Detalle de Monograma (1955-59)

Arte mundano y mundo del arte

1. Hacer escuela
La manera como se establecen las pautas y los periodos en la historia del arte suele ser desconcertante; y en algunas ocasiones incluso algo caprichosa. Por ejemplo, ¿cuándo termina el Renacimiento y da comienzo el Barroco? ¿Para qué sirve agrupar a algunos pintores italianos en una imaginaria corriente manierista? ¿Cuál es el matiz determinante que autoriza a clasificar una obra entre las del llamado “arte conceptual”? ¿Acaso es más conceptual un tiburón embalsamado por Damien Hirst que obras como Los embajadores de Holbein o Las Meninas de Velázquez? Podría pensarse que la confusión solo es terminológica y se plantea únicamente en el campo de las artes plásticas, pero no es del todo así. En materia de música, por ejemplo, para muchos está claro que Mozart y Haydn son conspicuos representantes del clasicismo musical, como lo es Ludwig van Beethoven; pero desde la perspectiva de uno que escucha con atención, ¿este último no suena también un tanto romántico…?

Etiquetas como “moderno” –y no digamos “posmoderno”–, vanguardia, dadaísta, décadent o “matérico” en ocasiones resultan tan oscuras como las quididades de Duns Escoto; y si no, pueden ser frívolas o irrelevantes. Por otra parte, la manera como los historiadores del arte periodizan o establecen las pautas de una época o de un estilo no siempre son compatibles con el esquema admitido por otras historicidades. La modernidad artística no se corresponde con la económica; y la decadencia tampoco. La idea de fantasía y de lo fantástico tienen como mínimo tres o cuatro registros incompatibles y por encima de todos ellos está eso que los psicoanalistas llaman “fantasma”. 

Sin embargo, aunque en la historia del arte proliferan este tipo de imprecisiones, nadie parece sentirse confundido por ellas. El criterio del público –vale decir, el gusto– no tiene inconveniente en ponerse a tono con las caprichosas taxonomías que proponen los teóricos, los críticos y los historiadores del arte desde el siglo XVIII, que es la época en que la invención de lo estético comenzó a servir como coartada académica para dar pábulo a las arbitrariedades del gusto. Todavía hoy se mantiene vigente ese punto de vista basado en el supuesto de que es formal y lógicamente legítimo establecer como regla del arte la mera extensión de un juicio de experiencia. Con implacable precisión, Paul de Man llamó a esta aberración “ideología estética” y se propuso erradicarla, pero no parece que su iniciativa haya tenido éxito: nunca había habido tantas teorías aberrantes del arte como ahora.

Consideremos un caso típico de esta ideología, la determinación del llamado “expresionismo abstracto” en el contexto del arte contemporáneo de los EE.UU, fórmula que no solo se sostiene en un oxímoron flagrante –puesto que a toda expresión se la supone en las antípodas de un contenido abstracto– sino que, según parece, la etiqueta no vino dictada exclusivamente por criterios estéticos sino que fue el resultado de una iniciativa personal del crítico Clement Greenberg tras haberle sido “sugerida” por el FBI al calor de las campañas macartistas en los años de la Guerra Fría. El propósito de la etiqueta concebida por Greenberg era identificar un estilo, pero su intención subliminal era patriótica, pues con ella se pretendía establecer una pauta identitaria para una generación de artistas contemporáneos de los EE.UU con objeto de presentar sus obras como la contribución norteamericana al arte de vanguardia de mediados del siglo pasado. El FBI consideraba –hay que decir que con algún fundamento– que buena parte de los artistas de vanguardia de la primera mitad del siglo XX mostraban peligrosas simpatías por los regímenes comunistas, razón por la cual era conveniente proponer al público norteamericano una alternativa que fuera al mismo tiempo rabiosamente moderna y, no obstante, nacional y afín al capitalismo.

En cualquier caso, la fórmula “expresionismo abstracto” se impuso rápidamente y hace tiempo que está asociada a una corriente del arte contemporáneo que todo el mundo reconoce y comenta. En cambio, hablar de una “Escuela de Nueva York” para referirse a los artistas norteamericanos del periodo 1945-1970, como hace el crítico inglés Robert Hughes , e incluir en dicha “escuela” a los llamados “expresionistas abstractos”, a los pop y a algunos artistas figurativos bastante académicos y mezclarlos con otros, que son abstractos puros o conceptuales o neofigurativos, etc. para constituir con ellos una “escuela” es cuando menos algo arbitrario y, desde luego, nada esclarecedor (HUGHES, 1992, 119). La nómina de los artistas incluidos por Hughes en la “escuela de Nueva York”, es desde luego menos ambiciosa y tiene menos calado teórico que lo del “expresionismo abstracto”. Hela aquí: Pollock, De Kooning, Rothko, Barnett Newman, David Smith, Gorky, Guston, Krasner, Motherwell, Noland, Olitski, Frankenthaler, Louis, Oldenburg, Lichtenstein, Rosenquist, Warhol, Kelly, Stella, Judd, Smithson, Morris, de Suvero, Serra, Marden, Shapiro, Jaspers Johns, Rauschenberg... Como puede apreciar cualquiera que conozca la obra de estos artistas, el único fundamento de validez que podemos darle a esta “escuela” es que está refrendada por la opinión del crítico reconocido.

(Significativo –y anecdótico– es que algunos de los agrupados por Hughes no sean norteamericanos y entre los señalados solo figure una mujer: Susan Rothenberg. Dicho esto sin la menor intención de suscribir la ideología actualmente imperante que reclama el cumplimiento de las cuotas equitativas de “género” en todos los ámbitos de la actividad cultural.)

¿Por qué procedió de manera tan veleidosa y superficial un autor tan respetable como Robert Hughes? Quizá porque los artistas de la “escuela de Nueva York” no solo tienen en común el haber convivido unas décadas en esa ciudad, sino que también coinciden en haber dado un nuevo sesgo a la pauta rupturista que es característica de la vanguardia europea. Sin embargo, en lo que de veras tienen en común es haber alcanzado fama y reconocimiento gracias a la influencia de una mirada y una decisión críticas. Es decir, todos ellos fueron “descubiertos” por marchantes, comisarios y críticos de arte cuyos juicios más tarde terminaron –naturalmente– siendo convalidados por el público y los coleccionistas, lo que llevó a que sus obras alcanzaran cotizaciones astronómicas en el mercado del arte.

2. El Mundo del Arte
Lo más probable es que nunca haya habido algo semejante a una “escuela de Nueva York” y que solo sepamos de ella por la opinión de un crítico de renombre, lo cual acredita la enorme influencia cultural de lo que George Dickie y Arthur Danto han llamado: Art World, el mundo del arte en la actualidad (DICKIE, 2005; DANTO, 2003.) expresión sumamente vaga y torpe que designa el contexto necesario en que se inscriben no solo las prácticas relacionadas con el arte y sus protagonistas principales sino además todos nuestros juicios y valoraciones en la materia, ya se trate de comentarios técnicos y eruditos o de las opiniones o impresiones de cualquier aficionado al arte. Como fenómeno sociológico, el Mundo del Arte representa en las artes plásticas lo que T. W. Adorno y Max Horkheimer llamaron “la industria cultural”: un territorio de contornos poco definidos que ocupan los artistas, las llamadas obras de arte, los museos, las galerías y la variada gama de profesionales y aficionados que dedican su vida a este medio, incluidas las teorías y las claves que se usan para desempeñarse en él y que sus participantes intercambian en forma de discursos.  De modo significativo (y paradójico) al cabo de unas décadas ellos mismos acabaron por ser adoptados como figuras relevantes de esa misma “industria” que denunciaban.

Según Dickie, hoy en día no existe acceso directo a la experiencia del arte que no sea a través de esta especie de corporación que vive y se desarrolla a expensas de sí misma, de modo semejante a cómo funciona la técnica en el campo de la investigación y el conocimiento científicos. Así como la técnica no solo explica el acontecimiento sino que en el acto de describirlo además lo categoriza como tal y lo “pone” en el mundo, esto mismo sucede con la institución “Mundo del Arte” respecto de aquellas obras y artistas que considera representativos de los principios y pautas vigentes en el medio, de ahí que la teoría que afirma la existencia de un Mundo del Arte se la conozca como teoría institucional. (DICKIE,  op.cit.)

Un postulado central en la teoría institucional es la afirmación de que no es imprescindible contar con un concepto de arte ni establecer una esencia de lo artístico, del mismo modo que, para la experimentación del medio natural, a la técnica le tiene sin cuidado contar con una concepción de la naturaleza. Según la teoría institucional, la presencia misma de una cosa como obra de arte tampoco es un requisito fundamental para la apreciación estética: en primer lugar, basta con que algo funcione como artefacto; y, en segundo lugar, se requiere que a ese artefacto –que puede o no incluir la investidura del propio artista– le haya sido teórica y convencionalmente conferida la condición de candidato para ser apreciado por personas pertenecientes a la institución (mundo) del arte. En suma, puesto que la definición de artista –sobre todo después de la influencia de artistas subversivos como Marcel Duchamp y Andy Warhol– ha quedado definitivamente obliterada y la propia condición de “obra de arte” ha sido subsumida de hecho al gesto de un individuo previamente investido de una condición creativa sin sustancia ni naturaleza admitidas, la teoría institucional del arte equivale a la consagración final del contexto, como única fuente del sentido, sin que para ello importe ni el objeto ni el sujeto de la relación estética.

Así descrito, el Mundo del Arte se asemeja a un club muy curioso puesto que no tiene sede social ni actividad determinada pero está organizado de acuerdo con una estricta regla que fija quién pertenece o no a la institución. En el territorio marcado por sus reglas se desempeñan figuras autorizadas pero, como su autoridad es siempre discutible y su discurso está obligado a ser innovador, su investidura también resulta problemática, de tal modo que lo único que en verdad perdura es el marco que traza el perfil de las figuras. La teoría institucional, por consiguiente, se concentra casi exclusivamente en saber en qué consiste el marco/contexto del arte, algo parecido a afrontar la investigación de un crimen imposible de instruir pues no tiene motivación manifiesta, no hay cadáver a la vista y, por añadidura, el asesino muchas veces es el investigador del caso, de tal modo que al final el único signo tangible es la escena del crimen. O sea, el mercado.

En alguna medida, la teoría institucional es un típico argumento ex post, es decir, mera proyección racionalizada de un estado de cosas. Sin embargo, describe una deriva evidente de la práctica artística actual, orientada casi exclusivamente por las reglas del mercado de las obras de arte. Por otra parte, los teóricos de la teoría institucional parecen haber dado por resueltos la mayoría de los problemas planteados como consecuencia del moderno nacimiento de la estética, entre ellos: la definición del arte, la posibilidad de una regla de la práctica artística que tenga fundamento objetivo y universal, la determinación de la pauta que hace posible la comunicabilidad del juicio estético, la identidad del artista y la índole de la llamada “experiencia estética”, que en los últimos siglos ha sido tenida por el principal criterio para establecer que una obra es “de arte”. Lo mismo que en los escritos de Nelson Goodman, la teoría institucional del arte de Dickie y Danto prefiere abandonar la necesidad de establecer qué es lo que le interesa y, a cambio, propone fijar cuándo ese marco de interés (el arte) tiene lugar, lo que en cierta forma equivale a la capitulación lis y llana de cualquier programa de la crítica.

Con la debida prudencia, el “Mundo del Arte” podría equipararse con el Lebenswelt, “el mundo de la vida” de la fenomenología husserliana, en la medida en que, como este, oficia como horizonte necesario de los hechos mundanos (artísticos) e influye de forma decisiva en el modo como nos desempeñamos en ese mundo. En efecto, lo mismo que el Lebenswelt, el Mundo del Arte está formado por una amalgama de juicios subjetivos y traza el ámbito insoslayable donde se gestan las formas y los estilos reconocidos. Y así como es verdad que el Lebenswelt no es una idea propiamente filosófica, tampoco es el “Mundo del Arte” una idea estética. El primero hace posible que los hechos de la vida puedan ser tematizados o abordados por la filosofía del mismo modo que el Mundo del Arte pone el acontecimiento (la obra de arte) que necesariamente habrá de ser objeto del juicio o la apreciación estética.

En definitiva, la teoría institucional rechaza todo esencialismo en materia de arte. Afirma que la práctica del arte, que descompone en tres instancias (creación, presentación y consumo) consiste principalmente en establecer los roles y sobre todo las convenciones (creativas, presentativas y apreciativas) que rigen la respuesta razonable y consensuada frente a ciertos objetos que han sido calificados como “obras de arte”. Los participantes en este juego (artistas, comisarios, críticos, marchantes, aficionados, coleccionistas, enseñantes y estudiantes de arte, etc.) contribuyen activamente en él, tanto como se convalidan por medio de los discursos que lo retroalimentan mediante una secuencia de círculos comunicados, como los descritos por la serie de definiciones propuestas por George Dickie . Una característica sugestiva de estas definiciones que atañen a elementos centrales en el Mundo del Arte es que, según el propio autor de ellas, explican algo que de antemano ya sabemos, cumpliendo un papel semejante a la pre-comprensión, que introduce las ideas y los objetos del conocimiento en la fenomenología husserliana.

He aquí algunas de estas definiciones (DICKIE, 2005, 114–117).

Un artista es una persona que participa con entendimiento en la elaboración de una obra de arte.

Una obra de arte es un artefacto de un tipo creado para ser presentado a un público del mundo del arte.

Un público es un conjunto de personas cuyos miembros están hasta cierto punto preparados para comprender un objeto que les es presentado.

El mundo del arte es la totalidad de los sistemas del mundo del arte.

Un sistema del mundo del arte es un marco para la presentación de una obra de arte por parte de un artista a un público del mundo del arte.

La circularidad del modelo usado para establecer estas definiciones es tan evidente que Dickie no tiene más remedio que asumirla como diseñada a propósito. Repito: para la teoría institucional del arte todo juicio artístico necesariamente se inscribe en el marco trascendental que fijan algunas de estas nociones consabidas. Por consiguiente, ¿puede semejante marco servir como el lugar propio del arte?

3. Un lugar para el arte
Es harto evidente que la función principal de la práctica artística  ha sido desde tiempo inmemorial la representación de lo sagrado o, si se prefiere, de lo divino, lo trascendente, lo Absoluto. El arte ha dado cuerpo y sostén sensible a lo suprasensible, es decir, un soporte para las propiedades excepcionales de una cosa y una unidad de referencia para las emociones que la cosa suscita (Cfr. HEIDEGGER, 1982). O si no, de aquello que por una razón desconocida solo puede ser tenido como sagrado porque no es, en ningún caso, ni ordinario ni corriente. La diferencia específica de las obras del arte estaría fundada, pues, en la índole excepcional del contenido que estas obras expresan o simbolizan, etc. Por esta razón la enorme mayoría de ellas están de algún modo asociadas a motivos religiosos o de culto, tanto si son simbólicas como si no; y no importa que sean figurativas o abstractas; o que estén entre las de las artes plásticas pues la pauta religiosa se aplica a cualquiera de las prácticas tradicionalmente señaladas como “artes”: arquitectura, música, pintura, escultura, poesía, etc. Lo importante es tener presente que mientras estuvo vinculado a la manifestación sensible de lo divino el arte satisfizo una humana necesidad de trascendencia y no dio lugar a problema teórico alguno, así como tampoco sirvió para inspirar una estética.

Mientras esa necesidad “espiritual” –por llamarla así– estuvo colmada, establecer el lugar y la función del arte no fue nunca un problema. La definición del arte se convierte en un problema moderno, no solo porque no existe un concepto asociado a su práctica, sino porque en la época de la secularización consumada aquello de lo que trataba el arte –lo sagrado– quedó fuera de la escena (o simplemente se retiró), por causas que sin duda no fueron artísticas. De forma quizá un tanto dramática y no obstante sumamente precisa, Hegel llamó a este acontecimiento capital de la historia de la cultura europea: muerte del arte. Su descripción de este acontecimiento es muy consistente y no solo desde el punto de vista de su sistema filosófico. Según Hegel, lo que en un origen servía como, o era tenido por, manifestación (representación) de lo divino, quedó reducido a mera representación de lo que hay –aunque no de su esencia–; o si no, se convirtió en la repetida representación de sí mismo. Dicho con otras palabras: donde antaño hubo el doble de un dios –Atenea Niké o San Miguel arcángel o El Crucificado– sobrevino un vacío y el lugar de ese vacío lo vino a ocupar una efigie, una representación; es decir, un fósil, o en el mejor de los casos, la huella de la presencia de un dios desaparecido. Así pues, toda la tradición del arte secularizado moderno, huérfano de toda trascendencia, puede describirse como una tentativa siempre incompleta de resacralizar el mundo poblándolo de “obras de arte” que, por necesidad, son objetos de culto a un dios desconocido o, si no, tentativas siempre renovadas y radicales de profundizar la secularización, haciéndola cada vez más trivial y ramplona, proceso al que no solo han contribuido las llamadas vanguardias sino sobre todo el mercado de las obras de arte, que atribuye valor altamente cotizable a piezas que a veces apenas se distinguen de (o deliberadamente se confunden con) los objetos más profanos.

Por supuesto que las llamadas obras de arte siempre han tenido valor crematístico pero su disposición en orden según el mercado solo se ha realizado en la época de consolidación de ese mercado como el sistema más dinámico y determinante de todos los que forman el Mundo del Arte.

La cuestión acerca de la particular condición ontológica de las obras de arte se repite una y otra vez debido a que, en la modernidad, el arte ha quedado de hecho como suspendido entre la antigua identificación con lo sagrado y la vida profana, circunstancia que ha movilizado la gran aceptación obtenida por aquellos artistas y obras que –unos por genialidad y otros por astucia y oportunismo– hicieron de esa incómoda posición que ocupa en nuestro tiempo el arte el asunto central de su trabajo.

Contra lo que piensan los críticos como Robert Hughes, en el arte contemporáneo no hay escuelas. Justamente lo que tienen en común artistas como Marcel Duchamp o John Cage o Andy Warhol no solo es la voluntad de provocar y destruir toda posibilidad de una tradición edificante a partir de sus respectivas obras sino el haber concebido un “arte” que se retroalimenta de su propia indeterminación tópica y que permanece refugiado en un nimbo inasible, entre una trascendencia sin arraigos y la vida cotidiana, entre la inspiración de sí y el gesto autoafirmativo, ambos repetidos hasta el cansancio y ambos inagotables. Ha sido esa indefinición lo que ha convertido en decisivo el papel de la institución del arte, de tal modo que hoy resulta imposible apreciar una obra y, sobre todo, comprenderla, con independencia de su valoración crítica o su repercusión pública y mediática que, a la postre, se refleja en el mercado.

4. Robert Rauschenberg
La trayectoria triunfal y la inusitada relevancia dada a la obra del norteamericano Robert Rauschenberg podría servir como paradigma de esta deriva del arte contemporáneo. En su caso, como en la mayoría abrumadora de los artistas de nuestro tiempo, se mantiene la pauta habitual: sus obras están siempre alejadas del arte tradicional tanto como de la vida y no obstante mantienen firmes referencias a ambos contextos. No se puede pensar en un artista como Rauschenberg sin un comisario y una exposición. Y no se puede ensayar una aproximación a su obra sin tener presente la carga de sentido de los desechos de la vida contemporánea que componen sus instalaciones.

Tras su consagración poco después de serle otorgado el premio de la Bienal de Venecia de 1964, el trabajo de Rauschenberg alcanzó, tras una progresión constante, las más altas cotizaciones logradas por un artista contemporáneo, hecho asombroso pues él mismo admitía ser disléxico y, por esta razón, difícilmente puede pensarse que estuviera plenamente en control de su trabajo. Su propia descripción de la “técnica” empleada en sus instalaciones así lo revela: Rauschenberg afirmaba que sus trabajos –semejantes a ex-votos de religiones africanas u ofrendas vudús– donde a menudo se mezclan sin orden ni concierto fotografías junto con vagas alusiones a la cultura pop, salpicadas de brochazos y manchas de colores, en medio de un amasijo de fragmentos de todo tipo de objetos recogidos de la basura, son el resultado de observar durante su infancia las labores de su madre, a la sazón costurera de profesión y, al parecer, mujer habilidosa para confeccionar ropa con retales. Sin embargo, a diferencia de las prendas confeccionadas por su madre, en las instalaciones de Rauschenberg, en especial en los llamados Combines, difícilmente se puede establecer dónde empieza y dónde termina la obra. Puesto que han sido concebidas de acuerdo con un arte de la serendipia y el batiburrillo, un observador escéptico puede especular con que siempre cabe añadirles o quitarles algún elemento sin que se altere el efecto final que generan. Asimismo, habida cuenta de que los materiales parecen proceder de un contenedor de basuras urbanas, es imposible establecer cómo habrá de envejecer la obra y sobre todo qué procedimiento se llevará a cabo para restaurarla cuando sea preciso.

Ocurre que en esta obra la misma noción de “técnica” está subvertida, lo que explica que buena parte de los profusos comentarios que se le dedican casi siempre repitan un mismo libreto: o bien se extienden en inevitables referencias a la vida personal del artista, a su infancia en Texas, a sus estudios fracasados, a sus indeterminables relaciones con artistas inclasificables como John Cage o Merce Cunningham, o a sus amoríos; o bien sustituyen la interpretación de una obra que carece de contenido trascendente por la mera descripción de lo que se muestra en ella, lo que es hasta cierto punto lógico puesto que una “instalación” realiza al mismo tiempo su programa significante y la exhibición de tal programa. La presuposición de una “técnica” en Rauschenberg es pues irrisoria puesto que, según él mismo manifestó en una entrevista, cuando trabajaba la mayor parte del tiempo “intentaba hacer como que tenía idea de lo que hacía”.

Por lo tanto, la obra de Rauschenberg es una muestra paradigmática del arte generado por el Mundo del Arte y, probablemente, tan efímera como el contexto que la hizo famosa y sin el cual carece toda relevancia. Algo parecido sucede con muchos de sus contemporáneos. Es un signo del poder constituyente del juicio crítico que las ha encumbrado y de los círculos de opinión que fijan a discreción nuestras preferencias, las reglas del gusto dominante y las teorías que las convalidan. Y quizá sea este el único valor estético que cabe reconocerles.

                                                                                                Madrid, diciembre de 2016

 

 

 

Referencias bibliográficas

CULLINAN, N. “Robert Rauschenberg's and Cy Twombly's Roman holiday” The Burlington Magazine, Vol. 150, No. 1264, American Art and Architecture (Jul.,2008), pp. 460-470.
DANTO, A. (2003) La Madonna del futuro: Ensayos en un mundo del arte plural. Traducción Gerard Vilar. Barcelona: Paidós.
DICKIE, G.(2005) El círculo del arte: Una teoría del arte. Traducción Sixto Castro. Barcelona: Paidós.
FOLLAND, T. “Robert Rauschenberg's queer Modernism: The early Combines and decoration”. The Art Bulletin, Vol. 92, No. 4 (December 2010), pp. 348-365.
HUGHES, R.(1992) A toda crítica: Ensayos sobre arte y artistas. Traducción Alberto Coscarelli. Barcelona: Anagrama.
JOSEPH, B.“Robert Rauschenberg: una duplicación que contiene duplicaciones”, Arte Parte, no 66, 2006/enero 2007.
LEBOVICI, E. “Robert Rauschenberg: rebus”, Art Press no 327, 2006.
MAMIYA, C. “We the People: The Art of Robert Rauschenberg and the construction of American national identity”. American Art, Vol. 7, No. 3 (Summer, 1993), pp. 40-63.
POTTER, M “"A license to do anything": Robert Rauschenberg and the Merce Cunningham Dance Company”. Dance Chronicle, Vol. 16, No. 1 (1993), pp. 1-43.
RICHARDS, E.“Rauschenberg’s religion: Autobiography and spiritual reference in Rauschenberg’s use of textiles SECAC Review Vol. XVI No.1, 39-48.
STERCKX, P. “Robert Rauschenberg: Trois clés pour déchiffrer les Combine Paintings”, Beaux Arts Magazine no. 269, 2006.