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Maurice Blanchot y el espacio de la palabra
Anna Iglesia Pagnotta
Con Blanchot, el construir se convierte en una exigencia,1 la exigencia de poder alcanzar un espacio, de poderlo dominar, aun sabiendo que siempre será inaprensible, siempre habrá parte de él que permanecerá fuera de alcance. La exigencia de construir es la exigencia de escribir, es decir, la exigencia de un "des-alejamiento" a través del lenguaje, de convertir las palabras, los signos lingüísticos, en el medio de apropiación, pero las palabras, el lenguaje en general, se revelará insuficiente. Escribir comienza con la mirada de Orfeo, es decir, comienza con la inevitable, necesaria, pérdida de Eurídice. Las palabras con las que se escribe, decía Blanchot, son las palabras que

[…] nos encierran en su exigencia circular, que nos obligan a partir de lo que queremos encontrar, a no buscar sino el punto de partida y hace así de ese punto un punto hacia el que sólo nos aproximamos alejándonos, pero que autorizan también esta esperanza: la de asir, la de hacer surgir el término donde se anuncia lo interminable.2

La imposibilidad de asir, de encontrar el punto de partida, el origen, es aquello que caracteriza el construir con el escribir; ya no es posible alcanzar ese origen, ese sentido fenomenológico que estaba más allá de la presencia; la presencia misma se "revela" inaprensible, pues el lenguaje se "revela" asimismo como un medio que oculta a la vez que muestra: de la misma manera que la subjetividad bachelardiana iluminaba el espacio, ocultando a la vez su aspecto objetivo, el lenguaje muestra el espacio, ocultándolo, escondiendo el punto de partida, el origen, aquel sentido que, como Eurídice, está condenado a mantenerse en la oscuridad. Así como Orfeo no puede alcanzar a ver a Eurídice sin que ésta desaparezca, el hombre sólo puede construir en el espacio, pero nunca apropiárserlo en su totalidad, y, de la misma manera que el lector siempre permanecerá en la ceguera en el momento de lectura, el transeúnte permanecerá ciego frente a aquello que se esconde tras cada una de las construcciones, incluso cuando aquéllas llegan a pertenecerle. La ceguera, la incapacidad del lector de llegar a aferrar el sentido último a través de la lectura, no es un inconveniente, sino que es lo que precisamente caracteriza la visión, la ceguera es un modo de lectura, es "la imposibilidad que de hacer ver, que persevera —siempre— en una visión que no termina"3. La ceguera es el correlato de la visión, así la describe Blanchot y sobre ella teoriza Paul de Man, en la medida en que la ceguera se convierte en el correlato indispensable de cualquier acto interpretativo. En efecto, la ambigüedad del lenguaje literario, su retoricidad, hacen de su precisión y rigurosidad su falta de fiabilidad.4 Para Paul de Man, al igual que para Blanchot, "el texto literario no conduce a ningún tipo de percepción, intuición o conocimiento trascendental5, únicamente solicita una comprensión inmanente que, sin embargo, está condenada a la ceguera, a ser siempre una comprensión parcial, a ser una visión ciega que "que hay que corregir a través de las intuiciones (insights) que esta misma visión revela sin darse cuenta".6 Y, sin embargo, la corrección siempre será una corrección parcial. Con Blanchot aparece el espacio literario, pero aparece también una escritura que desborda los límites de lo meramente literario, pues, como él mismo afirma:

Ya no es la obra, por cierto, lo que se lee, son los pensamientos de todos que vuelven a ser pensados, los hábitos comunes que se vuelven habituales, el vaivén cotidiano que sigue tejiendo la trama de los días: movimiento muy importante en sí mismo que no conviene desacreditar, pero en el que no están presentes ni la obra de arte, ni la lectura.7

Aunque no de manera explícita, Blanchot responde a la tradición metafísica negando la posibilidad de alcanzar el significado último, el centro que, bajo distintos nombres, articulaba toda la filosofía precedente. Sin embargo —y es importante anotarlo— Blanchot no niega ese centro, niega la posibilidad de alcanzarlo; el sentido existe, pero el lenguaje no puede comunicarlo. Al respecto, Paul de Man subraya que, a diferencia de Heidegger, para Blanchot "el centro siempre permanece escondido fuera de nuestro alcance; nos separa de él la sustancia misma del tiempo, nunca dejamos de saberlo".8 Es precisamente para ilustrar esta condición de inalcanzable que el teórico francés recurre al mito de Orfeo. Lo vuelve a leer como si no negara la existencia de Eurídice, sino como si proclamara su necesaria inaprensibilidad. En torno a Orfeo se abre el espacio blanchotiano, que debe entenderse como un espacio hecho de escritura y, por tanto, hecho también de lectura. La aparición de la lectura, ya no entendida heideggerianamente como un acto hermenéutico sino como una forma de creación, es decir, una forma de habla y, por tanto, de escritura, aparece en Blanchot como acto que permite también aviar el espacio, así como permite la apertura de éste y deja que la obra sea: la obra nunca está terminada, nunca tiene un comienzo, pero acontece en el momento en que se convierte en la intimidad tanto del autor como del lector9; el libro es en el momento en que es leído10, el espacio es en el momento en que es aviado. Pero, al negar todo posible inicio, tanto la obra como el espacio ya no pueden ser atribuidos a un único autor, sino que pertenecen a y, en consecuencia, son creados por — "escritos"— un él, autor y lector, constructor y/o transeúnte.

Se propone así lo que podría denominarse un espacio lingüístico capaz de agrupar todo acto creativo del cual forman parte tanto la poesía, como la arquitectura, la escultura o la pintura; todos ellos son actos de escritura que se abren en el momento en que pueden ser leídos. Así como el espacio era aviado por el Dasein y por los lugares, el lector es quien hace posible aviar estos actos creativos y quien permite que el espacio se abra y permanezca abierto siendo imposible toda clausura. La apertura de este espacio es el resultado de la impaciencia de Orfeo, de aquél que no puede evitar girarse para mirar a Eurídice, pero es también el resultado de la exigencia que radica en la escritura: se exige la escritura así como ésta se exige a sí misma a través de la lectura, que se convierte en otra forma de escritura. Tal consideración, aunque de manera implícita, puede atribuirse a Bachelard, pues la idea de percepción y de repercusión desarrollada fenomenológicamente puede equipararse al acto de lectura individual, en el cual el espacio —teniendo presente siempre a Bachelard— era leído/percibido a partir de la conciencia individual, de tal manera que aparecía como una imagen palimpsesto de los espacios habitados11, los espacios recordados e imaginados, imágenes todas ellas que se sobreponían creando una imagen nueva.

Blanchot encuentra en la obra de Bachelard la inauguración del concepto de espacio como "distrito de lo imaginado". En la obra del filósofo francés, Blanchot encuentra la 11apertura del espacio entendido desde conceptos literarios. Bachelard inaugura un espacio poético que, cierta manera, se asemeja a aquel que intenta mostrar el autor de La conversación infinita; para ambos es una imagen. A partir de la imagen, de la poesía, del lenguaje en general, el espacio se abre, se avía. Sin embargo, la herencia fenomenológica ya no tiene tanta fuerza en la obra de Blanchot, quien, a diferencia de Bachelard, inaugura el espacio impersonal, el espacio del il y a, donde el yo se convierte en un él: el il y a es el espacio inaugurado por la escritura, el espacio de una ausencia; la escritura remite a esa ausencia, y lo que puede leerse nunca pertenece al yo sino a un él ausente; por tanto, es posible definir, como lo hace Bruns, el il y a como el espacio de la soledad común a la literatura, a la escritura poética. Tanto Heidegger como Bachelard habían constituido los puentes entre una fenomenología del espacio y una fenomenología de la poesía, ahora, con Blanchot, estos puentes parecen derrumbarse, puesto que las dos orillas antes unidas ahora se sobreponen. ¿A qué se refiere, entonces, Blanchot cuándo habla de espacio? Las respuestas pueden ser múltiples. Puede decirse que es el espacio de la escritura, pero también que es el espacio inaugurado por el Libro, así como el espacio de la lectura. También es posible afirmar que el espacio de Blanchot es el espacio de la incertidumbre, necesario para que las palabras puedan ser y donde, por lo tanto, todavía es posible hablar:

Hablar es establecerse en este punto donde la palabra tiene necesidad del espacio para resonar y ser oída, y donde el espacio, al convertirse en el movimiento mismo de la palabra, se convierte en la profundidad y la vibración de la mediación.12

En el verso de Mallarmé, el espacio blanchotiano es aquél que se abre con una tirada de dados que nunca abolirá el azar. Así permite la continua diseminación del espacio, la continua resonancia, el perenne eco de las palabras. Recurrir al verso de Mallarmé no solo permite realizar la misma alusión que el propio Blanchot hace, sino también entender las perspectivas teóricas que se abren a través de El espacio literario y que se desarrollan en La conversación infinita. Aquí se hace patente un nuevo concepto de palabra que quizá recuerde a las teorías del dialogismo y la polifonía de Bajtin, pero que no posee la connotación social, presente en la obra del teórico ruso. Las palabras brutas, tal como las define Blanchot, son aquéllas en las que más puede escucharse el eco del teórico ruso; y pueden leerse a partir del concepto de hábito, que, entendido como familiarización, impone un determinado sentido a una práctica/espacio común mientras que esta palabra, precisamente por la excesiva familiaridad, pasa desapercibida y pierde la capacidad de una nueva significación. La palabra bruta, en efecto, es "una palabra que nada nombra, que no representa nada, que no sobrevive en nada", es la palabra que "maravillosamente desaparece toda entera, inmediatamente después de su uso".13 La palabra bruta se contrapone a la palabra poética que, lo mismo que la obra de arte en Heidegger, hace visible aquello que lo habitual es incapaz de mostrar. Sin embargo, esto no implica que la palabra poética sea referencial y que, por tanto, la poesía —el arte en general ­es capaz de alcanzar aquel origen, aquel sentido inaprensible; la palabra poética es la palabra de Orfeo que, en su intento de traer a la luz a Eurídice, la hace desvanecer. El de Orfeo es el canto de la ausencia de Eurídice, de la misma manera que la palabra poética es la palabra de la ausencia, desde ésta "ya no somos remitidos al mundo", pues en ella "el mundo retrocede y los fines desaparecen, en ella el mundo se calla".14 La palabra poética expresa precisamente el silencio tras el callar, la ausencia de aquello que ya no puede hacerse presente.

Blanchot utiliza la distinción entre la palabra bruta y la palabra poética para proponer un nuevo concepto de escritura vinculada a la impersonalidad —de aquí el espacio del il y a y de atemporalidad o, en otras palabras, el concepto de un tiempo espacializado donde el origen —la primera palabra, el comienzo, el sentido último, el autor primero— es imposible de individualizar, pues sólo hay una espacialidad en perpetua expansión. De la misma manera que las palabras ya no se pueden definir por su capacidad indicadora ni de la realidad externa ni tampoco de la intimidad, la escritura ya no tiene una referencialidad teleológica. En cierta medida, podría decirse que Blanchot es víctima de la crisis del lenguaje que, como dijo en su día Wittgenstein, ya no puede hablar y, por tanto, ante esta incapacidad, es preferible callar. Blanchot acepta la opción del silencio, pero ve en él otra forma de hablar, lo que significa que ve en el silencio un signo, no con un referente claro, pero sí un signo que reclama una lectura, una interpretación. El silencio como signo aparece en la obra de Blanchot a partir de los versos de Mallarmé donde se canta a la ausencia, en especial en Un coup de dés, donde la página en blanco, los vacíos entre los versos así como la idea de un azar no abolido dialogan con la "otra noche" blanchotiana, que no es del suicidio ni de la autoafirmación, sino la noche del mourir, entendido como la imposibilidad de la muerte y, por tanto, la imposibilidad de alcanzar aquello a que el hombre parece irremediablemente dirigirse. El-ser-para-la-muerte heideggeriano, ahora, se refiere tanto al concepto tradicional del acto de morir —mort cuanto al concepto de mourir, definido también como la otra noche, en la que el ser ya no es para la muerte en la medida en que ya no puede alcanzarla, el mourir es el acto del morir constante y que, sin embargo, nunca llega como acto individual —representado éste por el suicidio—; la otra noche es la noche de la inspiración, del arte, es imagen de la escritura —y debe comprenderse también de la lectura— que continúa, pues ante la imposibilidad de alcanzar el final — recuérdese que el propio Heidegger mencionaba la imposibilidad del Dasein de alcanzar la totalidad— se perpetúa, como el azar que los dados mallarmeanos no pueden detener.

Blanchot lee la escritura desde su espacialidad, la presenta como una red textual y propone una necesaria reconsideración de la misma a través de una a-referencialidad y, por tanto, de la imposibilidad inherente a la propia escritura de ser descifrada. Esta propuesta no es ajena a la idea de espacio y menos a la idea de espacio dentro de la teoría literaria, pero hace posible un nuevo acercamiento al espacio entendido como una red textual en constante ampliación y, por lo tanto, rompe con el reductivismo al que conducía una lectura fenomenológica que vinculaba el espacio con una subjetividad y determinaba el significado de un espacio, tanto si es íntimo como social, a partir de aquél que el individuo le concedía con su propia elaboración imaginativa, y, por tanto, imposible de ser contrastada. Es interesante la lectura de Blanchot realizada por Critchley, quien, a partir de la puesta en duda del propio Blanchot de la posibilidad de alcanzar una verdad interpretativa, considera la obra del autor francés desde un punto de vista político, como un movimiento despolitizador de "un espacio que permanece siempre abierto y, me atrevo a añadir, democrático".15 Más allá de la posible interpretación en clave democrática de la obra de Blanchot que, por otro lado, concede al texto un valor metafórico bajo el cual se escondería una irrefutable significación política, la obra de Maurice Blanchot inaugura un movimiento anti-metafísico y, sobre todo, un movimiento contra el logocentrismo, que da por terminada la era del libro entendido como objeto delimitado e inaugura la era del texto: "el libro que es el Libro", anuncia Blanchot. "es un libro numeroso que se multiplica como en sí mismo por un movimiento que le es propio"16, es el Libro que habla a partir de la ausencia, que "carece de autor porque se escribe a partir de la desaparición hablante del autor". Blanchot anuncia el libro por venir al tiempo que hace posible el nacimiento de un espacio "muy próximo entonces al Libro, porque sólo el Libro se identifica con el anuncio y la espera de la obra que él es, sin otro contenido que la presencia de su porvenir infinitamente problemático".17 El espacio inaugurado es donde se hacen posibles los versos de Hölderlin, donde se hace posible "habitar poéticamente". Ya no es un espacio meramente literario sino la plena textualidad a la que ya no se puede acceder con las claves lingüísticas tradicionales y que requiere reformular la pregunta acerca de qué es la escritura para poder responder qué es y qué significa el espacio.

NOTAS

1 The concept of writing as exigency is, among other things, a way of relocating the origin of writing outside the writer. The writer remains of course responsible for the text, but not as an agent is responsible for an action or decisión (...) responsibility imposes itself (...) Given the exigency of writing, writing is an impossible task. Brans, L.Gerald. Maurice Blanchot. The refusal of philosophy, Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1997, pág. 62.

2 Blanchot, M. El espacio literario, trad. Jorge Jinkis y Vicky Palant, Barcelona: Paidós, 2004 (1995), pág.85.

3 Blanchot, M. El espacio literario, pág.26

4 Tanto la literatura como la crítica (...) están condenadas a (o tiene el privilegio de) ser para siempre el lenguaje más riguroso y, en consecuencia, el lenguaje menos fiable con que cuenta el hombre para nombrarse y transformarse a sí mismo", De Man, P. "Semiología y retórica" en Alegorías de la lectura: lenguaje figurado en Rousseau, Nietzsche, Rilke y Proust, trad. Enrique Lynch, Barcelona: Lumen, 1990, pág. 33.

5 De Man, P. "La retórica de la ceguera" en Visión y ceguera, trad. Hugo Rodríguez Vecchini y Jacques Lezra, ed. Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1991 (1971), pág. 121.

6 De Man, P. "La retórica de la ceguera", pág. 120.

7 Blanchot, M. El espacio literario, pág. 194.

8 De Man, P. “Impersonalidad en la crítica de Maurice Blanchot” en Visión y ceguera, pág. 88.

9 "[…] la palabra sólo es obra cuando se convierte en la intimidad abierta de alguien que la escribe y de alguien que la lee, el espacio violentamente desplegado por el enfrentamiento mutuo del poder de decir y del poder de oír". Blanchot, M. El espacio literario, pág. 31.

10 "Qué es un libro que no se lee? Algo que todavía no está escrito (180-181) Leer no sería entonces escribir de nuevo el libro, sino hacer que el libro se escriba o sea escrito". Blanchot, M. El espacio literario, pág. 181.

11 Bachelard ponía como ejemplo la casa y los diferentes espacios que la componían.

12 Blanchot, M. El espacio literario, pág.132.

13 Blanchot, M. El espacio literario, pág. 33.

14 Blanchot, M. El espacio literario, pág.35.

15 Critchley, S. Muy poco...casi nada, trad. Elisenda Julibert y Ramón Vilá Vernis, Barcelona: Marbot,, 2007 (1997), pág.130.

16 Blanchot, M. "El libro por venir" en El libro por venir, trad. Cristina de Peretti y Emilio Velasco, Madrid: Trotta, 2005 (1959), pág. 265.

17 Blanchot, M. "El libro por venir", pág. 275.