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Scripta Vetera

EDICIÓN  ELECTRÓNICA DE TRABAJOS PUBLICADOS 

SOBRE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES

LA CO-PARTICIPACIÓN DE LA ESCUELA EN LA PRODUCCIÓN SOCIAL DE LA “INFANCIA”.
NOTAS CRÍTICAS SOBRE MORATORIAS, DESARROLLO PERSONAL Y CRECIMIENTO POLÍTICO.


Jesús Romero Morante
Alberto Luis Gómez[1]

Publicado en: DÁVILA, P.; NAYA, L. Mª (Coords.). La infancia en la historia: espacios y representaciones, vol. II. XIII Coloquio de Historia de la Educación. San Sebastián: Espacio Universitario/EREIN, 2005, pp. 415-426 [ISBN: 84-9746-268-8].


Antes de la edad de la razón no es posible tener idea ninguna de los seres morales, ni las relaciones sociales; por tanto se ha de evitar, cuanto fuere posible, el uso de las voces que las expresan, no sea que el niño aplique al punto a estas voces ideas falsas, que luego no sabremos o no podremos destruir. (…) Haced que mientras sólo le muevan las cosas sencillas, todas sus ideas se paren en las sensaciones; haced que por todas partes sólo el mundo físico distinga en torno suyo (…). Conocer el bien y el mal, penetrarse de la razón de las obligaciones humanas, no es cosa de niños. (…) Ejercitad su cuerpo, sus órganos, sus sentidos, sus fuerzas; pero mantened ociosa su alma cuanto más tiempo fuere posible. (…) Esta es otra razón por la cual quiero yo educar a Emilio en el campo, lejos de las depravadas costumbres de las ciudades.(Jean-Jacques Rousseau, Emilio o De la educación, 1762)

El desarrollo de la mente y la liberación de la sujeción y de la subjetividad no se consiguen desde el aislamiento político o social.
(Paul Barry Clarke, Ser ciudadano, 1996)
 

1. Los estudios sobre la infancia desde la óptica de la Didáctica de las Ciencias Sociales

¿Qué fuerza de gravedad atrae a quienes suscriben, ambos profesores de Didáctica de las Ciencias Sociales, hacia el campo de los estudios sobre la infancia? En cierto modo, lo que sigue no es más que un intento de respuesta razonada a este interrogante. Ahora bien, es muy posible que semejante anuncio deje a más de uno perplejo, pues a primera vista pudiera parecer que el esfuerzo es tan ocioso como consabida la contestación. Después de todo, entre las máximas grabadas a fuego en el frontispicio de toda didáctica específica ocupa un lugar destacado la siguiente: el conocimiento disponible acerca de los sujetos a quienes destinamos la enseñanza (en este caso de lo social) representa un referente absolutamente fundamental a la hora de concebir la tarea educadora y, por ende, la formación de los futuros docentes.

No obstante, la pregunta dista mucho de ser retórica. Y lo es aún menos si la formulamos en términos más concretos, en aras de aclarar el interés que para nosotros tiene, en particular, el análisis socio-genético de la niñez. Piénsese que los saberes al respecto que acostumbran a impartirse a los estudiantes de maestro suelen ser en su mayoría de carácter psicológico (ora sobre la evolución de las estructuras cognitivas a lo largo de esta fase vital, ora sobre las concepciones, representaciones, ideas previas o preconceptos de los pequeños, etc.). Nada más lejos de nuestro ánimo que poner en entredicho la enorme relevancia de esta insustituible mirada. Lo que se nos antoja discutible es esa sinécdoque fáctica que confunde una parte (en verdad crucial) con el todo, y que a menudo ha hecho pasar los frutos de las investigaciones sobre el psiquismo infantil y las etapas del desarrollo por un retrato “esencial” de lo que significa “ser niño/a”.

La propia experiencia cotidiana nos alerta contra esencialismos tales. Baste sacar a colación ese sentir general relativo a lo mucho que han cambiado las tiernas generaciones actuales con respecto a las de antaño. Como indica Rozada (2002), esa constatación genera alarma “… porque nos extraña, en el doble sentido de que no nos reconocemos, como niños que hemos sido, en su manera de ser, ni tampoco, según nos parece, su modo de estar sea el que corresponde a lo que exige la institución escolar que tenemos”. Pero frente a semejante extrañeza no cabe armarse tan sólo con conocimientos sobre las presuntas invariantes psico-biológicas de la edad. Para inyectar nueva savia reflexiva a nuestro quehacer, los docentes debemos someter a escrutinio esa mudable condición pueril, cuyas causas habrían de buscarse –señala con tino el autor citado– en las vigentes circunstancias de su crianza, bastante diferentes a las que conformaron a sus padres y maestros.

De hecho, los propios enfoques psicológicos que rehuyen abiertamente el solipsismo demuestran una querencia clara por contemplar el desenvolvimiento de las funciones mentales superiores en el marco de los procesos de socialización que nos incorporan a una cultura y nos constituyen como sujetos. Así, por ejemplo, a la estela de Vygotski se ha entendido que el desarrollo atiende y satisface, dentro de las posibilidades de su dotación genética originaria, los requerimientos de la experiencia del organismo –condicionada por la estructura de la actividad humana que lo envuelve–, a través de la apropiación de herramientas instrumentales y semióticas compartidas (empezando por el lenguaje) que ejercen de “interfaces” culturales entre la realidad y la acción. Desde esta óptica, resulta evidente la necesidad de examinar los escenarios múltiples de la existencia, los modos y estilos de vida, los sistemas de mediación técnica y semiológica con el entorno, etc. que definen hoy en día los contextos de crianza, crecimiento y enculturación de los infantes, en tanto que factores cruciales en la construcción de su ser social y su conciencia. Y llegados a este punto echaremos inmediatamente de menos las iluminaciones complementarias que pueden aportar otras disciplinas. Se podría objetar que la psicología de inspiración vygotskiana cubre por sí misma estos flancos, dada la notoria proyección antropológica y sociohistórica de sus cimientos teóricos. Pero es precisamente esa vocación la que exige conjugar distintas aproximaciones. No en vano James Wertsch, uno de los principales exegetas y reformuladores de la tradición glosada, ha reconocido sin tapujos que “… poner el foco en la constitución social del funcionamiento mental requiere cruzar las fronteras disciplinares” (Wertsch-Toma, 1995: 159). Con mayor motivo, añadiríamos nosotros, si la preocupación se extiende a las disposiciones[2], pautas de comportamiento, recursos culturales, códigos expresivos, actitudes, expectativas… que los benjamines traen en sus mochilas cuando entran en las escuelas y que se despliegan irremediablemente en su interior.

En definitiva, si la pretensión es comprender mejor a los alumnos de carne y hueso que pueblan las aulas, vislumbrar la raíz de los eventuales desencuentros, buscar intersecciones semánticas que faciliten la comunicación con ellos y sus progenitores, y, a la postre, enriquecer con elementos de juicio adicionales nuestras estrategias pedagógicas, la literatura que se ocupa de las dinámicas sociales en las cuales se ven inmersos actualmente los niños debería ser una parada obligada. Hablamos, verbigracia, de las mutaciones nada triviales experimentadas por la institución familiar –su núcleo de socialización primaria– durante las últimas décadas, sobre un trasfondo que continúa segmentado por el desigual capital económico y cultural de estos grupos domésticos. O de la influencia de los omnipresentes mass media y la entronización de la imagen como cauce privilegiado de comunicación. O de la mercantilización de este público menudo. O de las cambiantes condiciones de acceso a la vida adulta. O de la creciente diversificación multicultural de las sociedades… En estos tiempos que se dicen posmodernos, la edificación de la identidad infantil es inaprensible al margen de tales tendencias.

En todo caso, nuestras correrías por el campo de los estudios de la infancia no se detienen aquí. A fin de explicar su alcance, hemos de incorporar otro argumento al discurso, directamente vinculado al compromiso de los firmantes con la mejora de la enseñanza y, por derivación, a su preocupación por los obstáculos que frenan o abortan la germinación de innovaciones didácticas. Dichos obstáculos remiten, desde luego, a los constreñimientos internos y externos que pesan sobre el sistema educativo. Pero no debería pasarse por alto que determinados supuestos, convenciones y hábitos sedimentados en la cultura escolar pueden colaborar, a menudo sin pretenderlo, con tales circunstancias en la reproducción de inercias institucionales quizá impugnables. En otras palabras, las presuposiciones, categorías y distinciones –relativas al conocimiento, la propia asignatura, la inteligencia y el aprendizaje de los pupilos, los mecanismos de control y gestión de las clases, etc.– incorporadas a las prácticas docentes contienen en sí mismas un filtro discriminador que pone fronteras a lo que cabe estimar como un comportamiento profesional factible y razonable. Estas estructuras de percepción están hondamente estructuradas, pero funcionan también –valga la expresión de Bourdieu– como estructuras estructurantes, al generar formas de pensar, ver y actuar. En este sentido, contribuyen discursivamente a delimitar el ámbito de lo “posible”.

Pues bien, por motivos obvios, uno de esos principios de visión y división son las concepciones asentadas sobre lo que significa “ser niño/a”. Concepciones que conllevan expectativas acerca de cómo debe plantearse su educación y qué resultados se espera obtener de la misma, de tal suerte que participan en la producción de la propia “realidad ontológica” que designan (cfr. Popkewitz, 1998). Y al hacerlo coadyuvan a “normalizar” ciertos modos de socialización, toda vez que las apelaciones a la quinta esencia pueril tienden a difuminar los mecanismos subyacentes de moldeamiento de subjetividades. En esta tesitura, se nos antoja harto difícil discutir dichos modos de socialización sin poner en cuestión y desestabilizar de alguna manera la imaginada naturalidad de los axiomas en que se asientan. Y para ello se requiere el instrumental del análisis genealógico.

Claude Lévi-Strauss afirmaba que los fenómenos sociales, como algunos alimentos, poseen un "sabor" distinto según el corte que se les practique: acaso en el día a día "sepan" a psicología, pero al ampliar la perspectiva analítica el paladar comienza a advertir los efluvios de la sociología, la economía o la historia; y si se opta por las indagaciones de "larga duración" se llega a captar cómo se han ido "produciendo" y alterando muchos rasgos que se consideraban inscritos en la naturaleza humana. Salvando las distancias, el dictum no es del todo impertinente para el tema que ahora nos incumbe, y dice mucho acerca del interés que vemos en la historiografía sobre la infancia. No en vano las incursiones pioneras de Philippe Ariès y Lloyd DeMause, pese a las debilidades advertidas en su enfoque, sirvieron ya para mostrar convincentemente que la sensibilidad hacia este tramo de edad no era un universal de la cultura. Es más, que la propia infancia no ha sido nunca una realidad estática. Su identidad no tiene que ver sólo con la inmadurez biológica, sino que ha sido construida y reconstruida socialmente a lo largo del tiempo, en conexión con las condiciones estructurales e institucionales de cada momento, y los grandes movimientos de cambio que las han perturbado. Aunque ha puesto en juego nuevas herramientas heurísticas y otros marcos teóricos, la historiografía posterior[3] no ha hecho sino confirmar esta apreciación, amplificando nuestro conocimiento de tales procesos.

En los apartados siguientes pretendemos, precisamente, valernos de estas investigaciones para someter a revisión asunciones sobre la niñez que siguen circulando por los establecimientos de educación infantil y primaria, y examinar bajo esta luz algunos de los dilemas concernientes a la enseñanza de lo social en la escolarización temprana.

2. Entre el limbo institucionalizado y la ciudadanía del menor

El 20 de noviembre de 1989, la Asamblea General de Naciones Unidas aprobaba la vigente Convención sobre los Derechos del Niño, confiriéndole fuerza jurídica vinculante en todos los países que la ratificasen. De acuerdo con el espíritu ya presente en la Declaración de Ginebra de 1924 y la Declaración de la propia ONU de 1959, en su articulado se reafirma, por descontado, la protección preferencial de la infancia contra toda forma de perjuicio, abuso físico o mental, negligencias, malos tratos, explotación económica o sexual, actividades nocivas, torturas, etc.; al igual que la provisión de derechos socioeconómicos y culturales (asistencia sanitaria, seguridad social, nivel de vida adecuado, educación, etc.). Pero esta Convención, tal como ha subrayado con insistencia Verhellen (1992, 2000), introduce además una novedad trascendental: por primera vez en la historia se reconoce la ciudadanía del menor. En efecto, los artículos 12 a 17 consagran una serie de derechos civiles relativos a la participación en la sociedad, incluyendo los de "expresar su opinión libremente en todos los asuntos que le afectan", "libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de todo tipo, sin consideración de fronteras", "libertad de pensamiento, de conciencia y religión" o "libertad de asociación y libertad de celebrar reuniones pacíficas". Según el autor mencionado, merced a dicha novedad, la protección se desprende de su carácter paternalista, al proyectarse no tanto sobre el menor como sobre sus derechos. En otras palabras, la consideración legal del niño pasa de “objeto” a “sujeto”.

El mentado reconocimiento pone en entredicho, por sí mismo, la persistente concepción de la infancia y de la juventud como un mero período de transición hasta alcanzar la vida adulta y, con ella, la “ciudadanía plena”. Y es que la “ciudadanía plena” no es un simple estatus jurídico que se consigue con la mayoría de edad y la independencia económica. Tiene que ver con las experiencias y las prácticas por medio de las cuales acaece la participación efectiva de los individuos en la sociedad. Ahora bien, los conocimientos, valores y competencias necesarios para la implicación en la esfera pública no se obtienen automáticamente al llegar a los dieciocho años. Esto es, hay que aprender a ser ciudadano.

No es difícil caer en la cuenta de que la Convención ha armado de nuevas razones a todos aquellos que defienden una educación para la democracia desde la escolarización temprana, en aras de ir cultivando progresivamente la inteligencia cívica de las personas. Una inteligencia cívica que se desarrolla y profesa mediante la discusión crítica de los problemas,  disputas y asuntos públicos que afectan al ordenamiento de la colectividad, y a través de oportunidades para aprender y ejercitar las artes del debate argumentado, el examen riguroso de los conflictos, su encaramiento dialogístico y no violento, la toma de conciencia de las necesidades ajenas, la comprensión del pensamiento de los demás, etc.

En países como los anglosajones, con una larga tradición de educación para una ciudadanía democrática a sus espaldas, abundan las publicaciones con reflexiones, propuestas y experiencias concretas en esta línea[4]  Referidas incluso a menores de 6 años. Basta comprobar en un pequeño librito de Reva Klein (2001) cómo se aprovechan las vicisitudes cotidianas del aula (las etiquetas e insultos, relacionados con prejuicios de distinta naturaleza, que unos pequeños lanzan sobre otros; el ascendiente de algunos niños y niñas sobre sus compañeros/as; las agrupaciones y exclusiones; las peleas por el reparto de ciertos materiales; las tomas de decisión; las tareas compartidas; los objetos desechables, etc.) para empezar a hablar con sencillez sobre discriminación, justicia, poder y autoridad, democracia, cooperación, problemas medioambientales, etc.

Pero, como bien constata Wood (1998), suele acontecer que estas propuestas y actuaciones choquen con un escepticismo y/o un recelo generalizados, tras los que asoma un rechazo fáctico al tratamiento escolar de temas controvertidos, justificado en nombre de la inmadurez de los pupilos o de ese engañoso proteccionismo, tan arraigado en las aulas de infantil y aun en las de primaria, que levanta barreras a fin de impedir que los impresionables párvulos entren en contacto con esta realidad social tan adversa que puede dañar su bondad e inocencia innatas, y de evitarles sufrimientos anticipados.

Entre otras cosas, semejante censura tácita descansa en una visión heredada de la infancia, con una determinada historicidad íntimamente ligada (Varela, 1986) a los cambios en los modos de socialización. Sin “desnaturalizarla” se torna más arduo conducir la discusión sobre los dilemas de la enseñanza hacia su corazón oculto, a saber, los efectos reguladores del currículum escolar ­–explícito e implícito– en nuestro desenvolvimiento como individuos y como sujetos políticos. No está de más, por ello, refrescar someramente lo que la historiografía nos ha relatado acerca del proceso de su “invención”.

Si, al decir de Ariès, durante la Edad Media no llegó a existir la niñez como concepto psicosocial independiente, debido al predominio de una enculturación integrada en el mundo adulto, en los prolegómenos de la Edad Moderna principian a asomar atisbos de una inflexión crucial en las actitudes dentro de los ambientes acomodados de las ciudades europeas. En el seno de una nueva estructura familiar urbana, que va sucediendo lentamente al modelo de familia rural gentilicia, y de los valores asociados al ethos de la burguesía emergente, la figura del niño se revaloriza, empieza a recibir mayor atención y reconocimiento como individualidad. Muy pronto los reformadores humanistas y moralistas de los siglos XVI y XVII apelarán a los deberes educativos de estas familias, planteando la imperiosidad de una buena crianza e instrucción desde la misma cuna. Para estos tratadistas, los pequeños nacían desnudos, endebles, faltos de juicio y con los gérmenes de vicios y virtudes. Dada esa condición y su maleabilidad, era preciso dedicarse a su dirección y cuidado a fin de que pudiesen llegar a ser sujetos racionales, buenos cristianos y súbditos ejemplares. "Comienza así a gestarse –observa Varela (1986: 156-157, cursivas nuestras)– un estatuto de minoría y separación de los niños respecto a los adultos que no dejará de acrecentarse hasta nuestros días, es decir, se inicia la constitución de la especificidad infantil". Por supuesto, esta definición distaba de ser general: difería de la aristocrática y apenas rozaba tangencialmente a las clases populares. Pero ejerció una fuerte influencia en los programas educativos de las órdenes religiosas, en especial en la Ratio Studiorum de los jesuitas, y terminaría convirtiéndose en la antesala del imaginario actual.

En efecto, el racionalismo del siglo de las luces sancionó ese estatuto de minoría al tiempo que celebraba a las criaturas como la "riqueza del mañana" y los "futuros" constructores de la sociedad ilustrada. Debido a ese hincapié en el porvenir, en el progreso  pendiente, "los niños son calificados como «aún-no-seres-humanos = aún no saben, aún no pueden ser, aún no son». Su estado de «aún-no» les caracteriza como categoría social aparte" (Verhellen, 1992: 39). No obstante, quien elevó (al reformularla) esta visión a los altares fue Jean-Jacques Rousseau, heredero de ese clima ilustrado pero marcando distancias anunciadoras del romanticismo. Su re-invención de la infancia –enmarcada en el contexto del nuevo estilo de vida de la burguesía ascendente– tendría una trascendencia enorme cuyos ecos todavía son audibles. El ginebrino fue el primero en escribir de forma expresa que el niño no es un hombre en pequeño, que tiene sus modos particulares de ver, pensar y sentir, y que sería insensato pretender sustituirlos por los adultos. Su educación habría de tener lugar, por tanto, lejos de los nocivos influjos de la sociedad corrompida, en plena naturaleza y conforme a sus leyes. Al retratar al niño como un ente débil, inocente, irresponsable, carente de razón y de criterios morales, considera inviable ejercitar su raciocinio hasta no alcanzar el momento madurativo oportuno, pues su "naturaleza" no lo consentiría. Con vistas a respetar el despliegue "espontáneo" de sus potencias, elabora en el Emilio un programa que pospone hasta los quince años la formación intelectual y ética, en beneficio de un desarrollo de los sentidos, el cuerpo y la sensibilidad. Esta educación fundada en las supuestas "necesidades naturales" del imberbe refuerza el mentado estatuto de minoría, cuya contrapartida no es sino una dependencia cada vez mayor del adulto. Bien es cierto que Rousseau da un giro copernicano a la manera de concebirla. El pequeño ya no es conceptuado como la arcilla o cera blanda que el padre o tutor ahorma, sino como una semilla que debe conocerse y cuidarse desde fuera para que florezcan todas sus virtualidades innatas: la acción directa del alfarero se sustituye por la indirecta del jardinero, en orden a cultivar una disciplina interior, apenas visible pero ubicua. Buena parte de las pedagogías naturalistas, románticas y psicológicas de los siglos XIX y XX refrendaron los rasgos cardinales de esta representación con un paidocentrismo que subraya la singularidad infantil, subordinando la enseñanza a los "intereses psico-afectivos" del individuo y a las etapas presuntamente universales de su crecimiento madurativo. Un dato indisociable de esa operación de ingeniería macro-social que fue la institucionalización de la infancia, mediante las leyes de protección del menor y de obligatoriedad escolar.

En efecto, este “descubrimiento” de la condición pueril como una etapa idiosincrásica del desarrollo humano, que debía ser preservada y aislada del resto del mundo para recibir una formación tutelada ad hoc, acabó influyendo, indudablemente, en la institucionalización de una parte significativa de los tiempos y espacios de socialización de niños y jóvenes. Pero también a la inversa –en un buen ejemplo de esa recursividad según la cual los productos son, a la par, productores de aquello que los produce– la implantación de los sistemas escolares ha tenido una responsabilidad primaria en la irradiación y configuración de las representaciones colectivas sobre la niñez que hoy se nos antojan obvias y naturales.

Ya Ariès y DeMause llamaron la atención sobre la coincidencia, si no relación causal, entre el surgimiento de esa nueva sensibilidad y la aparición de teorías e instituciones educativas unidas por el énfasis en una instrucción segregada, concebida como un régimen de protección y "supervisión total" deliberado, sistemático y cuidadosamente planificado. Como señala con perspicacia Escolano (2000: 20), "el estatuto moderno del menor es en buena medida el resultado de la atribución de espacios y tiempos específicos a la infancia, en otros momentos adscrita a los lugares y ritmos de vida comunes a toda la colectividad, y por tanto indiferenciados". Su paso por estas estructuras de reclusión espacio-temporal conforma y objetiva un proceso de "iniciación" o "preparación" para el "futuro" que imprime unas condiciones existenciales, una acotación y una identidad reconocida a este grupo de edad, coadyuvando por consiguiente a constituirlo tal como hoy es percibido. De donde se deriva que la generalización de esta concepción, su recreación y rearticulación han sido asimismo dependientes de la expansión de los sistemas educativos nacionales y, más en concreto, de la universalización de su cobertura obligatoria, merced a la cual la producción discursiva del alumno, de la infancia escolarizada, modela la imagen de la infancia en general (González Faraco, 2002; Gimeno, 2003). De hecho, la progresiva ampliación de la obligatoriedad a la secundaria ha redefinido la idea de estudiante y de infancia, que ya no sería sólo una moratoria sino además una moratoria larga, pues tales reformas han "rescatado" como "niños" a una cohorte destacada de adolescentes (Baker, 1998).

Ese "rescate" del niño por la escuela pública encontró respaldo en los discursos ya glosados. Pero también fue legitimado por las contribuciones que, desde finales del siglo XIX, han venido ofreciendo la biomedicina, la psicología, el psicoanálisis o la pedagogía experimental. Hasta el extremo –seguimos a Julia Varela (1995)– que las figuras actuales de la infancia están cada vez más entreveradas de códigos psicológicos, cuyo ascendiente ha tendido a imponerse como principal fuente de autoridad en la toma de decisiones didácticas. Engarzamos así con los comentarios sobre los sesgos en la formación de los maestros y maestras que preludian este escrito. No obstante, el triunfo de las "pedagogías psicológicas" precisa una explicación.

Se convendrá en que las razones históricas de la institucionalización de la infancia mediante la escuela no se reducen al programa ilustrado o a la voluntad asistencial; que uno de los factores determinantes de ese proceso fue la voluntad de separar a los niños de su contexto de origen para proceder a su normalización pastoral, a la gobernación de sus cuerpos y sus almas, con vistas a lograr ciudadanos útiles, obedientes, leales, y, por derivación, a controlar y organizar la dirección del cambio social. Como es sabido, la crisis de los regímenes liberales decimonónicos, que se hizo extensiva a sus sistemas educativos duales o bipolares, agudizó la preocupación y la búsqueda de nuevas técnicas para la gestión de sus inquilinos. Puesto que idéntico trasfondo estaba impulsando la implantación académica de diversas ciencias humanas emergentes, no sorprende que desde finales del s. XIX se plantease cada vez con mayor fuerza la posibilidad de una administración científica de las masas.

Bajo esta óptica, la cimentación de una pedagogía eficaz exigía una radiografía precisa de la población infantil a la que se pretendía regir, y la psicología supo aprovechar la coyuntura para hacerse con un papel protagonista, elaborando un modelo de desarrollo natural del niño susceptible de ser observado y regulado (Walkerdine, 1984, 2000). Merced a esta conexión entre un proyecto macro-social de contención y gobierno de las masas y un proyecto psicológico de producción transformada de individuos, la educación se ha ido acompasando, en una medida no desdeñable, al ritmo de su discurso (Da Silva, 2000). No puede negarse que las "pedagogías psi" resultantes han promocionado una interacción diferente con los alumnos, protectora, respetuosa con su individualidad y estimuladora de su actividad, así como una disminución del tradicional autoritarismo del maestro, la eliminación de los castigos severos o las formas más llamativas de vigilancia y disciplina. Pero esa relajación del control externo habría encubierto la inserción de mecanismos de control más sutiles y colonizadores. Esta es, al menos, la tesis de toda una línea de investigación inspirada en mayor o menor grado en el postestructuralismo de raigambre foucaultiana. Atentos a la utilización institucional de los saberes y a su entrelazamiento con las redes del poder, estos estudios han contemplado la psicología evolutiva aplicada a la escuela como una metanarración que habría colaborado a crear ese "niño" y ese "desarrollo" objeto de sus indagaciones, al esencializar sus cualidades, estadios e intereses, encarnarlos en una especie de niño universal independiente de las condiciones socioeconómicas y culturales, y tratar las diferencias provocadas por tales condiciones como deficiencias. Diseccionando de una manera similar las didácticas edificadas sobre dichas premisas, han vislumbrado en sus entrañas la presencia de tecnologías normalizadoras de ese supuesto "desarrollo correcto", que, al ser tipificado preferentemente en términos de crecimiento personal, bienestar subjetivo y cuidado del yo, empujaría en la dirección de un narcisismo muy amoldable a los imperativos de la sociedad de consumo y del atomismo neoliberal.

No hace falta conceder un crédito pleno a tales especulaciones para advertir que las réplicas a la educación política que veíamos más arriba son insuficientes para cerrar el debate, pues no eximen de someter a revisión los patrones de socialización que subyacen a esa suerte de paidocentrismo romántico que asoma por detrás.

3. De moratorias, desarrollos y el advenimiento del “ser ciudadano”

Uno de los argumentos contrarios a la educación para la ciudadanía y al tratamiento escolar temprano de temas "sensibles" se escuda en la conveniencia de demorar el contacto con los problemas de la sociedad circundante a fin de preservar la inocencia infantil. Este paternalismo olvida que los niños (que algunos niños) sufren también esos problemas y que, en cualquier caso, se tropiezan de continuo –en los escenarios habituales de su existencia o en la televisión– con representaciones fragmentarias, simplistas y tendenciosas sobre los mismos, ante las cuales se hallan inermes. Soslaya que a través de los medios de comunicación de masas, los pequeños acceden con facilidad a mensajes antes exclusivos del mundo adulto, al tiempo que se convierten en destinatarios de las depuradas y sutiles técnicas de la publicidad (cfr. Steinberg-Kincheloe, 1997). Pasa por alto, asimismo, un cuerpo creciente de investigación que ha demostrado que las actitudes, valores y prejuicios sociales, raciales o de género comienzan a echar raíces en esos años, tanto si les gusta a los maestros como si no. Al obviar todo esto, ese engañoso afán protector no contribuye sino a una socialización acrítica.

No obstante, queremos centrarnos aquí en otra enmienda muy difundida, según la cual la inmadurez de los/as niños/as les incapacitaría para surcar por esos mares, o al menos lo desaconsejaría. Antes de proceder debe quedar claro que no discutimos en absoluto –nada más lejos de nuestro ánimo, pues sería absurdo– la obligación insoslayable de conciliar cualquier plan formativo con las posibilidades intelectuales de los alumnos. Tampoco negamos que el advenimiento a una ciudadanía consciente exija un nivel de desarrollo cognitivo y moral. Pero sí deseamos enfatizar –en conformidad con Paul Barry Clarke (1996)– que esta última relación es bidireccional o dialéctica: esto es, que la práctica de las virtudes cívicas permite desarrollar la mente y la conciencia.

Con el amparo de las tesis piagetianas se ha retratado la evolución psicológica de los niños como una paulatina superación del egocentrismo infantil, esa característica de su pensamiento que les hace difícil disociar su punto de vista de otros puntos de vista y aun de la misma realidad. Es decir, el funcionamiento de uno mismo y las propias experiencias se atribuyen directamente, mediante correspondencias analógicas ingenuas, a los demás objetos del universo físico y social, al tiempo que se evidencia una limitación para separarse de la propia perspectiva, ponerse en la de otro e imaginarse cómo ese otro ve o entiende las cosas. Sería el progresivo descentramiento del pequeño con respecto a su subjetividad y, por ende, el gradual desenvolvimiento de la capacidad de situarse frente a la realidad y tomar conciencia de uno mismo como algo distinto de, aunque vinculado a, ella, lo que comenzaría a allanar su camino hacia un discernimiento más cabal. Como es notorio, resulta imperioso para los docentes negociar con estos rasgos del pensamiento pueril. Pero conviene reparar en algunas cuestiones. En primer lugar, la superación del egocentrismo no es una función mecánica de la edad. Según recuerda Delval (1986), el egocentrismo aparece en todas las etapas de desarrollo. En segundo lugar, y derivado de lo anterior, el descentramiento cognitivo y moral del sujeto es un proceso que requiere de oportunidades, condiciones y práctica. Y en dicha tesitura debería advertirse que "el desarrollo de la mente y la liberación de la sujeción y de la subjetividad no se consiguen desde el aislamiento político o social" (Clarke, 1996: 83, cursivas nuestras). Detengámonos un instante en esta perspicaz acotación.

El despliegue de la conciencia individual es inseparable de los avances en la constatación de que «yo estoy en el mundo y el mundo está en mí». El yo y el mundo no pueden experimentarse, con cierto grado de plenitud, de manera separada. De ahí el nexo entre el crecimiento de la propia conciencia y la progresiva apreciación reflexiva de las acciones, de las circunstancias que las rodean y de sus posibles consecuencias, sin olvidar la apertura a la consideración de las perspectivas ajenas. Y esa es también una base de la política. Esas son también herramientas que equipan al ciudadano para compartir la tarea de crear el mundo.

Clarke (ibid: 82-83) resalta de esta guisa semejante intersección: "... el desarrollo de la mente depende del juicio reflexivo y de que se sopesen las situaciones desde el punto de vista de los otros. Este planteamiento es esencialmente político. (...) Para que la mente pueda desarrollarse debe haber alteridad, y esta alteridad crea circunstancias nuevas que reclaman el ejercicio del juicio reflexivo, la más política de nuestras facultades mentales. Estas circunstancias permiten el desarrollo de la mente y también de la política. El yo y el ciudadano se encuentran en este punto: una vida de acciones basadas en el juicio reflexivo, y no en el hábito o en la tradición". Si la reclusión en la propia particularidad estrecha el horizonte moral y el sentido del yo, cabría afirmar, dando la vuelta al argumento, que "... el ejercicio de la vida política y de las virtudes cívicas, así como la idea y consecución del bien común, por confuso que pueda ser este último concepto, son ideas y prácticas que desarrollan la mente" (ibid.: 137).

En otras palabras, la imposibilidad de profesar las virtudes cívicas es causa y no sólo efecto de las eventuales lagunas en la maduración personal y social de los individuos. No sorprende que Hannah Arendt (1958) ligara la realización del ser humano a la acción en el espacio público. Aunque no acostumbra a concluirse así, la inferencia lógica es inmediata: póngase al alcance de todos, y desde las edades más tempranas, el cultivo de una ciudadanía crítica. Una de cuyas condiciones —consiéntasenos recurrir a los atinados términos de Martín Domínguez (2003) con el fin de insistir en un aspecto trascendental a la hora de concebir las asignaturas sociales— es el ofrecimiento al discente de experiencias en el uso del saber para su crecimiento como sujeto de poder. Representa un beneficio para los niños, y también para la democracia, pues nadie nace siendo demócrata y no basta la existencia de instituciones formalmente representativas para volverse tal. Por descontado, aquel cultivo y este ofrecimiento han de satisfacer la prueba de la adecuación a las capacidades de los alumnos. Dicha prueba es, sin duda, determinante. Compele a aguzar la prudencia, la mesura y el ingenio al objeto de acertar con la vía de entrada y el tratamiento apropiado de los asuntos examinados. Pero ni cierra puertas ni inhibe el abordaje de unos problemas u otros.

De hecho, disponemos de investigaciones demostrativas de que los niños se plantean preguntas desde muy pequeños sobre sus propias vidas y las vidas de los otros en una sociedad injusta y en un entorno medioambiental frágil, de que se muestran inquietos por la degradación ecológica, el crimen y la violencia o la desigualdad social tanto a nivel local como global. De algunas de ellas se hace eco el libro editado por Cathie Holden y Nick Clough (1998) bajo el revelador título de Children as Citizens. Education for Participation. No es de extrañar la coincidencia de los colaboradores en la crítica a ese falso proteccionismo escolar, a ese baby-safe curriculum, que niega las experiencias reales de los pequeños, los trata de manera condescendiente y subestima su capacidad para formarse opiniones e ideas. “La infancia –afirma Wood (1998: 33) en uno de los capítulos– debería ser valorada como un período singular por derecho propio, pero también como parte de un complejo continuum de aprendizaje y desarrollo”. De ahí que el reto para los maestros radique más bien en mantener un equilibrio, siempre delicado, entre proporcionar seguridad y lanzar desafíos.
 

Notas


[1] Jesús Romero Morante (romeroj@unican.es) y Alberto Luis Gómez (luisal@unican.es) trabajan en el Departamento de Educación de la Universidad de Cantabria y son miembros de Asklepios-Fedicaria.

[2] Aplicamos a este término el significado conceptual que le atribuye Pierre Bourdieu en su filosofía de la acción, a veces designada precisamente como disposicional.
[3]  Véase una reciente revisión en el capítulo introductorio del que se sirve Sandra Carli (2002) para abrir su libro.
[4] Sirvan de prueba los trabajos editados por Holden-Clough (1998), Osler (2000), Klein (2001) o Clough-Holden (2002).


 

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