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Scripta Vetera
EDICIÓN  ELECTRÓNICA DE TRABAJOS PUBLICADOS SOBRE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona
ISSN: 1578-0015

SER MODERNO O EL TESTIMONIO PERSONAL DE UNA EDUCACIÓN SENTIMENTAL
BAJO EL SIGNO PARADIGMÁTICO DE LA VANGUARDIA

Antonio Bonet Correa

 

Publicado originariamente en 1916-1956. Experiencia de la modernidad. Catálogo de la Exposición en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando .Madrid: RABASF, 2013, p. 57-62.


Eugenio Carmona, comisario de la presente exposición, El Arte Nuevo en España 1917-1957, me pide que escriba para el catálogo un texto testimonial acerca de tan importante período de la vida artística en la Península Ibérica. En un principio no sabía qué hacer y estaba dispuesto a negarme. Pensaba que mi texto sería demasiado personal y quizás subjetivo. Pero después, tras haber meditado y logrado vencer mi resistencia, me decido a coger la pluma y simplemente contar mis recuerdos e impresiones particulares.

La razón más poderosa que me convenció de que tenía que escribir sobre el tema fue que, dada mi edad, podía aportar al lector actual una visión vivida de la manera que tenía de entender la existencia la generación de mis padres. Mi texto será, pues, una especie de memorias de un niño educado en un ambiente vanguardista, algo así como la confesión de un hijo de su siglo, nacido en una provincia española abierta a la modernidad.

Nací en La Coruña en octubre de 1925, un año emblemático desde el punto de vista artístico. En 1925 se celebró en París la Exposition des Arts Décoratifs, que significó el triunfo del Art Déco en todo el mundo. En Madrid, la muestra clave e inaugural para el desarrollo de la vanguardia fue la Iª Exposición de la Sociedad de Artistas Ibéricos, celebrada en el Palacio de Exposiciones del Retiro, sobre la cual Ortega y Gasset, en un artículo en El Sol, “El Arte en presente y pretérito”, afirmaba que los artistas jóvenes españoles “no tienen un arte, sólo un intento hacia él”. Lo que sucedió a continuación confirmó el aserto del lúcido pensador, autor en el mismo año del libro fundamental La deshumanización del arte, publicado por la Revista de Occidente, que él había fundado dos años antes, en 1923.

Puesto a contar los hechos que han marcado mi existencia, debo comenzar con mi primer recuerdo histórico, en el año 1931, cuando tenía seis años de edad. No tiene que ver con el arte pero sí con un acontecimiento determinante para España. En el jardín que había entonces en la Plaza de Pontevedra de La Coruña, estábamos jugando al corro varios niños bajo la vigilancia de nuestras niñeras, que en aquel entonces iban vestidas como indias con enormes refajos y delantales de encaje, turbantes, grandes collares de abalorios y largos pendientes. Todos pertenecíamos a la clase burguesa y, sin duda alguna, influidos por lo que oíamos en nuestras casas cantábamos un estribillo que decía “de los árboles frutales me gusta el melocotón y de los reyes de España Alfonsito de Borbón”. Poco a poco unos hombres fueron rodeándonos con cara no se sabía si de asombro o de indignación y las muchachas nos mandaron callar y con prisa nos llevaron a nuestros respectivos hogares.

La Coruña, “blanca y azul” tal como la calificaba mi madre en un pequeño artículo lírico publicado en la revista local A.T.G., con unas ilustraciones dibujadas por mi padre, fue el escenario urbano de mis primeros nueve años. Mi padre, que era militar, era un apreciable “pintor de domingo”, aficionado a la ebanistería y a la talla en madera, a la fotografía y a la radio difusión además de amante de la música de piano, en especial la pianola y los discos de vinilo. Mi madre escribía cuentos y poemas en prosa que firmaba con los seudónimos de “Florisel” y “Florella”.  Ambos se habían formado en una estética modernista para luego pasar al gusto por la vanguardia, sin duda influidos por el ejemplo de mi tío, el escritor Evaristo Correa Calderón, que en Madrid fue ultraísta y fundador en Lugo, primero de la revista Ronsel, en 1924 y en 1931 del diario lucense Vanguardia Gallega junto con su hermano Antonio, poeta, abogado  y hombre de negocios. Mi madre, que era hija de un médico y académico,- que murió muy joven pero que fue autor de libros científicos y de historia, de los que ahora se han hecho reediciones facsímiles,- también tenía el virus literario de la modernidad que inculcó a sus hijos.

La publicación, en 1924, de los seis números de Ronsel  y los varios libros impresos en su editorial adjunta, como el ensayo del musicólogo y compositor lucense Jesús Bal, Hacia el ballet gallego, son índice del eclecticismo estético en el que ahora, pasado el tiempo, corroboro que se desenvolvió mi infancia. En lo referente a la literatura, en las páginas de Ronsel colaboraron entonces escritores de muy diferente signo como Cansino-Assens, Ramón Gómez de la Serna, José Francés, Díaz Fernández o Teixeira de Pascoaes y Émile Malespine, junto a Manuel Abril, Antoniorrobles, Guillermo de Torre, Antonio de Marichalar, Benjamín Jarnés o Francisco Vighi. En la parte gráfica los artistas fueron Alberto, Barradas, Norah Borges, el arquitecto Lacasa, Benjamín Palencia, el francés Frédéric Macé y los gallegos Castelao, Cebreiro y Anxel Johan. En Vanguardia Gallega también se encontraba el mismo espíritu y la colaboración de primeras figuras de las artes y las letras del momento en España y Galicia. A propósito del arte de los llamados “os novos” citaré solamente que varios números tienen artículos consagrados al pintor Manuel Colmeiro que, en 1932, hizo una exposición de su obra en el lucense Círculo de las Artes.

En las décadas 20-30 del siglo XX La Coruña era una población que no cesaba de crecer. Puerto marítimo de gran tráfico comercial y humano de emigrantes a América, con un ensanche de anchas avenidas y rectilíneas calles y arquitectura modernista, su conjunto contrastaba con  el rural interior de Galicia. El elevado prisma del Banco Pastor que, construido en 1922, fue el edificio más alto de España anterior a la madrileña Telefónica, proporcionaba al conjunto urbano un perfil de pequeña metrópoli moderna a lo Nueva York. De niño ya admiraba los aspectos más vistosos de la ciudad, el obelisco con reloj del Relleno, los monumentos de los jardines de Méndez Núñez, la sala larga y estrecha como el interior de un tranvía del cine Savoy, de estilo Art Déco y los muebles cromados de la librería de la Compañía Ibero-Americana de Publicaciones , la C.I.A.P., en la cual mi madre compraba la revista Cosmópolis y libros para niños como los cuentos de Antoniorrobles. Referente a mis lecturas infantiles, un año los Reyes Magos me dejaron los cuatro tomos de los cuentos de Basille en traducción de Sánchez Masas, editados por Cruz y Raya e  ilustrados por Isaías Cabezón, Maruja Mallo y Moreno Villa, entre otros.

La Coruña era una ciudad con vida cultural y deportiva muy activa. Fundamental para los movimientos de vanguardia no sólo a nivel de la ciudad sino para todo el mundo hispánico, fue la revista Alfar, que editada por Casa América Galicia, entre 1922 y 1926 fue dirigida por el poeta y cónsul del Uruguay Julio J. Casal. En sus páginas, además de mi tío Evaristo Correa Calderón colaboraron, al igual que en Ronsel, todos los más destacados escritores y artistas  de las diversas tendencias vanguardistas de España e Hispanoamérica. El director  artístico de Alfar fue Barradas, pintor que siempre estuvo presente en mi vida a través del cuadro, ahora propiedad de una prima mía, que representa el interior de un Café y que yo he reproducido en la portada de mi último libro Los Cafés Históricos. Mi hijo Juan-Manuel Bonet en su esencial Diccionario de las Vanguardias en España, 1907-1936, (3ª edc., Madrid 2007) afirma con acierto que, para su revista  “Casal consiguió originales de los principales nombres emergentes de la década de los veinte, tanto ultraístas como futuros miembros de la generación del 27”. En lo que atañe a los colaboradores gráficos mencionemos que Ángel Ferrant que, entre 1918 y 1920, fue profesor de la Escuela de Artes y Oficios de La Coruña, publicó en Alfar una serie de artículos teóricos sobre “la escultura y su área”.

Todavía recuerdo las canciones que un altavoz emitía inundando el aire de la playa de Riazor cercana a nuestra casa. Una de ellas era la de “Al Uruguay, guay no voy, porque temo naufragar. Mándame a París si no te es igual”. París era una ciudad de la que hablaba mucho mi familia. También era el lugar de donde venía una señora francesa que traía trajes y ropa interior para mi madre que, como mujer moderna, leía la revista Friné, editada por Carmen de Burgos Colombina.  La Coruña era para mí una ciudad cosmopolita. Mi contacto con el mundo más allá del Océano Atlántico era cuando mi tío Jesús Correa Calderón, médico de emigración de la Marina civil, llegaba a La Coruña en un trasatlántico inglés como el Queen Mary o uno de la Hamburger American Line. Era una verdadera fiesta visitar el interior del buque y sobre todo jugar en el salón de recreo para los niños de primera clase.

Los vanguardistas de los felices años veinte amaban las invenciones del siglo, en especial los modernos medios de transporte. La velocidad les apasionaba. Mis tíos eran los representantes en Lugo de los automóviles Studebaker y mi padre tenía un coche de la marca inglesa Mathis, descapotable de cuatro plazas. Un amigo nuestro, catedrático de instituto e hijo del geógrafo Blázquez, que había introducido en España la Geografía Humana de Vidal la Blanche, tenía un bólido con un asiento trasero llamado “el ahí te pudras” por el aireado que estaba. Precisamente cuando amaró en la bahía de La Coruña el avión  Dornier, mi padre que era muy aficionado a filmar con una cámara Pathé todos los festejos familiares, hizo una película de tan singular acontecimiento desde la terraza de nuestro amigo Blázquez. También y como hecho extraordinario que jamás olvidaré, en un gesto de audacia moderna, Blázquez construyó un planeador de ligera estructura metálica con el que se lanzó al aire desde su terraza situada enfrente del puerto. Felizmente no se ahogó pues unos pescadores que faneaban en medio de la bahía lo salvaron. Otra imagen que conservo de la modernidad en La Coruña es la de los enormes trasatlánticos, en especial los ingleses, que hacían el tránsito en Europa y América. También los aviones apasionaban a los modernos. Mi tío Evaristo, en uno de sus viajes al extranjero, nos trajo unos pequeños aviones franceses que hacíamos volar en la plaza de Riazor.

El polo puesto a La Coruña eran para mí Lugo y nuestra casa de San Miguel en el valle de Neira de Rey. Aunque Lugo era una ciudad amurallada y de viejos monumentos, no estaba totalmente anclada en el pasado. No sólo mi familia era vanguardista sino también había un grupo muy selecto de intelectuales modernos, entre ellos el poeta Luís Pimentel o el arquitecto Eloy Maquieira, que era seguidor de Le Corbusier. De niño lo que más llamaba mi atención era la imprenta del periódico Vanguardia Gallega, instalado en el jardín de la planta baja de la casa que mi abuelo Correa había construido, a finales del siglo XIX, en pleno centro de la ciudad. Las linotipias y sobre todo la enorme rotativa, que rítmicamente vomitaba papel impreso, me parecía un animal gigantesco, recostado y jadeante. Mis tíos, en un alarde de modernidad, todas las tardes, cuando se acababa de imprimir el periódico, hacían sonar una sirena a la manera de las grandes fábricas que lo hacían para señalar la salida de los obreros de su diaria faena. Los utópicos futuristas se valían de los más variados símbolos para paliar así la escasa, por no decir inexistente, verdadera industria.

Los veranos eran eternos en el campo. En la casa de mis tíos en Baralla, donde estaba, entre otros cuadros, el ya citado Café, pintado por Barradas, lo más importante era, en el extenso jardín de la casa, la cancha de tenis. Para mí siempre fue un suplicio el jugar bien a este deporte que también se practicaba mucho en el Sporting Club de La Coruña. En las fotos de toda la familia, vestida de blanco, aparezco yo siempre con el aire de dejar pasar las pelotas sin verlas. La casa de San Miguel de Neira de Rey, en donde en la Biblioteca se encontraba la primera edición de Fervor de Buenos Aires de Borges, que ahora es de mi hijo Juan Manuel y que ha servido de ejemplar para tantas exposiciones actuales sobre las vanguardias, para mí era un paraíso donde leía las colecciones de revistas como La Esfera  y Blanco y Negro. Tengo que recordar aquí también que gracias a esta biblioteca Manolo Arroyo, al hacer la edición facsímil de la Gaceta Literaria, pudo incluir el prospecto color ladrillo, con dibujo de García Maroto, que Jiménez Caballero no tenía, ya que había perdido todos los libros y papeles de su casa cuando la Guerra Civil. Más tarde, en mi adolescencia, estas publicaciones lo mismo que los libros acumulados en la torre-biblioteca, me sirvieron de fuentes iconográficas y documentación de hechos y noticias, de forma que cuando, a finales de los años 40, fui a casa de Pío Baroja, llevado por Pepe Rubial y Juan Benet, el viejo novelista, al ver que conocía anécdotas del pasado, intrigado me preguntó de donde sacaba yo mis conocimientos de una época entonces olvidada. En las temporadas de  estío, eran muy estimulantes las excursiones a caballo por la montaña y sobre todo las pescatas en el río Neira, en las que se juntaban muchos amigos de mis padres en el frondoso bosquecillo que, al pié del castro llamado Correa, mi familia culturalmente afrancesada denominaba “El Souto-sur-Mer”.

Muy importante en mi infancia fue la estancia de dos meses en Madrid en el otoño del año 1932. Mi padre, que se había especializado en Guerra Química, asistió a un curso en la Marañosa que había organizado el ministro Manuel Azaña con el fin  de modernizar el ejército español. Instalada toda la familia en una pensión de la Plaza de Santa Ana esquina a la calle del Gato, se pueden imaginar que fue enorme la impresión que me produjo la capital de España, entonces en trance de convertirse, con el trazado de la Gran Vía, en una metrópoli moderna. Precisamente mi padre, aficionado a la radio, un día habló por la Emisora “Unión Radio”, con gran contento de la familia. De los recuerdos más vivos tengo las visitas al Museo del Prado y sobre todo el de una tarde en que mi madre me llevó con mis hermanos a tomar chocolate con picatostes en la Antigua Botellería y Café de Pombo, sentados debajo del cuadro de Gutiérrez Solana, pintor del que conservo tres cartas autógrafas dirigidas a mi tío Evaristo.  Mi madre nos habló entonces de Ramón Gómez de la Serna al cual, muchos años después, vi y con el que hablé en persona cuando, en 1949, regresó una sola vez a su ciudad natal y un sábado asistió a un encuentro emocionante con los escritores y los artistas amigos y admiradores suyos.

Del viaje a Madrid, inolvidable para un niño de provincias, guardo aún recuerdos muy vivos. Aparte de los espejos deformantes y esperpénticos de la calle del Gato, tan caros a Valle Inclán o de los negritos de las pinturas murales en la fachada de una tienda de venta de café, obra de Hipólito Hidalgo de Caviedes, de los que no quedan ni fotografías, yo estaba enamorado de un enorme caballo de peluche que anunciaba la sección de juguetes del gran almacén “Madrid-París” en la Gran Vía. Particularmente, también en la recién estrenada Gran Vía me fascinaba el cristalino y diáfano interior racionalista del Café Zahara, que la gran pintora portuguesa  María Helena Vieira da Silva, muchos años más tarde me confesó le había gustado muchísimo cuando lo vio, en un viaje suyo a Madrid en los años 30. Como es lógico, además del Metro con la circulación subterránea, en la ciudad lo que más me impactó de la capital de España fueron los deslumbrantes y parpadeantes anuncios luminosos que, por la noche, transformaban la ciudad como por arte de magia. La imagen de una metrópoli moderna se formó en mi mente infantil con la mezcla del perfil de la fachada marítima de La Coruña y el de los altos frontispicios de la madrileña Gran Vía.

La Guerra Civil, que interrumpió de manera violenta el feliz transcurso de mi vida, supuso como para la mayoría de las personas de todas las edades una quiebra moral de las esperanzas de paz y modernidad. No es cuestión aquí de hacer el relato de una trágica contienda nefasta para España. En lo que a mi existencia se refiere, un golpe difícil de superar fue la muerte en la guerra de mi padre en abril de 1938, cuando yo tenía doce años. La tristeza se apoderó de la familia y mi madre, para llevar adelante la casa y poner remedio a la carestía de bienes naturales de la época, puso en explotación las fincas rústicas de Neira de Rey, lo que hizo que nuestras estancias en el campo fuesen más prolongadas. La vida de los campesinos y la nuestra misma parecía haber retrocedido a la Alta Edad Media. En el invierno, uno de nosotros leía en voz alta un libro, sentados todos delante de la chimenea francesa del gran comedor. En el verano, la estación festiva de los días más largos y de la recolección de las cosechas, mi hermana Choncha, pintora autodidacta y naïf, en el salón isabelino tocaba en el piano piezas románticas y las suites  de Albeniz. Cuando venía a vernos mi tío Evaristo se reía de nosotros y decía que aquello era excesivamente cursi y romántico y que lo que mi hermana debía tocar eran las obras de Eric Satie. Para demostrarnos cómo era la música de este gran compositor francés de fin de siglo se ponía al piano y hacía sonar unas cuantas notas disonantes entre prolongados silencios.

Las únicas novedades estéticas del momento eran los números de la revista Vértice, con dibujos surrealistas de José Caballero, y los utópicos proyectos arquitectónicos de Luís Moya, creadores ambos de una poética particular, de los que entonces no sospechaba que tendría en mi propia colección obras suyas de aquella época, regaladas años más tarde por los propios autores. Los artículos y los libros de Don Eugenio D´Ors, leídos entonces de manera pausada en la paz del campo, fueron esenciales para formarme una idea del arte. Recuerdo también que la lectura del Orfeo de Jean Cocteau, en su versión de la Revista de Occidente, me sirvió para luego leer con atención y respeto a los Clásicos de la Antigüedad. También muy importante fue la contemplación, en el Museo de Lugo, del cuadro  “Guía Postal de Lugo” que Maruja Mallo,  nacida en Vivero, pintó en 1929 cuando obtuvo la pensión de la Diputación de Lugo para matricularse en Madrid en la Escuela Nacional de Bellas Artes de San Fernando. Con Maruja Mallo tuvimos toda la familia una gran relación cordial  en Madrid después de su regreso del exilio en América del Sur. Culminación de ello fue un famoso curso sobre Surrealismo en la Universidad de Verano de Santander.

Cuando mi hermano mayor acabó en el Instituto de Lugo el bachillerato, mi madre decidió nuestro traslado a Santiago de Compostela. Muy viva está en mi memoria la llegada al “bosque de piedra” como le llaman a la ciudad del Apóstol. Tras un agotador viaje en un autobús con gasójeno, llegamos por la noche a la ciudad. Entramos por la Puerta Fajera al igual que los peregrinos medievales, pasamos por la plaza de Cervantes y luego la calle de la Azabachería y por debajo del arco del Palacio Arzobispal a la Plaza del Obradoiro y siguiendo la calle del Franco, el autobús tras dejar de lado el Paseo de la Herradura, acabó hasta el hoy desaparecido y pétreo edificio modernista de la Empresa Castromil. Hoy el trayecto es imposible e inimaginable. Nuestra nueva casa era un segundo piso duplex que un canónigo había construido para su familia. Mi madre, acostumbrada a otro tipo de vivienda de techos altos y amplios espacios con estancias más diáfanas, nunca se acostumbró a un interior que, por encargo suyo y sin verlo ella, había escogido mi hermano mayor. Mi habitación, en la tercera planta, era abuhardillada y daba a la enorme mole de la iglesia de San Martín Pinario. Si cuento todo esto es para hacer resaltar lo que sobre el ánimo de una persona puede influir el contexto urbano en que se desarrolla su vida cotidiana. En mi caso el paisaje urbano se diferenciaba mucho del de La Coruña y del barrio Miño de chalets con jardín en el que viví en Lugo durante mis años de bachillerato.

No quisiera cansar al lector contando todas las incidencias de mi vida en Santiago. Lo fundamental, en lo que atañe a mis años en la Universidad como estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras,  fue la llegada a Compostela del joven catedrático de Historia del Arte José María de Azcárate por el cual acabé eligiendo el dedicarme a la Historia del Arte en vez de la Historia de la Literatura como era al principio mi intención. Muy pronto comencé a escribir en el suplemente semanal del periódico vespertino La Noche, una serie de artículos sobre las novedades artísticas francesas en la sección titulada “Cartas de París” a las cuales firmaba con el seudónimo de Andrés de Cernadas. Todavía no conocía, como era lógico, la capital francesa, pero gracias a mis lecturas y sobre todo a las revistas que, como Les Nouvelles Littéraires, adquiría en la librería de la plaza del Toral, redactaba mis crónicas que, pese a mi desconocimiento real del ambiente parisino, resultaban muy verídicas. Como es natural,  en  ellas hablaba de las obras vanguardistas tanto literarias como plásticas.

Muy importante para mi fue la tertulia del Café Derby,  presidida por el patriarca de las letras gallegas Don Ramón Otero Pedrayo, que tras haber sido apartado de la enseñanza a mediados de los años 40, fue repuesto en la cátedra de Geografía de la Universidad de Santiago. Otero Pedrayo fue quien, acabado de ser  editado el Ulises de James Joyce, hizo la traducción al gallego, en la revista Nós, de varios fragmentos de tan importante y novedosa novela. En dicha tertulia conocí no sólo a los diferentes protagonistas de la cultura gallega sino a todos los intelectuales españoles que pasaban por Santiago. Para mí el Café Derby fue una segunda universidad, tan importante o más que la Facultad de Filosofía y Letras. Aparte      de los contertulios recordaré a Don Eugenio D´Ors que cuando vino a dar una conferencia sobre “El Secreto de la Filosofía” me lo presentó mi amigo Álvaro Ruibal , el entonces director de la revista Destinoen Barcelona. También tengo que mencionar que muy importante fue mi contacto asiduo con el pintor Carlos Maside, personaje muy reservado y circunspecto que, republicano y silencioso, trataba únicamente a las personas que le inspiraban confianza. Vestido de oscuro y con un gran sombrero negro de alas anchas, tenía una facha imponente. En su casa de la Rua del Villar mantuve con él largas conversaciones, que hoy lamento no haber recogido por escrito. Entre otros libros, Maside puso en mis manos por primera vez el ejemplar del Realismo mágico de Franz Roh, editado por la Revista de Occidente. Importante también para mí fue cuando, de paso para la Argentina huyendo del  París ocupado por los nazis, el Ballet del Marqués de Cuevas estuvo en Santiago esperando el tomar un barco para América. Como yo era amigo del dueño del Teatro Principal, pude asistir al ballet y conocer de cerca a los componentes  como Balanchine.

Para no alargarme debo acabar este relato autobiográfico de la manera más sucinta posible ya que más que una memoria personal quiero que sea un testimonio sobre una época ya histórica.

Ahora bien, no puedo menos que contar que tras obtener la licenciatura en la Universidad de Santiago viajé dos veces a Madrid antes de obtener una beca de ampliación de estudios en el extranjero. En una de mis breves estancias en la capital de España pude ver la Iª Bienal Hispanoamericana de Arte, una muestra variopinta en la que había atisbos de nuevas tendencias artísticas. Por fin, a finales del año 1950 pude llegar a París, cumpliendo así el mayor de mis sueños. De niño, la Guerra Civil había impedido el proyecto de mis padres de un veraneo en la costa vasca. Ahora cuando acababa de cumplir veinticinco años podía conocer la que era para mí la mítica Ciudad Luz, la Meca del Arte y de la Cultura. Lo que no sospechaba entonces es que en París viviría siete años seguidos, me casaría con Monique, a la que conocí como alumna en La Sorbona y nacerían mis tres hijos Juan-Manuel, Pedro e Isabel.

Las cosas tienes su orden y su razón de ser. También los acontecimientos se suceden y determinan nuestra vida . En París, como si la ciudad fuese un lugar mágico y de encantamiento, el primer día cuando paseaba por el Boulevard Saint-Germain vi pasar,en un automóvil descapotable un cuadro de Giorgio de Chirico. En un primer  momento creí que era una alucinación pero no era tal ya que al día siguiente pude contemplar el mismo cuadro colgado en una pequeña exposición en una Librería italiana hoy desaparecida cercana al Boulevard Saint-Michel. Para mi París era una fiesta, el lugar en donde podía compartir una doble vocación de Historiador del Arte y paseante de la ciudad, amante de los viejos monumentos y las perspectivas urbanas y apasionado aficionado al arte de las vanguardias.

En los siete años que viví en París tuve amigos íntimos hoy desaparecidos como el poeta catalán Josep Palau i Fabre, el pintor, músico y poeta argentino Sergio de Castro, los pintores Fermín Aguayo, miembro en Zaragoza del grupo Pórtico y Xavier Valls, este último a su vez gran amigo del historiador y crítico de arte Julián Gállego que entonces residía en París  y con el cual posteriormente en España tuve estrechas relaciones en la Universidad Complutense de Madrid. En nuestra época parisina Julián pertenecía a la Escuela de Francastel y yo, en cambio, a la del Instituto de Arte, de Lambert, Lavedan, Gaillard y Chastel, y una vez a la semana asistía en casa de Baltrusaïtis, casado con la hijastra de Henri Focillon, a las reuniones en las cuales conocí a infinidad de historiadores de diferentes países de paso por París. Entre los artistas de mayor edad que la mía tuve una estrecha relación con Manuel Colmeiro, que en su estudio de la rue de Vaugirard vivía como un ermitaño, pintando siempre cuadros que representaban la arcaica vida de una idílica Galicia. Al pintor que nunca llegué a ver, aún sabiendo que tenía su taller al final del oscuro pasillo del estudio de Colmeiro, fue al misterioso asturiano Luís Fernández. En cambio estuvo en otros estudios como el del brigantino  José Palmeiro o el de Francisco Bores que me hablaba con nostalgia del Madrid de su juventud. También cada vez que lo encontraba en el Boulevard de Saint-Germain-des-Prés hablaba con Oscar Domínguez que, en los años veinte, había vivido en el mismo hotel que mi tío Antonio Correa. Y con quien tuve gran familiaridad fue con Wilfredo Lam que, al igual que cuando yo estaba soltero, residía en la Maison de Cuba en la Ciudad Universitario. Lam,  había  sido contertulio de Café en Madrid con mi tío Evaristo en los años treinta y tuvieron una gran alegría de volverse a encontrar en París  el día de mi boda.

No voy a hacer aquí la lista de los artistas españoles, franceses y extranjeros a los que conocí en mis años de París. A Miró me lo presentó Josep Palau i Fabre en una exposición de la Galería Maeght. Traté de cerca a Eusebio Sempere, a Pierrette Gargallo y otras muchas personas que, como Apeles Fenosa pertenecían a la presencia de España en el arte parisino. Fui además un asiduo del Café El Select, en el Boulevard de Montparnasse, en donde  se reunían de manera esporádica e informal artistas españoles de la llamada “École de Paris”. A este propósito recuerdo que estando Picasso de paso por la capital francesa, me dijeron una mañana Ismael de la Serna y Joaquín Peinado que estaban invitados a tomar una paella que el gran pintor malagueño iba a cocinar en casa de uno de sus discípulos. Mi buena educación tradicional más que mi timidez hizo que no fuese, al no estar invitado. Siempre me pesó ya que Picasso nunca más volvió a París y yo había perdido la ocasión que en general no pasa dos veces por el mismo lugar.

Entre los acontecimientos novedosos protagonizados por los artistas españoles en los años cincuenta recuerdo las magníficas exposiciones de Chillida y de Palazuelo en la Galería Maeght. También la inauguración, en la Galería de Denise René, del Equipo 57, con el que me sentía muy identificado estéticamente y al que conocí a través de Rosario Castejón, hija del veterinario y analista Don Rafael Castejón y mujer del arquitecto Juan Serrano, componente del grupo formado por Ángel Duarte, José Duarte y Agustín Ibarrola, al que más tarde se unió Juan Cuenca. El momento era apasionante. Otros artistas como Antonio Saura, que del surrealismo había pasado al informalismo, irrumpían aportando novedades que rompían con el arte propugnado hasta entonces por la España oficial, a excepción del madrileño Salón de los Once, capitaneado por Don Eugenio D´Ors en la madrileña Academia Breve de Crítica de Arte y en Barcelona por la presencia de los artistas del Dau al Set.

Cuando en septiembre de 1957 regresé a España para incorporarme en Madrid como profesor de Historia del Arte en la Universidad Complutense, me encontré con un horizonte esperanzador de cambio estético. Todavía faltaban muchos años para la transformación política y social del país. Ahora bien, para alguien que como yo había sido educado en el culto a la modernidad se podía constatar que, pese a la quiebra de determinados valores  colectivos que había supuesto la terrible contienda y los años sombríos del franquismo, el genio artístico de España había continuado. En mi primera instalación en el barrio madrileño del Viso, de arquitectura racionalista, vivía Ángel Ferrant que mantenía una estrecha amistad, a través de Betanzos y de las afinidades electivas de orden ético y estético, con el matrimonio del  arqueólogo Luís Vázquez de Parga y de la archivera Consuelo Gutiérrez del Arroyo, personas que para mi, Monique y mis hijos fueron – mi madre había muerto en 1951, cuando yo estaba en París -  nuestros manes familiares o dioses protectores en Madrid.

Gracias a los artistas que como Ferrant mantuvieron viva la llama de la creación artística, nuestro país pudo seguir ocupando en el concierto mundial un primer y relevante puesto de la vanguardia plástica. El año 1957 fue también el año de El Paso y el Informalismo, el Arte Otro. Personalmente dediqué todos mis esfuerzos a la Historia del Arte sin nunca abandonar mi interés y curiosidad por las vanguardias. El año 1957 mi llegada a Madrid supuso mi retorno a Itaca pero aún faltaba mucho camino personal e histórico  por recorrer.

 

Copyright: Antonio Bonet Correa, 2013
Copyright: RABASF, 2013

Ficha bibliográfica:

BONET CORREA, Antonio. Ser moderno o el testimonio personal de una educación sentimental bajo el signo paradigmático de la vanguardia. En 1916-1956. Experiencia de la modernidad. Catálogo de la Exposición en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando .Madrid: RABASF, 2013, p. 57-62. Reproducido en Scripta Vetera. Edición Electrónica de Trabajos Publicados sobre Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, nº 131. <http://www.ub.es/geocrit/sv-131.htm>. [ISSN: 1578-0015].


 

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