Las complacencias de la posmodernidad son un ejercicio de irrelevancia
Dr. Ramón Cotarelo
Universidad Complutense de MADRID
Publicado en: Aula Historia Social. Núm 12 Febrero 2004

 

 

Cavilaciones iniciales

 

Si modernidad es lo que etimológicamente es modus hodiernus, posmodernidad carece literalmente de sentido. Si, con todo, quiere buscarse un sentido a lo que no lo tiene porque pensando en alguno se dirá, éste no se manifestará con una definición única, armónica, sistemática, ya que ello sería intrínsecamente contradictorio con la conciencia que de sí misma tiene la posmodernidad que, si no sabe decir qué es, sí dice saber lo que no es, razón por la cual se declara amante de lo incierto, fragmentario, contingente y como de alfeñique.

 

La posmodernidad hace acto de presencia en el cónclave en que los ilustrados y los críticos decretan cumplido el «programa de la modernidad». Huelga decir que es un cumplimiento compatible con el abandono por imposible de aquella parte del programa que no se ha hecho realidad; o sea, compatible con el incumplimiento. Esto no tiene arreglo, la emancipación, en sus diversas proyecciones era un cuento de las Mil y una Noches; la racionalidad es norma y adorno de la acción humana siempre que deje libre campo a la irracionalidad porque, de otra forma, no hay quien entienda nada. El último objetivo de la ética, tanto de la teórica como de la práctica, si cabe hacer esta distinción, consiste no en aspirar a lo mejor, sino en prepararse para lo peor. Y algún nombre habrá que dar a esta actitud que no sea los muy manidos de pesimismo, catastrofismo o hipocondría. Un nombre que no comprometa a mucho, no sea que la liviandad que alcanza el ser que abandona empeños absurdos como el de comprender, se convierta en una nueva obligación de algún tipo de militancia. Un nombre como posmodernidad, que deja abiertos todos los orificios para que cada cual los rellene con lo que mejor le venga en gana; un nombre que, de designar algo habrá de hacerlo, congruentemente con su autoconfesada debilidad conceptual, mediante la acumulación de una serie de datos, rasgos, características que, al modo de los retratos robots, nos permitan hacernos una idea de lo que se esté hablando. Una idea no es una definición, pero trata de acercársele. Entre tales rasgos (y seguramente habrá otros, pero éstos son suficientemente significativos) contamos:

 

1. El predominio de la comunicación en la indistintamente llamada «sociedad de la información», de la «comunicación» o de la «imagen» y cuyos símbolos más patentes, según sus glosadores son:

 

1.1. La sustitución de la palabra por la imagen;

1.2. La reproducibilidad mecánica de las obras del espíritu; y

1.3. La llegada de la comunicación en tiempo real.

 

2. La libertad de conciencia. En las poliarquías contemporáneas conviven sistemas de valores distintos y hasta contrapuestos. Las costumbres se han hecho libres y comparten espacios para todos en un marco de tolerancia mutua sin que nadie pueda imponer una doctrina. Lo que parece horripilar a quienes denuncian el «pensamiento único» es que, a pesar de todo dé la impresión de que sí quepa imponer una doctrina.

 

3. La desacralización en sus numerosas manifestaciones. No se trata de un corolario de lo anterior, aunque pueda parecerlo. Se trata de la famosa desmitificación Entzäuberung weberiana del mundo o sea, la desmitificación y el valor secular de los símbolos sagrados.

 

4. La supremacía del individuo y el valor simbólico/práctico de los derechos humanos.

 

1. El predominio de la comunicación

 

 

 

1.1. La sustitución de la palabra por la imagen

 

Eso de que vivimos en la era de la imagen, como si todo lo anterior hubiera sido texto o tinieblas es una de las simplezas que se oyen con mayor frecuencia. Y la progresiva sustitución de la palabra por la imagen (del homo sapiens por el homo videns según Sartori) una de las agorerías también más habituales. Un planeta de zombies programados a través de la retina. Y no es que no sea nuevo; es que es una de las historias más antiguas de la humanidad. No hay que traer a colación la milenaria sabiduría china acerca de que una imagen valga por mil palabras para comprender que el ser humano arrancó su camino civilizatorio a base de imágenes, que la imagen es el origen mismo de la humanidad porque, aunque San Juan diga que «en el principio fue el verbo», ese verbo no podía pasar del estadio de la «idea en sí misma» hegeliana, en tanto no se «enajenara», no se convirtiera en algo distinto, en el hombre, creado, según la Vulgata «ad imaginem et similitudinem» de Dios, es decir, no generara su imagen. Ya en el cielo, ya en la tierra la imagen se encuentra en el origen y desarrollo de la conciencia humana desde el comienzo de los tiempos. Véase una imagen humana estilizada por el paso de los siglos y el último refinamiento cubista de Picasso y compárese con otra de las pinturas rupestres de antigüedad . Son lo mismo y cumplen más o menos las mismas funciones.

 

No es aventurado decir que esta época es la que menos depende de la imagen dado que, al menos en el llamado mundo occidental, la alfabetización es completa. Proliferan los mensajes textuales en todo tipo de medios diciendo a la gente lo que tiene que hacer, dejar de hacer, consumir, dejar de consumir, creer o descreer que carecerían de sentido hace 200 años, cuando la mayoría era analfabeta; no digamos hace 1000 o 2000 años. Es más, nuestro signos alfabéticos proceden de imágenes. Como puede verse cuando se reduce a un cuadro la evolución de la escritura desde los pictogramas más primitivos a los rasgos cuneiformes como el que trae Kramer en La historia empieza en Sumer.

 

 

 

1.2. La reproducibilidad mecánica de las obras del espíritu

 

Que yo sepa, el primero en señalar la importancia de este fenómeno fue Walter Benjamín en un ensayo del mismo nombre. La reproducibilidad mecánica, claro es, afecta a una de las partes esenciales de la obra de arte, que es su carácter único, original, irrepetible, producto exclusivo del genio creador. Las copias son copias porque hay un original que, muchas veces, como sucede con la famosa barra de platino e iridio, se guarda en algún museo. Si desaparece la barra, el original, anegado en decenas, centenas de «originales», es posible que todos firmados de su puño y letra por el autor, el caos se instala en el mundo. Hay, sin embargo, tres consideraciones que relativizan el valor de cualquier conclusión apocalíptica que quiera obtenerse desde la «degeneración del arte» al fin de éste, pasando por las diatribas contra la comercialización o mercantilización de la actividad creadora.

 

En primer lugar, no todas las obras del espíritu han tenido que esperar al siglo XX para alcanzar la condición de reproducibilidad mecánica. Desde que surgió la imprenta la dicha reproducibilidad fue un hecho, en unas artes más que en otras, desde luego. Las artes literarias se liberaron de los copistas y conquistaron mercados allende los océanos. Los creyentes podían llevar la Biblia consigo, a los confines más remotos de la tierra sin necesidad de acercarse a la iglesia, a escuchar la palabra de Dios de los labios del cura. Pero no será ésta la reproducibilidad que caracterice a la posmodernidad, si bien sí y claramente a la modernidad{1}. A la par que las artes literarias y, en cierto modo, las musicales, desde el momento en que cabía reproducir mecánicamente las escrituras musicales, partituras, pentagramas, etc, también se desarrolló la reproducción de las artes pictóricas y las plásticas, como la escultura y la arquitectura cuando, gracias a los avances en diversas técnicas de grabado, se pudieron multiplicar obras de arte que antes eran (y, por lo demás, en verdad, seguían siendo) únicas; o incluso, por algún motivo habían dejado de existir, desaparición que admite muchas variantes. Merced a un grabado de Cornelis Vos sabemos que Miguel Ángel pintó una Leda que no ha dejado más rastro que el tal grabado de Vos. Algunos de estos reproductores mecánicos alcanzaron cimas excelsas de genialidad, tanto en el campo artesanal como en el de la creación más original. Así, Durero, por ej. Estableció iconografía canónica en algunos de sus grabados, que ha seguido imitándose a lo largo de los siglos; basta con recordar a Böcklin, Carrá y buena parte del simbolismo. Asimismo, los más celebres artistas, aparte de trabajar con el socorrido procedimiento del «taller», tenían relaciones que hoy llamaríamos en exclusiva con determinados grabadores de su predilección. Tal era el caso de Rembrandt o el de Rubens. Muchas veces sabemos de la fama que alcanzó un cuadro, una escultura, por la cantidad de copias que ha llegado hasta nosotros. Poca posmodernidad hay en esto.

 

En segundo lugar, cabe señalar que la reproducibilidad mecánica de que se habla aquí no es la del sustrato material de la obra, sino que afecta a la interpretación misma, al juicio que por su ejecución nos merece. El manuscrito de una sinfonía es mudo, sólo suena cuando alguien lo interpreta y hay tantas interpretaciones como intérpretes y veces en que los intérpretes han acometido la obra. No hay una Eroica, sino cientos, miles, decenas de miles. Cada época, cada generación, cada grupo, cada individuo tiene su Beethoven. Pero esto no es propiamente hablando «reproducibilidad mecánica» ya que tal cosa sucede con todos los artistas, incluso los plásticos, no narrativos y no abstractos. Cada época tiene su Fidias. La reproducibilidad empieza el día en que se graba en algún tipo de soporte invariable una determinada interpretación. Siempre que escuchemos la versión de la Heroica que grabó Von Karajan en tal lugar en tal fecha y de la que se han hecho miles, cientos de miles de copias, estaremos escuchando exactamente la misma interpretación. Es lo mismo que pasa con el teatro y el cine, como todo el mundo sabe. Cada vez que los cómicos salen a escena empieza un espectáculo único, maravilloso, irrepetible. Cada vez que acudamos al cine a ver a Lawrence Olivier interpretando a Ricardo III oiremos exactamente el mismo Shakespeare y veremos al mismo rey retorcido en cuerpo y alma hablando con la misma entonación, la misma cadencia, idéntico ritmo. ¿Afecta esto a las obras de arte en sí, en la medida en que son manifestaciones únicas e inimitables del espíritu humano? Sólo si estamos dispuestos a admitir que la cantidad condiciona la calidad, asunto espinoso y que se sale bastante de nuestro actual discurso. ¿Condiciona en algo el contenido del Himno a la Alegría de la coral de la IXª sinfonía (sea éste el símbolo del gozo íntimo, como pensaba el compositor o un pobre pastiche, como creía Tolstoi) el hecho de que suene cada vez que los gobernantes se hacen la acostumbrada «foto de familia» en Bruselas? La pregunta, entiendo, carece de respuesta .

 

En tercer lugar, hay una forma de reproducibilidad mecánica, especialmente hoy día y en el campo de la pintura en la que la obra de arte se concibe ya en una estructura multiplicadora. Las serigrafías, sobre todo a partir del pop art son el mejor ejemplo. Las modernas técnicas de fotocomposición permiten hacer obras de arte en las que no hay un «original» y unas copias, sino que son de series de originales. El arte, a su vez, refleja la realidad de las series, las convierte de medios en fines dignos de representación e, incluso, hace una transferencia a las personas, convirtiendo el carácter multiplicativo de la imagen humana en uno de los pilares del «pop art». Al margen de que esto ya sucedía desde que empezaron los grabados que, al hacerse sobre planchas, tampoco contaban con un «original» en ese sentido sacralizado de obra «primigenia» que parece emanar de las observaciones sobre reproducibilidad mecánica, la cuestión deriva hacia la muy espinosa de si cabe o no considerar arte una obra de serigrafía. También fuera de nuestro ámbito, si bien en este caso no me resisto a dar mi opinión que consiste en un sí. La condición del arte reside en una serie de factores (también, claro es, fragmentarios) y uno de ellos es el de su originalidad intrínseca, no material. Lo que hace de Las Meninas una obra de arte es el tema, el tratamiento, no el lienzo; el uso de los colores, no las sustancias químicas que los componen; la estructura de la composición, no el marco.

 

En resumen, siendo la observación sobre la reproducibilidad mecánica de las obras de arte de las más inteligentes y penetrantes que se han hecho y teniendo algo de interés al respecto de lo que aquí se trata, no deja de referirse a un aspecto aleatorio, contingente, material y cuantitativo de la cuestión. Dado el carácter eterno y proteico del arte, todas estas consideraciones suelen quedar sumergidas en un piadoso silencio al paso de unos cuantos años. Piedad es lo que hay que tener cuando se leen las tarascadas de Unamuno contra el cine con el que venía a decir, jamás podrá tratar un literato serio porque...¡es mudo!

 

 

 

1.3. La llegada de la comunicación «en tiempo real»

 

Hace un tiempo, Ted Turner, gran jefe de la CNN, teniendo que explicar qué importancia daba a la información «en tiempo real», decía que el día del fin del mundo, allí estaría la CNN, dándolo e directo. La expresión es obviamente desmesurada, desaforada, con el desafuero habitual en los humanos empeños. Pero, además, ni siquiera es nueva. Esquilo, al comienzo de la Orestiada nos hace saber que Clitemnestra se entera de la caída de Troya en tiempo real, a la velocidad de la luz porque apostó un centinela en cada pico desde Argos hasta Troya con la única orden de encender sucesivas hogueras en el momento en que Troya cayera. Tiempo real, directo; nada de diferido. Nos consolamos pensando que para nosotros es una realidad lo que para los griegos era una fantasía. Nuestro mérito es haber hecho realidad algo que ya estaba pensado hace más de 2000 años pero no estaba realizado. Somos nosotros los únicos que hemos podido hacer realidad los sueños de la humanidad, desde volar hasta enterarnos de lo que pasa sin mediación temporal alguna. La información es instantánea, simultánea al hecho informado y fidedigna. Lo que sucede, sin embargo, es que muchos de estos sueños, si no todos (exceptuado el de la inmortalidad y ese sigue siendo un sueño) ya estaban realizados. Lo que Esquilo imaginó lo pusieron en práctica los emperadores chinos que constituyeron un mecanismo de alerta temprana en tiempo real y protección del imperio gracias a la muralla china, lo que garantizó que el «Imperio del medio» fuera una realidad política inalterada durante más de 2000 años y hasta hay quien dice que así sigue siendo pues la revolución comunista no fue sino un avatar más de aquella milenaria construcción. Obviamente, es obligado pensar con más detenimiento las ideas sobre el progreso de la especie e, incluso, en caso de apuro, sobre la especie misma.

 

Esta idea de que la modernidad y no digamos la posmodernidad es el «no va más» que produce hastío y nos impulsa a perdonar la vida a los antepasados, tentados, como estamos, de creer que no eran tan listos como nosotros, también debe matizarse. Al pairo de los interesantes debates sobre el año 2000 surgió, cómo no, uno que enfrentaba dos posiciones diametralmente opuestas. Posición a: ya sabemos todo lo que puede saberse, todo está explorado, quedan migajas, los grandes veneros de los descubrimientos científicos están agotados; posición b: estamos al comienzo de la carrera del conocimiento, apenas hemos degustado sus primeros y dulces frutos, nos espera un territorio nuevo, insólito, fascinante; estamos dando los primeros vagidos del homo sapiens; llegaremos muy lejos. Mucho más que ahora. Llegaremos a ser dioses, aunque ya tenga Dios especializado a uno de sus arcángeles, San Miguel, en la tarea de evitar que se dé tan anómala realidad al grito de «¿Quién como Dios?». Que no se nos olvide lo que sucedió con el último insensato que lo intentó. Es decir seguiremos soñando.

 

 

 

2. La libertad de conciencia

 

Tampoco cuenta con base sólida la idea de que la libertad de conciencia es propia y exclusiva de la posmodernidad. Si se compara esta época con las anteriores, la propuesta no es cierta. Sólo lo es cuando la comparamos no con los tiempos anteriores, sino con la idea que nos gusta hacernos de ellos. Así, la era victoriana puede ser el apogeo de la hipocresía, la pudibundez y la gazmoñería; pero también lo es de algunas de las ideas y prácticas más atrevidas de todos los tiempos, incluidos los nuestros. Quizás se considere hoy a D. H. Lawrence demasiado pacato; no estoy seguro. Menos lo estoy de que las ideas de Darwin no produzcan el mismo rechazo que hace 150 años, sobre todo cuando recuerda uno que hay escuelas en los EEUU en las que se enseña el origen de las especies a través de la Biblia. Quienes así procede conviven con quienes quieren hacer híbridos entre hombres y ratones, mezcla de los dos extremos de la novela de Steinbeck. Conviven, y no en las antípodas respectivas, sino puerta con puerta. Y, puestos a imaginar lo fragmentario, contradictorio y hasta absurdo, ¿por qué no suponer que el mismo científico dispuesto a cruzar a Superman con Mickey Mouse objete a que se enseñe darwinismo a su hijo en la escuela? De Ionesco y Adamov hasta hoy, ¿no es el teatro del absurdo un reflejo de la vida llamada real? Levantar constancia del absurdo de la existencia humana, tampoco algo tan original, ¿es para sentir complacencia alguna?

 

Se dirá que el avance es más completo y evidente en el terreno socialmente no menos importante de las modas y costumbres, de las formas simmelianas. Nuestro mundo posmoderno se ha liberado de convencionalismos y tiranías. Simmel redivivo reconocería que la moda contemporánea es el sincretismo más intenso, esto es. todas las modas, vale decir, ninguna moda. Pero no hay que precipitarse. Es frecuente que los visitantes se admiren ante la «modernidad» del mosaico de las muchachas en bikini que se guarda en la Villa Casale, Piazza Armerina. Puede, asimismo, argumentarse con cierta lógica que el tal mosaico, lejos de testimoniar de cierta licencia en los usos romanos, versión muy a tono con las interpretaciones moralizantes del hundimiento del Imperio por la degeneración de las costumbres, prueba un grado alto de pudicia e, incluso, de pudibundez. Basta recordar que, en Creta, las mujeres llevaban los senos a la vista y era frecuente que se pintaran los pezones de vivos colores, como queda claro en esta estatuilla de terracota de la Reina cretense de las serpientes, hallada en Heraklión. Siguiendo con el espíritu edificante, habrá quien sospeche (otra cosa es que se diga, pues hoy no es el siglo XIX) que el ignoto cataclismo que puso fin al reino minoico pueda deberse a alguna forma de cólera divina, como la que destruyó Sodoma y Gomorra o la que confundió a los artífices de la torre de Babel. Los cretenses, a su vez, eran puente de transmisión de las influencias egipcias. A la altura de la XVIII dinastía, hacia 1350 a.C., cabían representaciones que testimoniaban de una vida relativamente licenciosa, al menos entre los príncipes. Y aunque los romanos seguramente no supieron gran cosa de los cretenses, sí entraron en contacto y choque «civilizatorio» con los egipcios; si no con los de la XVIII dinastía, con los de la XX. Para entonces es posible que las egipcias llevaran sus encantos velados. Pero la verdad es que a Cleopatra se la representa siempre a seno abierto bien es verdad que en el momento del mutis, áspid mediante, destinado a morder «por do más pecado había».

 

Día del orgullo gay 2001En materia de libertad de costumbres, al menos por lo que hace a las cuestiones eróticas y sexuales, la modernidad tiene poco que enseñar a las culturas y civilizaciones del pasado: desde la homosexualidad de ambos sexos hasta la poligamia y la poliginia, pasando por el hetairismo, la prostitución hospitalaria, la relativa recurrencia del incesto, el adulterio y otras prácticas más o menos aceptadas o condenadas, el pasado ha conocido de todo. Nuestra moral no es una liberación frente a la de la Letra escarlata, y nuestra época no es el reinado triunfante de Hester Prynne en la que cada cual dispone libremente de sí mismo (y lleva en silencio el castigo social por ello) sino una continuación moderada y a veces baladí de aquel siglo XVIII francés en el que, «faute de mieux, on couche avec son mari». Del respeto a la homosexualidad no hace falta decir nada; estamos muy contentos y tenemos a gala nuestra tolerancia en la materia que, por lo demás, tampoco está tan generalizada. Para bajar algo los humos bastará recordar que El banquete se cierra con una agria y endemoniadamente enrevesada escena de celos entre Alcibíades y Sócrates por el amor de Agatón en la que Alcibíades lleva la peor parte y Sócrates se liga al mancebo. Es verdad que cada vez hay más armarios que se abren y más personajes significados en diferentes andaduras de la vida tienen la osadía de reconocerse en público como son en privado. Oscar Wilde no precisó salir del armario porque jamás había entrado en él.

 

Lolita ha gozado y goza de aplauso general en una sociedad que gusta de saborear el placer de la ambigüedad, bordeando lo ilícito. No solamente por la prosa de Nobokov, sino por el tema. De Lolita se han rodado dos filmes. Lolita simboliza las fantasías ocultas, reprimidas, de los hombres de mediana edad en adelante; es la imagen del pecado y el placer, aquello que no consiguen los que lo tienen todo por otro lado, el dinero, el poder, la influencia, pero a cuyos pies se abre el tenebroso atractivo de les jeunes filles en fleurs.. Buena parte de la pintura de Balthus está impregnada de esa sensación de peligro en la que la frontera del arte roza de alguna forma imprecisa el ilícito penal. Hay desnudos de niñas en Balthus muy inquietantes, pero no mucho más que los extraños y sensuales andróginos que representaba Aubrey Beardsley, incluso en conculcación de iconografías venerables, como la de SJB en plena época victoriana, un culto al hermafroditismo que empezaba por él mismo. Su autorretrato no puede ser más sugestivo. Y, si de jeunes garçons se trata, el gusto por la androginia ha hecho estragos. Gustav Aschebach sucumbe a los encantos de Tazdio que, por lo demás, es la imagen viva del hermafroditismo. Tampoco nada que avale esa ingenua convicción de que, habiendo roto los últimos tabúes, nos embarga la agridulce emoción del acceso a lo nuevo y enmocionante. El Renacimiento ya ocupaba los territorios de la ambigüedad recuperando así para la manifestación artística la libertad e independencia frente a los cánones morales de que había hecho gala la antigüedad.

 

Quizás se sostenga que lo característico de la época y de sus selfimages, como dice Alasdair McIntyre, sea la mezcla impune de ambas perversiones: el atractivo de lo ilícito con la inclinación hacia la ambigüedad. La transgresión y el peligro. En verdad estamos de vuelta de todo.

 

¿Hay alguien que no interprete correctamente el SS de Dalí? Y, al mismo tiempo, ¿hay alguien que no vea exactamente el mismo mensaje y más refinado, si cabe, menos obvio en la abundante iconografía de SS? Tómese alguna de las versiones de Mantegna, una tardía, como la muy conocida de 1480 y se verá lo que está diciéndose aquí, o incluso alguna aún más llamativa, como la de Perugino frente a la cual nadie con algo de sentido común se atrevería a pronunciarse. A lo más que llega la posmodernidad aquí es a encontrar un anacrónico elemento de vampirismo añadido.

 

En el incesto, la situación es como siempre: repudio absoluto, aderezado de razonamientos científicos y noticias médicas. Lo que los dioses griegos practicaban con verdadero ahínco y los faraones egipcios cumplían casi como mandato divino, a los efectos de conservar la pureza de la sangre, ha concentrado la ira condenatoria de las generaciones posteriores, sin paliativo alguno. De forma que, por puro miedo, se ha trasladado al ámbito de la ficción y la poesía. Manfred va a su perdición por lo que sabe que es un amor culpable por su hermana, trasunto del de Byron por la suya, cosa que el pintor evidencia en ese gesto de última desesperación del héroe. En todo incesto se masca la tragedia; incluso aunque se trate de una mera tentativa y de un incesto «político» como en el caso de Fedra o conlleve fuerza, estupro, como en el de Amon y Tamar. El incesto sigue mostrando su doble consideración: de una parte, la prohibición absoluta y universal que no se matiza con circunstancia alguna; de otra, una oscura realidad, una realidad general y extendida pero refoulée , presente en el terreno freudiano del «Ello», como lo está, por ejemplo en las relaciones de Ulrich con su hermana en El hombre sin atributos o en algunos de los cuadros de Klimt. Existe, pero se oculta y se sublima y, en la medida en que se manifiesta o la conciencia moderna se encara con él en las manifestaciones artísticas lo hace como las anteriores, excepción hecha de los dioses del olimpo o de la egipcios, vinculado al mal, al pecado, a lo prohibido, al castigo y a la sangre. La prohibición sigue siendo absoluta, como queda tajantemente en evidencia en el cuadro de Beckmann.

 

 

 

3. La desacralización en sus numerosas manifestaciones

 

La doctrina oficial acerca de la convivencia en las sociedades occidentales es que éstas son sociedades «laicas» en las que, tras siglos de oscurantismo y penalidades y después de ímprobos esfuerzos se ha conseguido desgajar a la Iglesia del Estado. Ahí está la posmodernidad campando por sus respetos. Hay algunos datos inquietantes que la buena conciencia actual reduce a la mínima condición de «inercias» del pasado, como el hecho de que la Reina de Inglaterra siga siendo la cabeza de la Iglesia del país, que en los Estados Unidos se impetre oficialmente la bendición del Dios al que todos los niños invocan en las escuelas cuando se va a atacar a emprender alguna hazaña bélica{2}, o que en España ya no se sepa si la Iglesia está en el sistema educativo o el sistema educativo en la Iglesia. No parecen motivos suficientes para mover un debate público acerca de en qué medida real, verdadera y tangible son laicas las sociedades occidentales y toleran multiplicidad de cultos. Para no perdernos en disquisiciones irrelevantes mencionaremos un hecho frecuente que suele mover intensas polémicas en las opiniones públicas de los laicos países occidentales. De vez en cuando se hace público algún atropello, vejamen, tortura o ejecución sumaria que mueve a indignación general y que, quienes los perpetran defienden invocando costumbres ancestrales, identidades culturales y creencias religiosas o las tres cosas al tiempo. Hay escándalo y campañas en la red, pero la posmodernidad sonríe condescendiente. Esas cosas pasan en otros pagos, en lugares como Nigeria y demás ámbitos donde campea el fanatismo islamista. Esas cosas entre nosotros, aquí y ahora, no pasan.

 

¿O sí? A veces, al socaire de una nueva producción artística que no muestre suficiente respeto por las creencias religiosas de las confesiones mayoritarias, se sublevan las conciencias de unos u otros creyentes, principalmente católicos, pero también protestantes, dignos herederos de los eldermen de La letra escarlata, y arremeten públicamente contra la supuesta ofensa a sus sentimientos religiosos. El asunto tiene unas honduras que ponen los pelos de punta porque dependen de la reaparición de un problema al que ya se ha hecho fugaz mención por su aspecto no ya vidrioso, sino vitriólico, esto es, el de si cabe encontrar algún acuerdo colectivo acerca de qué sea arte y qué no, asunto que pudiera considerarse trivial por imposible de solventar de no ser porque de la definición colectiva de qué sea o no arte dependen muchas medidas de eficacia práctica que tocan a las obras de arte, a la vida de los artistas y al consumo general de tales obras. Resulta que hay que llegar a un acuerdo sobre algo sobre lo que no es posible llegar a acuerdo alguno, lo cual tiene unas consecuencias a veces sorprendentes.

 

Si un ayuntamiento autoriza una exposición de obras de un artista que, en alguna de ellas, presenta una imagen que puede considerarse «indecente» de Cristo, por ejemplo, crucificado mostrando los órganos genitales, es de esperar que haya protesta social. Ya en 1948, cuando Rivera colgó el magnífico mural Sueño de una tarde de domingo en la Alameda Central, con su ambición de ser la síntesis de la historia de su país, un país que había consagrado la separación de la Iglesia y el Estado en la Constitución de Querétaro, el arzobispado del D.F. movió una campaña social en contra de la obra. Aparecía en ella, cerca de Juárez un erudito local que había pronunciado una conferencia sobre el siempre atractivo tema de «Dios no existe» y aparecía el título de la conferencia. Hubo manifestaciones, piquetes, agresiones personales y atentados contra la obra (Rivera tuvo que restaurar su autorretrato, destruido por unos grupos de vándalos universitarios) hasta que el autor se resignó a cambiar aquel título por otro que moviera menos indignación entre los católicos. Pero eso fue en 1948, cuando los ánimos estaban más exaltados. Hoy nos hemos hecho más tolerantes a fuer de posmodernos. Pero, recientemente, el ex alcalde de NY, Rudolf Giuliani, un hombre de recias convicciones morales y religiosas{3}, lanzó un ataque institucional contra la Galería de Arte de Brooklyn, por exponer a la Virgen María en actitud poco decorosa. A la Virgen suelen defenderla hordas de ciudadanos indignados, como los que asaltaban las salas en las que se exhibía el film de Jean-Luc Goddard, Je vous salue Marie, por considerarla vejatoria para la Virgen. Ahora bien, está claro que esas hordas de ciudadanos con rosario al cuello nada tienen que ver con las hordas de ciudadanos musulmanes que hacen lo mismo cuando se trata de sus deidades. Son éstos musulmanes y ya hemos dicho que el Islam es fanático e intolerante, según recuerdan también Haider y Berlusconi.

 

Jean Fouquet, Virgen y niño, 1450Para dejar bien claras las diferencias acuden luego los críticos posmodernos, perfectamente impuestos en los mandatos de la ilustración que no ladran al contemplar la falta de respeto, sino que la rechazan con gesto hastiado no por ser irreverente sino por ser mala, es decir, por no ser arte. Arte de verdad, claro es{4}. Resulta difícil imaginar qué hubieran dicho todos los censores (los de la tijera, la piedra y el puñal o los de la ironía y el sarcasmo posmodernos) a la vista de una virgen como la de Jean Fouquet en el siglo XV. En cuanto a la alegría en el trato o la falta de reverencia, no sé si alguien puede juzgar qué sea más atentatorio a la pureza virginal de Maria si la obra de Goddard o esa Virgen de Fouquet con el seno turgente, el vestido elegante, escotado y adornado y con un peinado à la page, con media cabeza rapada y los labios pintados, que mira al niño más como un estorbo que como un divino tesoro. No se trata solamente de una mera imagen de Virgen lactante, de las que hay muchas desde el románico, que se prosiguen en el gótico internacional y llegan al renacimiento. Tampoco de aquellos casos en que el artista da forma al milagro de San Bernardo, en imágenes que son trasunto del tratamiento plástico de la Vía Láctea en los dos ejemplos más conocidos de Rubens y Tintoretto. En el caso de Fouquet la imagen de la Virgen es positivamente la de una cortesana; es más, es el retrato de Agnès Sorel, la amante del Rey Carlos VII. Algo de toda esa irreverencia parece traslucirse en el rojo de los querubines.

 

Felicien Rops, La tentación de San Antonio, 1878El programa iconográfico del Concilio de Trento, consistente, entre otras cosas, en ensalzar la figura de la Virgen a base de Inmaculadas Concepciones, se impuso con tal plenitud que el Papa declaró la tal inmaculada concepción dogma, legitimando en consecuencia el culto mariano, que es de hiperdulía, es decir, no el que se tributa a Dios, pero tampoco el que corresponde a los mortales ordinarios. Esto de hacer superior a los mortales a alguno de ellos, incluso a hacerlo inmortal, es tentación a la que no es fácil se resistan las religiones. Los griegos hicieron varios inmortales, Psiché o Hércules, por poner un par de ejemplos. Mortales nacidos mortales y devenidos inmortales. Como María. La muerte de la Virgen es tema delicado. Hay tendencia a preferir la expresión de la «dormición» de María. Es un juego elegante ya que, aunque la muerte y el sueño son primos hermanos, no son lo mismo. Obsérvese que María es asunta a los cielos. Si es asunta es porque lo es en carne y hueso, ya que las almas no precisan asunción, van por la vía de la ascensión, como Cristo. Pero Cristo es Dios. Su morir no precisa disimulo ya que es un mero trámite con tres días de carencia, especie de «habeas corpus» de la Tetrarquía romana bajo dominio de Herodes. Y ya, como colofón, quedaría por preguntarse si no se moverían hoy idénticas muchedumbres de ilustrados ciudadanos pero heridos en sus sentimientos religiosos si alguien pasase por la televisión la versión que de la tentación de San Antonio hizo uno de aquellos franceses simbolistas y un tanto decadentistas, y que a Freud le parecía un magnífico ejemplo de las relaciones entre las personas y sus ámbitos subconscientes.

 

 

 

4. La supremacía del individuo y los derechos humanos

 

En esto parece que las conquistas de la posmodernidad son indiscutibles. Importa el individuo, al que se considera depositario último de los valores de la especie. La posmodernidad hereda (que no todo ha de ser rechazo) de la modernidad la mentalidad antiesclavista y la prohibición de las prácticas crueles y degradantes con vivos o muertos, de la tortura, de las mutilaciones forzosas y, si no de la pena de muerte por entero (ya que hay reductos inexpugnables, según parece) sí de su administración como espectáculo público. En algunos aspectos ha hecho honor a la herencia; en otros, no.

 

Nos distinguimos de los «demás», esto es, de los salvajes, los incivilizados, los atrasados, en que «nosotros» no toleramos aquellas prácticas. Una consideración más detenida del asunto prueba que no es oro todo lo que reluce. La esclavitud está viva y coleando. Es cierto que sólo se da en las zonas marginales del mundo desarrollado; pero esas zonas marginales son continentes enteros. En Asia, en África, en América Latina hay esclavitud con prevalencia variable y con manifestaciones concretas también diferentes. Añádase el trabajo infantil, que es una forma de esclavitud. Entre los adultos, la esclavitud va desde su forma más pura hasta modernos sistemas de contratación abusiva, al estilo de la que se narra en Huasipungo, de Jorge de Icaza o en Mamita Yunai, de Carlos Luis Fallas, novelas latinoamericanas anteriores al llamado «boom» del realismo mágico y que casi nadie conoce porque versan sobre el lado oscuro de la perpetuación de la esclavitud en el continente en nuestro siglo.

 

En las prácticas crueles y degradantes con vivos y muertos hay cuestiones interesantes y muy reveladoras de los artilugios de legitimación posmodernos. Por ejemplo, el cine Western, en la etapa de los años 50 (Ford, Hathaway, Vidor) construyó una imagen de los rostros pálidos portadores de la civilización, frente al salvajismo y la ferocidad de las tribus indias. En nada se observaba mejor la diferencia entre el civilizado y el salvaje que en la repugnante práctica del escalpelo. Erradicar aquella horrible costumbre de profanar los cadáveres contribuía a justificar la conquista del Oeste. Sin embargo, esa costumbre del escalpelo no era de los pieles rojas, sino de los rostros pálidos. Los pieles rojas, pensando, seguramente, que la práctica debía de tener algún poder mágico, la adoptaron, si es que no lo hicieron en aplicación de alguna ley del talión peculiar. Eran los blancos, los tramperos, los colonos, los que cobraban por cada indio muerto, para lo que guardaban las cabelleras. Léase The Deerslayer, de James Fenimore Cooper, publicada en 1841, antes de que naciera John Ford, y se verá que eran los blancos los que codiciaban las cabelleras de los iroqueses. Cien años después habíamos reescrito la historia, como en 1984 y, donde dije blanco, digo indio; nos horrorizaba arrancar la cabellera a los muertos, que merecen un respeto. Más que los vivos porque, por esos años de 1941, los judíos con suerte llevaban una estrella amarilla en la solapa; los que tenían menos suerte, llevaban un número tatuado en el brazo. Los judíos de hoy, en plena posmodernidad, son los palestinos, todos asimilados a los terroristas, o los chechenos o los hutus, a quien nadie se molesta siquiera en asimilar a nada.

 

De torturas y tratos físicos inhumanos y degradantes es mejor no hablar. Lo que se cuenta en los libros de Arthur London, Julius Fucik, Arthur Koestler y lo que pasó en España entre 1936 y 1945, más o menos, se ha estado repitiendo a lo largo y ancho del planeta hasta el día de hoy. En América Latina, en África, en Asia se ha torturado más o menos, según los momentos, pero se ha torturado. Con más método, intensidad y de modo más general que en los Estados Unidos o en Europa. Torturas ha habido muy recientemente en Inglaterra, en Francia y en España, donde se conoce un caso espeluznante de torturas culminado con un enterramiento en cal viva, sustanciado en los tribunales a fines de los años 90. Y esto es en el terreno de la confrontación política, económica, religiosa, étnica o cultural. Pero no es enteramente exagerado decir que ya la forma de vida a la que se ajustan los países occidentales, con la división social del trabajo imperante, la instrumentación de los seres humanos para los más variados fines, especialmente los lucrativos, implica la aceptación de que toda la vida se ha convertido en un trato «inhumano» y degradante, cuya manifestación plástica más lograda se dio en Soylent Green, una película de ciencia ficción de los años 70 en la que los seres humanos llevaban una existencia sin sentido ni utilidad en la tierra, en espera del momento en que pudieran convertirse en alimento para los otros seres humanos. No hemos llegado a esta situación por ahora, pero, gracias a las sucesivas medidas de «ajuste» de las economías que, en lo esencial, residen en tratar a los seres humanos como utensilios y magnitudes contables, nos acercamos en cambio a la situación que con tanta fuerza expone Sydney Goodman en su obra.

 

Es en la pena de muerte donde parece darse una situación más optimista. Más optimista porque hay luces y sombras; pero luces al fin y al cabo. Sigue habiendo ejecuciones públicas en numerosas partes del mundo. En muchos países islámicos la gente puede asistir, es de suponer que gratis, a una ejecución por decapitación o ahorcamiento, o a una mutilación de manos o narices; y eso si no se le ofrece la oportunidad de participar directamente, por ejemplo en la lapidación de alguna adúltera En China, el Estado, que todo lo hace a lo grande, de vez en cuando convoca al pueblo a presenciar una ejecución en masa de delincuentes condenados a muerte en procesos judiciales que nadie, que yo sepa, se ha molestado en estudiar a fondo pero que pudieran oscilar entre los «procesos de Moscú» y la «justicia de Peralvillo», de la que hablaban los escritores del Siglo de Oro.

 

Claro, la «periferia». Nosotros no ejecutamos a la gente en público. Las últimas ejecuciones como espectáculo callejero tuvieron lugar en España entre fines del siglo XIX y principios del XX. El siglo XX no es el XXI, pero tampoco es el XV, gracias a Dios, cuando Pedro Berruguete podía pintar a Sto. Domingo de Guzmán presidiendo un auto de fe en el que algún desgraciado iba a achicharrarse como un torrezno a mayor gloria de Dios. Es de suponer que la Iglesia Católica habrá pedido perdón por esa atrocidad; pero también lo es que Domingo de Guzmán seguirá siendo santo. Podríamos revolver las tripas del más pintado mostrando nuestra crueldad, nuestra manifiesta degradación moral acumulando muestras gráficas de torturas, asesinatos, degollaciones cometidos contra los indios de América, entre nosotros mismos durante las guerras de religión. Bastaría traer algunas imágenes de los Desastres de la guerra para probar que en todas partes cuecen habas. Pero no tardará en levantarse alguna voz diciendo que no se niegan tales extremos, al contrario, se «asumen», según se dice hoy, con plena conciencia; pero que, por suerte, pertenecen al pasado y que quienes quieran airearlos de nuevo son poco menos que aves carroñeras a las que, me temo, les gustaría exterminar. Es verdad, no hay que remover el pasado; no es necesario. Basta con tener ojos en el presente. Como se decía más arriba, a fines del siglo XIX había ejecuciones públicas en España, a las que asistía el gentío, es de suponer que con perversa delectación. Ramón Casas nos ha dejado este cuadro, bello y siniestro, forma de impresionismo a la española. Los honrados ciudadanos barceloneses, con su chaqueta y bombín, lectores quizá de prensa liberal o incluso anarquista, se apiñaban para ver mejor los últimos instantes del infeliz al que iban a agarrotar.

 

Hoy, sin embargo, en el siglo XXI, en Europa, y América las ejecuciones son secretas. Allí donde son públicas (y no sólo las ejecuciones, también las vejaciones, humillaciones, malos tratos y torturas) no se trata de territorios posmodernos. La posmodernidad tiene el pudor de la muerte. Pero es lo único que es secreto, esto es, el hecho mismo de la ejecución. Todos los antecedentes, incluidos los últimos momentos de los acusados son objeto de consumo mediático con audiencias de millones. No pondremos ejemplos de ello porque basta con ir a buscarlos a la red y sería un colofón demasiado desagradable. Es con todo un avance. Como lo es que la pena de muerte esté abolida en la mayor parte de los países civilizados. Ya parece mentira que se conserve en el más poderoso de ellos. La abolición de la pena capital es el aspecto más claramente positivo del relativismo de la posmodernidad. Y el hecho de que unos u otros gobiernos hayan de defenderla frente a opiniones públicas ocasionalmente partidarias del restablecimiento indica que la lucha continúa; que no está ganada. Ni lo estará nunca.

 

 

 

Conclusión

 

Las complacencias de la posmodernidad son un ejercicio de irrelevancia. El abandono del esfuerzo por entender el mundo no sólo se disfraza de un sentimiento de superioridad moral por agotamiento de las posibilidades si no que se entretiene decretando la muerte de toda aquello a lo que no osa enfrentarse, la muerte del relato (o del «gran relato», según precisan algunos), la muerte de los sistemas, de las ideologías, de la historia, de la filosofía, del arte. Algunos de estos fenómenos llevaban muertos más tiempo que otros. La defunción del arte es decreto de Hegel, como también la de la historia. Las muertes de las ideologías y de la filosofía son más recientes. La de los sistemas es una propuesta globalizadora: la muerte de todo aquello que pretenda tener sentido en sí mismo. Al abandonar la ambición de comprender el mundo y retrotraer la 11ª tesis sobre Feuerbach a sus supuestos, hemos renunciado a comprender lo que no somos nosotros para integrarlo en un todo orgánico superior, en un gran sistema. Y como nos negamos a comprender a los otros o, cuando menos, decimos que es imposible, que viene a ser lo mismo, pasamos los trastos a quienes creen que no hay que comprender a los demás y que basta con fusilarlos. El pensamiento fragmentario busca razones para criticar esos fusilamientos en nombre de una moral universal en la que no cree, a fuerza de fragmentario. Y, al criticarlo, legitima al fusil. Debe de ser la astucia de la razón.

 

 

 

Notas

[1] Una de las pruebas de carácter «posmoderno» de la posmodernidad, algo que uno estaría tentado de considerar mera desidia intelectual es la falta de interés por determinar con claridad el momento de su venida al mundo. Una doctrina cuya esencia se articula en una sucesión cronológica no deja claro en qué momento del curso del tiempo alcanza a hablar con voz propia. A los efectos de no tener que volver sobre ello y tentativamenteme cabría decir que la conciencia posmoderna comienza a manifestarse a raíz del Holocausto y se da por instalada en el mundo no con el hundimiento del comunismo en los años 90 sino ante, con la crisis del marxismo a partir de 1968.
[2] «With God on our side», según cantaba Bob Dylan, por entonces francamente corrosivo.
[3] Que le llevaron a aplicar el criterio de «tolerancia cero» a la delincuencia en la ciudad de Nueva York, gracias a la cual, en buena medida, la ciudad es bastantes segura y a ganarse la simpatía de sus conciudadanos con su rapidez de reflejos en el episodio de las Torres Gemelas, pero no asñi en el manejo de la crisis en su vida personal, dado que vivía en régimen de concubinato con su amante en el domicilio conyugal, que compartía con su esposa de quien estaba divorciándose por entonces.
[4] Son esos enjambres de críticos y publicistas posmodernos que se mueven en los medios de derechas a la caza de izquierdistas anticuados y del anticlericalismo «trasnochado» sin que se les conozca un solo intento por evaluar el grado de frescura y actualidad del clericalismo.