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Acerca del arte

Camille Paglia

(Extraido de Sexual Personae: Art and Decadence from Nefertiti to Emily Dickinson. London: Penguin Books. Pág. 28-32. Traducción de Enrique Lynch).

 


Todo lo grande en la cultura occidental procede de la lucha contra la naturaleza. Occidente –y no Oriente– se ha apercibido de la aterradora brutalidad del proceso natural, cómo agravia al pensamiento el ciego y abrumador torbellino de la materia. Perdidos, no encontraremos ni amor ni a Dios sino la mugre primordial. Esta revelación le fue dada históricamente al macho occidental, que se ve arrastrado por ritmos y mareas hacia la madre oceánica. Al resentimiento contra esta imposición daimónica debemos las grandes constricciones de nuestra cultura. Lo apolíneo, frío y absoluto, es el rechazo sublime de Occidente. Lo apolíneo es una línea masculina trazada contra la magnitud deshumanizadora de la naturaleza femenina.

En la naturaleza todo se derrite. Creemos que vemos objetos pero nuestros ojos son lentos y parciales. La naturaleza florece y se descompone a través de largos resoplidos que se elevan y caen como el movimiento de las olas en el mar. Un pensamiento que se abra completamente a la naturaleza sin preconceptos sentimentales se verá tragado por el grosero materialismo de la naturaleza, por su incontenible superfluidez. Un manzano cargado de sus frutos: qué pacífico, qué pintoresco; pero si le quitas el rosado filtro del humanismo a tu mirada y lo miras de nuevo verás cómo en él la naturaleza echa espuma y se derrama mientras sus locas burbujas espermáticas se desparraman sin parar y se sumen en una inhumana rueda de desperdicio, basura y masacre. Desde las masas de células transparentes que forman las huevas marinas hasta las esporas que echan al aire como plumas las macetas verdes, la naturaleza es un avispero colmado de agresión y exceso. He aquí la magia negra ctónica que nos infecta en tanto que seres sexuados; la identidad daimónica que el cristianismo de manera tan inadecuada describe como pecado original y del que cree que logrará limpiarnos. La mujer que procrea es el obstáculo más problemático a la aspiración cristiana a la catolicidad, como lo atestiguan doctrinas ingenuas como la Inmaculada Concepción y la Virgen. El carácter procreativo de la naturaleza ctónica es un obstáculo para toda la metafísica occidental y para todo hombre que busque su identidad contra su madre. La naturaleza es el hirviente exceso del ser.

El arma más efectiva contra el fluir de la naturaleza es el arte. La religión, el rito y el arte comenzaron siendo lo mismo y, de hecho, hay un elemento religioso o metafísico que sigue estando presente en todas las artes. Por minimalista que sea, el arte no es nunca mero diseño sino que es siempre un reordenamiento ritual de la realidad. A la empresa del arte, tanto si es colectivista y estable como si es individualista e inestable, la inspira la angustia. Cada sujeto localizado y agraciado por el arte está amenazado por aquello que se le opone. El arte consiste en cerrar por dentro con el propósito de cerrar por fuera. Es una imposición ritual de ataduras a esa máquina de movimiento perpetuo que es la naturaleza. El primer artista fue un sacerdote que invocaba un conjuro para fijar la energía daimónica de la naturaleza en un instante perceptivo. La fijación está en el corazón mismo del arte, como stasis y como obsesión. El artista moderno que se limita a dibujar una línea sobre el papel sigue siendo uno que intenta domar cierto aspecto incontrolable de la realidad. Fijar está en el corazón del arte. El artista moderno que se limita a trazar una línea en una página de todas formas sigue tratando de domesticar cierto aspecto incontrolable de la realidad. El arte es hechizante. Fija al público en su butaca, hace que los pies detengan su marcha delante de un cuadro, fija el libro en la mano. La contemplación es un arte mágico.

El arte es orden, pero este orden no es necesariamente justo, ni amable ni bello, puede ser arbitrario, brutal y cruel. El arte no tiene nada que ver con la moralidad. Puede que los temas morales estén presentes, pero son incidentales, no hacen más que fundar la obra de arte en determinado tiempo y espacio. Antes de la Ilustración el arte religioso era hierático y ceremonial;después, hubo de crear su propio mundo, donde los universales religiosos resultan suplantados por un nuevo rito de formalismo artístico. En el siglo XVIII la literatura demuestra que lo que atrae al artista es el orden en la moral y no tanto la moralidad en el orden. Solo a los izquierdistas utópicos sorprende que los nazis fueran aficionados al arte. Sobre todo en la modernidad, cuando el arte elevado es arrojado a la periferia de la cultura, se hace evidente que el arte es agresivo y compulsivo. El artista no hace arte para salvar a la humanidad sino para salvarse a sí mismo. Cada gesto de buena voluntad hecho por un artista es una niebla deliberada que se echa para borrar sus huellas, el rastro sangriento de su asalto a la realidad y a los demás. El arte es un témenos, un lugar sagrado. Está ritualmente limpio, es un suelo barrido y aplanado que sirvió para alojar primariamente al teatro. Todo lo que entra en este espacio es transformado. Desde el bisonte de las pinturas rupestres hasta las estrellas cinematográficas de Hollywood, los seres representados entran en una vida diferente, de culto, de la que ya nunca saldrán. Están hechizados. El arte es sacrificio, convierte la agresión que le es inherente tanto contra el artista como contra la representación. Nietzsche afirma: “Casi todo lo que llamamos ‘alta cultura’ se basa en la espiritualización de la crueldad.”1 Los interminables desastres y asesinatos de la literatura están allí para satisfacer el placer contemplativo no para dar lecciones de moral. Su condición ficticia, encerrada en un recinto sagrado, intensifica nuestro placer al garantizarnos que la contemplación no puede convertirse en acción. No hay estocada dada por un espectador compasivo que pueda evitar la fría inevitabilidad de esa hierática ceremonia, que se repite ritualmente a lo largo del tiempo. 

La sangre siempre habrá de ser derramada. En la iglesia o en el teatro el rito es fijación amoral, que disipa la angustia al formalizar y congelar la emoción. El ritual del arte es la cruel ley del dolor hecha placer. El arte hace cosas. He dicho que en la naturaleza no hay objetos sino tan solo la penosa erosión de la fuerza natural, que mancha, dilapida, muele, reduce, toda materia a fluido, a la espesa sopa primordial de la que brotan cosas nuevas, llamando a gritos a la vida.

Dioniso fue identificado con los líquidos –sangre, saliva, leche, vino. Lo dionisiaco es la fluidez ctónica de la naturaleza. Por otro lado, Apolo da forma y figura y destaca un ente de otro.Todos los artefactos son apolíneos. La fusión y la unión son dionisíacas; la separación y la individuación son apolíneas. El niño que abandona a su madre para convertirse en hombre conduce a lo apolíneo contra lo dionisiaco. El artista que se siente compelido a hacer arte, que necesita producir palabras o imágenes como los demás necesitan respirar, usa lo apolíneo para derrotar a la naturaleza ctónica.

En el sexo, los hombres han de mediar entre Apolo y Dioniso. Sexualmente, la mujer puede seguir siendo oblicua, opaca; y obtener placer sin tumulto ni conflicto. La mujer es un témenos de sus propios misterios oscuros. Por sus genitales, el hombre tiene una cosita que ha de hundir una y otra vez en la disolución dionisíaca: ¡una empresa arriesgada! El hacer y preservar es algo central en la experiencia masculina. El hombre es un fetichista. Puesto que no tiene el fetiche de él, la mujer habrá de engullirle otra vez. De ahí la dominación masculina del arte y la ciencia. La capacidad de enfocar, concentrarse, dirigirse y proyectar, que he identificado con el orinar y el eyacular, son sus herramientas para sobrevivir sexualmente pero nunca le han dado la victoria definitiva. La angustia en la experiencia sexual sigue siendo tan fuerte como siempre. El hombre intenta corregir esta situación por medio del culto a la belleza femenina. Está eróticamente fijado en la “figura” de la mujer, esos esponjosos depósitos materno-sebosos que forman los pechos, las caderas, las nalgas, irónicamente, las partes más acuosas y menos estables de su anatomía. El voluptuoso cuerpo de la mujer refleja el mar que brota de la naturaleza ctónica. Al prestar atención a la figura de la mujer y hacer de ella un objeto sexual, el hombre ha luchado por fijar y estabilizar el horrible fluir de la naturaleza.

La objetivación es conceptualización, la facultad humana más elevada. Convertir a las personas en objetos sexuales es una de la especialidades de nuestra especie. Nunca desaparecerá, pues está imbricada con el impulso artístico y quizá sea idéntica a este. Es un tótem de nuestra perversa imaginación. La producción apolínea de cosas es la línea principal de la civilización occidental, que se extiende desde el Antiguo Egipto hasta el presente. Cualquier tentativa de reprimir este aspecto de nuestra cultura ha sido en última instancia derrotado. Primero el judaísmo y después el cristianismo la emprendieron contra la pagana fabricación de ídolos, pero el segundo, con un impacto más amplio que el judaísmo, se convirtió en la religión del mundo más imbuida de –y dominada por– el arte. La imaginación siempre ha dado remedio a los defectos de la religión. El objeto duro en la producción apolínea de cosas es la personalidad occidental, el ego glamoroso, separatista y luchador, que ingresó en la literatura con la Iliada pero que, como mostraré más adelante, apareció por primera vez en el Egipto del Antiguo Imperio.

El cristianismo intentó borrar de un plumazo los encantos seculares del paganismo promoviendo la espiritualidad pero como era una secta combativa acabó por reforzar el absolutismo estructural del ego occidental. El héroe de la Iglesia medieval militante, el caballero de la armadura resplandeciente es la cosa apolínea más perfecta que ha dado la historia. Los libros de arte deberían ser reescritos: hay una línea directa que va desde la escultura griega y romana a través de las armaduras medievales y desemboca en el Renacimiento y su reivindicación de la época clásica. Las armas y las armaduras no son artesanía sino arte. Cargan con el peso simbólico de la personalidad occidental. La armadura es la continuidad pagana en la cristiandad medieval. Desde que el Renacimiento puso en marcha el arte sensual e idolátrico del clasicismo la línea pagana ha continuado con todo su vigor hasta nuestros días. La idea de que la tradición occidental colapsó después de la primera guerra mundial es una de esas características observaciones miopes, propias del izquierdismo.

Mi tesis es que la alta cultura se hizo obsoleta por efecto del neurótico nihilismo moderno y, por otra parte, que la cultura popular es la gran heredera del pasado occidental. El cine es el género apolíneo supremo, el hacedor de las cosas y lo hecho por las cosas, una máquina propia de los dioses. El hombre, conceptualizador y proyector sexual, ha dominado en el arte porque este es su respuesta apolínea a (y alejada de) la mujer. El objeto sexual es algo que hemos de proponernos. El ojo es la saeta de Apolo que sigue el arco de la trascendencia. Yo lo he observado en el orinar y en el eyacular.

El ojo occidental es un proyectil arrojado más allá, al lado salvaje de la condición masculina. No es una coincidencia que Europa fabricara armas de fuego para ser usadas con la pólvora, que China había inventado siglos atrás pero para la cual no había encontrado uso, salvo para los fuegos artificiales. La agresión y la proyección fálicas son intrínseca a la conceptualización occidental. La flecha, el ojo, el arma de fuego, el cine: el brillante rayo de luz que emite el proyector es nuestro pasaje moderno de apolínea trascendencia. El cine es la culminación de la pulsión masculina, obsesiva y mecanicista, en la cultura occidental. El proyector cinematográfico es un tirador apolíneo que demuestra el vínculo entre el arte y la agresión. Cada encuadre pictórico es una limitación ritual, un precinto barrado. La pantalla rectangular de las películas está calcada del encuadre de la pintura posrenacentista. Toda conceptualización es un encuadre.

La historia de la indumentaria pertenece a la historia del arte pero demasiado a menudo se la trata como una acotación periodística para señoras en el marco del saber académico. La moda no tiene nada de trivial. Los modelos de belleza son conceptualizaciones que cada cultura proyecta y nos lo dicen todo. Las mujeres han sido las principales víctimas de las eternas vueltas que da la rueda de la moda, atadas de pies y manos a sus fantasmales imperativos, pero la moda no es una de esas tantas opresiones políticas que forman parte de la letanía de las feministas. Los modelos de belleza, creados por hombres pero por lo general consentidos por las mujeres, limitan ritualmente la apariencia sexual arquetípica de las mujeres. La moda pone ante el ojo apolíneo masculino lo que el ojo nunca puede ver. La belleza es un marco apolíneo fijo: fija y condensa el fluir y la indeterminación de la naturaleza. Permite al hombre actuar enalteciendo todo lo deseable de eso que teme. El poder del ojo en la cultura occidental no ha sido apreciado o analizado del todo. El asiático rebaja los ojos y subraya el papel del tercer ojo, que los indios marcan con un punto rojo en medio de la frente. La personalidad es lo inauténtico en Oriente, que identifica el yo con el grupo. La meditación oriental rechaza el tiempo histórico, pero contamos con una tradición religiosa paralela: a menudo los axiomas paradójicos de los místicos y poetas orientales y occidentales no se distinguen unos de otros. El budismo y el cristianismo coinciden en considerar el mundo material como samsara, el velo de la ilusión, aunque Occidente posee otra tradición, la pagana, que culmina en el cine. El siglo XX no es la Edad de la Angustia sino la Edad de Hollywood. El culto pagano de la personalidad se ha vuelto a despertar y domina todo el arte y el pensamiento. Moralmente es vacío pero ritualmente es profundo. Lo adoramos por medio del poder del ojo occidental. La pantalla del cine y la de la televisión son sus recintos sagrados.


1. Nietzsche, Friedrich. 1982. Más allá del bien y del mal: preludio de una filosofía del futuro. Edición y traducción de Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza, p. 158.