Publicado En: LA VANGUARDIA. Viernes 7 de julio de 2000
Joaquim Prats
Catedrático de la Universidad de Barcelona

 

En la segunda mitad de 1997 y los primeros meses de 1998, se produjo un debate sobre el pretendido fomento de la enseñanza de las humanidades. El problema se suscitó cuando el MEC envió un proyecto de decreto al Parlamento. Un tema académico, muy técnico, que en principio parecía que debía interesar, sobre todo, a educadores e historiadores, pasó a ser un debate público que llenó los espacios de tertulias radiofónicas y televisivas, que dio lugar a decenas de artículos de prensa y que, por fin, ocasionó una serie de debates parlamentarios que acabaron por hacer que la Ministra de Educación retirara dicho decreto con los ojos envidriados por las lagrimas.

Lo ocurrido fue que el proyecto de decreto se convirtió, incluso desde antes de su aparición, en un catalizador de posiciones políticas, ideológicas, sociológicas y, en mucha menor medida, de posiciones sobre temas educativos. En el debate se mezcló la concepción de Estado, la idea que unos tienen sobre los otros, incorporando, en ocasiones, los más vulgares estereotipos antropológicos, las contradicciones de los partidos políticos, las presiones de los electorados nacionalistas (español, catalán, vasco) y los ajustes de cuentas que había provocado la legislación socialista sobre educación.

El proyecto de Decreto sirvió más para proyectar deseos y frustraciones, que para discutir un problema educativo. En resumen, mucho ruido (político-social) y pocas nueces (ideas de cómo mejorar la educación humanística de los jóvenes españoles). En aquel escenario, los que nos dedicamos a la didáctica de la historia, el profesorado de secundaria, y los historiadores más independientes participaron poco. No pudimos llevar la discusión hacia el tema de fondo: la promoción de la educación social y humanística en la Educación Secundaria y, en concreto, los criterios que deben presidir la selección de contenidos históricos en la enseñanza.

Parece que arrecia de nuevo el fragor de "la batalla", que ha tenido su primer cañonazo con la difusión del informe de la Real Academia de la Historia. Algunos nos hemos visto en los periódicos legitimando posiciones que poco tienen que ver con nuestras auténticas opiniones. Ello nos mueve a participar para ver si, en esta ocasión, tenemos la oportunidad de despolitizar el debate y situarlo en un campo de discusión más adecuado. Sería una lástima repetir lo ocurrido hace tres años y no avanzar nada en la resolución de un problema que, si bien no puede ser considerado el más urgente de nuestra Educación Secundaria, no deja de ser inquietante por las repercusiones mediaticas que provoca.

En la discusión que se vuelve a iniciar se da una auténtica paradoja: los dos polos, en los que se sitúan las posiciones del debate, defienden una misma postura sobre la función educadora de la Historia: la que era propia e imperante en los sistemas educativos de finales del siglo XIX y principios del XX. Las burguesías triunfantes del siglo XIX, vieron en la Historia un excelente medio para crear conciencia y asentar la estabilidad social de los nuevos estados liberales. En todos los planes de estudios se generaron visiones, que transcendieron a los libros de texto, donde el objetivo fundamental era la trasmisión de una idea de historia colectiva como nación: la Historia al servicio de los Estados. La perspectiva nacionalista se extremó hasta limites peligrosos en los períodos de preguerra y guerra europea y, sobre todo, en los regímenes totalitarios (recuerdense los libros de texto del periodo franquista).

Esta posición era defendida por los pedagogos de la época. Así lo podemos comprobar en multitud de obras de finales del siglo XIX y principios del XX. "El objetivo de la enseñanza de la Historia en la escuela, - señala, en 1926, el conocido pedagogo alemán, Richard Seyfert- es despertar el sentimiento nacional y el amor a la patria". Otros lo analizaban con más clarividencia, como Rafael Altamira cuando, en 1894, dice: "...la inclusión de la [Historia en los planes de estudio] (...) obedece, con frecuencia, más que a un desinteresado amor por la Historia misma, a razones políticas o de patriotismo, que le hacen ser principalmente una rama de lo que se denomina 'instrucción cívica".

Esta ligazón entre proyecto político y enseñanza de la Historia ha estado vigente mucho tiempo. Desde la misma aparición de la asignatura en el sistema educativo, los estados han pretendido utilizar la Historia en la escuela, aprovechando su poder de ordenación e inspección del sistema, para intentar configurar la conciencia de los ciudadanos, ofreciendo una visión del pasado que sirviese para fortalecer sentimientos patrióticos, valorar con excesivo énfasis las "glorias" nacionales o, simplemente, crear adhesiones políticas.

Es a partir de mediados de este siglo cuando, por un lado, la nueva historia ligada fundamentalmente a la evolución de las sociedades y, por otro, la irrupción de las llamadas Ciencias de la Educación, ha debilitado el discurso que explicitaba estas intencionalidades, discurso que mantenían los gobiernos cuando elaboraban sus cuestionarios de Historia y que, al parecer, siguen manteniendo.

Las nuevas tendencias didácticas concebían la historia como un instrumento privilegiado para la formación de ciudadanos libres y con espíritu crítico y no de entregados patriotas. La historia como materia educativa debe permitir utilizar las posibilidades metodológicas del método histórico para enseñar a analizar críticamente el presente, y para acercarse al pasado desde una posición intelectual que busca la objetividad, independientemente de la relación que los contemporáneos tengan con éste. Cuando estas tendencias han influido en los gobiernos y se han pretendido realizar reformas, orientando la enseñanza de la historia en este sentido, han surgido problemas.

Podría citar varios ejemplos, aunque sólo me referiré a uno: lo ocurrido en Francia a principios de la década de los años ochenta. Sucedió cuando el ministro de educación francés, Alain Savary, influido por un sector del profesorado que propugnaba lo que venía a denominarse "pedagogie a l'eveil", intentó "desnacionalizar" los programas de historia de la educación obligatoria. Pretendía el ministerio Savary una mayor flexibilidad de programación y una orientación de los contenidos que estuviesen más en consonancia con la comprensión de las contradicciones sociales y la historia de las gentes, y no la "grandeur" y epopeyas de Francia. Con este motivo se produjo un gran debate nacional en el que participaron políticos de todas las tendencias y entidades. Tuvo especial beligerancia pronacionalista la Asociación para la Defensa de la República Francesa, muy vinculada al gaullismo; frente a estos, los reformadores partidarios de la innovación metodológica y temática, por cierto, abandonados a su suerte por los políticos de izquierda. La consecuencia fue que amplios sectores de la política y de la intelectualidad gala pusieron en cuestión el proyecto de reformar los programas. El ministro socialista no pudo llevar a cabo su plan, y se llegó a una solución salomónica, más o menos pactada. Situaciones parecidas se han dado, en las últimas décadas, en diversos lugares de occidente.

Pero en España este debate se está produciendo en términos muy diferentes. No se ha discutido sobre dos maneras de entender la enseñanza de la historia, como ocurrió en Francia en los ochenta, o en Inglaterra, a principios de la década de los setenta. Aquí los términos de la polémica se han situado entre dos polos que, curiosamente, defienden exactamente lo mismo: la idea de que la historia sólo sirve para crear sentimientos y conocimientos que refuercen concepciones sobre la idea de nación que respectivamente defienden. Por un lado, los que afirman que la idea de España corre el peligro de disolverse si no refuerza la enseñanza de la historia en una dirección y orientación determinada. Los principales defensores de esta posición son el propio Ministerio de Educación y los políticos del Partido Popular. Por otro lado, los que rechazan visiones españolistas y uniformizantes de España pero que, exigen que los programas de historia estén al servicio de su visión del Estado. Son los políticos nacionalistas, en especial los del Convergencia i Unió y los del PNV. Unos y otros sostienen, en esencia, la misma concepción. Es por ello que, más que discutir de enseñanza y aprendizaje de una ciencia social, se discute sobre la idea de España que respectivamente los dos tipos de nacionalismos sostienen.

Junto a estos, el PSOE está y estuvo descolocado y sus actuaciones fueron, entonces muy erráticas. No supo encontrar una posición propia y ofreció un poco edificante espectáculo, pactando en el Senado con el PP y bloqueando el proyecto en el Congreso. Sus contradicciones internas hacen imposible defender alguna posición, ni tan siquiera la que podía hacerse desde la óptica educativa que estaba plenamente justificada y planteada en los documentos de la Reforma que se había aprobado en la etapa política anterior. ¿Cómo iba a defender el PSOE la filosofía curricular de la LOGSE si la mayoría de sus políticos, lo dijeran o no, estaban de acuerdo en que el problema venía del propio diseño curricular que se hizo como aplicación de esta Ley?.

Debe decirse que la discusión entre visiones unitarias o no unitarias de la historia en la enseñanza secundaria no se corresponde a ninguno de los problemas principales que se plantean los profesores de historia. Un análisis de las clases o de los libros de texto nos indica que no hay motivo de alarma en este aspecto y que esta cuestión no constituye un problema (sí en otros, como el del tratamiento de la diversidad, o como superar el fracasado sistema de organización curricular).

Pero, en la inmensa mayoría de los casos, la enseñanza de la Historia ya ha superado los viejos sistemas memorísticos de fechas, reyes y batallas. Ya Vicens Vives introdujo en sus libros de texto una orientación que pretendía dar una visión de la historia más ligada a la vida de las sociedades, a su modo de organizarse y a las regularidades y cambios que se producían en la evolución histórica. En suma, Vicens propugnaba el aprendizaje de una ciencia social en contra de las épicas historias centralistas que llenaban los libros de texto de su época. Y a partir de allí hemos ido profundizando y avanzando mucho en este tipo de Historia y en sus condicionantes didácticos.

En la medida que la Historia reflexiona sobre el conjunto de la sociedad en tiempos pasados, y pretende enseñar a comprender cuáles son las claves que están detrás de los hechos, de los fenómenos históricos y de los acontecimientos, los temas que deban estudiarse serán los que mejor permitan visualizar estos fenómenos, sean de aquí o de la China. Y es que la Historia tiene, por si misma, un alto poder formativo para los futuros ciudadanos, en cuanto a que no les enseña cuáles son las causas de los problemas actuales, pero sí sus antecedentes. Es un inmejorable laboratorio escolar de análisis social. La Historia, como ejercicio de análisis de problemas de las sociedades de otros tiempos, ayuda a comprender la complejidad de cualquier acontecimiento, de cualquier fenómeno social, político etc., y de cualquier proceso. Aquí radican sus mejores posibilidades formativas. ¿Y qué tiene esto que ver con los temas que se están discutiendo. ? Al parecer, no demasiado. Muchos opinadores no juzgan los contenidos históricos de los libros en función de si estos ayudan o no a conseguir los objetivos descritos. Parece preocupar más si aparece tal personaje, aquel acontecimiento o el número de líneas que se dedican a un tema o a otro. Una visión bastante limitada de lo que supone enseñar historia a "todos" adolescentes; una concepción de la enseñanza ligada a las viejas y rancias tradiciones culturalistas y ya sobrepasadas por la situación actual. Solo faltaría que se volviera a reivindicar el memorizar la lista de los reyes godos o la de los condes de Barcelona.

En los meses en los que se discutió el proyecto de reforma de las humanidades en la Educación Secundaria, no se pudo (¿quiso?) realizar un debate con profundidad sobre la historia como materia educativa con la suficiente participación y que posibilitara consensuar conclusiones aplicables entre los profesionales de la enseñanza y de la investigación didáctica e histórica. Ello hubiera permitido fijar qué contenidos y qué tipo de modelo curricular era conveniente adoptar. Si ello hubiera sido así, nos hubiéramos evitado el espectáculo y, lo que es más grave, la continua desestabilización del sistema educativo. Creo que por responsabilidad, por eficacia, y por el bien de nuestra educación deberíamos, en esta ocasión, situar el debate en el marco que le corresponde: el académico y técnico. No creo que ayude a pensar y debatir con serenidad las declaraciones del Sr. Presidente de la Academia de la Historia, ni la respuesta del representante del Institut d'Estudis Catalans, ni la larga retahíla de declaraciones de los políticos que, por cierto, nunca opinan de los contenidos que debe de tener enseñanza de las matemáticas o de las Ciencias Naturales. ¿Por qué será?