El espíritu de la comedia (o la comedia del espíritu)

 

Esta gente no sabe que para el criollo las frases
en otro idioma siempre tienen algo de cómico.
Adolfo Bioy Casares, Historias de amor

I. Tres anécdotas

Lo mismo que buena parte de las ideas estéticas –cito algunas de ellas, casi por obligación: lo bello, lo sublime, lo pintoresco, lo grotesco, lo terrible, lo gracioso, lo nuevo, etcétera–, lo cómico nombra un sentimiento que se incorpora e interviene directamente en el juicio sin la mediación de un concepto. O sea que sirve para entender lo que pasa y para discriminar en la experiencia, pero no puede invocar para sí una legitimidad conceptual como la que poseen, por ejemplo, las categorías de objeto, cantidad o forma. Lo que nos parece cómico, cuando mucho, solo puede ser identificado como sensación y, como tal, es subjetivo. Y, lo mismo que todas las nociones de inspiración estética, aunque es al mismo tiempo espontáneo y autoevidente, no es determinable desde un punto de vista teórico, porque lo cómico no es necesario sino contingente. Total, que algo puede resultarnos gracioso… o puede que no. Por lo tanto, hay que concluir que estamos ante una noción de la clase de las indefinibles, pues:

a) Acontece pero no es fenómeno. Es habitual, pero no forzoso ni incontrovertible; es decir que es contingente y parcial o limitado a una condición, o a un estado de cosas, pero no por ello puede decirse que esté comprendido en la situación que lo provoca.

b) Esta indeterminación hace que no pueda establecerse si está inspirado, o si solo describe el ánimo de aquél que lo piensa, lo reconoce, lo imagina o lo experimenta.

c) Claro que hay cómico –¿si no, por qué reímos?– pero ningún acontecimiento lo es intrínsecamente, cualquiera que sea el significado que establezcamos para “intrínseco” en este caso. Y en cambio todos pueden serlo. Por lo tanto, no tipifica un estado de cosas que, por su organización o su naturaleza, pueda destacarse de los demás, aunque no cabe duda que hay algunas circunstancias –como las caídas y los tropezones, los imprevistos, el absurdo y el ridículo, los equívocos, los juegos de palabra, etcétera– que suscitan hilaridad en nuestra cultura. 

Todas las comunidades humanas encuentran algo de qué reír, pero es obvio que nuestro sentido del humor y el de sociedades y pueblos lejanos pocas veces se ajustan a los mismos cánones, lo cual no condice con la difundida idea de una “humanidad”.

(¿Hay alguien capaz de explicarme ese extraño sentido del humor que muestran los japoneses?)

Si algo caracteriza a una cultura con relación a las demás es su diferencia a la hora de abordar el humor. ¿Solo con relación a pueblos muy exóticos? De ninguna manera, pero en esos casos la diferencia cultural tiende a manifestarse de forma harto evidente, lo cual prueba que la comicidad es un rasgo cultural determinante. Los episodios trágicos son siempre los mismos para casi todo el mundo, cualquiera que sea la cultura, en cambio los cómicos tienden a ser singulares e idiosincrásicos: una de las razones por las que el contraste con una cultura desconocida resulta siempre dramático y, con bastante frecuencia, asimismo cómico. Se podría traer a colación muchos ejemplos pertinentes, pero propongo repasar estos pasajes que he extraído de una de las obras maestras de la literatura argentina: Una excursión a los indios ranqueles, del coronel Lucio V. Mansilla, que narra los avatares de una expedición militar a territorio indio, encargada por el gobierno de Buenos Aires a mediados del siglo XIX. El episodio que transcribo aquí no solo es dramático sino además bastante irrisorio gracias a la consabida perspicacia e ironía de Mansilla, a la hora de describir su encuentro formal con el cacique Mariano Rosas y sus subalternos:

Un indio, que debía ser algo como paje del cacique, habló con Mariano
Rosas, y en seguida, con Caniupán, mi inseparable compañero. Este a su turno habló con Mora.
Mi lenguaraz, siguiendo la usanza, me dijo:
–Señor, dice el general Mariano que ya lo va a recibir; que quiere darle la mano y abrazarlo; que se dé la mano con sus capitanejos y se abrace también con ellos, para que en todo tiempo lo conozcan y lo
miren como amigo, al hombre que les hace el favor de visitarlos, poniendo en ellos tanta confianza.
Pasando por los mismos trámites, fue despachado el mensajero con un recadito muy afectuoso y cordial. Mora volvió a conversar con Caniupán, y me dijo después:
–Señor, dice Caniupán que ya puede adelantarse a darle la mano al general Mariano; que haga con él y con los demás que salude, lo mismo que ellos hagan con usted.
–¿Y qué diablos van a hacer conmigo? –le pregunté.
–Nada, mi coronel, cosas de los indios, así es en esta tierra –me contestó.
–Supongo que no será alguna barbaridad –agregué.
–No, señor; es que han de querer tratarlo con cariño; porque están muy contentos de verlo y medio achumados [borrachos]–repuso.
–Pero, poco más o menos, ¿qué me van a hacer? –proseguí.
–Es que han de querer abrazarlo y cargarlo –respondió.
–Pues si no es más que eso –murmuré para mis adentros, –no hay que alarmarse.
Y como cuando grita uno a los que acaudilla en un instante supremo: ¡adelante! ¡adelante! –¡Caballeros! –dije mirando a mis oficiales y a los dos franciscanos, que estaban hechos unas pascuas, sonriéndose con cuantos los miraban –Vamos a saludar a Mariano.
Avancé, me siguieron, llegamos a tiro de apretón de manos del Cacique y comenzó el saludo.
Mariano Rosas me alargaba la mano derecha, se la estreché.
Me la sacudió con fuerza, se la sacudí.
Me abrazó cruzándome los brazos por el hombro izquierdo, lo abracé.
Me abrazó cruzándome los brazos por el hombro derecho, lo abracé.
Me cargó y me suspendió vigorosamente, dando un grito estentóreo; lo cargué y suspendí, dando un grito igual. Los concurrentes, a cada una de estas operaciones, golpeándose la boca abierta con la mano y poniendo a prueba sus pulmones, gritaban: ¡¡¡aaaaaaaa!!!

Después que me saludé con Mariano, un indio, especie de maestro de ceremonias, me presentó a Epumer. Nos hicimos lo mismo que con su hermano en medio de incesantes y atronadores ¡¡aaaaaaaaaaaa!! Luego vino Relmo, igual escena a la anterior: ¡¡aaaaaaaaaaaaa!! En seguida Cayupán, lo mismo: ¡¡aaaaaaaaaa!!

En pos de éste, Melideo (alias) cuatro ratones, indio sólido como una piedra, de regular estatura; pero panzudo, gordo, pesado, ¿cómo quién?, como mi camarada Peña, el edecán del Presidente. Aquí fueron los apuros para cargarlo y suspenderlo. Mis brazos lo abarcaban apenas; hice un esfuerzo, el amor propio de hombre forzudo estaba comprometido, no alcanzarlo me parecía hasta desdoroso para los cristianos; redoblé el esfuerzo y mi tentativa fue coronada por el éxito más completo, como lo probaron los ¡¡¡aaaaaaaaaaaa!!! dados esta vez con más ganas y prolongados más que los anteriores.

Aquello fue pasaje de comedia, casi reventé, casi se me salieron los pulmones, porque esto de tener que dar un grito que haga estremecer la tierra al mismo tiempo que el cuerpo se encorva, haciendo un gran esfuerzo para levantar del suelo un peso mayor que el de uno mismo, es asunto serio del punto de vista de la fisiología orgánica; pero que más que a todo se presta a la risa1.

El encuentro ceremonioso de dos jefes militares, por exótico que sea en este caso, no tiene nada de peculiar. Es cómico el contraste del protocolo en uso en una cultura salvaje con las reglas urbanizadas de la sociedad decimonónica europeizada que representa el coronel Mansilla. Sus ojos de dandy pícaro siguen atentos a los extravagantes códigos que usan los indígenas para mostrar entusiasmo y ponen a la vista el ridículo sin necesidad de hacer comentarios descalificatorios. Incluso la breve y maliciosa apostilla donde se compara al indio Melideo con el edecán Peña es también cómica, pero de un estilo diferente. ¿Cuántas dimensiones de la comicidad están presentes en este testimonio?

Consideremos otro caso. En la misma época en que Mansilla se entrevistaba con el cacique Rosas, aunque muy lejos de las inmensas llanuras desérticas de la Argentina, estaba sentado a su mesa de trabajo Nathan Mayer, fundador de la rama inglesa de la familia Rothschild; y en eso que llegó de visita un personaje.

–Tome asiento –le dijo Mayer y siguió con lo suyo.
Al cabo de unos minutos de incertidumbre el visitante no tuvo más remedio que intervenir:
–Me parece que usted no ha oído bien quién soy. Soy el príncipe Puckler-Muskau.
–Entonces tome dos asientos. –contestó Rothschild.2

Si no fuera porque esta anécdota muestra, entre otras cosas, la prepotencia del dinero, yo diría que es deliciosa. Repárese en el wit del banquero. Su soberbia redobla la del aristócrata, e incluso la multiplica con una soberbia mayor, desmereciendo el doble apellido de su cliente con solo reducirlo a una doble asignación de asientos. Lo cómico está interpretado aquí como una deliberada literalidad. ¿Es cómico? Claro que sí, pero ¿cómo demostrarlo?

Lo cómico es indefinible, como el tiempo en las Confesiones de Agustín de Hipona que, aunque sabemos en qué consiste, somos incapaces de explicarlo. Y es insoslayable, porque infinitas son las cosas y las circunstancias que, llegado el caso, pueden hacernos gracia; e inasible, puesto que el hecho mismo de que algo nos haga gracia se puede mostrar o ejemplificar –como yo mismo hago con estas anécdotas– y no obstante su proceso o su procedimiento son casi imposibles de desentrañar. Más aún, es muy probable que, si pudiéramos explicarlos, entonces no nos harían tanta gracia.

¿Pero qué significa que algo nos hace gracia? ¿Qué es la gracia?

Sobre lo cómico explicado, valga una tercera anécdota para mostrarlo. Nada menos risible que una broma racionalizada; pero, como veremos, esto tampoco es del todo cierto. En Buenos Aires y Montevideo a mediados de los años sesenta del siglo pasado, cuando yo era muy joven, los programas de humor en la radio y la televisión solían presentarse como series de sketches cómicos que se repetían con alguna regularidad, programa tras programa. Casi siempre eran los mismos, solo que introducían en cada ocasión algún incidente menor, por lo general, imprevisto. Seguro que en ello algo tenía que ver la pereza de los guionistas y el hecho de que todavía no se hubiese introducido la grabación en video, pero de todas formas el público estaba habituado a ese estilo de humor repetitivo, pues conocía de memoria a los actores y los papeles que representaban así como las situaciones que protagonizaban, se mantenía fiel a ellos. Supongo que justamente allí, en la eventual variación de algún episodio improvisada por los actores, estaba lo cómico. Algo como lo que hacen los verdaderos aficionados al bel canto, que no van al teatro para asistir a la representación de una ópera que conocen de memoria sino a valorar y disfrutar –o no– de las novedades de la realización y, de paso, a poner a prueba la pericia de los cantantes en los momentos críticos de la partitura. Pues bien, para el público rioplatense el humor de aquellos programas consistía en regocijarse al apreciar un pequeño matiz inesperado en el marco de una broma conocida. Desde una perspectiva ajena a este código implícito y desconocedora de esa pequeña cultura regional, el sentido del humor rioplatense podía parecer de lo más aburrido. Sin embargo, muy pronto descubrías que no era así, sino todo lo contrario.

Recuerdo uno de estos sketches repetidos que, quizá sin proponérselo, se introducía en el meollo del enigma de la comicidad por medio de un procedimiento –cómico– metanarrativo. La escena del sketch transcurría en el camerino de un comediante profesional, vestido con chaqueta de colores llamativos, corbata pajarita, maquillaje, bastón y sombrero canotier (que en la Argentina se llamaba “rancho”). Junto a él, su guionista, dispuesto a explicarle un chiste que había escrito para la función de ese día y que el actor tenía que llevar al escenario. Por supuesto, el chiste en cuestión resultaba ser una broma desopilante. Sin embargo, oída en boca del guionista, no surtía efecto y dejaba impertérrito al comediante, que se quedaba serio y como atónito: “No lo entiendo” –decía, mientras ponía cara de desconcierto. A continuación, el guionista repetía el chiste y, de tan bueno que era al contarlo, no podía reprimir las carcajadas. Pero el actor insistía: “Nada. No lo entiendo”.

Corte y fin de la escena.

Transcurridos algunos minutos del programa, la cámara regresaba al camerino para encontrarse con los mismos protagonistas. Nueva tentativa del guionista de comunicar el chiste a su pupilo, e igual de decepcionante el resultado. Así, hasta tres o cuatro veces. En cada ocasión subía el tono y la irritación del guionista y mientras que el chiste original iba perdiendo gracia y se hacía soso. Al final, tras varias tentativas frustradas de trasmitir a su pupilo el sentido de la broma –la repetición es uno de los recursos conocidos de la comedia–, el guionista acababa fuera de sí, desencajado y traspuesto, en mangas de camisa, de pie y señalando con un puntero un esquema trazado con tiza sobre una pizarra, repleta de fórmulas y funciones algebraicas que formalizaban el chiste. Inútil esfuerzo, porque el actor repetía: “No lo entiendo. Sigo sin entenderlo. No le veo ninguna gracia.”

Una broma requiere de comprensión y solo consiste de esa comprensión, de tal modo que sentido e interpretación siempre van juntos en la experiencia de lo cómico, consuman una coincidencia que es en todo caso contingente, algo parecido a lo que sucede con todas las sensaciones que se consideran estéticas, como lo demuestra este curioso sketch que introduce un tipo de comicidad autorreferida o de ironía manifiesta, pues bromea con la propia broma y con el modo imprevisible como habitualmente reaccionamos ante algo cómico, apuntando de paso a que también puede ser cómico empeñarse en explicar qué pasa en esos casos.

No debería sorprendernos entonces, que la reflexión sobre lo cómico se pierda por caminos erráticos y siempre divergentes, puesto que en su mayoría han sido trazados a partir de un efecto que puede (o no) ser juzgado como estético. Así, la risa (Bergson, Bajtín), o la secreta delicadeza del humor y del ingenio (Shaftesbury, Schlegel), la fenomenología de la experiencia cómica –el absurdo, la deformidad, lo imprevisto–, la psicología del chiste o de la broma (Freud) en relación con algo inconsciente, o la razón de una diferencia, grotesca o no, como recoge Baudelaire en su ensayo sobre la caricatura. Lo cómico participa de todos y cada uno de los enfoques, pero está claro que ninguno de ellos consigue desentrañarlo completamente. Lo mismo sucede con el repertorio de los recursos que se emplean para generarlo, que son reconocibles pero nunca suficientes: la frustración de la expectativa (Kierkegaard), la devaluación del sujeto de la broma, que es una forma ligera del escarnio, la descarga emocional que expresa la risa como válvula de escape a una situación de tensión provocada por una incongruencia o un absurdo, etcétera.

II. El nacimiento de la filosofía

Llegado a este punto, creo necesario hacer una distinción como la que se suele establecer en casi todos los ámbitos de nuestra tradición cultural. Propongo distinguir entre un cómico a la manera antigua, representada (aunque no exclusivamente) por la comedia ática; y la idea moderna de la comicidad, que circunscribe la experiencia a aquello que nos hace gracia o nos hace reír y que está primariamente desarrollada en el ensayo “An Essay on the Freedom of Wit and Humor” de lord Shafstesbury (1709)3. De hecho una de las características más notables de la comedia ática (Aristófanes, Menandro) es que, aunque es posible que originariamente tuviera intención burlesca, la verdad es que ya no hace reír, a diferencia de los ejercicios medio cínicos –y muchas veces solamente retóricos– de Luciano de Samosata, que nos parecen muy modernos y más afines a nuestro actual sentido del humor. Quizá por ello Hegel los consideraba un género menor, lo mismo que a toda la sátira romana.

En cualquier caso, para escapar al inevitable atolladero en que quedaríamos atrapados en el esfuerzo por establecer el contenido de una experiencia que siempre es singular y que, con frecuencia, unos entienden y otros no –porque lo que se juzga cómico no a todo el mundo le inspira la misma gracia– me parece más sugestivo abordar nuestro tema, en principio, como el lado opuesto de lo trágico, partiendo de la escueta y precisa definición de trágico que da la Poética de Aristóteles: cambio de fortuna que lleva a un hombre noble a pasar de mejor a peor:

En una buena trama trágica, el protagonista debe pasar de la dicha a la desdicha, no por maldad, sino por un gran yerro (hamartía)4

Estricta discriminación que, sin embargo, se disuelve y se desvanece cuando trata de lo cómico pues, como veremos, la definición aristotélica de comedia nos devuelve al punto de partida:

La comedia es imitación de hombres inferiores, pero no en toda la extensión del vicio, sino en lo que tienen de risible.5 

Pongamos a un lado la macarrónica traducción de kakian por “vicio” y en su lugar leamos “mala conducta”; y en vez de “extensión” pensemos en “variedad”. La comedia sería entonces el género que suele representar la variada gama de conductas vulgares donde se muestra algo “de risible”; pero –¡cuidado!– hay que tener presente que, si seguimos la pista de la risa, nunca llegaremos a desenredar el significado profundo de lo cómico. Lo importante aquí es advertir que, según Aristóteles y tal como ejemplifican las obras de Aristófanes, la comedia trata de vidas corrientes, de seres de carne y hueso y de sus pobres circunstancias cotidianas. Por consiguiente, es el paradigma de lo popular, por contraste con los géneros mayores, la epopeya y la tragedia, que cuentan las vidas de dioses, semidioses y héroes. Ciertamente, esta era la novedad que introducía la comedia ática, en particular la de Aristófanes y la de Menandro: la llaneza de la peripecia, la trivialidad de las acciones representadas y la absoluta falta de carácter en sus personajes.

En muchos pasajes de sus obras, pero sobre todo en El nacimiento de la tragedia Nietzsche, siempre un punto aristocratizante, repara en la plebeyez de la comedia aristofánica. A ella y al amaneramiento de lo trágico por parte de Eurípides, atribuye el ascenso y finalmente el triunfo de la dialéctica socrática: en definitiva, el nacimiento de la filosofía en detrimento del poder de la poesía que, a su juicio, era tanto más expresivo y auténtico. Sin embargo, Nietzsche no es del todo claro con relación a la comedia sino, como de costumbre, bastante ambivalente. Su lado romántico deplora el desplazamiento de la tragedia por parte de la plebeya ramplonería de los poetas cómicos; y en cambio su lado moderno lo lleva a aplaudir la reintroducción del humor y la ironía en la crítica filosófica. Y, por otra parte, ¿él mismo no se comporta acaso en todo momento como un bufón? En cualquier caso, es muy significativo que haga coincidir históricamente el auge de la comedia con el nacimiento y la difusión de la filosofía socrática.6

Por consiguiente, a mi juicio, lo cómico interesa a la filosofía por lo que enseña acerca de ella misma, en ese momento crucial en que la filosofía se desprende definitivamente de la poesía y la tragedia.

III. El espíritu de la comedia

Pero no fue Nietzsche quien desarrolló de forma consistente la afinidad espiritual entre comedia y filosofía sino mucho antes de él Hegel, en su Fenomenología del Espíritu, cuando coloca a la comedia al final de la sección dedicada a la religión, un paso antes de la religión revelada, en la antesala del saber absoluto.7 Hegel ve en la comedia muchos de los rasgos que habrán de caracterizar la nueva manera de pensar –el espíritu a un paso de su definitiva reconciliación consigo mismo– cuyo desarrollo culmina con el propio sistema hegeliano.

Ahora bien, para comprender la operación especulativa que Hegel lleva a cabo a propósito de la comedia, hay que tener en cuenta:

a) Que la comedia es para él un mero episodio, un hito en el proceso de reconstrucción de lo Absoluto no sólo desde la perspectiva de su propia experiencia desgarrada sino además de su saber.

b) En ese proceso, la persona de los dioses cobra una importancia fundamental porque hay un momento en que estas figuras ideales –que no son más que una de las posibles identidades del Espíritu– se manifiestan como lo que son en verdad, en su realidad: obra de la imaginación humana. Esto, que los románticos alemanes describían como una “huida”, es visto en cambio por Hegel como una nueva revelación, un salto cualitativo de la autoconsciencia en la dirección de lo realmente efectivo y, en alguna medida, como una liberación.

c) Hegel –siquiera por una vez– es claro en un punto: los dioses consiguen manifestarse en el máximo de su “realidad” y naturaleza, cuando la escultura y el arte poético les proporciona un cuerpo humano, una Gestalt, una figura reconocible. El arte obra el milagro de aproximar a los hombres a una condición –lo divino– que los sobrepasa y, en el fondo, los aterra.8 Y el arte clásico, el arte bello, consuma el equilibrio entre la forma y el contenido de lo divino.

d) La comedia pone a la vista que esa persona, esa máscara que les ha sido atribuida a los dioses tan solo nombra y hace referencia a su destino, a una forma o figura que solamente los representa como tales; y este destino se revela no muy diferente del destino individual de los mortales. Para que la autoconsciencia alcance un saber superior es preciso que estas máscaras se depongan y que tenga lugar una auténtica comedia del espíritu.

Este fue, tal como se describe en el apartado correspondiente de la Fenomenología del Espíritu, el papel decisivo que desempeñó la comedia. ¿Pero en qué aspecto de la comedia reparó Hegel? En uno de los recursos característicos de la comedia ática, el momento en que, ya sea los actores o el coro, se despojan de sus máscaras y comparecen en escena tal como son en verdad y abren un diálogo con el público, a veces incluso acompañados por el propio autor de la obra, que sube al escenario para comentar las incidencias de la acción. Ese pasaje de la representación se denominaba parábasis, la interrupción o la puesta a un lado del asunto, el momento en que en la comedia se allanaban las diferencias entre actores y público, dejando a la vista el pacto implícito en toda representación y el carácter desnudo de cada cual para la ocasión. En la prosa moderna este recurso ha sido empleado con habilidad y maestría por los grandes escritores (Stendhal, Nabokov, Sterne, etc.) y se suele entender como ironía9. Hoy en día, de tanto que se abusa de él, es casi un lugar común: la voluntaria obliteración de la diferencia entre la realidad y la ficción que practican muchos autores actuales de la narrativa contemporánea no es más que puro gesto de modernez y, en última instancia, síntoma de amaneramiento.

Hegel no presta atención a la supuesta “comicidad” de la comedia clásica sino a que “la disolución universal de la figura [...] se torna más seria con relación a su contenido y, por eso mismo, se vuelve más atrevida y más ácida”. La comedia acaba con el protagonismo de las esencias, tan propio de la epopeya y la tragedia (Héctor y Aquiles; Edipo y Electra, etcétera) y en su lugar pone en escena al individuo, o a las individualidades (Individualität) que esas figuras esconden, desnudas frente al público y frente a ellas mismas. Es característico del dios de la comedia descubrirse siendo sustancia divina delegada, enmascarada, igual que el actor y, como reflejo de un gesto semejante, del espectador, que por primera vez logra verse a sí mismo representado en la escena. En esto consiste, en definitiva, que algo “nos haga gracia” y nos resulte risible. Incluso en la misa, en el misterio del pan y el vino, afirma Hegel que la autoconsciencia descubre la ironía implícita que conlleva el significado del sacrificio. La comedia impone su ley en el Estado, ahora llevado a escena como demos, conjuntamente con su saber puro autoconsciente, que se traduce en “el pensamiento racional de la universalidad”. El pensamiento de lo universal ya no es mediado por un mito, sino que se torna accesible a la razón que ha despojado de atributos divinos a las figuras del Panteón y vierte el discurso del coro como un compendio “desordenado de leyes y conceptos sueltos y refranes determinados relacionados con el deber y el derecho, e ideas simples de lo bello y lo bueno10 Desaparece la consciencia de una validez absoluta y aquellas esencias que daban razón a la naturaleza revelan “su existencia inmediata, son nubes11 , un humo o vaho evanescente” y, lo mismo que las ideas de lo bello y lo bueno, “consienten en quedar llenas de cualquier contenido”.

Así pues, Hegel no oculta una extraña mezcla de desencanto y esperanza racional cuando afirma que estas ideas puras, nacidas del pensamiento racional en ascenso “ofrecen un espectáculo cómico”, pues son “juguete de la opinión y del arbitrio de la individualidad contingente”. Solo en la comedia, retornado lo universal a la consciencia de la certeza de sí misma (Descartes), la autoconsciencia pierde su temor ancestral hacia todo lo que es extraño a ella y el espíritu de la comedia se despliega como comedia del espíritu.

Incipit philosophia. Y así, todo lo que antaño era trágico, de pronto se hace cómico.

Madrid, 14 de octubre de 2017

NOTAS


1 Mansilla, Lucio V. 1993. Una excursión a los indios ranqueles. Con una introducción de Marcos Mayer, 235–7. Buenos Aires: Espasa Calpe.

2 Recojo esta anécdota de la edición The Times Literary Supplement, del 15 de junio de 1984.

3 Shaftesbury. 1995. Sensus communis: Ensayo sobre la libertad de ingenio y humor. Trad. y ed. de Agustín Andreu. Valencia: Pre-Textos.

4 Aristóteles, Poética, 1453a15-16.

5 Íbidem, 1449a31-32.

6 Una coincidencia que tiene, además, profundas implicaciones políticas. Véase Strauss, Leo. (1980). Socrates and Aristophanes. Chicago: University of Chicago Press, Midway Reprint.

7 Sigo la edición Hegel, Georg Wilhelm Friedrich. 2007. Fenomenología del espíritu, en especial en págs. 841-4.  Edición y traducción de Manuel Jiménez Redondo. Valencia: Pre-Textos. A las consabidas dificultades de los textos de Hegel se suma, en este caso, la prolijidad del traductor que, en su afán de explicar un texto endiablamente abstruso, muchas veces confunde y complica la lectura con sus constantes intervenciones y variantes.

8 Cabe a Hans Blumenberg haber reparado que esta es la principal cualidad del mito. Con todas sus inconsistencias y sus supersticiosas falsedades el mito es un indicio de que los hombres ya se sienten a tono con la espantosa naturaleza en la que les ha tocado vivir. Cfr. Blumenberg, Hans. 2004. El mito y el concepto de realidad. Trad. de Carlota Rubies. Barcelona: Herder.

9 Tengo presente la elaborada definición de ironía que propone Paul de Man: parábasis permanente de la alegoría de los tropos narrativos.

10 El subrayado es mío.

11 Ídem.