Menú principal

Índice de Scripta Nova

Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XVI, núm. 418 (8), 1 de noviembre de 2012
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

UNA HISTORIA MEXICANA DEL SIGLO XIX. LA CORPORACIÓN CIVIL ANTE EL PROYECTO DESAMORTIZADOR DE LOS LIBERALES

Margarita Carbó
Facultad de Filosofía y Letras – Universidad Nacional Autónoma de México.
mcarbó@unam.mx

Una historia mexicana del siglo XIX. La corporación civil ante el proyecto desamortizador de los liberales (Resumen)

La historia agraria del siglo XIX mexicano, puede definirse en función de dos procesos que se entrelazan y se determinan entre sí. El primero es el del exitoso pero inacabado proyecto liberal de privatización de la tierra y el consecuente crecimiento y consolidación de la hacienda como unidad productiva dominante, y el segundo es el del debilitamiento paralelo del pueblo campesino posesionario corporativo de tierras y aguas, y de las luchas que protagoniza en defensa de su patrimonio ancestral.

Palabras clave: proyecto liberal, privatización, pueblo campesino.

A Nineteenth century Mexican history. The civil corporation and the liberal alienation project (Abstract)

Mexican agrarian history during the XIX century, can be explained following a double process: On one side, a successful but unfinished liberal project focused in privatizing land that consolidated the haciendas as dominant productive units. On the other, the paralel debilitation of peasant pueblos, corporative owners of land and water, and the struggles they fought in defense of their ancestral patrimony.

Key words: liberal project, privatization, peasant pueblo.


El 29 de agosto de 1849, se ratificaba por parte del gobierno mexicano la vigencia provisional del Reglamento para la administración de bienes de parcialidades, que originamente había sido elaborado y puesto en vigor el 14 de septiembre de 1835.

Se trataba de un extenso documento, en cuyo Artículo 1º del Capítulo 1º se decía: “A virtud de las leyes vigentes que se acompañan por principio de este Reglamento, los bienes de parcialidades deben permanecer pro indiviso entre tanto el Congreso General resuelve el modo con que se han de repartir”[1].

Más adelante, el texto del Reglamento aclaraba que sus cláusulas estaban basadas en los principios que formaron parte de las Leyes de Indias en lo tocante a los pueblos y parcialidades, en que la Corona de España organizó a los conquistados a raíz de su presencia dominadora en estas tierras y después de la desastrosa experiencia de las encomiendas.

En aquel año de 1849, tan sólo dos años después del desastre de la guerra con los Estados Unidos que significó para México la pérdida de más de la mitad de su territorio y de la agitación política prevaleciente en el país, sólo hubiera faltado ponerse a legislar para “resolver el modo” en que se habían de repartir los bienes comunales de pueblos y barrios. Tal vez por ello el gobierno decidió llevar la fiesta en paz y prudentemente esperar tiempos menos revueltos, para proceder a individualizar la propiedad que permanecía en poder de la corporación civil bajo el régimen de posesión y usufructo a perpetuidad.

El Estado mexicano no estaba, en aquel momento, en condiciones de enfrentarse a las múltiples inconformidades y revueltas que era previsible que se suscitaran, como consecuencia de la implementación de unas medidas que iban a significar la extinción de seculares formas de vida económica, de organización social y de cultura. La situación del país lo que requería era calma y serenidad, no motines pueblerinos, rebeliones de indios y guerras de castas.

La idea de privatizar los bienes de las corporaciones que por el momento se dejaba latente, venía de lejos. En su Informe sobre la Ley Agraria de 1794 para el Consejo de Castilla, Melchor Gaspar de Jovellanos decía, que dado que “el interés individual es el primer instrumento de la prosperidad de la agricultura (…) ningunas leyes serán más contrarias a los principios de la sociedad, que aquellas que en vez de multiplicar han disminuido ese interés, disminuyendo la cantidad de propiedad individual y el número de propiedades particulares”[2].

A finales del siglo XVIII, las propuestas teóricas de la modernidad burguesa se abrían camino inclusive en la muy católica y tradicional España, al tiempo que en la Francia revolucionaria se aceptaba por parte del nuevo Estado en construcción, el hecho irreversible de la ocupación de tierras señoriales por parte de los campesinos que desde el verano de 1789, se posesionaron de las parcelas que trabajaban en calidad de siervos o de pequeños arrendatarios sin pedirle permiso a nadie; ni al rey ni a la Asamblea Nacional. Es preciso recordar que la gran rebelión agraria que sucedió a la instalación de las Estados Generales y su transformación en asamblea Nacional, culminó con la ley del 4 de agosto de aquel mismo año que declaró jurídicamente abolido el feudalismo.

La figura jurídica que Jovellanos propuso para su análisis al Consejo de Castilla es la desamortización y consistía en sacar del control de los cuerpos civiles y eclesiásticos en que se organizaba la vieja sociedad en crisis, los predios rústicos que aquellos poseían a censo perpetuo o indefinido, con el propósito de transformarlos en bienes mercantiles. El objeto de tal propuesta era propiciar el desarrollo agrícola como resultado del surgimiento de una pléyade de pequeños y medianos propietarios o arrendatarios rurales, que con su trabajo incrementaría la productividad de la tierra, daría ocupación mejor remunerada a un gran número de jornaleros y abarataría el precio de los alimentos, resultado, éste último, que haría posible abastecer los mercados urbanos de forma más eficiente y menos honerosa. Además, los ayuntamientos percibirían ingresos extraordinarios al arrendar o vender parte de sus propios y ejidos incultos o mal aprovechados y de paso la Real Hacienda obtendría importantes ingresos por la vía tributaria.

Los liberales mexicanos del siglo XIX protagonizaron uno de los capítulos de la larga historia que entonces comenzaba y cuyo proyecto era cambiar el mundo a favor de las burguesías ya en busca de hacerse del control del aparato de los Estados nacionales, y buscaron afanosamente concretar en ordenamientos jurídicos los principios fundamentales de la modernidad en materia económica.

Nuestro trayecto corrió parejo, puesto que formábamos parte del Imperio, con los afanes de Carlos III por romper algunas de las poderosísimas inercias del antiguo régimen hispánico, y corrió parejo, por la misma razón, a la ocupación napoleónica de la península ibérica y a los desfiguros decadentes de Carlos IV y de Fernando VII, seguidos de la resistencia popular organizada en la metrópoli y en sus dominios de ultramar. Luego la Nueva España, con el resto de la América española, contribuyó con la participación de sus diputados a la formulación de la Constitución de Cádiz y fue víctima también, con el regreso de Fernando de Borbón al poder, de la reimplantación del régimen absolutista. Finalmente, la restauración de la Carta Magna gaditana precipitó la ruptura de los lazos que nos habían unido duante 300 años, cuando los criollos defensores de la Corona de España se voltearon contra ésta, buscando la preservación de los privilegios que consideraban amenazados con la implementación del nuevo régimen constitucional.

Entre 1794 y 1820 nos transformamos de súbditos en ciudadanos, bastante hipotéticos por cierto, pero nos mantuvimos en el camino que nos marcaba la transición que se vivía en el mundo llamado occidental porque, finalmente, los criollos promotores de la independencia por una vía reaccionaria, tampoco pudieron evitar los avances en materia de igualdad jurídica y de abolición del Tribunal de la Inquisición, entre otras cosas. Una trasición, por lo que hace a nosotros, llena de obstáculos, tortuosa y difícil, que en lo tocante al tema de la tierra, a su propiedad y usufructo, a su distribución y explotación y al destino de la renta que genera, es uno de los hilos conductores más claros de la historia mexicana; un hilo que se mantuvo sin romperse desde los tiempos prehispánicos hasta nuestros días, y que cuando México se independizó de España quedó indisolublemente relacionado con el proyecto privatizador, que desde los inicios de nuestra vida independiente se planteó como un problema que debería resolverse lo más pronto posible.

Se trataba de un problema añejo y fuertemente enraizado en nuestra historia: el problema que representaba la necesidad de construir un aparato de poder que substituyera a aquel en que se había sustentado la autoridad virreinal. Un Estado nacional capaz de integrar población y territorio en un proyecto colectivo sustentable, que destruyera las formas legales y las instituciones en que se había afincado el Estado corporativo novohispano.

Hay quienes han querido ver en las políticas privatizadoras de la propiedad rústica implementadas por los liberales mexicanos del siglo XIX, simplemente una agresión con fines de despojo a los pueblos comuneros. Es verdad que la antigua comunidad campesina / república de indios y finalmente municipalizada corporación civil, fue elemento central de un proyecto que se planteaba su extinción en cuanto corporación, es decir, en cuanto posesionaria de bienes patrimoniales inalienables e impescriptibles, y que como consecuencia de su implementación un alto porcentaje de sus integrantes terminó por perder el control sobre aquellos en mayor o menor proporción, dado que el resultado final del proceso fue el surgimiento del latifundio que caracterizó el campo mexicano de fin de siglo, pero la historia es mucho más que este hecho inobjetable. Para empezar, hemos de tratar de plantearnos la siguienta pregunta: ¿Qué país nos había legado España en 1821?

El control político ejercido por la muy experimentada burocracia virreinal desapareció, e inmediatamente el poder se fragmentó para quedar en múltiples manos caciquiles. Grandes capitales habían salido con la expulsión de sus dueños o ante el peligro que significaba la ausencia de autoridades confiables; los caminos eran escenario de constantes asaltos y estaban en ruinas y tanto el comercio exterior como el interior de larga distancia y la minería se habían colapsado después de once años de guerra. El único factor de unidad capaz de mantener cierta cohesión territorial y cierto sentimiento efectivo de identidad y de unidad era la Iglesia, de tal manera organizada, que podía substituir a nivel nacional a un Estado inexistente.

La Iglesia tenía presencia en todo el ámbito de la geografía mexicana, era rica, cobraba eficientemente sus obvenciones, diezmos y primicias e incluso las instancias civiles tenían la obligación de ayudarle en aquella tarea. Estaba exenta del pago de impuestos y administraba un sistema de préstamos con muy bajo interés, así como de hipotecas, que pesaban sobre multitud de fincas tanto rústicas como urbanas, además de ser propietaria de un impresionante patrimonio inmobiliario, artístico y cultural.

Monopolizaba el sistema educativo y puede decirse que el sentimiento de identidad nacional, todo lo tenue que se quiera, tenía por fundamenyo el culto católico y como parte del mismo, pero también por encima del mismo, el culto sincrético de Santa María de Guadalupe del Tepeyac.

Para construir el Estado nacional, resultaba por ello imprescindible someter a tan poderosa institución a la férula del poder civil, y para lograr tal objetivo era necesaria entre otras cosas, la instrumentación de una reforma agraria que liberara las tierras eclesiásticas y estimulara su adquisición por particulares, que por esta vía accedieran a la condición de pequeños o medianos propietarios rurales.

Por lo que hace a la corporación civil, su desarticulación era indiscutiblemente necesaria si se pretendía dar cumplimiento a un postulado primordial del liberalismo en materia económica y social, consistente en la ciudadanización de los habitantes, es decir, en la substitución, por las buenas o por las malas, de las antiguas formas de solidaridad identificadas con el antiguo régimen para dar paso al principio ilustrado de la igualdad jurídica, procurando que cada persona según sus esfuerzos y capacidades y habiendo accedido a la educación escolarizada que el nuevo régimen debería proporcionarle, tuviera la posibilidad de convertirse el propietaria.

El modelo era el que se experimantaba el los países vanguardistas del cambio histórico, que ejercían gran influjo sobre los demás. Para México el más cercano eran los Estados Unidos, que nos habían antecedido en la lucha independentista y que se desarrollaban a gran velocidad, al tiempo que se expandían territorialmente hacia el oeste buscando tierras para la agricultura y la ganadería y también buscando alcanzar cuanto antes las costas del oceáno Pacífico, sometiendo (o exterminando) a las naciones originarias, ellas sí decididamente premodernas y en términos de ética protestante, no merecedoras de consideración ni de respeto alguno, pero este último tema merecería una ponencia aparte.

A los mexicanos, dejando de lado otros fenómenos como el del genocidio de los indios o el de la esclavitud de los descendientes de africanos, acerca del cual se manifestaron siempre firmemente críticos, el auge agrícola y la prosperidad de sus vecinos los tenía deslumbrados y fue por ello, y porque querían insertar al país en las corrientes de avanzada del momento, que procuraron seguir su ejemplo en su búsqueda de progreso y civilización, implementando el mismo modelo que desde el siglo XVII había caracterizado a la Nueva Inglaterra puritana.

Se trataba de un proyecto farmer, de un proyecto pequeño burgués. Uno de los diputados al Congreso Constituyente de 1856-1857 dijo en una de sus intervenciones, que México debía ser un país donde hubiese más propietarios que proletarios, y que sólo teniendo la posibilidad de competir libremente con los demás en plano de igualdad en el campo de la democracia, el ser humano puede aspirar a superarse y arribar a las metas que se trace. Los integrantes de aquel notable conjunto de legisladores estaban poniendo las bases del México moderno de acuerdo a sus criterios, que eran los de la modernidad burguesa.

No se propusieron despojar a los usufructuarios de bienes corporativos, lo que se propusieron fue hacer de ellos propietarios en regla con derecho a heredar, a vender y a comprar y a darse la posibilidad de ganar y también a correr el riesgo de perder, todo ello bajo la exclusiva decisión y capacidad de cada uno. Querían hacer efectiva la trasmutación de súbditos en ciudadanos, misma que a mediados del siglo XIX, tres décadas después de la promulgación de la Independencia, todavía no se había producido, y siendo la mayoría de ellos indios, mestizos y aún integrantes de las antiguas castas, estaban convencidos de que el indio, que independientemente de categorias raciales, en términos sociales fue desde los inicios de la época virreinal el usufructuario de tierras comunales, había sido segregado del resto de los novohispanos por la legislación española del siglo XVI, que por protegerlo lo condenó a minoría de edad perpetua, y que en el siglo XIX era urgente incorporar al conjunto de los mexicanos.

Para lograrlo no era suficiente el enunciado de las garantías individuales, negadas en la práctica cotidiana que encasillaba a millones de personas en sus respectivos espacios aldeanos y en condiciones de marginación en el más amplio sentido de la palabra. El paso del viejo al nuevo modelo de sociedad pasaba por la disolución de cuerpos privilegiados, insulares, atenidos a sus propios usos y reglamentos internos. Pasaba por la cancelación definitiva del régimen de castas y estamentos, pasaba por la substitución de las solidaridades corporativas de pueblos, barrios, tribus, gremios, cofradías, claustros y cabildos por la libre adhesión de los ciudadanos a logias masónicas o partidos políticos, en cuyo seno se debatía y se llegaba eventualmente a consensos o a rupturas, pero en los cuales se expresaban finalmente los criterios y la voluntad individual respecto de la cosa pública.

Los vínculos propios de la sociedad tradicional fueron vistos como una servidumbre y una tiranía, mientras que los de la nueva sociedad respondían a una elección responsablemente asumida por cada quien.

El pueblo comunero, imposible que fuera de otra manera, no fue apreciado por los liberales mexicanos del siglo XIX como baluarte de libertad, ni como instancia de cohesión y de organización, a partir de la cual defender con relativas expectativas de éxito la posesión y el disfrute de sus bienes materiales y su rica cultura, incluidas las múltiples lenguas que en el ámbito rural se preservaban; fue visto solamente como freno del cambio y como repositorio del espíritu conservador, expresado en profundas creencias religiosas y expresiones festivas, siempre vinculadas a los calendarios y ritos establecidos desde los tiempos de la evangelización Melchor Ocampo se lamentaba de las dificultades que se presentaban en Michoacán durante su gubernatura, a los intentos de fragmentación y adjudicación de las parcelas de común repartimiento a sus usufructuarios en calidad de propiedades privadas y de la desconfianza “de los indios hacia los de la raza mixta, olvidándose que son por mitad nuestros padres”[3].

Los integrantes de la sociedad tradicional en ningún momento compartieron las posiciones modernizadoras, y con tal actitud parecieron responder al concepto en que el resto de los mexicanos los tenía, aunque es casi ocioso decir que su visión de futuro resultó mucho más claridosa y certera que la de aquellos que los veían convertidos para su bien y para el bien de la Nación en su conjunto, en propietarios prósperos y felices, dignificados en su nueva condición de ciudadanos en ejercicio de todos sus derechos. Ellos se vieron a sí mismos privados de la fuerza que les daba su condición de integrantes de un conjunto solidario, enfrentados entre ellos mismos al interior de sus comunidades y enfrentados individualmente a rancheros y hacendados, sin la menor posibilidad de salir airosos en la defensa de parcelas de 3, de 5, de 10 o de 20 hectáreas, ante propiedades de 50, 100, 1 000, 10 000 o más hectáreas, como efectivamente sucedió.

Se vieron como peones en sus propias tierras previamente transformadas en parcelas privadas, cuando éstas hubieran pasado, debido a un mal temporal, a una plaga, a la necesidad de hacer un gasto extraordinario o a cualquier otro evento imprevisible, a manos de sus poderosos y ambiciosos colindantes. Se vieron lanzados a buscar trabajo estacional en fincas y haciendas lejanas. Se vieron como sirvientes, pegujaleros, luneros, jornaleros temporales o incluso como peones acasillados, en latifundios construidos a expensas de tierras, montes y aguas que habían sido suyos desde tiempo inmemorial.

Ahí estaban los títulos primordiales, títulos sagrados que los monarcas españoles les habían otorgado después de la conquista, la pacificación y la posterior reducción a pueblo de los que andaban dispersos. Títulos que preservaban de la desaparición a la unidad productiva, pueblo, parcialidad o barrio, cuya administración, en muchos aspectos, se correspondía con la del municipio castellano de origen feudal, ambos posesionarios de los bienes corporativos necesarios para atender a los requerimientos del común y para cumplir con las obligaciones fiscales que imponían la Corona y la Iglesia.

La primitiva República de Indios en que la Corona pretendió mantener aislada a la población que habría de seguir tributando a los gobernantes que substituyeron a los de los tiempos anteriores a la Conquista, constaba de un llamado fundo legal, sede de la población y que se centraba en una plaza donde se construía la parroquia y a partir de la cual se medían 600 varas castellanas a los cuatro vientos; las tierras de común repartimiento divididas en parcelas familiares, los terrenos indivisos o del común y el agua y el monte necesarios, entendiéndose por monte las superficies sin cultivar. Dicho patrimonio era inalienble y su posesión y usufructo a censo perptuo, pero quien se alejara del pueblo o abandonara su labor por dos años consecutivos perdía sus derechos sobre él.

En la Nueva España, los pueblos se vieron presionados por los terratenientes particulares desde que las diversas modalidades de la propiedad privada fueron implementadas, pero el viejo régimen los protegió con la legislación de Indias como instrumento jurídico. En el siglo XIX dicho código siguió vigente, como informa el documento citado al inicio de este trabajo, ante la ausencia de una nueva legislación que lo substituyera, ésto, no obstante los intentos en tal sentido de los gobiernos de algunas entidades federativas efectuados de manera aislada, pero el 25 de junio de 1856, Miguel Lerdo de Tejada, en el marco de la Revolución de Ayutla y en su calidad de secretario de Hacienda y Fomento del gobierno federal de Ignacio Comonfort, publicó la Ley de Desamortización de Bienes de Corporaciones Civiles y Eclesiásticas[4].

Conocida como Ley Lerdo, estableció para las corporaciones posesionarias de bienes raíces a censo enfitéutico la obligación de autodenunciarse como tales en un plazo máximo de tres meses y proceder a venderlos a particulares que estuvieran interesados en ellos, con derecho de prioridad para arrendatarios y usufructuarios. Pasado ese plazo, los bienes serían subastados públicamente por las autoridades correspondientes y los beneficios pecuniarios resultantes serían para el Estado.

En el caso específico de las corporaciones civiles, sus integrantes tendrían la opción de adquirir a precio de catastro la parcela familiar o individual, para transtormarse mediante ese sencillo y nada oneroso trámite en propietarios en regla. Fundos legales y ejidos quedaban exceptuados, de forma que solamente las llamadas tierras de común repartimiento eran afectadas, aunque en el mes de octubre, mediante una reforma a la propia Ley Lerdo, los ejidos fueron finalmente incorporados al plan de privatización. En la misma reforma y dado que muy pocos pueblos habían acudido a formular su decisión de modificar su régimen de tenencia, el plazo para hacerlo fue ampliado indefinidamente y se eximió a los comuneros del pago de la alcabala y del costo de la escritura, pero de nada sirvieron tantas facilidades. Salvo en algunos casos excepcionales, lo que hicieron las corporaciones civiles fue prepararse para esgrimir los argumento, ya utilizados en ocasiones anteriores por muchos de ellos, para la defensa pacífica de su pat rimonio ante la ofensiva que se les venía encima, esto antes de verse obligados a recurrir a la violencia, cosa que puntualmente sucedió en diversos puntos de la geografía mexicana.

Las autoridades se desesperaban e intentaban comprender el fenómeno:

"… se está abusando de la ignorancia de los labradores pobres, y en especial de los indígenas, para hacerles ver como opuesta a sus intereses la Ley de Desamortización, cuyo principal objetivo fue por el contrario el de favorecer a las clases más desvalidas (…) y con tal fin, así como con el de facilitar a los necesitados la adquisición del dominio directo, dispone el Exmo. Sr. Presidente, que todo terreno cuyo valor no pase de 200 pesos (…) se adjudique a los respectivos arrendatarios, ya sea que lo tengan como de arrendamiento, ya que pertenezca a los Ayuntamientos, (…) sin que se les cobre alcabala ni se les obligue a pagar derecho alguno, y sin la necesidad tampoco del otorgamiento de la escritura de adjudicación, pues para constituirse en dueños y propietarios en toda forma (…) bastará el título que les dará la autoridad política, en papel marcado con el sello de su oficina."[5]

En el Archivo General de la Nación están las pruebas documentales de la resistencia pacífica, (La lucha armada es tema aparte y no lo trataremos en este trabajo).

De acuerdo con la información que aquellas proporcionan, durante las décadas de 1850 y 1860 los pueblos no se involucraron en las contiendas políticas . Sus habitantes fueron llevados de leva o movilizados por caciques locales y caudillos regionales a los campos de batalla durante la Revolución de Ayutla, la guerra civil llamada de Reforma de 1858-1860 y la guerra de Intervención de 1862-1867, pero no compartieron sus propósitos y proyectos mas que, si acaso, de manera tangencial. Lo que hicieron fue seguir reclamando ante las instancias del poder, casi siempre la secretaría de Gobernación, el respeto a antiguos derechos conculcados y en el peor de los casos, para preservar lo que quedaba de ellos, y lo mismo apelaron ante liberales que ante conservadores, ante republicanos que ante monárquicos, ante Juárez que ante Maximiliano.

Ganar tiempo era lo que querían, acusando, según sus propias palabras, a quienes se habían aprovechado de su pobreza y de su ignorancia, para despojarlos de todas o de alguna porción de sus tierras mediante toda clase de engaños y triquiñuelas desde tiempo atrás, y acusar también a quienes denunciaban, a fin de quedarse con ellas, las áreas correspondientes al fundo legal y a los ejidos, eximidos originalmente de la desamortización por la Ley Lerdo pero incorporados a ella en la reforma de octubre, como si no fuera suficiente el patrimonio restante que ésta dejaba desamparado, y respecto de los ejidos, en muchas de las apelaciones decían que si se les privaba de ellos no podrían sostener el gasto corriente de sus hogares y tampoco el culto católico de las capillas de los barrios, con gran perjuicio moral para sus habitantes y en algunas incluso llegaban a proponer que en vez de quitarles lo que era suyo, se obligara a algún colindante a venderles tierras porque las que tenían ya no les alcanzaban mientras que a aquel le sobraban.

Ganar tiempo, en fin, en una coyuntura en que el país debatía su futuro en todos los campos y en la que la lógica dictaba que ningún bando querría tenerlos en su contra y en que por lo mismo, era más probable que sus reclamos fueran atendidos positivamente.

La verdad es que mientras la Iglesia perdía aceleradamente sus bienes, no sólo como resultado efectivo de la Ley de Desamortización, sino más aún y de manera drástica, como resultado de la Ley de Nacionalización de los Bienes del Clero y Separación de la Iglesia y el Estado dictada en Veracruz el 12 de julio de 1859[6], la privatización del patrimonio de la corporación civil se frenó en buena medida, para reemprenderse con gran decisión a lo largo de las dos últimas décadas del siglo, cuando México había consolidado ya su soberanía con el triunfo absoluto de los liberales y su proyecto de República Federal sobre el de los conservadores y había entrado en una etapa de recuperación económica, favorecida por la demanda de bienes primarios por parte de los países industrializados que estaba en condiciones de satisfacer.

Pero es necesario volver atrás. Con sus demandas, inconformidades peticiones e incluso con sus acciones violentas, los pueblos nada obtuvieron a la larga, salvo en algun caso excepcional, porque el proceso privatizador venía de lejos y no iba a detenerse. Liberales y conservadores, republicanos y monárquicos, Juárez y Maximiliano, no obstante sus diferencias políticas y no obstante el decreto promulgado el 26 de junio de 1866 por el “sedicente emperador” deteniendo los efectos de la Ley Lerdo, (Que sin embargo nunca derogó), que establecía inclusive la obligación de restituir tierras del común a quienes las hubieran perdido, coincidían en considerar  a la corporación en genérico como un lastre para el progreso económico al que todos aspiraban.

Los documentos enviados por los pueblos a las autoridades, empiezan aludiendo muchas veces a la pobreza y humilde condición de “los abajo firmantes” y de los que firman por los que no saben escribir, y también haciendo el recuento de sus desventuras en la difícil convivencia con hacendados prepotentes y abusivos, que cuentan con recursos para pagar abogados chicaneros y sobornar funcionarios, o denunciando la falta de apego a las disposiciones de la Ley Lerdo o del decreto de 26 de junio de 1866[7].

En abril de 1865 el Imperio creó la Junta Protectora de las Clases Menesterosas dependiente de Gobernación y en el AGN se encuentra un índice de los documentos que llegaron a ella a lo largo del propio 1865 y del año de 1866. Se trata de dos volúmenes que contienen 188 expedientes relativos a diversos asuntos, entre ellos solicitudes de tierras de labor, de fundo legal, de reintegración de terrenos perdidos, de anulación de repartos y adjudicaciones, quejas por abusos de colindantes y denuncias de usurpaciones. Otros documentos del mismo tipo han sido localizados por quien esto escribe en las series Segundo Imperio, Tranquilidad Pública, Circulares, Reclamaciones de Municipalidades o de Indios y Terrenos de varios dueños o poseedores, del fondo de Gobernación del propio AGN, y tal vez otros estén en diversas series cuyos contenidos versan sobre justicia, bandoleros y reportes a prefectos políticos.

Los que aquí comentamos, son documentos que describen y explicitan una realidad por lo general difícil de rastrear en los papeles oficiales. En ellos están plasmados los acuciantes problemas de mucha gente que no tenía otra vía para hacerse oir que la queja, la súplica, la denuncia y la protesta. Al describir sus penurias y sus desventuras, al apelar al bondadoso corazón del funcionario a quien se dirigen, los remitentes se convierten en denunciantes de un orden social en el cual son actores principales pero en cuyo entramado siempre ocupan lugares secundarios y subordinados, aunque por otra parte, a todo lo largo del período estudiado, sus denuncias no van más alla de los límites de su problemática específica, salvo en algunos casos excepcionales y tardíos.

A continuación me parece interesante ilustrar con una serie de ejemplos lo expuesto hasta ahora acerca del tema que nos ocupa, transcribiendo algunos párrafos de diversos documentos de los muchos que se produjeron en el intento de evitar el despojo que amenazaba a los pueblos comuneros. También incluyo la transcripción, no completa pero lo suficientemente extensa, de los ocursos presentados por tres pueblos que elegí entre muchos, por haberme parecido adecuados para exponer en su propio lenguaje, forma y estilo, corrigiendo la ortografía pero respetando la sintaxis, la intención de quienes se enfrentaban a la amenaza más grave de su historia.

El 28 de julio de 1865 llegó a manos de la Junta Protectora de las Clases Menesterosas un documento que comienza así:

"El Ayuntamiento y vecinos de la villa de Azcapotzalco suplican a S.M. el Emperador se sirva declarar: que los terrenos del fundo legal de dicha villa no están comprendidos en las leyes de desamortización de 25 de junio de 1856 y sus concordantes."

Rememora en nombre de toda la población que se encuentra en sus mismas circunstancias, que los reyes de España se atribyeron la propiedad total de los paises conquistados y que:

"(…) en fuerza de aquel derecho (…) los primitivos habitantes de nuestro suelo, (…) para poder conservar sus propiedades tuvieron necesidad de recurrir a los reyes de España, a fin de que les hicieran merced de sus propias tierras."[8]

En septiembre, tres vecinos de Acajete, Puebla, denunciaban que el arrendatario de tres fincas que le pertenecían al pueblo, las había denunciado como eclesiásticas para quedarse con ellas. Don Faustino Chimalpopoca, presidente de la Junta Protectora comentaba al respecto:

"Si lo que se alega en el ocurso es exacto, no cabe duda que se debe anular la adjudicación (…) pues ella ha privado al pueblo de los productos de esas fincas, o mejor dicho de los capitales que representan, únicos que pueden conservar después de la Ley de 25 de junio de 1856."[9]

Iztapalapa, 18 de septiembre de 1865. Don Faustino Chimalpopoca se dirige a Maximiliano:

"Suscrito por treina y ocho individuos originarios y vecinos todos de Iztapalapa en representación propia y del común del mismo pueblo, se ha presentado a esta Junta un ocurso por el que se denuncia que el Juzgado de Letras de aquel distrito se dispone a dar posesión del potrero llamado de Albarrada (…) a una persona a quien don Jose Díaz trasladó sus pretendidos derechos sobre él, con menosprecio de la exposición que el Ayuntamiento ha hecho en defensa de los justos títulos que el pueblo tiene para poseer y disfrutar quieta y pacíficamente de dicho potrero."[10]

Zapotitlán, 27 de octubre de 1865.

"Respetable Junta. Según refieren los vecinos del pueblo de Zapotitlán en su escrito que antecede, ellos eran dueños de un terreno llamado Tetlesquina, el mismo que sus antecesores le dejaron con destino a pastos comunes a la población. Dada la ley de 25 de junio de 1856, don Joaquín Timoteo, su vecino, logró adjudicárselo sin que este hecho llegara a noticia de los posesionarios sino hasta el año próximo pasado en que vieron a Timoteo estarlo cultivando.” Termina el alegato solicitando al alcalde de Tláhuac, en cuyo término municipal se encuentra, los títulos primordiales de Zapotitlán para corroborar lo dicho por sus habitantes."[11]

"Los naturales y vecinos principales de los pueblos denominados Transfiguración Pexi y San Miguel Tecpan en el distrito de Tlalnepantla, ocurrieron a SMI manifestando que desde la formulación de sus respectivos pueblos están en posesión de unos terrenos cuya extensión no llega ni a las seiscientas varas por viento que corresponde al fundo legal” y que cuando menos lo esperaban, les quieren adjudicar las parcelas a título personal con la condición de que paguen “12.50 pesos por cada tres cuartillos de sembradura y 6.50 pesos el de temporal, 3.12 el de pastos y 1.56 el tepetatoso (…) más un 6% del valor que resulte.” Y añaden que: “el término para las adjudicaciones no debe entenderse pasado para los indios y labradores menesterosos, estando éstos siempre en aptitud de pretender la propiedad de los mencionados terrenos, que no podrían adjudicarse a otros sin la renuncia expresa de los poseedores."[12]

Septiembre de 1865, Cocula Jalisco.

Los comuneros se quejan de que las autoridades locales, de común acuerdo con quienes pretenden despojarlos de sus bienes, “lo blanco lo vuelven negro y nos arrancan de cuajo hasta aún la esperanza del remedio”[13].

Primer documento transcrito in extenso.

"Señor

Los que suscribmos indígenas y vecinos del Partido de Jilotepec, súbditos fieles de V.M.I. le exponemos respetuosamente que en el año de 1595 existía en términos de la cabecera de nuestra vecindad el pueblo de nuestros mayores conocido entonces con el nombre de ¿Xiponeca?, y este pueblo como todos los que se erijían en tiempos del gobierno español, disfrutaba de su fundo legal, esto es, tenía seiscientas varas de terreno por cada viento, gozaba de su monte y ejido con arreglo a lo que disponían las Leyes de Indias y la cédula del 12 de julio de1695. A inmediaciones del pueblo y a la distancia que determinaban las mismas leyes, poseían D. Cristobal y D. Rafael de los Angeles tres caballerías de tierra y dos sitios de ganado mayor…

 Los habitantes de este pueblo se fueron disminuyendo paulatinamente a causa sin duda de las epidemias que se desarrollan en aquella época (…) y en la misma proporción iban disminuyéndose los terrenos del pueblo por la codicia de los colindantes que siempre han procurado aumentar sus posesiones con detrimento de los pueblos…

Aunque como hemos dicho y no podemos fijar con certidumbre la época (de la desaparición) y no han faltado indígenas en más o menos número que hayan habitado en terrenos del pueblo en más o menos extensión como descendientes de los primeros fundadores y que molestados y perseguidos no hemos desamparado el lugar donde existía el pueblo.

Hemos solicitado los títulos originales de su fundación y a pesar de nuestro empeño buscándolos en el Archivo General no hemos podido hallarlos, pero esto no obstante, tenemos la convicción de que ninguno puede haberse hecho dueño de los terrenos que formaban el fundo legal del pueblo, porque el gobierno español jamás vendía los pueblos de indígenas, antes bien, nos dispensaba una protección tan especial y cuidaba tanto de que las tierras se conservasen en nuestro poder, que aun cuando a algún particular indígena le concedía merced de algunas, era con la precisa condición de no poder venderlas…

Dijimos Señor que siempre ha habido indígenas que han procurado no desamparar aquellos lugares, y hoy asciende su número a quinientas personas: hemos construido una capilla y le hemos dado mayor amplitud, sólo nos falta, Señor, el fundo que debe tener todo pueblo según lo determinan las leyes 6ª, 7ª y 10ª del título 5, libro 4º de la Recopilación de Indias y otras del 6º.

Como de día en día crece el número de habitantes y carecemos de losterrenos necesarios para formar nuestras habitaciones, para la siembra de las semillas que nos proporcionan los alimentos necesarios para nuestra subsistencia; como por la parte pequeña de tierras que ocupamos nos exigen renta y si no la satisfacemos nos embargan y nos reducen a la última miseria, ocurrimos a V.M. suplicando encarecidamente se sirva erigir de nuevo el pueblo de nuestros mayores, mandando se nos restituyan los terrenos que lo formaban (…) en lo que recibiremos merced y gracia particular.

Jilotepec, noviembre del 1865. Firmas, la última de las cuales apostilla: “amigo de los que no saben firmo yo."[14]

Segundo documento transcrito in extenso.

"Señor.

Florencio Galindo, Aniceto Chávez y José Cleofas Anguiano vecinos del pueblo de San Juan Jiquilpa del departamento de Colima en comisión nombrada por todo el vecindario, ante V.M. humilde y respetuosamente decimos. Que de los documentos originales que en ocho F. útiles ponemos en manos de V .M., consta que esta población poseía desde el año de 1525 hartos terrenos de que le hizo merced el conquistador D. Hernando Cortés en nombre del Monarca D.Carlos 1º; y como no aparezca ahora alguna constancia ni en el archivo ni en otra parte de haberse enajenado algunos de ellos (aquí faltan algunos párrafos)…no siempre es posible deducir ante estas autoridades (civiles y políticas) los derechos que nos asisten. La lentitud con que regularmente se procede en los tribunales; la influencia que los ricos propietarios ejercen sobre algunas personas encargadas de la administración de justicia; y la falta de medios para litigar son otros tantos motivos para no seguir este camino. V.M. nos ha tratazado otro más corto, más seguro, dándonos paso libre para llegar sin tropiezos hasta el Trono. Ha creado V.M. una Junta denominada Protectora de las Clases Menesterosas para que Vuestro Hombre oiga nuestras débiles quejas, y transmitirlas después robustecidas por la fuerza de la razón a V. Soberanía. A esta Junta ocurrimos, con este ocurso dirigido a V.M. no para promover una cuestión, sino como ya he indicado para pedir la posesión de los terrenos que por derecho correspnden a mi pueblo, en virtud de los títulos que presentamos y pido se nos devuelvan concluido este asunto.

Nuestra petición Señor, es tan justa como razonable, y hemos venido a hacerla guiados por la clemencia de V.M. emprendiendo un camino de 48 días,llenos de privaciones y con la miseria que siempre acompaña a los infelices indios de quienes V.M. se ha titulado nuestro Padre tomando a su cargo nuestra suerte.

Esperamos por lo mismo llenos de confianza, que V.M. se dignará acceder a nuestra solicitud en lo que recibiremos gracia.

México, octubre 25 de 1865. Señor. Nombre y firma de Florencio Galindo seguida de los nombres de los otros dos vecinos que envían el ocurso en  nombre de la comunidad, que sin duda por no saber escribir firman con una cruz."[15]

Tercer documento transcrito in extenso.

"Representación que hacen los vecinos de San Juan Bautista Tolcayuca ante el ciudadano Presidente Benito Juárez de la República Mexicana en el presente año de 1867.

2ª Epoca de nuestra independencia. Por nuestro Libertador Ciudadano Benito Juárez y sus dignos Generales.

La corporación de la municipalidad de San Juan Bautista Tolcayuca y demás vecinos ante V.E. como más haya lugar en derecho salvo las protestas oportunas parecemos y decimos con el más sumiso respeto y atención.

Que desde el año de 1847 a esta parte, los sufrimientos de los pueblos han sido muy fatales por la crueldad de los hacendados que sin consideración nos han tratado, pues al recibirse el ex conde finado don Pedro Terreros de la hacienda de San Javier que poseía en arrendamiento el finado don José María Flores, inmediatamente alteró las rentas de tierras de sembradura a razón de   ocho pesos por fanega así como la de pastos a razón de seis reales por cabeza de res, de bestia cabalgar y burros y la de oveja a real, siendo estas rentas en tiempo del conde de Terreros en cuanto a animales no valía nada la de pastos y sólo seis pesos la de fanega de sembradura, teniendo la libertad los vecinos de los pueblos de sacar leña y tuna de los montes y cerros o de donde los hubiera, así como de apacentar sus ganados a donde hubiera pastos.(…) los hacendados con todos los gobiernos han tenido mucha caridad y se les han considerado, y los pobres naturales de los pueblos han sido desoidos por razón de su mezquino traje que los hace degradantes y miserables, pero hoy que la Providencia ha colocado para regir los destinos de los pueblos a hombre que atiende a las necesidades de ellos, creemos por lo mismo ser atendidos en virtud de las razones que exponemos ante nuestro digno e ilustre presidente, ciudadano Benito Juárez, que ha leído en cada una de las frentes de la clase menesterosa y está pronto (…) a abrigar a sus   hijos conforme a sus necesidades. Los hacendados poseen inmensidad de terrenos que positivamente son de la propiedad de los pueblos los cuales fueron usurpados. La mayor parte de los pueblos ha quedado en la miseria y sin títulos  y aún sin el terreno necesario conocido con el nombre de fundo legal, y todavía (…) se ha pretendido hostigarlos más y más hasta el grado de poner cercas en los pueblos a manera de sitio y plantando inmensos magueyales y así ir despojando a los miserabes labradores de sus terrenos. Así es que hostilizados tan cruelmente nos vemos obligados a ocurrir ante V.E. con el fin de manifestarle en nuestro presente ocurso que los terrenos son legítimamente de los pueblos pues estos fueron primero que las haciendas, lo que prueba evidentemente la usurpación…

Si el Supremo Gobierno se digna examinar nuestras razones, se verá   desde luego la justicia que tenemos para pedir y se verá que para pagar nuestras    rentas al hacendado malbaratamos nuestras semillas y en consecuencia pagamos nuestras alcabalas y contribuciones y si no pagamos con puntualidad nuestras rentas, inmediatamente somos despojados de nuestros terrenos perdiendo nuestro cultivo y mejoras (…) todo queda a la consideración del Supremo Gobierno a quien pedimos la solución de nuestra pregunta. De esta manera C. Presidente todos tendremos parte de los terrenos y disfrutaremos de una propiedad raíz (…) todos los vecinos doblarán sus afanes y comeremos un pan aunque con el sudor de nuestro rostro (…) y entonces la gente que se manifiesta vaga y ociosa cometiendo robos y asesinatos se evitará de los vicios supuesto que ya tienen en qué ocuparse y subsistir y de esta manera quedará remediado el buen orden de la República aunque subdividiendo la propiedad declarando una Ley Agraria, pues no es justo C. Presidente que un poderoso hacendado esté en el apogeo y 5,500 cinco mil quinientos habitantes que representamos resto de esos cinco millones de desgraciados nuestros compañeros que no tenemos un palmo de terreno en nuestros pueblos, como consta del mapa que para probar nuestros acertos adjuntamos…

Todos han contribuido para el desenlace de la lucha que acaba de pasar pues los que no pudieron contribuir con su dinero ni empuñar las armas han tomado su herramienta de zapa para levantar las arenas y formar trincheras para la defensa de sus hermanos que al frente del enemigo peleaban su nacionalidad (…) pues en vista de esto C. Presidente, y después de entrar triunfante con el pabellón tricolor que vos mismo enarbolasteis en el palacio de Moctezuma, a vos   toca dar a cada uno de vuestros hijos el premio de que se han hecho acreedores (…) El pueblo grato sabrá corresponder con sus esfuerzos (…) y está de la misma manera pronto y bien dispuesto para ocurrir a cualquier llamado que de nuevo haga V.E (…). El pueblo cuidará de V.E. y a V.E. toca ahora cuidar del pueblo.

A V.E. suplicamos muy someramente que atento y en vista a las razones que exponemos se dignará proveer de conformidad con lo que pedimos o lo que a bien tuviere, por ser de justicia y con lo necesario protestamos no proceder de malicia y lo más que fuera necesario.

Tolcayuca diciembre 16 de 1867. Firmas."[16]

Creo necesario llamar la atención acerca de la originalidad de este documento en especial, que en uno de sus párrafos tranforma un reclamo aldeano en otro de alcances nacionales, cuando quienes lo firman se asumen no solamente representantes de los 5500 habitantes de su pueblo, sino de “los cinco millones de desgraciados nuestros compañeros…”, es decir, de toda la población rural del país y a continuación solicitan al presidente Juárez la promulgación de una Ley Agraria que les haga justicia distribuyendo la tierra con equidad.

En un primer momento, la lectura de estos escritos mueve a indignación, desde luego, pero ya en un plano más reflexivo, lo lleva a uno a plantearse necesariamente una pregunta: ¿porqué el campo mexicano fue incapaz, a lo largo de varias décadas del siglo XIX, de sumarse a la idílica propuesta liberal de un país de pequeños propietarios puestos en el camino de su personal superación y ascenso social, en virtud de su nueva condición de ciudadanos con acceso a la propiedad privada?

La actitud de una población que era mayoritaria en el país y que mayoriariamente tomó posiciones desde un principio en contra de cualquier intento de cambiar su condición de posesionaria y usufructuaria de tierras, aguas y montes, le valió ser tachada de ignorante, reacia enemiga del progreso y hasta de raza de cortos alcances intelectuales, una expresión absurda y fuera de lugar, en un país donde, salvo los extranjeros de primera generación y la mitad de los de segunda, todos son mestizos en alguna proporción.

¿Porqué?, cuando la esperanza o mejor dicho la expectativa liberal del progreso de cada persona mediante su propio esfuerzo, se fundaba no solamente en la teoría sino en preclaros y múltiples ejemplos. Ahí estaban, a la vista y consideración de todos, para demostrar de lo que es capaz el individuo que comprende que romper los lazos corporativos, le permite a uno llegar a donde se proponga.

Aquí considero que viene al caso tanscribir el párrafo final de una ponencia que presenté en el año 2006, en un congreso conmemorativo del bicentenario del natalicio de Benito Juárez, quien siendo niño abandonó su pueblo para dirigirse a pie a la capital de Oaxaca, trabajar como sirviente, aprender castellano y con el tiempo llegar a ser presidente de la República. Sin duda el más notable presidente mexicano del siglo XIX y tal vez de toda nuestra historia.

"Habiendo nacido indios o mestizos pobres, hijos de campesinos, pastores,  artesanos o mínimos comerciantes pueblerinos, ahora usaban levita, guantes, chistera y corbata de moño, y entre todos ellos ahí estaba aquel (…) que había llegado al mundo en San Pablo Guelatao el 21 de marzo de 1806. Le pusieron por nombres Benito en honor del santo principal del día de su natalicio y Pablo por el santo patrón de su pueblo y se apellidó Juárez García."[17].

Para entender este fenomeno que definió en gran medida el devenir del siglo XIX mexicano, creo útil y pertinente recurrir a la historia comparada. Es sabido que a lo largo del proceso revolucionario francés iniciado a fines del siglo XVIII y concluido a principios del XIX, fueron las grandes insurrecciones en las que se manifestó el descontento rural las que obligaron al Tercer Estado a radicalizarse hasta llegar al establecimiento de la Convención.

El resultado en materia agraria fue la exitosa puesta en marcha de una reforma que destruyó el poder económico de la clase social hegemónica del Antiguo Régimen; las tierra nobiliarias fragmentadas se adjudicaron, de hecho y de derecho, a los antiguos siervos o pequeños arrendatarios de la aristocracia feudal, quienes ya las habían ocupado a raíz del “gran miedo” del verano de 1789. De esa suerte el campesinado francés se aburguesó cuando Napoleón Bonaparte no hizo sino legalizar ante notario (Ante todos los notarios que hiciera falta), una situación irreversible. A partir de entonces, en Francia los campesinos no volvieron a ser protagonistas de jacqueries ni de revoluciones.

El caso mexicano es distinto del francés desde la raíz, porque los campesinos mexicanos no eran siervos ni arrendatarios de señores feudales; eran o habían sido dueños legítimos de sus tierras y demás recursos naturales y conservaban memoria oral y escrita de sus derechos sobre ellos, en el caso de esta última con el sello de la Corona de España y la firma del monarca. Documentos probatorios con mapas anexos, en los cuales se establecían los límites perimetrales y las colindancias del pueblo o parcialidad de que se tratara, y en los que se decía claramente que cada uno de los vecinos formaba parte del conjunto en calidad de posesionario corporativo de tierras, aguas y monte.

Los campesinos franceses no tenían nada y a la postre obtuvieron una parcela de cultivo en alianza con la burguesía liberal. Los campesinos mexicanos habían disfrutado de sus propios bienes y recursos desde tiempo inmemorial y se resistieron a perderlos y a perder con ellos su capacidad de decidir el rumbo de sus propias vidas, porque sabían que despojados de ellos y de la organización que les permitía reglamentar y administrar el patrimonio y ejercer probados mecanismos de ayuda mutua, quedarían indefensos ante quienes ambicionaban sus recursos desde hacía 300 años.


Apostilla

Los campesinos mexicanos hicieron su lucha en vano y lo peor estaba aún por venir. Las décadas de 1880 y 1890 registran la más gran ofensiva de toda la historia sobre las tierras comuneras y la conformación del latifundio que caracterizó nuestro fin de siglo XIX. El proceso no fue completo ni homogéneo, pero si hubiera seguido por el camino trazado desde finales del siglo XVIII, seguro que a la larga se habría completado y homogeneizado.

No fue así; cuando el 20 de noviembre de 1910 estalló en México la revolución a la que convocó un latifundista llamado Francisco Ignacio Madero, un sector del campesinado del centro-sur del país se sumó a ella, rompiendo la larga tradición de apoliticismo que había definido la respuesta de la comunidad campesina a los abusos de que eran víctimas sus integrantes.

Fue esta la primera vez que la comundidad se involucró de forma explícita, abierta y resuelta, al grado de llegar a desempeñar muy pronto en ella un papel protagónico, en una gran conmoción de alcances nacionales iniciada en defensa de la democracia representativa y del voto ciudadano; una contienda en la que que, con su beligerancia, puso las bases de su superviviencia al menos por 100 años más.

El fenómeno, que podría ser tema de otra ponencia, no puede ser analizado aquí, pero el hecho es que aquella revolución que enarboló en sus inicios una bandera política, terminó definiéndose como una revolución social y fueron justamente las reformas sociales que los gobiernos posrevolucionarios instrumentaron, las que constituyeron su faceta más fructífera y más prestigiosa.

Para terminar, sólo consignaré que al término de la lucha armada, la Constitución de 1917[18] y dos años antes la Ley de dotación y restitución de ejidos a los pueblos de 6 de enero de 1915[19], asumieron como propio el perenne afán de sobrevivencia de los pueblos posesionarios y usufructuarios de bienes colectivos, devolviéndoles su antigua personalidad jurídica y con ella su existencia legal, ya no en nombre del remoto monarca hispano sino en nombre de la Nación mexicana.

Un final inimaginable para una secuencia tan larga de infortunios. Un desenlace en verdad sorprendente.

 

Notas

[1] AGN. Fondo Gobernación. Serie Decretos Imperiales.Legajo 1592(1).

[2] Jovellanos:1974, p.56.

[3] AHCM.Iniciativas Nº11, 3 de agosto de 1852.

[4] Matute: 1973, p.151-152.

[5] AGN. Fondo Gobernación, caja 1, legajo 1144.

[6] Matute:1973, p.154.

[7] AGN. Fondo Gobernación. Legajo1735, caja 2, expediente 10.

[8] AGN, IJPCM, vol.I a fojas 333, 12 de julio de 1865.

[9] Idem, vol,II a fojas 205, 25 de octubre de 1865.

[10] Idem, vol.II a fojas 185, 18 de septiembre de 1865.

[11] AGN. IJPCM, Vol. I, a fojas 314, octubre de 1865.

[12] Idem, vol. II a fojas 349, 10 de noviembre de 1865.

[13] AGN. Fondo Gobernación. Serie Terrenos de varios dueños oposeedores, caja 1,legajo 1144.

[14] AGN. IJPCM, vol I a fojas 107.

[15] AGN, IJPCM, vol. II a fojas 458.

[16] AGN. Fondo de Gobernación, Sección segunda. Serie Reclamaciones de Municipalidades o de Indios.

[17] Carbó:2006, p.28.

[18] Contreras:1976, p. 180-185.

[19] Idem, p. 262-267.

 

Bibliografía citada

CONTRERAS, Mario y Jesús TAMAYO. Antología. México en el siglo XX. 1913-1920.México: UNAM, 1976.

JOVELLANOS, Gaspar Melchor de. Ley agraria para el Real y Supremo Consejo de Castilla. In MORENO, Heriberto. A favor del campo. México: SEP, 1974.

MATUTE, Alvaro. Antología. México en el siglo XIX. Fuentes e interpretaciones históricas.México: UNAM, 1973.

CARBÓ, Margarita. El proyecto agrario de los liberales. In XXVIII Jornadas de Historia de Occidente. El mundo de Benito Juárez. México: Centro de Estudios de la Revolución Mexicana Lázaro Cárdenas, A C., 2006.


Bibliografía de consulta

CARLOTA BOTEY (Coordinadora general). Historia de la cuestión agraria mexicana. Tomos I y II.México: Siglo Veintiuno Editores/CEHAM. 1988.

ISAIS CONTRERAS, Miguel Angel. El prejuicio indígena como fuente de razonamiento. Revista del Seminario de Historia Mexicana, vol. IX Nº 1, primavera de 2009.

KATZ, Friedrich et al. La servidumbre agraria en México en la época porfiriana. México: Sepsetenta, 1976.

KNOWLTON, Robert J. Los bienes del clero y la Reforma Mexicana. 1856-1910.México: Fondo de cultura Económica, 1985.

NICKEL, Herbert J. Morfología social de la hacienda mexicana. México: Fondo de Cultura económica, 1996.

POWELL, T.G. El liberalismo y el campesinado en el centro de México. México: SepSetentas, 1974.

REINA, Leticia. Las rebeliones campesinas en México. (1819-1906).México: Siglo Veintiuno Editores, 1980.

Reyes Heroles, Jesús. El Liberalismo Mexicano. México: UNAM, 1961.

SOTELO INCLÁN, Jesús. Raíz y Razón de Zapata. México: Comisión Federal de Electricidad, 1970.

TUTINO, John. Cambio social agrario y rebelión campesina en el México decimonómico, el caso de Chalco. In KATZ, Friedrich (Compilador). Revuelta, rebelión y revolución. La lucha agraria en México del siglo XVI al siglo XX. México: Ediciones ERA, 1990.

VILLEGAS, Abelardo. México en el horizonte liberal. México: UNAM, 1981.

ZARCO, Francisco: Crónica del Congreso Extraordinario Constituyente. 1856-1857. México. El Colegio de México, 1957.


Documentos de archivo

Archivo General de la Nación.

Galería 5, fondo Gobernación.

Indice de la Junta Protectora de las Clases Menesterosas.

Archivo del Estado de Michoacán.

 

© Copyright Margarita Carbó, 2012.
© Copyright Scripta Nova, 2012.

 

Ficha bibliográfica:

CARBÓ, Margarita. Una historia mexicana del siglo XIX. La corporación civil ante el proyecto desamortizador de los liberales. Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 1 de noviembre de 2012, vol. XVI, nº 418 (8). <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-418/sn-418-8.htm>. [ISSN: 1138-9788].
Índice del nº 418
Índice de Scripta Nova