La sirene du Mississipi de F. Truffaut
La-sirene-du-Mississipi

De algo que se transforma

[...] ella le contestó, echándole los brazos al cuello, que no le habría visto como el demonio si antes –al verle por primera vez–, no se le hubiera aparecido como un ángel.
Heinrich von Kleist

El amor es quizás el sentimiento más trajinado, negociado y manoseado de todos los afectos que se dispensan los humanos y, sin embargo, su contenido y su índole o naturaleza permanecen envueltos en misterio, incluso para quienes afirman haberlo experimentado intensamente o haber sido objeto de él. Quienes lo declaman nunca se sienten comprendidos en eso que sienten por el ser amado y, para los que son felices objetos del amor, todas las pruebas que abonan la existencia de ese sentimiento en quien los ama les parecen insuficientes, parciales o fallidas. Por esta razón, las llamadas “relaciones amorosas” y, en general, el vínculo erótico entre humanos es con frecuencia –y por desgracia– una experiencia dramática y no siempre feliz. En el amor, la medida de la recompensa se compara con la dimensión de la pérdida cuando, por una razón o por otra, el vínculo decae o se interrumpe o fracasa o es traicionado por uno de los amantes; y todo ello sucede con relación a un sentimiento que, esencialmente, resulta desconocido e inexplicable.

Las historias de amor, por lo general, narran los avatares de las relaciones entre los amantes. Existen para que quienes las escuchan o las leen o las ven representadas, se reconozcan en ellas; si acaso, para que descubran algún matiz inesperado de sus propias experiencias al verlas reproducidas en la vida de otros. Toda la literatura, no solo la amorosa, sirve a este propósito, pero a diferencia de las demás, las historias de amor casi nunca resuelven la intriga o la tensión moral que plantean en una situación humana y, en gran medida, suelen dejarlo todo tal como lo encontraron. Con excepción, desde luego, de los subgéneros de la llamada literatura “rosa” o “del corazón”, las telenovelas, los culebrones y los folletines, cuyos guiones elaboran intrincados enredos con final feliz.

Según las reglas dictadas por el maestro Aristóteles, en una narración pensada para representar una acción mediante mimesis o relato han de darse tres componentes decisivos para que la acción sea reconocida y pensada en la representación. El primero es la trama que sostiene el sentido del relato y que Aristóteles describe como mythos, es decir, como lo propiamente narrativo en sí. En segundo lugar, el mythos ha de estar organizado de acuerdo con una acción pensada (diánoia) por sus personajes, una idea o una razón que unifica las voluntades de quienes lo protagonizan y que revela –en tercer lugar– el carácter (ethos) de sus protagonistas, es decir, la identidad o la estatura moral de los personajes. El elemento decisivo para que la trama narrativa cumpla con su programa de conocimiento ético, el que dibuja la peripecia de la historia, es el cambio de fortuna, que ha de ser patente para el lector o para el espectador de teatro. Para decirlo sin innecesarios prolegómenos: no hay ni peripecia ni trama ni acción en la que no esté representada la transformación de algo, tesis que nos autoriza a formular la siguiente generalización: toda narración lo es, ante todo, de un cambio.

Los estudios clásicos, tanto en el campo de la filología como en la filosofía, han hecho énfasis en estos primeros tres componentes de la tragedia. Los tres restantes son: la música (melopeya), la tramoya y el lenguaje (lexis) e importan sobre todo para la poética de la tragedia en tanto que de lo que se trata es de una representación teatral. Como atributo necesario de la trama a nosotros ha de interesarnos el cambio de fortuna que da lugar a agnición (anagnórisis) y que Aristóteles describe muy claramente como un reconocimiento, a menudo de índole moral, del contenido problemático de una acción humana cuando quien la ejecuta –un hombre bueno– pasa de una condición favorable a una desgracia. Si falla la agnición y no se percibe ningún cambio de fortuna el (llamémoslo así) efecto narrativo no tiene lugar. De acuerdo con esta pauta, los cambios de fortuna y sus consiguientes reconocimientos son propios de todas las narraciones y no solo de las historias de amor. Si acaso, lo peculiar de la historia de amor es que la narración no solo afecta las acciones de los personajes y la peripecia sino que atañe al sentimiento involucrado en ella. La historia de amor es, pues, el drama de la transformación del amor.

Consideramos que estamos ante una historia de amor –y esta sería la propuesta central del presente escrito– cuando la historia se ocupa de trazar la peripecia de la transformación del sentimiento que puede tener lugar (o no) entre personajes reales o imaginarios y que puede, o no, resolverse como peripecia de amoríos e intrigas. En la historia de amor la narración de una peripecia sirve a la exposición de ese cambio de fortuna y no al revés. No es, pues, el amor lo que interesa en una historia de amor sino la transformación de ese amor y, en consecuencia, de las relaciones amorosas de sus personajes en tanto y en cuanto permiten observar cómo se transforma esa experiencia. En cierto modo la experiencia de una transformación del sentimiento remeda la experiencia del amor, de sus recompensas o de su desdichas. La destreza del narrador consistirá en mostrar cómo se transforma dramáticamente el sentimiento y en saber hacerlo con recursos estrictamente narrativos. Un relato autobiográfico como El amante de Marguerite Duras, que supuestamente narra una iniciación amorosa y aparentemente está referido al “amor” de Duras adolescente por un rico comerciante chino en Saigón con quien realiza su primera experiencia sexual, no contaría como historia de amor sino más bien como la decisión de autoprostituirse, vagamente amagada por Duras en el texto. En realidad, la autodegradación de Duras en el relato de esta primera relación sexual, sirve a la autora como ajuste de cuentas con su madre, para describir cómo da comienzo su emancipación y cómo esta emancipación marca el nacimiento de trayectoria literaria. La velada asociación de la literatura con el oficio más antiguo es sugestiva; el título del libro, en cambio, es pura pastelería literaria.

La literatura erótica es pródiga en modelos que exponen el erotismo como proceso de transformación. A veces consiste en el desarrollo de la trama de encuentros y desencuentros que protagonizan los amantes; otras veces es el relato distanciado de un cambio en el carácter del (o de los) protagonista(s), las circunstancias del deseo comprometido, o la explicación de un fracaso. En la historia de Dido y Eneas por ejemplo, que es uno de los episodios iniciales de la Eneida, si bien Virgilio se extiende en la descripción de las circunstancias de la seducción y posterior enamoramiento de la desdichada reina de Cartago y el fugitivo héroe de los troyanos, la historia de amor que protagonizan estos dos arquetipos de los enamorados no es la de su encuentro sino la de su separación; mejor dicho es la historia de la transformación de su vínculo apasionado en indiferencia y desamor. Tras los episodios que narran el enamoramiento –donde sucede más o menos lo de siempre– y una vez que la infeliz Dido, al verse abandonada por su amado, se suicida, el acontecimiento decisivo es la visita de Eneas al Hades en busca de su madre. Allí, perdida entre otras sombras, encuentra el alma de Dido que, al ser abordada por el troyano, se aleja de él con indiferencia. Es pues, este desencuentro final el que determina la historia de Dido y Eneas y no todo el amor que hayan podido dispensarse mientras les era posible hacerlo.

Es probable que de todas las historias posibles, la de amor sea la única que no adquiere su contenido o su naturaleza hasta el final. Si hay causalidad implicada, en este tipo de relatos solo la causa final –para decirlo en términos aristotélicos– permite completar el sentido de la trama. En otras palabras, no existe ni puede existir una historia de amor sin final. No hay relato de amor inacabado.

En la sugestiva novela de Alessandro Baricco, Seda, el lector sigue intrigado el extraño amor a distancia que entabla Hervé Joncour, el comerciante francés que viaja a Oriente en busca de los gusanos de seda y la misteriosa mujer, esposa de su proveedor en Japón, con la traba relación durante uno de sus viajes, solo para enterarse, al final del relato, de que el verdadero amor en la novela es el que siente por él su esposa, convertida en cómplice de la fascinación de su marido por una desconocida. La esposa de Hervé, lo mismo que los gusanos de seda que éste trafica, teje una estrecha urdimbre de compromisos con la sola intención de que Hervé, satisfaga su deseo, pueda gozar de su aventura en Asia y no obstante volver a los brazos de ella. La transformación no tiene lugar en la sucesión de los viajes a Oriente sino al final, cuando el protagonista descubre –y, con él, nosotros– hasta qué punto de abnegación y entrega era amado por su mujer.

El vínculo amoroso es permeable a su propia narración puesto que, en rigor, no hay amor que no se confunda, a su vez, con su historia; y este relato es plausible puesto que lo propio del vínculo amoroso es darse en transformación. Hay historias donde otros sentimientos o experiencias sirven como materia narrativa, pero jamás se transforman, son siempre idénticos. La historia sirve a su presentación pero lo presentado por ellas no cambia. Solo el amor cambia y la sustancia de esos cambios es la materia narrativa del relato de amor. La frase que remata el delicioso enredo creado por Heinrich von Kleist en su novela breve, La marquesa de O, consigue enlazar con maestría una peripecia costumbrista en un típico ambiente Biedermeier con el contenido profundo de todas las historias de amor, porque es propia del objeto amado mudar indefinidamente. Cuando, tras una larga sucesión de equívocos y desinteligencias entre los personajes. mediando una tentativa de violación seguida de salvamento, petición de mano, embarazo imprevisto y matrimonio a la fuerza, el conde ruso que intenta lavar su falta casándose con la marquesa, a la que ha dejado encinta, le pregunta por qué quiso ella rechazarlo una y otra vez, por qué –en definitiva– se negaba a dar una desenlace honroso a la situación y se obstinaba en tratarlo como un demonio, ella le da una respuesta reveladora: “tenía que ver como un demonio a quien, en la primera ocasión, vi como un ángel”. La frase saca a la luz que el nudo de la trama de La marquesa de O no es sino el desarrollo narrativo de esta transformación: de ángel a demonio; y de nuevo, de demonio a ángel. El vínculo amoroso pone en presencia una transformación –¿qué otra cosa decimos al enamorarnos sino que de pronto vemos al otro con otros ojos?–, el otro es aún más otro frente a nosotros. El objeto amoroso no es lo que se muestra a nuestros sentidos sino una persona diferente. La transformación puede ser feliz o desdichada, asunto que la historia trata subsidiariamente– pero siempre es la constancia de un cambio radical. Y, de hecho, el cambio de estado que el enamorado registra en sí mismo se suele corresponder con el cambio operado en el otro.

En la extraordinaria película de François Truffaut, La sirena del Mississippi (1969) protagonizada por Jean-Paul Belmondo y Cathérine Deneuve, en el momento más esplendoroso de su carrera como actriz, el amor mancillado del inocente plantador de tabaco de La Reunión (Belmondo) pasa por sucesivas transformaciones. Primero se enamora de la ladrona usurpadora (Deneuve) que suplanta a la que iba a ser su esposa por correspondencia y –como es previsible que ocurra– se enajena y, hundido en la desesperación al descubrir que ha sido traicionado por ella se lanza en su busca para matarla; pero, tras encontrarla por casualidad en un cabaré, su venganza se trastoca de nuevo en amor y se convierte en cómplice de la huida de ella. Ella se convierte de victimaria en víctima y pasa a ser su prisionera; y él de víctima se convierte en cómplice: para salvarla, él mismo se convierte en un criminal y pasa de este modo de la inocencia a la abyección. En efecto, para librarse de él y abandonarlo una vez más, ella empieza a envenenarlo. Él lo descubre y, como prueba inútil de su entrega y de su voluntad de autodestruirse con ella, no obstante accede a comer los platos que ella le prepara aun a sabiendas de que están envenenados. La historia cuenta, pues, un amor que avanza desde la fascinación hasta lo abyecto. No es, pues, el vínculo amoroso lo que resulta fascinante en el relato puesto que ese sentimiento no es más que la sublimación del deseo carnal, que puede tener o no muchos obstáculos para consumarse, o que se puede consumar de diversas maneras, de la adoración del objeto hasta la perversión. Lo fascinante en la historia de amor es el cambio en el escenario que se abre frente a un otro que ya no es lo que era o lo que parecía ser.

Los ejemplos de transformaciones en las historias de amor que podríamos traer a consideración son incontables. Así en La historia inmortal de Izak Dinesen (Karen Blixen) el relato del compromiso del marinero y la prostituta, que uno se transforme en la otra, hace inmortal su vínculo y, en última instancia, su relato. Y lo mismo sucede en la historia del amor del atormentado Humbert-Humbert por la nínfula Lolita, en la novela homónima de Vladimir Nabokov, que hace depender la larga peripecia, que incluye una road-story en la segunda parte de la novela, de la evolución de un cambio que remata en una decepción.

En la medida en que el amor es un indefinible muy intenso y de contenido inexplicable, la imaginación humana lo puebla de infinitas metáforas, ensoñaciones y trances de los amantes al tiempo que deja siempre intacta el enigma de su manifestación. Y esto es tan válido en un denso novelón decimonónico o en una acaramelada novela de García Márquez como El amor en los tiempos del cólera como en piezas mucho más económicas y escuetas, como es el caso de algunas memorables letras de tango que contienen en forma esquemática la entera peripecia de una novela, el testimonio de algo que se transforma. Véase “Aquel tapado de armiño”, tango con letra de Manuel Romero y música de Enrique Delfino, compuesto en 1928, que inmortalizó Carlos Gardel


Aquel tapado de armiño
todo forrado en lamé
que tu cuerpito abrigaba
al salir del cabaré.
Cuando pasaste a mi lado
prendida a tu gigoló,
aquel tapado de armiño
¡Cuántas penas me causó!

¿Te acordás? Era el momento
culminante del cariño,
me encontraba yo sin vento
vos amabas el armiño.
¡Cuántas veces tiritando,
los dos junto a la vidriera
me decías suspirando:
¡Ay, mi amor, si vos pudieras!
Y yo con mil sacrificios
te lo pude al fin comprar;
mangué amigos, vi usureros,
y estuve un mes sin fumar..!

Aquel tapado de armiño
todo forrado en lamé
que tu cuerpito abrigaba
al salir del cabaré,
me resultó al fin y al cabo
más durable que tu amor:
el tapao lo estoy pagando
y tu amor ya se acabó.

Las historias de amor dan testimonio de una metamorfosis, de lo real a lo imaginario, del deseo mudo y sin matices al deseo transformado en consecución de un bien. En ellas se da el milagro más característicamente humano: hacer del mundo –el otro, su vida, su región, su contexto, su explicación– algo diferente de lo que hay. La experiencia del amor solo es abordable desde la perspectiva de una historia porque solo en una narración plagada de incidencias –la más de las veces luctuosas– se revela algo de su misterio. Por esta razón tan simple toda propedéutica del amor, todo manual de erotismo resulta, a la postre, vacío e intrascendente como una cáscara de nuez, mera racionalización que desemboca en acartonada estilística amatoria y no sirve para nada.

A diferencia de los otros muchos registros de la narrativa (la épica, el viaje, el descubrimiento, la iniciación, la desesperación, la mala suerte, el tiempo, etc.) la historia de amor está por fuerza referida a su propia transformación narrativa, que se celebra y se consagra con cada narración; y no importa demasiado que nos tenga o no como sus protagonistas si consigue trasmitir la intensidad de ese algo que se transforma.

Madrid, julio de 2014.





Obras citadas

Aristóteles, Poética. Traducción de Agustín García Yebra (Madrid: Gredos, 1974).Baricco, Alessandro. Seda. Traducción de Xavier González y Carlos Gumper. (Barcelona: Anagrama, 1997).
Dinesen, Izak. “La historia inmortal”, en Cuentos reunidos. Introducción de Miguel Martínez-Lage; traducción de Francisco Torres
Oliver y Alejandro Villafranca del Castillo. (Madrid: Alfaguar, 2011).
García Márquez, Gabriel. El amor en los tiempos del cólera. (Bogotá: Sudamericana, 1985).
Kleist, Heinrich von. La marquesa de O. Traducción de Jorge Segovia y Violetta Beck. (Barcelona: Maldoror Ediciones, 2010).
Nabokov, Vladimir. Lolita. Traduccción de Enrique Tejedor (Barcelona: Anagrama, 1991).
Virgilio, Eneida. Introducción de Vicente Cristóbal, traducción de Javier de Echave-Sustaeta (Madrid: Gredos, 1992).