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Scripta Vetera

EDICIÓN  ELECTRÓNICA DE TRABAJOS PUBLICADOS 
SOBRE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES

Universidad de Barcelona
ISSN: 1578-0015

NUEVAS VISIONES DE CHINA

Pekín, entre la tradición y la modernidad
Shanghai: ciudad a diferentes velocidades

Pere Sunyer Martín
Centro Tecnológico Aragón (México)



China es hoy en día uno de los países en los que mayor contraste se puede vivir entre la tradición todavía vigente y la modernidad o, mejor dicho, la acuciante ansia de modernidad de su gente.  Este proceso de modernización tiene un claro reflejo en sus principales ciudades, como Pekín y Shanghai.
En ambas, aunque con diferente intensidad, la dinámica de los cambios urbanos indican el grado de descomposición del orden político hasta hace poco vigente, y constituyen ejemplos de lo que está por acontecer en ciudades como la de México, con un grave deterioro social y urbano de sus distritos centrales.


Pekín, entre la tradición y la modernidad

Publicado en Milenio, Diario. 28 de diciembre de 2005 Sección: El Ángel Exterminador

Una densa niebla oculta desde el avión la fisiografía china. Abajo, me supongo sobrevolando ese paisaje de un intenso verde y de grandes y tortuosos ríos grabados sobre aquellas planicies extensas que había visto yo de pequeño en los grandes documentales de la televisión. Y como actores, un ejército de trabajadores, campesinos y obreros, levantando las cortinas de los embalses, construyendo canales de irrigación, y cultivando campos de arroz que trepan las pendientes de las montañas formando un paisaje de terrazas que desafían la lógica de la gravedad y atenúan los efectos que la erosión pueda producir. Y ¿por qué no?, también desde lo alto, desde ese avión en el que estoy viajando, quiero figurarme el cinturón de piedra y ladrillo que limita la región de Pekín por el norte, Chang Cheng, la Gran Muralla o, como ya acostumbro a decir, la muralla en la muralla: kilómetros de muros, almenas y torres de vigía erigidos sobre las montañas del norte de la capital. Por su parte, en las ciudades, cientos de miles de ciclistas surcando las amplias avenidas de la capital, Beijing, la «capital del Norte», el nombre con el que designan los chinos a Pekín.

Lo más destacado de las guías consultadas era su continuo interés por desmitificar los estereotipos antes citados: la modernización de China era un proceso imparable que llevaba iniciado hacía años, desde que el dirigente Deng Xiaoping decidió emprender la aventura de la transformación hacia un país de economía capitalista con dirigencia comunista. Un invento oriental, como la salsa agridulce, pero menos sabroso. Sin embargo, el poder de aquellas imágenes retenidas en mi retina durante tantos años seguía vigente y quería sobreponerse a esa realidad en la que me estaba ya sumergiendo; una realidad nueva con el trasfondo de la todavía pesada y omnipresente personalidad de Mao Zedong.

La salida de las renovadas instalaciones del aeropuerto de Pekín, con un bajo tráfico aéreo, sorprende al visitante. Comunican con él unas autopistas muy modernas, aparentemente con todos los sistemas de señalización y de seguridad de las vías rápidas del mundo occidental, que conducen a una ciudad que no tiene nada que ver con la del pasado reciente. Un trasfondo de edificios altos, de factura moderna, entremezclados con ese verde intenso característico y las largas cintas de asfalto y concreto de las autopistas, todo ello enlazaba con los grandes circuitos que envuelven la ciudad y que depositan al viajero en los barrios exteriores de ese gran Pekín. Hasta cuatro grandes anillos viales rodean la ciudad y la comunican con la región estatal, y se integran con las amplias avenidas, al estilo más moscovita, de los tiempos de la Revolución de Mao y con las estructuras urbanas más antiguas, la Ciudad Prohibida y las calles aledañas.

Pekín se alza sobre una extensa planicie surcada por infinidad de canales realizados durante las diversas dinastías que gobernaron la China que abastecen de agua a la ciudad y la embellecen. El Palacio de Verano (Yíhéyuán), a las afueras de la capital, y muchos de los parques de la ciudad se alimentan de esos canales y constituyen ejemplos del arte de la jardinería china aplicado a los grandes espacios.

Mi hotel se sitúa en lo que las autoridades pequinesas denominan el Silicon Valley de la capital, en el cuadrante noroeste de la ciudad, no muy lejos del centro y de una de las estaciones de metro más concurridas Xizhimen, la puerta del oeste. La avenida Zhonguancun articula todo este distrito que alberga los principales centros académicos de China, como la Universidad Tecnológica de Beijing, la Academia de Ciencias, las universidades de Beijing y de China, la de las Nacionalidades y algunos centros neurálgicos de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación. Es la faceta de la modernidad tecnológica en su mayor ostentación. Esta modernidad está asociada a otro tipo de paisaje urbano en el que dominan los bloques de viviendas y de oficinas, el automóvil, y las rápidas vialidades, muy diferente del medieval del centro urbano y aún del reciente pasado comunista. Las nuevas construcciones, más altas y acristaladas que se alzan sobre la avenida Zhonguancun contrastan no sólo con los edificios y monumentos históricos de Beijing, todos de un color rojizo, sino también con las antiguas casas de ladrillo, de tejado a dos aguas que sobreviven al impacto de la nueva urbanización. Me refiero a las casas que forman los hutong, las callejuelas que de Este a Oeste cruzan los barrios centrales de Pekín, y las de mayor valor social, histórico y cultural de la capital, una especie en peligro de extinción. Pese a los enormes problemas que plantean estos barrios (sanitariamente no muy saludables, socialmente opacos al poder y ajenos a las nuevas líneas de desarrollo urbano de la capital) en ellos es donde puede uno encontrar el encanto de los pueblos con sus pequeñas tiendas abarrotadas de productos, sus talleres, panaderías y en su umbral, el obligado te verde y la hamaca del dependiente; todo a una escala humana y fuera de los circuitos turísticos. La estructura social de estos núcleos habitacionales es parecido a lo que serían las vecindades en la Ciudad de México, pero mucho más extensa y, quizás, compleja. En estas callejas el viajero occidental hallará la cercanía y humanidad del pequinés tradicional alejado del ajetreo de esa forma de vida que se está extendiendo como un cáncer, asociada al capitalismo más libérrimo y depredador; un oasis, en fin, en medio del trepidar de la modernidad.

La destrucción de los hutong, sustituido impunemente por bloques de edificios en un afán de rentabilizar la superficie –pura especulación urbanística a beneficio del Estado—, es una metáfora de la revolución de modernidad que está aconteciendo, al menos, en las principales ciudades chinas. Lo mismo puede decirse de la pérdida de los espacios para la circulación de las bicicletas en beneficio del automóvil y los atascos en las principales arterias y circuitos de la ciudad en algo más que las horas punta. El automóvil y el celular son los nuevos signos de identidad del pequinés.

En Pekín se empieza a vivir el desasosiego y el estrés de cualquier otra ciudad del planeta, con el agravante de que los días de la semana sólo existen en el calendario, y la jornada laboral de ocho horas, quizás en algún que otro contrato. Lo cierto es que la construcción no se detiene, ni de día, ni de noche y no conoce días de descanso laboral y uno no sabe bien si el motivo es la preparación para las olimpiadas de Pekín en 2008 o, simplemente, la nueva forma de hacer, propiciada por la apertura económica del país, y asociada a una tradicional vocación por el trabajo ininterrumpido del oriental, al punto de que pareciera que se va a comer el mundo y nuestras economías con el trabajo.

Al mismo tiempo, la juventud parece no querer saber nada de lo que afanosamente se trató de implantar durante la Revolución. Frente a la uniformidad en la forma de pensar y de vestir, irrumpe con fuerza un nuevo estilo de peinado, tintes, trajes y vestidos, en unas imágenes que parecen haber salido de los personajes de Akira Toriyama (Dragon Ball), y que contrastan vivamente con la de sus mayores. Abundan como en ningún otro lado las peluquerías y estéticas, muchas de ellas asociadas a un cierto tipo de prostitución tolerada y pseudo-controlada por la municipalidad. También abarrota esa juventud de «hijos únicos» las tiendas de ropa, con firmas de nombre internacional a precio de saldo, las de música, las tiendas de comida chatarra y otras maravillas que parece que ha sabido exportar con convencimiento el mundo occidental. Son juventud de celular e internet, de piercings y diseño.

Definitivamente, los mundos que conforman Pekín, y por extensión el conjunto del país, giran a diferentes velocidades. Y a pesar del choque cultural, político e ideológico que, irremisiblemente, pueda suponer China para el viajero occidental, una nueva vieja pátina recubre algunos puntos de la geografía del antiguo Imperio del Medio; una pátina ya conocida que se respira globalmente, se hace patente urbanísticamente y que tiene en Shanghai, la ciudad «sobre la playa», quizás uno de sus mejores ejemplos.
 


Shanghai: ciudad a diferentes velocidades

Publicado en Milenio, Diario. 19 de enero de 2006 Sección: El Ángel Exterminador

Sin considerar Hong Kong con su actual estatus de vinculación con la República Popular China, Shanghai es la gran ciudad de la costa china; una representación cuasi-histriónica de los grandes contrastes que vive este país en pujanza y cuyo crecimiento económico no ha cesado desde el decenio de 1960 hasta ahora. Shanghai es un sueño chino, al estilo del sueño americano; diferente de Hong Kong y del experimento de su vecina Shenzhen, en el sureste del país; un sueño hecho, sobre todo, en los últimos años con la fuerza de la ideología del partido y con patente de autenticidad made in China.

Una atmósfera calurosa y húmeda caracteriza el clima veraniego de esta urbe; un cielo brumoso, con esa peculiar niebla alta y densa, de humedad, polvo y contaminación, siempre presente, y que, de tanto en tanto, descarga una intensa y cálida precipitación sobre la ciudad –así como en México—ayudada por los ciclones asiáticos conocidos aquí como tifones. Es la influencia marina. Aunque, en realidad, Shang Hai –literalmente «sobre la playa»— dista todavía del mar. Su puerto es fluvial, sobre el río Huangpu (Huangpu Jiang), que limita la antigua ciudad por el Este. Es afluente del largo Yangtze (Yang Tzi Jiang) y confluye con él en su desembocadura, y por él se deslizan embarcaciones de todo tipo y  calado a todas las horas del día y genera un espectáculo continuo que sirve de atractivo a propios y extraños que pasean por el bulevar que recorre el río por su ribera oeste.

Es en este puerto fluvial donde se pueden observar las dos fachadas que conforman el Shanghai actual, dos modelos urbanísticos reflejo de sendas épocas de bonanza económica. En la ribera occidental (Pu Xi) el Bund, el antiguo frente de hoteles y sedes bancarias, construidos en la primera mitad de siglo XX, algunos de Art Decó, reflejo del esplendor pasado de la ciudad hasta el advenimiento del régimen comunista; puerta de entrada de Occidente al Imperio del Medio, China (Zhongguó). Frente con frente, al otro lado del río, se encuentra la nueva zona financiera y de desarrollo urbano; es el Pu Dong (ribera oriental), donde hasta hace pocos años (1990) aún se cultivaban hortalizas y productos alimenticios que abastecían Shanghai, y en el que ahora ha crecido otro cultivo, más remunerador que el agrícola, de acero, cemento y vidrio, abonado por el puerto y zona de libre comercio Shanghai Waigaoqiao. Una suerte de Santa Fe en la ciudad de México, pero a lo grande. Como todo en China. Se trata de una zona en expansión de vocación industrial, comercial,  financiera y de servicios, que contiene también  reconocidos hoteles, viviendas de lujo y centros de enseñanza superior. Se caracteriza por su imagen de extramodernidad dada por algunas de las construcciones más altas de la ciudad y, aún del mundo, como la torre de comunicaciones «Perla de Oriente» de 468 m, y el edificio Jin Mao, de 421 m; reflejo especular, por su extensa superficie acristalada, de los edificios del Bund, que se yerguen en el Pu Xi, pero realizado durante la apertura económica del régimen comunista.

El recorrido que suele recomendarse al visitante de Shanghai acaba en este lugar, en el Bund, verdadera área de esparcimiento de la ciudad, y persigue deslumbrar al visitante con lo más occidentalizado y moderno de ella en un eje que, partiendo del Parque del Pueblo (Rénmín Gonyuán), se centra en Nanjing Donglu la calle más concurrida y única peatonal, escaparate de moda de la ciudad, flanqueada por numerosas tiendas, hoteles y restaurantes.

Shanghai parece sinónimo de ritmo vertiginoso y voracidad, un bosque de rascacielos; es derroche de energía, trepidante vida nocturna y diurna; automóviles y vías rápidas que cruzan el mismo centro de la ciudad; comida rápida, Oriente y Occidente, ruido, gente con el celular colgado de la oreja; gente, gente y mucha gente; nuevos ricos y nuevos pobres, ejecutivos y oficinistas, y trabajadores trepados a los andamiajes de bambú de prodigiosas alturas; es la imagen de la que está orgullosa la juventud china y la primera que tiende a mostrar al turista o al viajero que busca la esencia de esta ciudad, y a vindicar y reivindicar su actualidad y vigencia frente a la imagen trasnochada del resto del país.

Sin embargo, Shanghai tiene otras muchas facetas no tan exitosas y, por supuesto, menos deslumbrantes y más lacerantes. Para ello, hay que apearse del vértigo de modernidad, situarse en la ciudad lenta (Slow city) y adentrarse en su esencia urbana: el contraste; entre lo que fue el mundo occidental (impuesto) y el oriental; entre la realidad que hoy trata de ocultarse del reciente pasado comunista con la nueva que la «libertad» del libre comercio y la globalización está imponiendo; entre la lujuria de un pasado de colonización, con la mojigatería del de la dirigencia comunista, y con el espejismo de la VeloCittà (la ciudad veloz) actual.

El nuevo recorrido inicia por la antigua zona de concesión internacional, delimitada, aproximadamente, por el canal norte (Wusong Jiang), y la calle Fuxing Zhonlu al sur, ya en el barrio francés. Sin atender al significado vejatorio que para los chinos pudo tener esta ocupación, es del todo interesante caminar por esas calles de las viejas casonas con sus patios y jardines al más puro estilo inglés y francés; cerrar los ojos y tratar de reconstruir esos ambientes del pasado, de lujo y dinero pero basado en una flagrante desigualdad e injusticia social. Hoy, en la mayoría de estas casas, si no en todas, viven hacinadas familias sucesoras de la redistribución de los bienes de los extranjeros durante la época de Mao. Forman vecindades muy deterioradas, afeadas y con escasos servicios, acechadas por las promotoras inmobiliarias, dispuestas a substituir el avejentado patrimonio colonial por bloques de viviendas de dudosa calidad, con la connivencia de la municipalidad que apoya el proceso de gentrificación a ultranza; un proceso que, a modo de cuña, se ha ido realizando de forma solapada con el establecimiento de una zona de bares y cafés y de vida nocturna que, si bien ayuda al mantenimiento y conservación del legado histórico urbano, apuntala el desplazamiento de una clase social trabajadora por otra de mayores ingresos.

El paseo no debería dejar de lado el barrio chino –la ciudad china—, donde malvivía el personal que trabajaba para los occidentales, y sigue malviviendo el nuevo trabajador. Este barrio, claramente delimitado por el circuito de las avenidas Renmin Lu y Zhongua Lu y el río, recuerda en cierta manera los hutong de Pekín, por su laberíntico desarrollo de callejuelas y por las actividades en él se realizan. Aunque es mucho menos atractivo y más sucio, y aparentemente abandonado por las autoridades municipales y por los propios habitantes, que no de los ojos de las inmobiliarias. El barrio chino es el día a día, todavía, de muchísimas personas que se hacinan en casas de dos niveles, con balconadas cerradas y de estructura de madera. Un barrio en el que abunda el pequeño comercio, siempre repleto de productos sin orden aparente y que se extiende, como en las calles de ciudad de México, hacia la estrecha calzada. Son tiendas sombrías, tratando de evitar la entrada de los rayos solares del estío, de techos bajos, y en el que un dependiente dormitando sobre una hamaca al fondo del local se balancea lentamente con un abanico en una mano, y en la otra un matamoscas; o en el mejor de los casos, acariciado por la suave corriente de aire que proporciona un ventilador.

Finalmente, con esa intensa vivencia, conviene visitar los jardines de Yu Yuán que, como oro en paño, todavía se conservan en un extremo del barrio chino, al lado de un escandaloso bazar. Yu Yuán constituye un remanso gratificante de naturaleza, quietud y reflexión; un efecto que la jardinería oriental ha sabido crear a partir de la generación de ambientes de diferente intensidad y belleza.

Shanghai parece estar cómoda en su papel de cabeza de puente del proceso de modernización de China, una función que le gustaría desempeñar Pekín; y, lo más grave, sus habitantes, muchos inmigrados, aceptan ser arrastrados, temporal o permanentemente, por el arroyo de dinero que fluye en ella y las secuelas que ocasiona ese frenesí en su salud física y mental. Como siempre, la eterna discusión entre nivel y calidad de vida parece asomar por el espacio entre billete y billete.

Pekín y Shanghai son lecciones de modernización reflejadas urbanísticamente y con efectos, sin duda, sociales. Son ejemplos que deberían de servir para los planeadores y urbanistas en ciudades como la de México, en lo que en el futuro nos depare. En definitiva, dos lecciones que deberían hacernos reflexionar, al menos en el ámbito urbano, sobre las ventajas e inconvenientes, las ganancias y las pérdidas en los procesos de globalización.
 



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