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El éxodo de las imágenes
Carlos Yannuzzi
No te harás ninguna escultura y ninguna imagen de lo que
hay arriba, en el cielo, o abajo, en la tierra, o debajo de la
tierra, en las aguas.
Éxodo: 20, 4

Lo primero que afirmamos cuando estamos ante una imagen es que se ven cosas en ellas (García Varas, 2011: 42). Es esta apreciación obvia la primera dificultad que debemos esquivar a la hora de definir el concepto de imagen. El riesgo de confundir su contenido con la explicación es tan frecuente que sólo se ha podido centralizar a la imagen tipificándola. William J. Thomas Mitchell la clasifica en cinco niveles básicos: imágenes gráficas, ópticas, perceptivas, mentales y verbales. Estas son jalonadas por tres relaciones diferentes: parecido, semejanza y similitud. El conjunto es lo que define como la “familia de las imágenes” (110), expresión afortunada como se verá al final del artículo.

En el estudio de las imágenes existe la posibilidad de observarlas y solamente decir qué hay en ellas, o también intentar descifrar qué hace que las cosas se caractericen como imágenes. En este segundo sentido, Bernhard Waldenfels dice que las imágenes son “una manera de ver las cosas en el mundo”, por lo que habría una imagen por cada objeto y cada concepto concebida por cada uno de nosotros. Si a cada individuo le corresponde una concepción de imagen, entonces nos podríamos conformar con afirmar que sólo puede existir una definición para cada uno.

Quizá lo más claro y sencillo seas su identificación. En una situación en la que nuestros sentidos no se ven manipulados (hartos ya de las condiciones cartesianas en las que todo puede ser mero producto de una mala percepción) no dudamos al señalar cuales objetos son imágenes y cuales no. El poder de las imágenes nos impide verbalizar qué es lo que nos ha servido para distinguirlas. Las imágenes nos enmudecen, pero todos entendemos que estamos ante una cuando contemplamos a Santa Lutgarda abrazada por Cristo crucificado (Gaspar de Crayer, 1653, Amberes) y que estamos ante otra cosa cuando leemos en la tecla central de nuestro teclado el caracter H.

Ya en el Éxodo queda patente su poder (redentor, en este caso). Este justifica la necesidad del hombre por ataviarse de imágenes. Nuestra incapacidad a la hora de definirlas nos ha llevado a un desplazamiento incesante en búsqueda de explicaciones más o menos esotéricas. Nada ha suscitado tantas peregrinaciones como las figuras religiosas, las imágenes nunca mejor dicho. Como bien observa Freedberg, el hombre por su afán de localizar la imagen (de establecerla) ha creado en torno a ella santuarios. En la peregrinación la imagen es el elemento central. En ese camino la representación icónica o simbólica –depositaria de nuestra fe- es a la que nos dirigimos con total devoción. Ella es el final del camino, de ella hacemos copias y en sus reproducciones depositamos su imagen más divina, porque son las que “graban en nuestras mentes el recuerdo de la experiencia” (Freedberg, 1992: 128). Las figuras religiosas guardan en sí el paradigma de imágenes llenas de propiedades que desplazan su contenido sensible (lo que vemos) a meros medios funcionales. Las estampitas tomadas de cuadros de Murillo no representan a la modelo, ni tan solo la ascensión o cualquier otro pasaje bíblico, su valor radica en algo previo, cuyo lugar no queda sujeto a las reproducciones o a la materia de la representación. El verdadero valor de estas estampitas se ubica detrás del contenido visual.

Si la imagen siempre representa (afirmación que podría debatirse), entonces lo hace “en lugar de” algo. Esta sustitución es lo que denominamos “juego de referentes”; por una parte están los signos que contiene la imagen (un crucifijo, una santa o el propio Cristo) con sus propios referentes; por otra parte está lo que esa imagen simboliza, es decir, la interacción de esos signos en un contexto determinado, algo que podría describirse como un “mensaje”. Lo simbolizado es su sentido final y remite a un objeto o a un concepto (Goodman, 1976: 23). Cada vez que surge la imagen evoca su denotación, y al revés también: cada vez que queremos traer al objeto o al concepto que necesitamos, utilizamos la imagen que representa. En palabras de Goodman, consumamos un objeto o idea con su representación (27). Y en ese proceso le damos el poder de ser el referente más próximo o más útil de aquello que consuma.

Como decimos, en el proceso de representación un objeto nuevo (que siempre tendremos a la mano para poder asir su poder) se convierte en una imagen –nueva o ya existente- que es clasificada, recibe una etiqueta. Como dice Goodman, “una etiqueta asocia unos objetos a medida que se aplica a ellos, y se asocia con otras etiquetas de un tipo o tipos. […] Asocia sus referentes con estas otras etiquetas a sus referentes, y así sucesivamente” (48). Lo que conlleva que, en el momento de escoger entre todos los objetos susceptibles de ser imágenes, la red de referentes y denotaciones establecidas (categorizada por los conjuntos de etiquetas) reducirá el campo de elección a un conjunto de tipos de imágenes. Para representar un determinado concepto, no encontraremos útil ni funcional una imagen que se sitúe fuera del campo denotativo del mismo. Por ejemplo, jamás veremos una serpiente representando la bondad, o una roca simbolizando la pasión sexual en nuestra cultura. No es una cuestión de adecuación: la roca no es menos objeto simbólico que la manzana para este caso, porque esta perspectiva sólo nos valdría desde una concepción realista, que siempre está sujeta a relativismos (52). Pero sí que el segundo objeto arroja más información sobre la representación de la pasión sexual en nuestra tradición cultural.

Hasta ahora hemos sostenido que una imagen está en lugar de un objeto o concepto, que esta denotación la etiqueta –y por tanto la distingue de otras imágenes-, y por último, que la elección de las etiquetas viene dada por convención cultural. Pero, en ningún caso convención implica arbitrariedad. “Un símbolo debe poseer todas las propiedades que expresa”, la etiqueta se debe aplicar verdaderamente y de manera independiente a la percepción de los sujetos que asisten a la representación (101). Para que así suceda la tradición cultural no es suficiente (pues podría dar pie a arbitrariedades, como se advertía), se necesita un método para seleccionar futuras imágenes que faciliten la adecuación.

La imagen (entendida como objeto que representa) es desplazada hasta una posición que no le pertenece por sus meras propiedades, pero a la que se le ha acabado por atribuir esas etiquetas, que el observador interprete con facilidad ese significado oculto depende de la elección de un lugar común. Cuando se modifica el estatuto ontológico del objeto convirtiéndolo en obra de arte su colocación en un lugar conocido por todos los receptores es aún más complejo. Evidentemente, como dice Danto trayendo a colación la cita de Wölflin, “no todo es posible en todas las épocas” (2002: 80). El lugar común que generamos en la cultura para etiquetar un objeto que representa algo y que al mismo tiempo es considerado obra de arte es determinado por el momento histórico; esta es al menos una de las condiciones de necesidad: como un peaje la historia cede el paso a la valoración y la discriminación de objetos que pudieran llegar a ser arte. No obstante, en cada momento de la historia existen artistas u obras de arte que no acaban de crear suficientes normas distintivas. En cierta medida, y como establece La transfiguración del lugar común, las imágenes que son obras de arte están en lugar del estilo –“relación interna de representación”- (291). Los elementos característicos de un artista (que en la práctica y de forma parcial pasarán al cuadro, la escultura, el fresco, etc.) son los que convierten al objeto en obra de arte, a la vez que cierran el círculo del lugar común. No es azaroso que todo lo anterior diga más sobre el artista (el agente) que sobre la obra en sí. Si como dice Danto “somos sistemas de representaciones, formas de ver el mundo”, entonces cada hombre es una imagen, su propia imagen del mundo. Como un Leopoldo Lugones que registra toda la realidad comprensible, el hombre carga con este inventario; y esa será su máscara, el modo en el que deberá ser definido. El valor de la representación de la obra de arte es que como imagen “exterioriza una forma de ver el mundo, expresa el interior” (295).

El movimiento que afecta a la obra de arte es el mismo al que está condenada cada imagen: el camino a la exteriorización de lo interior, de lo oculto. La acción de representar se puede expresar con una proposición comparativa de igualdad: “a es como b” o “x es igual que y” (en un sentido simbólico), donde a ó x son el objeto que representa y b ó y lo representado. El éxodo del que hablamos es el que necesita el observador de a cuando va en busca de b para simbolizarlo. Para ello, los modos de ser de b deben estar fijados, a hará la selección de algunas de sus propiedades que marcan el estilo o la manera de b (dependiendo de si hablamos de creación original o imitativa); por lo que para que un objeto sea imagen de algo debe poseer algún modo de ser de su referente (Goodman, 1976: 98-101).

Como hemos visto hasta ahora, la dificultad que se establece al definir la imagen radica en un conflicto lingüístico. La imagen sólo se redime en el lenguaje porque sólo se expresa sucintamente como una proposición comparativa. Por ello, parece interesante ver qué sucede al entender dicho concepto como recurso retórico.

La “imagen visual” o la “imagen icónica” son traducciones de esa proposición que hemos enunciado y en eso estriba su dificultad. Ellas no muestras la relación que se establece entre los elementos simbolizados de forma tan clara. Escribir el enunciado que relaciona x e y lo vuelve todo más explícito. Esa claridad se pierde con la imagen visual porque transfigura la proposición en un caso concreto (sensible).

En principio en el lenguaje no hay tal ejercicio, porque –tal y como afirma Boehm- “puede formular la identidad de un estado de cosas porque tiene la capacidad de distinguir y de relacionar el ser sujeto y sus formas predicativas de apariencia” (en García Varas ed., 1976: 39). Esto sólo sería válido si atendiéramos a la relación entre los elementos de la proposición, pero estaríamos olvidando cada elemento en sí mismo. Así como establece Lázaro Carreter “las palabras están, pues, en la mente, en forma de imágenes acústicas, compuestas de fonemas y son susceptibles de ser actualizadas mediante el acto mecánico de hablar o escribir” (2008: 229). Entonces, existe una perspectiva por la cual también la palabra es la imagen y es traducción de algo. Tal como establecen Charles Bally y Albert Sechehaye en su edición del Curso de lingüística general de Ferdinand de Saussure, la imagen (acústica) es “la representación natural de la palabra” (Saussure, 1991). Cada elemento de esa proposición comparativa que forma una imagen es otra representación del mismo tipo que trae a la exterioridad el sonido mental que guardamos. La palabra está en el lugar del sonido que relacionamos con el significante y a este con el universal que señala (el mensaje). De alguna manera, como el artista muestra su interioridad en la obra de arte, el escritor manifiesta con su literatura la interioridad de sus imágenes acústicas.

Esta red que se acaba de establecer está muy ligada a los “parecidos de familia” que propone Wittgenstein. Como escribe el filósofo austríaco, los conceptos lingüísticos subyacen al carácter intuitivo y visual:

Considera, por ejemplo, los procesos que llamamos “juego”. Me refiero a juegos de tablero, juegos de cartas, juegos de pelota, juegos de lucha, etcétera. ¿Qué hay en común a todos ellos? – No digas: “Tiene que haber algo común a ellos o no los llamaríamos ‘juegos’”— sino mira si hay algo común a todos ellos. —Pues si los miras no verás por cierto algo que sea común a todos, sino que verás semejanzas, parentescos y por cierto toda una serie de ellos. Como se ha dicho: ¡no pienses, sino mira! (Wittgenstein, 2008)

Esta perspectiva es la que restituye a las imágenes que hay en el lenguaje su “función de mostración” (García Varas ed., 2011: 98). Gottfried Boehm intenta determinar en su «¿Más allá del lenguaje? Apuntes sobre la lógica de las imágenes» (García Varas, 2011), que el postulado wittgensteinano permite un nuevo giro en el que el “logos deja de dominar la potencialidad de la imagen para admitir, a la inversa, su dependencia respecto a ella” (98). La imagen es entonces la ruptura original en la que el hombre se establece ante el conocimiento. Su carácter inasible responde a la paradójica condición de ser la primera portadora de información. Antes que el signo (antes siquiera que el sonido) ésta se nos presenta indeleble en la realidad y en nuestra mente para poder abrirnos paso en el mundo (ese gran recipiente de imágenes).

Barcelona, 27 de diciembre de 2012




BIBLIOGRAFÍA

C. Danto, A.; La transfiguración del lugar común. Traducción de Ángel y Aurora Mollá Román. Barcelona: Paidós, 2002.

Freedberg, D.; El poder de las imágenes. Traducción de Purificación Jiménez y Jerónima Gª Bonafé. Madrid: Cátedra, 1992.

García Varas, A. [ed.]; La filosofía de la imagen. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca, 2011.

Goodman, N.; Los lenguajes del arte. Traducción Jem Cabanes. Seix Barral. Barcelona: 1976.

Lázaro Carreter, F.; Diccionario de términos filológicos. Madrid: Gredos, 2008.

Saussure, F. de; Curso de lingüística general. Traducción, prólogo y notas de Amado Alonso. Buenos Aires: Losada, 1991.

Wittgenstein, L.; Investigaciones filosóficas. Traductores Alfonso García Suárez y Ulises Moulines. Barcelona: Crítica, 2008.