Dr. Roberto Fernández
Catedrático de Historia Moderna, Universitat de Lleida

 

En los últimos meses una inesperada polémica ha venido a sumarse al panorama periodístico con indudable fuerza. La discusión concierne a un tema que habitualmente se encuentra alejado de los grandes medios de comunicación y al que sólo la disputa política le ha permitido saborear las mieles de aparecer en los principales informativos televisivos o en las portadas de los periódicos estatales de mayor influencia en la opinión pública. El tema a debate: la historia. El motivo: decidir qué historia debe enseñarse a los ciudadanos.

Esta sorprendente aparición mediática nos deja a algunos historiadores con un sabor agridulce. Dulce, porque nos parece positivo que una parte de la sociedad se dedique con tanto ardor a discutir sobre la tarea de los historiadores y su utilidad social. Agria, porque puede fácilmente comprobarse que la discusión está, en la mayoría de las ocasiones, muy alejada de lo que debería ser un debate racional sobre un tema que tiene más importancia colectiva de la que a primera vista pudiera parecer. La ecuanimidad, la serenidad analítica y el distanciamiento de las opciones partidarias no han sido precisamente una moneda de cambio durante los meses en que la controversia se ha mantenido en la cresta de la ola informativa.

¿Por qué ha sucedido un acontecimiento tan inusual? Desde luego, a nadie se le ocurre levantar una disputa pública sobre la enseñanza de la química, la ingeniería industrial o la medicina, por poner sólo tres ejemplos. En cambio, parece necesario y hasta urgente celebrar una contienda publicitada sobre la enseñanza de la historia y la tarea de la historiografía. Admito que la situación puede ser extraña por infrecuente, pero en cualquier caso no deja de ser una inequívoca muestra de la importancia social de la historia y de la trascendencia política que tiene el contenido y la forma en que se divulgan los conocimientos que fabrican los historiadores. De hecho, se ha podido comprobar una vez más que, pese a la era científico-tecnológica en la que casi todos los pensadores proclaman que vivimos, la discusión sobre la vieja Clío tiene siempre un valor civil de carácter estratégico. Si algo ha venido a demostrar esta disputa mediática es que la historia se muestra como una materia políticamente sensible, más sensible que otras muchas materias académicas que merecen sin embargo mayores atenciones presupuestarias. Lo era en la Grecia clásica y lo es en nuestros días.

Hay varias razones que influyen en esta delicada posición de la historia y los historiadores. Se me permitirá señalar de entrada una que posee una notable importancia política: la historia, sustancia creadora de presente y de futuro, resulta fácilmente manipulable en el momento de ser reconstruida intelectualmente para su conocimiento por parte de los ciudadanos. De hecho, no es de extrañar que quienes aspiran a dirigir la polis sean tan sensibles a poseerla y a domeñarla. Ni tampoco es sorpresa alguna que deseen que la explicación histórica finalmente elegida esté bajo su potestad para ser transmitida (o impuesta) al resto de la ciudadanía a través de la palabra, la escuela, los libros o los diversos medios de comunicación. Aunque no lo digan, son muchos los políticos que creen que para llevar a buen puerto sus proyectos ideológicos es necesario monopolizar el pensamiento histórico. Un monopolio que asegurará, piensan, mayor legitimidad a sus ideas y que les proporcionará la vitola de ser el producto más "racional", "coherente" y "natural" de la evolución histórica. Son frecuentes los casos de políticos que están persuadidos de la necesidad de demostrar que los proyectos societarios que ellos defienden se encuentran en la línea correcta de la "evolución natural" de la historia de la Humanidad (o de su país).

A partir de la anterior afirmación se comprende que el reciente decreto de Humanidades haya levantado tanta polvareda entre nosotros. Se entiende que algo tan dejado de la mano de las autoridades como la historiografía se ponga súbitamente en candelero. ¿Por qué? Pues, sencillamente, porque los políticos están convencidos, y quizá no sin razón, de que quienes otorguen la venia oficial a los libros de texto de historia dominarán una buena porción del panorama intelectual y sentimental de miles de ciudadanos. Eso es, a mi juicio, lo que subyace en el oculto seno de esta polémica: la construcción de la historia nacional, el objetivo para el que se forjó, en buena parte, la comunidad de historiadores allá por las postrimerías del siglo XIX.

En el presente revuelo los historiadores han aparecido menos de lo deseable. No sé si ha sido una dejación profesional inconsciente, que no teníamos nada que decir o bien que los políticos han domesticado eficazmente al pensamiento histórico mediante sus consabidos juegos de influencias, sus premios, sus autorizaciones de libros de texto, sus subvenciones a determinadas publicaciones o con sus generosas aportaciones presupuestarias para la celebración de escogidas efemérides históricas. Sea como fuere, deberíamos recordar algo de perogrullo: por mucha que sea la fuerza de los políticos, la explicación histórica depende en última instancia de la producción intelectual de los historiadores. Los políticos no son quienes escriben habitualmente los libros de historia. Lo que hagan los historiadores es de capital importancia para la fabricación del pensamiento histórico con el que los políticos (y los pensadores sociopolíticos) operan en la formulación de sus proyectos sociales de presente y de futuro. La responsabilidad última ha estado y está, pues, en gran parte en nuestras propias manos.

 

-I-

Pero, ¿cuál y cómo debe ser la tarea de un historiador para alcanzar su máximo rendimiento social? He aquí unas preguntas utilitarias de enorme calado y de difícil contestación; interrogantes que se han formulado historiadores y filósofos desde los tiempos de Heródoto. A pesar de ello, mucho me temo que estas axiales cuestiones no sepan contestarlas con la suficiente hondura intelectual muchos licenciados en historia, incluyendo entre ellos a no pocos profesores universitarios. Cuando alguien me interpela acerca de cómo se puede comprobar si un licenciado en historia merece el nombre de tal, le he contestado, con algo de provocación lo admito, que una buena fórmula es pedirle que explique con precisión el contenido y las formas del oficio de historiador. En la pertinencia y la hondura de su respuesta puede medirse, a mi criterio, el verdadero calibre de cada licenciado y licenciada.

En cualquier caso, se me antoja evidente que todos aquellos que practicamos el oficio de historiar deberíamos tener una respuesta clara y precisa, no digo acertada, digo personalmente clara y precisa, ante una pregunta de tanta trascendencia intelectual y de tamaña importancia social. En este caso, bien puede decirse que es mejor tener una respuesta, aunque se revele a la postre como equivocada, que carecer de ella. Aquí, la ausencia de opinión denota desinterés por comprender la naturaleza de la materia histórica o una falsa autosuficiencia, falsa en el sentido de que se desprecia contestar aquello a lo que en realidad se tiene miedo (o pereza intelectual) a abordar. Nadie debería emplear tiempo y esfuerzos en los archivos sin que previamente tuviera el convencimiento de disponer de una respuesta consolidada ante la siguiente interpelación: ¿para qué van a servir las horas y los días en que voy a invertir mi vida dentro de las cuatro paredes de los santuarios documentales?

Ante esta última cuestión hay dos posibles respuestas inmediatas: para satisfacción y felicidad personal o para encontrar el día de mañana un trabajo estable y bien remunerado. Ninguna de estas contestaciones carece de legitimidad moral. La primera, porque es lícito preguntarse sobre aquellas cosas que nos hacen realmente felices en la vida, que son, por lo demás, las que solemos hacer mejor, con mayor rendimiento social incluso. En la tarea historiográfica hay que buscar también la felicidad: trabajo de historiador y placer personal no tienen porque estar reñidos, aunque no siempre sea así, desgraciadamente. El historiador también tiene derecho a practicar un cierto hedonismo profesional. La segunda respuesta es igualmente pertinente, pues es bien sabido que la dignidad humana comienza por disfrutar de una adecuada ubicación en el sistema social que permita a cada cual ser identificado por el resto de la comunidad al tiempo que consigue su subsistencia.

Sin embargo, deseo aclarar que el presente no es para mí un escrito sobre las salidas profesionales de los licenciados en historia ni sobre la felicidad personal en el trabajo del investigador. Asuntos interesantes sin duda, pero secundarios respecto a la pregunta principal que aquí queremos desbrozar de para qué sirve un historiador o, si se quiere, de para qué sirve la historiografía. Es decir, que deseo realizar en las siguientes líneas una reflexión en voz alta acerca de la función social del historiador prescindiendo del preocupante asunto de las salidas profesionales de los licenciados. Y ello por una razón básica: las respuestas a la segunda cuestión van íntimamente ligadas a las posibles contestaciones que sepamos darle a la primera. O dicho de otro modo: si delimitamos con precisión el campo de "utilidades" de lo historiográfico, será más sencillo convencer a la sociedad (y con ella a las autoridades) de las diversas labores que debemos cumplir y, por tanto, de las diferentes ocupaciones que podemos ejercer.

Vayamos por partes. Mi primera afirmación es que la primordial tarea social del historiador es la de conseguir un conocimiento nuevo y objetivo de la realidad social en su transcurso temporal (de ahí su predilección, pero no su única vocación, por lo pretérito), con la intención última de que sea un conocimiento utilizable para entender y regular el presente y prevenir (que no profetizar) las principales avenidas del futuro. La tarea del historiador es analizar el funcionamiento (leyes estructurales) y el cambio (leyes dinámicas) de los sistemas sociales a través del tiempo, pero su objetivo último es ayudar a comprender las sociedades presentes y contribuir a diseñar el futuro de las mismas. El objetivo remite por tanto a lo social, la tarea a lo intelectual.

Aquello que justifica que el historiador reclame amparo a su sociedad como un miembro útil para la colectividad, estriba en su capacidad de poder ofrecer dos productos intelectuales diferenciados pero concomitantes. Primero: conocimiento objetivo del comportamiento transecular de las sociedades humanas. Y segundo: objetiva delimitación de la real influencia de aquello que, habiendo sido ya, no se halla materialmente entre nosotros pero sí que influye de forma inmanente en nuestro presente y puede condicionar nuestro futuro. Es decir, conseguir informar con rigor, con sumo rigor, con el máximo rigor que nos puedan aportar los preceptos de la moderna epistemología, acerca de esa materia incorpórea llamada pasado, una materia invisible que no podemos ver ni tocar con nuestros sentidos, pero que impregna y condiciona nuestra existencia: todas las sociedades elaboran su presente en el marco de estructuras legadas por el pasado, el conocimiento de éste es imprescindible para la imaginada construcción de aquél. Al margen de nuestra voluntad, todos los seres humanos somos albaceas del pasado, hacedores de presente y legadores de futuro. Y sobre esta inexorable triple condición, los historiadores edificamos un oficio.

Los historiadores debemos ocuparnos de analizar científicamente la dialéctica entre el pasado y el presente en la medida en que nos dedicamos a explicar no un pasado inerte ni un presente estático, sino el funcionamiento de los sistemas sociales, poniendo especial atención en su comportamiento a lo largo del tiempo. Eso, desde luego, me parece que son palabras mayores cuando tal empeño va destinado a los seres humanos que conforman la sociedad actual. El conocimiento de la realidad presente, actúa también de forma directa en el proceso de comprensión de las sociedades pasadas en tanto que son dos caras de una misma moneda: el funcionamiento de los seres humanos en sociedad. De hecho, no sería escandaloso afirmar que la única división admisible entre científicos sociales del presente y del pasado es el tipo de fuentes (y sus repectivas heurísticas) que permiten la demostración empírica de las teorías generales sobre el funcionamiento de los sistemas sociales, afirmación con la que los fundadores de Annales y los padres del materialismo histórico se encontrarían bastante cómodos. Hace ya algunos años, Umberto Cerroni proponía indagar en la idea de constituir una única ciencia integral de la sociedad en la que lo histórico fuera parte constitutiva esencial. No sería mala cosa releer con detenimiento sus palabras pese a las indudables dificultades que la propuesta entraña. En realidad, bien podríamos admitir que los historiadores somos una rama de la comunidad de científicos aplicados en el estudio explicativo de la sociedad, una rama especialmente preocupada por el funcionamiento de la misma en el pasado, o sea, científicos sociales de lo retrospectivo.

En conclusión: al ser humano lo que realmente le preocupa es diseñar su presente-futuro. Eso es lo que tiene sentido en la vida social: preguntarse en qué tipo de presente vivimos y cómo van a ser las grandes líneas de nuestro futuro individual, colectivo, planetario. Y trabajar con empeño en esa doble tarea es la meta de toda disciplina científica, el fin último de la ciencia. Hacemos ciencia para poder prevenir nuestro futuro. Sin embargo, como el presente está hecho también de pasado, para comprender dónde estamos es preciso y necesario saber cómo hemos llegado hasta aquí, en el sentido de cuáles son las regularidades que han regido y rigen a la naturaleza humana en colectividad. Para preveer el futuro de la Humanidad es necesario conocer las regularidades que la han regido en el pasado. Desde esta perspectiva, no creo exagerado afirmar que el historiador debe contribuir a la explicación de los sistemas sociales a partir de su interés específico por la génesis y evolución de los mismos.

Todo lo que acabo de afirmar, parecían ideas bien sabidas y bastante aceptadas, ideas que incluso empezaban a sonar a perogrullo, a un sonsonete. Bien sabidas hasta que salieron a escena los posmodernos y nos dijeron que no era tan evidente que pudiera conseguirse conocimiento objetivo de la realidad pasada, ni tampoco que aquél pudiera servir para la construcción del presente y del futuro más allá de haber servido para legitimar una determindas posiciones de dominación social y política de Occidente frente a otras culturas. Vamos, que la idea de que la historiografía podía contribuir al progreso de la Humanidad debía ser abandonada. Al contrario de lo que han hecho otros autores en los últimos años, no voy a descalificar de forma absoluta y axiomática las variadas posiciones de los diversos posmodernismos. No todo lo que ha producido el pensamiento posmoderno sobre la historiografía me parece desechable ni mucho menos anatemizable. Al menos, ha desplegado cuatro virtudes que son dignas de reseñar.

En primer lugar, los posmodernos han llamado la atención acerca de la necesidad de criticar la insana influencia de las posiciones metahistóricas, los metarrelatos, en la tarea concreta del historiar. Nos han recordado la necesidad de abandonar planteamientos neohegelianos según los cuales alguna fuerza externa a lo histórico-humano era el origen hacedor que daba sentido a una historia de la Humanidad guiada por un destino previo. Este aviso para navegantes contra toda tentación de teleologismo es muy de agradecer. Las tradiciones cristiana y musulmana, las aportaciones de una cierta Ilustración prepotente, el romanticismo ligado al nacionalismo, las propuestas hegelianas y un marxismo de matriz determinista, han ejercido nocivas influencias de carácter teleológico en la historiografía provocando visiones anacrónicas de la realidad pasada. Las posiciones posmodernas nos han advertido de los perniciosos influjos de todas las filosofías de la historia que han sido y son. Nos han recordado, con razón, que la historia no está escrita a priori, que no tiene sentido previo, ni un camino trazado hacia una meta preestablecida. La historia la protagonizan en libertad (a veces muy condicionada, pero en libertad al fin) los hombres y mujeres que viven en cada generación y en cada parte del planeta siguiendo el dictado de sus ideas y sus intereses materiales. La historia, pues, no está sujeta a ninguna dirección prefijada: ni a la del progreso como ineludible expresión de la racionalidad tan proclamada por mis admirados ilustrados, ni a la del mercado perfecto de los liberales, ni tampoco a la de la sociedad sin clases prevista por el comunismo. Lo anterior significa que el historiador no es un oráculo pagano que señala la dirección correcta en la que ha de caminar la sociedad, sino un estudioso que analiza e interpreta los sistemas sociales en el tiempo a la luz de hipótesis que han de ser empíricamente demostradas.

En segundo lugar, también han hecho hincapié algunos autores posmodernos en el sempiterno problema de las interelaciones existentes entre la libertad humana y las condiciones estructurales creadas sobre la base del ejercicio de aquélla y que condicionan a su vez la actividad de la misma. En tan complejo asunto, no ha ido nada mal volver a recordar el protagonismo del sujeto y la trascendencia de sus acciones, como ya en su día tuviera que hacer Pierre Vilar frente a Louis Althusser. Volver a insistir, aunque sea por una vía diferente, y por enésima vez, en que la historia es un proceso con sujeto que actúa en condiciones dadas y creadas por él en el ejercicio de su libertad en el marco de la colectividad, permite que el diálogo entre diferentes corrientes historiográficas resulte más fácil y productivo, así como que las aportaciones de la historiografía a la ciencia social sean más fructíferas.

En tercer lugar, parte del pensamiento posmoderno ha obligado a reflexionar a cerca de la necesidad de cuestionar la idea de historia universal, en el sentido de que necesariamente todos los pueblos deban pasar por las mismas exactas fases históricas, como si el transcurrir de las sociedades estuviera sujeto a un mecanismo inexorable y previamente establecido desde fuera de ellas. Así pensada, la historia universal es un determinismo más, un finalismo histórico que viene a decir que la historia posee un destino último al que todos los pueblos deben converger necesariamente, un teleologismo. El problema de quién fija cuál es el destino y cómo se llega a él resulta sin duda un asunto de gran calado, que muchos han tratado de resolver con más pena que gloria por ser, en su base, un falso debate científico. Lejos de mi ánimo, desde luego, el ejercer la defensa de posiciones de relativismo absoluto, que significan, en palabras de Alain Filkienkraut, la derrota del pensamiento. Por ello, creo que sustituir esta idea de historia universal por otra de historia mundial generadora de programas de investigación que por la vía comparativa intenten comprender las similitudes y diferencias de los sistemas sociales con el fin de establecer generalidades comprobables, me parece de una gran pertinencia para la producción de una historia científica que sirva ciertamente a la Humanidad para conocer y explicar objetivamente sus realizaciones a través del tiempo y en los distintos espacios.

Finalmente, los posmodernos han insistido en algo que buena parte de la historiografía moderna tenía demasiado olvidado: la necesidad de preocuparse con más detenimiento por el estatuto epistemológico de la historiografía, o sea, por las maneras en que los historiadores conseguimos conocimiento y por la validez del mismo respecto a la aspiración última de todo saber científico, que no es otro que el de conocer objetivamente la realidad, en nuestro caso la realidad social en su transcurrir temporal. Si bien este toque de atención no resulta una novedad, pues en otras épocas se han suscitado amplias controversias sobre el tema, en los años de dominio de los grandes paradigmas historiográficos la cuestión parecía zanjada cuando todavía las razonables dudas de los filósofos de la ciencia respecto al estatuto de cientificidad de la historiografía estaban en pie. Dudas que siguen requiriendo un debate intelectual legítimo y necesario que se encuentra lejos de estar concluso. Por eso, resulta oportuno recordar una vez más que estas cuestiones atañen primordialmente al historiador y que nadie mejor que él para resolver los problemas epistemológicos que habitan en el seno del conocimiento histórico. Y también resulta conveniente recordar que se trata de una cuestión nuclear acerca de la utilidad social del oficio de historiador. ¿O es que son asuntos irrelevantes si puede el conocimiento historiográfico merecer el calificativo de científico, si puede llegar a conseguirse un mínimo de objetividad que sea aceptable por la ciencia moderna o si la historiografía es una disciplina susceptible de elaborar leyes del funcionamiento y cambio de las sociedades?

A estas inquietantes problemáticas no se les puede dejar de lado como si, metiendo la cabeza entre los legajos, fueran a solucionarse misteriosamente. Ni debemos esperar que las resuelvan en soledad filósofos de la ciencia u otros científicos sociales que habitualmente han hablado de nuestro quehacer con un evidente desconocimiento del mismo y en algunos casos bajo la égida del fundamentalismo cientifista. Ni tampoco es de recibo esa especie de nociva autosuficiencia de los que afirman que si acaso la historiografía no pudiera ser una disciplina científica, nada pasaría respecto a su utilidad social, puesto que la ha demostrado con creces sin necesidad de enfrascarse en debates epistemológicos que no conducen más que al escepticismo: más archivo y menos tonterías teoréticas, vienen a decir con algo de hastío y un mucho de displicencia.

Y yo me pregunto: ¿acaso renunciar a priori a conseguir el conocimiento objetivo de la realidad social, deja incólume la utilidad social de nuestro oficio?, ¿es el mismo tipo de utilidad societaria la que se deriva de un conocimiento objetivo de la realidad (presente o pasada), que aquella que proviene de un conocimiento al que le da lo mismo su confluencia real con el objeto estudiado y existente al margen de la voluntad del investigador? Si esto fuera así, entonces, ¿por qué no admitir que cada cual es libre de producir el conocimiento histórico que desee sabiendo que todo es subjetivo, una construcción inexorablemente tintada de la ideología y los valores de cada historiador y de cada presente? De ahí a crear historiadores a la carta para cada proyecto ideológico o cada necesidad política emanada desde el poder o desde la oposición al mismo, no hay más que un paso.

Si no admitimos la necesidad de profundizar en el estatuto epistemológico de la historiografía, si no aceptamos el reto de preguntarnos por la calidad de nuestro conocimiento como paso previo e indispensable para sostener ante la sociedad nuestra utilidad pública, entonces es mejor que asintamos ante la idea de que no hay ningún punto de referencia para dar carta de validez y certificado de verdad a la producción intelectual de los historiadores, que aceptemos sin paliativos que no existe una línea de demarcación entre buen y mal conocimiento en materia histórica. O sea, que todo vale. Tendríamos, sencillamente, que declarar el triunfo final del subjetivismo, del presentismo y del relativismo. Del subjetivismo, pues aceptaríamos la imposibilidad de conseguir conocimiento objetivo de la materia histórica dado que es el historiador quien recrea un objeto -la historia- que no está previamente dado. Del presentismo, pues convendríamos en que toda visión histórica es el producto de una reelectura según las necesidades coyunturales y los valores sociales de cada contemporaneidad. Y del relativismo, pues concluiríamos en que cualquier conocimiento historiográfico es igualmente legítimo dada su inexcusable naturaleza: todo individuo, clase, ciudad o país tiene "derecho" a escribir "su" propia versión de lo que pasó.

Personalmente me niego a aceptar la victoria de la anterior tríada ya que las consecuencias serían muy negativas para la civilización humana y darían paso a la barbarie. Al contrario, mi posicionamiento es en favor de la existencia de una línea de demarcación entre el buen y el mal conocimiento, línea conformada por aquellas características que la epistemología moderna ha ido labrando a la hora de definir el conocimiento científico, el único que está en condiciones de acabar con el subjetivismo, el presentismo y el relativismo como opciones inexorables del conocimiento humano sobre la realidad (natural o social, presente o pasada). ¿Permitiríamos a la física, a la química o a la biología actuar al margen de este debate epistemológico? ¿Diríamos que es indiferente la calidad del conocimiento físico, químico o biológico que podamos conseguir para uso y disfrute de la Humanidad? La historia es tanta materia empírica dada -pasó de una única manera y no de dos diferentes y alternativas, pasó al margen de la voluntad del investigador actual y ha dejado pruebas eficientes de que existió como realidad- como las estrellas o como las células y, por tanto, es posible operar sobre ella con el método científico, haciendo la salvedad, por supuesto, de que nuestra materia factual tiene unas características que la hacen de más difícil aprehensión que en el caso de la materia factual de otras disciplinas científicas.

En definitiva, estoy persuadido de que en el plano normativo no hay razones de base que se opongan de forma incontestable a la cientificidad de la historiografía y no menos convencido de que cuando los historiadores ponen en acción sus modos concretos de proceder, buena parte de su producción, al menos en el marco académico, se ejecuta bajo la égida del protocolo científico. Así pues, una posible conclusión para todo lo antedicho sería decir que la historiografía es una disciplina que está recorriendo un camino ante el cual no existen obstáculos insalvables para ir aumentando la calidad de sus productos intelectuales hasta merecer el máximo respeto social por la bondad intrínseca de los mismos, es decir, por su objetividad.

 

-II-

No obstante, las reflexiones posmodernas respecto de la historiografía también han ocasionado inconvenientes. El primero es haber confundido filosofía de la historia con teoría de la historia. Una equivocación que representa, a mi entender, una de las mayores debilidades de las posiciones posmodernas respecto al conocimiento histórico. En efecto, la principal labor del historiador debe ser aquella que proporcione un mayor rendimiento social a su trabajo. Y ese quehacer no es otro, a mi juicio, que la permanente elaboración de una teoría del funcionamiento y cambio de los sistemas sociales. Sé que más de un lector estará pensando que se trata de una labor imposible. Otros, que es un tema ya zanjado por autores anteriores a la posmodernidad que han porfiado por mostrar la inviabilidad de la historiografía para acometer empresas teoréticas. La discusión, no obstante, sigue mereciendo la pena. Por un lado, porque los vetos al carácter nomotético de la historiografía tienen posible contestación. Y por otro, porque estamos ante un asunto que afecta de pleno a la capacidad de la disciplina histórica para construir un conocimiento científico homologable al de otros estudios de la realidad. Por tanto, nos hallamos ante una cuestión que atañe a la credibilidad intelectual y social que la comunidad de historiadores tiene sobre su verdadera utilidad para el devenir de los seres humanos en sociedad.

Esta es mi tesis: la historiografía puede seguir la estrategia general de la ciencia para alcanzar el conocimiento de las sociedades. Los dos grandes problemas que se le han reprochado para conseguir tal estatuto científico no son ni exclusivos de ella ni tampoco insoslayables. Sobre la dificultad de comprobación empírica de nuestras hipótesis, debemos reconocer que las fuentes históricas primarias tienen mayores problemas heurísticos que las fuentes informativas de otras ciencias fácticas. Sin embargo, esto no significa, como argumentan aquellos hermeneutas que apelan a este hecho para negar la más mínima posibilidad científica de la historiografía, que nuestra disciplina no pueda compartir mesa y mantel con otros saberes calificados de científicos puesto que es capaz de aplicar, como ellos, la estrategia general de la ciencia: la elaboración de hipótesis y la comprobación factual de las mismas en aras a conseguir la explicación teórica de la realidad. Una comprobación ciertamente dificultosa y con no menores problemas heurísticos, dado que el historiador no puede reproducir de forma indefinida sus datos para la realización de experimentos, pues se centra en una realidad que ya no existe físicamente y de la que sólo quedan testimonios indirectos, fragmentarios y a menudo subjetivos.

Trabajar con este mundo empírico imperfecto es, desde luego, uno de los mayores retos del historiador, un reto que le obliga a un gran esfuerzo de táctica científica, quizá superior al de otros estudiosos. Un mundo empírico imperfecto al que también se enfrentan, por cierto, algunos investigadores de la naturaleza a los que nadie parece atreverse a negar por ello - ni yo tampoco -su cientificidad. Físicos, químicos o biólogos luchan durante años para conseguir las referencias empíricas suficientes que demuestren la validez de una hipótesis, prueba de que no siempre tienen a su inmediata disposición todos los datos factuales para fabricar una teoría aceptable para la comunidad científica. Incluso, a veces, esa propia comunidad asume teorías que adolecen de una empiría más bien escasa. Eso quiere decir, a mi entender, que el estatuto científico de la historiografía tiene que remitirse al método de investigación que utiliza en su conjunto y no únicamente a una parte del mismo, como es la que se refiere a la naturaleza, cantidad y crítica de las pruebas. No se valida a una disciplina como científica porque lo sepa todo de su parcela de la realidad, ni tampoco porque tenga a su disposición todas las pruebas de sus afirmaciones para cada uno de los problemas estudiados, sino por la forma y manera en que consigue conocimiento. Desde esta perspectiva, no veo porque la historiografía no puede hacer un uso pertinente del método científico.

Y, desde luego, difiero de la exageración semiótica que nos viene a decir que todo en la historiografía no es más que texto que no se refiere a un contexto exterior. Las pruebas del historiador tienen sus propias características, sus propios problemas y sus propias críticas. Las pruebas del historiador no son de la misma factura concluyente que las de otros científicos, pero resultan un material empírico que se refiere, sin duda, a un contexto externo que ocurrió realmente y que ellas reflejan de forma parcial e imperfecta, pero con la posibilidad de que un adecuado tratamiento crítico permita al investigador ir creando, con paciencia y perseverancia, un aceptable mundo empírico disponible para efectuar comprobaciones factuales de las hipótesis formuladas respecto a un problema previamente bien delimitado. La ficción literaria no precisa de pruebas, la historiografía porfía por conseguirlas entre los múltiples vestigios que el pasado nos ha legado. Los diversos "archivos" del historiador no son el producto de la imaginación humana, sino el reflejo indirecto de la actuación de seres que existieron y dejaron sus propios testimonios sobre el funcionamiento de una realidad pasada. Y que esos testimonios provengan de sujetos no los convierten necesaria e ineludiblemente en un material factual inválido para la comprobación científica de las hipótesis elaboradas por el investigador. La historiografía no es una forma de literatura, afortunadamente para las dos y para la novela histórica.

En cuanto a que la historiografía es un conocimiento que no puede pasar los linderos de lo ideográfico porque se ocupa exclusivamente de los hechos únicos e irrepetibles, me remito a la opinión de Ciro F.S Cardoso, que recuerda que es perfectamente compatible la existencia de explicaciones de la particularidad de un proceso histórico concreto en toda su complejidad con la búsqueda de regularidades en la vida social del ser humano, es decir, con la formulación de generalizaciones, o sea, de leyes. Por la vía de la teoría, la hipótesis, la comprobación empírica, la comparación de resultados en diferentes tiempos y lugares y la vuelta a la teoría, es decir, con el método científico definido modélicamente por Mario Bunge, el historiador puede y debe aspirar a fabricar leyes generales explicativas sobre las regularidades que contiene la vida colectiva. Leyes que deben ser entendidas siempre, y esto es premisa epistemológica central, como las hipótesis mejor comprobadas empíricamente en un momento dado; leyes, por tanto, permanentemente sujetas a posteriores modificaciones por nuevos datos de la realidad (pasada) o nuevas formas de agrupar y pensar los ya conocidos. Y un conjunto articulado de leyes forma una teoría, en nuestro caso una teoría de cómo funcionan y cambian los sistemas sociales en el transcurso del tiempo en el planeta.

La historiografía, pues, no tiene obstáculos epistemológicos insalvables para constituirse en una disciplina legal, en una disciplina nomotética. Tener problemas o que éstos sean de naturaleza insoslayable son dos cosas bien distintas. La historiografía puede y debe hacer, en esencia, lo mismo que realizan aquellos que están homologados bajo la etiqueta de científicos, sean de la naturaleza o de la sociedad. Que los historiadores tengan inconvenientes tácticos específicos no significa que no puedan conducirse en sus investigaciones bajo la misma estrategia general que utilizan los físicos, los químicos o los biólogos para adquirir conocimiento de la realidad. De la mano de la moderna epistemología es necesario recordar que científico es aquél que es capaz de aplicar el método científico más validado universalmente por la comunidad de investigadores en una época histórica concreta. La ciencia es método y los historiadores no están excluidos del mismo. Así que, situar a la historiografía como un estudio meramente ideográfico que se ocupa sólo de los hechos únicos e irrepetibles (tan irrepetibles como la caída de una determinada piedra, por ejemplo) y no como una disciplina nomotética capaz de elaborar leyes, es volver al siglo XIX (al primer positivismo o al neokantismo) y situar la utilidad social de los historiadores en la mera narración cronológica de los hechos únicos e irrepetibles.

Al contrario: la labor teorética es precisamente la aspiración última y más importante del historiador. Es aquella que le permite su mayor contribución al presente y al futuro. No cabe deducir de lo que afirmo que el conocimiento de las regularidades que rigen la vida social representa la anulación del papel de la individualidad, del sujeto, de la libertad. Esas posiciones pertenecen al variado mundo de los determinismos de los cuales me siento felizmente alejado. Ni tampoco significa ignorar la intervención de la contingencia. Lo que debe entenderse es que mi afirmación insiste en la idea de que es posible explicar la realidad social a través de la elaboración de leyes laxas de las que se deriven hipótesis amplias, dinámicas y flexibles; leyes capaces de integrar al individuo libre y a la contingencia dentro de las regularidades que se producen en la vida en sociedad. El historiador no se ocupa de un ser predeterminado, sino de un ser libre. El historiador tiene numerosas pruebas factuales de la contingencia en la vida social pasada. Pero el historiador cree que el uno y las otras actúan y se producen en el marco de sistemas creados por los seres humanos que tienen formas regulares en su funcionamiento. Y esas regularidades, existentes en la realidad social al margen del investigador, son susceptibles de ser reconocidas por una correcta aplicación del método científico hasta conseguir la formulación de leyes sobre las mismas.

Partiendo de esta concepción, podemos inferir que la tenencia de una teoría del devenir histórico hace factible el hecho de que la historiografía sea una eficaz auxiliadora en la comprensión analítica del presente e, incluso, en la previsión razonable, no apodíctica, de las grandes avenidas por donde previsiblemente podría transcurrir el futuro (es decir, el venidero funcionamiento de los sistemas sociales existentes en cada presente). Un presente y un futuro que, por cierto, por el propio conocimiento que aportan las teorías sobre el devenir histórico, pueden ser modificados por los seres humanos (hay pruebas contemporáneas de ello), cubriendo así la historiografía una actividad hasta cierto punto predictiva, que es lo propio de cualquier disciplina que quiera merecer el estatuto científico por su condición de legal. Actividad predictiva que marca el cénit del beneficio social de la tarea intelectual historiográfica.

Y como parto del convencimiento racional de que el historiador puede crear conocimiento objetivo del pasado mediante una adecuada aplicación del método científico y la particular salvaguarda de algunas prevenciones epistemológicas, es por lo que afirmo que ésa es su primordial tarea intelectual y su principal objetivo social. Nada más importante que poderles mostrar a los ciudadanos las causas profundas, a menudo ocultas, tanto como el átomo al ojo, que se sitúan tras el acontecer humano en sociedad. La historiografía es, entonces, el conocimiento científicamente razonado de las sociedades en el pasado para ayudar a entender el presente y poder prevenir el futuro. Al imperativo moral de perseguir una mejor existencia para los individuos del presente, la historiografía debe (y puede) concurrir con sus mejores armas: la explicación científica de las sociedades en su transcurso temporal y la demostración palpable de la influencia del pasado sobre los vivos. Pues los vivos, mucho más que los muertos, son la principal preocupación del científico social de lo retrospectivo que es el historiador.

Es posible que la anterior formulación le parezca caduca a un posmoderno estricto, pero me gustaría que la volviera a meditar y que viera en ella algo más que voluntarismo. No digo: hagamos filosofía de la historia, metarrelatos históricos. Digo: hagamos teoría de la historia, y eso significa conceptualización, análisis, hipótesis, deducción, contrastación factual, comparación, teoría y experimento. Es decir, la esencia de la ciencia. Digo: formulemos, con prudencia pero con decisión y sin complejos, leyes del desarrollo social en constante comprobación empírica, para beneficiarnos de ellas y hacer que se beneficien las futuras generaciones.

Un segundo inconveniente de los posmodernos es que su crítica a la noción de progreso se ha convertido en una manifiesta insensibilidad hacia la posibilidad de crear una teoría del cambio histórico. Podemos discutir sobre el alcance, la pervivencia y el influjo que en la historiografía moderna ha tenido la noción de progreso al señalar un destino preestablecido al que la racionalidad humana conducía de forma ineludible: desde lo inferior a lo superior, desde el pecado original al paraíso, desde la precariedad a la abundancia. Es evidente que esta concepción de origen cristiano, muy ilustrada y algo darwinista ha tenido a menudo efectos nocivos en la investigación histórica. Sin embargo, no debe confundirse con la necesidad, ésta sí que inexorable, de estudiar el cambio social. Necesidad, porque, desde que el ser humano queda conformado como especie en el planeta, desde que se convirtió en un primate excepcional, no parece que su naturaleza básica sea la de la instalarse en la inmutabilidad, sino más bien la de promover la permanente mudanza de las cosas, las situaciones y las ideas. Así pues, considero que es tarea prioritaria, función social ineludible del historiador, la de contribuir a explicar teórica y empíricamente por qué alteramos nuestra organización colectiva. Y no hace falta insistir aquí en que cualquier idea que haga referencia a un supuesto "fin de la historia", al modo y estilo de Francis Fukuyama, es una pura incongruencia lógica y un dislate con respecto a todas las comprobaciones empíricas que los propios humanos tenemos de la historia de la Humanidad.

Por último, aunque tienen razón los posmodernos cuando afirman que no se puede sostener la idea de una historia universal como un curso humano dotado de sentido e inevitablemente tendente hacia la uniformización según el modelo social occidental; aunque es cierto que el ámbito planetario es variedad, pluralidad, heterogeneidad; si bien es verdad que hay que abandonar esta filosofía de la universalización desde los únicos valores occidentales, resulta igualmente cierto que eso no significa renunciar a una explicación integrada de la historia de la Humanidad, ni tampoco justifica un relativismo absoluto negador de cualquier posibilidad de una consensuada mundialización de los aspectos más esenciales en la organización social de los humanos.

Una explicación integradora de la historia mundial es una necesidad de la Humanidad para su desarrollo armónico y es, además, una posibilidad epistemológica perfectamente legítima y factible. Se trata, en esencia, de una explicación que tiene su base en un modelo teórico (sobre el funcionamiento y cambio de las sociedades) y en su contrastación empírica permanente a través de una historia comparada, instrumento analítico y comprensivo que los historiadores utilizamos mucho menos de lo debido a pesar de las reiteradas recomendaciones de investigadores de la talla de Foustel de Coulanges, Marc Bloch, Pierre Vilar o John Elliott.

En todo caso, el modelo teórico debería aspirar a dar prioritaria contestación a tres cuestiones esenciales. Primera: qué de igual y qué de diferente han tenido o tienen las diversas sociedades construidas por los seres humanos, lo que permitiría establecer las regularidades básicas que rigen el funcionamiento de los diferentes sistemas sociales, las disimilitudes que habitan en ellos para individualizarlos y la causalidad que la libertad individual ocasiona en el decurso de las sociedades que se rigen por aquellas regularidades. Segunda: cómo se relacionan entre sí las distintas culturas que coexisten en un periodo histórico concreto, lo que posibilitaría establecer una teoría del flujo de influencias entre las diversas sociedades humanas históricamente construidas. Y tercero: cuáles son los procesos causales que dan paso a la mutación (de cualquier signo) en el seno de las sociedades consolidadas, lo que facilitaría la formulación de una teoría general del cambio histórico. Partiendo de la similitud de la condición humana en todo tiempo y lugar desde que se da por finalizado el proceso de hominización, es posible, por muy difícil que resulte, es posible, digo, conseguir la paulatina creación de una teoría sobre el comportamiento humano en sociedad a escala planetaria y a través del tiempo. Una teoría desde la cual podremos analizar al mismo tiempo la compleja casuística humana en cualquier sociedad, espacio o época concreta.

Barrunto que esta propuesta será entendida por muchos como una quimera inalcanzable producto del ingenuo optimismo teorético del que escribe. No es, desde luego, una propuesta de fácil realización. Bien lo sé. Lo que aquí quiero destacar, en esencia, es la necesidad de operar en nuestro trabajo concreto de historiadores desde el convencimiento profundo y la ambición última de que estas pretensiones son, desde el plano epistemológico, perfectamente planteables, del mismo modo y manera en que puede hacerlo un astrónomo respecto a las leyes generales del universo o un biólogo respecto a las leyes del funcionamiento de la vida orgánica.

Esta visión globalizadora de la historia de la Humanidad no se contradice con otra realidad propia del estudio historiográfico (y casi de cualquier tarea científica), cual es la razonable dimensión (espacial, temporal y temática) que la investigación personal de cada historiador debe tener. El problema, época y territorio que el historiador individual elija para sus ocupaciones intelectuales difícilmente puede abarcar la totalidad del ámbito mundial. El trabajo de campo debe estar en consonancia con las posibilidades biológicas y profesionales del investigador. Ahora bien, esa obviedad no niega la necesidad de tener la escala planetaria como punto de partida y de llegada del proceso investigador, ni tampoco impide la posibilidad de fabricar teorías generales sobre el funcionamiento de las sociedades a través del tiempo y para una geografía mundial. Objetivos máximos que, por supuesto, la historiografía debe mancomunar con otras disciplinas sociales.

Seamos optimistas, que para eso estamos en un ensayo. Imaginemos que diversos historiadores repartidos por todo el planeta investigan al unísono el mismo problema (o conjunto de problemas) en distintas sociedades históricas desde una hipótesis teórica de carácter general de idéntica factura; en ese caso, cada investigación concreta se convierte así en un experimento en el que se intenta comprobar empíricamente la validez de la hipótesis generalista formulada respecto a aquel problema. Si la comprobación empírica es positiva (sea porque se confirma la hipótesis por verificación hempeliana, sea porque no puede ser "falsada" popperianamente), entonces estaremos en condiciones de empezar a darle el estatuto de ley, entendiendo por tal una hipótesis razonablemente comprobada que sirve para explicar el susodicho problema satisfactoriamente en los diversos espacios y épocas en que se han desenvuelto los humanos. Digo razonablemente comprobada, porque una concepción actualizada de la ciencia nos obliga a recordar, para la historiografía o para la química, que una ley (e igualmente una teoría científica como conjunto lógicamente articulado de leyes) es siempre susceptible de modificación por la aparición de nuevos datos o de una hipótesis original que demuestre explicar mejor los conocidos. Y este mismo procedimiento epistemológico, que es aplicable a un problema o conjunto de problemas, puede ser utilizado, aunque desde luego con más dificultades prácticas en el proceso investigador, para la elaboración de una teoría general del funcionamiento y cambio de las sociedades humanas. O sea, nada nuevo: lo que se intentó pioneramente con el materalismo histórico.

Así pues, en el trabajo del historiador, la existencia de una visión teorética de la historia de la Humanidad es perfectamente compatible con las diversas dimensiones temáticas, espaciales y temporales que pueda abordar en sus estudios personales. La historia económica, la cultural, la social, la demográfica, la política o cualquier otra especialidad de la madre Clío que queramos señalar, son opciones investigadoras perfectamente legítimas y productivas a condición de que se acuerden de contribuir a la comprobación de la teoría general sobre el funcionamiento y cambio de los sistemas sociales. No importa la fragmentación temática, ni debemos lamentarla como si esto fuera motivo de crisis historiográfica, siempre que se sepa guardar una necesaria correspondencia con la explicación teorética unitaria del comportamiento social. Ni importa tampoco si estudiamos coyunturas o estructuras; individuos, familias o grupos; pequeñas aldeas, metrópolis o grandes naciones. La prosopografía, la microhistoria, la historia local, regional o nacional, son otras tantas posibilidades de comprobación de las teorías generales que se quieran poner a prueba factual. El estudio de un determinado tema, la biografía de una persona o la historia de una ciudad durante un periodo concreto, no tienen porqué estar de espaldas a una teoría general del devenir histórico de los seres humanos en sociedad a escala planetaria. Mundial y local, individual y colectivo, particular y general, no resultan campos antitéticos sino complementarios, en la medida en que el análisis científico en el ámbito de lo individual, de lo local o de una concreta problemática representan posibilidades de comprobación empírica para la confirmación, remodelación o rechazo de una teoría de carácter general del comportamiento de la Humanidad a través del tiempo. Estamos, pues, ante dos ámbitos necesarios y complementarios de la investigación histórica, que pueden y deben sustanciarse en programas de investigación elaborados por equipos de estudiosos que comparten una misma teoría de partida y consensúan las heurísticas.

Lo que resulta perjudicial es el localismo. Me refiero aquí a un doble localismo. Por un lado, al "localismo" temático, es decir, a las investigaciones que focalizándose en un tema concreto pierden de vista lo general y dejan de lado su necesaria contribución a una explicación teórica de caracter globalizador de la que deberían partir y a la que deberían llegar. Los estudios de caso son a veces destellos de virtuosismo teórico y metodológico, lo reconozco, pero también son producciones cerradas en sí mismas, y a menudo sobre temas de muy escasa trascendencia para explicar la esencia de las relaciones sociales.

Por otro, me refiero al "localismo" espacial. Científicamente hablando, la historiografía local es necesaria y productiva, la localista es inválida. La historiografía local es un laboratorio de razonables dimensiones para comprender la actuación de los hombres y las mujeres en sociedad, un producto intelectual mediante el cual se intenta averiguar qué de común y qué de particular tiene cada sociedad respecto a otras en el mismo surco temporal o en diferentes tiempos, permitiendo con posterioridad, por la vía comparativa, la elaboración de generalidades. En lo local se desarrolla en toda su plenitud, y el historiador puede contemplarlo con relativa facilidad, lo esencial del comportamiento de la naturaleza humana en colectividad. En cambio, la historia localista tiene una clara tendencia a señalar y ensalzar sólo las diferencias y a convertir a las mismas en el único rasgo de identidad colectiva, no permitiendo de este modo que se proceda de forma lógica a la elaboración de comparaciones que den paso al establecimiento de explicaciones generales. Amén de ello, la historiografía localista fomenta un peligroso orgullo identitario no exento de ciertas dosis ocultas de xenofobia y, a largo plazo, incentivador de una sociedad soberbia y poco propensa a la tolerancia ideológica interna; mientras que la historia local, con una visión universalista a través de la comparación, nos salva de la tentación de recluirnos en la caverna al ofrecer un panorama de lo que tiene en común y de lo que tiene de singular nuestra propia comunidad de habitat respecto a las otras. O como dice Joan Manuel Serrat en su disco Nadie es perfecto: "Lo común me reconforta, lo distinto me estimula".

Todo lo anterior nos lleva a considerar otra realidad: el sujeto histórico con mayor peso en la historiografia moderna ha sido y es la nación. Para la historiografía occidental puede sostenerse esta afirmación sin pizca de rubor: la mayor parte de la producción historiográfica remite al sujeto histórico nación. Historiamos, por antonomasia, casi de forma axiomática, como una opción que no precisa justificación científica (ni menos aún política), desde la nación. El punto de vista primero es nacional. El lenguaje empleado es nacional. Las comparaciones históricas propuestas están hechas desde la visión nacional. No se me entienda mal. No quiero decir que de la tarea del historiador deba eliminarse el estudio del sujeto histórico llamado nación. En tanto que existente y operativo en la realidad pasada y en la presente, la nación es un ámbito legítimo y pertinente para el trabajo científico. Pero ocurre, al tiempo, que la exclusividad alcanzada por ese objeto de estudio es excesiva y que, además, puede conducir a un grave quebranto de las leyes del quehacer científico si no se adopta ante él las debidas precauciones.

La primera y principal es no elaborar una historiografía nacionalista. Sobre un tema de este calibre y esta trascendencia puede hablarse largo y tendido. Digamos aquí, someramente, que quienes ejecutan el oficio de historiador de esta guisa, quienes toman partido a priorístico por una nación (habitualmente su nación) para contribuir, conscientemente o no, a una mayor densidad nacional de la misma, son de hecho, al margen de su voluntad, conspícuos promocionadores de la alteridad y, por tanto, gentes que casan difícilmente con el precepto básico de la imparcialidad que debe alumbrar el difícil camino que representa la consecución del conocimiento objetivo de la realidad. La contraposición, a menudo imperceptible y a veces inconsciente, del ellos y el nosotros, es propia de esta historiografía y eso resulta difícilmente compatible con el científico que no busca dar la razón a nadie desde el apriorismo, sino que sólo aspira a explicar la realidad tal y como funciona en sí misma, en el tiempo pasado o en el presente. Con mucha frecuencia, el historiador nacionalista se identifica antes con las necesidades de su nación que con los principios de la objetividad, su ideología nacionalista le arrastra a adoptar una perspectiva primera de índole sentimental que anula en buena medida la necesaria ecuanimidad que debe presidir el trabajo del historiador. Los historiadores que han actuado o actúan de esta forma, habrán ayudado bastante a elevar la densidad nacional con sus relatos, pero habrán contribuido mucho menos (si es que lo han hecho) al verdadero conocimiento de la realidad. Y, desde luego, al margen de que sea éticamente discutible la densidad nacional así adquirida, los historiadores nacionalistas no parecen haber estado en una primera línea fomentadora del entendimiento entre los diversos pueblos del planeta.

Además, en la historiografía nacionalista sucede a menudo que los individuos desaparecen de hecho para existir sólo como sujetos que cumplen una misión teleológicamente trazada por el todo abstracto que es la nación. Desde esta perspectiva, se corre el grave peligro de que la sociedad no constituya el objeto último de estudio, sino que sea sustituida por otro llamado nación que aparece como algo preexistente, telúrico y eterno. Por mucho nacionalismo en el que estemos educados, no deberíamos olvidar que la sociedad (es decir, los seres humanos en comunidad) es el asunto último del investigador; la sociedad y no la nación ni el Estado, que son creaciones instrumentales, a partir de una determinada fase de la historia de la Humanidad, de los individuos que se organizan en colectividad.

No se piense que estamos ante un tema menor para discernir la tarea social del historiador. En la actualidad, buena parte de la historiografía hispana está impregnada por el nacionalismo español o por los nacionalismos gallego, vasco o catalán, que suelen tener además sus pertinentes disputas, a menudo pesudocientíficas, en aras a justificar sus proyectos nacionales de presente y futuro a través de convenientes visiones de la historia hispana. Impregnada algunas veces de forma directa, consciente y militante; impregnada en otras de manera solapada, inconsciente y por antonomasia; impregnada, finalmente, en ocasiones, por omisión, por silenciar aquello que desde cualquiera de estas historiografías no se considera pertinente o correcto para los fines nacionales definidos desde el nacionalismo. Diré hoy en voz alta algo que llevo murmurando en voz baja desde hace tiempo: lo propio del historiador es el análisis riguroso de las sociedades humanas y no la contribución nacionalista a la historia de su nación. Esto último es una herencia de la burguesía decimonónica, del romanticismo herderiano, que los sectores progresistas no se han atrevido a combatir con decisión por miedo a perder el favor de un colectivo previamente educado en la tradición nacionalista. La historia nacional es un objeto de estudio científicamente legítimo a condición de que no se haga desde el nacionalismo, de que se perciba claramente que las "historias nacionales" deben ser entendidas en función de procesos más generales y de que el investigador no pierda de vista que la misión última de la historiografía es la de descubrir las regularidades y formular las leyes del funcionamiento y cambio de las sociedades que los seres humanos hemos construido a lo largo del tiempo. Y, desde luego, no entra dentro de las buenas actuaciones de un historiador el convertirse en el difusor de una visión teleológica de la historia de las sociedades o de las naciones.

Como puede apreciarse, defiendo que la ideología nacionalista es mala compañera de viaje para los historiadores. Defiendo que quienes hacen historiografía desde el nacionalismo, deben saber que con el paso de los años otros historiadores anularán irremisiblemente el valor de sus investigaciones. Una buena parte de la historiografía española en tiempos de Franco bien que lo demostró: se pedía a los historiadores que fueran formadores del espíritu nacional a través de una narración histórica mítica, sesgada y a menudo falsa de la historia de España. Se dibujaba una España que existía desde los tiempos de Adán y Eva, una España elegida por Dios para evangelizar el mundo, una España predestinada a crear un Imperio con destino en lo universal. El franquismo dispuso una historiografía que pretendía consolidar una visión "natural" de España de corte unitarista y castellanizadora, que buscaba barrer del escenario a cualquier otra que hiciera referencia a España como una creación histórica pactada entre diversas realidades culturales y lingüistícas, por muchas evidencias que se pusieran encima de la mesa por parte de esta última perspectiva. Durante el nacionalismo franquista, las afirmaciones historiográficas no podían ponerse a prueba del método científico, pues su bondad radicaba en que contribuyeran a la grandeza de España mediante la pertinente certificación de la bondad histórica del Régimen.

Por fortuna, aquella aberración tuvo menos influencia de la que sus progenitores desearon, en parte por la digna presencia de historiadores que no quisieron prestarse a tan malévola operación y que antepusieron el rigor y la ecuanimidad a la fanática ideologicación franquista. Por fortuna también, de la producción historiográfica directamente inspirada por el nacionalismo franquista no queda en pie más que su recuerdo. Por fortuna, finalmente, en la actualidad son minoritarios los defensores de esta utilización bastarda de la historiografía hispana, y los pocos que subsisten están entre las huestes de los políticos antes que entre las filas de los historiadores reconocidos por la comunidad científica. Sin embargo, dada la secular tentación que ha mostrado el nacionalismo español para mixtificar el pasado, nada ocioso resulta mantenerse todavía en alerta para no volver a caer en tan nefasto error. Alerta que debe extenderse también a los nacionalismo vasco, gallego o catalán, que tampoco están exentos, como puede fácilmente comprobarse, de practicar la manipulación del conocimiento histórico.

 

-III-

Ahora bien, para realizar la ardua y apasionante tarea de elaborar teorías científicas sobre el funcionamiento y cambio de las sociedades a escala planetaria, es imprescindible cumplir con una serie de requisitos sin los cuales es difícil cubrir lo que aquí señalo como la labor primera del historiador: hacer investigaciones científicas de los sistemas sociales retrospectivos para ayudar a entender el presente y poder pensar el futuro.

El primer requisito enlaza directamente con la parte precedente de mi discurso: el historiador debe constituirse en un permanente y obsesionado perseguidor de la objetividad. Bien sé que ésta es una cuestión debatida que provoca grandes entusiasmos y militantes escepticismos. No voy a disertar aquí sobre tan delicado tema, pues un lego epistemológico como yo ocuparía inútilmente un espacio del que ahora no se dispone. Diré simplemente, para situarme ante el lector, que conociendo las dificultades añadidas que los científicos sociales tenemos para alcanzar la objetividad, no comparto la tesis de quienes afirman que nos enfrentamos con una total imposibilidad epistemológica para conseguirla, ni tampoco otorgo mi acuerdo a la idea de que seamos los únicos, entre las diversas comunidades científicas, que luchan con inconvenientes de tal tipo: físicos, químicos o biólogos han ido mostrando, en tiempos recientes, que también comparten limitaciones epistemológicas de esta naturaleza.

En cualquier caso, el historiador debe tener como meta principal de su tarea la de explicar los sistemas sociales en la realidad pasada de forma objetiva. Va en ello la propia legitimidad social del oficio de historiar. Es ciertamente habitual oír entre la gente común, e incluso entre no pocos científicos de la naturaleza, que los investigadores sociales, y aún más los historiadores, no pueden ser neutrales (léase objetivos) porque sus valores cívicos condicionan su tarea intelectual. Es evidente que el historiador como ciudadano tiene su propia ética y su propia ideología (como el físico o el biólogo, supongo), pero no veo por qué cuando lleva puesto el traje de historiador no puede ser un obediente y racional seguidor del método científico; un método de conocimiento de la realidad fáctica, también de la pasada, macerado durante siglos precisamente para proporcionar un saber objetivo de la realidad al margen de los juicios de valor de los individuos. No digo que el sujeto deba ser inactivo ante el objeto, sino que el sujeto cognoscente tiene que ser activo sabiendo sujetar sus propios valores al tiempo que procede a practicar una dialéctica continua entre sus percepciones subjetivas (y primarias) por un lado y las percepciones conseguidas mediante la aplicación del método por otro, sabiendo que el conocimiento alcanzado por este último procedimiento es el que debe ser aceptado finalmente (aunque siempre de manera provisional).

Lo que antecede sería la búsqueda de la objetividad mediante una adecuada práctica heurística. Sin embargo, no debemos olvidar que la objetividad es también una necesaria actitud que el historiador debe ejercitar como parte esencial de su deontología profesional. La porfía por la objetividad debe estar grabada con suma firmeza en el frontispicio de nuestra tarea investigadora. Importa tanto que se consiga, como el hecho mismo de aspirar obstinadamente a ella. Sólo desde esta actitud estamos en disposición de dar al conjunto de la Humanidad un conocimiento válido sobre lo que ha hecho y hace en sociedad. Sólo desde esta actitud conseguiremos las necesarias cuotas de credibilidad ante la sociedad para justificar nuestra tarea como algo universalmente baneficioso. La renuncia previa a la objetividad, el canto supremo a la subjetividad inevitable, es una andanada en la línea de flotación para la utilidad del conocimiento que los historiadores producimos: si todo es inevitablemente subjetivo, no hay un conocimiento histórico mejor que otro; si todo es inevitablemente subjetivo, no es preciso perder el tiempo en medir la calidad de nuestros productos, pues en todo caso sólo estaremos hablando de su mayor o menor subjetividad, pero de su subjetividad al fin y al cabo.

Este ejercicio supremo de constante perquisición de la objetividad conlleva la necesidad de estar siempre abierto a toda posibilidad de cuestionar nuestros conocimientos, nuestras posiciones teóricas más arraigadas y nuestros mundos empíricos más evidentes. Comporta la duda, la crítica, la contrastación con la razón, la comprobación factual permanente de lo que se afirme. El historiador debe rechazar todo tipo de dogmatismo. El dogma es la antítesis de la ciencia, actividad humana dedicada precisamente al continuo cuestionamiento de lo que sabemos o creemos saber. Bien sé que es una empresa humanamente difícil e individualmente titánica. Pero, en teoría, pese a sus problemas prácticos de realización, es a lo que debe aspirar el historiador para ser socialmente beneficioso. El historiador sabe que fabrica conocimiento científico porque utiliza el método científico, pero no cree, como ocurre en cualquier otra disciplina, que conocimiento científico sea sinónimo de verdad inmutable, de conocimiento definitivo dado para siempre. El historiador que busca el conocimiento objetivo de la realidad está siempre en posición de alerta para detectar vacíos e inconvenientes y, al tiempo, en posición de continua humildad para abandonar antiguas creencias en beneficio de nuevos hallazgos mejor argumentados y comprobados, aunque sean de otros historiadores. De hecho, como cualquier otro científico, el historiador debería ser un gran cuestionador.

La afirmación anterior significa que, por la naturaleza de su función y por sus necesarias aspiraciones científicas, el historiador es un porfiado desmitificador. Casi me atrevería a decir que es un desmitificador impenitente (y quizá impertinente). No es que el investigador deba proponerse como objetivo expreso la tarea de desmitificar, es sencillamente que, como quiera que la historiografía ha estado muy cercana a la función mitificadora dictada por algunas exigencias espúreas de la política, el historiador científico debe luchar contra las falsificaciones interesadas que representan los distintos mitos, fabricados y atesorados por los individuos, las clases sociales, las naciones, las religiones o las ideologías. Son demasiados los ejemplos existentes de historiadores que se han dedicado a forjar mitos históricos para modelar las conciencias y las ideas políticas de los demás, con el fin de ponerlas al servicio de una ideología concreta o de un poder político determinado, muy a menudo la ideología y el poder político dominante. Creo que esto significa la muerte del historiador y representa un claro ejemplo de que la historiografía permite también nocivas utilizaciones sociales, de las cuales tenemos desgraciadamente muchas muestras a lo largo de la historia y no menores pruebas en nuestro más reciente presente.

Desmitificar no es una consigna a priori, pero sí una condición necesaria del oficio cotidiano de historiar. No es algo que se pretenda de antemano, pero sí algo que se ejerce de hecho. Algunas posiciones histórico-antropológicas argumentan que el mito es consustancial con el ser humano y con los pueblos. Otros dicen que son necesarios coyunturalmente para salvaguardar la nación, la clase, la religión o la ideología. Algunos incluso recuerdan que mientras que el vecino tiene mitos, uno también tiene derecho a contrarrestar con los suyos. Yo creo exactamente lo contrario. Si un individuo, una clase o una nación quieren mejorar su situación, no deben hacerlo con los pies de barro que significan los mitos. Crear sociedad sobre la mentira o sobre la falsedad consciente y consentida es pan para hoy y hambre para mañana en términos de progreso civilizatorio, un cáncer para las futuras generaciones. Lo mejor para el movimiento obrero, por ejemplo, es la explicación científica tanto de su historia como de su realidad actual. Lo mejor para un país sumido en la pobreza, es el conocimiento objetivo de las causas históricas y actuales de la misma.

La historiografía no debe ser, pues, la servidora de la "falsa monea". Lo contrario, la permisividad intelectual ante el mito, es la negación de la historiografía como ciencia. Aquí el científico historiador no debe ni puede ser pactista. Aquí no vale la componenda, ni el miedo a resultar políticamente inconveniente. Aquí sólo sirve el conocimiento que se fabrica a través del método científico, con sus carencias sí, pero con sus grandezas demostradas en la práctica concreta desde hace ya varias generaciones en muchos órdenes de la vida social. Y no hay pacto que valga con la realidad política inmediata. Aquí, aunque sea por una sola vez y sin sentar precedente, el historiador debe militar como un cientifista. La responsabilidad máxima del historiador es publicitar lo que su tarea científica le dicte. Sólo en cicunstancias muy extraordinarias, es decir, en caso de concluir que la publicidad de un conocimiento en un momento concreto es susceptible de provocar un conflicto de incalculables consecuencias para la pervivencia de la especie, entonces, y sólo entonces, el historiador podría excusarse a sí mismo de este juramento deontológico de proclamar universalmente los saberes científicamente conseguidos.

El historiador, pues, no debe ponerse al servicio de la creación de las condiciones ideológicas y culturales que facilitan el mantenimiento de un determinado sistema. Ni hace lo propio con el intento de establecer un sistema alternativo. El historiador no adoctrina. Ni predica la buena nueva política. El historiador es simplemente un científico social que intenta dar explicaciones comprobadas, lógicas y razonadas para que los ciudadanos puedan pensar sobre sus vidas particulares y sobre su vida en sociedad, para que las sociedades puedan tomar decisiones con un conocimiento teórico y empírico del devenir social, para que los ciudadanos elijan libremente sus sistemas de convivencia con un conocimiento objetivo del funcionamiento del ser humano en sociedad. Otra cosa es que como ciudadano el historiador haga aquello que crea ideológica y políticamente más conveniente según su propio código ético (que naturalmente puede estar influido por su aprendizaje histórico). Esta separación entre el científico y el ciudadano, que algunos consideran utópica, no sólo es posible, sino que también es necesaria.

Ahora bien, para el seguimiento de las anteriores premisas se requiere independencia y valentía. Independencia de todo poder. El historiador no está en el poder, no está con el poder, no legitima ningún poder, ni siquiera aquel al que considera ética y políticamente conveniente como ciudadano. No está tampoco a priori contra el poder, no es un contrapoder instituido y actuante. Sencillamente el historiador vive al margen del poder y, en todo caso, se aplica en su estudio, en su análisis, en su comprensión.

No digo que el historiador deba ser una persona sin ideología, sin creencias, sin cosmovisión del mundo. Es más, acepto sin dificultad la idea de que es consustancial al ser humano civilizado tener un código de valores. Lo que digo es que, precisamente por eso, resulta prudente continuar haciendo la veterana llamada de atención acerca de la nociva presencia de los valores personales del historiador a la hora de ejercer su oficio. Lo que afirmo es que el historiador se acerca precisamente al método científico para alejarse así del peligro que para la episteme representan las ideologías, dado que a menudo actúan en el historiador como verdaderas anteojeras que impiden ver todo el paisaje en su dimensión completa, pues sólo enfocan lo que ellas necesitan para encontrar en el amplio panorama de los hechos históricos una legitimidad adecuada a sus propias formulaciones ideológicas o políticas.

Así pues, frente a la ideología, el método científico. Mientras esté ejerciendo su oficio, la obligación deontológica del historiador es vigilar la intervención de sus valores en su investigación para evitar insanas influencias. Es evidente que en el estado actual de la civilización humana no disponemos de una fórmula infalible para que el historiador pueda anular con plena eficacia el influjo de todos sus valores en el proceso investigador, pero sostengo que si es plenamente consciente de que es obligatorio intentarlo a través de la aplicación del método científico, habrá recorrido un buen trecho en favor de la imparcialidad que debe presidir el análisis objetivo de la realidad pasada. Para alcanzar la objetividad es necesario que el historiador sea plenamente consciente de la necesidad de practicar con perseverancia la imparcialidad. Una imparcialidad que no es, como quiere Antoine Prost, una alternativa razonable a la imposible objetividad, sino un a priori esencial de la misma, un imprescindible a priori moral e intelectual.

En cualquier caso, esta actitud de lucha por el control de sus propios valores a través de la autoconciencia del nocivo papel subconsciente de los mismos, junto con la fidelidad en la utilización del método, es lo que permitirá al historiador orillar el peligro de convertirse en un servidor acrítico de cualquier ideología o doctrina política concreta. La historiografía como servidora de una ideología es lo más contrario que hay a la historiografía como disciplina científica que busca, a través precisamente de la ciencia y su método, ser realmente beneficiosa a la sociedad en su conjunto y, en última instancia, al futuro de la Humanidad. Si el político utiliza a veces indignamente la historia (y la historiografía) desde sus intereses ideológicos partidarios (no por ello ilegítimos, por supuesto), el historiador en cambio ha de ser un restaurador del conocimiento objetivo por encima de cualquier interés partidista cuando actúa como oficiante de Clío. Aquí una renovada lectura de Max Weber sobre la verdadera vocación del científico no estaría de más.

¿Independencia quiere decir acaso que no puede abrazar el historiador una opción política partidaria concreta? ¿Acaso no puede ser un intelectual orgánico de matriz gramsciana? Sé que estamos ante una pregunta compleja y apasionante que exigiría una completa exposición, que ahora no podemos realizar. Diré aquí, de forma ciertamente lapidaria, que aunque me gustaría decir que sí puede, mi propia experiencia me dicta que no es posible mantener con facilidad la independencia que exige la ciencia con la militancia que requiere una opción partidaria. No digo que lo uno sea necesariamente mejor que lo otro desde el punto de vista social, sino que en la vida práctica concreta ambas cosas son incompatibles. Una opción partidaria tiene reglas, conveniencias, "razones de partido", que la ciencia no entiende. La ciencia tiene exigencias de su propio guión que los intereses partidarios no pueden metabolizar. Por muy laxa que sea la disciplina de partido, siempre, en algún punto, en algún momento, acaba siendo disciplina que actúa en el investigador como autocensura. Y el historiador científico no se casa con más disciplina que la propia del método científico y sus posibles variaciones epistemológicas. Aquí confieso que mi disentimiento con las viejas posiciones de Jean Chesnaux, que abogan por poner el conocimiento histórico al servicio directo de las causas políticas revolucionarias y populares, es una convicción ya muy arraigada. La historiografía sólo está al servicio de crear un buen conocimiento sobre la realidad social; lo que hagan después con éste los seres humanos es harina de otro costal, y sólo le implica al historiador en tanto que ciudadano, pero no como científico.

¿Significa todo esto que el historiador es sólo historiador y no es al tiempo un ciudadano? Claro que no. Lo que significa es que la parte ciudadano no puede pedirle a la parte historiador que se olvide de la esencia de su oficio. Es evidente que la parte ciudadano influye en la parte historiador y también es notorio que el conocimiento que se adquiere como historiador puede actuar en el comportamiento que se tenga como ciudadano. Sin embargo, reconociendo lo complejo que es delimitar con precisión la frontera del binomio historiador-ciudadano en el seno de cada individuo, estando de acuerdo en la existencia de mutuas influencias (conscientes o no), creo que no deberíamos olvidar que las reglas de juego a las que se está obligado como historiador (científico) no determinan necesariamente las que se tienen que seguir como ciudadano, ni viceversa. Lo que se piense como científico no implica obligación ineludible para lo que se piense como ciudadano, aunque sean vasos que puedan ser comunicantes en algunos casos y en ciertas ocasiones. Por ejemplo, se puede ser un científico adscrito al materialismo histórico y votar a un partido político conservador. Lo primero tiene que ver con una convicción científica, lo segundo con una decisión ideológica y/o política.

Dije independencia pero también valentía. Aunque es obvio que estamos ante una cuestión subjetiva que depende del carácter y la libre decisión personal de cada investigador en cada circunstancia, creo que es lícito señalar, sin embargo, un desiderátum: que el historiador se atreva a realizar todo tipo de preguntas y a publicitar las respuestas que estén rigurosamente conseguidas. Por la propia naturaleza de su oficio, el historiador no aspira a lo políticamente correcto. Tampoco aspira a lo contrario. Sencillamente su libertad es su paño más preciado: desde ella ejerce el pensamiento, desde ella crea conocimiento, desde ella divulga lo que demuestra haber construido científicamente. El historiador no es necesariamente un heterodoxo, pero no debería tener miedo en el caso de que la ciencia le lleve a serlo. Lo que no debe ser es un esnob, alguien que busque sencillamente epatar con posiciones altisonantes por el mero hecho de aparecer distinto, de figurar como el primer abanderado de cualquier novedad. La heterodoxia del historiador se produce por la vía de la ciencia, no por la personal conveniencia estratégica, sea gremial o social. Se produce porque el conocimiento adquirido científicamente le obliga a ello, no porque sepa que le facilitará un lugar al sol en los medios de comunicación. Bienvenida la novedad cuando llega de la mano del rigor, pero hay que darle la espalda cuando es un mero juego de artificio, parte de una táctica editorial o sencillamente la vanidad desatada de algún historiador. De hecho, no hay historiador si éste no se atreve a resultar incómodo con el poder constituido, pero tampoco hay historiador cuando la incomodidad producida no obedece a un conocimiento rigurosamente obtenido.

He estado insistiendo hasta aquí, quizá incluso en demasía, en la idea de que la principal tarea social del historiador es hacer ciencia para ponerla a disposición de la sociedad. Quisiera ahora afirmar, con idéntico convencimiento, que el historiador debe ser un científico politizado. Deseo que se entienda con precisión lo que esta tesis significa para que no se me acuse de caer en contradicción. No digo que el historiador deba estar ideologizado cuando ejerce como tal. No digo que desde su ideología como ciudadano, a veces formada de manera poco consciente por cierto, el historiador deba aplicarse en escudriñar el pasado. Eso es, en buena medida, el camino más directo para caer en los viejos y nocivos vicios del presentismo, el anacronismo o el teleologismo, una perversa trilogía para el oficio de historiador: el finiquito de la historiografía.

Lo que proclamo bien alto es que el historiador necesita politizarse, es decir, practicar la investigación histórica desde la interrogación por los problemas esenciales de la polis. El historiador se pregunta por los grandes rasgos del comportamiento humano y su experiencia social, porque es un humanista preocupado por su presente y por el futuro de la especie y del mundo. El historiador ha de conmoverse, por ejemplo, ante la pobreza, el hambre o la guerra; ha de preocuparse o entusiasmarse con lo que su especie es capaz de hacer. El historiador no ejerce su oficio por placer intelectual (lo que, dicho sea de paso, es siempre bienvenido), sino porque tiene la profunda vocación de contribuir a la felicidad de los demás y al futuro de la Humanidad aportando una mayor sabiduría sobre cómo nos comportamos en colectividad desde que bajamos del árbol convertidos en primates excepcionales. El historiador asienta el correcto ejercicio de su profesión en el humus de la ética del bien común. Al historiador le tiene que doler el ser humano. Su motivación última no son los muertos sino los vivos; no es la materia histórica en sí misma, sino la comprensión de su presente a partir de un análisis transecular del funcionamiento de las sociedades. A veces, cada vez más a menudo por desgracia, veo estudiantes de historia que están ahí porque no saben estar en otro sitio. Son estudiantes que no parecen motivarse con nada, que estudian historia igual que podrían haber estudiado informática o teneduría de libros, dicho sea con todos mis respetos para estas dignas materias. O expresado de otro modo: que carecen del necesario impulso ético para, partiendo de la experiencia histórica, alterarse emocionalmente con las grandezas y las miserias de los seres humanos en sociedad.

De lo anterior no debería inferirse, no obstante, que los historiadores estemos para fabricar moral. La noble tarea de crear moral para el presente y el futuro no es misión de los historiadores, igual que no lo es juzgar el pasado a partir de nuestros valores actuales. Ya se ha dicho muchas veces: el historiador no es ni un moralista ni un juez. El historiador es un científico social politizado. Esa es la esencia de su oficio y de su provecho comunitario. Cosa distinta es que con el conocimiento producido por los historiadores se haga moral, igual que acontece con otras disciplinas, incluidas las de la naturaleza. Y cosa distinta también es que el historiador parta de una determinación moral mínima y primaria: su creencia en que resulta una acción socialmente positiva dedicar su energía a entender el funcionamiento de los hombres en colectividad para contribuir a su mantenimiento en un camino de perfección que les permita alcanzar la mayor densidad humana posible.

Asimismo, politizarse es interrogar a la historia con preguntas verdaderamente significativas, aquellas que son sustanciales para ir averiguando los mecanismos esenciales del funcionamiento de las sociedades humanas. Politizarse es saber que los problemas históricos tienen distinta envergadura, que hay prioridades historiográficas, que no debe emplearse energía intelectual en cuestiones de manifiesta irrelevancia, simplemente porque sacian nuestra curiosidad, porque son las que están de moda en una determinada época o porque las solicitan las editoriales para la satisfacción inmediatista de un mercado.

Finalmente, politizarse significa enfrentarse, cuando sea menester, a los políticos partidistas (o a sus colaboradores historiográficos) siempre que quieran manipular el conocimiento de la historia en beneficio de sus proyectos ideológicos, por muy patrióticos que éstos puedan o parezcan ser. El historiador debe convertirse en una muralla infranqueable frente a los habituales intentos de muchos políticos de sesgar el pasado para así legitimar sus posiciones políticas de presente. El político suele creer que si tiene detrás la "razón histórica", su programa es más sólido y más válido; y como quiera que acontece que la historia no siempre da la razón a todo lo que el político demanda, no es inusual que éste considere legítimo interpretarla a la luz de su ideología y sus intereses partidarios. Ni tampoco es insólito que haya historiadores dispuestos, por convencimiento y/u oportunismo, a colaborar en tan indigna tarea. Ante tal situación es preciso que los historiadores reaccionemos con decisión y radicalidad. Como afirmé líneas arriba, el mejor servicio que puede hacerse a una persona, clase, ciudad o nación es el de conocer objetivamente su pasado ofreciendo explicaciones racionales y comprobables en lugar de mitos y mixtificaciones. Nadie más patriota, para utilizar una palabra que no celebro en demasía, que el historiador científico. Al menos nadie más patriota respecto a los intentos de mejorar la calidad de vida de la Humanidad en su conjunto.

De forma velada se ha aseverado últimamente, en el marco del debate sobre el decreto de las Humanidades, que es legítimo que cada cual tenga una interpretación de la historia según sus posiciones ideológicas y nacionales. Y pregunto, ¿acaso eso significa que es de recibo la existencia de una historiografía del Partido Popular, otra del Partido Socialista y otra de los nacionalistas vascos, gallegos o catalanes, por ejemplo? Pues afirmo que no. Afirmo que esa creencia, oculta pero existente en muchos políticos (y en algunos historiadores cómplices), no es legítima científicamente hablando, ni tampoco productiva a largo plazo desde el punto de vista civilizador. Afirmo que, al margen del protocolo científico que los historiadores han construido y construyen cada día en su trabajo cotidiano, no es lícito que vengan quienes nada entienden de ello y proclamen que como todo estudio histórico es necesariamente subjetivo, cada cual puede edificar una interpretación de la historia según lo precisen sus necesidades ideológicas. O sea, una historiografía a la carta. Los que así piensan, al margen de su voluntad, devuelven al ser humano a un tiempo mítico y precientífico y desean que los historiadores retrocedamos a la prehistoria de nuestra disciplina. La historiografía moderna se rebela contra la creencia popular de que "todo es del color del cristal con que se mira". No: la historia sólo ha pasado de una forma y no de varias, y es obligación del historiador el intentar dar cuenta demostrada de lo que realmente aconteció, por muchas aristas que tenga lo sucedido y por muchos problemas que planteen los testimonios legados. Esa es la sal de la tierra de la comunidad científica de historiadores. En este asunto, la defensa de la subjetividad como consecuencia inevitable de la libertad humana es puro interés partidario para poder legitimar proyectos políticos con una visión interesada del pasado: libertad no es subjetivismo.

 

-IV-

Ahora bien, el historiador, como cualquier científico, no sólo debe crear conocimiento, también tiene la obligación moral y profesional de propagarlo. Algunos piensan que la difusión historiográfica es un tema secundario, incluso que tiene un cierto tufillo espúreo. Digámoslo en voz alta: si no hay una adecuada y amplia expansión de los conocimientos conseguidos, la tarea social del historiador está incompleta. Claramente incompleta. Tres son los ámbitos principales en los que el historiador debe esforzarse por estar presente: su propia comunidad científica, el aula y el mercado.

Desde luego, la comunidad científica es el primer refrendo intelectual del historiador. La adecuada difusión de los productos historiográficos en el seno académico es tarea prioritaria del investigador, por la sencilla razón de que va en ello el control y validación del conocimiento producido. En buena medida, si la historiografía es una ciencia se debe a que, desde tiempos ya remotos, disfruta de una comunidad científica internacional sólidamente constituida. Ahora bien, la forma y manera en que esa comunidad controla y certifica universalmente los conocimientos conseguidos por un investigador o un grupo de investigadores, es un asunto de la máxima importancia para conseguir el reconocimiento del resto de las comunidades científicas que disfrutan de tradiciones muy consolidadas de supervisión de sus productos intelectuales.

El historiador posee en este aspecto un notable grado de dificultad. Si alguien quisiera controlar a pies juntillas el elenco de explicaciones ofrecido por Pierre Vilar sobre la Cataluña del siglo XVIII, por ejemplo, se vería obligado a reproducir todo el trabajo en los diferentes archivos, es decir, se vería impelido a reproducir su heurística de cabo a rabo. Como quiera que eso es imposible de realizar (por razones económicas, biológicas y de sentido común científico), los historiadores hemos ido consensuando unas formas de control de nuestro conocimiento basadas en la lectura comparada de los resultados, en su compatible inserción en teoría generales consolidadas y en el control de las metodología y heurísticas empleadas en cada investigación. En este marco de validación de nuestros productos historiográficos, las publicaciones escritas son el vehículo de comunicación por excelencia. Mediante participaciones escritas en reuniones científicas, a través de revistas especializadas o bien gracias al tradicional formato de libro, la comunidad controla, analiza, discute y en su caso refrenda el conocimiento ofertado hasta darle la etiqueta definitiva de conocimiento historiográfico.

Sin embargo, en la actualidad, se está produciendo un progresivo distanciamiento entre la enorme cantidad de nuevo conocimiento histórico generado y las posibilidades reales de darlo a conocer con garantías de que llegue al conjunto de la comunidad para su control y posterior validación. Es un fenómeno que se repite por doquier y que merecería un detenido análisis que fuera más allá de las consabidas quejas de pasillo. Sin perjuicio de lo que un estudio detallado del tema pueda concluir, tengo para mí que si queremos que la investigación de base arribe a todos los rincones de la comunidad será preciso que la informática venga en nuestro auxilio. Con un mundo editorial (incluido el universitario) cada vez más condicionado por los costes de producción y la paulatina reducción del consumo de monografías, y con unas revistas especializadas de corta tirada difíciles de sostener por los esfuerzos financieros y humanos que representan, es necesario que giremos nuestra mirada hacia Internet. Desde luego, debemos seguir presionando a las autoridades universitarias para que inviertan más dinero en publicaciones históricas en sus respectivas editoriales, pero bien haríamos los historiadores en entrar en la Red con plena decisión. De no hacerlo, me temo que el resultado práctico será que gran parte del conocimiento nuevo que produzcamos estará al margen de nuestra propia comunidad científica. La Red permitirá salvar, en buena parte, el incontrovertible hecho de que la lógica del mercado es la que impide a las editoriales comerciales asumir la plena difusión de nuestras investigaciones. Si no queremos seguir engrosando la lista de las producciones historiográficas que sólo conocen los componentes de un tribunal de doctorado, bueno será que le demos la mano a Bil Gates.

Pero las obligaciones del historiador no se acaban con la presentación de sus resultados ante la comunidad científica. La función social de la historiografía requiere que el conocimiento previamente convalidado por aquélla sea comunicado con eficacia a los futuros oficiantes de historiador. Por desgracia, la docencia de la historia no vive en el mejor de los mundos posibles. En los niveles educativos preuniversitarios su presencia es escasa y sus contenidos merecen una amplia discusión que los historiadores profesionales no hemos mantenido con la sistematicidad y el rigor que han mostrado en cambio algunas comunidades de enseñantes. En el marco universitario, que conozco con mayor precisión, sigo pensando lo mismo que hace catorce años: la enseñanza de la historia en la universidad es el reino de la nada. Hay mucha más intuición y empirismo personal que investigación y método didáctico. La calidad de la docencia poco cuenta en los curricula de los profesores que aspiran a la estabilidad profesional. En los concursos de entrada en la carrera docente (dicho sea de paso: los realmente decisivos para la posterior incardinación en la academia), nada se comprueba sobre las actitudes pedagógicas, los recursos retóricos y las aportaciones didácticas de los aspirantes. Se supone, todavía se supone, que quien bien investiga, bien enseña. En general, los historiadores enseñantes no quieren ni oir hablar de didáctica de la historia, algo que consideran, desde una cierta altanería intelectual, más retórica que realidad.

Y así nos va. Dicho con el máximo respeto: la universidad española está llena de historiadores enseñantes que deberían dejar un oficio que no hacen con gusto ni con vocación, que viven como un cáliz que deben pasar, como un peaje que han de pagar para hacer lo que realmente les llena y motiva, que no es otra cosa que investigar. Por eso, permítaseme la boutade, una parte del paro de los buenos licenciados se solucionaría si se aumentaran los presupuestos del CSIC y estos compañeros y compañeras, muchos de ellos magníficos investigadores, pasaran a engrosar las filas de nuestra más alta institución científica. En cualquier caso, la innovación de la enseñanza de la historia en la universidad es una rara avis en medio de un desértico panorama que no lleva camino de florecer en los próximos años.

Los planes de estudio elaborados para la formación de los futuros historiadores están bajo el sostenido dominio del antiguo paradigma docente que viene a decir, en síntesis, que el aprendiz de historiador se va formando en la medida en que conoce la historia desde la prehistoria hasta nuestros días. Aunque no siempre se admita, el enciclopedismo es todavía el punto de referencia favorito. Si acaso, los únicos progresos tangibles experimentados en los planes de estudio son un mayor grado de libertad curricular - no siempre aprovechada por los profesores en beneficio de la formación de los alumnos, ni tampoco por éstos últimos cuando adoptan decisiones de matrícula más que discutibles profesionalmente hablando-, así como la introducción de asignaturas que van en la dirección correcta de formar al estudiante como un científico social (Tendencias Historiográficas Actuales o Métodos y Técnicas de Investigación Histórica). Pero, en general, los supremos objetivos de enseñar al alumno a pensar la historia y prepararlo teorética, metodológica y técnicamente para ejercer con calidad el oficio de historiador continúan siendo, a mi juicio, una asignatura pendiente. La inmensa mayoría de los licenciados que acaban en las facultades de historia, no sabe pensar la materia histórica y no sabe investigar. Entonces, ¿qué saben hacer?, ¿para qué se pasan cuatro o cinco años en las aulas universitarias? Saben hacer exámenes, conocen algunas épocas históricas, manejan elementalmente algunas técnicas de investigación, han reflexionado (en el mejor de los casos) sobre algunos procesos históricos... y poco más.

No se trata de efectuar, por enésima vez, uno o dos retoques sobre los sobados planes de estudios. Lo que hay que hacer es cambiar el paradigma educativo historiográfico. Cambiarlo significa que los profesores, acantonados como estamos en nuestras respectivas áreas cronológicas o temáticas, deberíamos renunciar a una parte importante de nuestra cuota docente en beneficio de materias que fueran en la línea, al menos en teoría, de ayudar a convertir al alumno en un potencial investigador capaz de abordar también la divulgación educativa de lo histórico. Y eso, en el actual estado de las cosas, es sencillamente música celestial. Entre otras razones porque significa abrirnos sinceramente a la colaboración docente con otras ciencias sociales y a entender que la formación de un historiador y/o de un enseñante de historia no se produce por la mera acumulación liliputiense de conocimientos, sino por su capacidad de pensar integrada y problemáticamente la materia histórica, para lo cual las cuestiones de epistemología, teoría y metodología son sencillamente fundamentales. Sin embargo, lo que acabo de decir implica tal giro copernicano en nuestras facultades que yo, optimista por naturaleza, me manifiesto cada día más escéptico respecto a cualquier posibilidad real de que esta solicitud pueda llegar a tener visos de realidad, aunque la cuestión, que es nada menos que la formación de la futura hornada de investigadores y/o profesores de historia, valdría un poco más de imaginación, valentía y generosidad intelectual y social por parte de quienes ya estamos dulcemente instalados en la academia.

En definitiva, la realidad actual más extendida es que a los estudiantes de historia ni les enseñamos a enseñar (¿donde están las asignaturas de didáctica de la historia?), ni les enseñamos a investigar (ni siquiera a la mayoría de los que hacen doctorados de oficio, muchos de ellos pura amalgama de los coyunturales intereses docentes del profesorado), ni les enseñamos a divulgar (son cada vez más notorias las dificultades de exposición escrita y oral de nuestros alumnos, así como la evidente ausencia de asignaturas referidas a la divulgación social de la historia a través de los diversos medios de comunicación). Para todos aquellos que piensen que lo antedicho es una exageración, dejo estas dos preguntas sobre la mesa: ¿alguien conoce alguna monografía reciente sobre la enseñanza de la historia en la universidad?, ¿algún profesor o profesora que esté leyendo el presente escrito ha asistido en los últimos años de su vida docente a una sesión departamental para discutir sobre la preparación de los alumnos, más allá de las obligadas reuniones auspiciadas por las nuevas directrices ministeriales o por los cambios anuales de horario? Pues bien: la buena formación de los futuros historiadores (investigadores y/o docentes) es una parte sustancial de nuestra utilidad social y cuanto mejor sea la primera más aumentará la segunda. Una obviedad que parece olvidada, tanto entre los políticos como entre los historiadores profesionales.

Junto a la difusión académica y docente de los nuevos conocimientos, resulta una ineludible tarea del historiador la divulgación histórica. La ciencia es para la Humanidad. La historiografía tiene como vocación última llegar al consumo intelectual de los ciudadanos. Nosotros somos meros trabajadores científicos al servicio de la sociedad que nos ampara. Es a ella en su conjunto, y a nadie en particular, a quien debemos servir en bandeja de plata nuestros conocimientos una vez hayan sido validados por la comunidad científica. Ya sé que lo dicho suena a retórica manida, a manifestación de buena voluntad que nadie se atreve a contradecir porque es cívicamente correcta. Pero también sé que a algunos investigadores les parece nombrar el sagrado cuando se argumenta en favor de que los historiadores aprendamos a acudir al mercado. Lo diré con cierta contundencia: hay que ir a la búsqueda directa y sin intermediarios del consumidor de historia para evitar que le vendan una historiografía mítica, ideologizada, presentista, cantadora de gestas nacionales, al servicio del poder o del contrapoder. O, sencillamente, para impedir que llegue a sus manos una historia descafeinada y trivial escrita por locutores de televisión. Aquí los historiadores hemos de hacer un mayor esfuerzo por inventar productos mediáticos que, sin perder su rigor originario, puedan ser digeridos por la gente común para su formación en libertad.

Permítaseme una provocación: debería ser obligatorio, por disposición académica, que cada estudio avalado por la comunidad científica tuviera una réplica divulgativa. Cualquier conocimiento consolidado es susceptible de ser adaptado para que lo entienda el común de los mortales. El no hacerlo así conduce a los historiadores al aislamiento social, a la incomprensión de nuestro oficio, a fomentar la idea de que somos un lujo asiático, un manojo de eruditos cómodamente instalado fuera del mundo. Volvemos, cuando menos, a tiempos anteriores a la Ilustración. Y conduce, casí por una ley de la física, a que otros llenen el vacío que dejamos con productos que son ideológicamente perversos o una pura frivolidad.

Bien está la jerga científica en el círculo académico, pero me parece un pecado de lesa historiografía no darnos cuenta de que eso no podemos ofrecérselo al público lego. Una vez autorizado por la comunidad científica, un estudio debe transformarse en algo apetitoso y digerible para el lector medio. Si no lo aprendemos a hacer así, conduciremos a la historiografía al fracaso social. Además, pruebas no faltan de que es posible llegar al lector de historia a través del mercado sin menoscabar la calidad científica básica de nuestros productos. Libros, revistas, programas de radio y televisión, artículos interactivos para ordenadores o el mundo de Internet han ofrecido ejemplos palmarios de que es factible inventar productos divulgativos que el mercado pueda aceptar, ayudando así a elevar el nivel de conocimiento y conciencia histórica de los ciudadanos mediante una divulgación historiográfica que, sin perder su humus científico, sirva para enseñar deleitando, como querían los clásicos. En la búsqueda de su utilidad social, una aspiración central de la historiografía debe ser la de contribuir a la construcción del ciudadano en la medida en que sus diversos materiales puedan ser objeto de consumo masivo. Si la comunidad científica es inevitablemente elitista, la divulgación es obligatoriamente generalista. Y la relación entre la una y la otra es deseable y posible con productos diferenciados en su forma al tiempo que íntimamente comunicados en su contenido.

La anterior demanda no se fundamenta en un sueño de verano. En todos los rankings de ventas, la historia aparece entre las primeras preferencias de los ciudadanos. Hay un público que no desea dar la espalda al producto histórico a no ser que éste se la dé previamente. Pero, por desgracia, buena parte de los historiadores se conforman publicando su monografía para que la valide la comunidad científica universitaria (buscando a través de ello, comprensiblemente, la consolidación profesional), sin tener mayor interés por realizar el esfuerzo necesario por convertir su ciencia en un conocimiento apto para el consumo civil. Tenemos ante nosotros un gran reto: ser capaces de inventar productos divulgativos fácilmente metabolizables por el lector medio sin menoscabar la base científica de los mismos. Para alcanzar esta deseada meta, las empresas mediáticas, las autoridades universitarias y los historiadores deberán establecer un diálogo hasta ahora inexistente, más allá de las pequeñas charlas de café que un editor sensible, un rector humanista y un historiador preocupado por estos temas puedan sostener de vez en cuando.

De cualquier forma, debemos recordar la existencia de caminos divulgativos muy poco transitados todavía por los historiadores hispanos. En este sentido, el mundo audiovisual merecería una reflexión particular, con especial detenimiento en la televisión. En la actualidad es fácil aceptar la idea de que la presencia de la historia en el medio televisivo es raquítica en cantidad y deficiente en calidad. Aquí, experiencias inglesas o francesas deberían servir como base de partida para recordar que enseñar deleitando puede encontrar una de sus máximas expresiones en programas televisivos dedicados a la historia. La posibilidad de llegar a un amplio espectro social -por minoritario que sea siempre resultará más abundante que el público lector- y la oportunidad de que éste acceda a una narración histórica rigurosa, parecen dos buenas razones que no merecen ser obviadas por la comunidad historiográfica. Existe un gran potencial de mercado televisivo para la historia si las producciones aúnan amenidad y rigor. Si la gente se divierte y sabe que lo está haciendo gracias a un contenido avalado por la comunidad científica, la historia puede tener en la pequeña pantalla un maravilloso campo de expansión merced a su capacidad comunicativa y a su credibilidad. Si hay espectadores, las televisiones públicas y privadas pondrán empeño en la tarea. Y si hay buenos programas de historia podría darse el caso de que hubiera un aumento paralelo de lectores. Todo lo dicho vale, en buena parte, para los diversos artículos interactivos elaborados para los ordenadores personales, un nuevo ámbito de comunicación que muestra un gran potencial divulgativo propio que los historiadores estamos empezando a explorar con algunos productos quizá demasiado encorsetados y estáticos, más ligados a la experimentación informática que a la didáctica histórica.

Para operar con eficacia en la consecución de un mayor provecho social, la historiografía precisa de una adecuada densidad institucional. Conseguirlo es una responsabilidad compartida entre los poderes públicos y los propios historiadores. En el segundo caso, parece evidente que, respecto a otros países europeos, en España existe todavía un débil asociacionismo. No me refiero ahora a las asociaciones constituidas por afinidades temporales (antigua, medieval, moderna, contemporánea), territoriales (América) o temáticas (demografía, historia económica, historia de la educación o historia social), en las que esencialmente se contrasta la cientificidad de los productos conseguidos por sus afiliados o se procede a la defensa sectorial de cada una de ellas dentro de la familia de Clío. Me refiero a la defensa profesional y social del estatuto de historiador en el marco de la sociedad española. De la presencia social de los historiadores, de sus salidas profesionales, de sus relaciones con los poderes públicos no se ocupa, que yo sepa, ninguna institución que agrupe al conjunto de los investigadores y/o enseñantes de historia, es decir, aquellos que tienen la responsabilidad social de informar al ciudadano sobre el funcionamiento de las sociedades en el pasado. Cuándo se ha producido la reciente polémica sobre el decreto de Humanidades, ¿dónde ha estado la voz colectiva de los profesionales del ramo? Pues en ningún foro. A lo sumo, voces individuales, con mayor o menor fortuna, han sido selectivamente consultadas por los grandes medios de comunicación para dar opiniones casi siempre breves y lapidarias. Creo, por tanto, que para alcanzar una mayor utilidad social es preciso que los profesantes de nuestra disciplina se conciencien de la necesidad de asociarse para dar a la palabra de los historiadores una adecuada presencia mediática y profesional. En esta necesaria tarea, deberíamos poner a la dignificación social de nuestro oficio por encima de cualquier localismo, pues el quehacer profesional es el mismo independientemente de la "tribu" cronológica, territorial o temática a la que se pertenezca.

Pero también los poderes públicos tienen la responsabilidad de otorgar a la historiografía la debida presencia académica y social en la educación cívica, ética, ideológica y política de los ciudadanos. Los poderes públicos tienen la obligación de formar al ciudadano de forma integral y libre de cualquier proceso de adoctrinamiento. Para ejercer de ciudadano, que es algo más que un profesional o un consumidor, es preciso tener una educación historiográfica referida no sólo, como se suele creer, a los pasados acontecimientos relevantes de la Humanidad, sino también respecto a cuáles son los mecanismos de funcionamiento y cambio de las sociedades del pasado. Esta conciencia de historicidad y el conocimiento acerca de la actuación de la naturaleza humana en colectividad no es garantía absoluta de la creación de un ciudadano libre, pero la ausencia de lo uno y lo otro es casi seguro que produce vasallos incapaces de aspirar a su total realización como seres humanos cada vez más humanos.

Una adecuada presencia en los diversos niveles educativos, una mayor audiencia en los medios de comunicación de titularidad pública, una actitud más decidida ante las nuevas tecnologías y algunos créditos de historia en las diferentes carreras universitarias, no sería para las autoridades un mal negocio social. Tampoco lo sería que desde los ayuntamientos se concediera importancia a la historia local mediante una adecuada conservación de las fuentes históricas (archivísticas, arqueológicas, industriales, artísticas, etc.) o que se dotaran ayudas a la investigación en el ámbito local capaces de poner en circulación a estudiosos validados por su propio curriculum y por el conjunto de la comunidad científica. Ni sería ocioso que la Academia de la Historia dejara de malvivir con unos presupuestos a todas luces insuficientes para realizar unas tareas que deberían ser ampliadas por los académicos. Y ya puestos, quisiera señalar, asimismo, que no estaría de más que el nivel de conciencia histórica de las empresas, especialmente de las más poderosas, permitiera abrir líneas de investigación y divulgación históricas sobre diversos temas que afectan tanto al porvenir de las mismas como al del entorno en el que se ubican. En este sentido, algunas experiencias europeas, aunque modestas, nos ponen sobre la pista de un mundo que todavía tiene entre nosotros muchos rincones que explorar.

No ignoro que el paciente lector estará pensando que se encuentra ante un desiderátum de imposible cumplimiento en el presente estadio de civilización y con los actuales valores sociales. Puede ser. Pero creo que en un ensayo es lícito señalar lo que debería ser sin dejar de reconocer por ello la existencia de dificultades objetivas para que el deseo alcance la categoría de realidad. La ausencia de aspiraciones ideales, que no utópicas, conduciría a una inadmisible y reaccionaria mediocridad.

 

-V-

Se escribe a menudo que la historiografía está en crisis. La idea ha tomado cuerpo y se repite como una cantinela. Muchos son los que asienten mecánicamente cuando oyen pronunciar las palabras mágicas: ¡estamos en crisis! Hay como un cierto gustillo esnobista en estar en crisis. Pues bien, creo que también es hora de que empecemos a situar esta idea de crisis en sus justos términos. Incluso me atrevería a decir que no pasaría nada si empezáramos a negar la existencia de la crisis de la historia y/o de la historiografía - muchas veces no sabemos, por cierto, si las argumentaciones favorables a la existencia de una crisis se refieren a la primera o a la segunda o a las dos a la vez, y desde luego no es lo mismo una crisis que la otra -. Sobre materia tan ardua y controvertida esbozaré apenas algunas someras ideas.

Si esa crisis es la propuesta de Francis Fukuyama sobre el fin de la historia, habrá que decir que la misma no significa en ningún caso ni que se paralice la acción humana en sociedad ni los cambios que ella siempre genera. No hacer teleologismo es buena cosa, pero pensar que el presente será eternidad inmutable se me antoja una necedad desmentida por toda la historia anterior de la Humanidad. El Imperio romano también se creyó eterno. Creo que pasado el primer aldabonazo mediático, la crisis fukuyamista ha quedado en poco más que un canto al capitalismo de nuestros días. Y la verdad, siempre he pensado que el sistema dominante no lo necesitaba como ideólogo.

Si llamanos crisis a las propuestas posmodernas que cuestionan algunos de los preceptos teórico-metodológicos en que se han sustentado los grandes paradigmas historiográficos de Annales, el cuantitativismo o el materialismo histórico, bienvenidas sean las crisis que sirven para crecer científicamente mediante la crítica razonada y rigurosa. En realidad, tengo para mí que a eso no deberíamos calificarlo como crisis en el sentido de que afecta al conjunto de una ciencia globalmente considerada, sino que se trata del parcial cuestionamiento (cuestionable a su vez) de algunas prácticas de los paradigmas más representativos y no del descrédito de la disciplina como tal. Incluso, en el caso de quienes desde la posmodernidad niegan toda posible cientificidad a la historiografía, hay que decir que ese es un maravilloso reto que, desde el plano epistemológico y desde la tarea investigadora concreta, los historiadores debemos contestar como parte de nuestro propio crecimiento como disciplina intelectual. Un reto que, por cierto, no sólo afecta al conocimiento histórico en particular, sino que es un problema referido al conocimiento científico en general: la cuestión de la calidad de los productos intelectuales de la historiografía es un asunto central para toda la epistemología, salvo que la Humanidad decida prescindir del conocimiento de su pasado.

Si por crisis se entiende experimentar con hipótesis, temas, técnicas o métodos nuevos, o bien acercarse con espíritu abierto y decidido a otras ciencias vecinas en el estudio de las sociedades, niego con vehemencia que debamos considerar esa expedición a nuevas maneras heurísticas y a nuevos ámbitos científicos como un motivo de anulación de la identidad de la historiografía, a no ser que hayamos interiorizado un cierto complejo de inferioridad. Lo importante, en un caso y en otro, es que la historiografía no pierda el norte de su verdadero objetivo social ni la esencia de su verdadera tarea intelectual ligada al mundo de los usos de la ciencia moderna.

Y si por crisis se entiende que haya paro de licenciados en historia, siento decir que esto tiene que ver con cuestiones sociales profundas tales como la estrecha mentalidad economicista del capitalismo actual, el desprecio por las humanidades o la miopía de políticos y empresarios que no han alcanzado a entender que, para el propio desarrollo económico y social, el conocimiento histórico es de una gran utilidad. No es pertinente, a mi juicio, imputar mecánicamente la falta de salidas profesionales al propio oficio de historiador. El paro profesional no es directamente achacable a la historiografía como disciplina intelectual, sino al escaso o mal uso que la sociedad hace de los conocimientos históricos. El paro de los licenciados tiene que ver, sobre todo, con las decisiones que los poderes públicos y los privados adoptan sobre las inversiones presupuestarias. Dicho esto, debo admitir que el paro también tienes relación causal con nuestro escaso nivel de institucionalización, con algunos malos usos sociales de una historiografía ideologizada y con la poca defensa política y social que los historiadores consolidados hacemos de nuestro propio oficio ante las autoridades y el público en general. En cualquier caso, quede claro que la falta de salidas profesionales no es atribuible a la naturaleza intelectual de la historiografía, sino a la política en el sentido amplio de la palabra.

Es más, si alguien quisiera negar la crisis tendría también una importante batería de hechos para poner encima de la mesa. Primero: en los últimos decenios la producción y divulgación historiográfica ha crecido, en España y en el resto de Europa, como nunca antes. En el caso español, casi me atrevería a decir que no haría falta siquiera una investigación empírica para comprobar esta afirmación. Se mire por donde se mire, la eclosión de universidades y de licenciaturas de historia, ha representado un verdadero alud de conocimiento histórico para miles de ciudadanos. Y entre ellos han sido también bastantes, no sé exactamente cuántos, los que se han acercado, con mayor o menor fortuna, a la producción historiográfica. El número de tesis de licenciatura y de doctorado que se han elaborado en los últimos años sería un dato bien significativo. Estoy seguro de que sólo este recuento bastaría para hacer callar a más de un agorero. Y no sólo ha aumentado la historiografía estrictamente académica, ha habido una verdadera eclosión de historiografía local que, con todos los peligros que a veces engendra, especialmente el carecer en ocasiones de los suficientes fundamentos científicos, indica al menos un interés creciente por rearmar a cada pueblo y ciudad con su historia propia y por dotar de orígenes históricos a las identidades colectivas.

Si el crecimiento cuantitativo es espectacular, también puede afirmarse que la calidad de esa producción ha aumentado notablemente. No quisiera parecer presuntuoso, pero la primera línea de historiadores de este país nada tiene ya que envidiar a la primera línea europea. La comunidad científica de historiadores españoles es un hecho consumado. Jaume Vicens Vives puede descansar en paz. Ya no dependemos sólo de individualidades, ya no dependemos sólo de los hispanistas, ahora ya hay una comunidad, que tendrá sus defectos y sus carencias, sin duda, pero que puede catalogarse de comunidad científica, con sus gremios, sus publicaciones periódicas, sus congresos, sus contactos internacionales, sus salidas al exterior. Yo creo que va siendo hora de que abandonemos los restos de papanatismo que aún nos queda cuando pensamos que un nombre extranjero es sinónimo de mayor calidad que otro nacional. Y nadie debería interpretar estas últimas palabras como "xenofobia historiográfica", pues a dos insignes hispanistas como son Pierre Vilar y John Elliott les ha rendido el departamento donde trabajo sendos merecidos homenajes.

Además, pese a las serias carencias ya anunciadas anteriormente, la producción editorial europea y española, tanto la universitaria como la privada, continua creciendo en proporciones importantes. Aunque es cierto que la monografía tiene grandes dificultades editoriales, nunca antes se habían publicado tantos libros de historia con tiradas tan considerables. Repasen si no las últimas cifras sobre el consumo de libros en España publicadas por el Ministerio de Educación y comprobarán cómo la producción histórica ocupa uno de los primeros lugares tras la literaria y los libros de texto y por encima, desde luego, de cualquier otra ciencia de la naturaleza o de la sociedad, siendo además de las que más ha progresado en los últimos años: actualmente se editan 3.337 libros bajo el epígrafe "Historia.Biografías". Y miren sino también los resultados de una revista de alta divulgación como es La Aventura de la Historia: más de 60.000 españoles van cada mes al quiosco a solicitarla.

Son ciertamente datos parciales, pero significativos. La historia no es una carrera universitaria que los padres deseen en primera línea de preferencia para sus hijos porque en la actualidad posee pocas salidas profesionales directas. La historia tiene en algunos sectores sociales un cierto desprestigio, especialmente evidente entre algunos tecnócratas recalcitrantes y algunos gobernantes miopes. Tiene también un relativo alejamiento del gran público porque los historiadores no siempre hemos sido hábiles para elaborar los productos más idóneos para crear la necesidad y la apetencia de consumir historia, así como para demostrar la utilidad personal en el hecho de leer libros de historia. Y, sin emnbargo, la historia tiene un público fiel, ávido de saber sobre el pasado y de entender la sociedad. Bien sea por curiosidad intelectual, por necesidades políticas coyunturales, por amor localista, por nacionalismo militante o por humanismo, tenemos un público dispuesto al fin y al cabo a escucharnos: en Gran Bretaña y en Francia, en Italia y en España. Un público que es susceptible de ser notablemente ampliado a poco que los historiadores hagamos adecuadas políticas concretas para conseguirlo.

Aunque algunos critiquen a los editores, tengo para mi que ellos hacen tanto o más que los propios profesantes de Clío por situar a la historia entre las apetencias intelectuales de los ciudadanos. En cambio, nosotros los historiadores, lo que solemos hacer a menudo es alejarnos de nuestros potenciales consumidores. Merced a un impostado cientifismo no sabemos escribir para ellos, interesarles en nuestros estudios mostrándoles la utilidad que tienen para sus vidas personales y colectivas. Bien está que, al reflexionar sobre la utilidad social de la historiografía, pongamos sobre el tapete la discusión primaria acerca de su estatuto epistemológico: cuanto mejor sea la calidad de nuestro conocimiento, más credibilidad social tendrá y más provecho civilizatorio podremos conseguir. Esta es mi tesis principal. Pero no me parece menos importante sostener la idea de que es necesario transformar nuestro producto científico en un producto mediático (libro, radio, televisión, ordenador) que el mercado, es decir, los ciudadanos consumidores, pueda metabolizar sin dificultades insalvables, sobre todo de lenguaje y de enfoque expositivo. Nadie debería olvidar que una cosa es el método de investigación y otra distinta la manera de presentar en sociedad los resultados obtenidos.

Así que, en mi opinión, ha llegado el momento de abandonar la cómoda cultura del lamento, de renunciar a la queja lastimera. Que algunos estén en crisis intelectual personal, que ciertas formas de proceder de la historiografía merezcan revisión (o incluso rechazo), que algunos poderes manipulen a la historia y otros maltraten a la historiografía, que haya historiadores dispuestos a romper su imparcialidad o que haya paro de licenciados, no justifica seguir apostando por una visión catastrofista de nuestro oficio. Una posición que, en último extremo, debería llevar consecuentemente a quienes la mantienen a renunciar a su oficio; una posición de escepticismo que de ser compartida por una mayoría de historiadores, debería conducir a la eliminación de la historia del ámbito de la enseñanza. Ni son cosas que pasen por primera vez, ni la existencia de cambios es sinónimo de crisis del conjunto de la comunidad de historiadores, ni la historiografía es la culpable del mercado laboral realmente existente, ni las demás disciplinas científicas están exentas de problemas de estas índoles.

¿Qué pasaría, me pregunto, si junto a la necesaria señalización de las insuficiencias y la pertinente crítica de los errores pusiéramos las cosas positivas que se han construido y se están construyendo? Pues a lo mejor ocurriría que empezaríamos a soslayar el cómodo complejo de inferioridad en el que viven algunos historiadores; pasaría que no tendría sentido el victimismo fácil en el que se instalan otros; pasaría que nos llenaríamos de sano orgullo por nuestra manifiesta utilidad social ya demostrada y que denunciaríamos sin tapujos a quienes pretenden una espúera utilización de la historiografía para manipular partidistamente el conocimiento del pasado; pasaría que no confundiríamos discusión acerca de las mermas de tal o cual forma de historiar con crisis global e identitaria de la historiografía en cuanto conocimiento científico con evidente beneficio social; pasaría que no confundiríamos paro de los licenciados con crisis de la historiografía; y pasaría, al fin y al cabo, que haríamos, los historiadores profesionales, lo que nos toca: continuar trabajando en elaborar un conocimiento que acabe llegando al común de los mortales, esos mismos a los que tenemos que convencer de la bondadosa utilidad real de nuestros esfuerzos intelectuales para sus vidas concretas. En la construcción de una ciudadanía libre se requiere de una narración histórica basada en el método científico y capaz de traspasar los límites de nuestro gremio. Verdad de perogrullo, pero verdad al fin.

ROBERTO FERNANDEZ

Catedrático de Historia Moderna

Universitat de Lleida