Escena de La vida privda de Enrique VIII (1933)

El sadismo del bufón

El humor le dice la verdad al poder.
Charles Simic

La risa no puede ser absolutamente justa.
Repetimos que tampoco tiene que ser buena.
Tiene por función intimidar humillando.
Henri Bergson

It's a joke. It's all a joke.
Mother forgive me.
The Comedian, Watchmen

 

I

En la Poética, Aristóteles caracterizaba la kátharsis como la experiencia típicamente trágica. El filósofo griego consideraba que toda buena tragedia debía aspirar a colmar el cuerpo y ánimo de los espectadores con una sensación de purificación o alivio que su desenlace desencadenaría:

Así, la tragedia es la imitación de una acción seria y completa, de una extensión considerable, de un lenguaje sazonado, empleando cada tipo, por separado, en sus diferentes partes, y en la que tiene lugar la acción y no el relato, y que por medio de la        compasión y el miedo logra la catarsis de tales padecimientos (ARISTÓTELES, 2004: 47).

El contenido de la representación y aún el destino de sus protagonistas le podían ser ajenos al espectador que se consolaba con esa tensión inicial que luego se convertiría en gozo, al contemplar, desde la seguridad que daba la distancia mimética, el terrible final al que éstos últimos se verían inevitablemente abocados.

La Poética es un texto que nos ha llegado enormemente mutilado y aún cuando Aristóteles hacía una clara distinción entre los diferentes géneros dramáticos, poco o nada ha quedado dicho de la comedia y mucho se ha hablado acerca de la caracterización que el estagirita le habría dado. Esta oscuridad originaria que ha caracterizado durante toda su historia el género cómico, no nos imposibilitaría, con todo, preguntarnos acerca de qué efectos y consecuencias traería consigo la “experiencia cómica” y como diferiría ésta de la catarsis trágica.

A esta pregunta intentaremos dar respuesta en este artículo, partiendo de la premisa que ambas presentan rasgos comunes -ambas son experiencias que, de un modo u otro, vendrían a liberar un cierto grado de tensión en los espectadores- y diferenciados -a nivel narrativo una se nos presentaría como inevitable y la otra tan solo como necesaria en un momento concreto de la trama.

Nietzsche se interrogaba en la introducción al Nacimiento de la tragedia acerca de qué era lo que motivaba a nuestros antepasados griegos a preocuparse, en su época de mayor esplendor, por algo tan cruel y despiadado como la tragedia. ¿Será igualmente lícito preguntarse aquí por los motivos por los que todavía nos gusta reír en los momentos de mayor decadencia? Creemos humildemente que sí y para intentar un bosquejo de respuesta seguiremos en gran medida las tesis de Henri Bergson, que en La risa nos presenta lo cómico como una fuerza eminentemente sádica y conservadora.

II

En un artículo aparecido en Eldiario.es1, el escritor Carlo Frabetti se hacía eco de una dicotomía que encontraríamos en la esencia misma de la comicidad. El italiano planteaba que lo cómico estaba tocado por una doble naturaleza: por un lado conservadora, estaría llamada a perpetuar el orden social existente; subversiva por el otro, querría dinamitar los cimientos mismos de dicho orden. Para Frabetti, “los humoristas siempre son agentes dobles: por una parte, cuestionan el orden establecido y la moral vigente, y por otra los refuerzan al funcionar como una válvula de escape que alivia una presión que podría llegar a ser peligrosa”.

El paradigma de todo esto lo encarnaría, según Frabetti, la figura del bufón: siendo los únicos capaces de hablar de forma insolente y sincera a su rey, tenían que ser hábiles en cuanto a la manera y momento de hacerlo ya que según Frabetti, ser bufón “no dejaba de ser una profesión de riesgo, pues si se pasaban de la raya o pillaban a su señor en un mal momento, podían perder sus privilegios en un santiamén. O su cabeza. Pero, en general, un bufón astuto conseguía llevar una vida acomodada sin grandes sobresaltos. Igual que algunos humoristas actuales”. Su función no era meramente lúdica, ya que “el poder necesita al bufón, más que para parecer tolerante y abierto a la crítica, para no perderse en  los meandros de un monólogo sin fin y sin réplica. Necesita un espejo para maquillarse. Al precio de distorsionar su figura y sus maneras (vendiendo su imagen, que es empeñar el alma), el bufón puede decir algunas verdades  molestas, incluso proferir ciertas burlas y sarcasmos irreverentes, y el poder no solo lo tolera, sino que incluso puede llegar a reírse. ¿De sí mismo? No: de quienes confunden las impertinencias del bufón, que contribuyen a que todo siga igual, con las verdades críticas, las que podrían hacer que las cosas cambiaran”.

Frabetti concluía finalmente que, a pesar de estar rodeados por “bufones cortesanos”, a éstos acababa “viéndoseles el plumero, el gorro de cascabeles”. El público no debería contentarse con estos “bufones del poder” ya que el humor, una de las manifestaciones de lo cómico, debía servir en última instancia para “molestar a los criminales que gobiernan el mundo”.

Para Henri Bergson, en cambio, lo cómico es esencialmente un mecanismo de orden social (y socializador). Lejos de condenar y amenazar “gobiernos criminales”, deja en evidencia a todo aquel que se aparta de las reglas y pautas de comportamiento que los individuos hemos ido estableciendo progresivamente para ordenar nuestra vida en común.

Lo cómico es pues, en primer lugar, un fenómeno social ya que solo pueden participar en él las personas que han aceptado más o menos ampliamente sus reglas de juego: tan solo se dispara su mecanismo cuando tenemos, como mínimo, tres individuos, a saber, el que hace la broma, el que la recibe y el que la escucha. No podría darse si solo existiese un único sujeto, aunque éste hiciese sorna de sí mismo. Como en la gastada metáfora del actor que no puede interpretar su función delante de un auditorio vacío:

No apreciaríamos lo cómico si nos sintiésemos aislados. Parece como si la risa necesitase un eco. (…) Nuestra risa es siempre la risa de un grupo. Quizás les haya ocurrido alguna vez, en un vagón o en el comedor de una fonda, oír a los viajeros contarse historias que le debían de parecer cómicas, pues reían de buena gana. Y ustedes habrían reído como ellos de haber sido parte de su sociedad. Pero al no serlo, no tenían ninguna gana de reír (BERGSON, 2016: 38).

En segundo lugar, es un mecanismo punitivo ya que tiende a humillar al sujeto del que se está haciendo mofa. Bergson en este punto es rotundo:

La risa es, ante todo, una corrección. Hecha para humillar, debe producir en quien es su objeto una impresión desagradable. La sociedad se venga a través de la risa de las libertades que se han tomado con ella. No alcanzaría su meta si llevase la marca de la simpatía y de la bondad (BERGSON, 2016: 166).

Si para Bergson lo cómico es, como ya hemos apuntado, un mecanismo de cohesión y perpetuación de un orden social existente, ¿cómo actúa lo cómico sobre las conciencias individuales? Bergson nos habla aquí de la rigidez de las formas, de las actitudes y de los caracteres. Lo social, contrapuesto a la vida (siempre cambiante, mutable e imprevisible), tiende a obcecarse, repitiéndose indefinidamente al punto de poner en peligro el buen funcionamiento de sus engranajes:

Lo rígido, lo preestablecido, lo mecánico, en contraste con lo flexible, con lo que cambia continuamente, con lo vivo; la distracción en contraste con la atención, el automatismo en contraste con la actividad libre, he aquí, en suma, lo que la risa subraya y quisiera corregir (BERGSON, 2016: 122).

El avaro, el misántropo, el enfermo imaginario (se pone aquí el acento en el carácter universal de los títulos de las comedias, al contrario que los nombres propios que encabezan las tragedias), representarían rasgos del carácter que, al exasperarse, condenarían al ostracismo al individuo que los padece y no sabe relajar sus actitudes.

Lo cómico resultará de nuevo aquí un mecanismo que rebaja esa rigidez y devuelve al individuo a la senda de la maleabilidad que precisa todo grupo que integre comportamientos tan diferentes. Esto aplicaría, como ya hemos dicho, tanto a los caracteres como a las actitudes. Tan cómico resulta el avaro como el patoso que, incapaz de salvar un obstáculo situado en medio del camino, acaba rebozándose en el suelo:

Un hombre que corre por la calle tropieza y cae: los transeúntes ríen. No se reirían de él, creo yo, si pudieran suponer que de pronto le ha entrado el capricho se sentarse en el suelo. Ríen porque se ha sentado involuntariamente. No es, pues, el cambio brusco de actitud lo que hace reír, sino lo que hay de involuntario en el cambio, la torpeza. Quizá había una piedra en el camino. Habría tenido que cambiar el paso o sortear el obstáculo. Pero, por falta de agilidad, por distracción u obstinación del cuerpo, por un efecto de rigidez o de velocidad adquirida, los músculos han continuado realizando el mismo movimiento cuando las circunstancias exigían otra cosa. Por eso el hombre cae, y de eso se ríen los transeúntes (BERGSON, 2016: 40).

Lo que nos lleva a introducir un segundo concepto clave en Bergson: la empatía. En la tragedia, la catarsis se produce por el hecho de que, en mayor o menor medida, empatizamos con el héroe. Sus pecados (que podrían ser los nuestros) lo presentan como a alguien desgraciado y digno de compasión, alguien a quien querríamos restituir de todos los agravios que ha sufrido por la inevitabilidad de los acontecimientos. La comedia, en cambio, siempre está poblada de gente despreciable y ridícula. Aristóteles ya se hacía eco de este hecho en la Poética:

La comedia es, tal como dijimos, imitación de personas de baja estofa, pero no de       cualquier defecto, sino que lo cómico es una parte de lo feo. Efectivamente, lo cómico es un defecto y una fealdad que no contiene ni dolor ni daño, del mismo modo que la máscara cómica es algo feo y deforme, pero sin dolor (ARISTÓTELES, 2004: 45).

Esa desafección que sentimos por el “héroe” cómico vendría dada en parte porque intuimos que el orden de los acontecimientos no es inevitable sino absurdo. Una absurdidad que vendría provocada por la obstinación y persistencia en el error del protagonista:

Ahí donde la persona del otro deja de conmovernos, solo ahí puede comenzar la comedia. Y comienza con lo que podíamos llamar la rigidez contra la vida social (BERGSON, 2016: 124).

Se pone así en entredicho el estado de cosas en la comedia. ¿Cómo? Disponiendo de un doble relato que plantea, por un lado, como deberían ser y, por otro, como están resultando. De su desenlace resulta un desastre cuando, de haber hecho lo correcto, se habría llegado al bienestar físico o social. Al contrario que en la tragedia, donde la cadena de acontecimientos se presenta como inevitable, en la comedia se establece un orden ridículo de acontecimientos (o actitudes) que resultan en la humillación y posterior reclusión (en el mejor de los casos) del protagonista. Se plantea así la ridiculez de cualquier orden de cosas que sea incapaz de adaptarse al devenir constante de la vida social, ya que “el personaje cómico puede estar en regla con la más estricta moral. Solo le queda ponerse en regla con la sociedad (BERGSON, 2016: 127)”.

III

Llegados a este punto sería fácil confundir las consecuencias que a nivel social, político o religioso pueda tener lo cómico, con la propia experiencia de la comicidad. Dicho de otra manera, que un determinado poder se violente o inquiete porque hemos hecho mofa de él, tendría más que ver con la imagen que éste quiere imponer de sí mismo sobre los demás (y de su fortaleza para hacerlo, añadiríamos), que no con los efectos que lo cómico pueda proyectar sobre él. Unos efectos que, como ya hemos dicho anteriormente, siempre tenderán a rebajar las tensiones que todo individuo experimenta al relacionarse e interactuar con dicho poder. “Nada desarma tanto como la risa” (BERGSON, 2016: 126), nos advierte Bergson al respecto.

Lo que nos llevaría a concluir que lo dicho por Frabetti en su artículo no entraría en forzosa contradicción con la caracterización que Bergson hace de la comicidad. Cuando Frabetti se centra en la exterioridad de lo cómico (sus consecuencias), Bergson lo hace en su interioridad (sus efectos). De nuevo aquí cabría invocar la figura del bufón que entroncaría con un tipo de comicidad de carácter (pero también física, con sus gestos, contorsiones, volteretas...) que a la vez violentaría y perpetuaría las disposiciones de un status quo, tan ridículo como cualquier otro que quiera erigirse como absoluto e inmutable.

Algo así nos estaría planteando Diderot en El sobrino de Rameau, donde un filósofo mantiene, después de un encuentro fortuito, un largo diálogo con el tal sobrino (también llamado Rameau), una suerte de bufón con poco o ningún respeto por los rígidos códigos éticos de la encorsetada sociedad parisina de la época. Rameau combate dicha rigidez (literalmente) cuerpo a cuerpo, metamorfoseándose a lo largo de todo el texto (como si un constante carnaval lo atravesase) en un sinfín de personajes de toda clase y condición. Es esa camaleónica capacidad del personaje lo que le permite salir airado en situaciones de lo más incomodas, mofándose durante el proceso de todo aquello que le rodea:

- (…) En verdad, ya sé que si aplicáis a este caso determinados principios generales de no sé que moral que está en todos los labios, pero que nadie practica, resultará que lo negro es blanco y lo blanco negro. Pero, señor filósofo, existe una conciencia general, como existe una gramática general, y luego existen excepciones en cada lengua que llamáis, vosotros los sabios..., ayudadme un poco...
- Idiotismos.
- Eso es. Pues bien, cada clase social tiene sus excepciones a la conciencia general,       excepciones que yo denominaría idiotismos de oficio.
- Comprendo. Fontenelle habla bien, escribe bien, aunque su estilo esté plagado de   idiotismos franceses.
- Y el soberano, el ministro, el financiero, el magistrado, el militar, el hombre de letras, el abogado, el procurador, el comerciante, el banquero, el artesano, el maestro de canto, el maestro de baile, son personas muy honradas, aunque su conducta se aparte en múltiples puntos de la conciencia general, y esté llena de idiotismos morales (DIDEROT, 1985: 98).

Aún así, una pregunta nos asedia constantemente durante la lectura: ¿es sincero Rameau? ¿Es legítima la crítica que hace de todos los estamentos representados? ¿O es tan solo una estrategia que le sirve para adaptarse a cuantos cambios sobrevengan en su periplo vital, intentando ser aceptado y jugar el papel que a todo bufón se le tiene reservado, en el orden que tanto crítica? “La grandeza de carácter resulta del equilibrio natural de varias cualidades opuestas (DIDEROT, 1985: 98)” se lamenta el propio Rameau hacia el final.

En el episodio “Alicia” de la tercera temporada de la parodia política Veep (contrapartida cómica de la dramática House of Cards), la candidata a la presidencia Selina Kyle ha de confrontar un doble desafío: renunciar a una parte importante de su programa político y aceptar las consecuencias personales y públicas que una parodia televisiva en torno a su figura está provocando. El episodio muy hábilmente tematiza lo que la propia serie promete, esto es, realizar una crítica vitriólica de las (a veces) absurdas relaciones de poder presentes en la política de altos vuelos. ¿Es ello posible? A juzgar por la propia serie, no. Contrariada pero bien aconsejada, la vicepresidenta renuncia a esa parte del electorado que sus políticas le habrían hecho ganar y, venciendo sus escrúpulos, acepta unirse a la comedia que tanto la ha atormentado durante el capítulo. Un gesto que la presenta como alguien que sabe que a veces hay que hacer concesiones para obtener lo que se quiere. Antes ya la hemos visto coger el teléfono para hablar con uno de sus votantes, “she's got one of the normals here” dice, refiriéndose a su interlocutor, en una actitud que la sitúa, como a la mayor parte de los personajes que vemos deambulando por la West Wing, por encima del ciudadano medio. A ojos de los “normales”, al unirse a la parodia, Selina se nos aparece como una persona corriente, con sus trágicas virtudes y sus cómicos defectos. Nos sería difícil rebelarnos contra alguien así, tan cercano. Alguien en quien podemos confiar y de quien podemos reírnos porque es casi tan ridículo como nosotros. Alguien real. Y es que como bien nos recuerda Rameau, “lo que llamáis la pantomima de los pordioseros constituye el gran baile de la tierra” (DIDEROT, 1985: 160).

Barcelona, 18 de octubre de 2017

NOTAS

1 El artículo titulado “La revista que fue Jueves” apareció el día 14 de febrero de 2016 en Eldiario.es.

BIBLIOGRAFÍA

Aristóteles (2004) Poética. Traducción de Alicia Villar Lecumberri. Madrid: Alianza Editorial.

Bergson, Henri (2016) La risa: Ensayo sobre la significación de lo cómico. Traducción de Guillermo Graíño Ferrer. Madrid: Alianza Editorial.

Diderot, Denis (1985) El sobrino de Rameau. Traducción de Dolores Grimau. Madrid: Ediciones Cátedra