el monte y en pie, teniendo presente que el comprador se hacía tras la venta tanto con la madera del árbol talado como con la leña. Los precios variaban según el tamaño y la perfección del fuste de la pieza elegida, de modo que era complejo llegar al cálculo aproximado del promedio del precio del metro cúbico de las maderas de pino que se comercializaban en la Córdoba de finales del XIX. Por ello las pesquisas y averiguaciones del catastro debieron acudir a los datos e información proporcionados por el ayuntamiento, así como al empleo de encuestas sobre el terreno que facilitaran el cálculo de los precios posibles y probables de piezas de distinto tamaño y forma.

A la vista de ese trabajo, el resultado de la evaluación de los precios de la madera de pino en Córdoba se fijaba según los siguientes criterios técnicos: “despreciando los dos precios máximos que corresponden a tamaños excepcionales, resulta el precio medio del metro cúbico 4´50 Pts”, si bien esta producción debía contar con una circunstancia negativa que incrementaba los riesgos de la explotación y su rentabilidad: los “incendios frecuentísimos en la Sierra de Córdoba”, circunstancia que constituía un riesgo de gran cuantía, lo que justifica que el estudio catastral deduzca un 10 % del producto maderable de los pinares del término cordobés, que de este modo quedaba reducido a 6´939 m3 en las tierras de 1ª, 0´423 en 2ª y 0´122 en las tierras de 3ª calidad. La explicación de la notable incidencia de los incendios en la serranía cordobesa no queda expresada en el estudio catastral que venimos glosando. Ahora bien, creemos que, a modo de hipótesis, esos “frecuentísimos” incendios no podían ser sólo el resultado de combustiones espontáneas o el efecto del aparato eléctrico de las tormentas. Es muy posible que muchas de las áreas forestales de la Sierra cordobesa sufrieran periódicamente incendios intencionados como resultado de las prácticas agrarias o incluso incendios especulativos que persiguieran la eliminación o el aclarado de zonas forestales con el fin de roturar tierras o potenciar el aprovechamiento ganadero.

No se explotaba comercialmente el fruto del pino.  “Según la costumbre”, los propietarios de los predios daban licencia para la recolección de piñas y piñones a la población pobre de la ciudad y sus alrededores, sin que por lo general, con alguna excepción, el titular de la finca recibiera contraprestación alguna por este ejercicio de “buena voluntad samaritana”. El aprovechamiento de los pastos tampoco era una actividad que dejara abundantes emolumentos a la propiedad de los pinares. Sólo cabía ciertar la explotación del pastizal en arrendamiento en los más aclarados pinares de tercera calidad, generando su consumo unos bajos rendimientos en el engorde de la cabaña. También, por supuesto, en virtud de las condiciones ecológicas de los pinares, cabía la posibilidad de que el propietario del predio explotara sus recursos cinegéticos, hecho que sólo se menciona puntualmente y para el que se fija un producto bruto por hectárea y año igual a los ya especificados para el encinar o el alcornocal, 0´33 Pts.


Castañares

Otra explotación forestal de interés, no natural y fruto de la plantación premeditada, eran las masas forestales de castaños. Nuevamente es la Sierra cordobesa donde nos encontramos esta formación forestal, hoy aún observable en la barriada de Trassierra. En el siglo XIX el catastro alude  a la existencia de esa masa de aprovechamiento forestal en la que se “cultiva” una especie que no es propia del dominio climático mediterráneo. Sin embargo, la producción forestal que ha caracterizado a la serranía cordobesa, aprovechando sus variopintas condiciones físicas, propició hace siglos la plantación y aprovechamiento de esta especie característica de los bosques templados eurosiberianos. El catastro cita esta formación forestal de origen antrópico exponiendo lo siguiente: “en la Sierra de Córdoba se cultiva, aunque en pequeñas extensiones, el castaño con el fin exclusivo de utilizar su madera. Se establece el castañar en terrenos húmedos y sombríos, sembrando semillas en grandes hoyos que se señalan a marco real”.

El aprovechamiento de tales plantaciones, usando los rincones de umbría y el fondo de ciertas gargantas fluviales que atraviesan la Sierra, se concentraba exclusivamente en la producción maderera, destacando un aprovechamiento mucho más racional y sostenible que el descrito para el pinar. Los pies se dejaban crecer de 3 a 5 metros de altura y se buscaban diámetros de entre 0´10 y 0´15 metros, destinándose la madera de las talas a la obtención de rollizos para la construcción, siendo la producción insuficiente y de calidad inferior como para poder utilizarse en la industria de la fabricación de muebles.

No se aprovechaban ni los pastos ni los frutos. Los primeros porque no los había debido a la escasa altura y variedad del porte herbáceo que se producía bajo las copas sombrías de los castaños. Del mismo modo los frutos no tenían utilidad directa para el propietario y habitualmente los abandonaba en la explotación sin retribución alguna, siendo común una recolección espontánea entre los vendedores de castañas de Córdoba.

Un producto pintoresco del castañar cordobés que, a pesar de citarse en la descripción catastral, no fue analizado con detalle, era el que se obtenía de la práctica del “marcoleo”. Esta labor, propia de la explotación del castaño, consistía en lo siguiente: “en el 5º año se hace esta operación que consiste en guiar los vástagos quitándoles las ramas laterales”. Pues bien estas ramas, según la información facilitada por el Catastro “se suelen emplear para banderillas, pero constituyen un aprovechamiento regular” difícilmente cuantificable.


Monte bajo mediterráneo

Una importante extensión municipal estaba ocupada por formaciones de monte bajo mediterráneo. Éste se reunía principalmente en la falda meridional de la serranía cordobesa, siendo común en aquellas fincas mixtas que se tendían entre Sierra y Vega. De este modo, solía ser una unidad paisajística de transición entre las explotaciones de la Vega y las áreas forestales de encinar, alcornocal que se extendían Sierra adentro. Destacadas propiedades de monte bajo relevantes por su extensión eran la finca de San Jerónimo, la Jarosa, la Cigarra, etc.

Esta formación, de aspecto natural pero de origen antrópico, era una masa ocupada por “vegetación arbustiva propia de monte bajo con lentisco, jaras, aulagas, etc.”, en la que la presencia del porte arbóreo sólo era testimonial o estaba representada por chaparrales de escasa altura. La especie más común entre las de porte arbustivo era la jara, tanto en su variedad “pringosa”  (Citus ladanifer) como en la “blanca” (Citus albidus), acompañada por lentiscares y aulagares, especies que, por lo general y a pesar de ser propias de los dominios mediterráneos, suelen presentar un carácter oportunista y prolífico ante la deforestación del bosque mediterráneo tradicional. En realidad se trata de una formación subserial que sustituía, ya a finales del XIX, al encinar mediterráneo, circunstancia que se debía al histórico manejo y aprovechamiento de las áreas forestales, con el fin de propiciar el desarrollo de pastos ganaderos. Estas áreas, que a lo largo del siglo XX han ido creciendo en el ámbito serrano cordobés, eran casi con toda seguridad el resultado de esos incendios “frecuentísimos” a los que aludía el catastro al referirse a los pinares, a la tala incontrolada de los recursos forestales y al desarrollo de un pastoreo que superaba la capacidad de carga ecológica. En sentido amplio, se trataba de las muestras decimonónicas del proceso de deforestación de la Sierra cordobesa, un proceso que ya era antiguo en el XIX y se prolongará hasta nuestros días, recientemente agudizado por el desarrollo de la urbanización y las parcelaciones de usos rururbanos.

“El objeto de este aprovechamiento son los pastos y el picón, o sea carbón de jara”, si bien el catastro sólo analiza la producción de pastos ganaderos, ya que la roza de los jarales y la fabricación de picón no redundaba nunca un beneficio para la propiedad del predio. Es más, según la misma fuente, el uso de los jarales “era objeto de libre aprovechamiento por parte de la numerosa y típica clase de piconeros que en Córdoba viven de esa industria”. Algunos titulares de predios cobraban alguna corta cantidad por el usufructo del picón, pero tal proceder era excepcional y sólo se daba en aquellas propiedades “que por estar muy cerca de la población, pueden imponer este gravamen con ventaja todavía sobre las que no lo imponen”, favoreciéndose de su inmediatez geográfica al núcleo de Córdoba y posibilitando con ello un control del tránsito y explotación libre de la población piconera”.

Excluyendo, por tanto, la corta ganancia que producía el picón en las propiedades de monte bajo, el verdadero producto de esta formación eran las rentas por arrendamiento de los pastos que, dadas las características del matorral presente, quedaba restringido al diente cabrío. Era la cabra la única especie ganadera capaz de extraer los recursos alimenticios de estas tierras deforestadas y, al mismo, tiempo, eran sus piaras las que mantenían la persistencia de ese paisaje de bosque mediterráneo degradado, limitando la propagación de especies arbóreas que eran literalmente “guillotinadas” en sus primeros brotes. Según los datos manejados por los técnicos catastrales, “unas 200 cabezas de este ganado pagan 750 Pts. por los pastos de invierno y primavera de una dehesa de monte bajo cuya extensión sea de 500 fanegas, o sean 306 hectáreas”, lo que equivaldría a unas rentas medias anuales por hectárea de 2´45 Pts. También se daba el aprovechamiento cinegético, aunque no siempre.

A parte de estas explotaciones forestales, el término de Córdoba presentaba otras masas no labradas de inferior envergadura superficial, entre las que destacaban: los terrenos de monte con acebuches, arboles de ribera o “alamedas”, arbusto de ribera y “taray”, encinar con cereales de roza, pinar con cereales de roza y, finalmente, formaciones de pinar, encinar y alcornocal asociados.


El regadío

En términos generales el regadío del municipio cordobés poseía una breve superficie, asociada en su mayoría al uso precario de manantiales, pequeños cursos fluviales y riegos de pie o noria[31]. Únicamente cabía mencionar la presencia de una superficie mayor asociada a la explotación irrigada de la colonia de Santa Isabel, situada en las inmediaciones de Alcolea y propiedad del Conde de Torres-Cabrera. En ésta, según menciona el propio catastro, se cultivaba remolacha con hortalizas y frutales, siendo una de las primeras experiencias del país en la producción de remolacha azucarera. Para ello la Colonia contaba con una turbina elevadora desde el Guadalquivir que permitía el suministro de 132 l/s, cuantía que dominaba un total de 132 Has.

El resto del regadío se reducía a pequeñas parcelas situadas en los ruedos de Córdoba, los ruedos de ciertos cortijos y pequeñas hazas dispersas por la serranía que aprovechaban frágiles caudales de manantiales o arroyos. Pasemos a describir las masas de regadío más relevantes que integraban el paisaje rural del término cordobés a finales del XIX.


Huertas de maíz y legumbres

Una de las masas más notables era la formada por el regadío destinado al cultivo de cereales y leguminosas. Estas tierras se concentraban en las depresiones y hondonadas serranas de Córdoba, áreas que se emplazaban en umbrías húmedas y poco aptas para el cultivo del cereal. Sin embargo, esa misma ubicación les permitía aprovechar “los diversos manantiales que hay en la Sierra”. “La gran humedad de las hondonadas de la tierra hace imposible en ellas todo aprovechamiento de invierno, aún el de pastos, pero en los sitios en donde se dispone de agua de pie se cultivan en verano, siempre en reducidas dimensiones, el maíz y las judías en verde, llamadas habicholones”.

Estas huertas estaban explotadas por colonos en régimen de arrendamiento que vivían en la ciudad de Córdoba o en la pedanía de Santa María de Trassierra. Estos, dada la cercanía de las tierras, solían mantener su residencia habitual en la ciudad y marchaban diariamente a la huerta. Los primeros, con residencia en Córdoba, se mudaban al predio con sus bestias y permanecían en él durante toda la temporada que duraba el cultivo, labrando la tierra y guardando la siembra y su cosecha. Es decir: “esta explotación se hace por medio de colonos que establecen una choza en la finca y permanecen en ella la temporada, ocupándose en toda clase de faenas, de modo que la guardería y los gastos de edificación de la choza se hacen a costa del colono”. La construcción de esa modesta choza huertana se realizaba anualmente en el mejor enclave de la huerta, utilizando “los materiales del monte colindante que, casi siempre, pertenecía al titular de la tierra”. Las ramas de encinar, rastrojos, pajas, arbustos y otros materiales eran adecuadamente dispuestos para dar forma a un hábitat rural disperso precario y estival, en el que el huertano y su familia subsistían varios meses, desde el 1 de marzo al 15 de agosto.

La extensión media de las huertas serranas que adornaban las hondonadas de la Sierra, según la fuente catastral, rondaba las 4 Has, si bien tal superficie no solía constituir una unidad parcelaria de propiedad, sino una masa de cultivo o parcela de cultivo integrada en un contexto agrario mayor de encinar, monte bajo, pinar, olivar, etc.

Los reducidos predios contaban con un aprovechamiento complejo. El terreno, situado con frecuencia en las inmediaciones de torrentes y arroyos, se dividía en tablares. En el centro de los tablares se sembraban los “habicholones”, reservando los bordes y el de las acequias para el maíz. Los huertanos conseguían una cosecha media de 4´06 Hl/Ha. de maíz; y 653´5 Kg/Ha. de “habicholones”, legumbre que por entonces gozaba de especial valía en el mercado cordobés y andaluz. En concreto, según los datos ofrecidos por el catastro, “los habicholones se venden en Córdoba, después de pagados los derechos de consumos, a 1´25 Pts/arroba”.

Los principales gastos de la explotación se derivaban de las labores que requería la explotación. Éstas se centraban en el desarrollo de trabajos agrícolas destinados a la mejora de la tierra, alzar, binar, sembrar, adquisición de semillas, canon de agua, riego, etc. Así, por ejemplo, los datos catastrales consideran que las labores de alzado, bina, tercia y siembra del terruño demandaban unas 10´80 obradas por año y hectárea. La adquisición de las semillas también causaba gastos importantes, si bien en muchas ocasiones el hortelano decidía abaratar los costes acudiendo a la reserva como siembra de parte de la cosecha anterior, empleando de forma ordinaria 0´23 Hl/Ha. de simiente de maíz y 0´28 Hl/Ha. de “habicholones”.

La preparación de la tierra para el riego se acometía en los primeros días de marzo. Consistían en cuidar y mejorar las regueras que se conservaran de la temporada precedente o construir nuevas si aquéllas habían desaparecido. Estas operaciones no resultaban especialmente caras y, además, en ocasiones se solían hacer con bastante descuido. Además, el uso de las aguas subterráneas o de manantial por parte de los colonos no estaba grabado con ningún tipo de canon o pago, en virtud de lo establecido por la Ley de Aguas de 13 de junio de 1879, en la que se precisaba, en su artículo 5º, la titularidad privada de las aguas vivas, manantiales y corrientes, continuas o discontinuas, que nacían o discurrían por tierras de propiedad privada[32].

En lo relativo al riego de estas pequeñas hazas, su manejo y características técnicas se describen del siguiente modo: “dada la poca potencia de los manantiales, puede establecerse que se necesitan 2 horas para regar una fanega de tierra; se dan riegos en cada 3 ó 4 días desde mediados de mayo a mediados de agosto (…). Aunque cuando el trabajo del riego no es trabajo penoso, pues sólo exige el cuidado y vigilancia del agua y la labor normal del cambio de reguera, hay que suponer, dado el efecto del sofocante calor de esa época, necesite el peón retirarse en las horas más calurosas del día, quedando de él solamente 10´72 horas útiles para el trabajo. Durante ellas se riegan por una sola vez 5´36 fanegas, o sean 3´28 hectáreas. Cada riego de una hectárea consume pues 0´3049 jornales de hombre”.

No existía, además, ningún procedimiento concreto para el abonado o fertilización del predio, ya que las explotaciones de maíz y legumbres no contaban con los estiércoles necesarios. Lo común, por ello, era facilitar la recuperación natural de los suelos y sus calidades nutritivas con los aportes orgánicos que la lluvia o la escorrentía arrastraban hacia las hondonadas. Ramas, excrementos de animales, hojarascas, tallos, pastos, etc., fertilizaban el suelo de forma espontánea y natural, ya que el labrador sólo removía la tierra para permitir una mejor agregación de esa materia orgánica propiciada por la erosión de las pendientes inmediatas.

La recolección de la cosecha era una tarea agrícola especialmente destinada a la mano de obra femenina. La recolecta de “habicholones” duraba desde primeros de junio a últimos de julio y en ella se empleaban constantemente en cada fanega de huerta dos mujeres, que, al mismo tiempo, también recogían el maíz. Éste, sin embargo, no terminaba de cosecharse hasta mediados de agosto.


Huertas, jardines y naranjales

En el siglo XIX, con precedentes en siglos anteriores, algunas de las áreas del extrarradio de Córdoba contaban con huertas sembradas de naranjos, a los que Ambrosio de Morales en el siglo XVI aludía con el nombre de “fruta de agro”[33]. La importancia de este tipo de plantaciones llegó a ser tan notable en las laderas de la Sierra, que fueron numerosos los viajeros que visitaron y describieron este “dechado de belleza” y “ejemplo del paraíso terrenal”, en el que, como veremos, solían conjugarse los aprovechamientos agrarios y los usos recreativos de sus propietarios, en su mayoría adscritos a las clases más ilustres de Córdoba. El Catastro de 1899 seguía declarando la singularidad y eminencia agronómica y paisajística de los naranjales cordobeses.

El estudio evaluativo contó con la colaboración de un propietario de este cultivo, quien facilitó a la brigada tanto el estudio de su propiedad particular como incluso la consulta de sus libros de cuentas. Sin embargo el catastro no menciona quién fue ese propietario o cuál fue la finca utilizada como modelo, sólo expresa su agradecimiento al titular por su amable colaboración.

La primera información relevante sobre estas huertas es que cuentan a finales del XIX “con muy poca extensión en el término, pero por lo mismo y por tener inmediato el centro de consumo es bastante remunerador”. Además, a pesar de conocerse como “huertas de naranjos”, en las fincas solía desarrollarse una agricultura promiscua y plural, convirtiéndose en un magnífico ejemplo del policultivo huertano mediterráneo, con presencia de otros frutales, moreras y hortalizas, a la par que se constata la presencia de cierto ganado menor.

Pues bien, utilizando la referida y anónima finca, que poseía una extensión de 4´3530 Has. y un total de 2.025 pies de naranjos, la producción media anual en una huerta, con las dimensiones y número de pies referidos, alcanzaba un precio igual a 4.392´01 Pts; la producción media anual por hectárea equivalía a 1.008´96 Pts; cada hectárea solía contar con una media de 465 pies; y cada pie arrojaba unos rendimientos monetarios medios de aproximadamente 2´17 Pts. Las cifras eran elocuentes. A pesar de las breves superficies de este tipo de huertas, sus titulares conseguían rendimientos económicos brutos muy apreciables. Ninguna de las masas de cultivo aludidas hasta el momento, y ninguna de las posteriores, alcanzan cifras de ingresos brutos por hectárea similares a las huertas de naranjos. Además, a los ingresos por la producción de cítricos se sumaban las cuantías por la comercialización de otros cultivos, que generaban un producto bruto medio por año y hectárea de 38´70 Pts. Es decir, una huerta sembrada de naranjas en el término de Córdoba, a finales del siglo XIX, producía la nada desdeñable cantidad de 1.047´66 Pts/Ha.

Empero, tales ingresos brutos no eran gratuitos. Si este tipo de explotación era la más productiva económicamente del término, también era la que requería mayores costes de producción, ya que para que una hectárea de huerta produjera esas algo más de 1.047 Pts anuales el propietario debía invertir en la explotación un promedio anual de 627´73 Pts./Ha, circunstancia que también convertía a estas huertas en uno de los aprovechamientos más gravosos del paisaje cordobés.

Entre los gastos más relevantes del naranjal cordobés cabe mencionar las prácticas derivadas del estercolado, poda, recolección, el canon de agua para el riego, la construcción de cercas y cerramientos, el mobiliario requerido o los gastos de replantación.

La producción de naranjas, frutales y hortalizas sin intermisión y de forma intensiva hacía ineludible el añadido periódico del abono necesario para recuperar la fertilidad de los suelos, mucho más cuando el sistema de irrigación solía suponer cierta pérdida de nutrientes por infiltración profunda o por la propia escorrentía. Por ello, cualquier naranjal exigía anualmente el uso de “400 cargas de 100-110 Kg. (de abono), o sea, en números redondos, 40 t, 10 por hectárea, (si consideramos las cuatro hectáreas como tamaño medio de las explotaciones)”. El coste de este estiércol podía evaluarse en una cantidad similar a la contemplada para el cultivo de los cereales del ruedo de la población, si bien había de tenerse presente que las cargas, además de transportarse hasta la finca, debían extenderse apropiadamente, abonando sólo aquellos pies que se consideraban necesarios.

Otra de las tareas relevantes del naranjal era la poda de los pies para conseguir los rendimientos deseados, así como el tamaño más adecuado del fruto. Esta importante tarea, además, requería un conocimiento exhaustivo de las necesidades del cultivo y una destreza específica para no provocar daños irreparables en los pies. Tales circunstancias explican que la poda selectiva del naranjal fuera responsabilidad directa del capataz de la propiedad o el temporero que anualmente era contratado para este menester y otros de similar importancia. Además, no podemos olvidar que al capataz o a ciertos temporeros se solía sumar el personal contratado permanente, encargado de la explotación o incluso de otras tareas relacionadas con el uso recreativo que estos predios poseían.

La recolección no era realmente una actividad de repercusión social. La recogida de la cosecha solía hacerla el capataz y su familia, o el temporero y los suyos, considerando que un solo hombre podía recolectar “4 millares de naranjas en un día”.

En lo relativo a la captación y el posible pago de cánones por consumo de agua, el estudio catastral alude, como solía ser habitual en la época, que “casi todas las huertas de naranjo tienen manantiales propios”. Al igual que en el caso de los huertos de maíz y legumbres, los propietarios gozaban de recursos hídricos legalmente considerados como privados por la Ley de Aguas de 1879, lo que justifica que no existiera en ninguna de estas heredades apunte económico relacionado con el pago de cánones por el consumo de agua. Ahora sí, que los caudales surgidos o manados fueran de propiedad privada no eximía al propietario de acometer la construcción y conservación de las infraestructuras hídricas. Anualmente, por tanto, el titular estaba obligado a “recomponer ordinariamente tanto la galería (del manantial) como las (obras) de las albercas, depósitos, cauces y regueras”, reparaciones que eran responsabilidad del capataz de la hacienda o del temporero. Generalmente estas reparaciones solían ocasionar un gasto anual de unas 20 Ptas/Ha.

Con todo, uno de los elementos imprescindibles de la huerta de cítricos cordobesa era la existencia de una o varias edificaciones y la presencia de una cerca que, además de definir los límites de la propiedad, servía de barrera disuasoria al hurto de los frutos o aperos. Parece evidente que las edificaciones de estas huertas solían ser de dos tipos: las estrictamente agrícolas, que además eran utilizadas como viviendas para el capataz; y la casa o caserío de la propiedad, que era el centro de descanso y recreo primaveral o estival de la clase media y alta. Las viviendas agrícolas, más modestas y utilitarias que las destinadas a la propiedad, acostumbraban poseer una extensión superior a los 200 m2, y albergaban a su alrededor gallineros, corralones, cochiqueras y otras dependencias rurales. A tales edificios se sumaba la cerca de la finca. Lo habitual es que se realizara con mampostería en seco y su ejecución podía costar unas  2´39 Pts./m. lineal. Tales cercados además, constituían un emblema de identidad paisajística de estas haciendas, que solían marcar contundentemente la propiedad y sus derechos legales en un medio geográfico predominantemente integrado por campos abiertos.

Ahora bien, si las haciendas o huertas de naranjos contaban con un incuestionable aprovechamiento agrario, no es menos cierto que los cercados de cítricos se consideraban y utilizaban también como parcelas de recreo. La evaluación catastral no duda en corroborar este uso: “estos huertos de naranjos son verdaderas fincas de recreo”, lo que justificaría la presencia de dos áreas definidas por sus aprovechamientos. Ricardo de Montis, en los albores del siglo XX, recordaba en uno de sus artículos periodísticos cómo eran esas huertas tradicionales y típicas de la serranía cordobesa: “entre las notas más típicas de Córdoba (…) figuraban los huertos, nuestros huertos clásicos, mezcla de jardín y de huerta, los cuales tenían un sello especial que los diferenciaba de los de todas las demás poblaciones, incluso de los famosos huertos granadinos, tan renombrados como los cordobeses. Eran muy numerosos y se hallaban diseminados en toda la población; sin embargo, abundaban más en los barrios apartados y populares que en los del centro. (…) La familia que poseía un huerto considerábase feliz y con razón, pues a la vez de vivir en perpetuo paraíso tenía asegurada una renta suficiente para atender a las necesidades (…). Puede decirse que cada huerto se dividía en dos partes: una destinada a jardín y otra a huerta. En la primera levantábase la casa de los dueños de la finca; una casa de un solo piso, muy blanca, muy alegre y siempre llena de luz, siempre bañada por el sol”[34].

Algunas de estas huertas llegaron a alcanzar prestigio entre los cordobeses e incluso entre quienes nos visitaron. Así, para más importancia de estas huertas y jardines, no faltaron incluso las guías turísticas que incluyeron entre sus atractivos estos naranjales y sus nobles caseríos. La Guía Municipal de Córdoba elaborada por Nielfa y Chiapi, en 1912, nos ofrecen precisamente ese atractivo mundo de las huertas de naranjos: “son muy numerosas las que hay en la Sierra, descollando por su belleza las de Quitapesares, de los señores García Lovera; las Antas, de D. Antonio Barroso, y los Arcos, construida por el Marqués de la Vega de Armijo. Ésta es la más recomendada por haberla visitado la mayoría de las personalidades que han venido a Córdoba, empezando por los Reyes”[35].


Avellanales

Con inferiores dimensiones y también menos conocido era el regadío del avellano. Este tipo de cultivo está poco extendido en la provincia de Córdoba y sólo se atestigua en la actualidad en las cercanías de los cursos de los arroyos Bejarano y de los Molinos, en la barriada de Sta. María de Trassierra[36]. Este cultivo arbóreo con orígenes remotos en el término[37], seguía explotándose en la serranía a finales del XIX y constituía una producción pintoresca en el contexto agrario provincial, para lo cual se aprovechaban “las aguas de algunos manantiales de la Sierra próximos a los lagares”. La información suministrada por el Catastro de 1899 alude a los avellanales como un aprovechamiento asociado a los lagares de olivar y vid, ya que con mucha frecuencia el avellano sustituía al naranjo en aquellas altitudes en las que el cítrico no podía subsistir por presentar fríos más extremos y mayor incidencia de las heladas. Las masas de avellanal dispersas que se distribuían por la Sierra de Córdoba no eran, por tanto, una variedad natural de bosque autóctono, sino que se trataba de un cultivo antrópico. El Catastro evalúa al respecto que las plantaciones acostumbraban  tener una dimensión media de 3´5 Has; y ofrecían una notable dispersión; si bien resultaba una explotación interesante por tratarse de un elemento biogeográfico singular en la composición paisajística de la Sierra cordobesa.

El marco utilizado en estas plantaciones solía ser, por término medio, de 3 m, lo que se traducía en la existencia de una densidad de pies por hectárea de 1.111 pies. Empero, según los datos constatados por los peritos catastrales, esta importante densidad no era íntegramente productiva, ya que se calculaba que aproximadamente el 10 % de los pies solían devenir en improductivos por diferentes circunstancias, lo que dejaba un total de 1.000 pies/Ha verdaderamente aptos. En lo referente a la producción, el avellanal cordobés demostraba, en circunstancias similares al olivar, una acentuada vecería. Atendiendo a esta particularidad, el regadío de avellanos en la Sierra de Córdoba disponía de una producción media por pie y año de 8´6250 Kg. en anualidades de producción completa; y 2´8750 Kg. en etapas de “media cosecha”.

El análisis sintético propuesto por el servicio agronómico y catastral considera que una hectárea de regadío de avellanal conseguía una cosecha de 39´53 Quintales. El producto, una vez recolectado y sin limpiar, se vendía en el propio terreno a 5 ó 7 Pts la arroba, lo que generaba un precio medio para la venta del quintal métrico de 13´04 Pts. Por tanto, una sólo hectárea de avellano generaba unos ingresos brutos anuales de 515´47 Pts.

Entre los gastos que este cultivo ocasionaba cabe mencionar las prácticas de las labores para sostener la productividad de la plantación, las podas y limpias periódicas, la recolección, el riego, la guardería de la finca, la presencia de cercas y ciertos gastos de replantación. Las labores de riego se acometían “desde 1º de mayo a últimos de julio”, lo que suponía un total de 92 días de irrigación. “Para esta operación hay un hombre empleado constantemente durante ese tiempo” que, además de regar la plantación, también se hacía cargo de guardar la heredad y sus frutos, recolectar la avellana y realizar la mayoría de las labores antes aludidas.


Huertas de frutales y hortalizas

Las huertas de frutales y hortalizas se agrupaban principalmente en el ruedo de la ciudad cordobesa, ocupando, por tanto, las Terrazas y Vegas próximas al ensanche y periferia de la ciudad, lo que ocasionalmente provocaba que algunos de estos predios llegasen a quedar encerrados total o parcialmente por las primeras expansiones urbanas. A diferencia de las huertas serranas, “casi todas ellas riegan con agua de noria”, por elevación de recursos subterráneos, aunque algunas, las menos, disfrutaban de riego de pie.

El catastro encuentra notables dificultades a la hora de analizar de forma sencilla la producción y rendimientos de estas explotaciones de ruedo. Generalmente presentaban una notable complejidad productiva, sustentada en el policultivo y la diversidad de fórmulas empleadas. A ello se sumaba la multitud de alternativas que los hortelanos podían llevar a cabo en una misma campaña o en diferentes. El informe catastral decía al respecto: “es complejo analizar esta producción por la heterogeneidad que presenta de una a otra explotación. Consiste la dificultad en que cada huerta ofrece condiciones distintas respecto a los frutales, tanto en la distribución de especies como el número total de árboles; en que nunca existe para las hortalizas una rotación sistemática, puesto que en cada año se planta o se siembra lo que se presume haya de obtener mejor precio; y en que las superficies inútiles (viviendas, caminos, construcciones pecuarias, etc.) son distintas en cada caso”. Pero, además, si la heterogeneidad de las explotaciones complicaba sobremanera el estudio económico propuesto por el catastro, las singularidades comerciales de sus productos y las oscilaciones de sus precios sumaban una nueva dificultad para el análisis.

Tales dificultades y la carestía de su investigación detallada llevaron al estudio catastral a utilizar al ayuntamiento cordobés como principal fuente de información. Según los datos allegados, el producto de las huertas del ruedo cordobés se concentraba en la obtención y venta de las frutas y hortalizas que con esmero y primor cuidaban los hortelanos. De esta forma, la venta de los frutos de los árboles generaba unas 204´21 Ptas/Ha/año; mientras la venta de las hortalizas, mucho más demandadas, alcanzaba a producir por hectárea y año unas 979´50 Pts. El total del producto bruto, por tanto, ascendía a la nada despreciable cantidad de 1.183´71 Pts./Ha./año. Tales cantidades medias de producto anual y por unidad de superficie, elevaban la huerta del ruedo a los niveles de los pingües rendimientos que se alcanzaban en otros regadíos como el naranjal, rendimientos del terrazgo sin intermisión que, gracias a la cercanía al mercado de Córdoba, podían permitirse el lujo de comercializar con prontitud sus productos, minimizando los posibles daños en las cosechas.

No cabe duda de que uno de los principales atractivos de este tipo de explotaciones era la presencia de un modelo de propiedad multifundista, el predominio de explotaciones de tamaño reducido, la extensión de los cercados o el modelo de regadío utilizado por elevación, lo que provocaba que fueran estas huertas las que concentraban las mayoría de los ingenios hidráulicos diseminados por el término cordobés.

Las pequeñas huertas que constituían el cinturón verde de la ciudad de Córdoba, que se extendía unos 2 Km a poniente y levante de la concentración urbana, no representaban verdaderamente una estructura de propiedad minifundista. Al contrario, las heredades y cercados de los ruedos, a pesar de sus dimensiones modestas, solían pertenecer a grandes propietarios de tierras, dueños de cortijos del extrarradio o del trasruedo que, además, también poseían cierto número de huertas en el ruedo. Importantes apellidos cordobeses no sólo eran los dueños de las grandes propiedades del término, sino que además también eran los titulares de las huertas próximas a la ciudad, cuya explotación se hacía por medio de colonos arrendatarios[38].

La mayoría de estas propiedades irrigadas terminarán extinguiéndose con la expansión periurbana del siglo XX, sobre todo a partir de los años cincuenta. Barrios enteros emplazados junto al ensanche de la ciudad ocuparon aquellas antiguas huertas que todavía sobrevivían a finales del XIX, creando un anillo urbano reciente sobre lo que había sido el antiguo cinturón huertano de la ciudad.

Sin embargo, aunque el tiempo y la expansión demográfica y urbana terminarían con los ruedos de Córdoba, el Catastro de 1899 nos ofrece una identificación cartográfica de su subsistencia y, además, nos suministra ricos apuntes sobre sus caracteres agronómicos y económicos. Vemos una docena de esas características: 1) predominio de parcelas de cultivo y explotación de dimensiones reducidas, con extensiones no superiores a las 4 Has, y presencia de explotaciones inferiores a 1 Has; 2) presencia de un significativo multifundio, en el que cierto número de propietarios acaparaban un buen número de estas huertas; 3) preeminencia de la explotación indirecta en régimen de colonato, aparcería o arrendamiento; 4) uso de modelos de explotación de primor, en el que las escasas capacidades inversoras se suplen con el conocimiento y el esfuerzo físico del hortelano y su familia; 5) difusión del policultivo, lo que obraba un colorido mosaico de cultivos y productos en régimen de promiscuidad agraria; 6) las dimensiones reducidas y el uso del policultivo obligaba al labrador-hortelano a abordar una concienzuda ordenación interior de la huerta, fijando una zonificación en tablares, canteros, surcos, acequias y regueras que compartimentaban la huerta; 7) los cultivos utilizados solían ser anuales, pero compartían presencia con cultivos permanentes; 8) incluso no era raro que las huertas contaran con especies y variedades de jardín con fines ornamentales, bioclimáticos o aromáticos; 9) presencia común de ganado menor en la explotación (gallinas, cerdos, conejos, patos, etc.); 10) necesaria existencia de ciertas cabezas de ganado de labor, principalmente alguna vaca, asno y mulo, que, además de facilitar el transporte, se utilizaban en las labores agrícolas o en la conducción de los ingenios hidráulicos; 11) predominio de campos delimitados por cercados o paredes; y 12), finalmente, toda huerta contaba con las estructuras de irrigación necesarias para el sustento hídrico de la explotación.

Es precisamente el riego y lo que ello suponía desde el punto de vista agrario, uno de los aspectos más interesantes de estas huertas. Se realizaba durante los meses de primavera, verano y otoño. Los de primavera y otoño se hacían cada quince días; el turno de riego se reducía a ocho días en verano; y se intensificaba a turnos de cuatro días durante la “canícula”. El Catastro de 1899 nos informa que “casi todas las huertas obtienen el agua de noria”, utilizando para ello pozos de titularidad privada que se favorecían del régimen dispuesto en la Ley de Aguas de 13 de junio de 1879, que eximía al hortelano o al titular del predio del pago de cánones por el consumo hídrico. Pero el abastecimiento por elevación con noria sí ocasionaba ciertos gastos a la explotación. El Catastro, interesado por todo lo concerniente a la explotación económica, nos ofrece unas interesantes cuentas relativas al coste del metro cúbico en estas huertas del ruedo cordobés. Así, los artefactos necesarios para la obtención de las aguas eran el pozo, la alberca, sus accesorios y la noria. Los pozos, según la fuente consultada, se consideraban profundos y, por ello, caros de hacer y conservar. El mantenimiento del pozo suponía a una huerta un gasto anual de 1.500 Pts. La alberca y sus accesorios, significaban un coste anual aún superior, ya que su conservación y cuidado venía a suponer un gasto de 2.500 Pts/año. Finalmente, la noria se le calculaba un gasto de 1.000 Pts/año. En resumidas cuentas, la panoplia hidráulica necesaria para el sustento de una huerta representaba anualmente una considerable inversión.

El artefacto o ingenio más incuestionable y vistoso de la huerta era, sin lugar a dudas, la noria. “Ésta se ponía en funcionamiento desde las últimas lluvias del invierno y se mantenía operativa hasta las primeras aguas del otoño. Funcionaba diariamente durante unas 15 horas mediante la tracción de dos vacas vigiladas por un muchacho, que se uncen alternativamente”. Según este proceder, el coste de la yunta y el jornal del zagal venían a costar unas 54 Pts/año, permitiendo la elevación del agua y su almacenamiento en la alberca.


El regadío de la remolacha azucarera

Finalmente, para concluir este apartado dedicado al paisaje rural irrigado, el Catastro de 1899 menciona la presencia de dos masas de cultivo irrigadas que, por su cosecha y por el propio sistema de captación, constituían un modelo distinto al pequeño regadío descrito. Nos referimos a las masas de cultivo irrigadas de remolacha con hortalizas y frutales, o a la compuesta por la remolacha en alternancia con cereales y leguminosas. Ambas masas de cultivos se ubicaban en las inmediaciones de la actual barriada de Alcolea. Se trataba de una de las primeras iniciativas agroindustriales e irrigadas de gran envergadura en la provincia de Córdoba, para lo cual se constituyó la mencionada colonia agrícola Santa Isabel, cuyo titular era el Conde de Torres-Cabrera. Éste fue uno de los pioneros en implantar en España el cultivo de la remolacha y la obtención de azúcar remolachera, para lo cual debió realizar una importante inversión, la transformación en regadío de más de 132 Has, y la ejecución de un primer ingenio agroalimentario[39]. Empero, esta iniciativa no gozó del éxito que cabía esperar y, aunque consiguió las primeras muestras de azúcar de remolacha en España, no disfrutó de continuidad, que sólo se alcanzaría con la introducción del regadío a gran escala en la zona regable del Guadalmellato a partir del segundo tercio del siglo XX[40].


Conclusiones

Al concluir el presente artículo queremos hacer hincapié en una doble perspectiva. Por una parte, tras exponer las virtudes geográficas del Plano Catastral de masas de cultivos de 1899 y sus Memorias, no cabe la menor duda de la valía de ambos y su complementariedad a la hora de facilitar la reconstrucción paisajística del medio rural. El detalle gráfico de la planimetría y la exhaustiva descripción de las Memorias se conjugan a la perfección para, desde la veracidad metodológica y estadística, ofrecer una lujosa instantánea de la diversidad de usos del suelo, tradiciones y costumbres agrarias del ámbito estudiado. Ello otorga a esta documentación unos valores geográficos indiscutibles, tanto por la información que ofrecen, como por el método expositivo: a lo que se suma su oportunidad cronológica, ya que nos ofrecen un retrato del territorio a finales del siglo XIX, un escenario que habría de servir de sustrato territorial para las reformas que habrían de impulsar las alteraciones paisajísticas acaecidas a lo largo del siglo XX.

En segundo lugar, el análisis geográfico y rural de la información catastral, nos ha permitido reconstruir, tanto textual como cartográficamente, la riqueza rural del término cordobés. Un término que, dadas sus peculiaridades naturales y su extensión, se ofrece a finales del XIX como un paisaje rural definido por las peculiaridades de las unidades naturales que lo integran, pero también es el resultado de la tradición y las costumbres económicas y comerciales de la ciudad de Córdoba como principal mercado.

El municipio, con una extensión catastrada igual a 124.000 Ha, se definía paisajísticamente por la convivencia de tres importantes unidades. De norte a sur se suceden Sierra Morena, la Vega del Guadalquivir y, finalmente, las formas onduladas de la Campiña de Córdoba. Todas presentaban a finales del siglo XIX un denominador común: el predominio de un paisaje rural sustentado en el aprovechamiento de la tierra y la explotación de sus recursos propios en virtud de las singularidades naturales que singularizan a cada unidad. La Sierra se muestra mayoritariamente singularizada por las producciones no labradas, extensivas, forestales y ganaderas; entre las que cabe mencionar la presencia del encinar, el monte bajo mediterráneo, alcornocal o los mal gestionados pinares del norte cordobés. Usos que ya aparecen azotados por la persistencia y crudeza económica y ecológica de los recurrentes incendios. Vega y Campiña, en el centro y sur del municipio, con suelos fértiles y un relieve menos inhóspito, son el medio labrado por antonomasia, si bien con un extraordinario protagonismo de las fórmulas extensivas en secano y el tradicional sistema trienal cerealístico o “de cortijo”, que por sí sólo ocupaba más del 50 % del municipio cordobés.

Empero, el examen concienzudo de la información catastral nos suministra una composición paisajística rural mucho más rica en matices y variabilidad. La Sierra no era un medio inculto en su totalidad; y la Vega y Campiña tampoco mostraban un absoluto predominio del secano cerealístico trienal. Es más, incluso el propio sistema trienal o “al tercio” distaba de ser una fórmula monótona e inmóvil gracias a la presencia de los denominados “ruedos” y “libertades” del cortijo, que introducían alteraciones importantes en la configuración territorial de los secanos cordobeses y que perseguían esa anhelada autosuficiencia económica del mercado local de Córdoba.

La Sierra cordobesa, en hondonadas, junto a arroyos y manantiales, cobijaba un buen número de huertas de naranjos, de maíz, legumbres y hortalizas; a la par que mostraba pintorescas explotaciones de castaños o una singular explotación de avellanos en régimen de regadío. Además, no podemos negar la presencia aún de importantes explotaciones de olivar y vid, cultivos que generalmente parecían íntimamente relacionados en el paisaje y las producciones serranas de aceite, vinagre y uva de mesa.

La Vega cordobesa, acostada sobre las terrazas del Guadalquivir a levante y poniente de Córdoba, tampoco estaba definida sólo por la presencia masiva de los secanos cerealísticos trienales. En ella cabe mencionar la pervivencia aún de unos ruedos huertanos irrigados con aguas de noria, que se extendían 2 Km a levante y poniente de la ciudad de Córdoba; un trasruedo cerealístico con sistemas más intensivos que el tradicional modelo “de cortijo”; extensas dehesas de pastizal sin arbolado, especialmente ubicadas en el piedemonte entre Sierra y Vega; olivares; y los ya citados “ruedos” y “libertades de cortijo” que se distribuían desigualmente en los latifundios del extrarradio municipal.

Por último, la Campiña, quizás la más monótona agrícolamente del término, protagonizada por los extensos secanos cerealísticos acortijados, también se muestra, aunque en menor medida que los casos precedentes, como un paisaje rural rico en matices, especialmente gracias al desarrollo de una economía mucho más variopinta que la que tradicionalmente se ha descrito.

En definitiva, un mosaico paisajístico plural que habría de ir haciéndose más homogéneo, menos rico, a lo largo del siglo XX con la introducción del regadío del Guadalmellato; la expansión urbana de Córdoba y su periferia; la paulatina segregación y especialización de la producción agraria; el progresivo abandono del cortijo como célula de producción rural; y la extensión de lo rururbano a partir de los años setenta del siglo XX.

 

Notas

[1] Gaceta de Madrid de 26 de agosto de 1896.

[2] Algunas de las monografías más significativas sobre el catastro, sus orígenes y evolución son: Alcázar Molin, et al, 1999; Berné Valero, 2008; y Muro, Nadal y Urteaga, 1996; Pro Ruiz, 1992: y García-Badell y Abaida, 1944.

[3] Almansa Pérez, 2008, p. 597-616. Como ejemplo de esta reiterada inquietud por desvelar los fraudes catastrales podemos citar la crónica que aparecía publicada en el diario La Vanguardia Española, en su edición de 29 de mayo de 1899. En ella, bajo el título “Catastro y Cádiar”, se expresaban las virtudes de las labores catastrales que se llevaban a cabo en Andalucía y, sobre todo, el afloramiento del fraude que sus pesquisas estaban provocando. Ver al respecto <http://www.cadiar.com/la-vanguardia/28-la-vanguardia-espanola-29-05-1899.html> [1 de agosto de 2010].

[4] Martínez Alcubilla, 1914, p. 135.

[5] AHPC (1899): Trabajos Agronómicos-Catastrales de la Comisión Central de Evaluación y Catastro en el término de Córdoba. Provincia de Córdoba. Sección Hacienda. Libros 1.811 (Actas de Calificación) y 1814 (Cartillas evaluatorias de la riqueza rústica y pecuaria).

[6] La relación de dicho parcelario y su planimetría se realizó con el apoyo planimétrico del primer plano topográfico con curvas de nivel del municipio de Córdoba, realizado por Dionisio Casañal y Zapatero en 1884.

[7] Un ambicioso proyecto de investigación sobre la historia de la cartografía española contemporánea  y el desarrollo de las herramientas catastrales, cartográficas, censales y estadísticas como un proyecto integrado de información geográfica lo encontramos en los estudios de Luis Urteaga González, Francesc Nadal Piqué y José Ignacio Muro Morales. De este proyecto, impulsado desde las universidades de Barcelona y Rovira i Virgili de Tarragona, ya han resultado frutos destacados y abundantes a diferentes escalas territoriales. Ver al respecto Capel, 2005.

[8] Valga citar sólo algunas muestras de esa prolija labor investigadora: Muro, Nadal y Urteaga, 1992; id, 1996; Nadal y Urteaga, 1990; y un largo etcétera.

[9] Cruces Blanco, 2005, p. 107.

[10] Fidalgo Hijano y Sancho García, 2004, p. 131.

[11] Moreno Bueno, 2004, p. 164-170.

[12]La Comisión Central de Evaluación y Catastro era el órgano encargado de la ejecución de los trabajos agronómicos que desde 1895 debían concluir en un catastro de la riqueza rústica.

[13] Mellado, 1852, p. 427.

[14] AHPC (1899): Trabajos Agronómicos-Catastrales de la Comisión Central de Evaluación y Catastro en el término de Córdoba. Provincia de Córdoba. Sección Hacienda. Libro 1814 (Cartillas evaluatorias de la riqueza rústica).

[15] AHPC (1899): o. c.  

[16] Según los datos ofrecidos por el INE y el Instituto Geográfico Nacional (IGN) en el Anuario Estadístico de España 2007.

[17] Mellado, 1852, p. 442.

[18] A la progresiva desaparición de los enseres aludidos en la tabla, convertidos desde hace décadas en objetos de coleccionismo o piezas de museos, se suma el abandono de sus nombres, que se van perdiendo del léxico cotidiano como respuesta natural a su desuso.

[19] Los vocablos “pegujar” o también  “pegujal” designan en el léxico rural y agrario tradicional y en el diccionario de la RAE  a “la pequeña porción de siembra o de ganado. Pequeña porción de terreno que el dueño de una finca agrícola cede al guarda o al encargado para que la cultive por su cuenta como parte de su remuneración anual”.

[20] Naranjo Ramírez, 1991, p. 42.

[21] Esta regla, como podemos ver en la tabla a propósito, se invierte cuando comparamos los gastos de olivar serrano y campiñés en tierras de segunda y tercera clase, siendo para estas variedades edáficas más económicos los gastos de las explotaciones serranas y las de la Campiña. Esta inversión de los gastos entre ambas tipologías olivareras se debía al hecho que el menor rendimiento productor de las tierras serranas de segunda y tercera calidad solían provocar cierta desidia inversora en los propietarios; mientras las tierras de calidad media o inferior de la Campiña seguían siendo objeto de explotación por parte de los explotadores y, por tanto, objeto de inversión y gasto.

[22] Loma Rubio, 1982, p. 185.

[23] La expansión del cultivo de la vid en la provincia de Córdoba, especialmente en el área Montilla-Moriles de la Campiña cordobesa, tuvo lugar entrado el siglo XX. Ver al respecto López Ontiveros, 1973, 240 y ss. Sin embargo, no es menos cierto que ya en el siglo XVII algunos vinos cordobeses contaban con prestigio nacional, en particular cabe mencionar los vinos de Lucena o el conocido como “clarete” de Villaviciosa de Córdoba. Los caldos de Lucena, en especial, eran enormemente conocidos en el siglo XVII. Miguel Ángel Herrero-García, en su obra La vida española en el siglo XVI, escribe que por aquellos años "en la demarcación de Córdoba había tres vinos renombrados, entre los que levantaba cabeza el de Lucena, una carga de la cual podía servir muy bien para regalo de la Reina de España”.

[24] Naranjo Ramírez, 1994, p. 204.

[25] López Ontiveros, 1991, p. 48.

[26] Comisión Estadística General del Reino, 1859, 150.

[27] AHPC (1899): Trabajos Agronómicos-Catastrales de la Comisión Central de Evaluación y Catastro en el término de Córdoba. Provincia de Córdoba. Sección Hacienda. Libro 1814 (Cartillas evaluatorias de la riqueza rústica).

[28] El vocablo “granillero” hace referencia a la acción de la montanera.

[29] Esta cuantía de ingresos brutos por hectárea y año agrupa la totalidad de la producción de corcho que se podía obtener, si bien el informe evaluatorio del Catastro de 1899 especifica que su producción podía ser de tres calidades. El corcho de primera calidad y de tierras de primera clase generaba unos ingresos por hectárea y año de 15 Ptas; el de segunda calidad, 12 Ptas; y, finalmente, el de tercera calidad, 10´22 Ptas.

[30] La explotación de los pastos de los alcornocales del término cordobés se explotaba en arrendamiento a lo largo de ocho meses al año.

[31] Torres Márquez, 1998, p. 56.

[32] Ley de Aguas de 13 de junio de 1879, publicada en Gaceta de Madrid de 19 de junio. Palau, 1979.

[33] Morales, 1792, p. 12.

[34] Montis Romero, 1926, p. 37.

[35] Nielfa y Chiappi, 1912, p. 143.

[36] La barriada de Santa María de Trassierra (Córdoba) aún celebra a mediados de agosto la “Fiesta de la Avellana”.

[37] No conocemos estudios detallados sobre el origen de este cultivo en el término cordobés, pero sí es sabido que es comúnmente aceptada la existencia de una variedad de avellana “cordobesa”.

[38] Torres Márquez, 2006, p. 229.

[39] Esta primera experiencia remolachera en España contó con el asesoramiento técnico del ingeniero agrónomo José Martín, y fue prácticamente contemporánea a la llevada a cabo en la Vega granadina por el farmacéutico López Rubio. López Bellido, 2003, 31; Martel Fernández de Córdoba,  1882.

[40] Torres Márquez, 1998, p. 172.

 

Bibliografía

ALCÁZAR MOLÍN, M. et al. El catastro en España. Valencia: Servicio de Publicaciones de la Universidad Politécnica de Valencia, 2008.

ALMANSA PÉREZ, R. Mª. Fraude fiscal y cuestión catastral entre finales del XIX y principios del XX: el ejemplo cordobés del conde de Torres Cabrera. In VALLEJO POUSADA, R. y FURIÓ DIEGO, A. (Coords.). Los tributos de la tierra: fiscalidad y agricultura en España: siglos XII-XX. Valencia: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Valencia, 2008, p. 597-616.

BALAGUER, V. Los frailes y sus conventos. Su historia. Su descripción. Sus tradiciones. Sus costumbres. Su importancia. 3ª edición. Madrid: Llorens Hermanos Editores, 1851, Vol. II.

BERNÉ VALERO, J. L. et al. Catastro en España. Valencia: Servicio de Publicaciones de la Universidad Politécnica de Valencia, 2008.

CAPEL, H. Un ambicioso programa de investigación sobre Historia de la Cartografía española contemporánea. [En línea]. Biblio 3W, Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales,  Universidad de Barcelona, Vol. X, nº 564, 10 de febrero de 2005. <http://www.ub.es/geocrit/b3w-564.htm>. [30 de agosto de 2010].

CASAS DE MENDOZA, N. Diccionario manual de agricultura y ganadería españolas. Madrid: Editores Calleja, López y Rivadeneyra, 1857, Vol. III.

COMISIÓN ESTADÍSTICA GENERAL DEL REINO. Anuario Estadístico de España, correspondiente al año de 1858. Madrid: Comisión de Estadística General del Reino, Imprenta Nacional, 1859.

CRUCES BLANCO, E. Las memorias de las cartillas evaluatorias de la riqueza rústica y pecuaria conservadas en el Archivo Histórico Provincial de Málaga 1898-1899. CT: Catastro, nº 54, 2005, p. 105-128

CRUCES BLANCO, E. Los itinerarios con brújula, un documento para el conocimiento del territorio y de sus habitantes. Cuadernos conservados en el Archivo Histórico Provincial de Málaga (1897-1898). CT: Catastro, nº 57, 2006, p. 73-94.

FEO PARRONDO, F. El catastro y otras fuentes complementarias para el estudio de la propiedad rústica española (1800-1940). CT Catastro, nº 44, mayo de 2002, p. 89-104.

FIDALGO HIJANO, C. y SANCHO GARCÍA, I. El Catastro de rústica, fuente documental la investigación biogeográfica. CT: Catastro, nº 51, 2004, p. 131-136.

GARCÍA-BADELL Y ABAIDA, G. El Catastro de la riqueza rústica en España. Madrid: Instituto Nacional de Reforma y Desarrollo Agrario, 1944.

LOMA RUBIO, M. La llegada de la filoxera al viñedo cordobés. Axerquía, nº 5, diciembre de 1982, p. 177-193.

LOMA RUBIO, M. La crisis de la filoxera en el viñedo cordobés. Córdoba: Caja Provincial de Ahorros de Córdoba, 1993.

LÓPEZ BELLIDO, L. Cultivos industriales. Madrid: Mundi Prensa Libros, 2003.

LÓPEZ ONTIVEROS, A. Emigración, Propiedad y Paisaje Agrario en la Campiña de Córdoba. Barcelona: Edit. Ariel, 1973.

LÓPEZ ONTIVEROS, A. La imagen geográfica de Córdoba y su provincia en la literatura viajera de los siglos XVIII y XIX. Córdoba: Publicaciones del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba, 1991.

MARTEL FERNÁNDEZ DE CÓRDOBA, R. A S. M. El Rey Don Alfonso XII (Q.D.G.) tiene la honra de ofrecer el primer azúcar de remolacha obtenido en los dominios españoles producto de su colonia agrícola Santa Isabel, el Conde de Torres-cabrera. Córdoba: Librería y Litografía del "Diario de Córdoba", 1882.

MARTÍNEZ ALCUBILLA, M. Diccionario de la Administración Española. Compilación de la novísima Legislación Española. Madrid, 1914, Vol. III.

MATA OLMO, R. y MUÑOZ DUEÑAS, Mª. D. Fuentes y práctica catastral en Córdoba (siglos XVIII-XX). Una reflexión desde la historia agraria. Estudios Agrosociales y Pesqueros, nº 185, 1999, p. 81-107.

MELLADO, F. P. Enciclopedia moderna: diccionario universal de literatura, ciencias, artes, agricultura, industria y comercio. Madrid: Establecimiento Tipográfico de Mellado, 1852, Vol. XI.

MONTIS ROMERO, R. de. Notas cordobesas. Recuerdos del pasado. XI tomos, edición facsímil. Córdoba: Publicaciones del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba, 1989. La obra es una recopilación de artículos sobre temas cordobeses publicados por Ricardo de Montis en el Diario de Córdoba entre los años 1910 y 1924.

MORALES, A. de. Las antigüedades de las ciudades de España que van nombradas en la crónica con las averiguaciones de sus sitios y nombres antiguos. Madrid: Oficina de Don Benito Cano, 1792, Tomo X.

MORENO BUENO, T. El Plano parcelario fotográfico. CT: Catastro, nº 52, 2004, p. 164-170.

MURO, J. I, NADAL, F. y URTEAGA, L. Los trabajos topográficos-catastrales de la Junta General de Estadística (1856-1870). Ciudad y Territorio, I.E.A.L., nº 94, 1992, p. 33-59.

MURO, J. I; NADAL, F. y URTEAGA, L. Geografía, estadística y catastro en España (1856-1890). Barcelona: Ediciones del Serbal, 1996.

NADAL, F y URTEAGA, L. Cartografía y Estado. Los mapas topográficos nacionales y la estadística territorial en el siglo XIX. [En línea]. Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana, Universidad de Barcelona, nº 88, 1990, p. 7-93. <http://www.ub.es/geocrit/geo88.htm>. [1 de agosto de 2010].

NARANJO RAMÍREZ, J. Cultivos, aprovechamientos y sociedad agraria en la Campiña de Córdoba: Fernán Núñez y Montemayor (siglos XVIII-XX). Cabra (Córdoba): Ayuntamientos de Fernán Núñez y Montemayor (Córdoba), Áreas de Geografía de la Universidad de Córdoba, 1991.

NARANJO RAMÍREZ, J. Acerca de los orígenes del viñedo Montilla-Moriles: Aguilar de la Frontera en el siglo XVIII. In AAVV. Miscelánea geográfica en homenaje al profesor Luis Gil varón. Córdoba: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Córdoba, Serie Estudios de Geografía, 1994, p. 197-214.

NIELFA E. G. y CHIAPPI, J. L. Córdoba, Guía Municipal: Córdoba. Municipal Guide Book. Guide Municipal de Cordoue. 2ª ed. Córdoba: Imprenta del Diario de Córdoba, 1912.

PALAU, M. La Ley de Aguas de 13 de junio de 1879, con comentarios, referencias y notas críticas. 2ª ed. ampliada. Barcelona: Imprenta de la Renaixensa, 1879.

PRO RUIZ, J. La lucha por el Catastro en España (1818-1925). Madrid: Servicio de Publicaciones de la Universidad Autónoma de Madrid, 1992.

PRO RUIZ, J. Ocultación de la riqueza rústica en España (1870-1936): acerca de la fiabilidad de la estadísticas sobre la propiedad y el uso de la tierra. Revista de Historia Económica, nº 1, 1995, p. 89-114.

TORRES MÁRQUEZ, M. La zona regable del Guadalmellato (Córdoba): antecedentes y génesis (1883-1940). Córdoba: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Córdoba, Colección Estudios de Geografía, 1998.

TORRES MÁRQUEZ, M. La transformación de los ruedos huertanos de la ciudad de Córdoba (España). Su inclusión en la zona regable del Guadalmellato y desaparición en la segunda mitad del siglo XX. Boletín de la Asociación de Geógrafos Españoles, nº 42, 2006, p. 229-254.

VALLEJO POUSADA, R. Los amillaramientos como fuente estadística: una visión crítica desde la contribución territorial. Historia Agraria, nº 20, Abril de 2000, p. 95-122.

 

© Copyright Martín Torres Márquez, 2012. 
© Copyright Scripta Nova, 2012.

 

Edición electrónica del texto realizada por Jenniffer Thiers.

 

Ficha bibliográfica:

TORRES MÁRQUEZ, Martín. El paisaje rural según el parcelario catastral y sus Memorias de la riqueza rústica de 1899. El término municipal de Córdoba (España). Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 1 de agosto de 2012, vol. XVI, nº 409. <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-409.htm>. [ISSN: 1138-9788].

Índice de Scripta Nova